LA SUERTE DE LOS MORTALES
PRIMERA PARTE LOS QUE REPRESENTAMOS

ULISES LLEGA A LA ACADEMIA

El prudente no aspira al placer,

sino a la ausencia del dolor.

ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco


Hay cosas que más vale no saber, y otras que es mejor no olvidarlas. Eso fue lo que él pensó cuando acabó todo aquello.

Pero antes del desenlace, aquella tarde ya oscura de septiembre en que comenzó a fraguarse una parte de su destino, Ulises Acaty no meditaba sobre la memoria o el olvido. Tenía casi treinta y siete años y un hijo pequeño. Estaba solo con el niño y algunas deudas, y prefería ocupar su mente con otros temas menos abstractos.

El cielo se preparaba para recibir a los meses más fríos del año, y era ajeno a las pasiones humanas, como siempre. La barroca Plaza Mayor del Madrid de los Austrias, llamada en otros tiempos Plaza del Arrabal, o de la Constitución, ofrecía un aspecto decadente bajo el aterciopelado y moribundo sol del atardecer. En ese mismo espacio urbano, en otros tiempos, confluyeron mendigos e hidalgos, pícaros y magistrados, nobles damas de tez empolvada y sucias criadas de vestimentas raídas, alrededor de actos y celebraciones multitudinarias, desde bodas reales a autos de fe, desde procesiones a ejecuciones públicas. Ahora, la estatua de Felipe III estaba rodeada por una muchedumbre multicolor parecida. Turistas; pobres de necesidad sin techo ni suelo propios; parados de larga duración; ociosos remolones frente a los escaparates con sabor rancio de las tiendas de los soportales; ejecutivos, inmigrantes, adolescentes atolondrados, amas de casa, terroristas.

Miró con placer la fachada de la Casa de la Panadería, y se dijo que probablemente las cosas no habían cambiado demasiado desde los tiempos de Juan de Herrera. Aunque, eso sí, ahora todo era mucho más caro.

Ulises apresuró el paso, pero le resultaba difícil avanzar a buen ritmo teniendo que empujar el carrito con el bebé dentro.

«Le llamaremos Telémaco -dijo su mujer, sin vacilación ni rubor, cuando el niño nació y comenzó el fin de los buenos tiempos-. No es un nombre vulgar. Ya sabes que detesto la vulgaridad. Y no parece disparatado, si tenemos en cuenta que tú te llamas Ulises, y yo, Penélope.»

Sonrió confiado hacia Telémaco, viendo desde arriba su divertida sonrisa semidesdentada, que buscaba reflejarse en la del padre, y esquivó por los pelos a una mujer joven que andaba con prisas sobre unos afilados zapatos de tacón, y que se apretaba contra el pecho las solapas de su gabardina gris.

Tampoco sabía entonces nuestro hombre que alguien podía morir violentamente dentro de poco -salpicando con su sangre, de una manera u otra, a todos los que contemplarían fascinados e incrédulos la tragedia, incluido él-, o… no morir porque en sus manos estaba evitar la desgracia.

No, Ulises no sospechaba nada así. Se limitaba a pasear, empujando con determinación el cochecito de bebé donde su hijo, que acababa de cumplir dos años, pataleaba con regocijo, como si hubiese descubierto que ésa era su sagrada misión en el mundo y que nada ni nadie le podría impedir llevarla a término. Telémaco era afortunado: era el vivo retrato de la ausencia del dolor.

Miró su reloj. Llegaba tarde a la sesión, y Vili, su pariente político, lo miraría de esa manera un poco maníaca con que fulminaba a los demás cuando pretendía hacerles un reproche sin que lo pareciera.

La verdad era que no tenía ningunas ganas de ir a la Academia de don Viliulfo Alberola -conocido por todos como Vili-, ni de soportar otro minuto de sus Diálogos socráticos sobre la felicidad, pero Vili lo había amenazado sutilmente cuando él le comentó que le parecía un buen momento para dejar de asistir a las reuniones. (¡Por Dios, le venía fatal salir de casa a aquellas horas!, justamente cuando debería estar preparando la colada diaria y la cena del crío), y aunque Ulises no era de los que suelen amilanarse con facilidad, prefirió no provocar las iras del doctor y seguir acudiendo a sus citas semanales con él y con aquella turbamulta de pirados que lo seguían con un fervor sectario.

Suponía que Vili quería tenerlo controlado, en cierta forma. También que deseaba ver a Telémaco regularmente. Podía decirse que era el abuelo del crío, por más abuelastro que fuera en realidad. Quería mucho al niño, eso estaba claro.

Por otra parte, él tenía la sensación de que el viejo Vili estaba cada día menos relajado en lo referente a su vida personal. Ulises creía saber a quién se debía su frecuente estrés: sus enseñanzas le servían de bien poco, al pobre hombre, porque no sabía aplicarlas con rigor a su propia persona, o por lo menos en lo que atañía a su infernal relación conyugal con su mujer.

Ulises se preguntó de qué sirven las leyes cuando las eluden los mismos que las imponen.

En general, tampoco es que a él le gustaran mucho las leyes; no le complacían porque tenía el mismo presentimiento escalofriante que en su día tuviera Napoleón: que había tantas que nadie podía estar seguro de que no fueran a enchironarlo tarde o temprano.

Las leyes de Vili eran distintas de la legislación judicial, él las llamaba reglas, y ofrecían un aspecto aún más inquietante que aquéllas, si cabía, porque Vili tenía la pretensión de que siguiéndolas cualquiera era capaz de encontrar la felicidad.

Para Ulises, el que alguien como Vili especulara sobre la felicidad y la filosofía no tenía mayores méritos. Él podía dedicarse a eso, puesto que era rico. No, no millonario. Millonario podía ser cualquiera, pero ser tan acaudalado como él no estaba al alcance de todos. Poseía una fortuna que administraban varios bufetes de abogados y gerentes, que apenas lo molestaban un par de veces al año, para que firmara algunos documentos y poco más. Tenía casas en tantos sitios del mundo que Ulises dudaba que fuese capaz de recordarlas, o que las hubiera visitado todas al menos una vez. Y, sin embargo, se limitaba a charlar con la gente en su Academia, a vivir en su apartamento -una casa inmensa, pero desprovista de grandes lujos- del centro de Madrid (en la ciudad, decía, había encontrado su ágora), y a soportar con un estoicismo entre perverso y entregado a su mujer, Valentina.

La felicidad.

Sí, la felicidad…

Pero, ¿qué era eso de la felicidad, al fin y al cabo?

Miró otra vez a su hijo por encima de la capota del cochecito. Hacía dulces gorjeos con la lengua y soltaba una multitud enloquecida de gotas transparentes de saliva. Gritaba y reía, pataleaba, chapurreaba sinsentidos en español y alemán y miraba a su alrededor con la alegría de quien contempla el mundo por primera vez y estima todo aquello que ve. Y en su caso, así era.

Ah, qué feliz sería el pequeño Telémaco si supiera que era feliz, que diría Virgilio.

Le alborotó el pelo con la mano izquierda. El niño torció con gracia el cuello hasta que enfocó a su padre; tenía los ojos tan abiertos y coloridos como dos avellanas frescas partidas por la mitad, y obsequió a Ulises con una enorme sonrisa satisfecha y aderezada de babas.

Era un crío precioso, divertido y juguetón, nadie diría que echaba de menos a una madre.


Cuando entró de puntillas en la estancia, con el pequeño en brazos, la sesión ya hacía rato que había comenzado.

– Pues claro que eres buena persona. Y una persona afortunada -Carlota Rodríguez sonrió tranquilizadoramente en dirección a su compañero. Tenía una bonita melena pelirroja y, a pesar de las gafas, sus ojos resplandecían como el azul de metileno.

Roberto Olazábal le devolvió la sonrisa, que resultó más bien un guiño involuntario. Eso le hizo dudar un poco antes de hablar. No quería que la chica lo interpretara mal. La miró un instante más, pero la cara de ella no parecía mostrar síntomas de la menor molestia, casi podría decirse que más bien al contrario.

Bueno. Mejor.

Ulises se sentó lo más discretamente que pudo en un rincón, y puso al crío sobre sus rodillas mientras le daba un muñequito de plástico para distraerlo.

– Es que es verdad… -afirmó el hombre, esta vez en dirección a Vili-. O sea, que es que me levanto por las mañanas y me digo: «Tío, tío, tío… Eres un mamón con suerte. Tienes un montón de ventajas. Me explico. De todo el Universo, que mira que es grande, has ido a nacer en la Tierra, un planeta pequeño en las afueras de una galaxia mediana, pero que tiene atmósfera, agua fría y caliente, y tiendas de comestibles. Y de toda la Tierra has venido a caer en Europa, España, Madrid. Hummm… No está nada mal para empezar. Y luego tienes un trabajo, un trabajo estupendo. Mejor dicho, un supertrabajo dados los tiempos que corren. Y encima eres blanco, un color más que apropiado para la piel, viviendo en las circunstancias que vivimos». Eso me digo todas las mañanas, en cuanto me levanto. -Roberto se arrellanó en el sillón y se rascó detrás de una oreja. Tomó aire antes de continuar-. Porque, la verdad, sólo con que me faltara una de esas ventajas, ya la habría cagado. Por ejemplo, si no tuviera trabajo, o si fuera negro, o si viviera en Uganda… No tenéis más que eliminar una de mis ventajas, y yo estada hecho polvo. Pero son ventajas porque están todas juntas, ¿o no?

Vili asintió cansinamente.

– Sí, siií… -murmuró.

Le tocó el turno a Chantal Porcel. Tenía cincuenta y cuatro años, y vivía con su madre. Cuando, en cierta ocasión, alguien le preguntó a su ex marido por las causas de su divorcio, él respondió refiriéndose a su suegra con las mismas palabras que en su día dijera Lady Di por televisión, conmocionando al mundo: «Éramos tres en nuestro matrimonio, y eso es mucha gente».

– Pues… -Se rebulló nerviosa en su asiento. Casi nunca sabía qué decir cuando llegaba su turno. Detestaba hablar en público. Sin embargo, era bastante parlanchina por teléfono. Y, a veces, tenía esos arranques de desvergüenza que, de cuando en cuando, se permiten los tímidos-. Yo siento pánico siempre que tengo que subirme a un avión. Rezo al poner el pie en la escalerilla. Le pido a Dios que, si tenemos un accidente aéreo, consiga que mi cadáver quede tan carbonizado que nadie pueda darse cuenta de que no he tenido tiempo de depilarme antes de subir.

Vili enarcó las cejas y rió mientras estiraba las piernas y luego cruzaba el tobillo izquierdo sobre el derecho, repantigado en su cómodo sillón de cuero rojo.

– ¿Y esto… qué tiene que ver esto con lo que venimos hablando? -inquirió Jacobo Ayala, moviendo la cabeza desconcertado.

Chantal bajó los ojos hacia el suelo, simulando buscar algo con un gesto entre azorado y miope.

– Nada, supongo -confesó-. Pero quería que lo supierais… por si sirve de algo.

Irma Salado, al igual que Chantal, también estaba divorciada, aunque sólo tenía treinta y un años y, además, últimamente había empezado a salir con un buen chico griego.

– Para sobrevivir -dijo enhebrándose en los dedos unos mechones de pelo rubio platino-, yo lo relativizo todo, ¿sabéis? Ése es el secreto: la Relatividad. Y si no, preguntádselo a Einstein. Me digo, por ejemplo: «Vale, no eres rubia natural, pero al menos puedes teñirte, y aunque los tintes no sean tan buenos como prometen, por lo menos tienes pelo». -Miró a sus compañeros uno por uno, buscando gestos de aprobación-. Y, vale, sí, está bien, confieso que no tengo un trabajo tan maravilloso como el de Roberto, pero al menos tengo un trabajo que, aunque en cuestión de trabajo no sea excesivamente lucido y cómodo, por lo menos me permite pagar las facturas. Vale, no soy alta, pero me puedo poner tacones, ¿sí?, y aunque me he hecho tres esguinces con la mierda de los tacones, eso quiere decir que tengo piernas que, antes de usar tacones a diario, estaban tan absolutamente sanas que ni siquiera tenían esguinces naturales. -Tomó aire, hinchando el pecho con orgullo antes de continuar-. Bueno, no tengo dinero, cierto. Pero tengo bolsillos que lo esperan, lo que quiere decir que llevo una chaqueta, y que he podido comprármela aunque tenga los bolsillos vacíos. Sí, de acuerdo, no llevo una vida emocionante porque lo más emocionante que yo hago cada día es ver los telediarios. Es verdad que mi vida no es muy excitante, pero al menos tengo una vida, lo que quiere decir que estoy viva, cosa nada desdeñable dado que, si no fuese así, no podría quejarme de nada en absoluto -se encogió de hombros, e hizo una larga pausa que rellenó con un suspiro inquietante-… porque estaría muerta. ¿Estáis, o no estáis de acuerdo?

– ¿No estaremos llevando este asunto un poco lejos? -Jacobo Ayala, que era ciego de nacimiento, movió la cabeza reprobadoramente de nuevo. A un lado y a otro.

Ulises acarició a su hijo, para mantenerlo callado. Luego se tocó la oreja de forma mecánica. Siempre que hablaba Jacobo, él parecía detectar en su voz el mismo tonillo de los Bee Gees, que le zumbaba dentro del oído hasta hacerle cosquillas. Claro que, por lo menos, los Bee Gees cantaban. O tarareaban de manera agradable. No era el caso del invidente.

Más tarde observó a Irma con detenimiento. Se fijó en sus rosados dedos, propios de una dama protagonista de alguna balada bárdica. Tenía las manos pequeñas, que movía nerviosamente. Desde el punto de vista del Arte Puro, Irma no era ni bonita ni fea, pero tenía su propio estilo y una peculiar manera de ver las cosas, y eso, por sí solo, ya era algo. Algo muy importante.

Hacía unas semanas, Ulises se había interesado por ella, preguntándole por su trabajo en una guardería. «No está mal -dijo la joven, lanzándole una mirada recelosa a Telémaco-, aunque por lo general los críos suelen comportarse todo el tiempo como auténticos cabrones.»

Sus pechos subieron y bajaron mientras pronunciaba aquellas palabras, agitados bajo el suéter de hilo negro ceñido, prometiendo algún tipo de pérfida gratificación poco propicia al análisis y que, en cierta forma, avivaba el placer de contemplarlos.

Un busto femenino agitado, expectante, era por sí mismo muy capaz de orientar el juicio de Ulises de manera instantánea, y no siempre en la dirección más provechosa posible. El de Irma lo hizo, y él la miró de nuevo ahora con creciente interés.

Jorge Almagro, su amigo también divorciado, que trabajaba como subdirector de Hacienda y era adicto al netsex, acercó con sigilo su silla hasta la de Ulises.

– ¿Has visto qué escote trae hoy Irma? -le susurró al oído, sobresaltando a Ulises con su aliento cargado de mentol y nicotina en desigual proporción-. Si yo estuviera en condiciones de desmadrarme, la invitarla a mi casa y le mostraría mi manual de supervivencia casero.

Ulises lo miró extrañado, y retiró las manos de Telémaco de las solapas de la chaqueta mal planchada de su amigo.

– Ya sabes… -dijo éste, distraído, con la mirada fija en la rubia melena de Irma-. Mis habitus. Las costumbres son más poderosas que la pasión, por si no te habías percatado. Y yo tengo una vida ordenada, de clase media. Eso a las mujeres les parece atractivo, les da sensación de seguridad. Llevaría a Irma a mi casa y le enseñaría mi torso bronceado con rayos UVA. Mi viejo bidé. Y mi sexo anhelante de rutinas conyugales. Pero como es tan grande, mi sexo, quiero decir… pues seguro que ella ni siquiera lo vería. Me refiero a mi pene. A mi ex mujer siempre le ocurría eso, nunca conseguía fijarse en mi pene. Decía que era demasiado contundente como para que una mujer se detuviera a examinarlo con detenimiento. -Desechó de su mente, con un gesto de la mano, la borrosa imagen de su ex esposa, y guiñó maliciosamente un ojo-. Sin embargo, yo podría enseñarle a Irma cosas nuevas, entre ellas mi pene, que estoy convencido de que nunca ha visto. Seguro que mis manías domésticas son acontecimientos para alguien como ella.

Ulises sonrió a su amigo.

– Bueno, no creas. De todas formas, en cuestión de sexo todo está inventado, pero no todo está sentido, de modo que sí, siempre tendrías una posibilidad, con ella o con cualquiera. Pero deberías intentarlo. No hables tanto y actúa un poco. Aunque creo que Irma tiene novio desde hace unas semanas.

– Oh, bueno, ya sabes, me atrevería a tantear el terreno con la chica si yo conservara aún todo mi pelo. Eventualidad que no tengo el gusto de disfrutar desde mi divorcio. Con todo mi pelo encima de mi cráneo, tapándolo y abrigándolo, yo tendría valor para abordar a una mujer como Irma. -Se cruzó de brazos y miró en dirección al compañero de turno que había tomado la palabra, simulando prestar atención, como si estuviera sentado en un pupitre de escuela primaria-. Pero ella, mi ex, se quedó con todo. Con todo. Con mi valor, con mi chalet en la sierra, con mi corazón, con mi cuenta corriente, con el aparador de mi abuela, con Jorgito… Ya lo sabes tú, a mí no me dejó nada más que una alopecia galopante. Y los cuatro pelos que me quedaban hasta ayer, se los llevó el viento de tanto ir por ahí en moto y sin casco, porque también se quedó con mi coche.

– Vamos, no empieces a lamentarte. Estamos aquí para buscar la felicidad, ¿no? -Ulises señaló la figura pensativa e imponente de Vili, en el centro del corro formado por la gente que abarrotaba la Academia.

– ¿La felicidad? -Jorge arrugó los delgados labios con tristeza-. Sí, claro. La felicidad… entrecerró los ojos, de forma pensativa-, me gustaría encontrarla algún día, de hecho daría lo que fuera por ponerle las manos encima a esa grandísima puta.

Ulises trató de sujetar a su hijo, que quería bajar al suelo y recorrer a sus anchas la sala. Había anochecido, y las luces de la calle cubrían los cristales del único y enorme ventanal del recinto con una pátina de raída luminosidad artificial.

– ¡Todos estamos tan terriblemente solos en el mundo!… -oyó que decía alguien a su alrededor, con voz apagada.

Giró la cabeza y vio a un hombre de mediana edad que no reconoció, que probablemente acudía allí por primera vez, aunque es posible que no fuera así y él no se hubiese fijado antes en el sujeto. Llevaba las manos enguantadas y su cara, asustada y cautelosa, parecía presagiar que pronto ocurriría algo espantoso y ninguno de los allí presentes sería capaz de evitarlo.

Ulises entonces ni siquiera podía imaginar cuánto había de cierto en aquel presentimiento que tuvo, pese a que no tardaría mucho en concretarse en una estremecedora realidad que los conmocionaría a todos ellos.

El sujeto llamó momentáneamente su atención -en cierto modo era andrajoso, y tenía unas curiosas hendiduras en la piel de las sienes que daban la sensación de que había pasado su vida meditando hasta que los huesos terminaron cediendo a una erosión constante e implacable de los dedos pulgares apretados contra ellas-; lo observó unos instantes, pero no tuvo tiempo de completar una inspección a fondo porque Telémaco no dejaba de moverse y de tenerlo ocupado.

EL ENSUEÑO DE LA FELICIDAD

He aquí dos palabras que debéis guardar

en el pecho; observadlas dominándoos

y vigilando sobre vosotros mismos:

seréis impecables y viviréis tranquilos.

Estas dos palabras son Soporta y Abstente.

AULO GELIO, Las noches áticas


El salón estaba lleno con, al menos, cuarenta personas aquella noche. Todas dispuestas a aprender algo, a oírse entre ellas, y sobre todo a oír a Vili. Seres ansiosos y aturdidos buscando lucidez e indicios, aunque fuesen temporales, de que vivir no era una tarea absurda, tratando de admitir sus límites y comparar entre sí sus miserias y conflictos cotidianos.

Mujeres de largas piernas y melenas salvajes, que se regocijaban secretamente de su cuerpo y de la desdeñosa perfección de su osamenta -quizás como Irma-, pero se sentían presas del dolor que proporciona un sentimentalismo lacrimoso, o un abandono, o que tal vez se sabían impotentes para luchar, fuera de su cuerpo, con otras armas que no fuesen su cuerpo mismo. Y mujeres feas y encorvadas, embutidas en sus abrigos como si dichas prendas pudieran acurrucarlas con dulzura sobre sí mismas y sus sofocantes olores corporales, que lucían negras ojeras debidas al insomnio y a las muchas noches carentes de los actos de amor, la compañía y la misericordia de una persona amiga a su lado. Y hombres viejos de labios trémulos y mirada acuosa y asustada, pero repleta de una avidez tan palpitante que oscilaba entre lo conmovedor y lo obsceno. Y jóvenes como Jorge -aunque éste ya no fuera propiamente un jovencito-, que paseaban su insatisfacción a cuestas con la misma naturalidad con que Ulises acarreaba a su hijo en brazos.

Ninguno de ellos era feliz. Demasiada soledad -o frustración, o información, o resentimiento, o represiones, o miedo- los tenía, a cada uno en distinto grado, paralizados y confusos ante la extraña intensidad que supone vivir, la trágica imprecisión de un hecho tan sencillo y a la vez tan extraordinario.

– Me pregunto si Telémaco es una manera cristiana, o por lo menos correcta, de llamar a una criatura -suspiró Jorge, mientras agarraba al chiquillo por un brazo y lo extraía con esfuerzo de debajo de su silla-. ¿Qué diminutivo se supone que tiene que tener? ¿Tele?, o… ¿Maco? ¿Telemaquito, o… Telamaquín…? ¡Dios mío!, no tenéis vergüenza poniendo nombres.

Ulises se quedó un momento abstraído, contemplando a Jorge, que hacía esfuerzos por controlar al chiquillo, y se dijo que en la luz titubeante de aquel lugar lleno de gente preocupada, y visto desde donde él lo miraba, Jorge parecía un producto de aquello que Hugo von Hoffmansthal llamaba el idealismoneurótico. Sus colores iban y venían, y Ulises tenía la extravagante sensación de que era como si, a su amigo, se le hubiese esfumado el contorno.

– ¡Dile a tu hijo que se esté quieto! -se quejó el hombre, y su calva brilló con unas gotitas de sudor dispersas sobre la sonrosada coronilla.

– No sé si te has parado a pensarlo -Ulises habló lentamente mientras atraía hacia sí a su niño-, pero no es fácil para nadie estar absolutamente quieto. Yo creo que, de alguna manera, todos estamos condenados a un movimiento perenne.

– Detesto cuando te pones metafísico. Pareces un personaje de una de aquellas viejas novelas psicológicas.

– Pues, en estos momentos, daría mi reino por una cerveza bien fría. Y la mano de la reina madre del cuento por un bocadillo de queso macerado en aceite de oliva.

– ¿Qué cuento?

– ¡Ah, Señor! Detesto cuando te haces el inspector de Hacienda.

– Pero es que soy inspector de Hacienda, tío.

– Más a m¡ favor.

Alguien ordenó silencio alrededor de ellos y Ulises arrebujó contra su pecho al pequeño Telémaco, que protestó débilmente.


Vili se puso en pie. Después de escuchar la cansina retahíla de quejas de sus discípulos durante más de una hora, había llegado el momento de que él tomara la palabra. Era un hombre de estatura más bien baja, de gestos nerviosos y ágiles, con los vivarachos ojos de un color marrón reluciente, que semejaban dos pequeñas ventanas abiertas a un paisaje otoñal. Tenía una prominente barriga que disimulaba con una camisa de tonos oscuros y corte impecable, adornada con grandes manchas de sudor bajo las axilas, y en medio de la espalda algo arqueada pero de constitución recia. Se notaba a la legua que su ropa no era barata, aunque en su cansado cuerpo de hombre bien entrado en la cincuentena, no lucían con demasiado esplendor, o al menos él transmitía a su ropa un azorado desaliño, un paroxismo de arrugas que escribían sobre su indumentaria el manuscrito enloquecido de sus inquietos gestos habituales.

– Os quejáis sin cesar de la vida -dijo, estirando los brazos con teatralidad y luego frotando sus manos, una contra otra, como si tratara de aliviarse de alguna profunda picazón-, y yo, al igual que Boecio, os ofrezco la consolación de la filosofía. Pero la filosofía no puede hacer nada por vosotros si vosotros no pensáis como filósofos, sino como niños enloquecidos que se dejan arrastrar por sus caprichos, o como animales ofuscados por sus instintos.

– Para ti es fácil pensar así, Vili, pero no para la mayoría de nosotros. -Hipólito Jiménez tenía treinta y dos años, y era pintor de brocha gorda. Casi todos los allí presentes estaban al tanto de que su mayor problema en la vida era saberse hijo de su madre, una vieja prostituta bien conocida, en sus tiempos, en los aledaños de la Puerta del Sol y, concretamente, en cierta pensión de mala muerte de la calle Carretas.

– Bien, por eso estamos aquí, Hipólito. Para que tú, y los que son como tú, aprendáis a pensar -respondió Vili, inspirando profundamente.

– Para muchos de nosotros la felicidad es un sueño, un lujo que no podemos ni imaginarnos -insistió el pintor-, porque ya nos resulta bastante difícil vivir. Vivir a secas. Ir tirando.

Johnny Espina Williamson, un latinoamericano de piel clara y barba abundante, se rebulló en su silla con un gesto aturdido, y negando de manera taciturna, tomó la palabra.

– Todos te comprendemos, Hipólito -dijo mesándose la sotabarba ensortijada-. Sabemos que, en tu caso, es difícil vivir sabiendo que no tienes motivos para ofenderte cada vez que te llaman hijo de puta, pero…

El joven aludido empalideció y su cara se contrajo de incredulidad y de rabia. Era bien parecido y corpulento, tenía unos bonitos labios, casi femeninos, y la mirada siempre extraviada que, en aquel momento, al oír las palabras malintencionadas de Johnny, resplandeció de ira y se reconcentró como un caldo que ha hervido mucho tiempo a fuego vivo.

– ¡Me cago en…! -exclamó señalando a Johnny con una manaza temblorosa.

El otro ni siquiera pestañeó, aunque probablemente tenía la mitad del peso y la estatura del pintor y, si no el doble, sí muchos más que sus años.

– ¡No empieces a cagarte ya, Hipólito! -le sugirió, con una retorcida sonrisa que la malicia ensanchaba por su cara.

– ¡Yo me cago en quien me da la gana, cabrón! ¡Me cago en ti! -El chico tenía los tendones del cuello tan tensos como cables de la luz, y Vili se dirigió hacia él para calmarlo, con aire contrariado.

Un murmullo general de desaprobación, aunque entreverado de una perversa expectación ante el enfrentamiento, fue creciendo de intensidad y rebotando contra las desnudas paredes blancas de la Academia.

– ¡Me cago en la leche! ¡Me cago en España entera…!

– Pues ten cuidado -susurró Johnny con una desagradable jovialidad-, no vayas a cagarte en tu padre…

MATRIMONIO DE LUZ

Te revelaré un secreto que hará

que te amen sin hierbas ni sortilegios:

«ama si quieres que te amen».

Lucio ANNEO SÉNECA,

Epístolas Morales


Hacía ya veintidós años -ella tenía ahora cuarenta y cuatro, casi recién cumplidos- que Luz Sanahuja se había casado con Pedro.

Lo hicieron una mañana primaveral llena de sol, de pájaros, de niños y de flores, en la iglesia de las Salesas Reales de Madrid, la misma donde Luz había sido bautizada y en la que, pocos años después, tomó su primera comunión vestida de tules igual que un hada. Hacia el mediodía pronunciaron el «sí, quiero», y en ese momento hubo una extraña quietud en el aire claro y fresco alrededor de la pareja, un silencio henchido de una dicha tan simple y pura que podía tocarse con las manos.

El azahar con que estaba engalanada la iglesia había explotado en deshilachados jirones de un delicioso olor envolvente. A Pedro le brillaba el cabello más que nunca, parecía un chaval de doce años rebosando juventud, salud y simetría por los cuatro costados de su chaqué. Con el cuello rasurado como un infante de marina, agachó la cabeza, azorado ante la mirada embobada de su novia, y empezó a rezar «Padre nuestro…».

Luz no podía dejar de mirar a su recién estrenado marido con devoción y ojos radiantes, barnizados de una fina película oleosa de lágrimas. Se sentía maravillosamente llena de ternura, y vacía de preocupaciones. Pensó que si aquel momento se prolongase eternamente, su espíritu no podría resistir la sobredosis de placer y estallaría de plenitud, de madurez, de perfección. Se rompería y lo mancharía todo con goterones de belleza, de refinada sensualidad y goce limpio.

Ahora, recordando aquel momento con una nostalgia desanimada, quizá impregnada de rencor o de miedo, se dijo a sí misma que aquel día había sido el más feliz de su vida. Que no recordaba haber vivido jamás otros instantes tan asombrosamente exquisitos como aquéllos.

Poco antes de que terminara la misa nupcial, sintió sin embargo una rígida tensión que le recorría todo el cuerpo, desde el cuello hasta los tobillos, y un momento después un reguero pequeño y caliente de sangre viscosa entre las piernas, empapando la delicada lencería íntima de color blanco, suave igual que un pétalo recién abierto, ribeteada de puntillas y brocada en seda.

La súbita llegada de la menstruación no pudo, en cualquier caso, consternarla hasta el punto de anular un solo ápice de su bienestar. Sabía que era joven, y hermosa, que tenía una salud de hierro y un corazón resplandeciente que albergaba innumerables formas de dar amor. También confiaba en sí misma.

El padre de Luz era ingeniero, y hubiera preferido para sus hijas -tenía dos- maridos con títulos universitarios; en el caso de su hija mayor, no pudo ser. «Pero, papá -arguyó Luz cuando comenzó su noviazgo con Pedro-, tienen una ferretería con tres empleados en la calle Serrano, si es eso lo que te preocupa. Y Pedro es hijo único; cuando su padre se retire, la ferretería será suya, quiero decir… nuestra. Además, de qué sirve una educación superior. Mírate a ti mismo, que yo recuerde nunca estabas con nosotras. Cuando te necesitábamos tú siempre andabas de viaje. Yo prefiero un marido ferretero, que llegue todas las noches a casa.»

No se discutió más el asunto; Pedro y Luz pronto planearon casarse, y así lo hicieron. Él tenía veintitrés años, era alto y guapo, afable, trabajador y tan fuerte como un ballenero islandés. Ella estaba enamorada, vivía en una blanda ensoñación donde el mundo era un lugar extremo, una luna en cuarto creciente colmada de lirios, lechos conyugales e infinitas caricias varoniles sobre sus muslos y su cuello, sobre su piel del color y la textura del nácar.

La noche de bodas durmieron en París, en un hotelito pequeño y sobrecargado de cortinas de terciopelo oscuro -de la misma tonalidad de la sangre que había terminado por empaparle las enaguas del vestido de novia-, situado en Montmartre.

A solas en la habitación, se desnudaron y apagaron las luces. Abrieron las ventanas y las farolas amarillentas de la calle los cubrieron con un manto luminiscente de delicado abandono.

Ella era virgen, aunque no sentía exactamente temor al sexo con su marido. Había visto incontables veces su pene rojo y enhiesto, y lo había acariciado con cierta monotonía entregada y apenas una remota sensación de asco aleteando como una sombra al fondo de su garganta. Pedro era joven, saludable, y respetaba su deseo de no tener relaciones sexuales antes del matrimonio, pero cada vez que salían juntos -y esto solía ocurrir a diario, por las tardes- se hacía el remolón y buscaba el sitio propicio.

«Tócame, anda», le suplicaba a Luz, y ella lo miraba y apreciaba una profunda turbiedad en la oquedad verde de sus pupilas, igual que aguas cenagosas a punto de descomponerse.

La luna de miel en París debía ser una entrañable ceremonia, largamente anunciada, de la confusión de sus pieles; el deseo postergado liberado por fin a sus anchas. Sin embargo, Luz quería demorar todo lo posible el momento en que esa baba espesa y pegajosa desgarrara su carne, celebrando dentro de ella, con la ferocidad ansiosa de la juventud, su pequeño drama de amor, vinculación e intimidad.

«Venga -susurró Pedro sobre su boca, una vez tendidos sobre la vieja y mullida cama parisina-, no te preocupes, si no vas a sentir nada…»

Ella arrugó el ceño y titubeó. «¿Cómo? ¿Qué?… Yo esperaba…»

La cara pecosa de Pedro, de rufián libertino casi adolescente, enrojeció de vergüenza. «Quiero decir que… no te va a doler», se disculpó torpemente.


Por supuesto, le dolió. Fue un dolor persistente y corredizo que se abrió paso hasta sus riñones y se concentró igual que un nudo en su vientre. Parecía que alguna vieja herida dentro de ella estuviese cauterizando bajo una llamita de fuego sofocante.

A pesar de todo, aprendió a enseñar, poco a poco, a Pedro. A servirse de su torpeza, de su prisa, de sus dedos extraviados y patosos de muchacho. Lo instruyó en las ciencias exactas del mimo, en la dramaturgia de la penetración, en la filosofía del cuidado.

Pedro nunca fue un maestro en tales artes, pero a Luz le bastó lo que obtuvo de él para sentirse satisfecha y amada durante muchos, muchos años.

Tuvieron dos hijos preciosos, muy parecidos a Pedro. Ana, que había cumplido veinte años, y Pedro, de dieciocho.

Hacía veintidós años que Luz se había casado ilusionada, que abandonó sus estudios de Filología para compartir su vida con un atractivo ferretero. Hacía veintidós años que ella creía que el mundo era encantador bajo un cielo de estrellas cálidas, inmóviles en las noches tranquilas, como su perfecto orden doméstico.

Y un día -no sabría decir con todo rigor cuándo- descubrió que sus sueños se habían marchitado y que su cielo, antaño indestructible y redondo, empezaba a resquebrajarse sobre su cabeza.


Sus hijos habían crecido. Su marido había engordado y se volvía un poco más silencioso cada día. Sus ilusiones se habían secado al mismo ritmo que su piel.

«¿Qué esperabas? -solía decirle ahora Vili-, todo se deteriora, tiende al desorden y se corrompe, sólo tienes que darle tiempo. La belleza, la juventud, la pureza, el agua y el vino… Incluso nuestra atmósfera es un sistema caótico. Murray y Holman, que son dos excelentes astrofísicos, aseguran que hasta los planetas más alejados del Sol están parcialmente gobernados por fuerzas caóticas debidas a sutiles interacciones entre sus órbitas. Júpiter, Saturno y Urano giran y bailan estremecidos al ritmo que les marca el Señor Caos. Cualquier sistema formado por tres cuerpos ya es por definición caótico, y eso incluye a la familia. Querida Luz, si Newton hubiera sospechado algo así hubiese muerto temblando de horror. Y si a él le sorprendería, no veo por qué a ti no iba a parecerte espantosa la idea. Eso es así, de acuerdo. ¿Y qué? ¿Qué pretendes con tu abatimiento y tu agonía gratuitas? No le añadas fuego al fuego para aumentar la locura. Ésta es la vida. Esto es lo que hay. Cenizas y confusión. Pero también prodigios y grandeza. Napoleón sabía que vivimos y morimos entre maravillas. Tú también deberías saberlo, deberías saber que del barro nacen flores, y de tu tristeza puedes obtener fuerza en lugar de depresión. Somos carne mortal, pero lo mortal es para los mortales, como decía Píndaro. Aprovecha tu mortalidad, apura tu tiempo hasta las heces. Somos ciegos que pretenden comprender el arco iris, pero, Luz, ¿qué más da?, ¿qué más da?, ¿es que no notas cómo bulle la vida a tu alrededor?»

Luz apreciaba la sabiduría de Vili, solía oírlo y observarlo hechizada por completo.

– Vili, deberías escribir un libro en el que contaras todas estas cosas -lo animaba.

– Oh -respondía Vili-. No creas que no lo he pensado. Incluso he tomado notas y he esbozado un proyecto. Pero no estoy seguro de que sea conveniente hacerlo. Todo lo que yo podría decir al respecto ya ha sido dicho antes, y de la mejor manera posible.

– Pues repítelo otra vez, como haces en voz alta en la Academia. A veces, hay que repetir las cosas hasta que la gente las comprende -insistía Luz-, hasta que las comprendemos.

Había encontrado en la Academia de Vili, si no la perdida felicidad del día de su boda, sí al menos un gran consuelo en una etapa de su vida en la que sus hijos ya no eran sus hijos, sino simplemente unas personas que compartían su casa y su mesa, pero no la necesitaban para nada -es más, podría decirse que muchas veces les estorbaba-, su marido era un tipo barrigón y aburrido al que el hierro de su negocio había tatuado una suerte de herrumbre verdosa alrededor de las uñas de las manos -que hacía ridículamente juego con sus ojos-, y ella sentía que había perdido su vida, una vida que no podría recuperar jamás.

Comenzó a tomar tranquilizantes. Primero cogió una caja de Tranxilium de casa de sus padres -su madre era ya mayor, y el médico le controlaba la tensión con medicamentos que la sedaban suavemente-; empezó a tomarse alguna pastilla de vez en cuando, en realidad sólo cuando la angustia era verdaderamente insoportable, y no pudo, o no supo, admitir que era una adicta hasta pasados tres largos, tristes, estúpidos, estériles años de sopor narcótico y lastimosa autocompasión.

CUANDO SE APAGA LA LUZ

Vosotras, jóvenes a quienes no coartan ni

las leyes ni el pudor, ni las prerrogativas,

acordaos desde ahora de la senectud

que vendrá, y así no pasaréis ningún

momento en balde. Holgaos mientras

devoráis los años juveniles, pues el tiempo

corre como el agua deleznable.

OVIDIO, El arte de amar


«Somos insensatos, tartufeamos, enloquecemos, fracasamos constantemente y, a veces, la vida nos parece peligrosa e indigna, pero llevamos dentro un velado deseo de supervivencia a toda costa, la turbia fascinación por el gran festín de vivir que nos aguarda a cada minuto con sus venablos afilados y su oscuro enigma embrujador. Deseamos liberarnos de la carne, de estos pobres despojos que envuelven nuestro esqueleto, y de los espacios vacíos que aloja nuestro espíritu… pero, ¿a dónde iríamos desprovistos de todo eso?, ¿qué sería de nosotros sin nuestras carencias, sin nuestras miserias desatadas y hambrientas como una jauría? ¿Tendríamos un Shakespeare, una MIR, un Miguel Ángel, conoceríamos con exactitud la apasionante vida de las bacterias? Amigos míos, hay que aprender a mirar hacia la claridad rojiza del horizonte lleno de reflejos, y urdir cada día nuestra historia más allá de toda razón o conveniencia, porque somos paja que puede encender grandes fuegos», había dicho Vili una tarde de primeros de septiembre.

Luz recordaba sus palabras -quizás no con toda exactitud-, mientras caminaba por Atocha. Cerca del museo Reina Sofía distinguió una figura familiar entre la aglomeración de gente que iba y venía apresuradamente, tratando de cruzar los semáforos, o coger los autobuses de cercanías, o abrirse paso entre el resto de las personas que confluían a aquellas horas por el centro de la ciudad.

Para una mujer, pensó Luz, siempre había algo de conmovedor en un hombre que aprieta contra su pecho a un niño pequeño. Daba sensación de seguridad mirar a un hombre así. Una sentía una sorprendente excitación ante esa imagen, y se sobrecogía sin querer a causa de un insólito y antiguo poder femenino: de la fuerza que -ya lo había olvidado- suponía ser y sentirse mujer.

Luz imaginó las dotes para el placer del joven padre, las manos de Ulises dejadas caer, enervadas y laxas, a los lados de la cama, por la noche, cuando estuviese dormido. La cuna a su lado, por si el chico se despertaba de madrugada con sed, o alguna pesadilla infantil de ésas en las que grandes manchas negras y siniestras amenazan con aplastar los cuerpecitos indefensos de los niños.

Se ruborizó al reconocer sus pensamientos, pero aun así avivó el paso hasta que se colocó al lado de Ulises, que llevaba en brazos a su hijo, y le tocó el hombro con timidez, aunque también con decisión.

Ulises se volvió sobresaltado y, como si estuviese defendiéndose de un ataque por sorpresa, agarró al vuelo la temblorosa mano de Luz y estuvo a punto de retorcérsela.

– ¡Aug! -se quejó ella.

Ulises la soltó al momento y trató de disculparse.

– ¡Oh, Dios mío, cuánto lo siento! ¿Te he hecho daño?

Luz mintió asegurando que no era nada.

Telémaco la señaló con su manita pegajosa, donde se deshacía una piruleta tan roja como pestilente. Nadie sabia a ciencia cierta qué demonios mezclaban con el caramelo los fabricantes de chucherías para lograr que oliera a fresa -y de una manera tan sobrenatural-, algo que no se parecía ni remotamente a una fresa.

– ¿Es mala, papi? ¿Bösse? -preguntó el chiquillo apuntando a la mujer, que se acariciaba la articulación entumecida.

– No, no es mala, es buena, es amiga de papá. Se llama, se llama… Esto… Es una buena amiga de papi. -Ulises la miró con una media sonrisa de disculpa. Probablemente apenas si había reparado antes en ella, y ni siquiera la recordaba de verla en la Academia.

– Luz. Me llamo Luz. De la Academia de Vili… -dijo ella, con la mueca embarazada de alguien que acaba de darse cuenta de lo inoportuna que resulta su visita a la hora de comer en casa ajena.

– Claro, ya lo sé, Luz -replicó Ulises, aunque no había estado muy seguro hasta ese momento.

Pensó que la mujer que tenía delante debía de ser de las que acudían a oír a Vili, pero solían hablar poco. Quizá por eso no se había fijado en ella antes, pese a que su cara le sonaba.

Lo cierto era que la señora no estaba mal. Una especie de Natalie Wood un poco ajada, aunque en algún remoto lugar de aquellos ojos -tan tímidos y azorados y azules- él podía ver brillar la chispa. Esa pavesa a punto de apagarse, pero aún con el brío de un hierro al rojo vivo, en potencia. Probablemente sólo necesitaba que le soplasen un poco para avivar la llama.

Se preguntó si estaría casada. Dedujo que sí por su anillo, pero sobre todo, después de que él dejara al niño en el suelo y le cogiera la muñeca con una mano, frotándosela con suavidad entre sus dedos, sobre todo por la expresión de su cara.

– Hola -la saludó el niño. Tenía la encantadora apariencia de su padre cuando reía. Pícara y delicada, pero si conociera algún espeluznante secreto que ella ocultaba, y estuviera pensando en contárselo a todo el mundo.

EL ARTE DE AMAR DE ULISES

Para ser felices debemos deshacernos de

nuestros prejuicios, ser virtuosos, gozar

de buena salud, tener inclinaciones y pasiones

y ser propensos a la ilusión, pues debemos

la mayor parte de nuestros placeres

a la ilusión y… ¡ay de los que la pierdan!

MADAME DU CHÂTELET,

Discurso sobre la felicidad


– Bueno… -confesó Ulises, y le dio un largo sorbo a su vermut de grifo-. Sí, la verdad es que mi mujer también sufrió mucho con nuestra separación. Sufrió tanto que, por lo que he podido ver, sus pechos han aumentado tres tallas, y sus michelines posparto se han reducido otras dos.

Ulises apretó con fuerza sus labios y sonrió a Luz mientras le daba a Telémaco una patata frita. Se preguntaba soñadoramente hasta qué punto aquella mujer era asequible para él. Parecía inquieta y desorientada, igual que un perro tratando de cruzar por su cuenta la Gran Vía, pero también ansiosa por agradar y hacerle creer al mundo que era confiada, fuerte. Sus uñas alargadas, sin pintar pero bruñidas, su pequeña barbilla, sus cejas negras tan bien remarcadas y sus ojos, dos grandes espacios azules inexplorados, le gustaban. Imaginaba su carne tibia por las noches, metida en la cama, arrebujada contra el borde para no rozar sin querer el cuerpo de su marido. Cómo palpitaría su seno izquierdo al compás del murmullo entrecortado de su corazón.

Luz había florecido -y había empezado a consumirse resignadamente-, sin que nadie apreciara del todo su belleza. Eso la había vuelto triste, se dijo Ulises.

Él amaba a las mujeres pero, después de darle muchas vueltas al tema, había acabado por aceptar que, así, en conjunto, el sexo femenino constituía un embrollo impenetrable que se escapaba a su comprensión (como habían deducido tantos otros hombres antes de él), porque nunca sabía qué pensar de ellas, ni qué era exactamente lo que pasaba por sus cabezas. Si bien intuía -basándose en su experiencia con Penélope, y en la lectura de algunos libros- que necesitaban, sobre todo, estimación, apreciación, porque cuando no las encontraban se volvían frías, tanto que podían cortar el mar en dos sólo con una de sus yertas miradas de insatisfacción y reproche.

Las mujeres, todas sin excepción, se creían un tesoro que había que valorar a cada minuto. Las mujeres eran principescas. Bueno, él no podría desmentir tamaña creencia, por muy disparatada que se le antojara, porque muy bien podría ser que lo fueran, las condenadas.

– ¿Quién sabe?, en fin… -dijo, ensimismado en sus cavilaciones, sacándose la cartera del bolsillo-. No quiero aburrirte con mis penas. Eso ya pasó.

Miró el reloj que había sobre la barra del bar, y le hizo una seña al camarero para que les llevase la cuenta.

– ¡Oh, no me aburres en absoluto! -contestó Luz; ni siquiera había probado un sorbo de su bebida, un refresco light lleno de burbujas del color del agua sucia-. Además, ya sabes lo que dice Vili: conocer las desgracias ajenas nos hace más llevaderas las nuestras.

Ulises se puso en pie, y cogió al niño, que agarró al vuelo un puñado de patatas antes de ser izado hasta los brazos de su padre.

El bar estaba decorado con reproducciones en lata de los viejos anuncios de la calle de San Andrés: «Usen Sello Juanse, gracias al Sello Juanse ha desaparecido este dolor»; «Usad contra las diarreas Diarretil Juanse, precio 0'40 céntimos»; «Emplastos porosos rojos El Elefante»…

– ¿Y qué desdichas puede padecer una mujer como tú, tan… -la obsequió con uno de sus mohines más seductores- tan hermosa? -Se acomodó al bebé entre los brazos, y le sacó una patata de la boca, peligrosamente grande y crujiente-. Siento tener que dejar la conversación que, por otra parte, es muy agradable, pero ha llegado la hora de darle la comida a este energúmeno… -Dejó unas monedas encima de la mesa, sobre el platillo de acero inoxidable donde reposaba la factura que un chico rubio con un mandil acababa de llevar-. Si quieres, puedes venir con nosotros y continuamos la charla. Vivimos aquí al lado, en la calle Santa Isabel.

– No quiero molestar, yo…

– No es ninguna molestia, ¿verdad, enano? No nos viene mal algo de compañía femenina de vez en cuando.

Luz, extrañada de sí misma, asintió y se puso en pie. Luego pensó: «¿Y ahora qué?, ¿ahora qué?». Aun así, decidió que los acompañaría. Le gustaba el arrobamiento algo pasmado con que él la miraba, como si fuera la primera mujer que veía en su vida.

Al lado de aquel joven se sentía especial, brillaba igual que una perla y sus labios esbozaban sonrisas que su cerebro no ordenaba confeccionar a su boca.

No sabía que Ulises miraba a todas las mujeres de la misma manera. Pero, sinceramente, eso era lo de menos, y le habría dado lo mismo aunque lo hubiese sabido.

Salieron a la calle, que resonaba con los ruidos del tráfico; el cielo se había cubierto de nubes, tal que una lámina metálica ennegrecida por el humo de los tubos de escape de los coches, que circulaban enloquecidos por los aledaños de la Glorieta de Atocha. Mirar hacia arriba, al denso celaje que se desmoronaba sobre los edificios como gordos hilos de hollín, casi inducía al desaliento. Pronto descargaría la tormenta. Ulises le abotonó sobre el pecho la chaquetita de lana al niño, y apretó el paso.

– Debería haber traído el carrito, pero tengo la sensación de que avanzamos más deprisa cuando no llevamos ese detestable cachivache con nosotros. Y Telémaco pesa más que una mala conciencia. Así hago ejercicio. Ser amo de casa te mantiene en forma, digan lo que digan. -Ulises agarró con fuerza al niño, que parecía nervioso y, sin duda, tenía hambre-. Creo que tendremos que correr un poco, o nos mojaremos. No te preocupes, casi hemos llegado a casa.

– Come, come, nene… -gruñía el niño, fastidiado.

Enfilaron la calle Santa Isabel cuando se dejaron caer las primeras gotas, que eran tibias y gruesas, y rebotaban contra el suelo con furia incontenida.

– ¡Oiga, señor!, ¡señora! -Un chaval de unos dieciocho años se acercó a ellos, andando a saltos. Llevaba un fajo de papeles en una mano y un bolígrafo en la otra. Se había puesto la capucha de su anorak sobre la cabeza-. ¡Eh, oigan! ¿Quieren firmar contra la droga? -Les tendió unas hojas que empezaban a mojarse; la tinta garabateada en ellas se emborronaría si él no lo remediaba pronto. Y no parecía muy dispuesto a hacerlo.

Ulises se refugió del chaparrón en el portal de su casa. Luz se situó a su lado, colocándose el pelo con una mano insegura.

– No, gracias. Es que a mí me gusta la droga, ¿sabes, chico? Estoy a favor de la droga porque, en realidad, soy drogadicto. Pienso que no tendrían que prohibirla, sino que deberían regalarla en las farmacias, en cantidades importantes, y acompañada de enormes sonrisas de los farmacéuticos -dijo Ulises, cansinamente-. Así que, piérdete, chico. Pero gracias por intentarlo.

A Luz nunca se le hubiese ocurrido que aquel padre de familia fuera un pobre yonqui. Lo examinó aturdida, hasta que comprendió que era una especie de broma.

El muchacho lanzó una mirada torva sobre Ulises.

– Vete a la mierda -optó por decir, con una sinceridad aplastante. Se dio media vuelta y echó a correr calle abajo. La lluvia caía ahora como si alguien lanzara grandes jarras de agua desde el cielo con la única intención de molestar a la gente.

Ulises abrió la puerta, que era altísima, vieja y renqueante, probablemente de finales del siglo dieciocho.

– Es que estoy cansado de que me pidan que firme a favor o en contra de esto y lo otro y lo de más allá. Que me compre esto y lo otro y lo de más allá. Y que salve a los niños, las ballenas y los indios y los pobres de aquí y de allí… porque si no lo hago seré culpable de homicidio en primer grado aquí y allí y en el más allá… -Se encogió de hombros-. Puede que sea una inmoralidad, pero yo solo no me siento con fuerzas para hacer todo lo que se me pide a diario. Empiezo a estar hasta las pelotas de que me presionen por todos lados. ¿Es que no tengo bastante con mi vida?

Luz no dijo nada, pero sonrió.

Subieron las escaleras gastadas, con un lustre avejentado y blanquecino, hasta el tercer piso. Como tantos edificios antiguos de la ciudad, aquél tampoco tenía ascensor.

Ella esperaba encontrar un viejo apartamento destartalado e incómodo. Se imaginaba a Ulises trajinando en una cocina antigua, calentando la leche del niño en un perolo agrietado y frotándose las manos para combatir el frío que entraría por las rendijas de la oscura ventana en invierno. Podía compadecerlo de antemano. Un hombre joven, probablemente poco diestro en las tareas del hogar, viviendo solo junto a un bebé llorón y hambriento, constantemente agarrado a sus piernas con desesperación, era un cuadro capaz de estimular la parte pervertida de la imaginación de cualquier ama de casa.

Por eso le sorprendió más, cuando Ulises abrió la puerta de su casa, encontrarse con un cálido hogar decorado con tonos teja y avellana, de ventanas cubiertas con estores de médula y suelo de parquet de roble americano.

«El color teja -aseguraba Penélope antes de irse de casa- evita las estridencias, es acogedor y evoca la vida en el campo, las haciendas de esas familias numerosas y acomodadas, de miembros bonachones, que nunca se pelean entre ellos y siempre están de buen humor porque no les falta de nada, porque tienen salud, dinero y amor en abundancia.»

Ella fue quien compró la mesa art déco del comedor, de raíz de roble, quien se encargó de que los obreros colocaran, exactamente en su sitio, un arrimadero de arpillera a lo largo del pasillo, que la misma Penélope remató con un galón de pasamanería de los que usan los tapiceros para ribetear sofás. Fue Penélope la que compró las mantas de mohair de la cunita del niño, y quien dirigió las obras para comunicar la cocina, el office, el salón y el comedor. El piso no tenía más de setenta metros cuadrados y estaba tan desordenado como suele estarlo cualquier hogar por el que corretee una criatura cada día. No obstante, era tan encantador y alegre -a pesar de la cerrazón oscura de la tormenta, que se filtraba a través del ventanal de la terraza-, que daban ganas de quedarse allí a dormir.

Ulises le dijo que se acomodara donde más le apeteciera, y Luz se sentó en un sillón desde el que veía caer la tromba de agua sobre la calle.

Sólo había dos dormitorios -además de un estudio que tenía la puerta cerrada con llave, según le dijo Ulises-, y Telémaco se encaminó hacia el suyo a trompicones, balanceándose como si acabara de bajar, algo mareado, de un barco. Buscó un juguete para entretenerse y distraer a sus desconsoladas tripas mientras Ulises le preparaba el almuerzo. Su cabeza, desde lejos, tenía una remota semejanza con un balón amarillo un poco despachurrado. Era un niño muy guapo, con los mofletes enardecidos, de un suave tono encarnado, el pelo muy rubio y la sonrisa fácil, pero Luz no sentía ningunas ganas de acariciarlo ni de hacerle carantoñas. Por un instante se compadeció del pobre pequeño. Su madre lo había abandonado, y ahora ni siquiera las amigas ocasionales de su padre sentían el impulso de arrullarlo aunque fuese, hipócritamente, para contentar a Ulises.

Se sintió toda una desalmada, pero no fue detrás del chiquillo, sino que permaneció clavada en su sillón, sin moverse.

– ¿Quieres un vino? -Lo vio abrir y cerrar los armarios y depositar sobre la encimera de la cocina una botella de tinto-. Hemos dicho que comerías con nosotros, ¿no?

– Sí. Ah, no. Sí, bueno. Yo…

Ulises le llenó una copa y se la tendió con una sonrisa.

– ¿Tienes prisa?

– No, en realidad no.

– Entonces, si no tienes nada mejor que hacer, puedes comer con nosotros. O mejor dicho, conmigo. Porque primero voy a alimentar a mi vástago. Ya llevamos media hora de retraso, y tendrá sueño enseguida. Pero el asunto no nos llevará mucho tiempo. Come como un cerdito. Creo que sospecha que yo le puedo quitar el plato en cuanto se descuide, y no se anda con remilgos ni zarandajas.


Cuando Ulises llevó a Telémaco a su cunita, el niño gruñía y se frotaba los ojos de cansancio. Luego, aquel padre soltero de pelo castaño encrespado y ojos abrasadores, preparó la comida: pan caliente con anchoas y aceitunas, una fricasse de endivias amargas y almejas y algo de pollo frío que había guardado del día anterior.

Vaciaron la segunda botella de vino y se dieron cuenta de que estaban bastante achispados, pero abrieron una tercera y todas las defensas de Luz se derrumbaron como una figura de arena lamida por las olas, a la vez que crecía su ilusión.

– De modo que eres pintor… -señaló hacia la puerta del estudio, cerrada a cal y canto para que Telémaco no pudiese entrar a revolverlo todo.

– Cada vez menos, pero sí, algo así -respondió Ulises, y sirvió más vino.

– ¿Y desde cuándo pintas?

– Pues verás, disculpa la burda… analogía, ¿eh?, pero con la pintura me ocurre lo mismo que con la masturbación, que empecé a practicarla en cuanto aprendí a hacerlo, y desde entonces no he podido dejarla.

Luz se ruborizó, luego los dos se rieron a carcajadas. (Él mucho más que ella.)

– ¿Y no tienes colgado aquí ninguno de tus cuadros?

– No. De la decoración se encargó mi ex mujer, Penélope. Yo sólo pinto. No entiendo muy bien cuándo un lienzo hace juego con el damasco de los sofás.

– ¿Y qué pintas? ¿Arte abstracto, o figurativo, o…?

– Me gustaría pintar esos grandes cuadros llenos de manchas en los que cada pincelazo es la representación simbólica de algo muy profundo. Me gustaría hacer las cosas que aprendí a hacer en la facultad, y que quizás ya he olvidado. Ya sabes, un lamparón negro con picachos a los lados: la cariñosa parodia de la comédie humana; un churretazo de rojos sobre verde pálido: la alegoría del arte povera mancillado, etcétera… Pero no tengo imaginación, y mis pensamientos no suelen ser demasiado metafísicos, se reducen más bien a la constante inquietud por satisfacer mis instintos primarios, sexo, alimento, cobijo, y esas pequeñas cosas… de modo que me limito a pintar lo que veo. Normalmente a mi hijo, objetos caseros, gente que sale en las revistas, o la luz que pasa por la ventana. Incluso a ti, ¿por qué no? Al fin y al cabo eres una luz que ha pasado por la puerta.

La mujer carraspeó y se removió intranquila en su asiento; aunque no se sentía del todo incómoda, la presencia de Ulises tan cerca de su cuerpo, notar su olor y tener su cara al alcance de la mano, ser consciente de esa sorprendente intimidad que podía surgir de pronto entre dos perfectos extraños, la turbaba demasiado como para poder mantener el control de lo que decía y tratar de resultar divertida, perspicaz y valiente.

– Así que eres un pintor, un amante del arte. ¿Y cómo lo definirías?

– ¿Definir qué?

– El arte, la pintura… -dijo Luz tímidamente. La verdad es que no sabía muy bien de qué hablar.

– Hum… No sé -contestó él-. Tal vez… ¿«algo que puedes colgar de una pared»?

Luz dio un sorbito a su vaso de vino. Tenía la rara sensación de que se le habían roto todos los huesos del corazón.

– ¿Y vendes mucho?

– El mercado del arte hoy día está algo revuelto. Tienes que encontrar un buen marchante, y es mejor si formas parte de algún grupo. Pop art, minimal art, fluxus, nueva figuración, body art, arte pobre, land art… Hay tantas que me resulta difícil recordarlas. Digamos que el dinero que gano, sumado a la pensión que me pasa mi ex mujer por el niño, nos da para ir tirando a Telémaco y a mí. Así mantenemos más o menos a flote nuestra pequeña familia disfuncional.

– Ajá.

Ella dijo «ajá», y se sintió tonta por no ser capaz de decir cualquier otra cosa, de modo que siguió bebiendo hasta que las piernas le temblaron de deseo por Ulises.

Hizo el amor con él, un hombre alto y solícito, y casi desconocido. Su sangre hervía como si la hubiesen puesto a calentar a fuego vivo. Dejó escapar risitas tontas, y sintió un goce animal, que apenas si era una sombra de aquella felicidad primera -tan inocente y simple-, del día de su boda, pero que la reconfortó y la vivificó hasta sofocarla.

Nunca le había sido infiel a Pedro hasta ese día. Quizás no volvería a engañarlo otra vez. Pero se dio cuenta de lo mucho que había necesitado esa novedad en su vida. Aquel encuentro era exactamente lo que podría llamarse «una ilusión», y ella sabía que era pasajera. Pero, ¿qué más daba si aquello no era felicidad, sino solamente placer? Hacía mucho tiempo que no notaba de manera tan clara y rotunda cómo la vida vibraba en torno a ella.

Estaba viva, era verdad. ¡Sí, Dios Santo! Y justo ahora, cuando ya había dejado de creer en los milagros.

Cuando terminaron, Luz estaba tan satisfecha como agradecida. Pese a todo le dijo a Ulises que aquélla era la primera y la última vez. Que pensaba en su marido (y un poco también en sus hijos).

– Bueno, como tú quieras. Eres tan guapa, tan perfecta -respondió él, y escondió su cara entre la axila derecha de la mujer, donde la piel era tan fina que parecía que iba a quebrarse con sólo acariciarla-. Entonces, ¿hacemos el amor por última vez una última vez más?


Un par de horas más tarde, Luz volvió a casa. Entró en el dormitorio que compartía con su marido. El piso estaba vacío, aún no habían regresado ni Pedro ni sus hijos. Se desnudó, se tumbó en la cama y se olió con cuidado la piel de los brazos y la de las rodillas. Al rato se levantó, fue hasta el cuarto de baño y sacó varios frascos de pastillas de un bolsito de viaje lila. Tiró las píldoras al retrete y descargó la cisterna sobre ellas. Después se dio un largo baño, lleno de sales, esencias y perfumes. Estiró las piernas dentro del agua, y le sonrió como una idiota al vacío de azulejos de la pared.

ESCENAS CONYUGALES DE UN FILÓSOFO

Preguntado Sócrates si era mejor casarse

o no casarse, respondió: «Hagas lo que hagas,

te arrepentirás. (…) Pero cásate, si tu matrimonio

sale bien, serás feliz; y si sale mal, serás filósofo».

DIÓGENES LAERCIO,

Vidas y opiniones de los filósofos más ilustres


Vili se sentía un poco mareado aquella tarde, y la culpa seguro que no era del tiempo -violento, frío y tempestuoso, igual que su vida doméstica.

Tenía la extravagante sensación de que vivía en un profundo pozo de potencial. Las cosas no marchaban en su matrimonio todo lo bien que él quisiera. Valentina, su mujer, estaba perdiendo el control, no le cabía duda.

Sentado en su cómodo sillón orejero, de piel de buey, tenía la revista femenina Elle entre las manos, que ojeaba intranquilo. A veces, anotaba algo en ella, con un rotulador Pilot de color celeste, o le añadía un alegre bigote a alguna de las espléndidas modelos de las fotografías, que posaban con un vestuario exquisito y terriblemente caro.

Desde su enorme ático en la Gran Vía podía ver la lluvia cayendo como una implacable cortina de oscuridad sobre el incesante tráfico de la calle.

Dejó la revista y cogió otra de encima de la mesa, ésta de aspecto penoso -una de las muchas que compraba su mujer sobre las maldades que el sexo masculino perpetraba contra el angelical sexo femenino-, en cuya portada podía leerse que la penetración (se refería a la sexual) era un acto de profanación e irresponsabilidad machista, equivalente al que supondría, para un creyente católico, el hecho de orinar dentro de las pilas de agua bendita que hay a la entrada de las iglesias y, luego, escapar corriendo.

Arrugó el ceño con preocupación.

Repasó deprisa algunos artículos enfermizos que trataban de divulgar la infamia de que los hombres eran un lujo superfluo del reino natural, bastante costosos para las pobres mujeres, con lo que más valía irlos eliminando de la faz de la Tierra para conquistar cuanto antes un paraíso de promisión repleto de amazonas, liberadas por fin de las inmundicias de los penes y de todas las circunstancias que rodean a éstos, que -según las autoras de las delirantes crónicas, escritas con abundantes faltas de ortografía- suelen ser muchas y a cuál más indigna.

Suspiró con resignación y, sin darse cuenta, se puso a contestar un test titulado «¿Estás satisfecha de tus hormonas?».

A la pregunta «¿Tienes miedo de la menstruación?», Vili marcó sin dudarlo la casilla correspondiente a «Sí, muchísimo», pasando por alto las de «Bastante», «Sólo un poco» y «Nada en absoluto».

Cuando llegó a la tercera pregunta, Valentina entró en el salón, como siempre, hecha una furia. Vili se preguntó de dónde sacaría, a sus cincuenta y cinco años, la energía suficiente para alimentar tanto resentimiento contra el mundo en general, y contra él en particular.

Ya no quedaba nada de aquella mujer que conociera hacía treinta años, una dulce madre soltera parecida a la Connie Selleca de los buenos tiempos de Hotel, con los ojos chispeantes de alegría de vivir, y los labios húmedos, entreabiertos a la caricia. Podría haber pasado, en aquel entonces, por un anuncio de Coca-Cola. ¡Y era tan bella!

Ahora, todavía guardaba restos de su belleza. Pero ella era incapaz de darse cuenta, y disfrutarlo. Y sus ojos, pensó Vili, brillaban de cólera, tan claros como una diarrea, e igual de transparentes. Cuando se enfadaba -o mejor: habría que decir cuando se levantaba por las mañanas-, la ira la volvía tan fea que no parecía una mujer fea, sino un hombre feo.

Valentina, la misma que fuera en algún momento la luz de su vida, se había transformado día a día, ante sus propios ojos, en su mayor contrariedad.

En fin, Vili pensó que si Sócrates había sufrido, como una disciplina, las mortificaciones domésticas de su esposa Jantipa, él también podría lograr sobrellevar con entereza la cotidiana crueldad de Valentina.

Ah, cómo comprendía al hijo de Sofronisco, el escultor, y de la comadrona Fainerete, al viejo Sócrates, que probablemente fue tan gordo como él mismo, y quizá muchísimo más feo, que luchó a golpe de mayéutica y de ironía con una caterva de trastornados que concluyeron que lo mejor para el filósofo septuagenario era que se tomase un cóctel de cicuta, por si su mujer no lo tenía ya lo bastante envenenado.

Valentina pasó por su lado dando zancadas, con sus zuecos de campesina y su falda de flores, dejando un penetrante rastro a perfume de Arman¡ que le golpeó la nariz igual que un latigazo. Se sirvió un vaso de vodka Absolut Citrón y lo apuró de un trago. Había leído no se sabía dónde -seguro que en un libro de Kant no-, que las modelos bebían vodka, y había sacado la descabellada conclusión de que el vodka no engordaba. Lo bebía a todas horas desde entonces, y Vili no sabía si eso era todo lo bueno que debía ser para ella, incluso aunque la endemoniada bebida no engordara.

– ¿Qué piensas? -señaló a Vili con el vaso que acababa de vaciar.

– La verdad es que he pensado mucho y he llegado a un punto en que… ya no sé qué pensar -dijo él, calándose las gafas y volviendo al cuestionario de la revista.

– Seguro que estás mirando mis revistas y pensando que sólo leo basura. ¡Ja! Como si lo viera. Es como si viera a tus pequeñas y sucias neuronas cuchicheando unas con otras sobre mí.

– Valentina, no empieces.

– ¿Que no empiece? ¿Qué se supone que he empezado?

– No se puede, no se puede y no se puede…

– ¿Qué no se puede?

– Vivir así. Cada día lo mismo. Un pugilato entre tú y yo. Una guerra sin sentido. ¿No es preferible que nos llevemos bien? ¿No saldríamos ganando los dos? Aunque cada uno haga su vida al margen del otro. Sabes que yo te quiero, Valentina. Siempre lo has sabido, ¿por qué me haces esto?

– ¿Sabes, Vili? Cuando te conocí, hace ya más tiempo del que me gustaría, me pareciste un hombre inteligente y misterioso. ¿Sabes cuál fue mi error?

– No, no lo sé.

– Que me acosté contigo. Chúpale la polla a un hombre y destruirás todo su encanto en un periquete. La admiración es la base del respeto, pero el trato carnal acaba pronto con cualquier tipo de admiración que una pueda sentir por un macho humano.

– Te pedí que fueras mi mujer, y entonces la idea te gustó.

– Sí, entonces. Ahora, ser tu mujer no me hace ninguna gracia, ¿lo sabías?

– Empiezo a sospecharlo. Pero creo que yo no soy el problema, Valentina, el problema está dentro de ti, hay algo dentro de ti que te está emponzoñando, que sólo puede estar en tu interior, porque yo creo…

La mujer se dio media vuelta y se acercó a las enormes ventanas, por las que entraba la luz rojiza de los neones de la calle matizada por la negrura con que la lluvia impregnaba el aire.

– ¡Ja y ja! ¡Tú crees! ¡Tienes un Credo y todo!

– Lo que quiero decir es… -Vili suspiró hinchando el pecho de aire, con calma. No trataba de hacerse la víctima, pero tenía la odiosa sospecha de que lo era, la verdad.

– ¡Ja y ja y ja! -lo interrumpió Valentina, volviéndose hacia él-. Escucha lo que te digo. Tengamos en cuenta que yo soy una mujer, ¿vale? Mis cromosomas son XX. Y ahora no olvidemos que tú eres un hombre, ¿de acuerdo? Por eso tus cromosomas son XY Ésos son los cromosomas de los machos, querido. Pero tengamos también en cuenta que el cromosoma Y, el cromosoma masculino, es prácticamente un residuo genético que sólo contiene algunas órdenes para fabricar los testículos. Tus testículos, por ejemplo, además de todo ese montón de testículos que andan rodando por ahí, abarrotando el mundo y embruteciéndolo un poco más cada día, como si no fuese lo bastante complicado por sí solo. De este modo… -Valentina tomó aire, un poco exhausta y desgañitada-, estando así las cosas, ¿por qué iba yo a querer oír nada de lo que tú tengas que decir?

Vili se puso de pie. Esta vez fue él quien se acercó a la ventana, y lo hizo con cara de desaliento, como ya empezaba a ser habitual en él.

– Ésta es la respuesta de los defensores de Esparta al comandante del ejército romano: «Si eres un dios, no harás daño a quienes jamás te lo han hecho. Si eres un hombre, avanza, porque te toparás con hombres de tu misma talla».

– ¿Cómo has dicho? -dijo Valentina, con una mano apoyada sobre la cadera, y una cínica sonrisa congelada en los labios pintados de púrpura.

– Nada, sólo citaba a Plutarco. Querida Valentina, estoy tratando de hacerte comprender que, si te empeñas en seguir luchando contra mí, que no soy tu enemigo, al final tendré que defenderme. -Vili se frotó lentamente los ojos; estaba cansado y le dolía la cabeza.

Ella se encaminó a la puerta que daba a la cocina.

– ¡No empieces con tus numeritos de hombre preocupado a punto de tener un infarto por culpa de la arpía de su mujer, que ya te conozco!… -le dijo, mirándolo fríamente-. Y, para que lo sepas, de aquí en adelante me he propuesto no volver a hacer el amor contigo hasta que…

– ¿Queeé? -esta vez la cara de Vili mostró una auténtica irritación-. ¡Pero si hace más de un año que tú y yo no hacemos el amor!

– ¿Ah, sí? -Valentina se dispuso a entrar en la lujosa cocina del apartamento-. Pues entonces ya tienes una idea de lo que te espera de ahora en adelante… -dijo, y cerró con un portazo.

LA SAGRADA FAMILIA DISFUNCIONAL

Increparon a un espartano porque,

aunque era cojo, iba a una batalla,

y él respondió que su propósito era pelear,

no huir.

VALERIO MÁXIMO,

Dichos y hechos memorables


Hacía más de una semana que llovía sin parar sobre Madrid. Sus habitantes no habían vuelto a ver el azul del cielo desde que, días atrás, unos tenebrosos nubarrones cargados de agua censuraron la vista del sol de la mañana y las pocas estrellas de la noche que el alumbrado público permitía otear. El color gris no le sentaba mal a la ciudad, pero la lluvia caía con violencia y prestaba una ayuda inestimable a la formación de atascos, tan obstinados como tremendos, y al mal humor de los ciudadanos, que veían aún más entorpecida su vida diaria en la gran ciudad.

Pese a ello, los discípulos de Vili se las arreglaban para llegar a tiempo a sus citas de la Academia.

Elena Urbina era un ama de casa fatigada, que se dejaba caer por allí cuando podía, pero no tan a menudo como hubiera deseado. Aunque era un poco más joven que Valentina, ofrecía un aspecto mucho más desarreglado y envejecido que el de la mujer del filósofo.

– ¿Y entonces…? -Vili le ofreció una mirada afectuosa, mientras hacía una rápida comparación entre las dos mujeres, en la que Elena salía ganando.

– No sé qué es el Bien con exactitud… -respondió Elena, resollando-. Me suena a palabras mayores.

Era evidente que estaba demasiado gorda, y no era muy agraciada físicamente, pero sacaba horas de su escaso tiempo libre para ayudar en una organización de lucha contra el sida.

Valentina, por el contrario, no militaba en la lucha antisida, si acaso -pensó un taciturno Vili-, si acaso en la lucha anti-arrugas.

– La verdad, maestro -Elena era una de las asistentes a la Academia que llamaba «maestro» a Vili-, a veces no estoy muy segura de que exista el Bien. Veo demasiado dolor a mi alrededor. Enfermedad, soledad y muerte. Por no hablar de mi marido…

Se oyeron unas risas a coro del resto de los concurrentes.

– Bueno, no me malinterpretéis. -La mujer puso un gesto candoroso, era evidente que le encantaba sentirse cómplice del auditorio-. Mi marido no es una mala persona. Jamás me ha maltratado ni nada de eso. ¡Y que no se le ocurra! Pero, no, hablando en serio, la verdad es que él sería incapaz de molestar a una ladilla, aunque la tuviera instalada entre las piernas, de inquilina de renta antigua. Es sólo que me da mucho trabajo porque es un inútil. Cuando me casé con él tuve que enseñarle las cosas más elementales como, por ejemplo, que antes de ponerse una chaqueta tenía que quitarle la percha.

Elena disfrutó a sus anchas de la risotada colectiva. Se permitió incluso dar unos pasos, con dificultad, alrededor de la gente que la rodeaba con sus asientos dispuestos en semicírculo alrededor del entarimado (el local de la Academia, antes de que lo alquilara Vili, había formado parte de las instalaciones de una escuela que impartía clases de apoyo de matemáticas a niños de primaria). Vili solía sentarse en un sillón sobre la palestra, aunque ahora estaba apoyado contra el respaldar de la silla donde siempre se sentaba Jacobo, el ciego (detestaba que le llamaran «invidente»).

– Es sólo que, a veces -continuó Elena con su perorata-, si la comida no está en la mesa cuando llega su hora de almorzar, se da golpes sobre el pecho con las manos ahuecadas. Los golpes suenan «tocotoc, tocotoc». Hace exactamente igual que los orangutanes. Lo sé porque lo vi un día en un documental sobre animales de la tele. Pero… -sonrió a Vili y dejó caer teatralmente las manos a los lados de sus anchas caderas de matrona-, pero tengo entendido que eso no demuestra agresividad en los gorilas, que lo hacen sólo para descargar su tensión, no porque sientan agresividad. Y si esto es así para los gorilas…

Estalló una carcajada general que resonó por la Academia a la vez que un trueno, afuera, anunciaba la luz galvánica y culebreante del relámpago.

Elena esperó a que cesara el ruido, de las risas de sus compañeros y de la tormenta eléctrica.

– Si es así para los gorilas… ¿por qué no iba a serlo también para mi marido?

Cuando Elena volvió por fin a su sitio, un poco arrebolada y con una sonrisilla de satisfacción en sus delgados labios, todos tardaron un buen rato en volver a retomar la cuestión que los venía ocupando en las últimas sesiones: «¿Qué es la felicidad?, y… ¿puede alcanzarse a través del Bien?». Todavía no habían llegado a ninguna conclusión, aunque raramente lo hacían, de modo que nadie estaba preocupado.

David Molina, un joven padre vestido con descuidada elegancia y ademanes de modelo de pasarela, tomó la palabra.

– Sé de lo que habla Elena -confesó en voz alta, mientras se palpaba el bolsillo exterior de su americana, de donde sacó un pañuelito rojo finamente bordado que se pasó por la mejilla con suavidad-. Lo sé sin necesidad de que ella me lo cuente, porque yo tengo la suerte, por desgracia, de tener en casa un marido como el suyo.

Mientras hablaba, Jorge Almagro, situado como siempre al lado de Ulises, dejó escapar un largo suspiro, henchido de melancolía.

– No sé cómo lo hacen, Ulises -le cuchicheó a su amigo-. Te juro que para mí es un misterio.

– ¿De qué hablas? -Ulises tenía a Telémaco dormido encima de la silla de paseo, a su lado, y de vez en cuando le tocaba la frente con cuidado. Tenía la impresión de que le subiría la fiebre. Y no era extraño, porque sacar a un crío de su edad con aquellas tormentas, en un Madrid enloquecido por la lluvia y por lo que parecía ser un invierno anticipado que nadie había previsto, era una garantía de enfriamiento rápido.

– Me refiero a David, y a la gente así.

– ¿Cómo «así»?

– ¡Pues así! -Jorge hizo un aspaviento afectado, que adornó con una gran profusión de giros lánguidos y ridículos movimientos de su mano derecha.

– Quieres decir homosexuales.

– Llámalo como prefieras. Pero que conste que no he sido yo quien lo ha dicho.

– No seas homofóbico, Jorgito. Tal vez deberías probarlo. Puede que «así» cambiaras de opinión.

– ¿Qué quieres decir?

– Que ya que no consigues novia, quizás un novio te resultaría más fácil.

Jorge contempló a Ulises con un puro horror cincelado a fuego dentro de sus pupilas.

– ¡Eres un verdadero mamonazo! -exclamó abatido-. Gracias, pero no. Yo jamás podría ser maricón. Detesto los supositorios y estoy absolutamente en contra de la tortura anal.

Ulises pensó que Jorge era un retrato bastante fiel del aspecto que ofrece la lujuria cuando se vuelve educada; y que sus mohines de rechazo a las formas poco ortodoxas de practicar el sexo conferían a su rostro una mezcla equilibrada de ridiculez y distinción. Apreciaba a aquel tipo encorbatado y trajeado, aprisionado dentro de su aspecto de hombre de orden, con los ojos envueltos en las tinieblas de la ansiedad masculina más primaria (locos deseos inconfesables de chocolates y frutas confitadas endulzando las frías noches de sus inviernos solitarios; o ropa interior femenina recién escurrida colgando de los grifos del baño, presagiando tímidamente un pequeño jolgorio conyugal después de la cena).

Sí, ese mundo sería para él confortable y seguro.

Su amigo sacó un paquete de chicles y le ofreció uno a Ulises, que lo rechazó con un movimiento de cabeza. Empezó a mascar como un poseso, haciendo osados ruiditos que evocaban inexplicables sensaciones de humedad y pesadumbre.

– Ah, necesito pensar con claridad… -Hinchó de aire el pecho-. Creo que el chicle es estupendo para eso -le susurró a Ulises confidencialmente.

– ¿Para qué?, ¿para la caries?

– No, son chicles sin azúcar. Vienen bien para pensar, porque oxigenan el cerebro. No sé dónde he leído que, cuando uno mastica durante mucho rato, el oxígeno llega mejor a la corteza cerebral y las sinapsis son más eficaces. -Suspiró y acomodó el maletín de piel entre sus piernas, bajo la silla-. Eso he leído. En cualquier caso, ya sabes tú que tengo una tendencia natural a tomarme en serio cualquier sandez que vea impresa en una revista. Aunque sea el Hustler.

Vili y David estaban discutiendo sobre la familia de este último. David se quejaba de que la suya no era una familia corriente, aunque adolecía de los mismos defectos y miserias que una familia normal, sin que se pudiera disfrutar de alguna de sus ventajas. Por eso él era doblemente desgraciado que la mayoría. Porque se sentía como un soldado cojo en medio de una batalla. La ferocidad y la dureza de la refriega eran las mismas para todos los contendientes, pero él debía hacerles frente físicamente disminuido.

¿Familia normal…? Pero ¿qué familia lo era, en realidad?, objetaba Vili. ¿Qué era la normalidad, podía alguien explicárselo?, porque, lo que era a él, eso de normalidad le sonaba a un concepto poco menos que psiquiátrico y muy escurridizo y espinoso. Arduo de definir.

Por otra parte… ¿acaso existía un modelo perfecto de familia que se pudiera imitar?

– Pensemos… -dijo Vili- en la mejor familia que uno pueda imaginar, alguna que nos valga de prototipo, de referencia a todo el mundo.

La gente apuntó ejemplos.

– La familia real -dijo una chica morena; llevaba las orejas adornadas con unos enormes pendientes de aro plateados, y sonreía enérgicamente.

– ¡Oh, qué maravilla!… ¿pero acaso todos somos reyes y princesas?, ¿todo el mundo sin excepción? -la interrogó Vili.

– No -reconoció la joven, sonriendo con menos intensidad que un momento antes.

– Entonces… no podemos decir que ésa sea una familia corriente, y por lo tanto no podemos asegurar que nos sirva como un ejemplo a seguir, ¿no es cierto?

– Sí, es cierto. No es posible decirlo.

– Así que deberíamos descartarla como modelo. ¿Alguien puede hacer otra sugerencia?

– La de La casa de la pradera -exclamó un tipo peinado con una coleta morena que lucía unas llamativas gafas de cristales verdes, y que estaba sentado cerca de Ulises y Jorge-. Era una familia perfecta, siempre juntos ante la adversidad. Y siempre hasta el cuello de calamidades.

Vili sonrió y se atusó el cabello, rebelde y entrecano, no tan abundante como lo había sido hacía treinta años. Pero mucho más de lo que lo sería una vez pasada otra treintena si tenía suerte de vivirla, pensó él mientras se deshacía sutilmente de un par de cabellos que se habían quedado enhebrados entre sus dedos.

– Pero ésa… -tosió un poco y luego se rascó la barba, pensativo-, si mal no recuerdo ésa era una familia que vivía dentro de la tele. Una familia irreal, de ficción. Nosotros vivimos fuera de la pantalla. Vivimos y morimos aquí fuera, en el mundo.

David volvió a ponerse de pie.

– Se me ocurre una familia inmejorable. Una muestra de perfección y humanidad. -Era un chico atractivo, y por alguna singular razón, o sinrazón, parecía proclive al llanto y a la fidelidad-. La Sagrada Familia. Ése es el ejemplo que propongo yo. La Virgen María, san José y el niño Jesús. Un patrón clásico, un prototipo que lleva funcionando más de dos mil años sin que haya encontrado competencia que pueda destronarlo. La familia ideal universal. Ahí tienes una, maestro.

– De acuerdo -reconoció Vili. Se levantó de su asiento y se movió entre las sillas de su alrededor, con las manos entrelazadas en la espalda y el aspecto noble y vigoroso de un caballo de tiro-. Me parece un excelente ejemplo, David. Te felicito por la elección.

Algunos de los asistentes a la Academia cuchichearon entre sí, pero la expectación los hizo callar pronto y concentrar su atención en los dos interlocutores.

– Gracias.

– Pero veamos… -Vili se acercó hasta David, el joven era casi treinta centímetros más alto que el filósofo-. Veamos en qué se diferencia la tuya de la Sagrada Familia que hemos elegido como paradigma.

– Pues, por ejemplo, mi madre dice que la mía es una familia extraña, anormal, sin sentido y contra natura. Ella dice que esto es así porque estoy casado con un hombre, y no con una mujer. Y cuando digo casado quiero decir que mi compañero, Óscar, y yo formamos una pareja de hecho y nos hemos inscrito como tal en el registro del Ayuntamiento de Alcobendas. Para mi madre, que yo me haya emparejado con un tipo con bigote, en vez de con una muchacha de trenzas rubias, es algo terrible que sólo consigue sobrellevar con resignación cristiana. Para mi madre, saber que tenemos un hijo, concebido por inseminación artificial con una madre de alquiler, un hijo que es sólo mío y no de Óscar, demuestra que somos unos degenerados que no nos acoplamos a los grandes planes que su Dios católico tenía previstos para el universo, sino que más bien los pervertimos y los entorpecemos con nuestra sola existencia -David se encogió de hombros e hizo un tímido ademán de consternación con la boca.

– Ésa es la opinión de tu madre… -dijo alguno de los contertulios, un tipo de aire compasivo y aspecto de viejo obrero fabril-. Y con las opiniones, como decía Clint Eastwood, pasa como con los culos, que todo el mundo tiene uno. Así que no le des mucha importancia, amigo.

– Sí, ésa es la opinión de mi madre, pero también la de muchísima más gente -asintió David-. Y la opinión de mi madre, como es lógico, es importante para mí. No puedo evitarlo.

– Bien, bien. Pero volvamos -sugirió Vili- a nuestra modélica familia. La familia de Jesucristo. ¿Qué tipo de familia era?

– Una buena familia. La mejor.

– De acuerdo. Pero… ¿era san José el verdadero padre de Jesús? -quiso saber el filósofo.

– No -reconoció David-. Su verdadero padre era Dios.

– Ah, luego… Jesucristo era el hijo de Dios, pero en realidad su padre, o sea Dios, no estaba casado con su madre, no estaba casado con la Virgen María.

– No, no lo estaba.

– Entonces… quizá la Virgen María fue para Dios algo así como… ¿una madre de alquiler? -concluyó Vili-. Lo mismo que esa madre de alquiler que Óscar y tú buscasteis para que gestara a vuestro hijo, dicho sea de paso.

David miró pensativo hacia el suelo.

– No se me había ocurrido… -confesó, enrojeciendo un poco.

– ¿Y cómo fue engendrado Jesucristo?

La chica de los pendientes de aro volvió a intervenir.

– ¡Fue engendrado por la gracia de Dios! ¡A través del Espíritu Santo en forma de paloma! -dijo, como si ese incidente bíblico la llenara de un particular regocijo.

– ¿De verdad? -Vili sonrió y su cara de viejo zorro adquirió una tonalidad sulfúrica-. Así que una paloma, ¿eh? Bien, bien… Que me aspen, pero a mí eso me suena a inseminación artificial, que es lo mismo que hicisteis tú y Óscar junto con la madre de vuestro hijo.

– Sí, vaya -admitió David-. Pero nosotros lo hicimos en una clínica, y usamos una especie de jeringuilla. Sin aguja, claro. Dos médicos y varias enfermeras se encargaron de todo.

Jorge le lanzó a David una larga mirada recelosa, con sus iris relumbrantes a la manera de dos trozos de cristal coloreado. Sintió una punzada de envidia hacia él. Casi podía verlo junto a Óscar, su compañero, arrastrando los pies entre la arena tibia mientras los dos paseaban cogidos de la mano, al atardecer, por la playa de Bodrum cercana a la isla de Samos, no lejos de Kusadasi, donde según David habían disfrutado de su luna de miel hacía tres años. Imaginaba a Óscar diciendo con acento mimoso: «Me encanta ese tanga verde que te has puesto»; y a David, perplejo mientras mascullaba: «Oh, ¿esto? No es nada. Me lo regaló hace años Pipo, aquel chico de Majadahonda que… Bueno, da igual». Luego los dos se darían un beso y seguirían andando hacia el ocaso con pasos lentos y zigzagueantes, igual que dos fornidos modelos en un anuncio de bronceadores rápidos.

Ah, cómo le fastidiaba oír las quejas de David. Apenas podía soportarlo. Al fin y al cabo aquel mariposón gemebundo era alto, guapo y rico, estaba sano -por no hablar de que conservaba todo su pelo-, y tenía en casa a un marido y a un crío que lo esperaban cada noche como si él fuera la persona más importante y deseada del universo conocido.

– Por supuesto. De la paloma a la jeringuilla… La ciencia ha avanzado mucho desde el año uno antes de Jesucristo -cuchicheó cansinamente Jorge, al lado de Ulises-. Y sí, lo cierto es que el niño de David es casi igual que el niño Jesús. Un chiquirritín que ha nacido entre pajas, al fin y al cabo.

– ¿Queeé? -Ulises miró a Jorge sin comprender.

– Sí, por inseminación artificial, quiero decir -explicó éste, susurrando y estirándose como una serpiente aburrida bajo el sol.

– En fin. -Vili miró a David con una sonrisa triunfal-. No sé de qué te quejas, la verdad. ¡Si incluso Dios fundó una Sagrada Familia de lo más disfuncional, quod erat demostrandum! Lo que es bueno para Dios debe ser bueno para ti. Y sobre todo para tu madre, si es tan religiosa. Díselo así en cuanto tengas la oportunidad, David.

El hombre sopesó el asunto en silencio.

– Pero sigo sintiéndome como un cojo que lucha en una batalla, Vili -dijo al fin-. Un discapacitado en medio de la atrocidad de la contienda.

– ¿Cojo? -Vili no dudó mucho su respuesta-. Vale, te sentirás como un cojo. Pero yo creía que tu intención era luchar, no darte por vencido y salir huyendo en cuanto te fuera posible. Yo creía que deseabas defender a tu familia, sacarla adelante. Para eso no necesitas correr, sino estar dispuesto a combatir. Así que… ¿qué importa tu cojera? Importa que estés dispuesto a pelear y que, sin necesidad de moverte del sitio en que estás parado, desenfundes tu espada y le enseñes los dientes al enemigo.

LA HERMOSA INDIFERENCIA DEL HÉROE

Es más encomiable saber usar bien

las riquezas que las armas;

y más glorioso que el usar bien

las riquezas, el no desearlas

ni tener necesidad de ellas.

PLUTARCO,

Vida de Cayo Marcio Coriolano


Ulises le puso a Telémaco una chaqueta nueva, de moutón azul plastificado por fuera, de aspecto muy abrigado y primoroso; luego le cubrió la cabeza con el gorro y lo cogió en brazos como a un pesado e inquieto muñequito de silicona de tamaño natural.

Penélope había enviado un mensajero a casa, hacía dos días, con un paquete enorme, lleno de carísimas prendas de vestuario infantil para su hijo. Había de todo, desde calcetines y camisetas interiores Calvin Klein hasta unos diminutos pantalones vaqueros de Tom Ford para Gucci, rematados con la técnica de los indios apaches. Él creía que, siendo como era su mujer una diseñadora de modas de mucho éxito, no le saldría tan caro hacerse con la ropita de Loewe o de Ralph Lauren que mandaba cada temporada para el bebé. Así lo había hecho puntualmente cuatro veces en el último año, después de abandonarlos: en primavera, verano, otoño e invierno; y nunca coincidiendo con las estaciones meteorológicas, sino con las mucho más avanzadas de las pasarelas de la moda.

Bueno, pensó Ulises, incluso aunque así fuera, pese a que le costara una fortuna la ropa del crío, ella podía permitirse aquellos lujos tan disparatados.

Y Telémaco, al fin y al cabo, era su hijo.

El niño, sin embargo, no siempre estaba conforme con el color y el aspecto de los atavíos que escogía para él su sofisticada y distante mamá. Parecía tener sus propias opiniones en cuestión de guardarropa, a pesar de ser un renacuajo todavía.

– Feímo… No quiere y no quiere… ¡No guta y no gusta, a mí! -Había señalado minutos antes, con un evidente enojo, un jersey amarillo lleno de patitos bordados a mano, que lucían una sonrisa de seda furiosa y anaranjada sobre la superficie del pecho y alrededor de las mangas de la delicada prenda.

– No, no es verdad. No es feísimo -lo corrigió Ulises, empezando a ponerse de mal humor ante la terquedad de su hijo-. Es solamente… carísimo.

– No quiere -insistió Telémaco.

– No quieeero.

– Yo tampoco.

– Quiero decir que se dice «no quiero». Está bien, pues me lo pondré yo. -El hombre cogió la diminuta vestidura y la contempló extasiado, como si estuviera encantado de haber conseguido tan fácilmente una cosa que mejoraría su vida de forma inmediata.

– No, es mío. Tuyo no. ¡Mío! -Telémaco agarró el jersey, enfurruñado con su padre.

Salió corriendo bamboleándose conforme avanzaba hacia su habitación. Sacó un osito de peluche del arcón de mimbre donde guardaba sus juguetes y trató de ponerle el jersey, que quedó colgando entre las orejas y el esternón del monigote igual que un vistoso turbante un tanto estrafalario y desaliñado.

Al final, los dos estuvieron de acuerdo en que era mejor que Telémaco se pusiera un viejo jersey de felpa, comprado en el Rastro, que llevaba estampado a Superman, aunque ya apenas si quedaban algunos residuos descoloridos de la antaño rutilante imagen del superhéroe.

El padre abrochó la chaquetilla del pequeño mientras lo sostenía junto a su pecho, cogió el paraguas y se echó al hombro un bolso de bebé donde había metido, además del biberón con el agua para Telémaco, un chándal firmado por Ágata Ruiz de la Prada (le gustaba llevar uno siempre, por si surgía un imprevisto y el niño se manchaba, o se mojaba y había que cambiarlo rápidamente), toallitas higiénicas y dos chupetes de recambio, entre otras cosas.

– Vamos a ver a la abuelita -le dijo a Telémaco.

– ¡Sí, sí!… -palmoteó el niño, y después se agarró a la espalda de su padre aprovechando para darle un tierno e interesado abrazo.

Ulises cerró la puerta del apartamento y bajó con cuidado las escaleras hasta la calle. Cogerían el autobús. Los dejaba en una parada muy cerca de la residencia de ancianos donde vivía Araceli. La abuela de Penélope. La madre de Valentina.

Oh, esa ancianita le gustaba. Y estaba tan sola.

Pensar en ello le hizo rememorar por un instante la vocecilla de aquel hombre en la Academia, días atrás, con la tormenta rugiendo en medio de los cielos y el agua aporreando las calles como una hemorragia negra que empañara aún más el complicado paisaje urbano.

¡Todos estamos tan terriblemente solos en el mundo!, dijo la voz profundamente quebrada e inquieta de aquel hombre. Parecía la exclamación atemorizada de un niño, o de una rata.

Sintió un rápido estremecimiento al recordarla y se acomodó mejor a su hijo entre las piernas, los dos ya instalados en un asiento del autobús abarrotado de gente calada hasta el corazón por el aguacero, y tan malhumorada como en días anteriores.


La lluvia confería a los rostros de los viandantes una borrosa opacidad, los hacía parecer protagonistas absolutos de algún sueño ebrio, ardiente.

En los últimos tiempos, la situación atmosférica era todo lo cruda que podía ser en Madrid (y podía llegar a serlo mucho). Hasta le recordaba a los días de su infancia en Maur, un pueblecito cercano a Zurich. Su padre decía que allí el clima se dividía en nueve meses de invierno y tres de viento y frío.

– Oh, querrrido, oh, querrrido… ¡No te quejes más! -le pedía su madre, con sus habituales grititos animosos-. ¡No te quejes más y sal a la calle, a que te dé un poco la lluvia ya que no puedes tomarrr el sol!

El padre de Ulises había sido secretario del consulado español de Zürich durante once años. En aquella ciudad se casó con una mujer rellenita e inocente, una suiza alemana de semblante redondo y tranquilo -la que pronto sería la madre de Ulises-, y fue razonablemente feliz con ella y sus salchichas y los dos hijos del matrimonio (Ulises y su hermano pequeño, Héctor), hasta que Henriette una noche, poco después de oscurecer, se sintió mal, torpe y sin ganas de moverse, y dos meses después murió de cáncer mansamente, sin quejarse ni un solo día durante su corta enfermedad, pero habiendo olvidado por completo que tenía dos hijos de seis y ocho años, y un marido que ni siquiera sabía cómo abrir la nevera.

– ¡Dios mío, mi mujer! -dijo su padre en el hospital, cuando la sacaron en una camilla, cubierta con una sábana blanca, en dirección al tanatorio. La besó por última vez en sus labios yertos de muerta, y no pudo verter ni una lágrima, aunque tenía guardadas las suficientes para llenar la anticuada bañera de patas leonadas donde su madre solía regalarse un baño de espuma, excesivamente perfumado, cada dos días-. ¡Dios mío! La muerte, qué hija de puta más democrática.

Ulises nunca había oído a su padre decir palabrotas hasta entonces. Sintió flotar en el aire la tristeza, como un pájaro con el semblante serio y los ojos desgastados, cansados de luchar por la vida; y supo que las cosas no irían muy bien a partir de aquel momento.

Su padre volvió a Madrid con él y con su hermano pocos meses después del entierro. Y ya nunca fue el mismo. Dejó de quejarse, y apenas tenía apetito. Trabajaba mucho y delegaba las tareas domésticas en una chica de servicio, un poco boba y despistada, que cocinaba infatigablemente unos repugnantes purés de apio que siempre servía tibios.

El primer día de colegio que Ulises pasó en Madrid alguien le robó su estuche de colores. Incluso sabía quién había sido, pero no podía demostrarlo (todos ellos parecían comprar los útiles de escritura y pintura en la misma papelería, y de la misma marca). Él adoraba pintar, y sus lápices eran el único instrumento de su felicidad pueril y limitada.

Le resultó un hecho dramático, e injusto, y por la tarde, a la salida de clase, corrió a casa para esperar a su padre y poder darle la mala noticia.

– Búscate la vida, yo no quiero saber nada -fue la lacónica respuesta de su progenitor ante la desmesurada, espeluznante tragedia infantil.

Ulises se dio cuenta así de cuánto había cambiado su vida.

Ya no vivía, al lado de su risueña mamá, dentro de una postal suiza rebosante de lagos y montañas.

De modo que, al día siguiente, cuando los niños de la clase salieron al recreo, él se las arregló para robar todas las carteras de colores, de ceras y rotuladores, que pudo encontrar debajo de los pupitres de sus compañeros. Los llevó a su casa (vivían a sólo dos calles del colegio, en el barrio de Chamberí), volvió al recreo, y le dio tiempo a jugar un partido de fútbol -de diez minutos- mientras pensaba que, en realidad, buscarse la vida no era tan difícil como él hubiera imaginado.

QUINCE AÑOS NO TIENE MI AMOR

Le dijo Catón aun viejo maligno:

«Hombre, ya que la vejez trae

consigo tantas cosas desagradables,

no le añadas tú la afrenta de la perversidad».

PLUTARCO, Vida de Marco Catón


El Madrid del Sur es muy distinto del Norte de la ciudad. Una vez rebasada la calle Santa María de la Cabeza, pasado el sucio Manzanares -un río minusválido, siempre necesitado de la discriminación positiva, y los amargos beneficios que reporta la incapacidad, para lucir un poco de agua, de esplendor prestado gracias a la caridad o a la lástima de los gestores municipales-, cuando la Plaza Elíptica se pierde en el espejo retrovisor del autobús, el paisaje se va transformando progresivamente en más y más industrial y polvoriento de la misma manera que, cuando se dejan atrás la Plaza de Castilla y Alcobendas, la sierra madrileña va floreciendo y deleitando la vista con su vegetación mediterránea de matorrales y pinos.

El vehículo enfiló la nacional 401 e hizo un alto delante del Tanatorio del Sur. La gente que se bajaba allí nunca parecía sentirse dichosa por haber llegado hasta ese punto.

Cinco paradas después de aquélla, Ulises y Telémaco también bajaron con alguna dificultad del autobús, y se plantaron sobre el barro que rebosaba de los encharcados parterres que bordeaban la acera frente al asilo. Un edificio de ladrillo rojo y ventanas de aluminio se levantaba a pocos metros de la parada. Podía haber pasado por un colegio público o la biblioteca del barrio de no ser por el cartel de pomposas letras de metal dorado que anunciaban: «Residencia de Personas Mayores El Retiro».

Araceli los estaba esperando sentada pulcramente en el silloncito jaspeado de colores pastel de su habitación, junto a la ventana que daba a la calle. La calefacción estaba puesta en toda la residencia, y la temperatura excedía seguramente los veintidós grados, no obstante la anciana se había abrigado con una gruesa chaqueta azul de paño.

Le tendió los brazos a Telémaco, sin levantarse de su butaca.

– ¡Mi niño! -dijo con una voz acogedora y algo trémula, y los ojos se le humedecieron un poco más todavía, hasta convertirse en dos ciruelas alquitranadas llenas de lo que semejaba cierta forma obsesiva de vida latente.

Telémaco bajó de los brazos de su padre y se acercó corriendo hasta ella, pegó su cara contra las viejas piernas y llenó de babas cristalinas la falda negra de su bisabuela.

– ¡Güela, agüela!, qué tal… -sonó su chapurreo, ahogado entre risas de contento.

– ¡Qué grande que está mi niño! ¡Ha crecido por lo menos un metro esta semana! -exclamó la mujer, llena de orgullo y alborotando el pelo rubio y sedoso del chiquillo.

Ulises le dio un beso en la mejilla y le preguntó cómo estaba.

– Bien, bien, hijo, siéntate -le indicó una mecedora de loneta, próxima a la cama-. Acércala aquí, a mi lado.

Ante las muestras de entusiasmo del pequeño, Ulises comentó que Telémaco adoraba a su bisabuela.

– Me quiere mucho porque sabe que yo lo quiero mucho a él, ¿a que sí, precioso? Telémaco y yo nos parecemos bastante, todo hay que decirlo. -La anciana señora puso un beso temblón en la mejilla carmesí del niño-. Es lo que yo digo. Los viejos somos como los bebés, seres inútiles y molestos que necesitan de los demás. Por eso, o nos mostramos agradables con los que nos rodean dándoles cariño, o nadie sería capaz de aguantamos y nos abandonarían en masa en las gasolineras de las autopistas.

Como habían dejado abierta la puerta de la habitación, podían oír con claridad los murmullos de las conversaciones que tenían lugar en el pasillo, y en algunos de los dormitorios vecinos. Discusiones sobre los efectos secundarios -que solían cebarse con la vista y el intestino grueso- de algunas medicinas malignas pero absolutamente necesarias si, a cierta edad, se desea poder abrir los ojos de nuevo cada mañana; sobre la consulta de un médico del hospital universitario -del que bastantes ancianos sospechaban que era un serial-killer con cierta propensión morbosa hacia los vejestorios-, y repasos al calendario para concretar con exactitud en qué días se producirían las ansiadas visitas familiares y acomodar a ellas sus actividades diarias. «No podré ir a la clase de Internet del jueves, viene a verme mi nieto el de Zamora», o bien: «¿A quién le va a apetecer salir en un día como hoy para venir hasta aquí a ver cómo se mueren poco a poco unos mamarrachos como nosotros?».

De repente una figura llenó el dintel de la entrada. Un hombre de unos setenta años y barriga abombada, tocado con un alegre sombrero tirolés y un chaleco de fondo rojo con rombos beige.

– Buenos días nos dé Dios, a la señora Araceli y a la compañía -dijo, luciendo una ancha sonrisa que dejaba totalmente al descubierto su soberbia dentadura postiza recién estrenada.

– Buenos días -correspondió Telémaco de buen humor.

– Ah, hola, Anselmo -la mujer le lanzó un vistazo incisivo, pero rápido-. ¿No iba hoy a la masajista?

– A eso voy, sí, pero he pensado en saludarla antes.

– Bueno, pues ya me ha saludado. Adiós, Anselmo. Que le sienten bien los masajes.

– Vale, vale, veo que está usted ocupada. Luego la veré, a la hora de la merienda.

Cuando el señor se perdió de vista, pasillo adelante, Araceli puso una mueca de disgusto.

– Están convirtiendo los asilos de este país en Sodoma y Gomorra -susurró con un dulce rumor tan desquiciado como turbio.

– ¿Queeé? -Ulises parpadeó asombrado, y luego examinó fijamente a la abuela.

– Sí, los dementes que dirigen estos sitios… -explicó la anciana mientras acariciaba al niño- tienen sexólogos que no paran de incitamos a la promiscuidad.

Ulises la miró divertido.

– Como lo oyes, hijo… -Suspiró y señaló hacia la puerta, con precaución-. Claro que lo hacen porque les consta que nosotras no podemos quedarnos embarazadas, que si no… La cosa es que no paran de machacamos con eso de tener una vida sexual sana, el amor libre y un montón de simplezas pasadas de moda. Les gusta pensar que nos tienen entretenidos con un poco de sexo, muchos ansiolíticos y otro poco de televisión. Pero yo creo que, a mi edad, una vida sexual sana no es una vida sexual agitada, sino una vida sexual sin sexo. Una vida en paz, quiero decir. ¡Libre de infecciones urinarias, por favor!

– Encontrar una pareja tampoco está tan mal, Araceli -se atrevió a proponer tímidamente Ulises-. Un poco de amor siempre significa un poco de compañía.

– Y yo no digo que esté mal -admitió ella, frunciendo los ajados labios, repasados con brillo de color rosáceo-, pero tienes que admitir que es realmente difícil encontrar un buen hombre a mi edad. Sobre todo porque la mayoría de los que me convienen están muertos.

– ¿Y Anselmo?

– ¿Anselmo? ¡Ja! Tiene diez años menos que yo, y es quince centímetros más bajito. Además, ya lo has visto, ya has podido ver el pedazo de barriga que tiene. Lleva un letrero en la frente que dice: «Moriré de un atracón».

– Pues parece interesado por ti.

– Sí, pero yo por él, no -negó la anciana con vigor-. Ya lo has visto, ¿no? Se viste como un payaso loco y habla como Ronald Reagan. No me interesa lo más mínimo, ¿sabes, hijo?

– Bueno, bueno.

– Y, encima, padece de halitosis, cosa que no me sorprende nada teniendo en cuenta lo que come. Cambia de dentadura postiza cada año, pero no remedia el asunto. Yo me pregunto, ¿cómo le puede oler tan mal la boca a alguien hoy día? ¿O será el culo…?

Telémaco se puso a estornudar con violencia de repente, los ojos le lagrimearon e hizo varios pucheros de miedo, pero sobre todo de desconcierto.

Nada más verlo, Araceli trató de ponerse de pie y Ulises la ayudó a completar con éxito la maniobra.

– Febreeze Fabric Refresher, de Procter amp; Gamble -dijo la abuelita, indignada.

– ¿Cómo dices?

– Digo que vamos a salir de aquí. El niño está estornudando, y eso es por el Febreeze.

– ¿El qué?

– Un spray que usan para perfumar las cortinas y la ropa de las camas. -Lo agarró del antebrazo y masculló en tono confidencial-: Ya sabes que, a nuestra edad, a mucha gente no le basta con los pañales desechables. De modo que lo perfuman todo. Lo perfuman y lo perfuman con el dichoso Febreeze. El fabricante debe de haber untado al director de este antro, porque si no, no se explica. Pero yo he leído en Internet que es un producto peligroso. Lleva no sé qué tipo de veneno. Los perros caen como moscas borrachas después de olerlo. Los hámsters la palman al momento. Y los gatos, para qué contar. Saquemos al niño de aquí, el pobre es demasiado bajito para sobrevivir a este campo de exterminio. Sólo tiene la estatura de un animalito doméstico.

Ulises cargó a su hijo en brazos y los tres salieron lentamente del dormitorio de Araceli, cerrando la puerta a sus espaldas.

CADA COSA EN SU LUGAR

La felicidad no es cosa fácil:

es difícil encontrarla dentro

de nosotros mismos e imposible

encontrarla en otra parte.

CHAMFORT, Obras


Cierta vez, una mujer de su edad que conoció en Italia por motivos profesionales le resumió su vida en pocas palabras. Según ella, a los cinco años le dijo a uno de sus amiguitos, en la guardería: «Si me regalas tu Geyperman, te dejo que me des un beso». A los diez años le soltó a un compañero de clase: «Si me haces los deberes de Sociales esta semana, te dejo ir conmigo a los lavabos. Yo me bajaré las bragas y tú podrás ver lo que tengo debajo», aunque, por cierto, en aquel entonces esa mujer no tenía nada ahí que fuera digno de verse. A los dieciséis años le propuso a un chico de su pandilla: «Si me das una vuelta en tu moto por todo el barrio, te dejo que me toques el pecho izquierdo durante tres minutos». A los veintidós años acorraló a un joven profesor de la facultad de Económicas -que babeaba detrás de ella desde el primer año de la carrera, pero que la suspendía una y otra vez- e hizo con él un trato: «Si me apruebas la asignatura, te hago un pequeño favor manual en los lavabos. Pero con un guante puesto, ¿eh?». A los veinticinco, cuando hacía poco que se había casado con su primer marido (la mujer ya iba por el tercero), le sugirió a su cándido y aburrido esposo: «Si me compras ese sofá chester, esta noche te hago un francés». Y mientras hablaba con Penélope, a punto de cumplir los treinta y cinco, sonreía con añoranza y se preguntaba a sí misma en voz alta: «Oye, monada, ¿no serás tú un poco puta?».

Aquella mujer extraordinaria le confesó a Penélope que a lo largo de su vida había llegado a una única deducción práctica en materia de relaciones personales: que todas las mujeres deberían ser un poco putas alguna vez. Un poco. De vez en cuando solamente, vale. Pero putas putas de verdad. Y otro poco madres. A ella le parecía que, para una mujer, era la mejor manera de ir tirando.

Penélope arrugó el ceño mientras la oía, disgustada con tamaños presupuestos existenciales.

«Los hombres lo están pidiendo a gritos, Pe, no tienes más que fijarte -le dijo la mujer-, buscan en nosotras a la madre y a la puta: cuando no están necesitados de una es porque necesitan a la otra, y ahí se acaban todas las necesidades de mujeres que tienen los hombres. Y si tú eres capaz de hacer el papel de las dos a la vez, tu pareja no querrá perderte de vista. A mí me ha ido regular con los hombres porque me he quedado estancada en el papel de puta, ¿sabes? Pero es que es el que mejor se me da. He empezado a cogerle el tranquillo, aunque conseguirlo me ha costado toda una vida. Sin embargo, no logro meterme en el de madre. No sé por qué. Supongo que porque no soy perfecta. Y claro, mis matrimonios terminan siempre en fracaso.»

Penélope nunca se había planteado las cosas de esta manera. Pero, así y todo, su matrimonio también se malogró. Cuando abandonó a Ulises y a su hijo, tres meses después de que éste naciera, su marido le reprochó agriamente: «Querida, no tienes entrañas»; a lo que ella contestó, siempre con su sentido práctico: «Pues yo tengo radiografías que demuestran lo contrario, querido». Y se fue dando un portazo mientras oía los débiles lloriqueos del pequeñuelo detrás de la puerta.

Le había escrito una nota de despedida a Ulises, que había pegado al horno con un imán de cocina: «Me voy para siempre. Te he dejado un plato de matarratas en la nevera, por si te apetece cenar».

Y lo mejor de todo es que de verdad le preparó el matarratas en una escudilla de plástico con dibujitos del ratón Mickey, primorosamente envuelta en papel de aluminio y depositada con mimo en el estante de la mitad del frigorífico, semivacío excepto por el veneno, unos botes de leche, tres biberones con agua esterilizada y un repollo medio podrido que languidecía con resignación en el contenedor de las verduras.

Acababa de conseguir un trabajo como ayudante de diseño en una de las mejores maisons de la moda española. El jefe -un viejo gay enfermo crónico, tan sensible como inconsciente, con el cerebro de un niño de preescolar pero con la intuición artística y comercial de un auténtico genio-, la entrevistó después de haber analizado con calma sus diseños días antes, y le preguntó algunos datos personales.

– ¿Cuánto mide usted?

– Un metro setenta.

– ¿Y cuánto pesa?

– Huuumm… ¿Antes o después de depilarme? -preguntó Penélope, a su vez.

– ¿Está usted casada?

– Sí, pero acabo de dejar a mi marido y a mi hijo, y sólo espero de la vida que no ponga en mi camino más maridos ni más hijos de aquí en adelante. No tengo obligaciones familiares, si es eso lo que le preocupa -mintió un poco. Pero no del todo.

– ¿Qué edad tiene usted? -quiso saber el viejo enfant terrible de la alta costura nacional; su acento era tan teatral y estridente que siempre daba la sensación de sentirse terriblemente incómodo, hablase con quien hablase.

– Pues mire -contestó ella-, físicamente, como verá, tengo veinticinco. Mentalmente estoy rozando los cincuenta y seis. Y espiritualmente acabo de cumplir doce. Pongamos que tengo treinta y tres.

El patrón se permitió esbozar una expresión blanda, que parecía el rastro dejado en su cara por cierto antiguo daño corporal. Había algo de la quietud fósil de un cuadro en las comisuras de sus labios consternados, y tuvieron que pasar unos segundos hasta que Penélope comprendió que estaba sonriendo.

Consiguió el trabajo, pero la verdad era que se lo merecía; no le regalaron nada: tenía talento. Y eso no lo había aprendido en la universidad, desde luego, pues de la facultad de Bellas Artes no sacó más que un título inútil y un marido igual de incapaz, pero también graduado. No, su capacidad nacía de algún rincón más complejo y recóndito, dentro de sí misma. Y un marido -incluso un hijo, carne de su carne- no podría evitar que la sacase a la luz y disfrutara de ella.

Ah, las mujeres. Siempre prisioneras de la biología y la cultura, a la manera de arañas capturadas en su propia red. Un idéntico drama, más o menos desgarrador, repitiéndose por los siglos de los siglos.

Aunque Penélope no estaba dispuesta a dejarse atrapar en él.


Miró detenidamente una silla china de olmo que había comprado el año anterior en un anticuario. La tuvo durante algunos meses colocada en el recibidor de su casa, al lado de un mueble botellero de teka teñido de negro, en un rincón de detrás de la puerta de entrada, bajo el collage colgado de la pared, de color chillón y aspecto demasiado pop, de un joven artista de Malasaña. Allí la silla se confundía con la pared, nadie era capaz de admirar su delicada simetría, el tallado del respaldar adornado de preciosas filigranas de madera. Sin embargo ahora, bajo el ventanal del salón, cerca de la chimenea falsa del apartamento, relucía al modo de una pequeña joya viva, íntima.

Algo similar ocurría con los trajes sastre de color negro: si se los combinaba con camisas de seda de colores sugerentes, una podía obtener un guardarropa de notables posibilidades que parecería nuevo cada día.

También ella había experimentado un proceso similar al de la silla china y el traje sastre negro. En su apartamento familiar, al lado de Ulises y de su hijo, se sentía (luego, probablemente era) una mucama gorda y perezosa y amable. El cerebro lleno de esas pelusillas grisáceas que aparecen debajo de los sofás cuando se pasa la escoba. El pelo con olor a cerveza y grasa de pollo frito. Los sofocos vespertinos sólo de pensar en planear la comida del día siguiente. Y un sueño recurrente por las noches: que debía hacer complicadas operaciones matemáticas -pues le iba la vida en ello-, con una tiza negra, sobre una pizarra negra, en medio de una total oscuridad.

«Las cosas… -pensó Penélope mientras se ponía con cuidado unas medias-, las cosas parecen otras cuando las cambiamos de sitio. Y las personas también.»

ESPÍRITU COMUNITARIO

A Diógenes se le escapó el único esclavo

que tenía, llamado Manes. Cuando supo

dónde estaba no hizo nada por recobrarlo

pues dijo que parecía una necedad que,

pudiendo Manes vivir sin Diógenes,

no pudiese Diógenes vivir sin Manes.

LUCIO ANNEO SÉNECA,

Tratados filosóficos


Togetherness, así se llamaba en los años cincuenta al «espíritu comunitario» del que gozaban algunos matrimonios, en teoría afortunados, modélicos. Parejas que comulgaban unidas en todos los frentes de la vida, que lo compartían todo, incluidos los sentimientos más terribles. Ideas políticas, gustos culinarios, ambiciones profesionales, programas de televisión, oscuros deseos sexuales. Esposos de los que solían decirse el uno al otro: «Comprendo tus desilusiones como si fueran las mías, cariño»; «Soy capaz de leer en tu interior tal que en un libro abierto»; «Sé exactamente qué es lo que estás sintiendo en estos momentos, amor mío»; o bien: «No necesito explicarte lo que se me pasó por la cabeza en aquel instante, porque tú lo sabes mejor que yo». Eran consortes que vivían cada minuto el uno junto al otro, que respiraban el mismo aire siempre que les era posible (y exceptuando, claro está, las horas dedicadas al trabajo), que salían de paseo juntos, hacían la compra juntos, dormían y se despertaban a la par.

Laura Yanes y Francisco de Gey formaban uno de esos matrimonios que tenía mucho de identidad fusionada, de almas confundidas la una en la otra, sin individuación, sin más independencia que aquella a la que les obligaban las necesidades fisiológicas de cada uno. Amor pleno y entregado a la más absoluta esclavitud del uno al otro. No dos, sino uno. No almas gemelas, sino siamesas. Como si tuvieran miedo de existir cada uno por su cuenta. Un pavor atávico, y de naturaleza desconocida, a esa bola espesa y negra, pesada como la carga de un condenado, que es la libertad.

Una pareja total, entregada hasta la más honda desesperación del ser, así eran ellos.

O por lo menos de esta manera habían sido hasta hacía bien poco.

«El verdadero indicador del carácter de una mujer casada es la cuenta corriente de su marido», trinaba Francisco, un tipo delgado y nervioso, sobrepasada ya la cuarentena, que asistía con cierta regularidad a la Academia de Vili (estaba situada enfrente de su casa, y encima era gratis), él decía que buscando inspiración para la gran novela que estaba escribiendo, la obra magna europea del nuevo milenio, de la era postindustrial, la que sin duda transformaría el rumbo de la literatura occidental.

Literatura, mujeres y cuentas bancarias eran sus principales quebraderos de cabeza. Todos tenían que ver con la necesidad de sentir un poco de poder, de dominio sobre lo que -empezaba a sospechar dolorosamente Fran- era su malograda vida.

El caso es que su cuenta corriente no pasaba ahora por sus mejores momentos, si es que los vivió buenos alguna vez.

Asimismo, su mujer se alejaba cada vez más de él, hasta el punto que Fran temía que no pasaría mucho tiempo antes de que Laura fuese ella misma y no solamente el anverso, o el reverso, de la unión espiritual y carnal que un día formaran.

Y la literatura, hacia la que profesaba una idolatría religiosa -sentía por ella una vocación de monje o de vasallo-, se le escapaba a modo de agua entre los dedos, porque nunca había sido capaz de escribir nada.

Advertía con tanta claridad como espanto cómo del ordenador portátil que Laura le había regalado emergían fuerzas maléficas que lo repelían lejos del infernal artefacto.

Probó con una máquina de escribir -una Underwood de 1950 que había pertenecido a su abuelo-, pero el efecto repulsivo era equivalente, y carecía de la gracia que suponía poder enchufarla, abrir los archivos, admirar los animados iconos que parpadeaban en el escritorio de la pantalla.

Utilizando un bolígrafo tampoco llegó más que a esbozar algunos posibles títulos y primeras frases de la futura gran novela.

Cuando acudía a la Academia de Vili, a veces, antes de que comenzaran las charlas, había coincidido en los pasillos con Johnny Espina (de temperamento inflamable, cascarrabias; y también un gran escritor en estado latente).

Discutían sobre literatura a menudo. Una tarde, Johnny le recitó, con su acostumbrada mordacidad, unos versos de Marcial que, afirmó con una sonrisa retorcida, le iban al pelo a Fran:

Sertorio nunca termina las cosas,

aunque comienza un centenar.

Cuando jode me pregunto

si es capaz de terminar.

– Eres un desgraciado mental -le reprochó Fran al otro.

– Mira… Yo sólo trataba de estimularte un poco, para que te decidas de una vez a hacer lo que quieres hacer, te salga bien o mal, ¿viste? -Johnny enderezó la espalda y se pasó la mano por la frente sudorosa-. Pero, oye… tú a mí no me hablas así, porque yo soy un tipo con sesenta y cinco libros de poesía escritos, mientras que tú no has sido capaz de acabar ninguno de los que has empezado. Y yo creo que me merezco otro respeto, ¿oíste?

– ¿Y cuántos has publicado, eh?, ¿cuántos? Has escrito muchos, según dices… ¿pero cuántos has publicado?

– ¿Qué tiene eso que ver con lo que estamos hablando?

– Tiene que ver -se rió Fran-, ya lo creo que tiene que ver. Te pasas la vida diciendo que eres un artista, pero ¿qué tienes tú de artístico, aparte de una nariz igualita que la de John Lennon?

Johnny se puso furioso, algo que no le costaba especiales esfuerzos conseguir. Apretó con fuerza los labios, tratando de contener su ira y dando la impresión a quienes lo miraban de que tenía todos los dientes sueltos, revoloteando cómodamente dentro de su boca, mientras él trataba de contenerlos con torpeza para que no se le cayeran al suelo.

– Eres un cabroncete fracasado -le dijo a Fran por fin, antes de darse la vuelta y alejarse de él-. Pero no vas a conseguir que me pelee contigo, capullo. Como dice Vili, y como diría Sócrates: si un borrico me da una coz, ¿voy a ir yo a demandarlo a los tribunales? -Espiró con calma y echó a andar hacia la puerta de la Academia-. ¡Anda y que te jodan!


El amor, qué preciosidad de palabra. El amor había sido durante diez años su refugio. Creyó en el amor. Séneca aseguraba que lo mejor del dolor es que si dura no es grande, y si es grande, no dura. Él podría decir ahora puntualmente lo mismo del amor.

El suyo había durado diez años. No era mucho. Ni poco. Quizá porque no fue un amor grande, ni pequeño. Ahora creía que era mucho más fácil escribir mil historias de amor que vivir una sola. Lo único malo era que él, en concreto, todavía no había sido capaz de redactar ninguna.

Empezó bastantes novelas (sobre todo de amor, pues estaba íntimamente convencido de que el amor y las dudas eran los más excelentes temas que un escritor virtuoso podía tratar). Pero aún no había terminado ni una sola. Apenas si había escrito un par de líneas en cada ocasión, como le reprochaba con perspicacia Johnny.

Intentó garabatear algunos poemas en su cuaderno de notas. Sin resultado satisfactorio. ¡Había tantos versos hermosos que flotaban por ahí, en alguna parte del aire o de su cabeza! Pero Fran no era lo suficientemente hábil para poder atraparlos.

Leyó por enésima vez los Sonetos de Shakespeare.

¡Shakespeare, oh, demonios!, ¡Shakespeare!, qué buen poeta sería Fran si hubiese escrito sus versos.


Fran se había licenciado en Empresariales y trabajado en los últimos catorce años como gerente comercial de distintas compañías. Cuando emprendía un cometido nuevo, el primer día florecía en él todo el apasionamiento de que era capaz. Tomaba iniciativas ambiciosas, hacía planes brillantes y osados que otros se encargaban de ejecutar, pero que lograban aumentar las ventas con rapidez y efectividad de manera inmediata.

Eso ocurría al principio.

A Fran los arranques le gustaban, eran su debilidad. Pero tal y como pasaba con sus novelas (innumerables proyectos sellados con incontables primeras frases de estilo deslumbrante), la fuerza se escapaba de él en los primeros instantes, como de una botella de cava agitada violentamente antes de ser descorchada, y se agotaba en poco tiempo.

Se quedaba atascado.

Entonces lo invadía la desidia. Una indiferencia paralizadora contra la que no se sentía capaz de batallar. No podía dar más de sí. No podía y no podía. Era algo superior a él. Era su modo de ser, su naturaleza, se decía Fran tratando débilmente de disculparse.

Lo más sorprendente era que él, devoto del artificio (¿qué otra cosa, si no, es en esencia la literatura?), se rindiera enseguida, sin presentar la más mínima resistencia, a los tiranos caprichos y las rígidas leyes del mundo natural. Lo que vemos es todo lo que hay sobre la Tierra, absolutamente todo. Pero es aquello que no conseguimos ver lo que logra que las cosas existan, que cambien y que nosotros mismos nos transformemos; que nada esté nunca quieto. En Fran, lo invisible también era un contrapeso que aniquilaba a todo lo visible de su vida. Así de simple. Así de traumático.

Cuando se casó con Laura -diez años atrás y poco más o menos recién ingresado en serio en el mundo laboral-, se sintió vigoroso, y de alguna manera profundo, arraigado sobre un terreno bien asentado, igual que un viejo madroño; lleno de pretensiones y confianza, sorprendentemente seguro entre los brazos de una mujer sin aspiraciones y tan vulnerable como la suya.

Ella cambiaba las sábanas tres veces por semana, guisaba, se asustaba ante los pequeños contratiempos de la vida diaria, y no era mezquina. Él cuidaba de ella, y ella de él. Fran era el niño grande y el papá de Laura. Y Laura era la mamá y la niñita pequeña de Fran.

Todo era perfecto.

Cuando él perdía un trabajo siempre lograba hacerse con otro y presentarlo a los ojos de su esposa como mejor que el anterior.

Entre medias, se dejaba hundir por una temporada en la ciénaga de su desgana, pero lograba chapotear hasta la orilla, enfangado y exhausto, para iniciar cuanto antes la búsqueda de un nuevo pozo infecto en el que zambullirse. Hasta que descuidó tanto su último trabajo que lo echaron y no logró dar con otro igual de bueno, o superior al precedente. Desde entonces se limitaba a cobrar su subsidio de desempleo y a observar detenida y fríamente cómo se acababa su matrimonio mientras Laura se veía obligada a trabajar diez horas diarias en la recepción de un hotel del centro, para ayudar con su sueldo a pagar las facturas que no podrían cancelar valiéndose solamente del dinero del paro que Fran cobraba mensualmente.

Veía a Laura trabajar y alejarse de él.

Era como si estuviera remando, dirigiéndose hacia algún sitio determinado que sólo ella conocía.

Ay, Laura, Laura… Su tanto tiempo amada conjunción copulativa. La otra mitad de su yo.

Se le ocurrió que quizás era un buen momento para lanzarse de lleno a la escritura de su novela. Al fin y al cabo convertirse en escritor era algo que había deseado sin cesar desde que podía recordar.

– Escribe un bosquejo de la novela y un primer capítulo -le había sugerido Laura-, yo te buscaré una agente y podrás comenzar tu carrera.

Fran estuvo de acuerdo con su mujer. Eso es lo que haría: pergeñar una sinopsis arrobadora de su historia, componer un pequeño capítulo de demostración -nada definitivo, pero lo bastante sugerente como para apoderarse del corazón de cualquier agente o editor en su sano juicio-, y arrojarse de lleno al mundo del talento. Tal vez de la fama. Seguramente de la gloria.

En fin, no se le antojaba un mal horizonte de perspectivas, la verdad. Sobre todo teniendo en cuenta la situación de emergencia vital en la que se encontraba. Sobre todo teniendo en cuenta -sobre todo, sobre todo- su debilidad congénita que ahora, ya pasada la cuarentena de su existencia, lo amenazaba igual que un constante y desgraciado azote, una incombustible desolación que había empezado a admitir por primera vez como real, aunque fuera a regañadientes.


Pero pasaron los meses y Fran no acababa su capítulo de prueba, ni siquiera el pequeño esquema de lo que sería la soberbia novela que pensaba escribir.

Laura lo presionaba sin cesar a este respecto, cada vez más molesta y desconfiada. Las peleas conyugales se hicieron frecuentes. Y encarnizadas. Cualquier pretexto era bienvenido para iniciarlas. Una mancha de café torrefacto en un pantalón casi nuevo. Que Fran había olvidado otra vez comprar el pan. Que Laura se sentía habitualmente demasiado cansada para estar dispuesta a hacer el amor cuando a su marido le apetecía.

– Hace tanto tiempo que no hacemos el amor… -se quejaba Fran-. Eso nos está distanciando, cariño.

Laura se encogía de hombros.

– Hoy estoy deshecha. Completamente agotada -susurraba.

– Se te pasará. Vamos a la cama.

– He dicho que no -insistía su mujer-. ¿No me has oído?

– Me parece que te estás pasando, Laura.

– ¿Pasando? ¿De qué, o sobre qué?

– Esto no puede seguir así.

– Estoy de acuerdo. -Laura inclinaba la cabeza sobre el pecho, y se encogía sobre sí misma, acurrucándose en el sillón-. Acabemos cuanto antes con esta pesadilla. Llamaremos a un abogado.

– Vamos, vamos… -Fran se acercaba a ella, con un brillo de impotencia en la mirada-. No he querido decir eso.

Y Laura, que pensaba que había llegado el momento de empezar a cuidar de sí misma, lo contemplaba por encima del hombro.

– Nunca dices lo que quieres decir, Fran -murmuraba con una voz suave y floja, igual que un sonsonete hilvanado en el aire-, y nunca quieres decir lo que dices. Pero yo creo que, en realidad, no tienes nada que decir, así que… ¿cómo ibas a poder decirlo?

Más tarde, ella se iba a dormir al dormitorio de los niños. De los niños que nunca tuvieron, pero que estuvo preparado para recibirlos desde el mismo momento en que contrajeron matrimonio.

Fran veía un rato la televisión antes de meterse en la cama. Cuando por fin se deslizaba entre las sábanas, se cubría con el embozo; y a veces lloriqueaba un poco y mordía la almohada.

Pero su vida cobró otro sentido la tarde en que, paseando por el parque del Retiro, sin nada mejor que hacer que lanzarles piedrecitas a los patos desde el embarcadero del Estanque Grande, su mirada se tropezó con la de aquel hombrecillo.

Arrugado, pequeño. Sin esperanza ni vida en los ojos. Con unos pantalones de pana verde demasiado grandes para su talla, y una expresión agria y desdichada en la cara. Dibujada a punta de navaja, se podría haber dicho.

ESQUELETOS EN EL ARMARIO

La felicidad no consiste en la alegría

ni en la lascivia, ni en la risa o en la burla

– que son compañeras de la ligereza-,

sino que reside muchas veces

en una triste firmeza y constancia.

M. T. CICERÓN,

La naturaleza de los dioses


– Que no, mamá, que no he dado un estirón, que tengo ya cuarenta y tres años… -repitió Jorge cansinamente, con los labios rozando y humedeciendo el auricular del teléfono.

– Estoy segura de que no te alimentas correctamente -dijo la señora, al otro lado de la línea.

Cuando ella llamaba lo primero que decía, después de oír el hastiado «diga» de su hijo, era: «¿Jorge?, ¿estás ahí?». Y el aludido a veces deseaba contestar: «No, no estoy aquí, mamá. Ya me he marchado».

Claro que nunca lo decía.

– Entonces, ¿por qué te están cortos lo pantalones nuevos que te he mandado por correo? -inquirió la señora.

– Supongo que es algo relacionado con la marca de la ropa -explicó desanimado Jorge-. Cada marca parece tener sus propias ideas respecto a lo que significa la palabra «talla». Y unas las hacen más cortas, otras más largas. Y así.

– ¿Seguro que te alimentas como es debido?

– Sí, me alimento como es debido, mamá. Incluso me sobran unos kilos, como a todo el mundo hoy día -suspiró, tumbándose en el sofá y cerrando los ojos con resignación mientras sujetaba el teléfono entre el cuello y el hombro.

– Debes alimentarte mejor.

– Está bien, mamá. Lo haré.

– No, me dices eso para que me quede tranquila, pero no piensas hacerlo. Comer bien es muy importante, Jorge.

– Lo sé. Lo sé. Comeré bien.

– No, no comerás bien.

– Sí, sí que lo haré.

– No lo harás, te conozco, hijo. -Su madre lanzó una pequeña exclamación que sonó como un chisporroteo a través del teléfono-. Seguirás comiendo mal. Tan seguro como que dos y dos son cinco.

– Dos y dos no son cinco, mamá. Son cuatro.

– ¿Ah, sí? -Se hizo un silencio que no duró mucho-. Bueno, me he equivocado por poco, ¿no?

– Llevas razón, mamá. Debería comer más fruta y verdura. Calditos y arroces. Legumbres. Pero sabes que no dispongo de mucho tiempo para guisar. Tengo que comer fuera casi todos los días.

– Desde que esa bruja te dejó, ni tu vida ni tus comidas son las adecuadas.

– No empecemos, mamá.

– Vale, vale… No pretendía sacar el tema. -La mujer carraspeó incómoda-. Bueno, y dejando aparte esos dos detalles sin importancia, me refiero a tu vida y a tus comidas, ¿cómo te va desde la última vez que te llamé?

Lo había llamado por última vez hacía dos días.

– Oh, estupendo. No debes preocuparte por mí. ¿Qué tal tiempo hace en Santander? ¿Puede jugar al golf papá?

– Sí, ya lo creo que juega. Él es así. Ni los elementos desatados consiguen mantenerlo encerrado en casa.

– Déjalo que se distraiga, ahora que puede.

– Siempre ha podido. De hecho, siempre se las ha arreglado para hacer lo que le da la gana.

– ¿Y tú, cómo estás? -preguntó Jorge, aunque no deseaba en absoluto preguntarle a su madre una cosa así. Detestaba servirle excusas en bandeja de una manera tan tonta. Enseguida se arrepintió de haber formulado la cuestión, pero ya era tarde.

– Mi pierna derecha es una ruina, parece una patata asada demasiado asada. Mis ojos pueden oler y oír, pero no ven ni tres en un burro nada que esté situado a más de un centímetro de distancia de mis gafas. Por no hablar de otros temas. Por ejemplo, del tema de la congelación.

– ¿El tema de la qué? -gimió Jorge.

– De la congelación. Tú sabes que a mí me encantaba congelarlo todo. Me sentía tan protegida como una osita repleta de provisiones. Tener un congelador del tamaño de un arcón de pirata me hacía sentirme segura, hijo.

Ah, sí. Jorge lo sabía.

Hay quien descubre un día que ver llover le hace feliz, hay quien descubre América y hay quien descubre un aparato para extraer la pelusa de los jerseys, y todas esas cosas logran cambiar sus vidas. La madre de Jorge hacía mucho que había descubierto la congelación. Durante años lo congeló todo. El queso, la nata, el aceite. El vino añejo. El agua mineral. Cualquier tipo de comida y bebida. Lo sólido, lo líquido y lo gaseoso. Lo medio vivo y lo desgraciadamente cadáver para siempre. Y se complacía en contárselo a todo el que quisiera oírla. Para ella la congelación era algo así como una gran conquista social. Adoraba explicar con detalle cómo se las ingeniaba para cocinar ingentes cantidades de alimentos cada vez, a pesar de que eran sólo dos personas a la hora de sentarse a la mesa (ella y su marido), y pese a que tenía una criada cántabra famosa por su maña con los pucheros. Cuando quería aportar un poco de intriga a una de sus largas explicaciones sobre cómo asar, dorar, estofar o macerar algún producto comestible, siempre terminaba preguntando: «Y cuando acabé tenía suficiente para alimentar a veinticinco personas. Como mínimo. Así que, ¿sabes lo que hice?». Entonces su interlocutor, a poco que la conociera, se atrevía a interrogarla tímidamente a su vez: «¿No lo congelarías, por casualidad, Olga…?».

– ¿Qué pasa con la congelación? Yo creía que te encantaba.

– Hasta hace poco, sí. Me encantaba, tú lo has dicho.

– ¿Y ya no?

– No, ahora me horroriza. Lo prefiero todo lo más fresco posible. Incluso cambiaría a papá por otro si no fuera porque hasta yo reconozco que ya es demasiado tarde para mí.

– ¿Ah, sí? ¿Y cómo ha ocurrido el cambio? -Jorge se levantó con pereza y se encaminó, sin despegarse del teléfono inalámbrico, hasta la cocina. Se sirvió un vaso de whisky y cerró los ojos mientras daba el primer trago.

Se temió que, antes de que acabara la conferencia con su madre, estaría completamente borracho. No es que él fuera un alcohólico, se trataba sencillamente de que su madre despertaba en él cierta ansiedad que sólo conseguía sobrellevar con un poco de estoicismo de andar por casa y mucho de una alegre predisposición a la dipsomanía.

– Hoy día apenas sabemos lo que comemos -dijo Olga luctuosamente-. En las granjas, ceban a los bichos con porquerías, y les dan de beber antibióticos en vez de agua, para que no la palmen de cáncer y cosas así antes de ser sacrificados.

– ¿Y qué tiene eso que ver…? -se sintió obligado a preguntar Jorge-. ¿Qué relación hay con eso y el congelamiento?

– El otro día vi un reportaje en la televisión sobre el Yeti, el hombre de las nieves. Era un tipo joven y sano, que llevaba años y años congelado, en medio de las montañas. Su aspecto dejaba mucho que desear.


Cuando colgó el teléfono por fin, Jorge tenía un dolor de cabeza muy feo, que no sabía si achacar al whisky o a su madre.

Se encaminó al cuarto de baño y abrió la puerta. Se acercó a la taza del váter y le lanzó una ojeada ebria y nostálgica al papel higiénico. Sobre el portarrollos colgaba un cartelito de cerámica que había comprado su mujer en un rastrillo. Una de las pocas cosas que le tocaron a él en el reparto de los bienes gananciales. «Úsalo con moderación. Es tu responsabilidad», decía el dichoso letrero que ella había suspendido, atado de un cordel rosa, sobre el papel higiénico del baño principal de la casa que compraron en la sierra. Ahora, lucía su patética recomendación en el estrecho váter del apartamento de Jorge.

El hombre se sentó sobre la taza y, después de terminar, utilizó casi todo el rollo de papel, presa de algún tipo de furia derrochadora y antiecológica de origen extraño.

Tiró tres veces de la cadena del retrete, y luego se dirigió otra vez al salón. No tardó mucho en llegar, su apartamento era pequeño, de apenas sesenta metros cuadrados. Ya estaba decorado y amueblado cuando lo alquiló, y empezaba a aburrirse de contemplar siempre las mismas láminas de tonos pastel, reproducciones de acuarelas sin gracia, enmarcadas en metacrilato negro y colgando de las paredes, avergonzadas de sí mismas pero alineadas pulcramente una al lado de las otras.

Quizá debería comprarle un cuadro a Ulises, pensó Jorge de pronto. Se lo propondría en cuanto lo viera. Eran amigos, y seguro que podía hacerle un precio especial. Así tendría algo con vida propia alegrando aquella sucesión de paisajes enmarcados y muebles anodinos, casi incoloros, que le hacían sentir que él era la única estridencia con algo de movimiento y calor propio dentro del apartamento.

Qué buena idea, ¿cómo no se le había ocurrido antes? Le compraría un cuadro a su amigo Ulises, sí. Incluso dos, ya puestos.

Se sentó frente a la pequeña mesa que hacía las veces de escritorio, encendió su ordenador portátil, activó el Netscape y se fue hacia sus Bookmarks favoritas.

Bueno, bueno, bueno… Se censuraba a sí mismo el deseo y la audacia, pero tampoco era para tanto. No había por qué hacer un drama del hecho. Tampoco era como tener esqueletos en el armario.

Total… porque pasaba todo el tiempo que podía viendo el sitio de Victoria Secret's en Internet -braguitas, cullottes, tangas y sostenes, bonitos pero baratos, asequibles al bolsillo de casi cualquier mujer-; total… porque se introducía, en cuanto tenía un rato libre, en un chat de lesbianas muy entretenido que había descubierto hacía unos meses…

Total.

No, no era para tanto.

Cierto, es posible que él tuviera el Síndrome de la falsa lesbiana. ¿Pero le hacía daño a alguien sólo porque se dedicaba a charlar un par de horas cada día con otras chicas, haciéndose pasar por una rubia tetona, y violentamente sáfica, de Móstoles?

Jorge creía que no.

Encendió la tele con el mando a distancia y en la pantalla aparecieron los dibujos animados de la serie Cow amp; Chicken, de David Feiss. Con el disparatado y familiar ruido de fondo que provenía del aparato se sintió menos solo, más confiado y dispuesto a fingir de manera brillante, a mentir con la mayor sinceridad posible.

«Hola, soy Marta, y hoy me siento tan lasciva y despreciable que podría escribir bonitos poemas sobre el culo de mi chica, o hacer el amor durante horas sólo con la boca, atada de pies y manos. Me parece que sois todas unas putas cagadas y que no tenéis valor para venir aquí, a mi casa, a compartir conmigo mis sueños más perversos. O para salir a la calle y dejar que la gente os reconozca. Me parece que sólo habláis y habláis pero seguís escondidas igual que ratitas tímidas. No hay más que contar los anuncios de contactos de las revistas: "Chico busca chico", ochenta y cuatro anuncios. Y al lado, "Chica busca chica", cuatro. Las lesbianas o somos menos o somos mucho más cobardes. Así que… ¡vamos, dad la cara si tenéis lo que hay que tener!», escribió Jorge, y envió el mensaje al foro del chat.

Pensó que debería ir hasta el frigorífico y sacar una cerveza fresquita y unas aceitunas antes de que la cosa empezara a animarse, cuando le contestaran seis o siete lesbianas airadas, encorajinadas como niñas a las que él hubiera dado un brusco estirón en las trenzas.

Ya podían prepararse todas ellas una vez más. Eso sólo era el principio de la larga sarta de improperios que tenía intención de soltarles.

Les iba a proporcionar tela marinera a aquellas marranas.

Eran tan ingenuas y adorables…

Sinceramente, le encantaban.

Disfrutaba haciéndolas rabiar.

No se lo pasaba tan bien desde que jugaba al fútbol sin reglas en el instituto, si exceptuaba el par de veces que había coincidido con aquel hombrecillo que iba por la Academia de Vili. Un tipo tan frágil, tan atormentado que despertaba los mismos sentimientos que una lagartija -indefensa, paticoja y acobardada- provoca en un mocoso sádico de once años provisto de un mechero y una navaja.


Cuando se cansó de chatear, y dado que no conseguía una cita con una dulce lesbiana ansiosa de ser redimida por un verdadero hombre, apagó el ordenador y la televisión, y consideró el tema de su ex mujer.

En cuanto bebía un poco le daba por pensar en ella. Carmen y él lo habían dejado hacía más de un año, pero para Jorge la separación seguía siendo tan dura como el primer día.

Según Jorge, los matrimonios duraderos -como el de sus padres, sin ir más lejos- podían definirse con los mismos términos estratégicos de política militar MAD (en sus siglas inglesas); esto es: Destrucción Mutua Asegurada.

La política MAD tuvo un paradigma caricaturesco en el personaje del Doctor Strangelove -interpretado por Peter Sellers en una película de Stanley Kubrick-, que Jorge admiraba mucho.

Fue ésa la política que consiguió que Moscú y Washington construyeran miles de cabezas nucleares en la Guerra Fría.

El secreto estaba en tratar de impedir una guerra nuclear mundial mediante el expeditivo procedimiento de garantizar que -fuese quien fuese el primero que comenzara-, los dos rivales quedarían destrozados y no habría ganadores, aunque sí dos vencidos (más bien aniquilados).

Así, la seguridad dependía de un equilibrio de Terror Nuclear. La paz estaba garantizada. Una paz tensa y helada, sí, pero paz al cabo.

El asunto marchaba a la perfección, exactamente de la misma forma en que lo hacen los Matrimonios Duraderos, pensaba Jorge.

Mientras Carmen -su ex mujer- y él practicaron una política MAD matrimonial, la cosa funcionó. Desde luego que funcionó. Hasta que una de las partes cambió, y la situación se desestabilizó por completo. Fue su doméstica caída del Muro de Berlín conyugal. Entonces quedaron a la vista las atroces consecuencias del tirante arreglo: un matrimonio deshecho, un carísimo e inmediato divorcio y miles de rencores a punto de explotar, como armas nucleares desperdigadas a lo largo y ancho del planeta esperando caer el día menos pensado en las nerviosas manos de algún megalómano loco y… probablemente eslavo.

Pensó en Jorgito con ternura y desazón. Porque, claro, lo peor de todo es que en medio de aquel cataclismo hogareño estaba Jorgito.

Volvió al salón.

Agarró de nuevo el teléfono, que había dejado sobre la tele, y marcó el número de su ex.

– Hola, soy yo -dijo.

– ¿Y quién eres tú? -preguntó Carmen.

– ¿Quién voy a ser? ¡Soy Jorge! Yo pago la hipoteca de la casa donde vives, ¿te acuerdas?

– Ah, hola.

– ¿Dónde está Jorgito? -quiso saber Jorge. Había un recelo envidioso en su voz.

– Está afuera, jugando -le explicó Carmen pacientemente.

– ¿Afuera? ¿Qué quiere decir «afuera»? ¿Fuera de qué?

– Afuera. En el jardín.

– ¿En el jardín? -Estaba horrorizado. Miró los cristales de la única ventana de su salón, que la lluvia azotaba con fiereza en esos momentos-. ¿No has visto las noticias? -Se acercó a la ventana, escandalizado-. Vientos de sesenta nudos en las Rías Bajas. Lluvias torrenciales y cúmulos tormentosos por aquí y por allí. ¡Por todos lados!

– ¿Las Rías Bajas no estaban en Galicia o por ahí? -dudó Carmen-. Te recuerdo que nosotros vivimos en las afueras de Madrid, a las orillas del Jarama.

– Pero, pero, pero… ¿No está lloviendo ahora por ahí?

– Sí, un poco.

– ¿Cuánto de poco?

Carmen parecía molesta.

– ¡No sé!, pues un poco.

– ¿Y dejas que Jorgito salga de noche, con lo que está cayendo? ¡Pillará algo!

– A él le gusta retozar entre el césped, ya lo sabes.

– Me da igual si le gusta o si no le gusta. Hace viento y frío, está lloviendo y no debería salir de casa a estas horas. Espero que cuando me toque recogerlo, el próximo fin de semana, no esté enfermo, porque si no…

– No estará enfermo. No le pasará nada.

– No me puedo creer que le consientas estar a cielo abierto mientras cae el segundo diluvio universal. No me lo puedo creer, Carmen. No me puedo esperar estas cosas de ti. La vida no me ha preparado para esto.

– Quería salir, estaba lloriqueando y yo, sencillamente, le he abierto la puerta… -explicó Carmen.

– ¡Eres increíble! -Jorge estaba enojado-. ¡Tratas a Jorgito igual que a un perro!

El largo suspiro quejumbroso de Carmen le llegó a través del auricular como si acabara de exhalarlo justo al lado de su oreja.

– ¡Pero es que es un perro! -contestó lentamente la mujer.

Jorge estuvo a punto de soltar un aullido.

– ¡Ah!, ¡ya salió aquello! ¿Es eso una excusa, pues? -Agarró con fuerza el aparato y le rugió-. Puede que sea un perro, pero no es un perro cualquiera. Es Jorgito, ¿recuerdas? Nuestro perro. Un westhigland white terrier muy especial. Mi Jorgito. Y si tú no lo tratas como es debido, creo que yo tengo algo que decir al respecto. El juez de familia lo dejó muy claro. Tengo derecho a verlo los fines de semana alternos y la mitad de todas las vacaciones. Puedo decidir sobre cuestiones de importancia referentes a su salud, a su educación y a su alimentación. Y te digo, Carmen, que lo llames ahora mismo y lo metas dentro de casa. ¡Que lo seques y que te encargues de que no se constipe! Estoy en mi perfecto derecho de exigirte que lo hagas. Inmediatamente.

Jorge había conseguido, cuando se divorció de Carmen, que el juez encargado de su proceso de separación le otorgara derechos de visita sobre el perro. (Carmen y él no habían tenido hijos.)

– Está bien -dijo ella-. Lo llamaré ahora mismo. ¿Quieres algo más?

Jorge, de repente, se sintió invadido por un relajamiento espontáneo. Le flojearon las piernas. Estaba cansado, había tenido un día terrible en la oficina. Le dolía la cabeza. Echaba de menos a Jorgito. Y a Carmen, sobre todo a Carmen. Podía imaginarla sentada frente a la chimenea, o estirando las piernas sobre el sofá. Su cara pecosa un tanto adormecida. Sus anchas caderas enfundadas en un pantalón de chándal bien abrigado. Estaba un poco… fondona, de acuerdo, pero es que a él las mujeres le gustaban así. Las prefería cuando se adivinaba en ellas a una matrona luchando por salir ahí fuera, por asesinar a la top model en potencia y reclamar su orondo y fláccido lugar en el mundo. Las prefería mucho antes que a esas otras de pechos siliconados y culo endurecido en el gimnasio. Carmen era ancha y agradable. Acogedora como un buen hogar. Tenía unos dientes blanquísimos que parecían repasados con Tippex todas las mañanas, en vez de enjuagados con dentífrico común y corriente. Era una pelirroja tranquila y llena de curvas que reciclaba el vidrio y el papel y que, cuando llegaba el verano, comía helados, sonreía y disfrutaba de la vida al aire libre.

¡La echaba tanto de menos!

– No, nada -dijo, más tranquilo-. ¿Qué estás haciendo? Si puedo preguntártelo, claro.

– 0h, estaba leyendo un poco antes de acostarme.

– Qué casualidad, yo también estaba leyendo antes de llamarte -mintió él.

– ¿Ah, sí? ¿Y qué estás leyendo?

– Bueno, pues un libro… -titubeó Jorge-. Una historia. Es algo así como una mujer que encuentra a un tipo estupendo, pero luego él la abandona por otra, y ella se suicida. Aunque también podría interpretarse a la inversa.

– Vaya, qué interesante.

– Sí, sí. Ya lo creo.

– En fin, voy a llamar a Jorgito para que entre en casa.

– Oh, sí. No dejes de hacerlo.

– Buenas noches.

– Sí, claro. -Jorge desconectó el teléfono despacio.

Recapacitó sobre su situación existencial unos segundos.

Él no codiciaba grandes cosas.

Únicamente quería llevar una vida sencilla, llena de pequeños placeres.

Eso era todo lo que siempre había ambicionado. Nada más.

En cambio, tenía un horripilante piso alquilado, una vieja Barbie de cuando Carmen era niña, y una herida puntillosa -difícil de localizar dentro de él-, que parecía infligirse a sí mismo sin descanso.

Se restregó la cara. Notaba el cuello rígido y le ardía el cielo de la boca.

Necesitaba dormir unas horas. Había bebido demasiado.

Cogió la muñeca de su sitio habitual encima del televisor agarrándola con fuerza de los pelos, y se encaminó primero al cuarto de baño dando unos pasos vacilantes.

OBSERVANDO A LOS GORRIONES

El que pueda hablar consigo mismo

no buscará la conversación con otro

M.T. CICERÓN, Cuestiones Tusculanas


Empezó octubre y el tiempo apenas cambió.

El final del verano había sido helador, y el otoño aventó las calles de Madrid con gotas de una llovizna inmisericorde y a rachas cascarrinada. Los ciudadanos parecían hibernar de una forma íntima, precipitada. La existencia urbana, con su habitual intensidad, se había ralentizado de la misma inquietante manera en que aflojan su ritmo ciertos procesos químicos, en el laboratorio, justo en el momento en que quien los induce los da por perdidos y se limita a esperar absorto, premonizando con pereza el desastre final, su violenta decadencia impregnada de vacío.

Pero era miércoles por la noche en Madrid, y la Academia de Vili estaba llena de aficionados a la felicidad, voluntarios emigrados de sus hogares secos y desangelados, arracimándose al calor del filósofo.

La pensée console de tout?

Afuera, en las calles del centro, los adoquines olían a lluvia arrebatada y los capós de los coches tintineaban bajo la metralla líquida de la tormenta.

El otoño, dador de frutos, vertía así todas sus riquezas sobre la ciudad.

– ¡Te falta, te falta, te falta!… -gritó Vili; todos los circunstantes lo miraron con expectación. Él señaló la figura menuda y esbelta de Irma, de pie delante de su silla-. ¡No haces más que quejarte de las cosas que te faltan, Irma! Mirándote nadie diría que tienes tantas carencias. Lo que yo veo cuando te miro es una persona joven, capaz y sana. Incluso bella. ¿Qué puede faltarte? ¿Una tercera mano? ¿Y para qué necesitas una tercera mano?

– Todos buscamos la perfección -se excusó Irma-. Todos queremos ir un poco más lejos cada día. Queremos un poco más, y otro poco. Eso es el progreso, me parece.

– ¡El progreso! -Vili rugió suavemente-. ¿De verdad crees que el progreso existe?

– Sí.

– ¿Y cómo definirías el concepto de progreso?

– Es un avance. Es algo que hace que las cosas sean mejores con el tiempo.

– ¿Mejores para quién?

– Para todo el mundo.

– ¿De verdad que para todo el mundo? ¿También para ese niño de cinco años, huérfano y comido de liendres y de llagas, que escarba ahora mismo en un basurero infectado de ratas en Lima, Perú? ¿O quizá para él las cosas no mejoran tanto con el tiempo?

Irma frunció los labios, incómoda y ligeramente turbada. Su cuello enrojeció y sus omóplatos se relajaron. Tenía una leve sensación de sofoco. No le gustaba que Vili utilizara esos argumentos. Le recordaban a su madre y a la catequesis: al remordimiento organizado como forma de control moral, a la religión más rancia. Le olían a represión y a culpabilidad.

Así se lo dijo al hombre.

– Está bien… Olvidemos a ese niño, pero no olvidemos que existe -reconoció Vili, a su pesar-. Porque si el progreso es una ley general que sólo falla en los casos particulares, entonces a mí no me convence. No me parece que ese avance sea real. -Hizo una pausa y se levantó de su sillón, para volver a sentarse unos segundos después-. Eso en cuanto a la prosperidad material, porque en lo que respecta a la espiritual, ¿tú crees, Irma, que la naturaleza humana es hoy día distinta a como lo era cinco, diez o veinte siglos antes de Cristo? Yo no lo creo. Yo creo que seguimos siendo los mismos seres humanos de antaño. Débiles, trágicos y violentos. Miserables y con una enfermiza tendencia a la aflicción. ¿Dónde está el progreso?

– Tal vez en nuestro propósito de que exista ese progreso, esa mejora.

– No tengo nada que objetar a algo así.

– En seguir buscando…

– Me parece bien. ¿Y tú qué buscas, Irma? -preguntó Vili con los ojos entrecerrados, mientras mordisqueaba el capuchón de un bolígrafo.

– Busco mi propio paraíso -dijo Irma-. Y en mi paraíso particular hay mucho amor. Está lleno de amor. Pero sobre todo hay bienestar, lo que hoy día quiere decir que hay dinero. Así es mi paraíso, y por eso lo busco desesperadamente. Por eso lucho cada día.

– Lo buscas desesperadamente, buscas tu propio paraíso… ¿Por qué? ¿Qué tiene de malo nuestro infierno de aquí abajo? ¿Conoces otra cosa? ¿Alguien conoce algo mejor? -Vili escrutó algunas caras que lo rodeaban.

– Nooo… -dijeron los presentes, en un murmullo.

– Yo lo conozco por mis sueños -se atrevió Irma, empezaba a ponerse nerviosa, aunque todavía era capaz de soportarlo-. En mis sueños sí existe.

– Claro que los sueños, sueños son, ¿no te parece, Irma?

– Sí, Vili. Pero son hermosos.

– Faltaría más. La vida, incluso sin amor y sin dinero, también es hermosa, ¿no te habías fijado? La vida sin más, completamente desnuda, es lo más bello y lo mejor que nos podía pasar.

– No, no para mí.

– No para ti, ¿eh? ¿Y quién eres tú? -preguntó Vili.

– Una mujer -respondió Irma. Su pelo rubio platino brillaba, era casi fosforescente.

– ¿Y qué es una mujer?

– ¿Un animal racional? -se atrevió la chica, un poco vacilante.

– Claro, hasta ella lo duda… -le cuchicheó Jorge al tipo que tenía al lado que, por otra parte, era para él un perfecto desconocido. (Ulises no había acudido aquella noche a la Academia. Tenía al crío constipado.)

– ¿Sólo animal? -Vili se irguió en su sillón, sus labios dibujaban una sonrisa de burla, pero con ribetes de camaradería-, ¿sólo racional?

Irma oteó a la gente, moviendo la cabeza a un lado y luego al otro. Todos los presentes la miraban y, aunque no se sentía del todo incómoda, empezaba a ser consciente de sus miradas, y eso le impedía concentrarse de una forma adecuada.

– Animal. Racional. Y también mortal -concluyó Irma con un suspiro de alivio al ver que Vili asentía por fin.

– ¿Y de qué te sirve tu racionalidad? ¿De quién te diferencia?

– Supongo que del resto de los animales.

– ¡Incluidos los hombres! -gritó desde el fondo de la sala una voz femenina que Irma no supo identificar.

El público atendía religiosamente al diálogo entre maestro y discípula a pesar de los embates de la lluvia y el viento, que zarandeaban el ventanal con un desprecio tan inclemente como estruendoso.

– De los animales… -Vili pensó; hizo unos gestos teatrales con la mano, acariciándose el mentón y luego rascándose la cabeza-. Entonces lo mejor es que no actúes como un animal si no quieres parecerte a ellos, si lo que quieres es seguir conservando esa diferencia que dices que tienes respecto a las fieras. No actúes como una cabra. Ni como una hiena. No actúes como un ganso ni como un perro. Ni como una oveja. Epicteto decía que nos portamos igual que las ovejas cuando nos mueve el estómago, o el sexo, cuando nos dejamos arrastrar por el azar, cuando actuamos suciamente o con desinterés. Cuando nos conducimos así, entonces somos como la oveja y echamos a perder al hombre. A la mujer, en tu caso. Porque perdemos la racionalidad, Irma.

– Yo la pierdo a menudo, sí. Pero es que hay cosas en el mundo que me resulta difícil poder soportar, ¿sabes, Vili?

– No me digas. ¿Y qué sensación te provocan esas cosas?

– De ira, supongo… -Irma se encogió de hombros.

– La ira. ¡Ah, la ira! Cuando nos mueve la ira, la maldad o la violencia, entonces nos desenvolvemos igual que las fieras. Y unos matan. O le pegan a su mujer. Otros rompen platos y vasos porque están furiosos. Algunos somos grandes fieras asesinas; y otros, que no damos para tanto, fierecitas pequeñas y malvadas que se ensañan con la vajilla y la hacen añicos porque no pueden hacer otra cosa. -Vili abrió los brazos y examinó a Irma durante unos segundos-. ¿Eres tú una de esas pequeñas fierecillas malignas, Irma, o eres una bestia sobrecogedora y sedienta de sangre?

– Pequeña, más bien. -La joven no se sentía avergonzada confesándolo, en los últimos años había hecho muchos ejercicios mentales hasta conseguir disculparse a sí misma con sencillez por los errores veniales de su vida, ya que otros no tenía, sin sentirse gratuitamente abrumada por el peso de una culpabilidad tan amenazadora y carente de fundamento como el pecado original, e igual de omnipresente. Ahora era toda una especialista del autoperdon, o casi-. Pequeña, pero aplicada.

– Entonces no eres una mujer. Por lo menos no siempre.

– Puede ser -aceptó ella-. Puede ser que no siempre.

– ¿Y por qué nos quieres hacer creer que eres judía, si eres egipcia? ¿Por qué quieres que pensemos que eres rubia, si eres castaña? ¿Por qué nos dices que eres mujer y racional, si tú misma acabas de confesar que sueles ser una pequeña fiera de vez en cuando?

– ¡Porque lo intento! -arguyó Irma con vehemencia-. Trato de ser una buena mujer, una honesta mortal; intento que la conciencia de mi mortalidad no me impida ser racional a cada minuto. Pero también intento tener amor, y dinero. Y como vivimos en un mundo feroz, cuesta mucho conseguir esas cosas que yo necesito.

– Sí, es posible. Quizá el mundo sea feroz… -El filósofo meditó un poco, examinando con detenimiento el linóleo agrisado del suelo-. ¿Vivimos en un mundo salvaje, según tú?

– Oh, sí.

– No me cabe la menor duda, Irma: desde luego que el mundo es así. Sí que lo es, si aceptamos que está lleno de personas que, al igual que tú, suelen comportarse como fieras -concluyó Vili lentamente.


Cuando el dinosaurio se extinguió, la cucaracha ya estaba allí. Parecía mentira que hubiese pasado tanto tiempo desde entonces y el inmundo parásito aún siguiera aquí, impasible, estático y repugnante testigo de la brumosa historia de la Tierra. ¿Nos vería desaparecer también a nosotros, los humanos, como ocurriera en su día con los grandes saurios? Irma no lo dudaba ni por un momento. Contempló con asco el oscuro ejemplar de cucaracha madrileña. Coleaba nerviosa por el suelo de la cocina, sorprendida entre las migas caídas de algún emparedado de marisco que Andros, su novio griego, se habría preparado con precipitación para merendar.

– Tú, por lo menos, no lo verás -dijo, sonriendo con crueldad hacia el desconcertado insecto-. No verás el fin de la especie humana. Ni siquiera el mío.

Cuando la aplastó con su bota de cuero sevillano (tacones de diez centímetros) oyó una especie de lamento apagado -aunque es posible que sólo fueran imaginaciones suyas-, seguido de un débil «crachs». Quedó un rastro húmedo pegado al pavimento, algo así como una papilla entre negruzca y azafranada, igual que si se tratase de los restos de un pequeño membrillo sollozante pisoteado con violencia en plena maduración.

Lo limpió todo con unas servilletas de papel que después arrojó a la basura. Se lavó las manos con cuidado. No le gustaba matar, ni siquiera a las moscas. La muerte le parecía a Irma algo demasiado subrepticio para la dignidad humana. Pero no podía soportar a las cucarachas. Y entre la muerte y una cucaracha elegía siempre la muerte, sobre todo porque se trataba de la muerte de un insecto y ella tenía la sensación de que el acto de la muerte era, en tal caso, algo diminuto, sin la más mínima importancia.

No obstante, no siempre estaba segura de eso. No, no siempre.

¿Era comparable la muerte de un bicho y la de una persona? Podría apostar a que la muerte de un gusano, por ejemplo, carecía de… trascendencia, digámoslo así, al lado de la de un niño.

Sin embargo, a veces…

Irma no sabía si era posible equiparar la muerte animal con la muerte humana, o si debía hacerse a la inversa. Por un lado se corría el riesgo de santificar la vida hasta lo ridículo, y por la otra de profanarla de la manera más abyecta e impúdica posible.

No, no, no. No había lugar a dudas: entre un irrisorio hecho luctuoso -la defunción de un insecto-, y tener que soportar al insecto, prefería usar sus tacones sobre el espinazo del sujeto en cuestión y olvidarse de pamplinas animistas. Lo mismo que no dudaba si tenía que elegir entre Shakespeare y Walt Disney.

Prefería al último normalmente, claro. Aunque, a veces…

Ah, qué terriblemente variadas son las exigencias de nuestra ignorancia. Tal vez Irma hubiera podido compartir su cocina con una cucaracha. Tal vez la cucaracha hubiese sido una buena compañía después de todo, quién sabe. Por lo menos está claro que las cucarachas saben cuidar de sí mismas desde su más tierna edad, al contrario que un hijo.

Y ya que el tema salía a relucir, a Irma le hubiera gustado tener un hijo. Todavía le gustaría tenerlo. A pesar de que, bien mirado, estaba hasta el gorro de los niños que se veía obligada a cuidar diariamente en la guardería donde trabajaba de ocho de la mañana a cinco de la tarde. Pero un hijo propio, estaba segura, sería distinto. Pequeño, desvalido, precioso. Todo suyo.

Pensar en la muerte y los hijos le hizo rememorar a su propia madre. Desde hacía un par de semanas hasta aquella noche mientras discutía con Vili, no se había acordado de ella. Se sirvió una copa de agua mineral, que enfrió con unos hielos hechos con agua del grifo, y le añadió un limón exprimido.

Fue al salón, se quitó las botas y se tumbó en el sofá sin encender las luces siquiera. Se sintió bien en la penumbra de la habitación únicamente interrumpida por el resplandor blancuzco de los rayos, que zigzagueaban sobre los tejados de los edificios, cada vez más desanimados y pálidos, a medida que se alejaba la tormenta.

Su madre había influido mucho en la vida de Irma. Sí, una madre siempre es importante en la biografía de cualquiera, incluso cuando es una madre ausente, porque está muerta o simplemente porque abandonó a su progenie. Pero a Irma le parecía que la suya había sido especial, incluso un caso clínico.

Se encogió sobre el sofá y trató de evocar su cara ceñuda, agresiva, de miradas rápidas y severas. Ella, su mamá, había cogido su infancia y la había descarnado hasta los huesos. Irma todavía se sentía magullada.

Cuando era pequeña y rezaba en silencio nunca decía, como el resto de los niños, «Señor, ten piedad», sino que solía concentrarse y pedir temblorosamente: «Madre, ten piedad». Pero la piedad no era la principal virtud de su madre. Es cierto que nunca la castigó con golpes, o encerrándola en una habitación tenebrosa, ni con ningún otro tipo de anticuados correctivos sádico-pedagógicos.

No era esa clase de persona, menos mal.

No: era peor, sonrió Irma en la nebulosidad de la noche que anegaba su casa.

El primer recuerdo que tenía de su madre era una impresión vieja, tan desgastada como un jersey después de incontables lavados con detergente barato, lleno de oscuridad y adornado de palabras que se habían encaramado a su memoria al estilo de una parra que trepa desordenadamente por la indefensa pared de la consciencia. Era el de una mujer seria que agarraba con fuerza un cazo de hierro repleto de judías verdes mientras se acercaba peligrosamente a la niña que Irma había sido, que permanecía a su vez muy quieta, sentada en una silla de la cocina. A aquella niña le gustaba jugar al fútbol, aunque todos dijeran que era un deporte de chicos y ella un chicazo por practicarlo, y aquella tarde, durante uno de sus partidos improvisados en medio de la calle, había resbalado, se había caído y se había despellejado la rodilla derecha.

«Te podías haber roto la pierna, ¿me oyes?, ¿sabes las complicaciones que trae una pierna rota? ¡No tienes ni idea!, ¡te podías haber quedado coja para siempre! -le dijo su madre mientras movía el cazo arriba y abajo delante de sus ojos espantados-, preferiría enterrarte antes que verte con una pierna rota» -concluyó la mujer, y por fin dejó el cazo de nuevo sobre el fuego de la cocina.

Irma había sido una niña delicada y sensitiva, a pesar de su afición al fútbol, y tampoco le hizo ningún bien oír a su madre cuando, a los trece años, tuvo su primera regla y la mujer le explicó escuetamente lo que significaba aquel malestar ensangrentado entre sus piernas: «Preferiría verte muerta antes que embarazada», fue su resumen del doloroso y crucial acontecimiento femenino. Mientras la escuchaba, Irma se mordía las uñas y pensaba que el flujo que le había estropeado las braguitas nuevas era rojo y terrible, casi tanto como los ojos de su mamá.

En fin, podía ser que el hecho de que Irma aún no tuviera hijos, a pesar de haber estado casada durante tres años, se debiera a que su madre aún estaba viva.

La señora era, y seguiría siendo mientras viviese, triste y dramática igual que una catástrofe natural. Producía en su hija el efecto de un terremoto en la India, o que la visión inesperada en la televisión de un feto muerto arrojado a la basura dentro de una bolsa de El Corte Inglés que aún conservaba el ticket de la última compra. Su madre era monocromática como la visión de un ciego. Era un pájaro que nunca había sido capaz de volar. Lo único que había aportado al mundo era su cara avinagrada, por no hablar de esa aterradora extravagancia de elegir la muerte de los demás antes que cualquier acontecimiento que implicase algo de cambio, de contrariedad, de alegría o de simple vida en la vida.

«Preferiría amortajarte esta noche antes que verte en la discoteca a las cuatro de la mañana, rodeada de fulanas y de golfos drogadictos», le espetaba sin cesar en su adolescencia cada vez que ella quedaba con sus amigas el sábado por la tarde.

Evidentemente, Irma no salió mucho por ahí, ni se divirtió demasiado en su adolescencia y primera juventud. Consiguió alejarse de su pueblo, en la provincia de Cáceres, y de la luctuosa influencia de su madre, después de tener novio formal durante casi un año, casarse e irse a vivir con su marido a Madrid, donde lo habían destinado.

Su ex marido era sargento de la Guardia Civil. Un buen hombre, honesto e irreprochable, pero ella no lo quería, ¿qué se le iba a hacer?

Cuando, aprovechando unas vacaciones de Pascua, comentó en su casa que su relación conyugal se estaba yendo a pique, la madre -siempre fiel a sí misma-, advirtió a la hija: «Preferiría ir a visitarte al camposanto antes que verte divorciada y en boca de todo el mundo».

Pero Irma ya tenía casi treinta años y, sobre todo, empezaba a sentirse cansada. Treinta años de abatimiento maternal acumulado pueden llegar a pesar mucho sobre una sola espalda, y tan pequeña como la suya además; de modo que se levantó del sofá de skay marrón, se estiró la falda, fue hasta el aparador del salón y cogió su bolso de mano, donde tenía las llaves del coche. Miró a su madre y le sonrió silenciosamente, con dulzura. Se fijó en que, detrás de la ventana, revoloteaban docenas de gorriones en un alegre torbellino de alas y de cánticos, tal vez celebrando la llegada de la primavera; y pensó fugazmente en lo triste que sería si alguno de ellos muriese en ese momento, en medio del atolondrado esplendor, del placer instintivo que supone estar vivo.

«Está bien», le contestó a la mujer que la observaba con los ojos muy fijos, anestesiados por la tensión. Dejó escapar un suspiro suave: «Entonces allí nos veremos, mamá, en el cementerio», musitó. Salió en zapatillas a la calle, se subió a su coche y volvió a Madrid sin coger siquiera el equipaje que había llevado para pasar una semana en la casa materna.

Desde ese día habían pasado más de dos años.

No había vuelto a ver a su madre, ni la había llamado por teléfono. Y su madre, tampoco a ella.

Se divorció de su marido y empezó a salir adelante por su cuenta, con la única ayuda de su trabajo en la guardería. Sobrevivir no había sido nada fácil.

Le dio un trago a su agua aromatizada con limón y brindó por su madre elevando la copa al aire, embriagada de una tenue soledad entre las sombras del cuarto.


Había conocido a Andros, su novio, en una discoteca de Atocha, muy ruidosa y atestada de gente de lo más variopinta (cubanos, magrebíes, africanos del sur, polacos e inmigrantes en general; grupos de señores maduros, procedentes de Madrid capital y alrededores, ansiosos por ligarse a alguna treintañera; oficinistas solteras y chicas de alterne, soldaditos españoles con la noche libre…). Fue un sábado de hacía cinco meses. Solía ir por allí con Katia, su compañera de trabajo en el jardín de infancia. Aquella noche su amiga iba vestida al estilo de la Madonna de los años ochenta, con una cazadora de cuero negro, varios rosarios de carey colgados del cuello a modo de collares, y un top azul marengo lleno de lentejuelas que titilaban tanto que parecían estrellas de un minúsculo e inestable universo encajado en su pechera. Irma, por el contrario, se había puesto un traje de chaqueta de popelín marrón brillante, entallado en la cintura y con unas solapas diminutas. La falda le llegaba por debajo de la rodilla y estaba calzada con unos zapatos afilados de tacón que la estaban matando.

Katia le estaba haciendo alguna confidencia cuando un tipo se les acercó. Llevaba el cráneo rapado, aunque se notaba que no se había pelado al cero para parecer moderno, sino por disimular una calvicie fulminante. Tenía racimos de puntitos negros detrás de las orejas y por el cogote, allí donde algunos pelos todavía reunían el valor suficiente como para atreverse a salir a la luz del yermo capilar que era aquella calavera.

«Yo creía que los hombres cuando te quieren intentan hacerte feliz, ¿no?, y resulta que él es de los que piensan que quien bien te quiere te hace llorar. O sea, de los que te dan una somanta de palos cuando pierde su equipo de fútbol, y luego te dicen que los golpes son en beneficio tuyo, o sea… como si los putos puntos que te dan en el hospital para coserte las heridas fueran puntos de descuento en el puto supermercado, ¿no? O sea, una cosa así», le gritaba Katia a Irma, a voz en cuello, tratando de hacerse oír por encima del estruendo musical que inundaba el local.

«Oye, nena», el calvo se sentó al lado de Irma. Tendría unos cuarenta años y sostenía una copa en una mano y un cigarrillo en la otra.

«Qué equivocada vivo, ¿verdad? ¡Ja! -continuó Katia-, o sea, que a mí me parecía que un tío que no te pone la mano encima como no sea para bajarte las bragas con tu consentimiento, o para darte un masaje tailandés, pues que es como… una compañía más agradable para una chica. Y ahora voy y me entero por boca de este cafre que el amor verdadero consiste en pasar por… no sé, como por un saco de entrenar de ésos de los gimnasios de boxeo, ¿sabes los que te digo? No te jode.»

«¿Y tú qué le dijiste cuando te dio el tortazo?», se interesó Irma.

«¿Puedo tutearte?», le preguntó el hombre que acababa de sentarse junto a ella.

«Decir decir, lo que se dice decir no le dije nada, la verdad. Salí pitando de su casa en cuanto me largó su discurso de mierda y se dio media vuelta. No lo he vuelto a ver desde entonces. Ni falta que me hace, o sea…»

«Digo que si puedo tutearte», insistió el calvo tocando levemente el brazo izquierdo de Irma.

A ella le dolían los pies y no le gustaba la cara del intruso.

«¡Como lo intentes te rompo yo a ti también la cara a guantazo limpio!», le respondió Irma chillando.

«¡Eh, tía! Te he preguntado que si puedo tutearte, no que si puedo putearte», se ofendió el desconocido, haciendo una mueca de incomodidad mientras volvía a ponerse en pie.

«Viniendo de ti lo mismo me da, tío cerdo. ¡Largo!»

«¡Qué borde eres, chavala!»

«¡No lo sabes tú bien, capullo!»

«No sé, chica -Katia cerró los ojos un instante, parecía disgustada de verdad-, con un hombre así, tan cabrón quiero decir, una se siente tan… -pensó un poco mientras movía las manos de manera extravagante, como tratando de atrapar en el aire las palabras que buscaba-, con un tío así una se siente tan… tan… ¿cuál es el femenino de impotente?»

Cuando el aturdido ligón hubo desaparecido de la vista de las dos amigas, engullido por un montón de cuerpos inquietos que se balanceaban frenéticamente al ritmo de la música, ambas dejaron de hablar, miraron a la pista y sorbieron al unísono por las pajitas de sus copas llenas de bloody mary.

Entonces apareció Andros en su campo de visión. Se sentó sobre un taburete desocupado, a un par de metros de donde estaban las dos mujeres. Irma lo observó con satisfacción. Tenía el cabello rizado y negro y, aunque no podía verle el rostro con mucha nitidez, sí le era posible intuir su deliciosa simetría y quién sabe si una desusada suavidad masculina escondida en el mentón. Sin saber por qué, se imaginó frotando su mejilla contra la mejilla de aquel hombre, y el pensamiento le provocó una placentera sensación de vértigo en el estómago.

Él sacó un cigarrillo y se palpó los bolsillos buscando fuego. Katia encendió un pitillo en ese momento y el joven se acercó a ellas. Señaló al mechero de Katia y luego enseñó su cigarrillo. La joven se lo encendió distraídamente.

«Грαθσpaσ, εрησ μνι αμαβλη», dijo él.

«¡Dios mío, me estoy quedando sorda! -se lamentó Katia mirando hacia su amiga-, ¿qué ha dicho este buen mozo?»

«No tengo ni la menor idea», contestó Irma, pero le dedicó a Andros su sonrisa más encantadora.


Irma y Andros apenas si se habían separado desde aquella noche. Al principio hubo algunas confusiones entre ellos porque, como Irma no tardó en comprobar, el joven griego no hablaba otro idioma que no fuese griego. Incluso era incapaz de decir «buenos días» o «adiós». Cuando se conocieron él llevaba sólo doce horas en Madrid, y era la primera vez que salía de su país. A ella le costó mucho enterarse de que Andros trabajaba como cocinero en la embajada griega. En algún momento de desesperación llegó incluso a sospechar que aquel hombre, que conseguía que sus entrañas se revolvieran de gozo con sólo una mirada, era un paciente escapado de un frenopático con algún tipo de dislexia extrañamente melodiosa.

No obstante, una vez deshecho el malentendido, Irma empezó a disfrutar de la incomunicación verbal que existía entre ambos.

«Eres encantador», le decía a su novio haciéndole mimos.

«Εрεσ πрεθωσα, μη γνσ τυ πελω, μη γνστα βοκα, μη γνστας τυ, ερης πρεθωσα. ¿Αθεμωσ ελ αμωρ ρτρα βεθ?», respondía él.

«¿Qué quieres comer hoy?», Irma le acariciaba la barbilla.

«Μη γνσταρια πρεσεντατε α μς χηΦε παρα κη ση μνηρα δε ενβιδια κνανδω τη βεα. Σν μνχερ τιηνε βιγωτε, χε, χε…», sugería Andros con su agradable y misteriosa voz.

«¿Sí?, ¿eso?, pues estupendo, porque a mí también me apetece», Irma se sentía tan feliz a su lado como un gorrión en primavera.

Sentada en su pequeño salón, recordó con añoranza los cuatro primeros meses de su relación con el joven cocinero griego.

Andros podía pasarse horas y horas hablando con ella sin despertar inquietud, ni ansiedad, ni terror en su corazón reconcomido de niña. Se contaban sus cosas el uno a la otra, sin comprender ni una palabra de lo que se decían y, a pesar de todo, el aire no se estremecía presagiando quién sabe qué tragedias espantosas. No sonaban alarmas que ennegrecieran las mañanas de Irma. La vida era, por una vez, misterio y alegría.

Sí, la suya era una relación perfecta, pensaba Irma alborozada: porque Andros y ella, por si fuera poco, jamás discutían. Estaban de acuerdo en todo porque el acuerdo no era una condición ni una necesidad para ellos. Ni siquiera existía en el mundo que habitaban, ya que no tenían ningún vocablo común que lo denominara.

Perfecta, perfecta sin lugar a dudas. Una relación preciosa. O al menos así lo había sido hasta hace poco, concretamente hasta que llegó aquella noche fatídica, tres semanas atrás, cuando Andros volvió de su trabajo como siempre a medianoche. Irma también estaba tumbada sobre el sofá, como ahora, esperándolo mientras veía sin mucho interés un reportaje en la tele que hablaba de sexo y ansiolíticos. Él abrió la puerta de la entrada con su juego de llaves, volvió a cerrar, sonrió con júbilo. Y en sus redondos y risueños ojos negros nada hacía presagiar el cataclismo: sus labios gruesos, encantadores, se contrajeron y estiraron mientras formaban los espeluznantes sonidos. Irma se sintió casi succionada por ellos, atraída hacia aquel túnel del horror lingüístico. Estuvo a punto de marearse y de gritar como la víctima de un descuartizamiento criminal.

«Bue-nas no-ches, a-mor mí-o», pronunció Andros lenta y claramente. Incluso daba la impresión de sentir cierta exultación infantil, o tal vez fuera orgullo, mientras lo decía.

UN HOGAR PARA ARACELI

Alguien le dijo a Loeyo: «Tengo sesenta años»;

y el sabio le contestó: «¿Te refieres a los sesenta años

que ya no tienes?».

LUCIO ANNEO SÉNECA, Tratados filosóficos


¡Qué difícil es resistirse a la adulación! La adulación se sirve de todo para ser eficaz y conseguir los propósitos del lameculos de tumo. Se aprovecha de la debilidad y del desánimo ajenos, incluso de la mentira (adornada de verdades, eso sí). Araceli se preguntaba cómo había sido capaz de dejarse vencer por un simple engatusamiento senil, tan nubloso como sus ojos, tan lleno de achaques como su viejo cuerpo. Sin embargo, así había sido. Se esforzó por poner una puerta entre la adulación y ella pero, tal y como siempre ocurría, la había dejado entornada. Anselmo, por supuesto, la abrió sin llamar, propinándole incluso una patada y arramblando así con sus defensas de una buena vez. Quizás por eso Araceli se había rendido casi sin presentar batalla.

La anciana señora sintió de repente miedo, un miedo suave que recorría su espalda haciéndole cosquillas, igual que la caricia temblorosa de otra mano decrépita parecida a la suya. Recordó unas palabras que ahora flotaban errantes por su memoria: «Si quieres no temer nada, piensa que nada debes temer; mira a tu alrededor y verás qué poco se necesita para destruirte. ¿Por qué ibas a temer los temblores de tierra cuando una flema puede ahogarte?». ¡Cuánta razón había en tan pocas frases! Así que ella, que no quería temerle a nada, pensó tratando de infundirse valor que no tenía nada que temer, como dijo… Bueno, no recordaba exactamente quién lo dijo. Así estaban ahora las cosas para ella: leía algo, o lo oía en la radio (pocas veces en televisión, esa distracción más propia de viejos idiotas), y luego las palabras navegaban arriba y abajo por su cabeza hasta que encallaban y ella no recordaba de dónde habían salido; entonces llegaba la hora en que Araceli le adjudicaba a Flaubert una cita de Ronald Reagan, y a Ronald Reagan otra de Mickey Mouse. ¿Y quién salía perdiendo a lo largo de todo el proceso? ¡Mickey Mouse, por supuesto!

En fin, ya qué más daba, a su edad, si no era capaz de acordarse de algunas sutilezas cuando lo cierto era que, por las mañanas, tardaba un buen rato en levantarse porque necesitaba que alguien le diera razones para hacerlo.

Mientras pensaba en su temor y en su necesidad de no sentir temor, Anselmo, sentado frente a ella en su habitación -no quería ni pensar en todo lo que estarían murmurando en esos momentos algunas de sus vecinas de pasillo-, la miraba con ternura y sonreía como un imbécil que tratara de exhibir todas y cada una de sus nuevas muelas.

«¡Dios mío, qué caja de dientes tiene! -se dijo a sí misma con cierto recelo-. Se le adivina la calavera y todo.» En ese momento, Anselmo se puso a recitar una especie de poema, o copla, o chascarrillo más bien. Quién sabía. Conociéndolo un poco, a cualquier desatino que dijera había que adjudicarle un origen más bien dudoso.


Mariamanuela, ¿me escuchas?

Yo de vestidos no entiendo

pero, ¿de veras te gusta

ése que te estás poniendo?


El hombre volvió a desplegar una amplia sonrisa jadeante. Seguramente no podía creerse la suerte que tenía: estar a solas con Araceli, y en su dormitorio. La puerta es taba cerrada, hasta el punto en que pueden estarlo todas las puertas de los asilos de este mundo, y se habían sentado el uno frente al otro, ambos alterados por la naturaleza de sus diferentes emociones. También estaban nerviosos, aunque trataban de aparentar lo contrario.

– En cuanto a su carta… -Araceli carraspeó y trató de iniciar con él una conversación más o menos coherente, dejando de lado por unos momentos la poesía-. Debo darle las gracias, es muy bonita. Todo eso de que usted querría hacerse unas cortinas con mis pestañas y que le gustaría bañarse en el fondo de mis ojos es… -tosió un poco, y aprovechó para suspirar hondamente, tomando aire-, es muy amable por su parte, Anselmo.

Lo observó cuidadosamente por encima de sus gafas. Arrogante y, en cierto modo, valiente. Un pavo real desplumado, con pantalones de tergal verde y los ojos como dos tragaluces ávidos.

En fin, llegada a ese punto…

Se preguntaba si existía la vida en la vida de una mujer que había cumplido, como ella, sus buenos ochenta y tres años. Enderezó la espalda y le devolvió a su compañero una tímida sonrisa.

De acuerdo, allí estaba, sentada delante de un hombre diez años más joven que ella. Un hombre que confesaba que la amaba con locura, y lo de la locura no le parecía ni un poquito exagerado, sino algo por completo natural, dada la edad que sumaban entre ambos.

Allí estaba ella sentada delante de un hombre que seguramente se hacía la ilusión de poder cambiar de postura después de media hora más de charla intrascendente. Un hombre en su habitación. El único hombre que conocía capaz de masticar los yogures naturales.

«En fin. Algo es algo -pensó maliciosamente-. Por lo menos es un hombre. Y anda que no se le nota, desde la cintura al final de su bragueta, tiene por lo menos un metro y cuarta de largura de tela en el pantalón. Bueno. Al menos está vivo. Lo oigo respirar y todo.»

– Araceli, ¿qué te parece si nos tuteamos? -dijo él-. Te he abierto mi corazón, me he declarado a ti, creo que después de eso tutearnos es lo más lógico.

– Oh, sí, sí… Anselmo. Podemos tutearnos. Tú y yo. Por supuesto -atinó a decir Araceli.

Él se miró las zapatillas durante unos segundos y suspiró.

– Nos estamos comportando como niños. Ya somos mayorcitos. Y yo te amo -murmuró mientras se llevaba una mano al pecho.

¿Estaría suplicando algo?

– Sí, es verdad. Como niños pequeños. Ya no somos niños pequeños.

– Tengo el presentimiento de que no te gusto lo suficiente, Araceli. Porque si no es así, si sólo se trata de que estás haciéndote la interesante conmigo, me gustaría decirte que, a nuestra edad, no tenemos mucho tiempo que perder.

Ella asintió y cambió con dificultad de postura en su sillón.

– Llevas razón -convino-. Tenemos medicinas, cacharros y nervios para perder. A nuestra edad uno lo pierde casi todo. Pero tiempo, nos queda poco. Para perderlo o para disfrutarlo. Llevas razón.

Araceli no quería parecer una mujer fría. De pronto eso era importante para ella. Su marido (esperaba que Dios se hubiera apiadado de su alma, en caso de que la tuviera) había sido notario. Fue un hombre ordenado, lustroso y llamativo, como si estuviera hecho de ingredientes artificiales. Pero en la cama -se ruborizó al recordarlo-, era insaciable, tanto que a ella llegaba a aburrirle. Una noche le reprochó a una sorprendida Araceli, que acababa de alegar jaqueca para evitar consumar el sacramento matrimonial por segunda vez en el mismo día: «Querida, si fueras a la Antártida, nada más llegar tú la temperatura descendería cinco grados».

Ella siempre sospechó que tenía una amante. Quizás varias. Y a lo mejor la culpa fue suya, de su frialdad. Araceli deseó con todas sus fuerzas no parecerle a Anselmo una vieja frígida. Aunque, en lo que se refería a su marido, el asunto carecía a esas alturas de importancia, la verdad. No creía que mereciera la pena lamentarse de nada.

Anselmo hizo una anticuada reverencia que, sentado como estaba, dio la sensación de ser, más bien, un contoneo o un traqueteo involuntario producto de un dolor persistente en los riñones.

– Excelente. Me parece maravilloso que estés de acuerdo conmigo -dijo-. ¿Entonces…?

– ¿Entonces… qué?

– Eso digo yo. ¿Entonces…?

– ¿A qué te refieres?

Hay un tipo de mujer dura, de ésas que antes de que las hieran ya han cicatrizado. Araceli sabía que no era una de ellas. Pero le hubiera gustado serlo. Ella era más bien lo contrario, de las que cuidan la herida durante una vida entera, no con el objeto de curarla, sino de que siga sangrando. ¿Merecía la pena, a los ochenta y tres años largos, tener una aventura sexual con un hombre que tocaba las paredes con la barriga antes de llegar con las manos? ¿Exponerse a sufrir penas de amor a una edad en que es más importante cuidar la vejiga que la conciencia? ¿Y si él se iba con otra más tarde? ¿Y si no le gustaban sus pechos, que apenas merecían ya tal nombre? ¿Y si no se sentía satisfecho de los movimientos de ella? Su capacidad de maniobra no era la misma que cuando tenía cuarenta años. ¡Ah, quién tuviera ahora cuarenta años! Es curioso, cuando uno es joven piensa que siempre deseará tener veinticinco, que se pasará la vida añorando el cuarto de siglo. Sin embargo, una vez que se han sobrepasado los setenta, la edad que se recuerda con más gusto son los cuarenta años. Cuando el cuerpo ha alcanzado su granazón, como las frutas de temporada; cuando el cerebro rige sin prisas y desecha las pequeñas cosas que enturbian el ánimo. Cuarenta años. Araceli daría todas sus pastillas para dormir a cambio de volver a tener -aunque sólo fuera por unas horas- cuarenta años.

– Ya sabes a lo que me refiero. Es absurdo que empecemos a preocuparnos ahora de las apariencias -exclamó Anselmo, y se puso de pie. Araceli dio un respingo al verlo acercarse a ella-. Por supuesto, no podremos casarnos, porque tú perderías tu pensión de viuda, y no está el patio para bollos. Pero podemos, podemos…

Araceli manoseó su anillo de casada y lo miró, muy seria. Anselmo se acercó a su lado, le quitó las gafas con ternura, puso la boca en la oreja de la mujer y le dio un beso. Fue un beso cálido, suave y seco, no estaba lleno de esa especie de pastosa humedad refrigerada que cualquiera esperaría que saliera de la boca de un anciano con halitosis. No era irritante, ni mucho menos. Incluso tuvo la impresión, después de recibir ese beso que se entrelazó de forma natural con su gastada piel un poco amarillenta, de que en el mundo algo había cambiado para siempre.

Araceli calculó que hacía al menos… Años… Treinta… Quizás… Más incluso… Viuda desde… Claro que ella nunca… Su marido…

Bah, al infierno.

Cuando Anselmo le dio la mano, para ayudarla a incorporarse y llegar juntos hasta la cama, se fijó en que olía bien, como si se hubiera preparado para pasar una revisión. Su rostro redondo y arrugado sonreía, y apenas se le veían los dientes.


Para ser sinceros, no estaba enamorada de aquel hombre -ni de ningún otro, dicho sea de paso-, pero hacer el amor con él (o lo que fuera que hubieran hecho) tampoco fue tan patético ni tan molesto como Araceli habría sospechado, aunque, desde luego, en esos momentos nadie los hubiera confundido precisamente con dos actores de cine, de ésos que tienen las piernas largas y esbeltas y la piel tan bruñida y tirante como si llevaran ceñidos al cuerpo unos impermeables de fino metacrilato.

– Vaya, nunca es tarde para iniciar una carrera de liberación, promiscuidad y desenfreno -se rió por lo bajo, tapándose con el embozo de la cama.

Llovían mares enteros en la calle, y eran mares de furia. La ventana chisporroteaba al contacto con el agua, una salva de perdigones líquidos contra el cristal que dejaba pasar un resplandor sorprendentemente ceniciento y hostil.

Anselmo se había quedado dormido, igual que un bendito. Tenía una expresión circunspecta y distinguida. Los delgados labios estaban cerrados por una vez después de lo que Araceli pensaba que sería toda una vida de sonrisas al viento. Ella sentía su proximidad tranquila en la cama, el bulto cómico de su oronda tripa y unas sombras azuladas debajo de los ojos cerrados. Ni siquiera roncaba. Podría ser un buen compañero. Apenas si lo notaba respirar. Así daba gusto dormir con un hombre.

A lo mejor se había estado perdiendo algo durante todos esos años de viudez célibe y solitaria. La compañía, por ejemplo. La conversación. La tranquilizadora certeza de que la vejez y la muerte no son algo que solamente le sucede a una misma.

Se acercó un poco más, precariamente, al cuerpo de Anselmo. Tal vez no era demasiado tarde todavía. Harían una buena pareja, bromearían sobre los postres en el comedor y serían la comidilla de todo el asilo. Ella aprendería a sonreír con la misma frecuencia e intensidad que él, e irían siempre cogidos de la mano, enseñándole al mundo entero sus lujosas dentaduras postizas.

Observó a duras penas la frente de Anselmo, perlada de humedad, y renqueó mientras se incorporaba en la cama. Seguía sin roncar. Ni siquiera lo oía respirar. Tenía los ojos hundidos y apenas le quedaba color en la cara, salvo esos rodales azul marino bajo los párpados.

– ¡Dios mío! -gritó; le temblaron las manos más que de costumbre al tiempo que lo zarandeaba débilmente-. ¡Anselmo, despierta! ¡Despierta, despierta, despierta! ¡Por favor, despierta!


Cuando Ulises llegó al asilo, Araceli estaba sentada en su sillón, encogida a la manera de un ovillo usado mil veces para tejer y destejer la misma prenda. Se la veía pequeña, triste y vieja, pero capaz de guardar dentro de sí un dolor tan hondo que la hacía resollar.

– Hola, hijo… -balbuceó con dificultad.

– Hola, Araceli, ¿estás bien?

– No, claro que no, hijo.

– ¿Te gustaría venir a casa conmigo y con el niño?

Ella lo miró y, después de una breve vacilación, preguntó:

– El niño, ¿dónde está mi niño? ¿Dónde lo has dejado?

– He llamado a Irma, una amiga mía que está acostumbrada a trabajar con niños, para que se quedara con él en casa mientras yo venía a buscarte. -Ulises se puso en cuclillas frente a ella, le agarró las manos con cariño y le dio un beso.

Tenía un aspecto noble y decidido, pensó Araceli, como esos perros de pura raza que erizan los pelos del cuello al menor cambio de dirección del viento. Ulises era un joven fuerte, extraordinario, aunque a veces tenía un aire demasiado solemne, incluso arisco.

– Claro, claro… Es mejor que la criatura no salga a la calle con este tiempo.

– Sí, ya sabes que ha estado un poco resfriado.

– Sí, me lo dijiste el otro día por teléfono.

– ¿Te ayudo a preparar el equipaje?

– ¿El equipaje? -preguntó Araceli, desconcertada-. ¿Dónde vamos?

– A casa. A mi casa. Ya he hablado con la directora y con el médico. Y tengo un taxi esperando en la puerta.

– No puedo ir a tu casa, hijo. No puedo.

– ¿Por qué?

– Sería una molestia para ti y para el niño.

– Es verdad, serás una molestia.

– Pues por eso…

– Pero, ¿qué es la vida sin alguna molestia de vez en cuando?

– ¿Una maravilla?

– No lo creo. Sobre todo cuando la molestia sabe cocinar como tú. Vamos… Abrígate antes de salir. Cuando lleguemos a casa me ayudarás a hacer croquetas para Telémaco.

Araceli trató de ponerse en pie, extendió la palma de la mano para que Ulises se la agarrara con brío y dio un último impulso a su cuerpo agotado hasta que consiguió levantarse.

– Anselmo ha muerto, ¿te lo han dicho?

– Me lo dijo la enfermera cuando me llamó por teléfono.

– Ha muerto. ¿Te acuerdas de que siempre estaba sonriendo? -Se inclinó hacia adelante con los hombros rígidos por el esfuerzo de ponerse en pie-. Pues después de morir se le borró la sonrisa de la cara. Por completo. Se le borró por completo.

TENGO UNA HIGUERA

Filipo amenazó por carta a los lacedemonios

diciéndoles que los cercaría por todas partes,

y ellos le respondieron:

«¿Y nos prohibirás también morir?».

MARCO TULIO CICERÓN,

Cuestiones Tusculanas


Mireia Amorós, sentada regiamente en la parte del centro del pequeño anfiteatro que formaban en la Academia con las sillas, alrededor de Vili, cruzó las piernas y dirigió una mirada desafiante a Jacobo Ayala, que no se la devolvió porque era ciego de nacimiento.

– Pero, yo podría… Creo que es algo posible. A mí me parece lógico -dijo la mujer, soltando un bufido. Tenía unos ojos ligeramente saltones, y se había maquillado los repliegues cutáneos con una sombra rosa que le daba un aspecto extraño, como si tuviera la piel de chicle o de muñeca.

– ¡Ah, claro! Te parece lógico -respondió a grito limpio Jacobo, que solía exaltarse con facilidad-. ¡Faltaría más! Lo que ocurre es que a mí tu idea de la lógica no me parece lógica. Punto.

– Pero ella tiene su parte de razón, creo yo. Un caso así se puede dar -apuntó Martín, que tenía veinte años recién cumplidos y solía acompañar a su primo Jacobo de vez en cuando, haciéndole de lazarillo por las calles ahora resbaladizas y húmedas de la ciudad. Lo dijo con tanta modestia que sus palabras fueron descendiendo de tono, como cuando una bicicleta aminora poco a poco el paso hasta detenerse delante de un semáforo en rojo.

Jacobo había llevado a la Academia, por primera vez, a otro invidente amigo suyo, un tal Manolo Erice, que no dejaba los ojos quietos ni un segundo, los movía arriba y abajo, y parecía estar escrutando a los presentes con miradas llenas de un interés voluptuoso, por lo que -a pesar de que todos imaginaban que no podía ver nada- estaba poniendo nervioso a todo el mundo. Martín los había conducido a los dos hasta allí, sosteniendo un paraguas mientras cada uno de ellos se agarraba a uno de sus brazos. El chico pensó que era una suerte para aquellos dos que él no empinara el codo. Dos ciegos orientados por un borracho a través de los callejones aceitosos y encharcados del centro de Madrid no hubieran sido un método muy eficaz para mejorar el tráfico.

– ¡No, si ahora también le vas a dar tú la razón a ella! -se quejó Jacobo en dirección a su primo.

El chico se encogió de hombros.

Vili permanecía sentado en su sillón. Aquella noche, apenas si había dicho unas cuantas palabras. Se le veía serio y abstraído, quizás tratando de aclarar un mensaje cifrado en el aire lleno de humo de la estancia.

– Bueno, mira, Jacobo… -El que hablaba era Manolo Erice, su cuello giraba ágilmente, y nadie de los allí presentes creía que hubiera manera humana de pararlo-. A lo mejor la señorita tiene razón. En un corazón grande, pueden caber muchos grandes amores.

– ¡Ja! -exclamó sarcásticamente Jacobo-. ¡Eso no te lo crees ni tú! Se puede dar con un canto en los dientes si tiene sitio para uno. Un amor, y no demasiado grande. Uno y va que chuta. Y eso vale para ella y para todos los que vivimos bajo la luz de la noche.

Manolo se aclaró la garganta antes de objetar:

– Pero por la noche no hay luz ninguna.

– ¡Tú qué sabrás! -Jacobo movió la mano despectivamente.

Mireia arrugó la nariz, disgustada. No entendía a qué venía tanto escándalo. Ella era una mujer adulta, y sabía lo que se hacía. Tenía cuarenta y tres años, por Dios Santo. Dirigía con bastante acierto una sucursal bancaria muy importante. No había tenido hijos por elección propia, aunque no descartaba tenerlos en un futuro no muy lejano. Si David, siendo homosexual y hombre, había podido hacerlo, no veía por qué ese lujo no le iba a estar permitido a ella. ¿Se lo prohibiría la naturaleza, la religión o la ciencia? Y si no podía tener los suyos propios, adoptaría a alguno de esos niños malnutridos, de ojos lóbregos cargados de sospechas, que se mueren lentamente en un país lejano. Tenía derecho a formar su familia, a tener una familia hecha a su imagen y semejanza. Eso fue lo que hizo el mismo Dios, aunque hubiera quien aseguraba que las historias que cuenta la Biblia sólo son habladurías antiguas hechas jirones por el paso de los siglos. Pues claro que tenía todo el derecho del mundo a vivir con su marido y con su ex marido bajo el mismo techo. Cuando se divorció del segundo, lo hizo en los mejores términos, en realidad forzada simplemente por la nueva relación surgida con su marido actual. Pero siguieron en contacto. No dejaron de quererse. Comían juntos, se veían al menos una vez a la semana, y siempre en las fiestas y en los aniversarios. Cuando él se quedó sin trabajo -era gerente en unos grandes almacenes que, de pronto, fueron a la quiebra y cerraron dejando en la calle a más de cuatro mil personas sin empleo, en su mayoría maduras y aturdidas, con un futuro laboral más que incierto-, cuando eso ocurrió ella estaba allí, a su lado. Le prestó dinero. Lo animó. Un día, en vista de que él no podía salir adelante a pesar de sus esfuerzos, le propuso a su marido de forma natural que lo invitaran a pasar con ellos una temporada, hasta que acabara su mala racha y encontrara otra ocupación. El marido actual de Mireia trabajaba como subordinado suyo en el banco (estaba dos grados por debajo de su mujer en el escalafón), y conocía a su ex desde hacía años. Su marido era encantador. Tolerante y abierto, con unos ojos preciosos de color estaño. Aceptó enseguida y así fue como Luis se fue a vivir con ellos. En principio fue un arreglo temporal, no obstante Luis era tan atento y afectuoso que lograba emocionarlos a diario. Lavaba y planchaba incluso la ropa interior, y la doblaba meticulosamente en los cajones perfumándola con saquitos de lino rellenos de lavanda natural. Hacía una comida soberbia, siempre baja en calorías (aprendió a guisar cuando se quedó en paro). Pasta fresca con langosta y cebollinos. Alubias tiernas con almejas, sin nada de grasa. Limpiaba perfectamente el polvo que la asistenta nunca parecía tener tiempo de quitar -ése que se queda incrustado debajo del televisor y entre los marcos de las puertas-, así que acabaron despidiéndola. Luis se encargó de la casa, y confesó que se sentía feliz por primera vez en su vida. Cuando Pedro (su marido) y ella llegaban a su apartamento por la tarde, recién salidos del trabajo, la mesa estaba puesta, adornada con un mantel de hilo bordado y velas aromáticas. Y se oía música suave. Bach ponía la banda sonora a sus veladas. Fue cuestión de poco tiempo que Mireia volviera a compartir la cama con Luis. La primera vez se dijo a sí misma que era por agradecimiento hacia la persona que estaba consiguiendo hacer su vida cada día más agradable y más fácil. La segunda vez pensó que, bueno, aquello iba en recuerdo de los viejos tiempos. La tercera se dejó vencer por la culpa. La culpa es de un color gris verdoso y escuece como la picadura de una abeja en el centro del corazón. Pero Pedro, su marido, no se ofendió por el engaño cuando ella lo confesó todo. «La carne no es nada más que carne, cariño -le dijo mirándola mansamente con esa expresión un poco estrábica que a ella siempre le había parecido irresistible-, nos pasamos la vida dándole importancia a cosas que en realidad no la tienen, confundiendo el precio de un kilo de carne con el valor de un kilo de alma.»

Cuando Mireia se lo contó a su mejor amiga, ésta le dijo: «Cristo bendito, qué suerte tienes. Me das mucha envidia. Te has casado con un místico. O mejor: con un imbécil».

Ahora, los tres vivían bajo el mismo techo, y se sentían más felices que nunca. Mireia estaba convencida de que atravesaba una etapa de su vida excelente para tener un hijo, daba igual que fuera de uno o de otro de sus dos maridos. Luis podría ocuparse del niño mientras ella y Pedro trabajaban. Lo de menos eran los apellidos o los genes del crío.

Ésos eran sus planteamientos vitales en estos momentos, los objetivos en los cuales cifraba su felicidad venidera, y hete aquí que, cuando por fin se atreve a exponerlos en voz alta, un ciego malhumorado, despeinado y retrógrado, se atrevía a llamarla inmoral en público y a acusarla, a ella y a cualquiera que pensara lo mismo, de no tener espacio dentro de su corazón, según unos misteriosos parámetros de arquitectura anatómica sólo conocidos por él, para darles un alojamiento confortable a sus dos maridos dentro de su pecho.

El maldito Jacobo le había hecho sentirse por unos instantes como Judith, o Salomé, o vete tú a saber qué otro tipo de judía lúbrica y pervertida. Igual que una mantis religiosa que se ha vuelto bulímica y atea. Casi había podido oír el tintinear de las campanillas adornando sus caderas y alborotando el aire al ritmo de sus balanceos espasmódicos y lascivos de vieja arpía.

Lo miró con rencor. Sus ojos pequeñitos y llenos de oscuridad, como si alguien hubiera acumulado un montón de cosas dentro de ellos a lo largo de los años, tantas que hubiese terminado por anegarlos. Olisqueaba el aire a su alrededor con la determinación y el curioso anhelo de un cachorro terrier. Tenía el borde de las uñas del color del interior de un horno refractario de los años cincuenta.

Aaaah. Qué pelmazo era, ciego y todo.

Y qué feo, por Dios Santo.

Mireia creía que los feos, para no hacerse aún más desagradables, eran todos simpáticos. Pero no. Ahí tenía la prueba. Claro que éste a lo mejor no tenía ni idea de que era un espanto. Seguramente nadie de entre sus allegados había reunido todavía el valor suficiente para decírselo.

Bueno, la verdad, ¿qué se puede esperar de alguien que cree que las noches las hizo Dios para aliviar el resentimiento de los ciegos contra los que ven?

– Dejémoslo -dijo Mireia, fingiendo indiferencia-. No tengo ganas de pelearme con nadie.

– ¡Pues yo sí, yo sí tengo ganas de pelea! -cacareó Jacobo-. ¡Esto es la dialéctica, es la vida! ¡En la vida hay que pelear!

– Por eso, porque es la vida. Pero, en cuestiones de moral, no pienso discutir contigo ni con nadie.

– Claaaro… Porque sabes que llevas las de perder. Porque eso que planteas, el concubinato de una mujer con dos hombres, es una atrocidad. Hoy y siempre. -Jacobo respiraba agitado-. ¿No conocerás personalmente a alguna mujer que viva así como tú lo has descrito? ¿Tienes alguna amiga que viva con su ex marido y con su marido actual, y que se acueste cada noche con uno?

Por supuesto, Mireia no había contado que la mujer a la que se refería, el ejemplo que quería poner en discusión ante los contertulios, era ella misma.

– Eso no es de tu incumbencia, Jacobo -respondió. Y pensó: «Quédate con las ganas de saberlo y jódete, capullo», pero no lo dijo.

Gabriela Losada, una panadera de veintiocho años, rubia y sensual, con ojos de color aguamarina, levantó la mano.

– Quizás si se tratara de un hombre que vive con dos mujeres, un musulmán por ejemplo, o uno de esos mormones… nadie se escandalizaría tanto por la poligamia. De hecho, en algunos países de por ahí, incluso es legal -alegó. Tenía una voz profunda y atractiva, con un deje andaluz.

– ¡Eso digo yo! -gritó otra voz de mujer-. Los tíos son la repera. ¡Todas deberíamos tener al menos un marido de repuesto en casa! ¿A qué esperamos?

– ¡Yo no he dicho que…! -Jacobo sacudió la cabeza, furioso y sin saber hacia qué lugar dirigirse para contestar-. A mi modo de ver…

Trató de explicarse, pero los murmullos a su alrededor fueron elevándose hasta convertirse en un griterío mal contenido.

Vili, que seguía sentado sin decir nada, se puso en pie. Tenía un aire entre aburrido y avergonzado.

Tuvo que gritar él también hasta que consiguió hacerse oír.

– ¡Está bien!, ¡vamos, vamos! ¡Callaos de una vez! -Cuando las voces empezaron a decrecer de tono, y la mayoría de los comentarios se fueron apagando, él anunció-: Hacemos una pequeña pausa y seguimos dentro de veinte minutos con la gente que prefiera quedarse un rato más. Hasta la próxima semana para los que se vayan ahora mismo.

Encaminó sus pasos hacia la silla donde Ulises permanecía sentado y con la boca cerrada, pero escuchando con aire divertido a su amigo Jorge Almagro.

Pasó al lado de un grupo de personas que se levantaba y estiraba mientras hablaban entre ellas, sonreían, discutían, o fruncían el ceño como si acabaran de ser lastimadas en lo más íntimo por las palabras de Mireia o de Jacobo respectivamente.

Un hombre de aspecto deprimido y solitario seguía en su asiento, junto a un Francisco de Gey siempre encarado con el mundo, tal que si estuviera examinando las huellas de un crimen reciente del que todos alrededor suyo fueran sospechosos. Daba la impresión de que Francisco era uno de esos individuos que se dejan difícilmente acariciar, pensó Vili.

El hombrecito miró a Vili y éste casi esperó a que abriera la boca para decirle algo, pero no fue así, y el filósofo siguió andando.

Saludó a Jorge, y luego a Ulises.

– ¿Quieres que nos tomemos un café abajo? -le preguntó a este último.

– De acuerdo -contestó Ulises; y se despidió de Jorge-: Enseguida volvemos.

Salieron a la calle.

Caía una lluvia torrencial. Nadie podía explicarse de dónde había surgido tanta agua ni cómo se las arregló para poder llegar hasta el cielo de la meseta castellana. Los dos hombres se cerraron las cremalleras de sus chaquetas impermeables hasta el cuello, Ulises abrió un pequeño paraguas plegable y ambos caminaron por la acera, pegados a los edificios, hasta que llegaron a la calle Cuchilleros. Entraron en Casa Botín, se acercaron a la barra después de sacudirse en la entrada el agua de los hombros, y pidieron café.

– Descafeinado para mí -dijo Vili-. Y con un chorrito de leche, por favor.

– ¿Y usted? -preguntó un sonriente camarero.

– A mí me da igual-Ulises se encogió de hombros.

El camarero lo miró, escamado.

– ¿Cómo que igual? -preguntó, y se rascó su canosa barba, un tanto inquieto-. ¿Lo quiere cortado, solo, con leche, capuccino, irlandés…? No sé, el señor tendrá alguna idea aproximada de lo que desea.

– Oh, vamos… -Vili se secó la frente con un pañuelo de papel-. No te hagas el gracioso y pídele algo a este caballero, que está esperando.

– No sé… -dijo Ulises.

El camarero hacía juego con la decoración del restaurante. No habría desentonado en el Madrid isabelino, ni en el de la República. Tenía esa clase de aspecto intemporal. El cabello algo ceniciento, peinado hacia atrás con colonia, ya empezaba a ralear. La barbita pulcramente recortada. Unos ojos malévolos e inteligentes. Las orejas muy aplastadas contra el cráneo. El gesto decidido y propenso a los remilgos.

Empezaba a impacientarse.

– ¿Se puede saber qué le pasa a todo el mundo esta noche? -Vili se removió inquieto, cambió el peso de su cuerpo de una pierna a la otra, y se apoyó con un brazo en la barra-. Póngale un carajillo de aguardiente. Bien cargado. Y gracias, buen hombre.

El barman le lanzó una mirada desafiante a Ulises y, finalmente, se dio la vuelta con bastante dignidad y se dispuso a servir las consumiciones.

– ¿Dónde está el niño? -quiso saber Vili.

– En casa, con la abuelita Araceli. Hace mucho frío para sacarlo esta noche.

– Ah, Araceli, sí. Mi querida suegra. -Vili suspiró-. ¿Qué tal está después de lo de… de lo de…? Oh, ya sabes.

– Mucho mejor. Cuidar de Telémaco la distrae bastante.

– Espero que no tenga ningún percance, quiero decir… con el niño y todo eso. Ya es muy mayor, y…

– No te preocupes, el crío se quedó durmiendo cuando yo salí. Y ella está leyendo cómodamente tumbada en el sofá. Telémaco duerme bien, ya casi no se despierta por la noche. Cuando le toque hacer pipí, yo ya habré vuelto a casa -explicó Ulises.

Les sirvieron las bebidas y cada uno tomó la suya.

– ¿De verdad no te molesta tenerla contigo?

– No, no me molesta. Sólo hay que recordarle la hora de las medicinas y el color de las pastillas correspondientes. Por lo demás, es una señora muy agradable.

– Sí -Vili asintió con tristeza-. Es la única mujer de su familia que aún está en su sano juicio. Porque Valentina, su hija…, bueno, te lo puedes imaginar. Y Penélope… ¡Ah, mi niñita, mi Penélope! ¿Qué le pasa a mi niña? ¿Por qué está tan desconcertada? Me pregunto qué les ha dado a las dos, a la madre y a la hija, si es que les ha dado algo.

– Ya se les pasará -aseguró Ulises, tranquilo.

– Ya no estoy muy seguro de que esto se vaya a pasar. Esto es como la lluvia, interminable. Sea lo que sea. Por lo menos no se va a pasar dentro de poco. Y hablo sobre todo, de Valentina. En Penélope confío, siempre he confiado en ella, es mi niña y nunca me ha decepcionado. No espero que lo haga ahora. Sin embargo a veces noto que está tan lejos de mí, que se ha distanciado tanto que… No sé, Ulises.

Ulises negó parsimoniosamente con la cabeza.

– Hay que darles tiempo, quizás.

Notaba a Vili más cansado que nunca, tan nervioso que a veces su pensamiento se quedaba un poco rezagado respecto a sus palabras y era como si hablase con puntos suspensivos todo el rato.

– Me parece tan triste que mi mujer no sea capaz de llevarse bien con su madre… Hace mucho tiempo que yo no tengo madre, y no me importaría nada tener una ahora, cuando quizás estoy más en disposición de entenderla. Pero, ya ves. -Dio un sorbo a su café y se quejó por lo bajo de que estaba ardiendo-. Araceli podría estar en casa con nosotros. No hay ninguna necesidad de que tú cargues con una anciana. Sé que no nadas en la abundancia precisamente. -Vili sacó una chequera y garabateó una cifra, luego firmó el cheque-. Toma, creo que… creo que con esto cubrirás algunos gastos por ahora. Por si necesitas llamar a una señora para que te ayude con la limpieza, y todo eso.

Ulises recogió el cheque con gran naturalidad, sin mirarlo siquiera y sin molestarse en hacer una pantomima de rechazo del dinero. Tampoco dio las gracias.

– No me sobra, Vili, pero tampoco me falta. No te preocupes.

– ¿Cómo ha ido la exposición aquella de la que me hablaste? Me refiero a la que te hicieron en Valencia. ¿Has vendido mucho?

– Lo bastante para tirar por una temporada.

– Me alegro.

– Sí -dijo Ulises.


Cuando volvieron a la Academia, los asistentes eran prácticamente los mismos de un rato antes. Casi nadie se había ido a sus casas todavía, pero Ulises consiguió una silla gracias a que su amigo Jorge le había guardado la suya mediante el expeditivo método de estirar las piernas sobre ella y negarse en redondo a cedérsela a las dos o tres personas que se la pidieron, entre ellas una señora con muletas y cara de pocos amigos, vestida con una especie de gabardina hecha de lo que semejaba vinilo marrón, muy tiesa y llena de roces. Jorge pensó si no se la habría confeccionado ella misma utilizando algunas maletas viejas y una máquina de coser a pilas. Le dio un poco de pena, pero no soltó la silla.

El aire olía a humedad allí dentro, aunque no hacía frío. Había una atmósfera caldeada que apestaba a tabaco, casi igual a la de esas grandes y desmañadas aulas universitarias con los techos altísimos, la escayola herrumbrosa y cuarteada alrededor de una lámpara de baratillo, las paredes enjalbegadas con desgana -como si la pintura se hubiera ido aguando a medida que se agotaba el presupuesto, dejando rodales más claros cerca de los rodapiés-, y un montón de chicles descoloridos de tan chupados debajo de los asientos.

– ¿Qué tal? -le preguntó Ulises a Jorge una vez se hubo sentado a su lado.

– Pues ya ves.

– ¿Crees que una mujer puede alcanzar la felicidad viviendo con dos maromos a la vez? -le guiñó un ojo-. ¿Has sacado alguna conclusión sobre la poligamia femenina durante el descanso?

– Sí.

– ¿Cuál?

– Pues verás, creo que no hay Dios, y que la conversación es un arte moribundo.

Ulises sentía las manos pegajosas. Se las secó contra los pantalones vaqueros.

– Joder -respondió.

– No te alteres, sólo citaba a Raymond Carver. -Jorge bostezó y le echó un vistazo a su reloj.

Su amigo lo miró pasmado.

– No sabía que leías.

– No mucho. Pero soy un solitario. Me da tiempo a hacer de todo, incluso llevo una vida sexual de lo más interesante. Conmigo mismo, por supuesto. Tiene la ventaja de que nunca me tengo que dar estúpidas explicaciones sobre qué he hecho y dónde he estado. Y además, no hay ni que decirlo, jamás me engaño.

– Buen método, amigo.

– Hago lo que puedo por ir tirando.

– Sí. Claro. De algo nos tiene que servir lo que aprendemos aquí, ¿no?

– Pues sí, la verdad es que aquí he aprendido muchas cosas.

– Esta Academia no es mal sitio -asintió Ulises.

– Desde luego que no. Además, no sé de ningún otro lugar en Madrid al que uno pueda ir a estas horas, conseguir que lo escuchen y no tener que pagar ni un céntimo por ello. Es bastante mejor que un puticlub, y nunca sales borracho.

– Por eso siempre hay tanta gente aquí, porque es gratis.

Jorge se alisó las perneras del pantalón en la zona de las rodillas con el mismo cuidado que si estuviera doblando la servilleta del desayuno.

– Mireia se ha largado -dijo.

– Qué pena. Me gusta esa mujer. Y me encanta que defienda la poligamia femenina.

– A ti te gustan todas, Ulises.

– ¡Como a ti!, ¿o no?

– Todas todas, no.

– Pero la mayoría.

– Sí, bueno. Tal vez la mayoría.

– Pues ahí lo tienes.

– De todas formas -Jorge entrecerró los ojos soñadoramente; pronto los abrió del todo para fijarse de forma momentánea en la cercana figura de un hombrecillo mustio-, con Mireia no tienes nada que hacer, chaval. Te lo digo para que no andes perdiendo el tiempo. Ésa no dejaría que la tocaras ni metiéndote antes las manos en la freidora. Está casada, y bien casada.

– Pero, Jorge, la chica es una ardiente defensora de la poligamia. Su marido y yo podríamos llegar a un acuerdo -bromeó Ulises. ¿Bromeó?

– Bueno, en ese caso…


Reanudaron la sesión. Cambiaron de tema. Mireia ya no estaba presente y Jacobo había perdido gran parte del interés por su cruzada contra la poligamia femenina después de tomarse tres gin-tonics en un bar cercano, en compañía de su amigo Manolo y su primo Martín.

Pero los ánimos estaban aún revueltos.

– Mire usted, don Vili. -Una señora se puso en pie. Era gordita y no muy mayor. Tenía la piel de la cara encarnada y llevaba un gorrito impermeable que, sobre su cabeza, parecía el sombrerete de un champiñón-. Yo no consigo alcanzar la felicidad, ni a través del bien ni a través del mal. Mi marido está paralítico desde hace cinco años.

– ¡Oh, cielos! -Alguien sentado a su lado le preguntó-: ¿Un accidente de tráfico?

– No, no… -contestó ella-, se desnucó en las escaleras de casa mientras tratábamos de grabar un vídeo doméstico gracioso para un concurso de la televisión.

– Cuánto lo siento, señora.

– Más lo siento yo.

– ¿Ganaron el concurso, por lo menos?

– Siií -la mujer vaciló-. Nos dieron el premio, pero era poca cosa; mi marido perdió su empleo y yo tuve que ponerme a trabajar. Él era camionero. Yo limpio pisos por horas. Él está ahora en casa, y yo me paso los días en la calle. Y la felicidad, ¿dónde está?

– Buenobuenobueno, ¡ya empezamos con los dramas personales! -se quejó Johnny Espina en un puro aullido-. Este… vamos a centrarnos en el tema y a dejar de lado las intimidades, porque si yo contara mi caso… o sea, el expolio a que fue sometida mi tierra americana a manos de España, la madre patria, que la saqueó, la violó, la exprimió, le dio por culo…

Alguien dijo que estaba hasta las narices de oír a Johnny quejarse, que si tanto odiaba a España podía volverse al sitio de donde había salido y no volver nunca más.

– ¿Quién ha dicho eso? -Johnny se levantó y escudriñó unos cuantos rostros, enrabiado-. ¿Quién ha sido?

Hipólito Jiménez se puso en pie.

– He sido yo -dijo con sencillez.

– ¡Ah, claro! El hijoputa…

Hipólito salió de detrás de una fila de sillas llena de gente que miraba a los dos rivales con cara de sobresalto e interés, igual que espectadores bronceados en un partido de tenis.

– Oye, Johnny… -dijo el chico.

Sus espaldas parecieron aún más anchas de lo que ya eran debajo del jersey verde de lana rústica que se había puesto. Aparentaba ser un campesino extraviado en el centro de una ciudad en la que sólo hubiera ruido, indiferencia y avidez.

En su asiento sobre la palestra de la estancia, Vili cerró los ojos, desmoralizado. ¿Pero qué les pasaba a todos últimamente? ¿Sería la lluvia? ¿El mal tiempo acabaría por volverlos locos de remate?

– ¡Tenías que ser tú! -cloqueó Johnny-. ¡Pagad de una vez la Deuda Histórica! Todo lo que nos habéis robado.

– Yo no le he robado nada a nadie -gimió Hipólito-. Yo soy pintor, ¿sabes? Nací en el año mil novecientos sesenta y nueve.

– Hijo de padre desconocido.

– … No estaba allí cuando el jodido Colón descubrió América. -Suspiró y se acercó balanceándose amenazadoramente hasta donde estaba Johnny-. ¡Dios! ¡Ojalá el puto Colón se hubiera quedado quieto y no hubiera ido a ninguna parte! Así, ahora yo no tendría que estar aquí, pagando sus jodidos errores de navegación.

– ¿Qué dices? ¡Pagad la Deuda…!

– ¡No tendría que aguantarte a ti!

– Quieto ahí -le ordenó Johnny-. No te acerques a mí o llamo a la policía.

– Llámala. Mientras no venga en barco… En carabela, quiero decir…

– No me des golpes bajos, cabrón -bramó Johnny..

– Sólo los lanza a tu altura, capullo… -chilló histérico alguien más a sus espaldas.

Vili intervino antes de que comenzara una auténtica pelea a puñetazos. Los amenazó a grito pelado con prohibirles para siempre la entrada en su Academia, golpeando el suelo con el tacón de sus botas y batiendo palmas igual que el maestro de ceremonias de un circo para niños desquiciados.

Casi media hora después, cuando los ánimos se fueron calmando y todo el mundo volvió a sentarse en su sitio, el espacio estaba cargado de pesimismo y de un inevitable rencor, espeso y maloliente, que llevaba tiempo esperando su turno y ensuciaba el aire.

– La vida es un asco -dijo en voz alta Miguel Acebo, un funcionario del Ministerio de Agricultura que frecuentaba con asiduidad la Academia.

– Sí, desde luego. Un asco… -coreó la mayoría del auditorio.

Entonces, Vili se enfureció de verdad. Era la primera vez que los concurrentes lo veían así de enfadado. Lo que le ocurría, pensaba él entretanto el corazón le latía con fuerza, era que Valentina, su mujer, lo había cocido antes de salir de casa aquella tarde y, luego, en la Academia entre unos y otros lo habían asado.

Ya no podía más.

Empezaba a estar sobradamente harto. ¿Qué era él, después de todo? ¿Un filósofo, o un pobre idiota ingenuo? Sintió un espasmo nervioso en el voluminoso estómago. El dolor le hizo doblarse sobre la cintura.

¿Pero qué estaba haciendo, por el amor de Dios? Él era rico, podía ir donde quisiera, hacer lo que le viniera en gana. Dejar a su mujer plantada, con todo su equipaje de neurótica amargura y desencanto. No tenía más obligaciones que las que él mismo se había creado. Ni horarios, ni jefes. Ni siquiera hijos naturales. Podía viajar más a menudo, comer en restaurantes exóticos de países lejanos, leer a Séneca frente al mar de Japón, dejar de buscar el diálogo con los demás e intentar a hablar sólo consigo mismo.

– De modo que la vida es un asco… -rugió, y se hizo un silencio absoluto-. ¿Por qué seguís vivos, entonces? Nada os complace. No conseguís hallar la felicidad. La vida no os parece suficiente recompensa. ¿Qué hacéis aquí, pues?

Los contertulios estaban mudos y lo miraban con tanta atención como si lo estuvieran vigilando.

– Escuchadme bien porque voy a contaros una historia. Es una historia que aprendí de Plutarco. En los viejos tiempos, ésos a los que siempre os remito cuando quiero que aprendáis algo sobre vosotros mismos, hubo un ciudadano llamado Timón que un día decidió subir a hablar a la tribuna. -Vili sacó un pañuelo de papel arrugado del bolsillo de su pantalón y se secó con él el cuello. Estaba sudando y le temblaban las manos-. Se hizo un gran silencio, porque el hecho de que Timón se decidiera a hablar no era nada habitual, de modo que todos contuvieron la respiración y lo escucharon. Y Timón les dijo: «Tengo un solar, oh, atenienses, y en él creció una higuera en la que se han saboreado muchos ciudadanos. Como he decidido edificar en aquel sitio, me ha parecido conveniente advertirlo en público para que, si alguno de vosotros quiere ahorcarse, lo haga antes de que arranque el árbol». -Hizo una pausa y observó en derredor suyo el amontonado conjunto de rostros serios e intrigados-. Pues bien, esta Academia es mi higuera, amigos míos, todos vosotros habéis disfrutado de ella a lo largo de los dos años que lleva abierta, pero hoy, esta misma noche, he decidido cerrar el local, talar mi árbol. Antes de que eso ocurra, aquí la tenéis todavía. Si alguno de vosotros quiere ahorcarse, puede hacerlo ahora mismo. Mañana será tarde.

Mañana, pensó, haría las maletas y cogería un avión rumbo al otro lado del mundo. Cuanto más lejos de Madrid y de la Academia, de Valentina y de la lluvia, mejor.

Sí. Mucho mejor cuanto más lejos.

Se dio la vuelta en dirección a su asiento. Se sentía cansado y abatido, una isleta despoblada en medio de un mar hostil, erosionada por el salitre y envuelta en la luz sucia de los verdosos ocasos solitarios.

Ni siquiera vio al hombrecillo que, a espaldas suyas, se levantaba de su silla, avanzaba temeroso y falto de estilo, pero con una mirada decidida, entre los asientos que rodeaban el suyo y, a una distancia de menos de dos metros de Vili, proclamaba con una voz arrulladora, casi femenina:

– Gracias por prestarme su higuera, señor.

Luego sacaba un diminuto revólver del bolsillo de su gabardina, un artefacto que parecía de juguete, y antes de que casi nadie lograra darse cuenta de lo que ocurría, lo acercaba a su sien derecha.

Vili se volvió cuando oyó un chillido de Gabriela. Le sobresaltó el timbre histérico y alarmado de aquel alarido. El hombrecito cerró los ojos y se disparó.

Pero la bala no salió por la sien izquierda del desconocido, tal y como él debía tener previsto. Tampoco se quedó atrancada contra algún mal pensamiento, o un hueso inusitadamente robusto dentro de su pequeña cabeza.

No ocurrió nada de eso. No hubo sangre derramada, ni tragedia irreparable. No hubo agonía. Aunque sí hubo delito: intento de suicido (en algunos países, ¿castigará la ley esta infracción con la pena de muerte?).

No, no hubo nada de todo eso porque otra mano se cerró con rapidez y firmeza sobre la mano del suicida, y desvió la bala hasta el techo: una mano atenta al servicio de un ojo raudo.

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