Capítulo XXII

Un cálido refugio

De la cocina venía un olor suave y penetrante a infusión. En el tocadiscos sonaba una música de piano tenue, monótona, acariciadora, como la de una de esas películas en las que dos enamorados caminan de la mano por una playa a la hora del crepúsculo. Tímidamente, Lorencito Quesada salió del cuarto de baño, -muy coqueto, pero de dimensiones tan reducidas como las de una alacena-, teniendo cuidado de que al moverse no se le abriera más de lo debido el espeso y cálido albornoz que lo cubría. Sólo ahora, ya duchado y repuesto, recién afeitado, oliendo a gel y a polvos de talco, pues es muy propenso a las escoceduras en las ingles y nada más que la higiene permanente y el talco lo alivian, se detuvo a mirar la habitación donde estaba: tenía el techo inclinado, y una ventana que daba a un paisaje nocturno de tejados y campanarios. Una escalera portátil subía hacia un altillo donde debía de estar el dormitorio, tapado por una cortina, y en las paredes había fotos enmarcadas de hombres y mujeres de raza negra, así como un cartel de tela en el que estaba impresa una poesía de un tal Benedetti. Sus pies, calzados con unas dulces pantuflas, pisaban sin ruido una alfombra blanca como de sogas entretejidas. Frente a la estufa de hierro había un sofá cubierto por una manta alpujarreña: faltaban los copos de nieve en la ventana para que el lugar se pareciese extraordinariamente al decorado de la zarzuela Bohemios.

Lorencito dudaba si sería correcto sentarse en el sofá, teniendo en cuenta la incertidumbre de si los faldones del albornoz lo taparían decorosamente una vez sentado. Prefirió quedarse de pie, escuchando el rumor de platos y cucharillas que procedía, como la música, del otro lado de una cortina de cuentas, tras la que vio, no sin una mezcla de arrobo y temor, la silueta de la bailaora rubia, atareada en la cocina con una bandeja y un servicio de té. Al menos ya sabía su nombre: Olga. Se lo dijo mientras lo traía a su casa conduciendo temerariamente un todoterreno de color rojo en el que, según le contó, llevaba todo el día dando vueltas por Madrid en busca suya. Temía por su vida: había ido a la pensión y le negaron que él se hospedara allí. A última hora se acordó del antiguo manager de Matías Antequera, y como le constaba que también era de Mágina supuso que Lorencito había podido dirigirse a él. “No creo en las corazonadas”, le dijo, con una sonrisa embriagadora, “pero desde las bases de la psicología más empírica no puede descartarse por completo la teletransmisión no verbal”.

Lorencito se mostró apasionadamente de acuerdo, envidiando en secreto la riqueza de vocabulario que manifestaba la muchacha, fruto indudable de sus estudios superiores. Le confesó, todavía en el coche, que él era un autodidacta, palabra que le gusta mucho, por sonarle a latín. Ella lo miró con ojos brillantes de dulzura tras sus gafas redondas: “No se fatigue hablando”, le dijo, “ahora lo primero es descansar. Después tendrá tiempo de contármelo todo”. Dejaron el coche en un aparcamiento subterráneo situado en una plaza grande, fea y sombría que se llamaba Vázquez de Mella. Olga vivía cerca, en un quinto piso sin ascensor de la calle Pelayo. “Es lo mejor de Madrid”, le explicó, “aquí todavía puede hacerse vida de barrio”. La llegada al quinto piso fue tan extenuadora para Lorencito como si hubiera recorrido una por una las estaciones del Calvario. Enérgicamente, mientras Lorencito se duchaba, Olga le recogió toda la ropa y la puso en la lavadora sin reparar en las manchas de sangre: él aún no le había dicho nada sobre los asesinatos de Matías Antequera y de Pepín Godino.

Se lo contó todo después, sentado junto a ella en el sofá de la manta alpujarreña, que era algo rasposa, frente a una mesa baja, con típicas taraceas moriscas, donde humeaba una tetera de plata. El té con hierbabuena, tan caliente y tan dulce, le gustó mucho a Lorencito, que no lo había probado nunca. Los pastelillos artesanales de almendra y de sésamo que ella lo animaba a comer le resultaron deliciosos, y de vez en cuando tenía que interrumpir su narración y beber un sorbo de té para que no se le apelmazaran en el cielo de la boca. Hablaba como envarado, muy derecho en el sofá, con las rodillas juntas, sin mirar casi nunca los ojos tan atentos de la muchacha, avergonzándose de sus carnosas pantorrillas blancas, sujetando en el regazo los filos del albornoz. Le costó sudores contar con la debida delicadeza su visita al sex-shop, aunque omitió toda referencia a la mujer que se introducía entre los muslos aquel aparato a pilas. Pero lo más difícil de todo fue atreverse a confesarle a Olga que Matías Antequera, por el que ella manifestaba tanta admiración como cariño, había sido asesinado.

– No es posible, -dijo ella, consternada-. No me lo puedo creer.

– He visto su cadáver con mis propios ojos.

Olga ocultó la cara entre las manos y rompió a llorar amargamente. Sollozos espasmódicos le agitaban el pecho, según pudo apreciar desde una turbadora cercanía Lorencito mientras inclianaba la mirada, con expresión de pesar, hacia el pico del escote. Olga se echó sobre él, abatiendo la cabeza rubia justo en su regazo. Lorencito, a quien el llanto se le contagia en seguida, tenía un nudo en la garganta, y notaba que a él también las lágrimas empezaban a humedecerle los ojos. Pudorosamente depositó una mano en los hombros de Olga, diciendo a duras penas algunas palabras de consuelo, y como el llanto de la muchacha arreciaba se atrevió a pasarle las yemas de los dedos por la melena lisa, dorada y reluciente en la luz de la lámpara con pantalla de mimbre que había en un rincón, dando a la escena ese ambiente íntimo que él compararía luego, con inconsolable nostalgia, al de los anuncios televisivos de una conocida marca de café instantáneo.

El calor de la ducha se sumaba en su organismo apaciguado al de las tazas de té y a la temperatura palpitante del cuerpo femenino cobijado en el suyo. A despecho de su sincera aflicción, o alimentado por ella, Lorencito sentía una envolvente dulzura que era aún más poderosa porque no recordaba haberla conocido nunca. Sin darse cuenta las caricias en el pelo rubio y sedoso que le rozaba los muslos y se los desbordaba iban extendiéndose hacia la frente y el cuello de Olga, y los ancestrales apetitos de la especie, que ignoran, cuando se desatan, los frenos de la moralidad y de la conveniencia, reanimaban en él ciertas particularidades fisiológicas largo tiempo dormidas sobre las que en ese momento habría preferido correr, pensaba angustiosamente, un tupido velo: más tupido, en cualquier caso, o más holgado, que los faldones del albornoz, ya de por sí escaso para cubrir en circunstancias normales las amplitudes de su anatomía. Entonces Olga se incorporó bruscamente, y él temió, no sin motivo, que le recriminara su lujuria.

– Lo vengaremos, -dijo ella, con gran alivio de Lorencito Quesada-. Usted y yo juntos. La cárcel es poco castigo para esa gentuza…

– Pero yo no puedo ir a la Policía, -Lorencito aprovechó para subirse tanto como pudo los faldones, sujetándolos con las dos manos, cuyas palmas ya empezaban a sudarle-. Aquí donde me ve soy sospechoso de dos asesinatos, incluso de tres, si encuentran en el cadáver de Pepín Godino mis huellas digitales.

– No hablo de la policía, -Olga se había quitado las gafas y sus ojos bellos y miopes miraban a Lorencito con una fijeza nada tranquilizadora-. En Madrid es muy fácil conseguir una pistola. Ahora mismo, ahí abajo, en la plaza de Chueca… Ojo por ojo.

– Venga, mujer, serénese, -Lorencito volvió a pasarle una mano por el hombro-. Tan pecado es la venganza como el asesinato. Tengo la llave del almacén, y usted sabrá decirme dónde están esas Galerías Piquer donde guardó Pepín Godino la imagen. La mejor venganza será devolver a Mágina el Santo Cristo de la Greña y restituirle su buen nombre a Matías Antequera.

Tiempo después aún repetía Lorencito palabra por palabra aquella exhortación, asombrándose de su propia elocuencia. Se recuerda de pie, digno y sobrio a pesar del albornoz y las pantuflas, recibiendo noblemente en sus brazos a la muchacha, que era un poco más alta que él y le apoyaba la cabeza en el hombro al estrecharlo, mojándole otra vez la cara con sus lágrimas, introduciendo uno de sus muslos, con disculpable aturdimiento, entre los faldones del albornoz, mientras el cinturón, ya flojo, amenazaba con soltarse.

– Eso está en el Rastro, -Olga irguió la cabeza, se apartó el pelo de la cara, se limpió las lágrimas, mirando tan cerca a Lorencito que él veía su propia cara en las pupilas dilatadas-. En la Ribera de Curtidores. Vámonos ahora mismo.

– Mañana, -dijo él, reteniéndola-. Ahora los dos estamos muy cansados, y ya sé por experiencia lo peligroso que es salir de noche en Madrid.

– Pero no irá a dejarme sola, ¿verdad? -la voz de Olga tenía un quiebro suplicante.

– No se preocupe, -Lorencito, para sorpresa suya, se crecía-. Váyase tranquilamente a dormir. Yo velaré toda la noche en el sofá.

– Pero está muy cansado, -susurró ella, pasando sus largos dedos por la solapa del albornoz-. Debería verse las ojeras…

– No importa, -Lorencito retrocedía hacia una distancia prudencial, pero ella volvía a atraerlo suavemente-. Tengo costumbre de velar. Ya sabe, por la Adoración Nocturna…

– Venga conmigo, -Olga caminaba hacia atrás, en dirección a la escalera del dormitorio, sin desprenderse de él-. Si duermo sola esta noche me moriré de miedo.

Pero quien ya estaba muriéndose de miedo era Lorencito Quesada.

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