Capítulo 6

– Tenías razón -dijo Vincente cuando el médico se fue.

– Ha dicho que no es grave -le recordó Elise.

– Es peor de lo que quería admitir. Debería haberte escuchado -agarró su mano-. Gracias por cuidar de mí. Supongo que debería pedir disculpas por imponerte mi presencia; no se me ocurrió pedírtelo antes.

– ¿Por qué será que eso no me sorprende?

– ¿Estoy siendo un pesado insoportable?

– No más de lo habitual. Por suerte, tengo sentido del humor.

Él consiguió esbozar una sonrisa dolorida.

– Debo llamar a mi secretaria. Necesito que me traiga unos informes mañana a primera hora.

– ¿No pensarás trabajar?

– Un día libre es cuanto puedo permitirme.

– Pero estás enfermo.

– Oficialmente no.

– Al cuerno con lo oficial. No puedes moverte.

– El médico ha dejado analgésicos fuertes. He tomado dos y pronto harán efecto -insistió él.

– Si no controlara mi mal genio, necesitarías calmantes aún más fuertes.

– Eres una auténtica tirana -sonrió él.

– No lo dudes.

Vincente hizo la llamada y dio una serie de órdenes a su secretaria. Elise fue a hacerle una comida ligera y, cuando regresó, vio su expresión de dolor.

– ¿Te duele mucho?

– No. Lo peor es sentirme como un idiota.

– Bueno. Come un poco.

– Voy a necesitar ayuda para incorporarme.

Ella adivinó que lo irritaba pedir ayuda, pero cuando fue hacia la cama, él se agarró a su cuello y la utilizó para apoyarse.

– Gracias -farfulló.

– Eh, que no es el fin del mundo -se mofó ella-. He tenido que ayudarte, ¿y qué?

– Estás siendo muy razonable, lo sé -gruñó él.

– Es una pena que haya sido la espalda. No es algo peligroso, pero duele una barbaridad. ¿Te había ocurrido antes alguna vez?

– ¿Por qué lo preguntas?

– Mi padre sufría de la espalda. Pasaba unos meses bien y luego cualquier tontería reavivaba el dolor y era una auténtica agonía. Puede pasarle a cualquiera.

– Si te refieres a mí… ¡De eso nada!

– ¿Quieres decir que nunca ha ocurrido antes?

– Una o dos veces, sí, pero… -suspiró-. Supongo que soy igual que tu padre.

– En muchos sentidos -dijo ella, divertida-. Odiaba que alguien supiera la verdad. Le parecía señal de debilidad, lo que era una tontería por su parte.

– No es una tontería cuando uno está rodeado de tiburones -replicó él rápidamente.

– Me pregunto cuántos enemigos tienes.

– Suficientes como para no querer que sepan que sufro de la espalda. ¿Tenía muchos tu padre?

– No, no era un magnate. Era un hombre dulce, que me crió tras la muerte de mi madre. Fui una niña enfermiza y él tenía que tomarse días en el trabajo para cuidarme, así que perdió muchos empleos -una sonrisa iluminó su rostro-. Deseaba tanto…

Elise calló cuando sonó el móvil de Vincente. Él contestó y ella salió de la habitación.

Regresó un rato después a recoger la bandeja y lo encontró dormido.

A la hora de acostarse, buscó un camisón recatado. No lo encontró, así que tuvo que ponerse uno descocado. La cama era lo bastante grande para no rozarse con él y podría cuidarlo si necesitaba algo.

Él se despertó de madrugada y lo ayudó a ir al baño, rehizo la cama, lo ayudó a volver y le dio otro calmante.

– Gracias -gruñó él.

– No me lo agradeces -apuntó ella, risueña-. Me odias porque has tenido que apoyarte en mí. ¿Quieres que me vaya?

– Quédate -dijo él, agarrando su mano.

– Duérmete -contestó ella, tapándolo.

Por la mañana volvió a ayudarlo y le hizo el desayuno. Luego discutieron porque él se negó a tomar más calmantes.

– Me dan sueño -protestó-. Mi secretaria vendrá está mañana y necesito estar bien despierto.

La secretaria resultó ser una mujer corpulenta, que llegó cargada con archivos y un ordenador portátil. Trabajaron un par de horas y ella se marchó, cargada de instrucciones. Vincente trabajó en el portátil y al teléfono casi todo el día.

Pero por fin incluso él tuvo que admitir que necesitaba tomar un calmante, rezongando sobre algo que le quedaba por hacer.

– Olvídalo -ordenó ella-. Duérmete.

– ¿Te quedarás aquí?

– Intenta librarte de mí.

Él gruñó y ella se acostó, sonriente. Se despertó de madrugada, comprobó que seguía dormido y fue a sentarse junto a la ventana, a observar el amanecer.

Buon giorno! -exclamó él, sonriéndole desde la cama. Ella fue a sentarse a su lado.

– ¿Necesitas algo? ¿Qué tal el dolor?

– Mejor, siempre que no me mueva. No necesito un calmante. Prefiero que hables conmigo.

– De acuerdo, hablemos de tu gran reunión y de cómo vas a vencerlos a todos.

– No, por una vez callaré y escucharé. Sigue hablándome de tu padre. Estabas diciendo que deseaba algo cuando sonó el teléfono. ¿Qué quería?

– Ah, sí, quería ganar mucho dinero y darme caprichos, pero nunca lo consiguió. Pero eso no me importaba, era un padre maravilloso.

– Háblame de él.

– Lo que más recuerdo es que siempre estaba a mi lado, dispuesto a jugar y a reírse de chistes tontos.

Él la observaba, fascinado por su sonrisa. Expresaba cariño e indulgencia y el recuerdo de una infancia feliz. Vincente pensó en su propia infancia y en el padre al que rara vez había visto.

Elise siguió hablando, contándole incidentes y aventuras. Se sentía completamente feliz.

– Lo querías mucho, ¿no? -preguntó Vincente, recordando su visita a la tumba el día que dejaron Londres.

– Sí. Ojalá estuviera aquí ahora, pero murió hace unos meses. Si al menos…

– Si tan sólo, ¿qué? -la animó él.

– Da igual.

– Dímelo -urgió él. Algo le decía que se trataba de algo importante, de una revelación.

– Vine a Roma a estudiar diseño de moda y, tonta de mí, no le pregunté a papá cómo había reunido el dinero para enviarme aquí. Me dijo que tenía una póliza de seguros destinada a mis estudios universitarios. Lo creí porque me convenía.

Movió la cabeza con tristeza y suspiró.

– Pero había pedido un préstamo a un interés muy alto, y no pudo pagar las cuotas. Entonces, trabajaba en el negocio de Ben y utilizó dinero de la empresa, creyendo que no lo descubrirían. Ben se enteró.

– ¿Y qué hizo Ben? -preguntó él con urgencia.

– Vino a Roma a decirme lo que había hecho mi padre y que iba a entregarlo a la policía. Tenía que impedirlo, y sólo había una manera.

– ¿Estás diciendo…?

– Ben me quería a mí. Yo era su precio. Sabía que yo… Que yo no lo amaba, pero eso le dio igual.

Elise había estado a punto de decir que amaba a Angelo, pero algo la detuvo. No podía hablarle de su joven amante a Vincente.

– ¿Te casaste con Ben para salvar a tu padre?

– Era la única solución. No podía permitir que lo enviara a la cárcel, se había metido en ese lío por mí.

– ¿Y por eso te casaste con ese hombre?

– Ninguna otra cosa me habría llevado a hacerlo. Todo el mundo creyó que era afortunada: una chica pobre que había atrapado a un rico. Pero lo hice por necesidad. Y lo realmente cruel fue que mi padre murió dos meses antes que Ben. Todo podría haber sido muy distinto. Si hubiera vivido algo más, ambos habríamos sido libres.

– Estás llorando -murmuró él.

– No, en realidad no.

– Sí que lo estás. Ven aquí.

Vincente la atrajo hacia él y ella descubrió que si lloraba: por sí misma, por su padre y sus sueños arruinados. La asombró que ocurriera en brazos de ese hombre tan duro. Intentó controlarse, para no concederle una victoria en su batalla, pero percibió una insólita ternura en él.

– Lo siento -dijo-. No suelo desmoronarme así.

– Tal vez deberías. Te ayudaría a largo plazo.

– Me las apaño muy bien. Nunca permití que Ben me viera llorar.

– No, él habría disfrutado demasiado -dijo Vincente con voz seca.

– ¿Cómo lo sabes?

– Lo sabría cualquiera que lo hubiera conocido.

Ella soltó una risita.

– ¿Qué pasa? -preguntó él.

– Nunca te habría imaginado como paño de lágrimas.

– Tengo muchos talentos ocultos.

– Apuesto a que ese lo mantienes bien escondido.

Él sonrió antes de reflexionar. Aparte de su madre, Elise era la única persona que había visto ese lado suyo. Se sentía como un león dispuesto a protegerla.

Le resultaba insoportable verla infeliz. Se había casado con Ben a la fuerza. No buscando dinero sin pensar en a quién haría daño. Lo había hecho por amor a su padre. Vincente se recostó, apretándola contra su pecho. Su corazón se había librado de un peso enorme y experimentaba un júbilo que no se atrevía a analizar. Era demasiado desconocido, demasiado complejo.

– Tuviste suerte de tener un padre como ése.

– ¿Qué me dices del tuyo?

– Era buen padre a su manera, pero centrado de lleno en el trabajo. Tenía que dominar y mandar y no se rindió hasta obtener el poder que deseaba.

– ¿Y por eso eres igual que él?

– Supongo -dijo él tras un breve silencio-. Era la forma de obtener su atención. Recuerdo que…

Le contó que había sido un niño ávido de halagos, con un padre impaciente con todo lo que interrumpiera su trabajo. Vincente había contraatacado centrándose en sus estudios. En el colegio, destacó en Matemáticas, Ciencias, Tecnología y todo lo que lo ayudara a convertirse en un hombre de negocios como su padre. Y funcionó. Entró en la empresa y demostró de inmediato que era digno hijo de él.

– ¿Eso hizo que tu padre se enorgulleciera?

– Oh, sí, le impresioné.

– ¿Y eso te hizo feliz?

– Era lo que quería conseguir -se evadió él.

Ella decidió no presionarlo.

Vincente había asumido cada vez más responsabilidad, sin dudarlo. Tenía poco más de veinte años cuando su padre sufrió un infarto fatal. Entonces, ya estaba listo, en lo bueno y en lo malo, para asumir el control.

Eso había ocurrido diez años antes, y desde entonces sus cualidades iniciales, coraje y empuje, desdén por la debilidad y disposición para luchar hasta la muerte, se habían agudizado y teñido de crueldad. Que estuviera allí con esa mujer lo demostraba, por razones que ella desconocía y que a él le provocaban inquietud en ese momento. Se incorporó de repente.

– ¿Ocurre algo? -preguntó ella.

– No -replicó él-. Puedo salir de la cama solo. Duerme un rato -necesitaba pensar. Se sentó en la ventana, intentando dilucidar qué le había ocurrido.

Siempre había sido sencillo para él, se fijaba una meta e iba a por ella, le gustara a la gente o no. Con respecto a las mujeres era justo y generoso y se mantenía a salvo eligiendo la clase de mujer que entendía el juego. Y nunca, nunca se había permitido mostrarse débil.

Hasta ese momento.

Había estado preparado para todo excepto para lo que le había ocurrido esa noche. O tal vez esa noche había culminado algo que llevaba tiempo acercándose en silencio y cuyo peligro no había visto.

Se culpó a sí mismo. Un buen empresario lo planificaba todo y siempre estaba listo para luchar. Ésas eran las reglas. Pero las reglas no decían qué hacer cuando se perdían las ganas de luchar y las sustituía el traicionero deseo de estar con una mujer que siempre había parecido peligrosa y que empezaba a serlo más que nunca. Si tuviera sentido común, la enviaría de vuelta a Inglaterra y no volvería a verla.

Vincente pasó largo rato sentado, observándola.


Establecieron una rutina. Ella lo ayudaba y daba de comer, le mantenía oculto a la vista de las limpiadoras, lo preparaba para las visitas de su secretaria y le masajeaba la espalda. Lo había hecho con su padre y sabía cómo aliviar el dolor temporalmente.

A veces hablaban sobre su infancia y otras cosas.

– Quiero que me hables sobre tus otras mujeres -dijo ella una noche-. Vamos, diviérteme.

Estaban bebiendo vino, recostados en la cama, y él le dirigió una mirada cómica y cínica.

– Si crees que voy a caer en ese trampa, tienes muy mala opinión de mí. Inténtalo de nuevo.

– ¡Vamos! ¿Qué me dices de ese pisito que tienes? Es el lugar perfecto para celebrar orgías.

– Lo elegí porque está cerca de la oficina y si tengo mucho trabajo no necesito ir hasta casa. Además, no es un hogar. Esto se parece mucho más a uno.

– ¿Conmigo atendiendo todos tus caprichos? ¿Ésa es tu idea del hogar?

– Claro -sonrió él-. ¿Qué otra podría ser? -reflexionó un instante-. ¿Cómo sabes lo del piso?

– Ya te he dicho que he estado leyendo sobre ti.

– ¿Dicen algo más de mí? -preguntó él con voz inexpresiva, sin mirarla.

– La misma historia siempre; que eres adicto al trabajo, etcétera. Como no concedes entrevistas, se repiten. Sólo leí que el piso te convenía por el trabajo y que es muy austero. Me inventé lo de las orgías.

– Eso es un alivio.

– Puedes relajarte -lo miró traviesa-. No han descubierto la historia verdadera.

– No conseguirás sacarme nada, te aviso.

Ambos rieron y cambiaron de tema. Pero Elise empezó a notar de que él le hablaba menos que antes. Se preguntó si su vida había sido infeliz o si temía revelarle algún secreto profesional por accidente.

Cada vez que creía entenderle un poco, él la sorprendía otra vez. El día antes de la junta de accionistas, le hizo un regalo que la dejó sin aire.

– ¿Acciones? -exclamó, atónita.

– Ahora eres accionista de la empresa, así que puedes asistir a la junta -explicó él-. Considéralo un pago por tus servicios de enfermera.

– Pero estas acciones valen una fortuna.

– Eres muy buena enfermera. Me has ayudado mucho -caminó por la habitación y le hizo una reverencia-. Has hecho un gran trabajo.

Ya andaba bien, pero si se quedaba parado un rato, el dolor volvía. Eso le preocupaba, porque sabía que pasaría mucho tiempo de pie durante la junta.

– Pasa tanto tiempo como puedas sentado -le recomendó.

– ¿Sentado? ¿Con mis enemigos de pie? No.

– Pues entonces toma un calmante antes.

– ¿Y arriesgarme a dormirme? ¡Ni en broma!

Fueron juntos en el coche y se separaron en la puerta. Elise fue conducida a un asiento en las primeras filas, obviamente por instrucciones de él. Estaba preparada para lo peor y la reunión fue tan tormentosa como esperaba. No entendía bien porque hablaban rápido y a gritos. Sólo sabía que atacaban a Vincente y que él devolvía el ataque con saña.

Captó cuando empezó a sentir dolor, pero no creyó que nadie más lo notase. El efecto fue que se volvió más agresivo, más dispuesto a aplastar a la oposición. Era claro que dominaba la reunión e iba convenciendo todos de su punto de vista, o al menos, no dejándoles otra opción que aceptarlo.

Cuando acabaron, esperó a que bajase de la plataforma. La gente lo rodeó, estrechando su mano, y aunque él no perdió la sonrisa, le pareció que cada apretón le causaba dolor. Por desgracia, alguien le dio una fuerte palmada en la espalda e insistió en que todos fueran a comer juntos para celebrarlo.

– No puede ser -Vincente mantuvo la sonrisa por pura voluntad-. Tras la junta hay aún más trabajo.

– Pero te has salido con la tuya.

– Por eso hay trabajo que hacer. Id a comer vosotros. Ah, aquí estás -simuló no haber visto a Elise hasta ese momento. Le puso un brazo en los hombros-. Vámonos.

Los demás pensaron que se iba con una bella mujer. Sólo Elise sabía que se estaba apoyando en ella.

El coche esperaba fuera. Él se sentó y cerró los ojos. Elise le dio unos calmantes y una botellita de agua. Él asintió y los tragó con agradecimiento. Fueron directos a casa de ella.

– Desvístete y ve a la cama, te daré un masaje -le ordenó Elise en cuanto cerró la puerta.

Poco después se reunió con él. Levantó la sabana, el estaba desnudo. Inició el masaje.

– Así que ganaste.

– Por supuesto.

– No hubo nada que se diera «por supuesto».

– Pero tú estabas allí para dar tu voto. Gracias. No podría haberlo hecho sin ti.

– No quería que mis acciones se devaluaran.

– Bien hecho. Haré de ti una mujer de negocios -hizo una mueca de dolor.

– Deja de hacerte el duro. A mí no necesitas impresionarme -le dijo ella.

– No funcionaría. Siempre ves cuando estoy débil.

– La debilidad no es importante -dijo ella.

– Yo creo que sí.

– Todos somos débiles a veces. Lo que importa es cómo nos comportamos cuando estamos bien y tenemos fuerzas para ser crueles. Así es como hay que juzgar a las personas.

– ¿Piensas en alguien en concreto?

– ¿Te refieres a Ben? Sí, claro. Pronto comprendí que toda la gente que me presentaba era igual. Tramposos y traidores. ¿Hay algún hombre del que sea posible fiarse?

– ¿Yo no soy de fiar? -preguntó él, curioso.

– No me gustaría hacer negocios contigo. No creo que tuvieras muchos escrúpulos si quisieras algo.

– ¿Pero confías en mí como hombre?

– No te conozco demasiado.

– Yo creía que nos conocíamos bien.

– Sólo en un sentido. Cuando nos abrazamos y hacemos el amor, entonces sí me parece conocerte.

– ¿Y no es ésa la mejor manera?

– No. Es una ilusión. En realidad no sé qué está pasando por tu cabeza.

– Si es por eso -reflexionó Vincente-, nadie sabe nada de los pensamientos de los demás. Hombres y mujeres guardamos secretos. Tú y yo… -titubeó un momento-, ambos sabemos cosas de nosotros mismos que el otro no podría entender, ni perdonar.

– ¿Perdonar? Curiosa elección de palabra.

– La vida sería imposible sin el perdón -dijo él, sombrío-. Y la persona a quien más cuesta perdonar es a uno mismo.

Elise iba a preguntarle qué quería decir con eso, pero cuando lo miró, había cerrado los ojos.

Por la noche se reunió con él en la cama. Dormía, medio destapado y desnudo. Deseó que se hubiera puesto algo. Dormir a su lado así le costaba un esfuerzo. Sólo había una pasado una semana, pero lo parecía una eternidad desde que no había podido abrazarlo sin preocuparse de hacerle daño.

Le molestaba que él no pareciera tener ningún problema para controlarse. Se dijo que tal vez se debiera a que se encontraba mal.

Se acostó y apagó la luz. Pero aun así podía ver su cuerpo. Se dijo que debía ser fuerte y no ceder a la tentación, pero de todas formas bajó la sábana un poco más para verlo… Y lo consiguió. Sin respirar apenas, estiró la mano para acariciarlo con la punta de los dedos y notó la reacción. Debía parar…

– No pares.

Ella gimió y vio que él sonreía.

– ¿Cuánto llevas despierto?

– No lo sé. Desperté de un sueño delicioso en el que hacías lo que llevo deseando durante días. No sé qué era sueño y qué realidad.

– Deja que te ayude -musitó ella.

Empezó a mover la mano, con más intensidad, y sintió cómo crecía y se endurecía. Pensó que en cualquier momento la tumbaría de espaldas, pero él siguió observándola con una sonrisa de satisfacción.

– Veo que me tocará hacer todo el trabajo -rió ella-. Te gustaría ser un magnate de Oriente Medio con un harén satisfaciendo tus necesidades, ¿eh?

– Olvidas que tengo la espalda mal. No debo hacer nada que pueda cansarme.

– ¡Ja!

– Pero admito que me atrae lo del harén -sonrió-. Así que haz tu trabajo y dame placer.

– Tus palabras son órdenes para mí, señor.

Se aplicó a su tarea y vio que él luchaba contra la tentación de tocarla. Iniciaron un juego de seducción y control, buscando ganar la batalla. Él se rindió en parte, estirando las manos hacia sus senos, pero ella se alejó de modo que no alcanzara.

– No es justo -jadeó él.

– De acuerdo, me gusta el juego limpio -dijo ella inclinándose lo bastante para que sus dedos le rozaran los pezones. Casi gritó de placer al sentir el contacto, pero mantuvo el control, a duras penas.

– Estás haciendo trampa -protestó él.

– ¿Por qué?

– Te aprovechas de un hombre herido. Podría hacerme daño si me muevo demasiado.

Ella, arrepentida de haberse dejado llevar, se tumbó a su lado y un momento después se encontró boca arriba y una rodilla abrió sus piernas. Después estuvo dentro de ella, provocándole un intenso placer.

– ¡Tramposo! ¡Embustero! -jadeó.

– Claro. Siempre gano, cueste lo que cueste, y ya deberías saberlo a estas alturas.

Ella gritó cuando volvió a penetrarla. Se aferró a su cuello, por si acaso pretendía escapar.

– ¿Me odias? -musitó él en su oído, risueño.

– Sí, sí… te odio… no pares.

Él incrementó el ritmo y tomó lo que buscaba sin gentileza, consideración o modales. Pero la transportó a un universo nuevo y maravilloso y ella le perdonó todo. Absolutamente todo.

– Tengo que decirte una cosa -murmuró él en su oído un buen rato después-. Si un magnate te tuviera en su harén, despediría a todas las demás.

– Eso esperaría yo -suspiró ella, satisfecha.

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