VII


A Rumata le pareció que estaba tendido en un montículo cubierto de hierba, y que veía pasar sobre él unas nubes blancas por un cielo muy azul. Se sentía enormemente tranquilo, pero en otro montículo a su lado sentía un punzante dolor de huesos. El dolor estaba al mismo tiempo fuera y dentro de él, principalmente en su costado izquierdo y en la nuca. Alguien gritó: «¿Está muerto acaso? ¡Si es así os corto la cabeza!». Entonces una masa de agua helada se desplomó sobre él desde el cielo. Y efectivamente estaba tendido de espaldas y mirando al cielo, pero no en un montículo sino en medio de un charco, y el cielo no era azul sino negro y pesado como el plomo y lleno de reflejos rojizos. «Tonterías», dijo otra voz. «Está vivo. Vedlo: parpadea.» El que está vivo soy yo, pensó Rumata. Soy yo el que parpadea. ¿Pero por qué hablan así?

Alguien se movió junto a Rumata, chapoteando pesadamente en el agua. Sobre el cielo se recortó la negra silueta de una cabeza con un casco puntiagudo.

— Bien, noble Don: ¿deseáis ir andando, o preferís que os llevemos a rastras?

— Desátame los pies — dijo malhumoradamente Rumata, sintiendo como le dolían los partidos labios. Se pasó la lengua por ellos y pensó: vaya labios; deben parecer un par de buñuelos. Empezaron a desatarle las piernas, dándole tironazos y retorciéndoselas sin la menor contemplación. Mientras, a su lado seguían hablando: — ¡Cómo lo hemos dejado!

— ¿Y qué otra cosa podíamos hacer? Por poco se nos escapa. Está embrujado, las flechas rebotan en él.

— Yo conocí a un tipo así. Aunque le golpearas con el hacha, ni se enteraba.

— Pero sería un campesino.

— Sí, era un campesino.

— Eso es otra cosa. Este de aquí es de sangre azul.

— ¡Oh, mal rayo os parta! Habéis hecho unos nudos que no hay quien los desate.

¡Acercad una luz!

— ¡Córtalos con el cuchillo!

— ¡Muchachos, no lo desatéis! Si se ve libre puede emprenderla con nosotros otra vez.

A mí por poco me rompe la cabeza.

— Lo más probable es que no tenga fuerzas para empezar de nuevo.

— Vosotros pensad lo que queráis, pero yo le di con una jabalina de verdad. No es la primera vez que atravieso así una cota de mallas.

Una voz imperativa gritó desde la oscuridad: — ¿Termináis ya?

Rumata sintió que ya tenía las piernas libres, hizo un esfuerzo y se sentó. Varios forzudos milicianos contemplaban en silencio cómo se revolvía en el charco. Rumata apretó los hombros y notó que tenía los brazos retorcidos de tal forma a su espalda que le era imposible comprender dónde estaban los codos y dónde las manos. Reunió todas sus fuerzas y se puso en pie de un salto. Al hacerlo sintió un horroroso dolor en el costado.

Los milicianos se echaron a reír.

— ¿Qué, piensas escaparte?

— ¡Oh, no lo hagas, estamos ya muy cansados!

— ¿Os gusta el sabor de la derrota? — ¡Basta! — gritó una voz imperativa, saliendo de la oscuridad —. Venid acá, Don Rumata.

Rumata se dirigió hacia la voz, tambaleándose de un lado para otro. Un hombre con una antorcha emergió de la oscuridad y echó a andar ante él. Rumata pudo reconocer el sitio donde se encontraba. Era uno de los patios interiores del Ministerio de Seguridad de la Corona, que se hallaba cerca de las caballerizas reales. Si me llevan hacia la derecha, pensó Rumata, voy a la Torre, a un calabozo; si a la izquierda, a la cancillería. Agitó la cabeza y se animó a sí mismo: esto no es nada, lo principal es que estoy vivo y que aún puedo luchar. Torcieron hacia la izquierda. Por lo visto va a haber una investigación previa. Es extraño. Si vamos por este camino, ¿de qué me pueden acusar? Es cierto: de haber traído hasta aquí al envenenador, a Budaj, y de conspirar contra la Corona; también pueden achacarme la muerte del príncipe y, como es natural, me considerarán un espía de Irukán, de Soán, de los bárbaros, de los barones, de la Orden Sacra… Es increíble que aún esté vivo. Ese descolorido hongo debe haber maquinado algo nuevo.

— Por aquí — dijo la imperativa voz.

Se abrió una pequeña puerta. Rumata tuvo que agacharse para pasar por ella y entrar en un amplio local, alumbrado por una docena de candiles. En medio de la habitación estaban tumbados o sentados sobre una vieja alfombra varios hombres ensangrentados.

Algunos de ellos parecían estar muertos o desmayados. Casi todos estaban descalzos y vestidos con destrozadas camisas de dormir. A lo largo de las paredes había milicianos de coloradas mejillas, furiosos y ensoberbecidos por la victoria, apoyándose en sus hachas y segures. Ante ellos se paseaba, con las manos a la espalda, un oficial con espada y uniforme gris de grasiento cuello. El acompañante de Rumata, un hombre alto vestido con una capa negra, se dirigió al oficial y le dijo algo al oído. El oficial asintió con la cabeza, miró con interés a Rumata, y desapareció tras unas cortinas de colores que había en el extremo opuesto del local.

Los soldados también mostraron su interés por Rumata. Uno de ellos, que tenía un ojo enormemente hinchado, dijo: — ¡Buena piedra lleva el noble Don!

— Sí, es una piedra digna de un Rey. Y la diadema es de oro macizo.

— Ahora los reyes somos nosotros.

— ¿Se la quitamos?

— ¡Quietos! — dijo quedamente el hombre de la capa negra.

Los milicianos se miraron sorprendidos.

— ¿Quién es ese tipo? — preguntó el soldado del ojo hinchado.

En lugar de responder, el de la capa negra le giró la espalda y se situó al lado de Rumata. Los milicianos lo miraron escrutadoramente.

— ¡Hey, si parece un cura! — dijo el del ojo hinchado —. ¡Hey, cura, ¿quieres que te dé una puñada en la frente?

Los demás se echaron a reír a carcajadas. El del ojo hinchado escupió en sus manos, tomó el hacha y avanzó hacia Rumata. Vas a recibir una sorpresa, pensó éste, echando un poco hacia atrás su pierna derecha.

— ¿A quién he estado combatiendo siempre? — prosiguió el miliciano, deteniéndose ante Rumata y el hombre de la capa negra —. A los curas, a todos esos ilustrados y a los artesanos. En una ocasión…

El de la capa negra levantó una mano, con la palma hacia arriba. Junto al techo sonó un chasquido. ¡Zip! El del ojo hinchado se derrumbó de espaldas, dejando caer el hacha.

En medio de la frente tenía hincada una flecha de ballesta, corta y robusta, con un denso mechón de plumas. La estancia quedó en silencio. Los otros milicianos retrocedieron, mirando aterrorizados las claraboyas del techo. El hombre de la capa bajó la mano y ordenó secamente: — ¡Llevaos a esa carroña! ¡Aprisa!

Varios milicianos cogieron al muerto por los pies y las manos y se lo llevaron medio a rastras. De detrás de las cortinas salió el oficial Gris e hizo una seña invitando a entrar.

— Vamos, Don Rumata — dijo el de la capa negra.

Rumata avanzó hacia las cortinas, rodeando el grupo de prisioneros. No comprendo absolutamente nada, pensó. Apenas pasó las cortinas se vio inmovilizado en la oscuridad, registrado, despojado de la vacía vaina de su espada y empujado hacia la luz.

Inmediatamente se dio cuenta de dónde estaba. Era el gabinete de Don Reba en los aposentos lilas. Don Reba estaba sentado en el mismo sitio en que lo viera aquella mañana, en la misma postura, exageradamente envarado, con los codos sobre la mesa y los dedos entrelazados. Seguramente tiene hemorroides, pensó repentinamente Rumata.

A la derecha de Don Reba estaba sentado el padre Tsupik, con aspecto grave y pensativo y los labios apretados, y a la izquierda un gordinflón de sonrisa amable con las insignias de capitán en su uniforme gris. En el gabinete no había nadie más. Cuando entró Rumata, Don Reba dijo amablemente y en voz baja: — Amigos, aquí tenéis al noble Don Rumata.

El padre Tsupik hizo una mueca despectiva. El gordinflón movió la cabeza con benevolencia.

— Este es nuestro antiguo y muy consecuente enemigo — dijo Don Reba.

— Si es enemigo, se le cuelga — dijo con voz ronca el padre Tsupik.

— ¿Qué pensáis vos, hermano Aba? — preguntó Don Reba, inclinándose hacia el gordinflón.

— ¿Yo?… Me parece que… — el hermano Aba sonrió indeciso, como si fuera un niñito inocente, y abrió sus cortos brazos —. Me da lo mismo. Pero creo que no debemos colgarlo. Quizá sería mejor quemarlo vivo, ¿no creéis Don Reba?

— Sí, quizá — dijo Don Reba, pensativo.

— Se cuelga a la chusma, a la gente baja — siguió diciendo el hermano Aba, con su sonrisa angelical —. Debemos seguir ocupándonos de que el pueblo siga respetando las diferencias sociales. Don Rumata es el vástago de una antiquísima casa, un gran espía irukano… Creo que es irukano, ¿me equivoco? — cogió un papel de sobre la mesa y lo miró con ojos miopes —. Así es, sí. Y también soano. ¡Así que con mayor motivo!

— Bueno, entonces que lo quemen — dijo el padre Tsupik.

— De acuerdo — asintió Don Reba —. Que lo quemen.

— Pero creo que Don Rumata puede aliviar si quiere su suerte — insinuó el hermano Aba —. ¿Me comprendéis, Don Reba?

— No del todo.

— ¿Y sus riquezas? La casa de los Rumata posee riquezas legendarias. — Tenéis razón — dijo Don Reba.

El padre Tsupik bostezó, tapándose discretamente la boca con una mano, y miró los cortinajes lilas que había a la derecha de la mesa.

— Bien, empecemos entonces a actuar de acuerdo con las normas — continuó Don Reba tras un suspiro.

El padre Tsupik seguía mirando de reojo a los cortinajes. Se veía claramente que estaba esperando algo, y que el interrogatorio no le importaba en absoluto. ¿Qué comedia es ésta? se preguntó Rumata. ¿Qué significa todo esto?

— Noble Don Rumata — dijo entonces Don Reba —, para nosotros sería un gran placer escuchar las respuestas que podáis dar a algunas de las preguntas que deseamos haceros.

— Antes desatadme las manos — dijo Rumata.

El padre Tsupik se inquietó y comenzó a morderse los labios. El hermano Aba movió desesperadamente la cabeza.

Don Reba miró primero al hermano Aba y luego al padre Tsupik.

— Comprendo que os inquietéis, amigos — dijo —. Pero teniendo en cuenta algunas circunstancias que Don Rumata seguramente debe sospechar… — y al decir aquello recorrió con la vista la serie de claraboyas que había en el techo —, creo que podemos acceder. ¡Desatadle las manos! — ordenó, sin levantar la voz.

Rumata notó cómo alguien se acercaba a él por detrás, y cómo unos dedos blandos tocaban sus manos y cortaban con facilidad las cuerdas. El hermano Aba sacó de debajo de la mesa una enorme ballesta de combate y la colocó ante él, sobre un montón de papeles. Las manos de Rumata colgaron inertes a sus costados. Casi no las sentía.

— Empecemos — dijo Don Reba enérgicamente —. ¡Decidnos vuestro nombre, estirpe y títulos!

— Rumata, de la estirpe de los Rumata de Estoria, caballeros cortesanos desde hace veinticinco generaciones.

Rumata miró a su alrededor, se sentó en el sofá y empezó a darse masaje en las manos. El hermano Aba le apuntó con la ballesta, resoplando nerviosamente.

— ¿Qué era vuestro padre?

— Consejero Imperial, y leal servidor y amigo del Emperador.

— ¿Vive?

— No. Murió.

— ¿Hace mucho?

— Hace once años. — ¿Cuántos años tenéis?

Rumata no tuvo tiempo de responder. Se oyó un ruido tras las cortinas. El hermano Aba miró disgustado hacia allá. El padre Tsupik se levantó y se echó a reír sarcásticamente.

— Esto no es todo, nobles Dones… — comenzó a decir con maliciosa alegría.

En aquel momento, tres hombres, que Rumata no esperaba ver allí, y evidentemente el padre Tsupik tampoco, surgieron de detrás de las cortinas. Eran tres frailes enormes, con hábitos negros y capuchones echados sobre los ojos. Los tres avanzaron rápidamente y, sin hacer ruido, cogieron al padre Tsupik por los codos.

— ¿Eh?… No… — empezó a mascullar el padre Tsupik. Su rostro se volvió blanco como la cera. Indudablemente, lo que esperaba era algo muy distinto.

— ¿Qué pensáis vos, — hermano Aba? — se interesó Don Reba, inclinándose tranquilamente hacia el gordinflón.

— Está claro — respondió el interpelado —, ¿Qué duda cabe?

Don Reba hizo un leve movimiento con la mano. Los monjes levantaron del suelo al padre Tsupik y se lo llevaron tan silenciosamente como habían venido. Rumata hizo un gesto de repugnancia. El hermano Aba se frotó sus blandas manos y dijo resueltamente: — Todo ha salido a pedir de boca, ¿no os parece, Don Reba?

— Sí, no ha estado mal — asintió Don Reba —. Pero sigamos. ¿Cuántos años tenéis, Don Rumata?

— Treinta y cinco.

— ¿Cuándo llegasteis a Arkanar?

— Hace cinco años.

— ¿De dónde vinisteis?

— De Estoria, donde vivía en mi casa solariega.

— ¿Por qué cambiasteis de residencia?

— Las circunstancias me obligaron a ello. Así que busqué una ciudad capaz de competir en esplendor con la capital de la metrópoli.

Rumata sintió cómo finalmente la sangre empezaba a fluir por las venas de sus hinchadas manos, pero siguió dándose masaje.

— ¿Qué circunstancias fueron ésas?

— Tuve un duelo, y maté en él a un miembro de la augusta familia.

— ¡Vaya! ¿A quién concretamente?

— Al hijo de los duques de Ekín.

— ¿Qué motivó el duelo?

— Una mujer.

Rumata tenía la impresión de que todas aquellas preguntas no significaban nada, que eran una parodia idéntica a lo que sería el procedimiento de ejecución de su condena a muerte. Cada uno de nosotros tres está esperando algo, pensó. Yo espero a que me empiecen a reaccionar las manos. El hermano Aba es estúpido y espera a que empiece a caer a sus pies el oro del tesoro patrimonial de la casa de los Rumata. Y Don Reba también espera algo. Pero… ¿y esos monjes? ¿Desde cuándo hay monjes en palacio? ¡Y además diestros y decididos!

— ¿Cómo se llamaba esa mujer?

¡Vaya preguntas! pensó Rumata. Es difícil imaginarlas más estúpidas. Bien, procuraré animar un poco la cosa.

— Doña Rita.

— No esperaba de vos esa respuesta. Os la agradezco.

— Siempre a vuestras órdenes.

Don Reba hizo una pequeña inclinación de reconocimiento.

— ¿Habéis estado alguna vez en Irukán?

— No.

— ¿Estáis seguro?

— Y vos también.

— ¡Queremos saber la verdad! — dijo Don Reba en tono sentencioso. El hermano Aba asintió con la cabeza —. ¡Tan solo la verdad!

— ¡Oh! — dijo Rumata —. Yo creía que… — y dejó la frase en suspenso.

— ¿Qué es lo que creíais?

— Que lo que estabais persiguiendo era echar mano de mis bienes patrimoniales.

Aunque en realidad no comprendo cómo pensáis conseguirlo.

— ¡Por donación! — gritó el hermano Aba. Rumata se echó a reír de la forma más insolente que pudo.

— Sois estúpido, hermano Aba, o como demonios os llaméis… Se nota que sois tendero.

¿No sabéis acaso que el mayorazgo no puede pasar a manos ajenas? El hermano Aba se enfureció, pero se contuvo. — No deberíais hablar en ese tono — dijo Don Reba con benevolencia.

— ¿No queréis acaso saber la verdad? — replicó Rumata —. Pues ahí la tenéis: el hermano Aba es estúpido y tendero.

El hermano Aba ya se había repuesto. — Me parece que nos hemos desviado de nuestro objetivo — dijo con una sonrisa —. ¿No lo creéis así, Don Reba?

— Sí, lleváis razón, como siempre — respondió Don Reba —. ¿Y en Soán, habéis tenido ocasión de estar? — preguntó a Rumata.

— Sí, en Soán sí he estado. — ¿Con qué motivo? — Fui a visitar la Academia de Ciencias.

— Una extraña conducta para un joven de vuestra posición.

— Fue un capricho.

— ¿Conocéis a Don Kondor, Juez General de Soán?

Rumata se puso en guardia.

— Sí. Es un viejo amigo de mi familia. — Y una persona nobilísima, ¿no es cierto?

— Sí; muy respetable.

— ¿Y sabéis que Don Kondor es uno de los que han tomado parte en la conspiración contra Su Majestad?

Rumata irguió la cabeza.

— No olvidéis, Don Reba — dijo con soberbia —, que para nosotros, es decir, para la primitiva aristocracia de la metrópoli, todos los soaneses e irukanos, al igual que los de Arkanar, no son más que vasallos de la Corona Imperial —. Rumata cruzó desdeñosamente las piernas y se giró hacia un lado.

Don Reba lo miró pensativo.

— ¿Sois rico?

— Podría comprar todo Arkanar, pero no me gustan los muladares.

Don Reba suspiró.

— Mi corazón sangra — dijo —, cuando pienso en la necesidad de cortar un brote tan magnífico de un linaje tan ilustre. Sería un crimen, si no estuviera dictado por razones de Estado.

— Sería mejor que pensarais menos en las razones de Estado — dijo Rumata — y más en vuestro propio pellejo.

— Lleváis razón — dijo Don Reba, e hizo chasquear los dedos.

Rumata tensó rápidamente los músculos, y volvió a relajarlos. Su cuerpo funcionaba.

De detrás de las cortinas salieron otra vez los tres monjes y, con la misma diligencia y precisión que antes, que ponían de manifiesto su enorme preparación, se agruparon en torno al hermano Aba, que seguía sonriendo afablemente, lo sujetaron, y le retorcieron los brazos a la espalda.

— ¡Ay… ay! — gritó el hermano Aba, y su gruesa cara se desfiguró por el dolor y por el terror.

— ¡Vamos, aprisa, no os detengáis! — gritó Don Reba, con visible repugnancia.

El gordinflón resistió rabiosamente mientras lo arrastraban hasta las cortinas. Sus gritos se siguieron oyendo por unos momentos, luego se escuchó un horroroso alarido y todo volvió a quedar en silencio. Don Reba se puso en pie y descargó con cuidado la ballesta.

Rumata lo seguía atentamente con los ojos.

Don Reba empezó a pasear por la habitación. Estaba pensativo, y de tanto en tanto se rascaba la espalda con la saeta.

— Está bien, está bien — murmuró con voz suave —. Magnífico… — Daba la impresión de haberse olvidado de Rumata. Sus pasos se fueron haciendo cada vez más rápidos, y al andar movía rítmicamente la flecha, como si fuera una batuta. Luego se detuvo de repente tras la mesa, arrojó la flecha a un lado, se sentó cuidadosamente y con rostro sonriente murmuró — : Cómo los he atrapado, ¿eh? Ni siquiera han podido abrir la boca. En vuestro país esto no hubiera sido posible…

Rumata no respondió.

— Sí… — dijo Don Reba pensativo —. Está bien. Ahora podremos seguir hablando, Don Rumata. ¿O puede que tal vez no seáis Don Rumata… que ni siquiera seáis Don?

Rumata permanecía en silencio, mirando a Don Reba con expresión interesada. Este estaba pálido, se le veían unas venillas rojas en la nariz, y temblaba de excitación. Se notaban sus deseos de dar un puñetazo contra la mesa y gritar: «¡Lo sé, lo sé todo!».

¿Pero qué sabes tú, hijo de perra? Si supieras algo no podríais ni creerlo. ¡Adelante, habla: te escucho!

— Seguid — dijo Rumata —. Os estoy escuchando.

— Vos no sois Don Rumata — declaró Don Reba —. Sois un impostor — y al decir eso lo miró severamente —. Rumata de Estoria murió hace cinco años, y está enterrado en su panteón familiar. Y los santos hace ya mucho tiempo que dieron reposo a su alma que, a decir verdad, no estaba muy limpia de pecados. Bien, ¿vais a confesar solo, o necesitáis que os ayude? — Yo mismo lo confesaré todo — dijo Rumata tranquilamente —. Me llamo Rumata de Estoria, y no permito que nadie dude de mi palabra.

Veamos cómo resulta un poco de irritación, pensó Rumata. Es una lástima que me duela el costado: de otro modo hubiera podido dar más energía a mis palabras.

— Está visto que tendremos que continuar nuestra conversación en otro sitio — dijo Don Reba enojadamente. Su rostro se transformó. Desapareció de él la sonrisita agradable, sus labios se apretaron formando una dura línea recta, y la piel de su frente empezó a latir de una manera extraña y siniestra. Sí, pensó Rumata, es capaz de asustar a cualquiera.

— ¿Es verdad que padecéis hemorroides? — preguntó Rumata, como preocupándose por su salud.

Un relámpago pasó por los ojos de Don Reba, pero la expresión de su rostro no varió.

Hizo como si no hubiera oído a Rumata.

— Habéis empleado mal a Budaj — dijo éste último —. Budaj es un magnífico especialista…

¿O debería decir eral — añadió significativamente.

Por los descoloridos ojos de Don Reba volvió a cruzar un relámpago. Oh, pensó Rumata; Budaj está vivo.

— Entonces, ¿os negáis a confesar? — dijo Don Reba.

— ¿A confesar qué?

— Que sois un impostor.

— Mi respetable Don Reba — dijo Rumata sentenciosamente —, esas cosas hay que demostrarlas. ¿No comprendéis que me estáis ofendiendo?

El rostro de Don Reba adoptó una expresión engañosamente dulzona.

— Mi querido Don Rumata… por el momento os llamaré así. No acostumbro a demostrar nada a nadie. Lo que haya que demostrar se demuestra en la Torre de la Alegría. Para eso mantengo a toda una serie de especialistas bien pagados que, valiéndose de la retorcedora de carne de San Mika, de la bota de Nuestro Señor, de las manoplas de la Mártir Pata o del asiento… perdón, del sillón de Totz el Conquistador, pueden demostrar todo lo que sea necesario: que existe Dios o que no existe, que la gente anda cabeza abajo o de lado… ¿Me comprendéis? Existe toda una ciencia que se dedica a esa clase de demostraciones. Entended, ¿para qué voy a molestarme en demostrar lo que sé perfectamente? Por otra parte, vuestra confesión no encierra ningún peligro.

— Para mí no — dijo Rumata —. Pero sí para vos.

Don Reba quedó un rato pensativo.

— Bien — dijo finalmente —, por lo visto voy a tener que empezar yo. Veamos en qué asuntos ha estado complicado el noble Don Rumata de Estoria durante los cinco años de su vida de ultratumba en el reino de Arkanar. Luego me explicaréis qué sentido tiene todo esto, ¿de acuerdo?

— No deseo prometeros nada de antemano — dijo Rumata —, pero os escucharé atentamente.

Don Reba, tras buscar en uno de los cajones de su mesa, extrajo un trozo de papel fuerte, levantó las cejas, lo miró y dijo: — Como vos sabéis, yo, Ministro de Seguridad de la Corona de Arkanar, tomé ciertas medidas contra los llamados intelectuales, sabios y demás gente inútil y peligrosa para el Estado. Estas medidas tropezaron con una increíble reacción. Mientras todo el pueblo, de modo unánime, conservando su fidelidad al Rey y a las tradiciones de Arkanar, me ayudaba en todo, es decir, entregaba a los que se ocultaban, se tomaba la justicia por su mano y señalaba a los sospechosos que escapaban a mi atención, una fuerza desconocida pero enérgica nos quitaba de las manos a los delincuentes más importantes, más perversos y más repugnantes, y los llevaba fuera de las fronteras del Reino. De esta forma pudieron escapar el astrólogo ateo Baguir Kissenski; el alquimista Sinda, que como pudo demostrarse tenía relaciones con el espíritu del mal y con las autoridades de Irukán; el abominable panfletista y alterador del orden Tsurén, y otros muchos de menor rango.

Así pudo ocultarse el brujo loco y mecánico Kabani. Alguien gastó montañas de oro intentando impedir que se cumpliera la voluntad del pueblo con relación a los espías y envenenadores sacrílegos, ex galenos de la corte de Su Majestad. También hubo alguien que, en unas circunstancias que hacen recordar al enemigo de la especie humana, liberó de sus guardianes al monstruo de la depravación, corruptor de almas populares y cabecilla de la insurrección campesina Arata el Jorobado. — Don Reba hizo una pausa, la piel de su frente se estremeció, y miró significativamente a Rumata. Este elevó sus ojos al techo y sonrió. Recordó el día en que se llevó a Arata el Jorobado valiéndose de un helicóptero. Los guardianes se quedaron alucinados al ver el aparato. Y a Arata le ocurrió lo mismo. Fue un buen golpe.

— Y sabed — prosiguió Don Reba — que este cabecilla llamado Arata está ahora en libertad, y acaudilla a los siervos que se han sublevado en las regiones orientales de la metrópoli, donde se está derramando mucha sangre noble. Se sabe que este cabecilla no carece de dinero ni de armas.

— Os creo — dijo Rumata —. Desde el primer momento me dio la impresión de que era un hombre decidido…

— ¿Así que reconocéis…? — le interrumpió Don Reba.

— ¿Qué?

Durante unos segundos se miraron mutuamente a los ojos.

— Sigamos — dijo Don Reba —. Por la salvación de estos corruptores de almas pagasteis, Don Rumata, según mis humildes e incompletos cálculos, no menos de cuatro arrobas de oro. Ni hay que decir que al hacer esto cayó sobre vos una mancha eterna por haber pactado con el espíritu del mal. Tampoco mencionaré que durante todo el tiempo que lleváis en el reino de Arkanar no habéis recibido de vuestras propiedades de Estoria ni una sola moneda. ¿Por qué habríais de recibirla? ¿Qué objeto tiene enviar dinero a un difunto, aunque sea pariente? Y sin embargo, ¡qué oro!

Abrió un cofrecillo que tenía medio oculto entre los papeles de la mesa y extrajo un puñado de monedas con el perfil de Pisa VI.

— ¡Este oro sería suficiente para mandaros a la hoguera! — gritó Don Reba —. ¡Es oro del diablo! ¡No hay manos humanas capaces de obtener un metal tan puro como éste!

Y Don Reba perforó a Rumata con su mirada. Magnífico, pensó éste. No habíamos previsto esto. Es el primero que se da cuenta. Hay que tenerlo presente.

A partir de aquel momento Don Reba volvió a apagarse. En su voz empezaron a infiltrarse notas de paternal condescendencia.

— Y en general obráis con muy poco cuidado, Don Rumata. Me habéis tenido preocupado durante todo este tiempo. ¡Qué duelista! ¡Qué pendenciero! ¡Ciento veintiséis duelos en cinco años! Y… ni un solo muerto. Esto es algo que da que pensar. Yo, por ejemplo, he llegado a cierta conclusión. Y no sólo yo. Esta misma noche, el hermano Aba… no hay que hablar mal de los difuntos, pero ése era un hombre excesivamente cruel, al que me costaba gran trabajo soportar… el hermano Aba, cuando se dio la orden de arresto contra vos, no encomendó esta tarea a los milicianos más hábiles, sino a los más fuertes y pesados. Y, como veis, estaba en lo cierto. El resultado fue unas cuantas manos descoyuntadas, varios cuellos magullados, un montón de dientes de menos, pero… ¡aquí estáis vos! Y eso a pesar de que sabíais perfectamente que os estabais jugando la vida. Sois un maestro, sin la menor duda la mejor espada del Imperio. Pero está claro que tuvisteis que venderle el alma al diablo, ya que únicamente en el infierno se puede aprender a luchar así. Y sospecho que esta maestría os fue dada con la condición de que no debíais matar a nadie, aunque es incomprensible el fin que pueda perseguir el diablo poniendo una tal condición. Pero estas son cosas de la incumbencia de nuestros eclesiásticos…

Un gruñido interrumpió su discurso. Don Reba miró hacia los cortinajes lilas. Alguien luchaba tras ellos. Se oyeron golpes, chillidos: «¡Soltadme, soltadme!», injurias, y otras voces en un dialecto incomprensible. Una de las cortinas cayó, arrancada de improviso, y un hombre calvo, con la barbilla ensangrentada y los ojos desorbitados, irrumpió dando traspiés en el gabinete y cayó al suelo. Dos manos enormes surgieron de detrás de otra cortina, agarraron al recién llegado por los pies y se lo llevaron arrastrando. Rumata lo reconoció: era Budaj. Gritaba desesperadamente: — ¡Me habéis engañado! ¡Eso era veneno! ¿Por qué…?

Sus palabras se ahogaron en la oscuridad. Un hombre vestido de negro colgó rápidamente la cortina caída. En el silencio que siguió se oyó un ruido repugnante.

Alguien vomitó. Rumata empezó a comprenderlo todo.

— ¿Dónde está Budaj? — preguntó secamente a Don Reba.

— Como veis, le debe haber ocurrido una desgracia — respondió Don Reba, aparentando no darle excesiva importancia. Pero Rumata se dio cuenta de que estaba desconcertado.

— ¡Dejaos de historias! — rugió. ¿Dónde está Budaj?

— ¡Ah, Don Rumata! — exclamó Don Reba, agitando la cabeza y recuperando de nuevo su aplomo —. ¿Para qué queréis a Budaj? ¿Es acaso pariente vuestro? ¡Nunca lo habíais visto antes!

— ¡Oíd, Reba! — gritó Rumata enfurecido —. ¡Estoy hablando en serio! Si le ocurre algo a Budaj, os haré morir como a un perro. Os aplastaré. — No tendríais tiempo — se apresuró a decir Don Reba. Pero estaba blanco como la cera.

— Reba, sois un imbécil. Tenéis experiencia en tejer intrigas, pero no comprendéis nada.

Nunca en la vida os habéis metido en un juego tan peligroso como éste. Y lo peor es que ni siquiera os lo imagináis.

Don Reba se encogió tras su mesa. Sus ojos ardían como dos carbones al rojo.

Rumata se daba también cuenta de que tampoco él había estado nunca tan cerca de la muerte. Las cartas estaban a punto de volverse boca arriba. Se estaba ventilando quién iba a ser a partir de ahora el dueño de la situación. Rumata tensó sus nervios, dispuesto a saltar. En el rostro de Don Reba se leía claramente el pensamiento de que no existe flecha ni jabalina que mate instantáneamente. El viejo hemorróideo quería vivir.

— No os alteréis — dijo, medio gimiendo —. Estábamos hablando normalmente… Sí, sí: Budaj está vivo y sano. No os preocupéis. Espero que me cure incluso a mí.

— ¿Dónde está?

— En la Torre de la Alegría.

— Lo necesito.

— Yo también, Don Rumata.

— ¡Iros al diablo! ¡Don Reba, dejémonos de hipocresías! Sé que me teméis y… hacéis bien en temerme. Budaj me pertenece, ¿comprendido?

Ahora los dos estaban de pie. Reba infundía temor. Se había puesto verde, sus labios temblaban nerviosamente, mascullaba algo, escupiendo saliva junto con las palabras.

— ¡Mocoso! — susurró —. ¡Yo no le temo a nadie! Y puedo aplastaros como a una sabandija — y diciendo esto se giró y arrancó el tapiz colgado a su espalda. Una amplia ventana quedó al descubierto —. ¡Mirad!

Rumata se acercó a la ventana. Daba a la plaza que había ante el palacio. Empezaba a despuntar el alba. El humo de los incendios ensombrecía el horizonte gris. En la plaza había algunos cadáveres abandonados. Pero en el centro de la misma negreaba un cuadrilátero inmóvil. Observándolo mejor, Rumata vio que aquel cuadrilátero era una correctísima formación de fuerzas de caballería uniformadas con largas capas negras, capuchas del mismo color que les cubrían hasta los ojos, escudos triangulares en el brazo izquierdo y largas picas en la mano derecha.

— ¿Qué os parece? — dijo Don Reba con voz entrecortada, y como si todo su cuerpo temblara —. Ahí tenéis a los hijos sumisos de Nuestro Señor, a los caballeros de la Orden Sacra. Esta noche han desembarcado en el puerto de Arkanar para aplastar el motín bárbaro de los desharrapados nocturnos de Vaga Kolesó confabulados con esos tenderos que tan engreídos estaban. El motín ha sido aplastado. La Orden Sacra es dueña de la ciudad y de todo el país. Desde ahora Arkanar es una región de la Orden…

Rumata se frotó perplejo la nuca. Aquello sí que era una buena sorpresa. De modo que para eso habían estado preparando el terreno aquellos desgraciados tenderos. ¡Eso sí era una provocación!

Don Reba reía triunfalmente.

— Aún no me he presentado realmente a vos — dijo, con la misma temblorosa voz de antes —. ¡Don Reba, Siervo del Señor, Obispo y Gobernador General de la Orden Sacra en la región de Arkanar!

Era de prever, pensó Rumata. Donde impera la gente gris, siempre acaban mandando las fuerzas negras de la reacción. ¡Oh, vosotros, sociólogos, qué varapalo merecéis!

Rumata, con las manos a la espalda, empezó a balancearse sobre las puntas de los pies.

— Estoy cansado — dijo con repugnancia —. Quiero dormir un poco y lavarme con agua caliente para quitarme la sangre y las babas de vuestros matones. Mañana… mejor dicho, hoy… una hora después de la salida del sol, me pasaré por vuestra cancillería. La orden de libertad de Budaj deberá estar preparada.

— ¡Hay veinte mil como ésos! — gritó don Reba, señalando con la mano la ventana.

Rumata frunció el ceño.

— Hablad más bajo, por favor — dijo —. Y recordad, Don Reba, que sé perfectamente que vos no sois obispo ni nada parecido. Os estoy viendo como si fuerais transparente. Y por eso puedo deciros que no sois más que un traidor despreciable y un mal intrigante… — Don Reba se pasó la lengua por los labios al oír esto, y sus ojos se volvieron vidriosos —. Soy implacable — continuó Rumata —. Y responderéis con vuestra cabeza por cada infamia que se cometa contra mí y contra mis amigos. Tened presente cuánto os odio. Sin embargo, estoy dispuesto a soportaros si aprendéis a apartaros a tiempo de mi camino. ¿Está claro?

Don Reba improvisó una suplicante sonrisa y se apresuró a decir: — Yo no deseo más que una cosa: que estéis conmigo, Don Rumata. Sé que no puedo mataros. No sé por qué, pero no puedo.

— Porque me teméis.

— Es posible. O porque vos seáis el diablo o el hijo de Dios. ¿Quién sabe? A lo mejor sois un hombre llegado de esos poderosísimos países ultramarinos que dicen que existen. No quiero ni asomarme a la sima de donde hayáis podido salir, porque la cabeza empieza a darme vueltas y temo incurrir en herejía. Pero a pesar de todo podría mataros en cualquier momento: ahora… mañana… ¿me entendéis?

— No me importa — dijo Rumata.

— Entonces, ¿qué es lo que os importa?

— No hay nada que me importe. Me gusta divertirme, eso es todo. No soy ni dios ni demonio. No soy más que el noble Don Rumata de Estoria, un alegre cortesano con muchos caprichos y no menos prejuicios, pero que está acostumbrado a ser libre en todos los sentidos. ¡Recordad bien esto!

Don Reba, recobrando su compostura, se limpió el sudor con el pañuelo e inició una amable sonrisa.

— Me gusta vuestra obstinación — dijo —. A fin de cuentas, también vos aspiráis a la implantación de unos ideales. Respeto estos ideales, aunque no los comprenda. Me siento satisfecho de nuestro cambio de impresiones. Tal vez llegue un día en que vos me deis a conocer vuestras opiniones, y no está excluido el que yo me vea obligado a cambiar las mías. Los hombres solemos cometer errores. Puede que yo esté equivocado, y que el fin al que aspiro no sea el que mejor merece que se trabaje por él con el celo y el desinterés con que lo estoy haciendo. Soy hombre de amplios horizontes, y esto me permite hacerme a la idea de que es probable que alguna vez trabaje con vos, hombro con hombro.

— Es probable — dijo Rumata, y se dirigió hacia la puerta. Cerdo asqueroso, pensó. Lo último que necesito es un colaborador así. ¡Y hombro con hombro!

La ciudad estaba aterrada. El rojizo sol del amanecer alumbraba lúgubremente las desiertas calles, las ruinas humeantes, los postigos arrancados y las puertas rotas. Los trozos de vidrio mezclados entre el polvo despedían reflejos sangrientos. Una nube de cuervos había caído sobre la ciudad, como si fuera un campo raso. Las plazoletas y las encrucijadas estaban tomadas por jinetes vestidos de negro que formaban parejas y tríos.

Aquellos soldados vigilaban atentamente cualquier movimiento a través de las rendijas de sus capuchas, girando lentamente el cuerpo sobre sus cabalgaduras. De unos postes improvisados pendían sobre ya apagadas hogueras cuerpos carbonizados sujetos con cadenas. Parecía como si lo único que quedara vivo en la ciudad fueran los cuervos y aquellos asesinos enlutados.

Rumata recorrió la mitad del camino hasta su casa con los ojos cerrados. Le dolía horriblemente el magullado cuerpo, y no podía respirar bien. ¿Son acaso realmente hombres esos seres? iba pensando. ¿Hay en ellos algo de humano? Mientras matan a unos en plena calle, otros permanecen escondidos en sus casas, esperando sumisamente a que llegue su turno. Y cada uno piensa: «que cojan a quien quieran, pero que no me toquen a mí». Los unos matan a sangre fría, y los otros tienen la sangre fría de esperar a que los maten. Esta sangre fría es lo más horrible. Hay diez personas, muertas de miedo, esperando dócilmente, y una sola que se acerca a ellas, elige su víctima, y la mata a sangre fría frente a las demás. Tienen el alma empañada, y cada hora de dócil espera se la ensucia mucho más. En este mismo momento, dentro de estas casas que parecen muertas, están naciendo canallas, delatores, criminales… porque millares de personas acobardadas para toda su vida están enseñando implacablemente a sus hijos a ser cobardes, y éstos harán lo mismo con los suyos, y así sucesivamente. No puedo más.

Un poco más de esto, y me volveré loco o me convertiré en uno como ellos. Un poco más, y dejaré de comprender cuál es mi misión aquí. Tengo que descansar… tengo que volverle la espalda a todo esto, tengo que tranquilizarme.

«…a finales del año del Agua — así llamado en la nueva nomenclatura —, los procesos centrífugos en el antiguo Imperio se hicieron muy importantes. Aprovechando esta circunstancia, la Orden Sacra, que representaba los intereses de los grupos más reaccionarios de la sociedad feudal, y que aspiraba a detener a toda costa la disipación…» Pero, cuando escribáis esto, ¿quién de vosotros sabrá cómo olían los cuerpos de las personas quemadas en la hoguera? ¿Quién habrá visto a una pobre mujer desnuda, con el vientre rajado, tirada en medio de la calle? ¿Quién de vosotros, niños y niñas del futuro que miraréis estas lecciones en el estereovisor pedagógico de las escuelas de la República Comunista de Arkanar habrá contemplado ciudades en las que la gente calla mientras los cuervos graznan?

Algo duro y punzante apoyándose contra su pecho apartó a Rumata de estos pensamientos. Abrió los ojos y vio ante sí a un jinete negro. La punta de su larga pica, de ancha y afilada hoja en forma de sierra, era lo que empujaba su pecho. El jinete miró silenciosamente a Rumata a través de las rendijas de su capuchón. Por debajo de éste solamente se podía ver una boca de finos labios y una pequeña barbilla. Debo hacer algo, pensó Rumata. Pero, ¿qué? ¿Tirarlo del caballo? No. El jinete apartó despacio la pica para asestar el golpe. ¡Ah, sí! Rumata levantó con desgana su brazo izquierdo y tiró hacia arriba de la manga para dejar al descubierto el brazalete de hierro que le habían entregado al salir de palacio. El jinete lo miró, levantó la pica y lo dejó pasar.

— En nombre del Señor — dijo secamente el de a caballo, con una pronunciación rara.

— En nombre Suyo — refunfuñó Rumata, y siguió su camino, pasando junto a otro jinete que estaba intentando alcanzar con la pica la tallada figura de un alegre diablillo que había en la cornisa de una casa. Tras el postigo medio arrancado de una ventana del segundo piso se distinguió por unos momentos la silueta de un grueso rostro muerto de miedo. Debía ser el de alguno de aquellos tenderos que hasta hacía tres días gritaban: «¡Viva Don Reba!» mientras bebían cerveza, y oían placenteramente el resonar de las botas claveteadas machacando la calle. ¡Qué ignorancia!

¿Y qué le habrá ocurrido a mi casa? pensó de repente, y aceleró el paso. El último trozo de calle lo pasó casi corriendo. La casa estaba intacta. En los escalones de la puerta estaban sentados dos monjes, con los capuchones echados hacia atrás y las mal afeitadas cabezas expuestas al sol. Cuando vieron llegar a Rumata se pusieron en pie.

— En nombre del Señor — dijeron al unísono.

— En Su nombre — respondió Rumata —. ¿Qué estáis haciendo aquí?

Los monjes hicieron una inclinación, poniendo las manos sobre sus vientres.

— Vos habéis llegado — dijo uno de ellos —, y nosotros nos vamos. — Bajaron los escalones, y se marcharon sin apresurarse, encorvados y con las manos metidas en las mangas de sus hábitos.

Rumata los siguió con la vista, y recordó cómo antes había visto miles de veces aquellas humildes figuras con sotanas negras. Pero antes no arrastraban por el polvo las vainas de sus grandes espadas. No caímos en la cuenta de ello, pensó. ¡Qué error! Cómo se divertían los nobles Dones cuando se encontraban con algún monje solitario: se colocaban uno a cada lado, y empezaban a contar historias obscenas. Y yo, idiota, me fingía borracho e iba tras ellos riéndome a carcajadas y alegrándome de que el Imperio no fuera víctima del fanatismo religioso. ¿Pero qué podía hacerse? Sí, ¿qué podía hacerse?

— ¿Quién es? — preguntó desde dentro una temblorosa voz.

— ¡Abre, Muga! ¡Soy yo! — dijo Rumata en voz baja.

Sonaron los cerrojos, se entreabrió la puerta, y Rumata entró en el vestíbulo. Vio que todo estaba como de costumbre y suspiró. El viejo Muga, tan respetuoso como siempre, se apresuró a. coger el casco y la espada.

— ¿Cómo está Kira?

— Se encuentra bien: está arriba.

— Magnífico — dijo Rumata, quitándose el tahalí —. Y Uno, ¿por qué no está aquí? Muga cogió el tahalí.

— Uno está muerto. Lo han matado. Está en el cuarto de la servidumbre.

Rumata cerró los ojos.

— ¿Uno muerto? ¿Quién ha sido?

Pero no esperó la contestación. Se dirigió casi corriendo al cuarto de la servidumbre.

Uno estaba tendido sobre una mesa, cubierto hasta la cintura con una sábana. Tenía las manos entrelazadas sobre el pecho, los ojos abiertos y la boca deformada en una horrible mueca. Los criados rodeaban la mesa con las cabezas bajas, escuchando los susurros del monje sentado en un rincón. La cocinera gemía suavemente. Rumata, sin apartar la vista del muchacho, intentó desabrocharse el cuello del jubón. Los dedos no le obedecían.

— Canallas… — murmuró Rumata —. Todos ellos canallas…

Se tambaleó, se acercó a la mesa, miró a los ojos del muchacho, levantó un poco la sábana y la dejó caer de nuevo inmediatamente.

— Sí, es tarde… demasiado tarde. Ya no hay remedio. ¡Canallas…! Decid, ¿quién lo mató? ¿Los monjes?

Rumata avanzó hacia el monje del rincón, lo alzó en vilo y lo miró fieramente a la cara.

— ¡Di! ¿quién lo mató? ¿Los vuestros? ¡Habla!

— No, no han sido los monjes — dijo Muga a sus espaldas —. Fueron los Grises.

Rumata siguió mirando al delgado rostro del monje, a sus pupilas que se iban dilatando poco a poco por el terror.

— En nombre del Señor — exhaló el monje, y Rumata lo soltó, se sentó a los pies del muerto y se echó a llorar. Lloraba con el rostro oculto entre las manos y escuchaba la voz monótona de Muga. Este le contó cómo, tras el toque de la segunda guardia, llamaron a la puerta en nombre del Rey, y Uno gritó que no abrieran. Pero a pesar de todo tuvieron que abrir, porque los Grises amenazaron con prenderle fuego a la casa. Entonces irrumpieron en el vestíbulo, maltrataron y ataron a los criados, y luego empezaron a subir las escaleras. Uno, que estaba junto a las puertas de los aposentos, empezó a disparar con las ballestas. Tenía dos y pudo disparar dos veces, pero una de ellas erró el tiro. Los Grises le lanzaron un cuchillo, y Uno cayó. Entonces lo arrastraron escaleras abajo, y comenzaron a darle patadas y a pegarle con las hachas. En aquel momento entraron en la casa los monjes, mataron a dos Grises, desarmaron a los demás, les echaron lazos al cuello y se los llevaron arrastrando por la calle.

Muga dejó de hablar, pero Rumata siguió aún bastante tiempo sentado, con los codos apoyados en la mesa, a los pies de Uno. Por fin se levantó peladamente, se limpió con la manga las lágrimas que humedecían su barba de dos días, besó al muchacho en la helada frente y, moviendo con dificultad las piernas, empezó a subir despacio las escaleras.

Estaba agotado por el cansancio y por la emoción que acababa de sufrir. Terminó de subir como pudo, atravesó la sala, se arrastró hasta su cama y se desplomó en ella boca abajo. Kira llegó corriendo. Rumata estaba tan rendido que ni siquiera pudo ayudarla mientras lo desnudaba. Ella se echó a llorar al verlo tan maltrecho, le quitó las botas, el destrozado uniforme y la cota de mallas metaloplástica, y su llanto aumentó de intensidad al contemplar cómo tenía el cuerpo. Rumata sentía dolor en todos los huesos, como si hubiera recibido una sobrecarga. Kira le frotó el cuerpo con una esponja empapada en vinagre. Sin abrir los ojos, Rumata empezó a sisear entre los encajados dientes.

— Podía haberle matado — musitó —. Sí, estaba a su lado. Hubiera podido aplastarlo con solo mis manos. ¿Qué vida es esta, Kira? Vámonos de aquí. Este experimentó se está llevando a cabo conmigo y no con ellos…

Ni siquiera se daba cuenta de que estaba hablando en ruso. Kira lo miró asustada, con los ojos llenos de lágrimas, y le dio un beso en la mejilla. Luego lo cubrió con una sábana vieja, puesto que Uno murió sin comprar las nuevas, y se apresuró a ir abajo para prepararle un poco de vino caliente. Rumata se sentó en la cama y, profiriendo quejidos por el dolor que sentía en todo el cuerpo, fue descalzo hasta el gabinete, abrió el cajón secreto de la mesa, buscó el botiquín y se tomó varias tabletas de sporamina. Cuando volvió Kira, con el humeante tazón sobre la pesada bandeja de plata, Rumata estaba de nuevo acostado de espaldas sobre la cama, mientras sentía cómo le iba desapareciendo el dolor y disminuyendo el zumbido de su cabeza, y cómo su cuerpo iba recuperando poco a poco las fuerzas. Tras beberse el contenido del tazón se sintió repuesto, llamó a Muga y le ordenó que preparara su ropa para vestirse.

— No te vayas, Rumata — le dijo Kira —. No salgas. Quédate en casa.

— Tengo que irme, pequeña.

— Tengo miedo. Quédate. Pueden matarte.

— ¿Qué tonterías estás diciendo? ¿Por qué habrían de matarme? Todos me temen.

Ella se echó de nuevo a llorar. Lloraba en silencio, humildemente, como si temiera que él se enojara. Rumata la sentó sobre sus rodillas y acarició su cabello.

— Lo más horrible ya ha pasado — dijo —. Además, pronto nos iremos de aquí.

Ella se tranquilizó un poco y se apretó contra él. Muga estaba a su lado, indiferente, moviendo la cabeza y sosteniendo el calzón con cascabeles de oro para su amo.

— Pero antes de irnos hay que dejar arregladas muchas cosas aquí — prosiguió Rumata — Esta noche han matado a mucha gente. Hay que averiguar quién ha muerto y quién está vivo, y hay que ver la manera de salvar a los que están en peligro.

— Tu siempre ayudas a todos, pero ¿quién te ayuda a ti?

— El que ayuda a los demás es feliz. Y a nosotros también nos ayudan amigos muy poderosos.

— En estas circunstancias no puedo pensar en los demás — dijo ella —. Hoy has venido medio muerto. ¿Crees que no me he dado cuenta de que te han golpeado? Y a Uno lo han matado. ¿Qué estaban haciendo entonces tus poderosos amigos? ¿Por qué no impidieron esta matanza? No creo en lo que dices.

Intentó marcharse, pero él la sujetó con fuerza.

— Esta vez han llegado un poco tarde — dijo Rumata —. Pero esto no quiere decir que no se interesen por nosotros y no nos protejan. ¿Por qué hoy no me crees? Siempre me has creído. Tú misma dices que llegué medio muerto y… ¡mírame ahora!

— No quiero mirarte — dijo ella, ocultando su rostro —. No quiero volver a llorar.

— Veamos, ¿qué me han hecho? ¿Algunos arañazos? Eso no es nada. Lo peor ya ha pasado. Por lo menos para ti y para mí. Pero hay personas muy buenas, magníficas, para quienes aún perdura el terror. Tengo que ayudar a esas personas.

Kira dejó escapar un profundo suspiro, besó a Rumata en el cuello y se separó suavemente de él.

— Ven esta noche — suplicó —. ¿Vendrás?

— Sí, vendré. Vendré antes de la noche, y seguramente con alguien. Espérame a la hora de comer.

Kira se sentó en un sillón y contempló cómo él se vestía. Rumata se puso el calzón de los cascabelillos Muga tuvo que hincarse de rodillas ante él para abrocharle las múltiples hebillas y botones, se volvió a poner la cota de mallas sobre la camiseta limpia y, preocupado aún, dijo: — No te enojes, pequeña. Comprende que debo irme. ¿Qué otra cosa puedo hacer? ¡No ir es imposible!

Ella se incorporó y dijo pensativa: — ¿Sabes? hay veces que no llego a comprender por qué no me pegas.

Rumata, que en aquel instante se estaba abrochando una camisa de magnífica gorguera, se quedó atónito.

— ¿Qué quieres decir con esto? — preguntó —. ¿Acaso a ti se te podría pegar?

— Tú eres bueno — prosiguió ella, casi sin escucharle —. Pero eres aún mucho más: eres un hombre extraño. Algo así como un arcángel… Cuando tú estás a mi lado me siento valiente. Algún día te preguntaré una cosa. Ahora aún no, pero cuando todo esto haya pasado… ¿me contarás tu vida?

Rumata pareció no oírla. Muga le estaba ayudando a ponerse el jubón color naranja con lazos a rayas rojas. El se lo ajustó con repugnancia y se apretó el cinto.

— Sí — dijo por fin —. Alguna vez te lo contaré todo, pequeña.

— Entonces esperaré — dijo ella seriamente —. Y ahora vete y no me hagas caso.

Rumata se acercó a ella y le dio un fuerte beso en la boca con sus labios partidos.

Luego se quitó el brazalete de hierro de la muñeca y se lo entregó.

— Ponte esto en el brazo izquierdo — le dijo —. No es probable que hoy vuelvan a venir por aquí, pero por si vinieran enséñales esto.

Ella lo siguió con la mirada mientras se iba, y él sabía perfectamente que se estaba diciendo a sí misma: «No sé si eres el diablo, un hijo de Dios o un hombre venido de los legendarios países ultramarinos, pero moriré si no regresas». Y Rumata le agradeció infinitamente aquel silencio porque, aún pese a él, le era tan difícil marcharse como si desde una verde y soleada orilla tuviera que arrojarse de cabeza al más inmundo de los albañales.


Загрузка...