Capítulo Uno

Daniel Montgomery metió la bolsa, con artículos de mudanza que acababa de comprar, en la parte de atrás de su todo terreno y luego cerró la puerta satisfecho.

– Una cosa más que puedo tachar de mi lista.

– ¿Y ahora qué? -preguntó su hermano Kevin, sin intentar siquiera contener un bostezo-. Espero que algo que involucre una taza de café. De haber sabido que mi ofrecimiento de ayudarte requeriría que me levantara al amanecer, no me habría ofrecido voluntario.

– Son las diez de la mañana. No puedes llamar a eso amanecer.

– Lo es cuando no te has acostado hasta las cinco de la mañana.

Daniel se obligó a no reír entre dientes, ante el tono hosco de su hermano.

– Quizá deberías haberte acostado antes.

– Imposible. Éste es mi último semestre en la universidad. Es mi deber quedarme hasta tarde.

Al recordar que, ocho años atrás, él había sentido prácticamente lo mismo, no discutió. Se acomodó las gafas, se apoyó en el vehículo y sacó la lista de las cosas que tenía que hacer del bolsillo de la camisa.

Después de tachar la cinta de embalaje y el plástico protector, dijo:

– Todavía tengo que pasar por el supermercado…

– Sí, donde debes comprar café…

– … y cerveza y perritos calientes. De paso, recogeremos más cajas vacías. Con una docena debería bastar. Aparte de mi equipo informático, lo único que queda por empaquetar son mis libros, mis CDs, DVDs y algunas cosas de la cocina, aparte de la ropa -suspiró-. En dos semanas, dejaré Austell atrás.

Kevin enarcó las cejas.

– Y eso es bueno… ¿verdad?

Daniel titubeó, y luego dijo:

– Claro. ¿Por qué lo preguntas?

– Porque sonaste raro. Como infeliz o inseguro, o algo así.

– No, todo está bien. Aceptar el trabajo nuevo y trasladarme a otra ciudad es lo correcto.

¿O no?

Experimentó el extraño nudo en el estómago que surgía cada vez que cuestionaba su decisión de trasladarse. Lo cual era una locura. Claro que dejar Austell era lo correcto.

En los últimos meses había dado la impresión de que su vida había entrado en un curso aburrido y predecible. Faltaba algo… algo que no terminaba de descubrir, pero que lo llenaba de una perturbadora sensación de insatisfacción. Su reciente trigésimo cumpleaños había resultado ser un punto de inflexión, que lo había obligado a reevaluar su vida. Hacer algunos cambios. Probar algo nuevo.

No sólo el prestigioso puesto de dirección, en el departamento de tecnología de la información de Allied Computers, sería un salto cualitativo, sino que estar en un despacho corporativo lo haría salir más. Le daría más oportunidades para una vida social. Lo obligaría a abandonar su rutina.

– Creo que dejar esta ciudad pequeña será estupendo para ti, hermano -dijo Kevin-. No entiendo cómo vas a poder tener una vida social aquí -con el brazo abarcó Main Street.

– Es un desafío -convino Daniel. No ayudaba que su actual trabajo como diseñador de páginas web, no lo obligara a salir del despacho que tenía en su casa. En los dos últimos meses, en especial desde que había roto con Nina, o, más bien, desde que Nina había roto con él, fue como si se hubiera convertido en un recluso que sólo se dedicaba a trabajar. Pero todo eso iba a cambiar.

Alzó la vista y contempló las fachadas antiguas de las tiendas bañadas con los rayos dorados del sol. Podía entender que su hermano de veintiún años no viera el atractivo sereno de Austell, aunque Kevin y él eran opuestos en lo referente a las preferencias de vida. El siempre había preferido lo tranquilo y Kevin había florecido en los entornos de las fraternidades universitarias.

Sí, sería difícil dejar esa ciudad pintoresca con su zona histórica, sus calles silenciosas, su parque bien cuidado y los residentes amigables del lugar donde había vivido los últimos ocho años mientras asistía a la universidad próxima. Austell le había brindado una sensación de permanencia que había echado en falta después de dejar su hogar familiar.

– Bueno, ¿qué es lo siguiente de la lista? -preguntó Kevin-. Dímelo ya, antes de que me quede dormido aquí mismo.

Daniel observó la lista y apretó la mandíbula.

– Césped y tierra.

– Hurra. ¿Y eso para qué es?

– Supongo que no viste mi patio trasero.

– No.

– Considérate afortunado. Otra de las cosas positivas es que tendré vecinos nuevos. Se acabó tratar con Carlie Pratt y sus perros locos, que me despiertan a horas intempestivas y a los que les gusta hacer hoyos en mi patio.

Pero en dos semanas ya no tendría que preocuparse de eso.

Desde luego que no echaría de menos el caos que había vivido en el otro lado de la valla trasera desde que Carlie y los Excavadores se habían trasladado allí hacía tres meses. No le importaría tanto si ella mantuviera el caos en su lado de la valla de madera que separaba los dos patios traseros, pero sus perros, dos cachorros traviesos que prometían crecer hasta alcanzar dimensiones equinas, lograban escapar casi a diario, para detrimento del patio que le pertenecía.

Su agente inmobiliario le había echado un vistazo a los agujeros del tamaño de cráteres que marcaban su césped y había decretado con tono ominoso que eso representaría un descenso enorme en el valor de la propiedad.

«Hay que arreglar ese desorden de inmediato».

Lo había arreglado, pero no pasó mucho hasta que Mantequilla de Cacahuete y Gelatina, M.C. y G., para abreviar, regresaran para causar estragos en su patio otra vez. ¿Desde cuándo a los perros les encantaba excavar agujeros? Era como si esos perros locos pensaran que, en su patio, se escondía un tesoro pirata. Sí, en cada ocasión, Carlie le había ofrecido profusas disculpas, y no podía negar que estaba preciosa mientras lo hacía, pero ya estaba harto. Probablemente, no le habría importado tanto si no quisiera vender la casa.

– No puedo decir que me entusiasme la perspectiva de ir al vivero a comprar césped y tierra -dijo Kevin-. ¿Qué más tienes?

Daniel volvió a consultar la lista.

– Sellos en la oficina de correos.

– Eso no suena a café cargado. ¿Qué más?

– Masilla y yeso en la ferretería.

– Me estás matando.

– Regalo de cumpleaños para mamá.

– Cielos, lo había olvidado.

– Pues me debes una gorda.

– Eso no me gusta nada. Seguro que terminaré rellenando agujeros abiertos por perros, ¿verdad?

– Me temo que sí.

– Pero su cumpleaños es el día de San Valentín. Eso es dentro de… dos semanas.

– Quiero comprarle el regalo hoy y mandárselo por correo antes de quedar agobiado por la mudanza.

La expresión de Kevin fue de esperanza.

– Como siempre, le compramos chocolate para su cumpleaños, veo algo dulce para comer en mi futuro inmediato. Y donde hay chocolate no puede andar lejos un café -se frotó las manos-. Vamos.

Como no podía estar en desacuerdo con que comprar chocolate sonaba mucho mejor que comprar tierra, guardó la lista en el bolsillo.

– Hoy abre una confitería nueva sobre la que leí en el periódico -fue hacia la esquina y Kevin se unió a él-. Se llama Dulce Pecado y se especializa en chocolates -sonrió. Podía ser difícil sorprender a su madre, pero ese año disponía de una ventaja, o eso esperaba, con el nuevo local. Según el anuncio en el periódico, la tienda prometía una asombrosa variedad de confituras de chocolate.

Al girar en la esquina de Larchmont Street, ver a una figura familiar caminando hacia ellos hizo que aminorara el paso. Luego se detuvo de golpe, como si se hubiera topado con una pared.

Kevin, que se había rezagado unos pasos, chocó contra él y soltó un gruñido.

– Creía que habías dicho que la tienda estaba por aquí. ¿Cuál es el problema, hermano?

Daniel siguió mirando a Carlie Pratt, sin M.C. y G… lo que significaba que los diabólicos perros en ese momento probablemente estarían disfrutando cavando más agujeros en su patio. Carlie Pratt, quien, con el sol dorado centelleando sobre su cabello castaño rojizo, parecía rodeada por un halo.

Pero eso era lo único angelical acerca de ella.

Avanzaba con un andar lento y seductor, que le hizo pensar en sábanas de satén y sexo ardiente y sudoroso. Se maravillo del contoneo de sus caderas. Como el pecado en movimiento. Se preguntó cómo no lo había notado nunca antes. Probablemente, porque cada vez que la veía corría tras los perros. O iba en coche. O estaba sentada en el patio trasero, donde la hierba, para ser sincero, mostraba aún más agujeros que el de su propia casa.

Por lo general, iba vestida con un jersey holgado o vestidos amplios que parecían batas de hospital. Pero no ese día. En ese momento lucía unos vaqueros ceñidos que le resaltaban cada curva maravillosa… y tuvo que reconocer que tenía más curvas que una montaña rusa. Y un jersey en «V» del color de un melocotón maduro. La boca se le hizo agua con sólo mirarla.

Kevin plantó una mano en el hombro de Daniel y musitó:

– Vaya. Ya veo qué te ha puesto en este trance. Es preciosa.

Sí lo era. La había considerado atractiva desde el día que se había mudado a la casa colindante, pero no le había prestado más atención porque, en aquel entonces, había estado con Nina. Luego, cuando ésta había desaparecido del cuadro, se habían visto poco debido al trabajo… con la excepción de los incidentes con los cachorros.

Pero en ese momento la veía bien.

Y le gustaba todo lo que veía.

Para un hombre que se enorgullecía de ser pragmático, lógico y sensato, experimentó una oleada de deseo encendido, que a punto estuvo de incinerarlo allí mismo. Una reacción que no podía describirse como pragmática, lógica ni sensata.

– Si las chicas de Austell son así -dijo Kevin-, creo que estás loco si te vas. Y por el modo en que la miras, estás perdido -le dio un golpe en el hombro-. Puede que quieras cerrar la boca y dejar de babear si te apetece presentarte.

Daniel tragó saliva y encontró la voz perdida.

– No hacen falta presentaciones. Ya la conozco.

– ¿Sí? ¿En el sentido bíblico?

En su mente se materializó una imagen nítida de Carlie desnuda en su cama. Ceñudo, la desterró. Pero no antes de que dejara una estela de calor.

– No -bajó aún más la voz-. Es mi fastidiosa vecina, la que tiene los perros aficionados a la excavación.

– No la estás mirando como si fuera una molestia. Si quieres mi opinión…

– No…

– Ella sola haría que un tipo deseara cubrir su patio con galletas para perros.

Daniel miró a su hermano. No sabía qué expresión había puesto, pero fuera cual fuere, hizo que su hermano alzara las manos en burlona rendición.

– Eh, sólo era un comentario. No hace falta que me mates con la mirada. Es toda tuya.

Daniel frunció el ceño.

– No es mía. No la quiero. Diablos, estoy impaciente por alejarme de ella.

– Eh. De acuerdo. Lo que tú digas -movió la cabeza-. Se ha detenido.

Daniel giró la cabeza. Carlie se había detenido para mirar en un escaparate, ofreciéndole una visión lateral, con tantas curvas y tan sobresaliente como la frontal. La brisa capturó su cabello, apartándole unos bucles de la cara, que con gesto distraído se acomodó detrás de la oreja. Luego, entró en la tienda.

La desaparición de Carlie lo sacó del estupor en que se hallaba sumido; parpadeó y se pasó la mano por la cara.

Se puso a caminar con extremidades extrañamente rígidas, como si se hubieran transformado en cemento, y estiró el cuello para ver en qué tienda había entrado. Vagamente notó que Kevin caminaba a su lado y fingió no oír las risitas apenas contenidas de su hermano. Segundos más tarde se dio cuenta de que había entrado en Dulce Pecado.

Mmmm… ¿estaría haciendo una compra para ella o buscando un regalo de San Valentín para un novio? Cuando Carlie se mudó a la ciudad, había dado por hecho que tenía varios amigos, después de haber observado a través de la ventana de su despacho que un buen número de hombres entraba y salía de la casa. Luego, cuando le había devuelto a sus cachorros por primera vez después de que hubieran pasado por debajo de la valla hasta su patio, ella le había explicado que era fisioterapeuta en el Delaford Resort & Spa, justo a las afueras de la ciudad, cerca de Crystal Lake, pero que también trabajaba por cuenta propia, tratando a unos pocos y selectos clientes de mucho tiempo. No había mencionado a ningún novio y él no había sentido un deseo especial de enterarse.

Pero, de repente, deseaba saberlo. Frunció el ceño y movió la cabeza ante esa súbita necesidad de conocer algo sobre su vida personal, aunque luego decidió llamarlo… simple curiosidad. Sólo era eso. No era que importara mucho… menos cuando pensaba marcharse de la ciudad en dos semanas. Kevin le dio en las costillas.

– Eh, ahí hay una cafetería. Voy a pedir café por vena. En cuanto haya revivido, me reuniré contigo en la confitería. Eso te dará tiempo para charlar con la vecina que no, mmm, te gusta.

– En ningún momento dije que no me gustara.

– Oh. Claro. Dijiste que no la querías.

– Correcto.

– Oh, sí, es totalmente obvio. Cualquiera podría verlo. En serio -con una risita, fue hacia la cafetería.

Daniel permaneció en la acera durante varios segundos, reorganizando los pensamientos que la visión de Carlie Pratt había desperdigado. Se preguntó por qué diablos aún seguía allí de pie en la calle. Dulce Pecado había sido su destino. Tenía todos los motivos para entrar en el local. Y si daba la casualidad de entablar conversación con ella… bueno, era lo que haría cualquier buen vecino.

Respiró hondo, irguió los hombros y luego entró decidido en Dulce Pecado.

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