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CRIATURAS EN LA AURORA

Vosotros conocisteis la generosa luz de la inocencia.

Entre las flores silvestres recogisteis cada mañana

el último, el pálido eco de la postrer estrella.

Bebisteis ese cristalino fulgor,

que como una mano purísima

dice adiós a los hombres detrás de la fantástica presencia montañosa.

Bajo el azul naciente,

entre las luces nuevas, entre los puros céfiros primeros,

que vencían a fuerza de candor a la noche,

amanecisteis cada día, porque cada día la túnica casi húmeda

se desgarraba virginalmente para amaros,

desnuda, pura, inviolada.

Aparecisteis entre la suavidad de las laderas,

donde la hierba apacible ha recibido eternamente el beso instantáneo de la luna.

Ojo dulce, mirada repentina para un mundo estremecido

que se tiende inefable más allá de su misma apariencia.

La música de los ríos, la quietud de las alas,

esas plumas que todavía con el recuerdo del día

se plegaron para el amor, como para el sueño,

entonaban su quietísimo éxtasis

bajo el mágico soplo de la luz,

luna ferviente que aparecida en el cielo

parece ignorar su efímero destino transparente.

La melancólica inclinación de los montes

no significaba el arrepentimiento terreno

ante la inevitable mutación de las horas:

era más bien la tersura, la mórbida superficie del mundo

que ofrecía su curva como un seno hechizado.

Allí vivisteis. Allí cada día presenciasteis la tierra,

la luz, el calor, el sondear lentísimo

de los rayos celestes que adivinaban las formas,

que palpaban tiernamente las laderas, los valles,

los ríos con su ya casi brillante espada solar,

acero vívido que guarda aún, sin lágrima, la amarillez tan íntima,

la plateada faz de la luna retenida en sus ondas.

Allí nacían cada mañana los pájaros,

sorprendentes, novísimos, vividores, celestes.

Las lenguas de la inocencia

no decían palabras:

entre las ramas de los altos álamos blancos

sonaban casi también vegetales, como el soplo en las frondas.

¡Pájaros de la dicha inicial, que se abrían

estrenando sus alas, sin perder la gota virginal del rocío!

Las flores salpicadas, las apenas brillantes florecillas del soto,

eran blandas, sin grito, a vuestras plantas desnudas.

Yo os vi, os presentí cuando el perfume invisible

besaba vuestros pies, insensibles al beso.

¡No crueles: dichosos! En las cabezas desnudas

brillaban acaso las hojas iluminadas del alba.

Vuestra frente se hería, ella misma, contra los

rayos dorados, recientes, de la vida,

del sol, del amor, del silencio bellísimo.

No había lluvia pero unos dulces brazos

parecían presidir a los aires,

y vuestros cuellos sentían su hechicera presencia,

mientras decíais palabras a las que el sol naciente daba magia de plumas.

No, no es ahora cuando la noche va cayendo,

también con la misma dulzura pero con un levísimo vapor de ceniza,

cuando yo correré tras vuestras sombras amadas.

Lejos están las inmarchitas horas matinales,

imagen feliz de la aurora impaciente,

tierno nacimiento de la dicha en los labios,

en los seres vivísimos que yo amé en vuestras márgenes.

El placer no tomaba el temeroso nombre de placer,

ni el turbio espesor de los bosques hendidos,

sino la embriagadora nitidez de las cañadas abiertas

donde la luz se desliza con sencillez de pájaro.

Por eso os amo, inocentes, amorosos seres mortales

de un mundo virginal que diariamente se repetía

cuando la vida sonaba en las gargantas felices

de las aves, los ríos, los aires y los hombres.

DESTINO TRÁGICO

Confundes ese mar silencioso que adoro

con la espuma instantánea del viento entre los árboles.

Pero el mar es distinto.

No es viento, no es su imagen.

No es el resplandor de un beso pasajero,

ni es siquiera el gemido de unas alas brillantes.

No confundáis sus plumas, sus alisadas plumas,

con el torso de una paloma.

No penséis en el pujante acero del águila.

Por el cielo las garras poderosas detienen el sol.

Las águilas oprimen a la noche que nace,

la estrujan -todo un río de último resplandor va a los mares-

y la arrojan remota, despedida, apagada,

allí donde el sol de mañana duerme niño sin vida.

Pero el mar, no. No es piedra

esa esmeralda que todos amasteis en las tardes sedientas.

No es piedra rutilante toda labios tendiéndose,

aunque el calor tropical haga a la playa latir,

sintiendo el rumoroso corazón que la invade.

Muchas veces pensasteis en el bosque.

Duros mástiles altos,

árboles infinitos

bajo las ondas adivinasteis poblados de unos pájaros de espumosa blancura.

Visteis los vientos verdes

inspirados moverlos,

y escuchasteis los trinos de unas gargantas dulces:

ruiseñor de los mares, noche tenue sin luna,

fulgor bajo las ondas donde pechos heridos

cantan tibios en ramos de coral con perfume.

Ah, sí, yo sé lo que adorasteis.

Vosotros pensativos en la orilla,

con vuestra mejilla en la mano aún mojada,

mirasteis esas ondas, mientras acaso pensabais en un cuerpo:

un solo cuerpo dulce de un animal tranquilo.

Tendisteis vuestra mano y aplicasteis su calor

a la tibia tersura de una piel aplacada.

¡Oh suave tigre a vuestros pies dormido!

Sus dientes blancos visibles en las fauces doradas,

brillaban ahora en paz. Sus ojos amarillos,

minúsculas guijas casi de nácar al poniente,

cerrados, eran todo silencio ya marino.

Y el cuerpo derramado, veteado sabiamente de una onda poderosa,

era bulto entregado, caliente, dulce sólo.

Pero de pronto os levantasteis.

Habíais sentido las alas oscuras,

envío mágico del fondo que llama a los corazones.

Mirasteis fijamente el empezado rumor de los abismos.

¿Qué formas contemplasteis? ¿Qué signos inviolados,

qué precisas palabras que la espuma decía,

dulce saliva de unos labios secretos

que se entreabren, invocan, someten, arrebatan?

El mensaje decía…

Yo os vi agitar los brazos. Un viento huracanado

movió vuestros vestidos iluminados por el poniente trágico.

Vi vuestra cabellera alzarse traspasada de luces,

y desde lo alto de una roca instantánea

presencié vuestro cuerpo hendir los aires

y caer espumante en los senos del agua;

vi dos brazos largos surtir de la negra presencia

y vi vuestra blancura, oí el último grito,

cubierto rápidamente por los trinos alegres de los ruiseñores del fondo.

SIERPE DE AMOR

Pero ¿a quién amas, dime?

Tendida en la espesura,

entre los pájaros silvestres, entre las frondas vivas,

rameado tu cuerpo de luces deslumbrantes,

dime a quién amas, indiferente, hermosa,

bañada en vientos amarillos del día.

Si a tu lado deslizo

mi oscura sombra, larga que te desea;

si sobre las hojas en que reposas yo me arrastro, crujiendo

levemente tentador y te espío,

no amenazan tu oído mis sibilantes voces,

porque perdí el hechizo que mis besos tuvieran.

El lóbulo rosado donde con diente pérfido

mi marfil incrustara tropical en tu siesta,

no mataría nunca, aunque diera mi vida

al morder dulcemente sólo un sueño de carne.

Unas palabras blandas de amor, no mi saliva,

no mi verde veneno de la selva, en tu oído

vertería, desnuda imagen, diosa que regalas cuerpo

a la luz, a la gloria fulgurante del bosque.

Entre tus pechos vivos levemente mi forma

deslizaría su beso sin fin, como una lengua,

cuerpo mío infinito de amor que día a día

mi vida entera en tu piel consumara.

Erguido levemente sobre tu seno mismo,

mecido, ebrio en la música secreta de tu aliento,

yo miraría tu boca luciente en la espesura,

tu mejilla solar que vida ofrece

y el secreto tan leve de tu pupila oculta

en la luz, en la sombra, en tu párpado intacto.

Yo no sé qué amenaza de lumbre hay en la frente,

cruje en tu cabellera rompiente de resoles,

y vibra y aun restalla en los aires, como un eco

de ti toda hermosísima, halo de luz que mata.

Si pico aquí, si hiendo mi deseo, si en tus labios

penetro, una gota caliente

brotará en su tersura, y mi sangre agolpada en mi boca,

querrá beber, brillar de rubí duro,

bañada en ti, sangre hermosísima, sangre de flor turgente,

fuego que me consume centelleante y me aplaca

la dura sed de tus brillos gloriosos.

Boca con boca dudo si la vida es el aire

o es la sangre. Boca con boca muero,

respirando tu llama que me destruye.

Boca con boca siento que hecho luz me desahogo,

hecho lumbre que en el aire fulgura.

EL RIO

Tú eres, ligero río,

el que miro de lejos, en ese continente que rompió

con la tierra.

Desde esta inmensa llanura donde el cielo aboveda

a la frente y cerrado brilla puro, sin amor, yo diviso

aquel cielo ligero, viajador, que bogaba

sobre ti, río tranquilo que arrojabas hermosas

a las nubes en el mar, desde un seno encendido.

Desde esta lisa tierra esteparia veo la curva

de los dulces naranjos. Allí libre la palma,

el albérchigo, allí la vid madura,

allí el limonero que sorbe al sol su jugo agraz en la mañana virgen:

allí el árbol celoso que al humano rehusa su flor, carne sólo,

magnolio dulce, que te delatas siempre

por el sentido que de ti se enajena.

Allí el río corría, no azul, no verde o rosa, no amarillo, río ebrio,

río que matinal atravesaste mi ciudad inocente,

ciñéndola con una guirnalda temprana, para acabar desciñéndola,

dejándola desnuda y tan confusa al borde de la verde montaña,

donde siempre virginal ahora fulge, inmarchita en el eterno día.

Tú, río hermoso que luego, más liviano que nunca,

entre bosques felices

corrías hacia valles no pisados por la planta del hombre.

Río que nunca fuiste suma de tristes lágrimas,

sino acaso rocío milagroso que una mano reúne.

Yo te veo gozoso todavía allá en la tierra que nunca fue del todo separada de estos límites en que habito.

Mira a los hombres, perseguidos no por tus aves,

no por el cántico de que el humano olvidóse por siempre.

Escuchándoos estoy, pájaros imperiosos,

que exigís al desnudo una planta ligera,

desde vuestras reales ramas estremecidas,

mientras el sol melodioso templa dulce las ondas

como rubias espaldas, de ese río extasiado.

Ligeros árboles, maravillosos céspedes silenciosos,

blandos lechos tremendos en el país sin noche,

crespusculares velos que dulcemente afligidos

desde el poniente envían un adiós sin tristeza.

Oyendo estoy a la espuma como garganta quejarse.

Volved, sonad, guijas que al agua en lira convertís.

Cantad eternamente sin nunca hallar el mar.

Y oigan los hombres con menguada tristeza

el son divino. ¡Oh río que como luz hoy veo,

que como brazo hoy veo de amor que a mí me llama!

NACIMIENTO DEL AMOR

¿Cómo nació el amor? Fue ya en otoño.

Maduro el mundo,

no te aguardaba ya. Llegaste alegre,

ligeramente rubia, resbalando en lo blando

del tiempo. Y te miré. ¡Qué hermosa

me pareciste aún, sonriente, vívida,

frente a la luna aún niña, prematura en la tarde,

sin luz, graciosa en aires dorados; como tú,

que llegabas sobre el azul, sin beso,

pero con dientes claros, con impaciente amor.

Te miré. La tristeza

se encogía a lo lejos, llena de paños largos,

como un poniente graso que sus ondas retira.

Casi una lluvia fina -¡el cielo, azul!- mojaba

tu frente nueva. ¡Amante, amante era el destino

de la luz! Tan dorada te miré que los soles

apenas se atrevían a insistir, a encenderse

por ti, de ti, a darte siempre

su pasión luminosa, ronda tierna

de soles que giraban en torno a ti, astro dulce,

en torno a un cuerpo casi transparente, gozoso,

que empapa luces húmedas, finales, de la tarde,

y vierte, todavía matinal, sus auroras.

Eras tú amor, destino, final amor luciente,

nacimiento penúltimo hacia la muerte acaso.

Pero no. Tú asomaste. ¿Eras ave, eras cuerpo,

alma sólo? ¡Ah, tu carne traslúcida

besaba como dos alas tibias,

como el aire que mueve un pecho respirando,

y sentí tus palabras, tu perfume,

y en el alma profunda, clarividente

diste fondo. Calado de ti hasta el tuétano de la luz,

sentí tristeza, tristeza del amor: amor es triste.

En mi alma nacía el día. Brillando

estaba de ti; tu alma en mí estaba.

Sentí dentro, en mi boca, el sabor a la aurora.

Mis sentidos dieron su dorada verdad. Sentí a los pájaros

en mi frente piar, ensordeciendo

mi corazón. Miré por dentro

los ramos, las cañadas luminosas, las alas variantes,

y un vuelo de plumajes de color, de encendidos

presentes me embriagó, mientras todo mi ser a un mediodía,

raudo, loco, creciente se incendiaba

y mi sangre ruidosa se despeñaba en gozos

de amor, de luz, de plenitud, de espuma.

ARCÁNGEL DE LAS TINIEBLAS

Me miras con tus ojos azules,

nacido del abismo.

Me miras bajo tu crespa cabellera nocturna,

helado cielo fulgurante que adoro.

Bajo tu frente nívea

dos arcos duros amenazan mi vida.

No me fulmines, cede, oh, cede amante y canta.

Naciste de un abismo entreabierto

en el nocturno insomnio de mi pavor solitario.

Humo abisal cuajante te formó, te precisó hermosísimo.

Adelantaste tu planta, todavía brillante de la roca pelada,

y subterráneamente me convocaste al mundo,

al infierno celeste, oh arcángel de la tiniebla.

Tu cuerpo resonaba remotamente allí, en el horizonte,

humoso mar espeso de deslumbrantes bordes,

labios de muerte bajo nocturnas aves

que graznaban deseo con pegajosas plumas.

Tu frente altiva rozaba estrellas

que afligidamente se apagaban sin vida,

y en la altura metálica, lisa, dura, tus ojos

eran las luminarias de un cielo condenado.

Respirabas sin vientos, pero en mi pecho daba

aletazos sombríos un latido conjunto.

Oh, no, no me toquéis, brisas frías,

labios larguísimos, membranosos avances

de un amor, de una sombra, de una muerte besada.

A la mañana siguiente algo amanecía

apenas entrevisto tras el monte azul, leve,

quizá ilusión, aurora, ¡oh matinal deseo!,

quizá destino cándido bajo la luz del día.

Pero la noche al cabo cayó pesadamente.

Oh labios turbios, oh carbunclo encendido,

oh torso que te erguiste, tachonado de fuego,

duro cuerpo de lumbre tenebrosa, pujante,

que incrustaste tu testa en los cielos helados.

Por eso yo te miro. Porque la noche reina.

Desnudo ángel de luz muerta, dueño mío.

Por eso miro tu frente, donde dos arcos impasibles

gobiernan mi vida sobre un mundo apagado.

PODERÍO DE LA NOCHE

El sol cansado de vibrar en los cielos

resbala lentamente en los bordes de la tierra,

mientras su gran ala fugitiva

se arrastra todavía con el delirio de la luz,

iluminando la vacía prematura tristeza.

Labios volantes, aves que suplican al día

su perduración frente a la vasta noche amenazante,

surcan un cielo que pálidamente se irisa

borrándose ligero hacia lo oscuro.

Un mar, pareja de aquella larguísima ala de la luz,

bate su color azulado

abiertamente, cálidamente aún,

con todas sus vivas plumas extendidas.

¿Qué coyuntura, qué vena, qué plumón estirado

como un pecho tendido a la postrera caricia del sol

alza sus espumas besadas,

su amontonado corazón espumoso,

sus ondas levantadas

que invadirán la tierra en una última búsqueda de la luz escapándose?

Yo sé cuan vasta soledad en las playas,

qué vacía presencia de un cielo aún no estrellado,

vela cóncavamente sobre el titánico esfuerzo,

sobre la estéril lucha de la espuma y la sombra.

El lejano horizonte, tan infinitamente solo

como un hombre en la muerte,

envía su vacío, resonancia de un cielo

donde la luna anuncia su nada ensordecida.

Un claror lívido invade un mundo donde nadie

alza su voz gimiente,

donde los peces huidos a los profundos senos misteriosos

apagan sus ojos lucientes de fósforo,

y donde los verdes aplacados,

los silenciosos azules

suprimen sus espumas enlutadas de noche.

¿Qué inmenso pájaro nocturno,

qué silenciosa pluma total y neutra

enciende fantasmas de luceros en su piel sibilina,

piel única sobre la cabeza de un hombre

que en una roca duerme su estrellado transcurso?

El rumor de la vida

sobre el gran mar oculto

no es el viento, aplacado,

no es el rumor de una brisa ligera que en otros días felices

rizara los luceros,

acariciando las pestañas amables,

los dulces besos que mis labios os dieron,

oh estrellas en la noche,

estrellas fijas enlazadas

por mis vivos deseos.

Entonces la juventud, la ilusión, el amor encantado

rizaban un cabello gentil que el azul confundía

diariamente con el resplandor estrellado del sol sobre la arena.

Emergido de la espuma con la candidez de la Creación reciente,

mi planta imprimía su huella en las playas

con la misma rapidez de las barcas,

ligeros envíos de un mar benévolo bajo el gran brazo del aire,

continuamente aplacado por una mano dichosa

acariciando sus espumas vivientes.

Pero lejos están los remotos días

en que el amor se confundía con la pujanza de la naturaleza radiante

y en que un mediodía feliz y poderoso

henchía un pecho, con un mundo a sus plantas.

Esta noche, cóncava y desligada,

no existe más que como existen las horas,

como el tiempo, que pliega

lentamente sus silenciosas capas de ceniza,

borrando la dicha de los ojos, los pechos y las manos,

y hasta aquel silencioso calor

que dejara en los labios el rumor de los besos.

Por eso yo no veo, como no mira nadie,

esa presente bóveda nocturna,

vacío reparador de la muerte no esquiva,

inmensa, invasora realidad intangible

que ha deslizado cautelosa

su hermético oleaje de plomo ajustadísimo.

Otro mar muerto, bello,

abajo acaba de asfixiarse. Unos labios

inmensos cesaron de latir, y en sus bordes

aún se ve deshacerse un aliento, una espuma.

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