31

Fidel y Susana avanzaban por aquel túnel interminable.

La luz era difusa y sus pasos levantaban pequeñas nubes de polvo rojo que tardaban en posarse.

Susana iba delante, caminando con paso firme aún. Fidel apenas podía moverse y se tenía que ir apoyando en las paredes cada pocos pasos. Le dolían todo el cuerpo, pero especialmente los gemelos que eran nudos apretados en sus piernas. Esto era una consecuencia del suelo en rampa; después de varias horas, descender resultaba más duro que trepar, todo el esfuerzo de sus piernas se concentraba en frenar el peso del cuerpo por la pendiente, y los músculos se le habían agarrotado de modo que cada paso era una tortura.

Susana se había acostumbrado a escuchar sus jadeos, era la forma que tenía de saber que estaba detrás de ella, aún en movimiento.

El sistema de túneles era muy extenso y complejo. Muchos de ellos terminaban en paredes cerradas y ambos astronautas teman que retroceder trabajosamente y elegir otro recodo.

Hacía mucho que habían perdido la orientación. A veces parecía que subían un trecho, pero casi siempre bajaban. Ese era el camino correcto; siempre hacia abajo. Susana creía ir en buena dirección eligiendo siempre las sendas descendentes, pero las pendientes eran a veces tan suaves que no podía asegurarlo. Y, por supuesto, la brújula no servía de nada en un mundo sin campo magnético central.

Se les habían terminado las provisiones y las reservas de agua que el traje llevaba incorporadas. Dentro de la boca, la lengua, era un trapo seco al que se pegaba el polvillo rojo que parecía flotar en todas partes.

Sobre una placa en la entrada de cada nuevo corredor, siempre encontraban los mismos símbolos grabados; a veces una flecha, a veces una estrella, en el resto de ocasiones símbolos incomprensibles.

El último intento fallido les había costado doscientos metros de descenso pronunciado hasta llegar a una pared cerrada.

Fidel no podía más. Se apoyó en la roca tallada y se dejó resbalar hasta el suelo. Susana golpeó con el puño el obstáculo; sabía que tendrían que rehacer el camino, pero decidió que era hora de descansar y se tendió al lado del exobiólogo.

– Esto es un laberinto -dijo Fidel.

Desde luego eso era evidente, pero se sentía demasiado cansado como para preocuparse de señalar o no lo evidente.

– Sí, y me siento como una rata de laboratorio recorriéndolo. Me pregunto si tendrá algún sentido.

– Debe tenerlo. Esto fue construido por alienígenas, pero sus mentes debían ser tan lógicas como las nuestras. Construyeron este lugar con una finalidad, aunque ahora resulte oscura para nosotros.

No tenía sentido seguir dándole vueltas a aquello. Los dos se callaron y permanecieron un rato en silencio, apoyándose el uno en el otro.

Quedaba una barra de cacao, la última, que Fidel rescató del fondo de un bolsillo. La partió en dos y la masticaron lentamente.

Al fin Susana se puso en pie y ayudó a Fidel a levantarse. Emprendieron el regreso lentamente, con pasos cortos.

Fidel arrastraba los pies y, atrás, en el polvo, iban quedando dibujados dos largos surcos.

Llegaron al último desvío. Susana marcó el suelo con una gran cruz y tomaron el otro camino. Tras lo que parecían cien metros, dieron con otra encrucijada. Había más símbolos grabados en las paredes.

Susana se acercó y frunció el entrecejo mientas los investigaba.

– De nuevo esos símbolos. Debe ser…

Se dio la vuelta y miró a Rodrigo que, en silencio, alumbraba al suelo con su linterna. Siguió su mirada y descubrió huellas, como las suyas, que llegaban de ese pasillo.

– ¡Huellas!

– Son nuestras, Susana.

Susana se agachó y las miró con atención.

– Es cierto y…

Alzó la vista y miró hacia delante…

Unos pasos más allá descubrió, apoyados contra la pared del túnel, justo allí donde los habían dejado, el casco y las mochilas de soporte vital de sus trajes espaciales.

Sintió como si el peso de un mundo le aplastase los hombros.

– Hemos caminado en círculo -dijo Fidel, sin dejar de mirar al suelo ni un instante-. Estamos prácticamente dónde empezamos, como ratas en un laberinto.

Finalmente Susana se incorporó, levantó la cabeza y se dirigió a Fidel.

– Debemos seguir, Fidel.

Fidel la dirigió una mirada larga y desolada, sin palabras. En su rostro se reflejaban cincuenta años de cansancio. No había palabras que Susana pudiese pronunciar capaces de borrar aquella certeza que se esculpía en arrugas marcadas, en ojos sin brillo, en los hombros caídos y las manos vacías y colgando inertes al final de los brazos.

Fidel intentó una sonrisa y arrastró los pies, acercándose donde Susana le esperaba. Tambaleándose, tomó el sendero de nuevo y ella caminó tras él, escuchándole arrastrar los pies por el polvo y sus débiles jadeos.

Decidieron tomar un nuevo corredor, este marcado con una estrella, y caminaron por él en silencio, muy lentamente. Era en todo igual a los anteriores, en todo igual a aquel enorme laberinto.

Susana temía que terminase en otra pared, que siempre fuese así, hasta que ya no se pudiesen mover y fueran a morir en cualquier rincón bajo uno de aquellos símbolos que no comprendían.

De repente se detuvo.

Algo había cambiado de repente haciéndola sentir un dolor terrible en los oídos. Algo enorme se hinchaba en sus pulmones, obligando al aire a salir de su pecho.

Abrió la boca. Notaba algo cálido en la nariz, estaba sangrando.

El dolor en los oídos aumentaba. Su abdomen estaba hinchado y sus intestinos parecían retorcerse en una horrible tortura. Se miró las manos y descubrió con horror que muchos capilares epiteliales habían reventado formando bruscos moratones en la piel.

Se volvió y vio a Rodrigo con las manos en el diafragma.

El biólogo se tambaleó y cayó hacia un lado, chocó contra una pared y luego resbaló encogido hasta el suelo.

Susana sentía como las rodillas ya no eran capaces de sostenerla. Cayó al suelo, con un insoportable dolor en el pecho. Sentía el corazón bombear inútil, su sangre debía estar llena de burbujas de gas expandido. La visión se volvió una niebla roja inundada de sangre.

Sabía que tenía menos de quince segundos…

No había aire. No había presión…

Se levantó como pudo e intentó gritar, pero no había aire que pudiese transmitir la vibración de sus cuerdas vocales.

Corrió hacia el exobiólogo que se retorcía en el suelo. Lo agarró de un brazo e intentó arrastrarlo fuera de allí.

Pero no pudo. Era inútil, pesaba demasiado y ella no tenía ya fuerzas.

¡Ambos se estaban muriendo!

Al fin un rayo de lucidez le hizo correr hacia atrás, hacia el camino que ya había recorrido. En pocos pasos sintió que volvía el aire.

Se derrumbó en el suelo, jadeando. Miles de agujas le recorrían la piel y gruesas gotas de sangre caían sobre el polvo marciano.

Bajo el diafragma, el horrible dolor de su intestino distendido parecía calmarse. Pensó que no iba a poder ni moverse, sin embargo logró ponerse en pie y empezó a correr chocando locamente contra las paredes.

Quince segundos, es todo lo que tenía.

Al fin retrocedió hasta dónde habían dejado los trajes. Con movimientos rápidos y precisos se colocó la mochila de soporte vital, su escafandra y sus guantes.

Luego tomó los de Fidel y corrió de regreso.

Quince segundos tan solo…

Fidel aún estaba en el suelo, avanzó hasta él y)le colocó el casco y los guantes. Con dedos seguros y rápidos conectó la toma de aire auxiliar de su mochila al traje de Fidel. El ordenador del traje le mostraba que la presión se recuperaba rápidamente.

Arrastró a Fidel hasta la zona segura rodeando el pecho del hombre con sus brazos y tirando de él.

En cuanto el traje le indicó que había presión se quitó la escafandra y libró de ella también a Fidel.

El rostro del exobiólogo estaba ensangrentado. Le corrían regueros sanguinolentos desde los oídos, la nariz y los ojos. La piel era casi de color azul a causa de los derrames.

No respiraba, el corazón no latía.

Con rapidez lo tumbó en el suelo. Acopló un respirador a su cara y activó una función de respiración artificial que el ordenador del traje traía como medida de urgencia. El pecho de Fidel se hinchaba y distendía con un remedo de respiración.

Susana se subió a horcajadas sobre él y comenzó a masajearle el corazón con fuertes golpes sobre el pecho dados con las dos manos.

– Fidel, maldita sea, ¡respira!

¿Quince segundos? ¿Quizá habían sido más? Por encima de ese tiempo los daños cerebrales eran graves. Susana prosiguió el tratamiento durante casi medio minuto. Sintió calambres que le corrían de los hombros hasta los dedos, pero no dejó de masajear el corazón.

Al fin Fidel tosió sangre y se agitó.

Se arrancó el respirador y se quejó sordamente mientras intentaba aferrarse el pecho con las manos. Susana se apartó.

– ¿Fidel?

– ¿Cómo… puede ser… posible? -susurró entrecortadamente.

– Fidel…

– El… corredor estaba… varío…

Fidel tosió y escupió sangre sobre la mano.

– Intenta incorporarte… -le dijo Susana.

– No, Susana… Creo que… estoy… muy… cansado…

Fidel hablaba en un susurro y tosía abundantemente. Susana le tomó una mano. La piel estaba muy fría.

– Fidel, tenemos que seguir juntos… tenemos…

Fidel se soltó de Susana y luchó por incorporarse.

Al fin, sólo logró apoyarse contra la pared. Desde allí miró a Susana.

Su cara era una terrible máscara azul y roja.

Susana lo ayudó a mantenerse erguido. Estaban muy cerca y ella sintió en el rostro su aliento, el último. Luego, la cabeza del biólogo quedó floja y se ladeó. Todo el peso del cuerpo recayó sobre Susana.

Lo soltó y el cadáver de Fidel resbaló hasta el suelo polvoriento donde quedó de medio lado, mirando hacia el túnel con una estrella grabada en su entrada.

– ¡Fidel! -sollozó Susana.

Se tapó la cara con las manos. Las sentía húmedas, embarradas de polvo y sangre. Cuando liberó el rostro, largos surcos de humedad habían limpiado parte de las mejillas y ojos.

Susana se levantó vacilando. Se agarró a una esquina, mirando hacia el fondo de túnel.

Se caló el casco y los guantes y siguió caminando.

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