TERCERA PARTE La ascensión de los invisibles

«El hombre, en la Tierra, no podía ir más allá conquistando las limitaciones de la atmósfera, los metales y la óptica. A través de aquel espejo gigantesco, de aquel telescopio en cuya construcción se habían unido durante años los esfuerzos de decenas de grandes mentes para crear un instrumento de eficacia, complejidad y alcance sin rival, equipado con todos los dispositivos que querían y conocían los astrónomos, el estudio del universo había alcanzado su clímax».

—Donald Wandrei,

Coloso, 1934.

17

Ya estaban entrando en febrero, y a Marguerite, que volvía a casa en su coche después del viaje de aprovisionamiento de los sábados, le resultaba obvio cuánto había cambiado Blind Lake.

A primera vista todo seguía igual. Los camiones quitanieve todavía salían de las entradas traseras de la zona comercial cuando quiera que nevara, y mantenían las calles suficientemente despejadas. Las luces todavía brillaban en las ventanas por la noche. Todo el mundo estaba caliente y nadie pasaba hambre.

Pero también había algo lastimoso en la ciudad, un elemento no deseado. No había contratistas externos para reparar los baches en las carreteras ni reemplazar las tejas que habían caído de muchos tejados por efecto de las tormentas que se habían sucedido tras la Navidad. La basura se recogía en horario regular, pero no podía ser evacuada de la ciudad. Los encargados de sanidad habían creado un vertedero provisional en el extremo oeste del lago, cerca de la verja del perímetro y tan lejos como fue posible tanto de la ciudad como de las marismas protegidas. Aun y todo, el hedor flotaba en el aire como un augurio de decadencia, y en días especialmente ventosos había visto papeles arrugados y envoltorios de comida surcando el cielo en remolinos, a lo largo de la zona comercial, como matojos en el desierto. La pregunta era tan corriente que ya nadie se molestaba en realizarla: «¿cuándo va a acabar?».

Porque tenía que acabar en algún momento.

Tess había vuelto del sitio donde se había estrellado la avioneta débil y aturdida. La había abrigado, le había hecho tomar sopa caliente y la había l evado a la cama. Marguerite no había dormido, pero Tess sí había podido y a la mañana ya parecía de nuevo ella misma. «Parecía» era la palabra clave. Entre Navidad y Año Nuevo casi no había mencionado a la Chica del Espejo y no habían sucedido otros episodios preocupantes, pero Marguerite había reconocido la inquietud en el rostro de Tessa y había notado los silencios de su hija, un tanto más pesados de lo que podía achacarse a su timidez habitual.

Había sido extremadamente reacia a enviar a Tess para que pasara su semana con Ray, pero no tenía razones para negarse a hacerlo. Si se hubiera opuesto, Ray casi seguramente habría enviado a uno de sus policías de alquiler para l evarse a Tess a la fuerza. De modo que, con una profunda sensación de intranquilidad, había ayudado a su hija a hacer su equipaje con sus posesiones más atesoradas, y la había acompañado hasta la puerta tan pronto como Ray dobló la curva con su pequeño coche de color de escarabajo.

Ray se había mantenido como una silueta entre las sombras de su coche, sin querer mostrarse. Le parecía confuso, pensó ella, como un recuerdo borroso. Vio cómo Tess lo saludaba con una alegría que le pareció falsa, o bien desgarradoramente inocente.

El único lado bueno de todo aquel o era que durante la próxima semana pasaría más tiempo libre con Chris.

Volvió a la casa por el camino de entrada, pensando en él.

Chris. Le había causado una gran impresión, con sus ojos heridos y su evidente valor. Por no mencionar la forma en que la tocaba, como un hombre que se metiera en un arroyo de agua tibia, comprobando su calor antes de abandonarse a él. El bueno de Chris, que tanto miedo le daba.

La asustaba porque tener un hombre en la casa (tener una relación íntima con un hombre) le provocaba recuerdos desagradables de Ray, aunque fuera únicamente por el contraste. El olor de la loción de afeitado en el baño, unos pantalones de hombre olvidados en el suelo del dormitorio, el calor masculino insistiendo en los recovecos de las sábanas… Con Ray, todas aquel as cosas habían l egado a parecerle repugnantes, tan molestas como un cardenal. Pero con Chris era justo al contrario. La noche anterior se había sorprendido no solo yendo voluntariamente a lavarle la ropa, sino inhalando furtiva su olor de una camiseta antes de echarla a la lavadora. Qué ridículamente adolescente, pensó Marguerite. Qué peligrosamente se estaba enamorando de aquel hombre.

Suponía que aquello era al menos terapéutico, como quitarse el veneno de una picadura de serpiente.

La gente hablaba de «romances del bloqueo». ¿Era aquello un romance de ese tipo? La experiencia de Marguerite era limitada. Ray había sido no solo su primer marido, sino también su primer amante. Marguerite había sido, como Tess, una de aquellas extrañas niñas de clase: brillante pero torpe, no especialmente bonita, refugiada en el silencio en las reuniones sociales. Marguerite nunca había tenido amigos de verdad de ninguno de los dos sexos, al menos no hasta llegar a la universidad Al í, al menos, había conocido colegas, gente que respetaba su talento, gente que la apreciaba por sus ideas, algunos de los cuales habían progresado en su escala hasta llegar a ser amigos.

Quizás fuera por aquello por lo que le había impresionado tanto Ray cuando este comenzó a mostrar un interés explícito en ella. Ray había sido su jefe durante diez años, y trabajaba en Astrofísica cuando ella todavía estaba luchando por encontrar la forma de entrar en Crossbank. Él había sido brusco en sus opiniones pero halagador hacia Marguerite, y la había estado evaluando claramente para el matrimonio desde el principio. Lo que Marguerite no había aprendido era que, para algunos hombres, el matrimonio era una licencia para dejar caer la máscara y mostrar sus verdaderos y terribles rostros. Aquello no era meramente una metáfora de un discurso: a Marguerite le parecía que su rostro había cambiado verdaderamente, que el amable y comprensivo Ray de su noviazgo había cambiado tan eficientemente como una serpiente cambia de piel.

Estaba claro que no sabía juzgar a las personas.

Entonces ¿qué era lo que estaba pasando con Chris? ¿Un romance del bloqueo? ¿Un segundo padre en potencia para Tess? ¿O algo a medio camino entre las dos cosas?

¿Y cómo podía ella siquiera comenzar a construir la idea de un futuro, cuando incluso la posibilidad de un futuro podía acabar en cualquier momento?

Chris había estado trabajando en su estudio del sótano, pero subió las escaleras cuando la escuchó pasear por la cocina sin hacer nada en particular.

—¿Estás ocupada? —le dijo.

Bueno, aquel a era una pregunta interesante. Era sábado. No tenía por qué trabajar. Pero ¿qué era trabajo y qué no lo era? Durante meses había dividido su atención entre Tess y el Sujeto, y ahora Chris. Para aquel día había planeado poner sus notas al día y mantener la vista puesta en la transmisión en directo. La odisea del Sujeto continuaba, aunque la crisis de la tormenta de arena había terminado y la ciudad en ruinas ya quedaba lejos a su espalda. Había dejado la carretera; estaba viajando a través del desierto vacío; su condición física había cambiado de forma problemática, pero no sucedía nada absolutamente crítico, al menos no por el momento.

—¿Qué tienes en mente?

—El piloto que rescaté de los restos de la avioneta está en situación estable en la clínica. Había pensado en ir a hacerle una visita.

—¿Está despierto? —Marguerite había oído que estaba en coma.

—Todavía no.

—Entonces, ¿qué sentido tiene ir a visitarlo?

—En ocasiones uno necesita volver a los orígenes de las cosas.


De vuelta al coche entonces, de vuelta a la carretera con Chris al volante, de vuelta a través de la tarde brillante y fría de febrero y de la basura empujada por el viento.

—¿Cómo vas a deberle tú algo a él? Le salvaste la vida.

—Para mejor o para peor.

—¿Cómo podría ser para peor?

—Ha sufrido quemaduras muy graves. Cuando se despierte va a vivir en un mundo de dolor. No es solo eso. Estoy seguro de que a Ray y sus muchachos les encantaría interrogarlo.

Aquel o era cierto. Nadie sabía porqué la pequeña avioneta había estado volando sobre Blind Lake o qué era lo que el piloto esperaba conseguir violando una zona de acceso restringido. Pero el incidente no había aumentado demasiado el nivel de ansiedad de la ciudad. En el último par de semanas se habían registrado tres intentos más de sobrepasar la verja de seguridad desde dentro, todos llevados a cabo por individuos que actuaban en solitario: un trabajador de día, un estudiante y un ayudante de análisis. Los tres habían muerto a causa de los zánganos de bolsil o, aunque el analista había conseguido alejarse sus buenos cincuenta o sesenta metros, l evando un traje térmico para ocultar su señal infrarroja.

No se había recuperado ninguno de los cuerpos. Todavía estarían allí, pensó Marguerite, cuando la nieve se derritiera en primavera.

Como algo olvidado de una guerra, quemados, congelados y deshelados: residuos biológicos. Alimento para los buitres. ¿Había buitres en Minnesota?

Todo el mundo estaba asustado y todo el mundo estaba desesperado por saber por qué Blind Lake había sido puesto en cuarentena, y cuándo terminaría (o, pensamiento innombrable, si terminaría). De modo que sí, el piloto sería interrogado, quizás contundentemente, y sí, sentiría con toda seguridad mucho dolor, a pesar de las reservas de analgésicos neuronales de la clínica. Pero aquello no invalidaba el acto de coraje que Chris había llevado a cabo. Ella ya había sentido otras veces en Chris aquellas dudas sobre las consecuencias de sus buenos actos. Quizás su libro sobre Galliano había sido una buena acción, al menos desde su punto de vista. Buenas intenciones que acaban mal. Y había sido castigado por ello. Una vez herido, dos veces tímido. Pero parecía que le había l egado más profundo que todo aquel o.

Marguerite no entendía cómo un hombre tan aparentemente decente como Chris Carmody podía sentirse tan inseguro de sí mismo, cuando cabrones con certificado como Ray andaban por ahí como si estuvieran en posesión de la virtud. Recordó unos versos de un poema que había estudiado en el instituto: los mejores carecen de toda convicción, mientras que los peores están llenos de apasionada intensidad…

Chris estacionó en el cercano aparcamiento vacío de la clínica. El solsticio había quedado atrás y los días se iban haciendo cada vez más largos, pero aún era febrero y el pálido sol estaba cercano a la línea del horizonte. Chris la cogió de la mano mientras atravesaban la puerta de la clínica.

No había nadie en recepción, pero Chris tocó el timbre que había sobre el mostrador y una enfermera apareció un momento más tarde. Conozco a esta mujer, pensó Marguerite. Aquella mujer regordeta y con prisas era la madre de Amanda Bleiler, un rostro familiar de cuando dejaban a sus hijas en el colegio cada mañana de la semana. Alguien a quien conocía lo suficiente como para saludarla. ¿Cuál era su nombre de pila? ¿Roberta? ¿Rosetta?

—Marguerite —dijo reconociéndola—. Y usted debe de ser Chris Carmody. —Chris había telefoneado avisando de que se iban a pasar.

—Rosalie —dijo ella mientras su nombre se deslizaba entre sus labios un momento antes de pronunciarlo—, ¿qué tal le va a Amanda?

—No está mal, dentro de lo que cabe. —Dentro de lo que cabe teniendo en cuenta el bloqueo, quería decir. Teniendo en cuenta que había cadáveres enterrados bajo la nieve, fuera del perímetro de seguridad. Rosalie se volvió hacia Chris—. No hay problema si quiere ver al señor Sandoval, ya lo he hablado con el doctor Goldhar, pero no abrigue demasiadas esperanzas, ¿de acuerdo? Y tendrá que ser una visita rápida. Un par de minutos como mucho, ¿vale?

Rosalie los condujo por unas escaleras hasta la primera planta de la clínica, donde tres pequeñas salas equipadas con rudimentarios sistemas de vida asistida se intercalaban entre oficinas y habitaciones de reposo para enfermos convalecientes.

No hacía muchos años, el piloto no habría sobrevivido a sus heridas. Rosalie les explicó que había sufrido quemaduras de tercer grado en gran parte de su cuerpo y que sus pulmones habían recibido daños graves por inhalación de humo y aire caliente. La clínica le había realizado un bypass alveolar, y le habían aplicado gel a los pulmones para acelerar la recuperación. También se lo habían puesto sobre la piel.

Bueno, pensó Marguerite, tenía muy mala pinta, tumbado en una cama blanca de una habitación blanca con una piel artificial de blanco-ébano extendida sobre su rostro como un pañuelo de papel húmedo. Pero había que decir que aquel era un tratamiento de primera fase. En menos de un mes, les había dicho Rosalie, tendría un aspecto casi normal. Casi igual a como era antes del accidente.

La herida más grave había sido un golpe en la cabeza que no le había l egado a fracturar el cráneo, pero que le había causado una hemorragia intracraneal muy difícil de curar.

—Hicimos todo lo que pudimos —dijo Rosalie—. El doctor Goldhar es un médico realmente excepcional, sobre todo teniendo en cuenta que no tenemos un hospital totalmente equipado con el que poder trabajar en este tipo de situaciones. Pero el pronóstico es reservado. El señor Sandoval puede que se despierte, o puede que no.

Señor Sandoval, pensó Marguerite, tratando de hacerse una idea del hombre que yacía bajo todos aquellos aparatos médicos. Probablemente no se trataba de un hombre joven. Una gran barriga asomaba bajo las mantas. Cabel os de color sal y pimienta sobresalían al í donde no se le habían llegado a quemar.

—Lo ha llamado señor Sandoval —dijo Chris.

—Ese es su nombre. Adam Sandoval.

—Ha estado inconsciente desde que l egó. ¿Cómo conoce su nombre?

—Bueno… —parecía inquieta—. El doctor Golhar nos dijo que no facilitemos esta información a la primera de cambio, pero usted le salvó la vida, ¿no es cierto? Eso fue realmente valiente.

La historia se había difundido por Blind Lake Television, para horror de Chris. Había declinado una entrevista, pero su reputación había subido como la espuma, algo que seguramente no era tan malo, habría pensado Marguerite. Pero Chris, como periodista, se sentía incómodo siendo el centro de la atención de los medios, aunque fuera a pequeña escala.

—¿Qué información? —preguntó Chris.

—Traía una cartera y los restos de una mochila con él. Casi todo estaba quemado, pero pudimos leer su carnet de identidad.

Chris habló, y Marguerite creyó oír un filo cortante oculto en su voz.

—¿Sería posible echar un vistazo a sus cosas?

—Bueno, no creo… Quiero decir, probablemente debería hablar primero con el doctor Goldhar. ¿Todo esto no van a ser con el tiempo evidencias policiales o algo así?

—No voy a tocar nada. Tan solo echar un vistazo.

—Yo respondo por Chris —añadió Marguerite—. Es un buen chico.

—Bueno, tan solo una miradita, quizás. Quiero decir, no es que crea que seáis terroristas ni nada —le lanzó una mirada sombría a Chris—. Todo lo que pido es que no me meta en problemas.

Chris se sentó con el piloto un poco más. Le susurró algo que Marguerite no pudo oír. Una pregunta, una disculpa, una súplica.

Después dejaron a Adam Sandoval, cuyo pecho se alzaba y caía con las exhalaciones de su aparato de respiración asistida con un ritmo curiosamente tranquilo, y Rosalie los llevó hasta una pequeña habitación al final del pasil o. Abrió la puerta con una llave que colgaba de un llavero de su cinturón. Dentro había almacenados artículos médicos de todo tipo (cajas de hilo de sutura de varias medidas, bolsas de salina, vendas y gasas, antisépticos en botellas marrones) y, en una mesa plegable extendida, una bolsa de plástico que contenían los efectos personales de Sandoval. Rosalie abrió la bolsa cuidadosamente y le hizo ponerse unos guantes de vinilo desechables a Chris antes de tocar su contenido.

—Para evitar dejar huel as dactilares o lo que sea. —Parecía estar pensándose mejor las cosas.

Chris sacó la cartera de Sandoval, chamuscada, y todo lo que se había salvado de su interior: su tarjeta de crédito, tan fundida que era resultaba inútil; un disco de identidad con sus datos, también quemados, pero donde se podía leer el nombre ADAM W. SANDOVAL; su licencia de piloto; una fotografía de una mujer de mediana edad con una sonrisa amplia y agradable, los tres cuartos de la misma, intactos; un recibo de Granero de Cerámica de Flint Creek, Colorado; y un cupón de descuento de diez dólares en Casa y Jardín que había caducado hacía seis meses. Si el señor Sandoval era un terrorista, pensó Marguerite, era definitivamente del tipo doméstico.

—Por favor, tenga cuidado —dijo Rosalie con las mejillas encendidas.

Los objetos que fue cogiendo de su mochila quemada eran incluso más escasos. Chris los revisó rápidamente: el fragmento de un bloc de notas, un bolígrafo de plástico ennegrecido y un puñado de papeles sueltos de recortes de revistas.

—¿Ha visto alguien este material? —preguntó Chris.

—Únicamente el doctor Goldhar. Yo pensé que a lo mejor deberíamos llamar a Ray Scutter o alguien de la administración y hablarles de el o. El doctor Goldhar dijo que no. Dijo que no merecía la pena molestar a Ray por todo esto.

—El doctor Goldhar es un hombre sensato —dijo Chris.

Rosalie comprobó otra vez que no había nadie en el pasillo, con aspecto de sentirse más culpable a cada minuto que pasaba. Chris le dio la espalda. Ella no vio (pero Marguerite sí) que Chris cogía una de las páginas de revista y se la metía en la chaqueta.


No estaba segura de que Chris supiera que lo había visto coger la página, y no lo mencionó durante el viaje de regreso. Lo que había hecho era probablemente algún tipo de delito. ¿La convertía aquel o en cómplice?

Chris no habló mucho en el coche, pero estaba convencida de que su acción había sido periodística, no criminal. Lo único que había cogido, después de todo, era un pedazo de papel quemado.

Varias veces estuvo a punto de preguntarle sobre aquello, pero en todas las ocasiones se acabó conteniendo. El sol se había puesto y casi era la hora de la cena cuando llegaron hasta la casa. Chris había prometido cocinar aquel a noche. Era un cocinero entusiasta, aunque no especialmente dotado. Sus bistecs a la plancha eran prácticamente una bendición, aunque él se quejaba de que las cartil as de racionamiento no incluyeran cilantro, pero…

—Hay un coche en el jardín —dijo Chris.

Ella lo reconoció al instante. El vehículo quedaba oscurecido bajo el atardecer invernal, negro contra el asfalto y la sombra del sauce, pero supo al momento que era el coche de Ray.

18

—Quédate dentro del coche —le dijo a Chris—. Déjame hablar a mí con él.

—No estoy seguro de que sea una buena idea.

—He vivido con él durante cinco años. Ya me las sé todas.

—Marguerite, Ray ha cruzado una línea. Ha venido a tu casa. A no ser que le hayas dado una llave, ha forzado la puerta.

—Debe de haber utilizado la l ave de Tessa. Quizás esté con él.

—La cosa es que cuando la gente va más allá de la raya comienza a volverse peligrosa. Podrías resultar herida.

—Tú no lo conoces. Tan solo dame unos minutos con él, ¿de acuerdo? Si te necesito, gritaré.

Esto no es nada divertido, se dijo a sí misma. Obviamente, Chris tampoco le veía la gracia. Le puso una mano sobre la rodil a.

—Cinco minutos, ¿vale?

—¿Me estás diciendo que me quede sentado en el coche?

—Siéntate en el coche, date un paseo por la manzana, haz lo que quieras, pero me libraré de él más fácilmente si no estás tú allí para ponerlo nervioso.

No esperó su respuesta. Salió del coche y avanzó con aire resuelto hasta la puerta principal de su casa, más enfadada que asustada. Puto Ray… Chris no en tendía cómo operaba aquel hombre. Ray no estaba al í para golpearla. Ray siempre buscaba la humillación por otros medios.

Una vez dentro (las luces del cuarto de estar estaban encendidas), llamó a Tessa. Si Ray la había l evado consigo, quizás se podría excusar de alguna forma aquel comportamiento.

Pero Tess no respondió. Ni Ray. Echando chispas, miró dentro de la cocina, del salón. Vacíos. Debe de estar en el piso de arriba, entonces. Estaban encendidas todas las luces de la casa.

Lo encontró en su estudio, en el dormitorio reconvertido. Estaba sentado en su silla giratoria, con los zapatos sobre su escritorio, observando cruzar al Sujeto el curso sin agua de un río bajo un sol de mediodía. Levantó la vista con aire indiferente cuando el a se aclaró la garganta.

—Ah —dijo él—, estás aquí.

En la difusa luz de la pantal a de la pared, Ray parecía un Napoleón sin barbil a, ridículamente imperial.

—Ray —dijo ella l anamente—, ¿está Tess en casa?

—Ciertamente no. Eso es de lo que tenemos que hablar. Tessa me ha estado contando algunas de las cosas que están pasando aquí.

—No empieces. No quiero, no quiero ni siquiera escucharlo. Tan solo vete, Ray. Esta no es tu casa y no tienes derecho a estar aquí.

—Antes de que comencemos a hablar de nuestros derechos, ¿eres consciente de que tu hija estuvo en la nieve durante casi una hora mientras tu novio jugaba a los héroes la semana pasada? Tiene suerte de no haber sufrido una hipotermia.

—Podemos hablar de eso en otra ocasión. Vete, Raymond.

—Vamos, Marguerite. Deja a un lado toda esa mierda sobre «mi casa y mis derechos». Los dos sabemos que has estado ignorando a Tess sistemáticamente. Los dos sabemos que está teniendo problemas psicológicos serios como consecuencia de eso.

—No voy a discutir esto.

—Joder, no estoy aquí para discutirlo. Estoy aquí para decirte qué es lo que va a pasar. No puedo en buena conciencia continuar permitiendo que mi hija te visite si no estás dispuesta a proporcionarle un cuidado apropiado.

—Ray, tenemos un acuerdo…

—Tenemos un acuerdo provisional redactado en circunstancias radicalmente diferentes. Si pudiera l evarlo a los tribunales, créeme, lo haría. Pero eso no es posible a causa del bloqueo. De modo que tengo que hacer lo que creo que es correcto.

—No puedes retenerla —dijo Marguerite. Pero, ¿y si lo intentaba? ¿Qué pasaría si se negaba a devolver a Tess? No había juzgado en Blind Lake, ni una policía real a la que pudiera pedir ayuda.

—No trates de darme órdenes. Tess está a mi cuidado y tengo que tomar las decisiones que piense que sean las más convenientes para ella.

Era aquella actitud suya pagada de sí misma, aquella certeza grasienta la que la ponía furiosa. Ray había dominado el arte de hablar como si él fuera el único adulto en el planeta y los demás fueran débiles, estúpidos o insolentes. Bajo aquel frágil exterior, por supuesto, se ocultaba un narcisismo infantil determinado a salirse con la suya. Ninguno de los dos aspectos de su personalidad resultaba agradable.

—Mira —dijo ella—, esto es ridículo. Cualquier problema que haya con Tess, no se va a solucionar con que vengas aquí a insultarme.

—No tengo interés en tu opinión sobre la cuestión.

Sin pensarlo, Marguerite avanzó dos pasos hacia él y lo abofeteó. Nunca antes había hecho aquello. Su palma abierta le dolió inmediatamente, e incluso aquel breve contacto físico (la aspereza de su barba de un día, la flacidez de sus mejillas) le hicieron querer lavarse la mano dolorida. Mal movimiento, pensó el a, muy mal movimiento. Pero no pudo evitar una sensación de orgullo ante la estupefacción de Ray.

Cuando era pequeña, Marguerite salía a jugar con un chico cuya familia tenía un podenco manso y sufrido. El chico (su nombre también era Raymond, casualmente) una vez había intentado montar al perro como un caballo, riéndose de los aul idos de dolor del pobre animal, hasta que el perro finalmente se revolvió y le mordió en el dedo pulgar de la mano derecha. El chico había puesto la misma expresión que Ray tenía entonces, asombrado y lloroso. Por un segundo se preguntó si Ray empezaría a l orar.

Pero su rostro volvió a adoptar sus facciones familiares. Se incorporó.

Oh, mierda, pensó Marguerite, oh, mierda. Oh, mierda.

Retrocedió hacia el pasillo. Ray le puso las manos sobre los hombros y la empujó contra la pared. Ahora era su turno para sorprenderse.

—Tú no acabas de entenderlo, ¿verdad? Como dice la canción, Marguerite, ya no estás en Kansas.

Una película, no una canción. Una de las favoritas de Tessa. Ray, por supuesto, no lo sabía.

Le cogió la barbilla entre el dedo pulgar y el índice.

—No debería tener que recordarte lo lejos que estamos de todo aquel pequeño mundo de consejeros matrimoniales y trabajadores sociales donde crees seguir viviendo. ¿Por qué crees que Blind Lake está en cuarentena? Los sitios se ponen en cuarentena porque están enfermos, Marguerite. Es así de simple. Una enfermedad contagiosa, mortal. Estamos vivos porque se nos tolera, pero ¿cuánto tiempo más va a durar esa tolerancia?

Podría acabar en cualquier momento.

Ray le acercó la cara. Su aliento olía a acetona. Ella trató de huir pero no la dejó.

—Podríamos estar muertos dentro de un mes. Podríamos morir todos mañana. Si partimos de ese punto, ¿por qué debería dejarte ignorar a Tess en favor de una cosa monstruosa en una pantalla, o peor aún, de tu nuevo novio?

—¿De qué estás hablando? —Movía la mandíbula contra la presión de sus dedos. Porque sonaba como si él supiera algo. Como si tuviera un secreto. Ray siempre había disfrutado sabiendo cosas que Marguerite no sabía. Casi tanto como odiaba equivocarse.

Le dio un último empujón, casi displicente (sus hombros de nuevo en contacto con la pared de yeso), y dio un paso atrás.

—Joder, eres tan ingenua… —dijo él.

Lo que Ray no vio era la larga silueta de Chris Carmody deslizándose lentamente por el pasillo desde las escaleras. Marguerite lo vio, pero apartó la mirada rápidamente con el fin de que Ray no cayera en la cuenta. Que suceda. Para ser un hombre grande, Chris hacía muy poco ruido.

Chris se interpuso entre los dos y empujó a un sobresaltado Ray de forma brusca contra la pared opuesta. Marguerite estaba aterrorizada, podía sentir verdadera violencia masculina en el aire, un olor concreto, un tufillo a miedo en una habitación cerrada. Pero estaba secretamente complacida por ver la venenosa expresión de Ray convertirse en un «¡oh!» de incredulidad. Deseaba conservar aquella imagen suya durante años. Era embriagadora.

—¿Me has…? —Ray tartamudeó cuando se hizo cargo de la situación—. ¿Me has puesto tus putas manos encima?

—No lo sé —dijo Chris—. ¿Has cometido un allanamiento de morada?

Ahora se pelearán, pensó Marguerite, o uno de los dos se echará atrás. Ray estaba montando un buen espectáculo. Bufaba como un gallo de pelea.

—¡Métete en tus putos asuntos! —Pero estaba hablando, no luchando—. No tengo que pedir permiso a nadie para hablar con mi esposa. ¿Tienes idea de quién soy yo?

—Vamos, Ray —dijo con calma Chris—. Salgamos afuera, ¿de acuerdo?

Aquí había algo que ella no había visto antes en Chris. Furia, verdadera furia, no el poner caras avinagradas de Ray. Parecía un hombre preparándose para llevar a cabo una tarea desagradable con los puños. Se adelantó y le puso una mano sobre el brazo.

—Chris…

Ray aprovechó la oportunidad, como ella sospechó que iba a hacer. Retrocedió, levantó las manos y comenzó a echarse atrás en una actitud muy típica en él.

—Oh, por favor. No quiero jugar a ver quién es el más macho. Ya he dicho lo que tenía que decir.

Se dio la vuelta y se fue… con un ligero temblor en las rodillas, creyó observar el a.


Cuando se hubo ido, después de que Marguerite observara desde la ventana del dormitorio de Tessa para asegurarse de que se marchaba con su pequeño y feo coche negro, lo que Marguerite sintió no fue rabia ni miedo, sino vergüenza. Como si Chris hubiera sido testigo de algún episodio vergonzoso de su vida.

—No quería que vieras esto.

—Me cansé de esperar.

—Quiero decir, gracias, pero…

—No tienes que agradecerme nada y no tienes de qué disculparte.

Ella asintió. Todavía tenía el pulso acelerado.

—Vamos a la cocina —dijo. Porque aquella iba a ser una de esas largas noches de insomnio cargadas de adrenalina. Quizás se trataba de una costumbre que había tomado de su padre, pero, ¿dónde pasas una noche así excepto en la cocina? Haciendo té y tostadas y tratando de restaurar un poco de orden en tu vida.

Ray había dicho algunas cosas que la habían afectado profundamente. Había mucho en lo que pensar, y no quería pasar más vergüenza viniéndose abajo enfrente de Chris. De modo que lo condujo a la cocina y lo sentó en una sil a mientras ella ponía la tetera en el fuego. Chris la obedeció sumiso. De hecho, parecía un poco sombrío.

—¿Siempre era así? ¿Entre tú y Ray? —preguntó.

—Tan malo no. No siempre. Y especialmente no al principio. —¿Cómo explicar que lo que ella había confundido con amor se había convertido tan rápidamente en aversión? La mano con la que le había abofeteado todavía le dolía—. Ray es bastante buen actor. Sabe ser encantador cuando quiere.

—Supongo que le puede su mal humor.

Ella sonrió.

—¿Escuchaste algo de lo que dijo?

Chris sacudió la cabeza.

—Dijo que no me devolverá a Tess.

—¿Crees que lo dice en serio?

—Normalmente diría que no. Pero normalmente no me habría amenazado con ello. Normalmente no habría venido aquí. Cuando estábamos en el mundo real, Ray era muy puntilloso en lo que se refiere a respetar los límites legales. Aunque solo fuera para no quedarse desprotegido. Ahí arriba hablaba como alguien que no tiene nada que perder. Hablaba de la cuarentena. Dijo que todos moriríamos en una semana.

—¿Crees que sabe algo?

—O sabe algo o quiere hacerme creer que es así. Lo que puedo decir es que no estaría armando jaleo sobre nuestros acuerdos de custodia si pensara que yo puedo presentar un recurso legal. Quiero decir, alguna vez.

Chris guardó silencio durante un rato, reflexionando sobre aquello. La tetera silbó. Marguerite se concentró en preparar el té, aquel ritual relajante, dos bolsitas de infusión, un dedo de leche en una taza, nada en la de Chris.

—Supongo que nunca me he permitido pensar en eso —dijo ella—. Quiero creer que un día cercano abrirán los accesos y restablecerán las conexiones con el exterior, y alguien de uniforme se disculpará con nosotros y nos agradecerá nuestra paciencia y nos suplicará que no los demandemos. Pero supongo que podría acabar de otra forma. —Otra forma letal. Y que, por supuesto, podía llegar en cualquier momento—. ¿Por qué nos hacen esto, Chris? Aquí no hay nada peligroso. Nada ha cambiado desde el día anterior al bloqueo. ¿Por qué nos tienen miedo?

Él sonrió sin alegría.

—El chiste.

—¿Qué chiste?

—Hay una vieja comedia. Ya he olvidado dónde la vi. Transcurre en la Segunda Guerra Mundial, y los ingleses desarrol an el arma definitiva: un chiste tan bueno que uno se muere si lo oye. El chiste se traduce palabra a palabra al alemán. Los tipos del frente lo gritan a través de altavoces en la línea del frente, y las tropas nazis caen muertas en las trincheras.

—De acuerdo. ¿Y qué?

—Es el virus original de transmisión de información. Una idea o una imagen capaz de volver loco a alguien. Quizás es eso de lo que el mundo tiene miedo.

—Esa era una idea ridícula, y se descartó en las audiencias del Congreso hace una década.

—Pero supón que ha sucedido en Crossbank, o que ha ocurrido algo parecido.

—Crossbank no está observando el mismo planeta. Aunque el os encontraran algo peligroso, ¿cómo nos afectaría eso?

—No lo haría, a no ser que el problema surgiese de los O/CBE. Eso es lo que tenemos en común con Crossbank, el hardware.

—De acuerdo, pero todo esto son solo conjeturas ridículas. No hay ninguna evidencia de que en Crossbank haya sucedido nada malo.

Marguerite había olvidado el fragmento de la página de revista que Chris había robado de la clínica. Lo sacó de su chaqueta y lo puso sobre la mesa de la cocina.

—Ahora sí —dijo él.

19

Tess veía la televisión mientras su padre estaba fuera. Blind Lake Television todavía emitía su programación de grabaciones descargadas, la mayoría viejas películas y series televisivas. Aquella noche echaban un musical anglo-indio con multitud de números musicales y ropajes multicolores. Pero a Tess le costaba prestar atención.

Sabía que su padre estaba actuando de forma extraña. Le había hecho todo tipo de preguntas sobre el avión que se había estrellado y sobre Chris. La única sorpresa era que no había mencionado a la Chica del Espejo ni una sola vez. Tampoco Tess la había mencionado; sabía que lo mejor con él era no sacar el tema. Cuando estaban en Crossbank y sus padres vivían juntos, habían discutido sobre la Chica del Espejo más de una vez. Su padre culpaba a su madre por las apariciones. Tess no alcanzaba a ver cómo podían estar relacionadas: su madre y la Chica del Espejo no tenían nada en común. Pero había aprendido a no decir nada. Intervenir en aquellas peleas no servía para nada bueno, y normalmente hacía que el a o su madre acabaran llorando.

A su padre no le gustaba oír hablar de la Chica del Espejo. Últimamente tampoco le gustaba oír hablar de su madre, ni tampoco de Chris. Se pasaba la mayor parte de la tarde en la cocina, hablando consigo mismo. Tess se preparaba el baño sin ayuda aquellas noches. Se metía sola en la cama y leía un libro hasta que lograba dormirse.

Aquel a noche estaba sola en la casa. Había hecho palomitas en la cocina, lo había limpiado todo después meticulosamente y había intentado ver la película. Se titulaba Destino Bombay. Los bailes estaban bien. Pero sintió la presión de la curiosidad de la Chica del Espejo detrás de los ojos.

—Solo están bailando —dijo despectiva.

Pero era poco tranquilizador el escucharse a sí misma hablar en voz alta cuando no había nadie más en casa. El sonido rebotó en las paredes. La casa de su padre parecía demasiado grande en su ausencia, antinaturalmente limpia, como una maqueta ensamblada para una muestra, no para vivir en ella. Caminó nerviosamente de habitación en habitación, encendiendo las luces. La luz la hacía sentirse mejor, aunque estaba segura de que su padre le reñiría por malgastar energía.

Sin embargo, no lo hizo. Cuando volvió a casa apenas habló con el a, tan solo le dijo que se preparara para irse a la cama y después se fue a la cocina a hacer unas l amadas. Escaleras arriba, después del baño, Tess todavía podía escuchar su voz allí abajo, hablando, hablando, hablando. Hablando al teléfono. Hablando al aire. Se puso el camisón y se llevó un libro a la cama, pero las palabras de las páginas evadían su atención. Al poco apagó la luz y se quedó mirando por la ventana.

La ventana del dormitorio de la casa de su padre estaba orientada al sur, y desde allí se podía ver el acceso principal y la l anura, pero cuando estaba echada en la cama todo lo que podía ver era el cielo. Había cerrado la puerta para estar segura de que ninguna luz se iría a reflejar en la ventana, convirtiéndola en una superficie reflectante. El cielo estaba despejado esa noche y no había Luna. Podía ver las estrellas.

Su madre le había hablado a menudo de las estrel as. A Tess le parecía que su madre era alguien que se había enamorado de las estrel as. Tess comprendía que las estrellas que veía por la noche eran simplemente otros soles muy lejanos, y que aquel os soles a menudo tenían planetas a su alrededor. Algunas estrellas tenían nombres extraños y evocadores (como Rigel o Sirio), pero más habitualmente eran números y letras, como UMa47, como algo que uno pide de un catálogo. No se podían dar nombres especiales a cada estrella porque había más de las que uno podía ver a simple vista, miles de mil ones más. No todas las estrel as tenían planetas, y solamente algunas tenían planetas parecidos a la Tierra. Incluso así, debía de haber muchísimos planetas como la Tierra.

Aquel os pensamientos interesaban intensamente a la Chica del Espejo, pero Tess ignoraba su presencia muda. La Chica del Espejo estaba con ella tan a menudo que amenazaba con l egar a ser lo que el doctor Leinster siempre había sostenido: parte de el a misma.

Quizás «Chica del Espejo» fuera un nombre equivocado. La Chica del Espejo se había aparecido por primera vez en espejos, pero Tess pensaba que era simplemente porque a la otra le gustaba ver el reflejo de Tessa allí, como mirar y ver al que mira devolviendo la mirada. Reflejos, simetría: aquel era el entretenimiento de la Chica del Espejo. Las cosas que se reflejaban o se doblaban, o que simplemente eran muy complicadas. La Chica del Espejo sentía afinidad con aquellas cosas, parecía reconocerse allí.

En aquel momento la Chica del Espejo miraba a través de los ojos de Tessa y veía estrel as en la fría noche del exterior de la casa. Tess pensó: ¿Deberíamos llamarla noche estrellada? ¿No se trataba realmente de luz solar? ¿La luz solar de otro sol?

Cayó dormida oyendo el distante rumor de la voz de su padre.


A la mañana siguiente, su padre estuvo muy callado. No es que fuera demasiado hablador antes del primer café. Le preparó el desayuno a Tess, harina de avena caliente. No había azúcar moreno que ponerle, tan solo azúcar blanco normal. Tess esperó a ver si él también iba a comer algo. No lo hizo, aunque en dos ocasiones se levantó y comenzó a revolver los armarios de la cocina, como si buscara algo que hubiera perdido.

La dejó pronto en el colegio. Las puertas todavía no estaban abiertas y el aire de la mañana era helado. Tess divisó a Edie Jerundt jugando con su yo-yo. Edie esbozó una sonrisa neutral.

—Tengo dos jerseys debajo del abrigo de invierno —dijo.

Tess asintió con educación, aunque no le importaba nada cuántos jerseys resultaba que tenía puestos Edie Jerundt. Edie parecía sentir frío a pesar de sus múltiples jerseys. Su nariz estaba roja y los ojos le brillaban por el aguijón del viento.

Un par de chicos mayores pasaron a su lado, metiéndose con el as l amándolas «Edie Grumos y Tess Pis». Tess los ignoró, pero Edie no sabía hacer nada mejor que quedarse mirándolos con los ojos bien abiertos, como un pez, y los chicos se rieron de el a mientras se iban. A la Chica del Espejo le l amó mucho la atención aquella conducta; no podía distinguir a una persona de otra y no comprendía por qué alguien podría burlarse de Tess o Edie, pero Tess no podía explicarlo. La crueldad de los chicos era un hecho que había que aceptar y soportar, no analizar. Tess estaba segura de que no se comportaría de la misma manera si estuviese en su lugar. Aunque tenía tentaciones de unirse a las otras niñas cuando se burlaban de Edie (se trataba de una forma de escapar de su atención), rara vez cedía a aquella tentación, y después siempre se avergonzaba de haberlo hecho.

—¿Viste la película de anoche? —preguntó Edie. Una de las cosas que hacían el bloqueo tan extraño era que solo había un canal de video, y todos tenían que ver los mismos programas.

—Un poco —concedió Tess.

—Me gustó mucho. Quiero descargarme las canciones. —Edie se puso las manos en los costados y movió el cuerpo en lo que el a imaginaba que era un baile de estilo indio. Tess podía oír a los chicos partirse de risa a lo lejos.

—Ojalá tuviera pulseras en los tobil os —le confesó Edie.

Tess imaginó que Edie Jerundt con pulseras en los tobillos; sería como una rana con un vestido de novia, pero aquel era un pensamiento mezquino y no lo dijo.

La Chica del Espejo la estaba molestando de nuevo. Quería que mirara hacia las lejanas torres del Paseo Globo Ocular.

Pero, ¿qué podía ser tan interesante allí?

—¿Tess? —dijo Edie—. ¿Me estás escuchando?

—Lo siento —dijo Tess automáticamente.

—Dios, eres tan rara… —dijo Edie.


Toda aquella mañana, la atención de Tessa estuvo fija en las torres. Podía verlas desde la ventana de la clase, lejos, más allá de los campos vacíos cubiertos de nieve. Había cuervos sobrevolando el cielo. Vivían allí durante el invierno. Últimamente se habían multiplicado, o eso le parecía a ella, quizás porque estaban engordando con el vertedero del oeste de la ciudad. Pero no se encaramaban en aquel as torres refrigeradoras que se iban estrechando poco a poco. Las torres refrigeradoras estaban al í para desviar el exceso de calor del Ojo, situado mucho más abajo. Había partes del Ojo que necesitaban mantenerse muy frías, casi tan frías como fuera posible, lo que el señor Fleischer había llamado una vez «cero absoluto». Tess repitió aquel a expresión en su mente. Cero absoluto. Le hacía pensar en una noche glacial, sin viento. Una de aquellas noches tan estancadas y frías que tus botas rechinan contra la nieve. El cero absoluto hacía más fácil ver las estrellas.

La Chica del Espejo encontró aquel os pensamientos muy interesantes.

El señor Fleischer la llamó un par de veces. Tess fue capaz de responder a su pregunta de Ciencias (había sido Isaac Newton quien había descubierto las leyes del movimiento), pero más tarde, en Lengua, no pudo oír nada de la pregunta, solo su nombre cuando el señor Fleischer la llamaba.

—¿…alguien? ¿Tessa?

Habían estado leyendo David Copperfield. Tess lo había terminado de leer la semana pasada, pero su mente estaba en blanco. Clavó la mirada en el pupitre, esperando que le preguntara a otro. Los segundos pasaron incómodos y Tess sintió el peso de la decepción del señor Fleischer. Se enroscó un rizo de cabel o en el dedo índice.

Edie Jerundt agitaba la mano en el aire de forma irritante.

—¿Edie? —dijo el señor Fleischer al fin.

—La Revolución industrial —dijo Edie triunfalmente.

—Correcto, se la l amó Revolución industrial…

Tess devolvió su atención a la ventana.

Al final de la mañana le dijo al señor Fleischer que iba a ir a comer a su casa. Él pareció sorprendido.

—Es una caminata bastante larga, ¿no crees, Tess?

Sí, pero había esperado que el señor Fleischer no lo supiera.

—Mi padre me va venir a recoger. —Una completa y total mentira. Le sorprendió lo fácilmente que había brotado de sus labios.

—¿Una ocasión especial?

Tess se encogió de hombros.

Una vez fuera, envuelta en su abrigo de invierno (pero a falta de dos de los jerseys de Edie), se dio cuenta de que no estaba yendo a casa y de que no volvería para las clases de después de la comida. La Chica del Espejo la había sacado, y tenía sus propios planes para la tarde.


Después del final de la crisis de la tormenta de arena, el Ojo había funcionado con suavidad y sin la más mínima avería.

Era casi desconcertante, pensaba Charlie Grogan. Se había dado un paseo por Control aquella mañana y todo el mundo estaba relajado (tan relajado como cabía estar desde que había comenzado el bloqueo). La gente verdaderamente sonreía. Los voltios y amperios se mantenían en la zona de seguridad, la temperatura era estable, todos los datos eran meridianamente claros, e incluso el paisaje a través del cual el Sujeto continuaba caminando con paso cansado parecía soleado y más o menos amistoso. Charlie, sintiéndose inútil en su despacho, observó el monitor durante un rato. El Sujeto estaba visiblemente agotado. Su piel estaba falta de vida y picada, su cresta amaril a se encorvaba como una bandera hecha jirones. Pero él caminaba incansablemente y con aparente determinación a través del páramo salvaje. La tierra era l ana y desolada, pero había una irregularidad en el horizonte que se abría ante él, picos de montañas, un destel o de nieve en las grandes alturas.

El Sujeto avanzaba lentamente. Parecía un caracol en una acera desierta. Aburrido, y sin deberes de mantenimiento a los que atender por una vez, Charlie se saltó la comida y vagabundeó por la galería de paredes de cristal sobre los tanques de los O/CBE.

La galería estaba pensada principalmente para las visitas. Era un sitio donde podías llevar a un congresista de paso o a un primer ministro europeo, antes del bloqueo. La galería discurría por encima de los tanques desde una altura de seguridad. En ausencia de turistas, normalmente estaba desierta; Charlie a menudo iba al í para estar solo.

Se apoyó en el cristal interno de tres centímetros de espesor y echó un vistazo a las tres plantas que alcanzaban los tanques O/CBE. Aquellos objetos humillantes, pensando en el espacio interestelar… Se suponía que uno no podía decir aquel o, pero pensaban, eso era innegable, aunque se insistiera (como hacían los teóricos) en que meramente «exploraban un finito pero inmenso espacio-fase cuántico de complejidad exponencialmente creciente». Sí, meramente aquello. Los O/CBE cogían imágenes de las estrel as y las soñaban sobre un panel de píxeles «explorando el espacio-fase cuántico». Aquello era una ensalada mental, pensaba Charlie. Enséñame los cables. ¿Qué era lo que capturaban de verdad, y cómo lo hacían? Nadie podía decirlo.

¿Qué es un ángel? El que baila sobre la cabeza de un alfiler. ¿Quién baila sobre la cabeza de un alfiler? Un ángel, por supuesto.

Los O/CBE eran tan solo la parte más importante de la gigantesca máquina que los mantenía. Incluyéndolo todo, el Ojo ocupaba una inmensa cantidad de metros cuadrados. De pie allí, en mitad de todo aquel o, Charlie imaginó que podía sentir la fría ferocidad de sus pensamientos. Cerró los ojos. Sueña una explicación para mí.

Pero lo único que podía ver detrás de sus párpados era la imagen del Sujeto, el Sujeto perdido en las tierras del interior de su viejo y seco planeta.

Era curioso lo diáfano que parecía aquel sueño de ojos abiertos, investido con una claridad al menos tan vivida como la de la transmisión en directo desde el monitor de su despacho. Como si fuera él quien caminaba sobre las huel as del Sujeto. La luz del sol era cálida y de un par de tonos más azul que la de la Tierra, pero el cielo era blanco, cargado de polvo. Una suave brisa empujaba torbellinos en miniatura que viajaban cientos de metros a través de aquellas explanadas manchadas de cal, antes de acabar por desvanecerse.

Extraño. Charlie se apoyó en el muro de cristal y se imaginó extendiendo la mano hacia el Sujeto. Seguramente los O/CBE nunca habían transmitido una imagen tan depurada, tan sobrenaturalmente pura, como aquella. Podía, si quería, contar cada protuberancia de la piel llena de guijarros del Sujeto. Podía oír las pisadas mecánicas de sus enormes y polvorientos pies; y podía ver el rastro que el Sujeto dejaba a su paso, dos líneas paralelas trazadas en el material granular del suelo del desierto. Podía oler el aire: olía como rocas calientes, como granito cargado de mica expuesto al sol del mediodía.

Se imaginó posando su mano sobre el hombro del ser, o al menos sobre aquella especie de cartílago que se inclinaba detrás de la cabeza del Sujeto y que pasaba por ser un hombro. ¿Cómo sería al tacto? No sería como el cuero, pero sería duro, pensó Charlie, cada poro abultado como un nudil o enterrado, algunos de el os l enos de pelos blancos en punta. La cresta, enrojecida por la sangre, seguramente servía para ajustar su temperatura corporal al calor reinante; y si la tocaba, pensaba Charlie, tendría el tacto húmedo y flexible, como la carne del cactus…

El Sujeto se detuvo abruptamente, como asustado por algo, y se dio la vuelta. Charlie se encontró mirando a los ojos blancos como bolas de billar de la criatura, y pensó: ¡Oh, mierda!

Abrió lo ojos de par en par y se apartó del cristal. Estaba allí, en la galería de los O/CBE. A salvo en casa. Parpadeó, dejando atrás lo que tan solo podía haber sido un sueño.

—¿Te encuentras bien?

Paralizado por segunda vez, Charlie se volvió y vio a una niña detrás de él. Llevaba un abrigo de invierno torpemente abrochado, con uno de los lados del cuello apuntando más al á de su barbilla. Se enredó un mechón de cabellos alrededor de un dedo.

Le parecía familiar.

—¿No eres la hija de Marguerite Hauser? —dijo él.

La chica frunció el ceño, y después asintió.

El primer impulso de Charlie fue l amar a seguridad, pero la chica (Tess, recordó, era su nombre) parecía tímida y no quería asustarla. En lugar de aquello, le hizo una pregunta:

—¿Tu mamá o tu papá están aquí?

Ella sacudió la cabeza negativamente.

—¿No? ¿Quién te ha dejado entrar?

—Nadie.

—¿Tienes una tarjeta de identificación?

—No.

—¿No te han detenido los guardias?

—Entré cuando no había nadie mirando.

—Vaya truco. —De hecho, debería haber sido imposible. Pero allí estaba, con los ojos saltones y claramente insegura—. ¿Buscas a alguien?

—No, realmente.

—¿Qué te trae aquí entonces, Tess?

—Quería verlo. —Hizo un gesto hacia los O/CBE.

Por un momento, Charlie tuvo miedo de que le preguntara cómo funcionaban.

—¿Sabes? —dijo Charlie—, no deberías estar vagabundeando por aquí tu sólita. ¿Qué tal si vienes a mi despacho y l amo a tu mamá?

—¿Mi mamá?

—Sí, tu mamá.

La chica pareció pensárselo mejor.

—De acuerdo —dijo.


Tess se sentó en el despacho de Charlie, mirando unos fol etos bril antes que él le había reunido mientras llamaba al servidor de bolsillo de Marguerite. Esta se sorprendió al ver que la llamaba, y su primera duda fue referente al Sujeto: ¿había ocurrido algo interesante?

Depende de cómo lo mires, pensó Charlie. No podía quitarse aquel sueño sobre el Sujeto de la cabeza. Mirándose a los ojos. Había parecido ridículamente real.

Pero no le habló de eso.

—No quiero preocuparte, Marguerite, pero tu hija está aquí.

—¿Tess? ¿Aquí? ¿Aquí dónde?

—En el Ojo.

—Se supone que debería estar en el colegio. ¿Qué está haciendo allí?

—En realidad no está haciendo nada del otro mundo, pero se las ha ingeniado para burlar a los guardias y pasear hasta la galería de los O/CBE.

—Estás de broma.

—Ya me gustaría.

—¿Cómo es eso posible?

—Buena pregunta.

—Entonces… ¿está metida en un lío, Charlie?

—Está aquí, en mi despacho, y no veo la necesidad de organizar un escándalo por esto. Pero quizás quieras venir hasta aquí y recogerla.

—Dame diez minutos —dijo Marguerite.

Tess cal ó mientras Charlie la acompañaba al aparcamiento. No parecía querer hablar, y ciertamente no de cómo se había logrado introducir en el complejo. Al poco tiempo su madre se acercó rápidamente hasta el os con el coche y Tess subió agradecida al asiento trasero.

—¿Necesitamos hablar sobre esto? —preguntó Marguerite.

—Quizás más tarde —dijo Charlie.

Una vez de vuelta en su despacho, recibió una l amada de alta prioridad de Tabby Menkowitz, de Seguridad.

—Qué tal, Charlie —dijo el a—. ¿Cómo está Boomer?

—Un viejo sabueso, pero sano. ¿Qué sucede, Tab?

—Bueno, tengo una notificación de alerta en mi software de no-reconocimiento. Cuando comprobé las cámaras allí estabas tú, escoltando a una pequeña fuera del edificio.

—Es una delegada de un grupo de niños. Haciendo novillos, con preguntas sobre el Paseo.

—¿Qué has hecho, pasarla de tapadil o en una mochila? Porque la hemos captado cuando salía pero no cuando entró.

—Sí, bueno, yo me preguntaba lo mismo. Dice que simplemente se coló cuando nadie estaba mirando.

—Tenemos cobertura total con nuestras cámaras de seguridad, Charlie. Siempre están mirando.

—Supongo que entonces es un misterio. Tampoco tenemos que ponernos nerviosos con esto, ¿no?

—Hombre, no es alguien que intenta salir de la ciudad, pero de verdad que me encantaría saber dónde ha encontrado una puerta trasera. Esa es una información vital.

—Tabby, estamos en un bloqueo… Seguramente puede esperar hasta que se resuelvan los grandes problemas.

—Este es un gran problema. ¿Me estás pidiendo que lo olvide?

—Yo solo te hago saber que es una niña de once años. Estúdialo por todos los medios, pero no la metamos en una investigación oficial.

—¿Te la encontraste sin más, en la galería?

—Ella me abordó.

—Eso está bastante profundo, Charlie. Es un agujero muy grande.

—Sí, lo sé.

Tabby guardó silencio durante un momento. Charlie dejó que el silencio representara su papel, dejándole a ella el próximo movimiento.

—¿Conoces a la niña? —dijo el a.

—A su madre. ¿Quieres más información? Su padre es Ray Scutter.

—¿Y sabes algo más? Te lo pregunto porque eras tú el que la sacaba del edificio sin notificármelo.

—Sí. Lo siento, pero me cogió por sorpresa. No sé nada más sobre esto que tú, de verdad.

—Aja.

—En serio.

—Aja. Entiéndelo, tengo que ocuparme de cosas como esta.

—Sí. Claro.

—Pero supongo que no tengo por qué tramitar todo el papeleo ahora mismo.

—Gracias, Tabby.

—No tienes que agradecerme nada, de verdad.

—Saludaré a Boomer de tu parte.

—Y dale un poco de enjuague bucal de mi cuenta. En aquella barbacoa del verano pasado nos quitó a todos las ganas de comer. —Colgó sin decir adiós.

Ya a solas, Charlie se permitió por fin poder pensar sobre todo lo que le había ocurrido aquella tarde. Reflexionar profundamente sobre el o. Excepto… bueno, ¿qué cojones había pasado? Había soñado despierto en la galería de los O/CBE, y después estaba lo que la chica vagabundeando. ¿Se suponía que tenía que sacar algo en claro de todo aquello? Quizás hiciera una l amada a Marguerite después del trabajo.

Entretanto, tenía otra pregunta que hacerse. No estaba seguro de si quería conocer la respuesta, pero si no hacía la pregunta le rondaría constantemente por la cabeza, como una jaqueca.

De modo que tomó aire y l amó a su amigo Murtaza, en Captura de Imagen. Tan solo tuvo que esperar un tono.

—Debéis de estar bastante tranquilos por ahí.

—Sí —dijo Murtaza—, tan suave como la seda.

—¿Tendrías tiempo para hacerme un pequeño favor?

—Puede. Tengo pausa a las tres.

—No te va a llevar mucho tiempo. Tan solo necesito que le eches un vistazo a la grabación de hace una hora más o menos, entre las… —calculó—, digamos, entre las doce cuarenta y cinco y la una.

—¿Qué tengo que mirar?

—Cualquier conducta inusual.

—No estás de suerte. Está recorriendo el paisaje, sin más. Es como ver pintar blanco sobre blanco.

—Algo pequeño. Algo gestual.

—¿Podrías ser más específico?

—Lo siento, no.

—De acuerdo, bueno, me basta. —Charlie esperó mientras Murtaza definía el segmento de tiempo y manejaba la herramienta de búsqueda, pasando por todas las imágenes guardadas de la tarde. La comprobación le llevó menos de un minuto—. Nada —dijo Murtaza—, te lo dije.

Aquel o era un alivio.

—¿Estás seguro?

—Amigo mío, hoy el Sujeto es tan predecible como un reloj. Ni siquiera se ha detenido para hacer sus necesidades.

—Gracias —dijo Charlie, sintiéndose como un idiota.

—Absolutamente nada. Tan solo una pequeña señal, a la una menos diez. Se detuvo un instante y echó una mirada por encima del hombro, a nada en concreto. Eso es todo.

—Oh.

—Qué, ¿era eso lo que estabas buscando?

—Tan solo era una idea tonta. Siento haberte molestado.

—No pasa nada. Este fin de semana podríamos quedar para tomar una cerveza, ¿te hace?

—Claro.

—Duerme más, Charlie. Se te nota preocupado.

Sí, pensó. Lo estoy.

20

Chris se había pasado la mayor parte de la noche consolando a Marguerite. El fragmento de página de la revista no confirmaba nada pero insinuaba un gran peligro, y Marguerite, muy inquieta, volvía repetidamente al tema de Tess: Tess, amenazada por Ray; Tess, amenazada por el mundo.

Se le habían acabado las cosas que decirle.

Ella se había quedado dormida hacia el amanecer. Chris deambulaba por la casa sin dirección concreta. Conocía aquella sensación muy bien, el efecto combinado de temor e insomnio que sobrevenía con la luz de la madrugada, como un mal colocón de anfetaminas. Al final se quedó en la cocina, con las persianas subidas hasta el cielo azul cobalto, con las hileras de casas de estilo residencial iluminadas en el resplandor del amanecer, como cajas de caramelos desvencijadas.

Deseó tener alguna sustancia para alejarse de todo aquel o. Uno de aquel os calmantes que en un tiempo pasaban tan fácilmente por sus manos, algún producto químico tranquilizador y eufórico, o incluso un pequeño porro casero. ¿Tenía miedo? ¿De qué tenía miedo?

No de Ray, ni de los O/CBE, quizás ni siquiera de su propia muerte. Tenía miedo de lo que Marguerite le había dado: su confianza.

Hay hombres, pensó Chris, a los que no se nos debería pedir que sostuviéramos cosas frágiles. Se nos caen al suelo.

Llamó a Elaine Coster tan pronto como el sol estuvo decentemente alto. Le habló de la clínica, del piloto comatoso, de la página chamuscada.

Ella sugirió un encuentro en el Sawyer a las diez.

—Llamaré a Sebastian —dijo Chris.

—¿Estás seguro de que quieres que ese charlatán esté al tanto de esto?

—Hasta ahora ha sido útil.

—Tú mismo —dijo Elaine.

Despertó a Marguerite antes de salir de casa. Le dijo a dónde iba y le preparó una taza con café. Ella se sentó en la cocina, en camisón, con aspecto desconsolado.

—No puedo dejar de pensar en Tess. ¿Crees que Ray habla en serio con lo de quedársela?

—No sé lo que Ray va a hacer o no. La pregunta más inmediata es si ella está en peligro con él.

—¿Si le va a hacer daño, quieres decir? No. No lo creo. Al menos, no directamente. No físicamente. Ray es un hombre complicado, y es un hijo de puta nato, pero no es un monstruo. A su modo, quiere a Tess.

—Se supone que el a tiene que volver el viernes. Quizás lo mejor sea esperar hasta entonces, ver qué es lo que hace cuando ya ha tenido la oportunidad de calmarse un poco. Si insiste en quedársela, entonces tomaremos medidas.

—Si le va a pasar algo malo a Blind Lake, quiero que ella esté conmigo.

—Eso todavía no ha ocurrido. Pero Marguerite, incluso si Tess no está en peligro, eso no quiere decir que tú estés segura. Cuando Ray entró en esta casa se convirtió en un al anador. Está subiendo peldaños. ¿Tienes cerraduras inteligentes?

Ella se encogió de hombros.

—No. Supongo que puedo hacer una l ave nueva… Pero entonces Tess no podrá entrar sin mí.

—Haz una llave nueva y pon al día el carnet de Tess, aunque tengas que ir a la escuela a recoger certificados. Y no seas descuidada. Mantén la puerta cerrada cuando estés sola en casa y no abras sin comprobar quién es. Estáte segura de que tienes tu servidor de bolsillo a mano. En caso de emergencia, l ámame a mí, o a Elaine, o incluso al tipo de seguridad, cuál es su nombre…, Shulgin. No intentes manejar la situación tú sola.

—Da la impresión de que hubieras pasado por esto antes.

Chris se marchó sin responder.


Se sentó en una mesa apartada el Sawyer alejada de la ventana. El restaurante no estaba muy concurrido. Contra la costumbre, se podía ver al cocinero de pocos vuelos y a una pareja de camareras. Las posibles elecciones de menú se reducían a sandwiches: de jamón, de queso, o de jamón y queso.

Elaine l egó a la vez que Sebastian Vogel y Sue Sampel. Los tres miraron a Chris con aprensión cuando se sentaron. Tan pronto como la camarera hubo anotado los pedidos de cada uno, Chris puso sobre la mesa la página de revista chamuscada, protegida por un plástico.

—Guau —dijo Sue—, ¿de dónde has robado esto?

—Nosotros no utilizamos esa palabra —respondió Elaine—. Chris tiene una fuente anónima de alto nivel.

—Echadle un vistazo —dijo Chris—, tomaos vuestro tiempo. Sacad conclusiones.

Únicamente alrededor de un cuarto de la página resultaba legible. El resto estaba quemado más al á de toda interpretación, e incluso el cuadrante legible del extremo derecho estaba decolorado y marrón.

Todavía se podía descifrar parte del titular:


OSSBANK TODAVÍA DESCONOCIDO

CE EL SECRETARIO DE DEFENSA


Y bajo él, los fragmentos de la columna derecha del artículo.



—¿Qué hay al otro lado? —preguntó Elaine.

—Un anuncio de coches. Y una fecha.

Le dio la vuelta a la hoja.

—Cielos, es de hace casi dos meses.

—Sí.

—¿Lo l evaba el piloto consigo?

—Sí.

—¿Y está todavía inconsciente?

—He l amado esta mañana a la clínica. Sin cambios.

—¿Quién más lo sabe?

—Marguerite. Vosotros.

—De acuerdo… Dejemos que siga así por el momento.

La camarera trajo café. Chris cubrió la página con el menú de postres.

—Tú has tenido un buen tiempo para pensar sobre todo esto. ¿Qué es lo que crees?

—Obviamente, hay algún tipo de crisis en Crossbank. No tengo ni idea de qué puede ser. Algo lo suficientemente gordo como para movilizar infantería y quizás cortar autopistas… ¿Dónde decían? Al este de Mississippi. Tenemos la palabra «plaga» entrecomillada y algo que parece una negativa del Centro de Control de Enfermedades…

—Que podría significar cualquier cosa —dijo Elaine—, en cualquier sentido.

—Tenemos «muertes confirmadas», o posiblemente «no hay muertes confirmadas». Tenemos unas referencias crípticas sobre coral, estrel as de mar, un peregrino. Unas declaraciones aparentemente atribuidas a Ed Baum, el consejero científico del presidente. El suceso ha sido lo suficientemente importante como para garantizar una cobertura total de noticias y declaraciones políticas de agencias federales, pero no lo suficientemente importante como para eliminar los anuncios de automóviles de la revista.

—Ese anuncio podía haber sido comprado y pagado con seis meses de antelación. No prueba nada.

—¿Sebastian? —dijo Chris—. ¿Sue? ¿Algún comentario?

Los dos tenían un aspecto solemne.

—Me intriga el uso de la palabra «espiritual» —dijo Sebastian.

Elaine miró hacia otro lado.

—No es de extrañar.

—Continúa —le pidió Chris.

Sebastian frunció el ceño. Al apretar los labios su boca casi desaparecía bajo la enorme barba. El bloqueo lo hacía parecerse a un gnomo más que nunca, pensó Chris. De alguna forma se las había arreglado para ganar peso. Sus mejil as estaban rojas como la frambuesa.

—Redención espiritual. ¿Qué tipo de desastre genera incluso la ilusión de una redención? ¿O atrae peregrinos?

—Chorradas —dijo Elaine—, puedes conseguir peregrinos anunciando que has visto una imagen de la Virgen María en una sábana sucia. La gente es crédula, Sebastian. Debe serlo, o de lo contrario no habrías escrito un best-seller.

—Oh, no creo que lo que tengamos aquí sea la Segunda Venida. Aunque quizás alguna gente lo haya tomado por eso. Eso implica algo extraño, sin embargo, ¿no creéis? Algo ambiguo.

—Extraño y ambiguo. Guau, vaya perspicacia.

Chris volvió a meterse la página de la revista en el bolsillo de la chaqueta. Les dejó hablar sobre todo aquello durante unos minutos más. Elaine estaba claramente frustrada por tener tan solo la mitad de la explicación frente a el a. Sebastian parecía más intrigado que asustado, y Sue estaba agarrada a su brazo izquierdo en un sobrio silencio.

—Entonces quizás los descontentos tengan razón —dijo Elaine—: algo ha sucedido con el O/CBE en Crossbank. Tenemos que empezar a pensar en desconectar el Ojo.

—Quizás —dijo Chris. Él ya había contemplado aquella posibilidad con Marguerite la noche anterior—. Pero si la gente del exterior quisiera que lo desconectáramos podrían haber cortado el suministro eléctrico hace meses. Quizás lo hicieron en Crossbank, y tan solo consiguieron que todo fuera a peor.

—Quizás, quizás, quizás, puto quizás. Lo que necesitamos es más información. — Dirigió una mirada cargada de significado a Sue.

Sue cogió su sandwich como si no hubiera oído nada.

—Buena chica —le dijo Sebastian—, nunca voluntaria.

Sue Sampel, con lo que para Chris constituyó un notable ejercicio de dignidad, tragó el último bocado de jamón y queso y tomó un sorbo de café. Después se aclaró la garganta.

—Quieres saber qué es lo que Ray encontró cuando tuvo acceso a los servidores de los directivos. Lo siento, pero no he podido averiguarlo. La paranoia de Ray ha aumentado sensiblemente desde hace algún tiempo. Todo el personal de apoyo tiene que llevar llaves con contador. No podemos llegar temprano ni quedarnos hasta más tarde sin rel enar un formulario de seguridad. La mayoría de los despachos tiene cámaras de seguridad, y eso no es algo fortuito.

—¿Qué es lo que sabes, entonces? —preguntó Elaine.

—Tan solo lo que puedo ver de cuando en cuando. Dimi Shulgin apareció con un paquete de páginas impresas, probablemente copias de los correos electrónicos de Crossbank que estaban en los servidores desde antes del bloqueo. Ray ha estado extremadamente nervioso desde que los vio. En cuanto a los contenidos, no he podido ni acercarme a los informes. Y si Ray había tenido realmente la intención de hacerlo todo público, al parecer ha cambiado de opinión.

Ray no está tan solo nervioso, pensó Chris. Está asustado. Su barniz razonable está desapareciendo como la pintura en la puerta de un granero.

—Así que estamos jodidos —dijo Elaine.

—No necesariamente. Quizás pueda conseguir algo para vosotros. Pero necesitaré ayuda.

Sue podía dar la convincente impresión de tener la cabeza llena de serrín, pero en realidad, pensó Chris, no era ninguna estúpida. La gente estúpida no conseguía empleos en Blind Lake, ni siquiera como personal de apoyo. Si las copias impresas estaban todavía en el despacho de Ray, decía Sue, ella podría, tan solo quizás y con un poco de suerte, encontrarlas y escanearlas en su ordenador personal. Podría entrar en el despacho de Ray con un pretexto y utilizar su l ave maestra para abrir su escritorio, pero necesitaba al menos una hora sin interrupciones.

—¿Y las cámaras?

—Ahí es donde nos beneficiamos de la paranoia de Ray. Las cámaras son opcionales en los despachos de los altos directivos. Ray tiene apagada la suya desde el pasado verano. Supongo que no quería que nadie lo viera comiendo sus DingDongs.

—¿DingDongs?

Sue pasó por alto la pregunta con un movimiento de mano.

—Seguridad me verá entrar y salir de su despacho, pero si me mantengo lejos de la puerta, eso es todo lo que van a ver. Y yo estoy yendo y viniendo todo el tiempo de una manera u otra. Ray sabe que alguien tiene la llave de su escritorio pero no sabe si soy yo, y si esto sale bien ni siquiera sabrá que he escaneado sus documentos.

—¿Estás completamente segura de que tiene copias en papel en su despacho?

—No, completamente segura no, pero apostaría a que sí. La cuestión es cómo mantener a Ray y sus compinches fuera de juego mientras yo me dedico a lo mío.

—Creo adivinar que ya tienes un plan —dijo Elaine.

Sue parecía complacida.

—Los días laborables es imposible. Yo puedo estar al í los fines de semana durante el día sin levantar sospechas, pero a menudo Ray también se deja caer por el despacho los fines de semana, y últimamente Shulgin ha estado rondando por allí. Así que le he echado un vistazo a la agenda de Ray. Este sábado está apuntado en lo de las charlas del centro de ocio. Ari Weingart ha organizado uno de sus grandes eventos, y tiene uno o dos ponentes antes de Ray. Conociendo a Ray, querrá que Shulgin esté entre el público, junto con cualquier otro que pueda acudir, como Ari, digamos, o cualquier jefe de departamento excepto Marguerite. Se lo está tomando muy en serio. Si tuviera que apostar, yo diría que quiere conseguir apoyo para desconectar el Ojo.

Chris estaba al tanto de aquel debate del sábado. Se suponía que Marguerite iba a ser una de las ponentes. Había escrito algo para la ocasión, aunque era extremadamente reacia a aparecer en el escenario junto con Ray. Ari Weingart la había convencido de que era una buena idea, de que iba a darle más notoriedad y quizás apuntalar el apoyo de otros departamentos.

—¿Dónde encajamos nosotros en todo esto?

—No tenéis que hacer nada, en realidad. Tan solo quiero que estéis en el auditorio con un ojo puesto en el escenario. De esa forma, si Ray sale por una urgencia, podéis hacerme una llamada.

Sebastian sacudió la cabeza.

—Aun así es demasiado peligroso. Podrías meterte en problemas.

Ella le sonrió con indulgencia.

—Agradezco que digas eso. Pero creo que ya estoy metida en problemas. Creo que todos lo estamos. ¿Me equivoco?

Nadie se tomó la molestia de discutirlo.


Elaine se quedó unos minutos después de que Sue y Sebastian se marchasen.

El negocio en el Sawyer subía de volumen un poco a la hora de comer, pero solo un poco. El cielo del atardecer a través de la ventana era azul, el aire era suave y frío.

—Entonces —dijo Elaine—, ¿estás preparado para esto, Chris?

—No sé a lo que te refieres.

—Estamos metidos en la mierda más de lo que nadie quiere admitir. Salir de aquí con vida puede l egar a ser lo más difícil que ninguno de nosotros haya hecho jamás. ¿Estás preparado?

Chris se encogió de hombros.

—Estás pensando en tu novia. Y en su hija.

—No tenemos por qué ir a lo personal, Elaine.

—Vamos, Chris, tengo ojos. No eres tan profundo y tan inescrutable como te gusta pensar. Cuando escribiste sobre Galliano, te pusiste tu sombrero blanco y emprendiste una cruzada para acabar con algunas cosas que estaban mal. Y luego te pasaron factura por eso. Aprendiste que el bueno de la película no es amado universalmente, ni siquiera cuando tiene razón. Más bien al contrario. Muy decepcionante para un chico de suburbio. Entonces te hundiste en una autocompasión justificable, y tenías derecho, por qué no. Pero ahora llega toda esta mierda del bloqueo, sumada a todo lo que haya pasado en Crossbank, por no mencionar a Marguerite y esa pequeña niña suya. Creo que sientes la necesidad apremiante de ponerte aquel sombrero blanco en la cabeza. Lo que digo es: bien. Es el momento. No te resistas.

Chris dobló la servilleta y se levantó de la sil a.

—No tienes ni puta idea sobre mí —dijo él.

21

Después de que Chris hubiera salido de casa, y antes de que Charlie Grogan la telefoneara para pedirle que recogiera a su hija, Marguerite había pasado la mañana observando al Sujeto.

A pesar del peligro implícito para Blind Lake y las amenazas explícitas de Ray, no había nada útil que ella pudiera hacer al respecto, al menos no por el momento. Se le pediría mucho, sospechaba Marguerite, y probablemente muy pronto. Pero no todavía. En aquel momento estaba atrapada en un limbo de temor e ignorancia. No tenía trabajo de verdad que hacer, ni ninguna manera de calmar el torbel ino de sus emociones. No había dormido, pero dormir estaba fuera de discusión.

De modo que se preparó una jarra de té y se concentró en estudiar al Sujeto, garabateando notas para resolver dudas que probablemente no llegaría a tramitar. Toda la investigación estaba condenada, pensó Marguerite, como probablemente lo estaba el propio Sujeto. Parecía visiblemente más débil cuando el sol surgió en un cielo pálido salpicado de nubes altas. Llevaba ya varias semanas de marcha lejos de cualquier camino transitado, con escasas reservas de alimentos y agua. Sus evacuaciones fecales matutinas eran poco densas y verdosas. Al caminar, su cuerpo se contraía en ángulos que sugerían dolor.

Pero esa mañana encontró tanto comida como agua. Había alcanzado las laderas de las gigantescas montañas y, aunque la tierra era todavía terriblemente seca, había descubierto un oasis donde un arroyo de agua glacial caía en cascada de una terraza de roca. El agua se había quedado estancada en una cavidad de granito, agua profunda y transparente como el cristal. A su alrededor se extendía un fol aje de hojas grandes y jugosas.

El Sujeto se bañó antes de comer. Se acercó cautelosamente hasta el interior del estanque y permaneció de pie bajo el arroyo. Había acumulado durante su viaje una capa de polvo que fue manchando el agua a su alrededor. Cuando salió del estanque su piel estaba brillante, había cambiado desde un color casi blanco hasta un ocre quemado oscuro. Giró la cabeza de un lado a otro, como si comprobase que no había depredadores cerca. (¿Habría depredadores en aquella parte del mundo? Parecía improbable. ¿Dónde estaba la caza mayor que necesitaría un depredador de gran tamaño? Pero no era imposible, pensó Marguerite.) Después de cerciorarse de que no había peligro a la vista, arrancó varias de las hojas carnosas, las peló, las lavó y comenzó a devorarlas. Hilos de saliva caían de sus mandíbulas hasta los pies. Después de haber comido las hojas, encontró un espacio cubierto de musgo sobre el granito, cerca de la cascada, y lo lamió hasta dejarlo limpio con su ancha lengua de color gris azulado.

Después se sentó a digerir pacientemente la comida, y Marguerite abrió el archivo que había estado escribiendo para Tess: el libro de su hija, la historia de la odisea del Sujeto.

El acto de escribir la tranquilizaba, aunque la narración se hal aba lejos de estar al día. Acababa de terminar una descripción de la crisis de la tormenta de arena y del despertar del Sujeto en las ruinas de la ciudad en el desierto.

Escribió:


Todo lo que había a su alrededor en la apacible mañana sin viento eran las columnas y túmulos de edificios abandonados hacia mucho tiempo, erosionados por las estaciones.

Aquel as estructuras no se parecían a los altos edificios cónicos de su ciudad natal. Quienquiera que las hubiera construido (quizás sus propios antepasados), las había hecho de forma diferente. Tenían columnas como las griegas, y pilares que quizás una vez habían sostenido casas mucho más grandes, o templos, o espacios de negocios.

Las columnas estaban labradas de piedra negra. El arenoso viento del desierto las había pulido hasta hacerlas muy suaves. Algunas se conservaban enteras, pero la mayoría habían sido reducidas a fragmentos de su altura original, y donde no habían caído, el viento las había inclinado hacia el este. Había restos de otros edificios, varias ruinas de cimientos cuadrangulares, e incluso unas pocas pirámides bajas, todas el as redondeadas como las piedras que uno se encuentra en el lecho de un arroyo.

La tormenta había barrido la superficie de la ciudad, y ahora el sol proyectaba sombras desnudas entre las ruinas. El Sujeto permanecía de pie, contemplándolo todo. Las sombras, como relojes de sol, se fueron haciendo más cortas conforme la mañana iba avanzando. Después, quizás pensando en su destino, el Sujeto comenzó a caminar en dirección al oeste una vez más. Para el mediodía ya había dejado completamente atrás la ciudad en ruinas, que se desvanecía bajo el horizonte como si estuviera totalmente perdida, y no quedara nada más frente a él sino la refulgente arena y la fantasmal silueta azulada de lejanas montañas.


Acababa justamente de cerrar aquel capítulo, cuando recibió la llamada de Charlie Grogan.


Tess guardaba silencio en el coche cuando dejaron el Paseo.

Marguerite conducía lentamente, tratando de poner en orden sus pensamientos. Tenía que tomar una decisión importante.

Pero primero quería saber qué es lo que había sucedido. Tess había dejado la escuela y había llegado hasta el Ojo, donde se había encontrado a Charlie. Aquello estaba claro. Pero, ¿por qué?

—Lo siento —dijo Tess, lanzándole miradas aprensivas desde el asiento trasero. ¿Estoy (se preguntó Marguerite) tan asustada como para causar esta reacción? ¿Juez y jurado? ¿Es así como me ve?

—No tienes que disculparte —le dijo Marguerite—. Te diré algo: he llamado al señor Fleischer y le he dicho que tenías una cita, pero que te olvidaste de entregarle una nota. ¿Qué tal suena eso?

—Bien —dijo Tess con cautela, a la expectativa de algo más.

—Pero estoy seguro de que está preocupado por ti. Y yo también. ¿Cómo es que no has vuelto a clase esta tarde?

—No sé. Tan solo quería ir al Ojo.

—¿Y eso? Creía que no te gustaba. En Crossbank odiaste la visita que os organizaron.

—Tan solo me entraron ganas.

—¿Tantas ganas como para hacer novillos?

—Supongo.

—¿Cómo entraste? El señor Grogan parecía un poco molesto por eso.

—Entré andando. No había nadie mirando.

Aquel o, al menos, era probablemente cierto. Tess era demasiado inocente como para engañar a alguien para entrar, o para encontrar una entrada oculta. Con toda probabilidad había l egado sin más hasta la puerta principal y la había abierto: la investigación de Charlie acabaría por descubrir a un guarda de seguridad dormido, o a algún empleado que había salido un momento a fumarse un porro.

—¿Encontraste lo que estabas buscando?

—En realidad no estaba buscando nada.

—¿Aprendiste algo?

Tess se encogió de hombros.

—Porque, ya sabes, es una conducta bastante inusual en ti. Nunca habías hecho novillos antes.

—Era importante.

—¿Cómo de importante, Tess?

Sin respuesta. Tan solo un ceño fruncido.

—¿Ha sido por la Chica del Espejo?

La expresión infeliz de Tessa se convirtió en desdicha.

—Sí.

—¿Te dijo que fueras al í?

—Ella nunca me dice nada. Tan solo quería ir. Así que fui.

—Bueno, ¿qué estaba buscando la Chica del Espejo?

—No lo sé. Creo que solo quería ver su reflejo.

—¿Su reflejo? ¿Su reflejo dónde?

—En el Ojo —dijo Tess.

—¿Un espejo en el Ojo? No es de esa clase de telescopio. Allí no hay un espejo de verdad.

—En un espejo no… En el Ojo.

Marguerite no sabía cómo actuar, cómo hacer la siguiente pregunta. Tenía miedo de las respuestas de Tessa. Sonaban desequilibradas, y no se creía capaz de soportarlas. Casi todo lo demás sí, una herida, una enfermedad; podía imaginar a Tess con muletas o con el brazo en cabestrillo. Sabía cómo consolarla cuando sentía dolor; aquello quedaba bien dentro del alcance de sus habilidades como madre. Pero por favor, pensó, locura no, no el tipo de locura refractaria que excluye todo consuelo o comunicación. Marguerite había trabajado por las noches en un hospital psiquiátrico durante su etapa universitaria. Había visto casos de esquizofrenia incurable. Personas totalmente desequilibradas que vivían en sus propias pesadillas virtuales, más solas de lo que el mero aislamiento físico jamás podría lograr por sí solo. Se negaba a imaginar a Tess como una de aquel as personas.

Dejó el coche en el aparcamiento del colegio, pero le pidió a Tess que siguiera sentada un minuto con ella.

Muerte y locura: ¿podía proteger a su hija de aquello?

Ni siquiera la puedo proteger de Ray.

Ray había amenazado con quedarse con el a, hacerse cargo de su custodia física… En la práctica, raptarla. Pero ahora está conmigo, pensó Marguerite. Y si tuviera elección me la llevaría lejos de aquí, cogería la carretera de Constance, y desde allí partiría lejos, muy lejos, a cualquier lugar lejos de la cuarentena y de los inquietantes rumores que Chris ha traído a casa, lejos del Paseo Globo Ocular y lejos de la Chica del Espejo.

Pero no podía hacer eso.

Tenía que enviar a Tess de vuelta a la escuela, y de la escuela Tess iría a casa con Ray y a la ilusión cada vez más frágil de normalidad. Si me la quedara conmigo, pensó Marguerite, entonces sería yo la que estaría violando lo estipulado en nuestro acuerdo, y Ray enviaría a su gente de seguridad a por ella.

Pero si la dejaba volver con él y ocurría algo…

—¿Puedo salir ya? —preguntó Tess.

Marguerite tomó aliento profundamente para serenarse.

—Supongo que sí —dijo—, vuelta al colegio contigo. Para se acabaron las excursiones durante las clases, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

—¿Me lo prometes?

—Te lo prometo. —Puso la mano sobre la manilla del coche.

—Una cosa más —dijo Marguerite—, escúchame. Escucha. Esto es importante, Tess. Si le pasa algo extraño a papá, l ámame. No importa a qué hora del día o de la noche. No tienes ni siquiera que pensar en el o. Solo llámame. Porque yo me preocupo por ti aunque no estés conmigo.

—¿Chris también?

—Seguro que sí. Chris también —dijo sorprendida.

—Vale —respondió Tess, y abrió la puerta y salió del coche. Marguerite observó a su hija cruzar el desolado aparcamiento, arrastrando los pies entre los montones de nieve antigua, con su abrigo todavía abotonado hasta arriba y su sombrero de invierno sujeto por las pequeñas manos enguantadas.

La veré de nuevo, pensó Marguerite. Lo haré. Debo hacerlo.

Después Tess desapareció al cruzar la puerta de entrada del colegio y la tarde quedó inerte y vacía.

22

Sue Sampel se despertó nerviosa.

Era sábado por la mañana, y aquel día se suponía que tenía que llevar a cabo aquel pequeño robo de información al que se había comprometido tan precipitadamente la semana anterior. La mano le temblaba cuando se cepil aba los dientes, y su reflejo en el espejo era la perfecta imagen de una mujer de mediana edad aterrorizada.

Dejó dormir a Sebastian otra hora mientras ella se preparaba un café y unas tostadas. Sebastian era una de aquellas personas que podía dormir con tormentas o terremotos, mientras que un gorrión trinando era suficiente para que Sue despertara a una amodorrada consciencia, nada bienvenida.

El libro de Sebastian estaba sobre la mesa de la cocina, y lo hojeó para distraerse. Se lo había leído entero hacía semanas y ahora lo estaba leyendo por segunda vez, intentando absorber ideas que se le hubieran pasado por alto la primera vez. Dios & el vacío cuántico. Un título de peso. Como una pareja de luchadores de sumo equilibrados sobre la balanza del «&».

Pero el libro no era tonto, ni superficial. De hecho, la había exprimido hasta los límites de su título universitario. Afortunadamente, Sebastian era bastante bueno explicando conceptos difíciles. Y el a tenía la suerte de tener al autor a mano cuando se atascaba en algún punto.

El libro no era abiertamente religioso, ni se trataba tampoco de un trabajo de ciencia rigurosa. El propio Sebastian lo calificaba de «filosofía especulativa». Una vez lo había descrito como «una tertulia escrita con muchas páginas. Muchas, muchas páginas». Aquello, suponía Sue, era una explicación modesta.

El libro estaba repleto de historia científica arcana, sabiduría evolutiva y física cuántica. Un material sesudo para un profesor universitario de religión cuyas publicaciones previas incluían tostones como Errores de atribución en textos paulinos del siglo I. Básicamente, el argumento consistía en que los seres humanos habían alcanzado su nivel actual de consciencia apropiándose de una pequeña parte de una inteligencia universal. Conectando con Dios, en otras palabras. Aquella definición de Dios, argumentaba él, podía hacerse lo suficientemente laxa como para encajar en las definiciones de deidad a lo largo de un espectro de culturas y creencias. ¿Era Dios omnipresente y omnisciente? Sí, porque impregnaba toda la Creación. ¿Era singular o múltiple? Ambas cosas. Era omnipresente porque era inherente a los procesos físicos del universo; pero su mente era cognoscible (por los seres humanos) únicamente en fragmentos discretos y a menudo muy distintos. ¿Había vida después de la muerte, o quizás reencarnación? En el sentido más literal, no; pero como nuestra consciencia había sido tomada de aquella inteligencia, vivía en el a de nuevo sin nuestros cuerpos, aunque fuera una parte diminuta de algo casi infinitamente más grande.

Sue comprendía a dónde quería llegar. Quería dar a la gente el consuelo de una religión sin el bagaje del dogmatismo. Él era bastante informal cuando trataba la ciencia, y aquello fastidiaba profundamente a gente como Elaine Coster. Pero su corazón estaba en el lugar correcto. Quería una religión que pudiera confortar plausiblemente a viudas y huérfanos sin tener que comprometerlos con el patriarcado, la intolerancia, el fundamentalismo o extrañas leyes alimenticias. Quería una religión que no estuviese en perpetua lucha contra la cosmología moderna.

No es un mal objetivo, pensaba Sue. Pero ¿dónde está mi consuelo? Consuelo para la oficinista ladrona, por su robo sin importancia. Perdóname, porque sé exactamente lo que hago y no lo tengo demasiado claro.

Suponiendo que algo de aquello importara. Suponiendo que todos ellos no estuviesen condenados. Había leído el fragmento de revista en el Sawyer y había sacado sus propias conclusiones.

Sebastian bajó las escaleras recién duchado y vestido con su mejor ropa informal: téjanos azules y un jersey de punto verde que un vicario inglés hubiera arrojado a la basura.

—Hoy es el día —dijo Sue.

—¿Cómo te sientes?

—Asustada.

—Ya lo sabes, no tienes por qué hacer esto. Estuvo muy bien que te ofrecieras como voluntaria, pero nadie dirá nada si cambias de opinión.

—Nadie excepto Elaine.

—Bueno, quizás Elaine. Pero en serio…

—En serio, está bien. Tan solo prométeme una cosa.

—¿Qué?

—Cuando estés en el salón de actos… Quiero decir, ya sé que los otros van a estar preocupándose por mí, que l amarán si es que Ray sale hacia el Plaza. Pero el único en el que confío eres tú.

Él asintió con la cabeza, con los ojos muy abiertos y ridículamente solemne.

—Necesitaré al menos cinco minutos de margen si Ray se pone en camino.

—Los tendrás —dijo Sebastian.

—¿Me lo prometes?

—Te lo prometo.

La mañana pasó muy rápidamente. El debate del salón de actos comenzaba a la una, y Sue le pidió a Sebastian que condujese él, de forma que la pudiese dejar sin llamar la atención junto al Hubble Plaza. No hablaron mucho durante el trayecto. Ella le dio un beso rápido cuando el coche se detuvo. Después salió al aire frío, caminó hasta la entrada principal del Plaza, saludó con la mano al guarda del vestíbulo y se dirigió sin mostrar prisa hacia los ascensores. Sus pisadas resonaban en el vestíbulo embaldosado como el tic tac de un metrónomo, en al egro, a la par que los latidos de su corazón.


Marguerite l egó al auditorio del centro de ocio a las 12:45, y cuando divisó a Ari Weingart buscándola con la mirada en el vestíbulo abarrotado de gente, se volvió hacia Chris.

—Oh, Señor —dijo el a—. Esto es un error.

—¿La charla?

—No, la charla no. Compartir el escenario con Ray. Tener que mirarlo, tener que escucharlo. Ojalá pudiera… Oh, hola, Ari.

Ari la cogió firmemente por el brazo.

—Por aquí, Marguerite. Tú eres la primera, ¿te lo había dicho ya? Después Ray, luego Lisa Shapiro de Geología y Climatología, después dejamos un turno para las preguntas del público.

Le dirigió una última mirada a Chris, que se encogió de hombros y le lanzó lo que ella supuso que era una sonrisa de apoyo.

En realidad, pensó Marguerite mientras seguía a Ari a través de una puerta de acceso restringido en la semipenumbra de los bastidores, aquello era una locura. No simplemente porque se veía forzada a aparecer con Ray, sino porque iba a ser una charada para ambos. Los dos fingiendo que no sabían nada del desastre de Crossbank (cualquiera que hubiese sido). Los dos fingiendo que no había habido una disputa sobre Tess. Fingiendo que no se despreciaban el uno al otro. Fingiendo no cordialidad, pero al menos indiferencia. Sabiendo que podría acabarse en cualquier momento. Esta es una invitación al desastre, pensó Marguerite. No solo eso, sino que su «charla» consistía en una serie de notas que había escrito para sí misma y que nunca había planeado revelar. Especulaciones sobre el proyecto UMa47 que rozaban lo herético. Pero si la crisis era tan mala, tan potencialmente mortal como parecía que era, ¿por qué malgastar tiempo en mentiras? ¿Por qué no, por una vez en su vida, dejar de calcular objetivos de su carrera profesional y decir simplemente lo que pensaba?

Le había parecido una buena idea, al menos hasta que se encontró en el escenario detrás del telón, con Lisa Shapiro sentada entre el a y su ex-marido. Evitó la mirada de Ray, pero no pudo desterrar la claustrofóbica sensación de su presencia.

Se había fijado al acercarse en que estaba impecablemente vestido. Traje y corbata, con rayas tan agudas como el filo de una cuchil a. Una pequeña sonrisa de labios apretados en el rostro, acentuada por sus mejil as regordetas y su barbil a en retirada, como un hombre que huele algo desagradable pero que intenta mostrarse educado al respecto. Un fajo de folios en las manos.

A su izquierda estaba el atril, y Ari permanecía allí, haciendo una señal a alguien para que subiera el telón. ¿Ya? Marguerite miró su reloj. La una en punto. Tenía la boca seca.

El auditorio tenía un aforo de dos mil personas, le había dicho Ari. Habían admitido más o menos a la mitad, una mezcla de científicos, personal de apoyo y trabajadores al azar. Ari había preparado cuatro de aquellos acontecimientos desde el comienzo de la cuarentena, y todos el os habían sido bien atendidos y bien recibidos. Incluso había un hombre con una cámara retransmitiendo en directo para Blind Lake Television.

Qué civilizados somos en nuestra jaula, pensó Marguerite.Qué fácilmente dejamos del lado el recuerdo de los cuerpos más al á de la verja.

En aquel momento se subía el telón, el escenario se iluminaba, el público se convertía en un vacío entre sombras que se sentía más que se veía. En aquel momento Ari la estaba presentando. Y en aquel momento, en un extraño repliegue de tiempo que siempre le ocurría cuando tenía que hablar en público, Marguerite se encontró de repente en el atril, dándole las gracias a Ari, agradeciendo al público su asistencia, jugueteando con su servidor de bolsillo.

—La cuestión…

Su voz se quebró con un gallo. Se aclaró la garganta.

—La cuestión que quiero tratar hoy aquí es: ¿nos hemos dejado engañar por nuestro riguroso enfoque deconstructivo en el estudio de las gentes de UMa47/E?

Aquel o era lo bastante árido como para adormecer al público lego que se encontraba en el auditorio, pero vio un par de rostros familiares de Interpretación frunciendo el ceño.

—Se trata de un término deliberadamente provocativo: las «gentes» observadas. Desde el principio, los proyectos de Crossbank y Blind Lake se han esforzado en eliminar todo rastro de antropocentrismo: la tendencia a imbuir a otras especies con las características humanas. Esa es la falacia que nos tienta a describir a un cachorro de pantera como «mono» o a un águila como «noble», y que utilizamos desde que aprendemos a andar sobre dos piernas. Sin embargo, vivimos en una época ilustrada, una época que ha aprendido a ver y valorar a otras especies vivientes como son, no como desearíamos que fueran. Y la larga y encomiable historia de la ciencia nos ha enseñado, al menos, a observar con cuidado antes de emitir un juicio. De juzgar, si hay que hacerlo, basándonos en lo que vemos, no en lo que preferiríamos creer.

»Y de esa forma nos decimos a nosotros mismos: a los sujetos de nuestro estudio en Ursa Majoris 47 se los debería conocer como «criaturas» u «organismos», no como «gentes». No tenemos que tomar nada por supuesto con relación a ellos. No debemos admitir en las tablas de análisis nuestros miedos y deseos, nuestras esperanzas o nuestros sueños, nuestros prejuicios lingüísticos, nuestra metanarrativa burguesa, o nuestro imaginario cultural acerca de los extraterrestres. Dejen al señor Spock en la puerta, por favor, y a H.G. Wells en la biblioteca. Si vemos una ciudad no la debemos llamar ciudad, o debemos l amarla así solo provisionalmente, porque la palabra «ciudad» implica Cartago y Roma, Berlín y Los Angeles, productos de la biología humana, del ingenio humano, y de miles de años de experiencia humana acumulada. Nos recordamos que la ciudad observada quizás no sea una ciudad; que quizás sea algo más parecido a un hormiguero, a un termitero o a un arrecife de coral.

Cuando hizo una pausa pudo oír el eco de su voz, una resonancia grave que le devolvían los muros del auditorio.

—En otras palabras, intentamos insistentemente no engañarnos a nosotros mismos. Y lo hacemos muy bien. La barrera entre nosotros y las gentes de UMa47/E es dolorosamente obvia. Los antropólogos nos han dicho desde hace mucho que la cultura es un conjunto de símbolos compartidos, y que no compartimos ninguno con los sujetos de nuestro estudio. Omnis cultura ex cultura, y las dos culturas son tan diferentes, suponemos, como el agua y el aceite. Nuestras conductas epigenéticas y las suyas no tienen puntos de intersección.

»El aspecto negativo es que nos vemos forzados a partir de principios básicos. No podemos hablar de, digamos una «arquitectura» ctónica, porque deberíamos extraer de esta palabra aparentemente inocente todas las vigas y contrafuertes de motivos humanos y estética humana, sin los cuales la palabra «arquitectura» se convierte en una estructura inestable que no se sostiene. Tampoco nos atrevemos a hablar de «arte», «trabajo», «ocio» o «ciencia» ctónicos. La lista es interminable, y lo que nos queda es simplemente conducta a secas. Conducta para observar y catalogar hasta en sus aspectos más minúsculos.

»Decimos que el Sujeto viaja por aquí, realiza esta o aquel a acción, gira a la izquierda o a la derecha, come tal y tal cosa, y eso si no evitamos la palabra «comer» por su connotación antropocéntrica oculta; quizás «ingerir» sea más adecuada. Quiere decir lo mismo, pero tiene mejor aspecto en un informe escrito. «El Sujeto ingiere un bolo alimenticio de material vegetal». En realidad se ha comido una planta, vosotros lo sabéis y yo lo sé, pero un evaluador de Nature nunca lo daría por bueno.

En ese punto pudo oírse una risa prudente. A su espalda, Ray imitaba burlonamente el sonido de ronquidos.

—Vigilamos la connotación de cada palabra que pronunciamos con el instinto censor de un purgante. Todo en nombre de la ciencia, y a menudo por buenas razones.

»Pero me pregunto si no nos estaremos dejando algo por el camino. Lo que falta en nuestro discurso sobre las gentes de UMa47/E, sugiero yo, es narrativa. Los nativos de UMa47/E no son humanos, pero nosotros sí, y los seres humanos interpretan el mundo desarrollando narraciones que lo explican. El hecho de que algunas de nuestras narraciones sean ingenuas, o soñadoras, o simplemente erróneas, no tiene por qué invalidar el proceso. La ciencia, después de todo, es al final una narración. Un antropólogo, o un ejército de antropólogos, puede que estudien detenidamente fragmentos de hueso y los cataloguen de acuerdo con diez o con cien características aparentemente triviales, pero el objeto no expresado de todo su trabajo es una narración, una historia de cómo los seres humanos surgieron a partir de otra fauna del planeta, una historia sobre los orígenes de nuestros antepasados.

»O consideremos la tabla periódica. La tabla periódica es un catálogo, una lista de los elementos conocidos y posibles organizada siguiendo un principio organizador. Es conocimiento estático, exactamente el tipo de conocimiento que estamos acumulando sobre el Sujeto y su especie. Pero incluso la tabla periódica implica una narración. La tabla periódica es una declaración determinante de la historia del universo, el punto final de una larga narración sobre la creación de hidrógeno y helio en el Big Bang, la forja de elementos pesados en las estrel as, la relación entre electrones en los núcleos de los átomos; el núcleo y sus procesos de decadencia, y la conducta cuántica de las partículas subatómicas. Nosotros también tenemos un lugar en esa narración. Nosotros somos en parte el resultado de la química carbónica en agua, otra narración oculta en la tabla periódica, y de igual forma, añadiría yo, lo son las gentes observadas de UMa47/E.

Hizo una pausa. Había un vaso de agua helada sobre el atril, gracias a Dios. Tomó un sorbo. A juzgar por el sonido ambiental, ya había dado rienda suelta a varias discusiones acaloradas entre cuchicheos entre el público.

—Las narraciones intersecan y divergen, se combinan y recombinan. Para comprender una narración quizás se necesite la creación de otra. La narración es la forma en la que entendemos el universo, y es así más claramente como nos entendemos a nosotros mismos. Un extraño puede parecemos inescrutable, o incluso amenazador, hasta que nos ofrece su historia; hasta que nos dice su nombre, nos dice de dónde viene y a dónde va. Quizás esto también sea cierto con los habitantes de UMa47/E. No me sorprendería que el os, a su manera, también intercambiaran narraciones. Quizás no lo hagan; quizás tengan una forma distinta de organizar y diseminar el conocimiento. Pero les prometo que no los comprenderemos hasta que comencemos a contarnos entre nosotros historias sobre ellos.

Ahora podía ver más rostros entre el público. Estaba Chris en el centro de la nave lateral, asintiendo de forma alentadora. A su lado Elaine Coster, y al de esta Sebastian Vogel. Marguerite daba por hecho que tenían sus servidores de bolsillo a mano, para el caso de que Ray abandonara rápidamente el auditorio para llegar al Plaza.

Y al á abajo, en la primera fila, estaba Tess, escuchando con atención. Ray debía de haberla traído consigo. Marguerite dirigió una sonrisa a su hija.

—Por supuesto, somos científicos. Tenemos nuestra propia palabra para una narración provisional: la llamamos hipótesis, y la comprobamos a través de observación y experimentación. Y por supuesto, cualquier hipótesis que aventuremos sobre las gentes nativas del planeta debe ser muy, muy provisional. Será una primera aproximación, una suposición cultivada, incluso un tiro a ciegas.

»Sin embargo, creo que hemos sido exageradamente tímidos haciendo conjeturas así. Creo que eso se debe a que las preguntas que tenemos que hacer a fin de crear esa narración son extremadamente inquietantes. Cualquier especie pensante que nos encontremos, y por primera vez en la historia tenemos otro ejemplo con el que compararnos, debe basarse en su biología. Parte de su conducta, en otras palabras, será específica de su historia genética. Si se trata verdaderamente de una especie pensante, sin embargo, parte de su conducta será también discrecional, será flexible, será innovadora. Lo que no quiere decir que sea infaliblemente racional. Quizás más bien al contrario.

»Y aquí, creo yo, descansa la cuestión fundamental que hemos sido reacios a afrontar. Nosotros abrigamos creencias muy arraigadas sobre nosotros mismos. Un teólogo quizás diría que somos una especie en busca de Dios. Un biólogo quizás dijera que somos un conjunto de funciones fisiológicas interrelacionadas capaces de actividades altamente complejas. Un marxista podría decir que somos agentes de un diálogo entre la historia y la economía. Un filósofo podría decir que somos el resultado de la apropiación por parte del ADN de la matemática de las propiedades emergentes en sistemas caóticos semiestables. Consideramos a estas creencias como mutuamente excluyentes y nos aferramos a el as, de acuerdo con nuestras preferencias, con fervor casi religioso.

»Pero yo sospecho que en las gentes nativas de UMa47/E vamos a encontrar que todas estas perspectivas son útiles por un lado, pero insuficientes. Tendremos que l egar a una nueva definición de «especie pensante», y esa definición debe incluirnos tanto a nosotros como a los nativos. Y eso, sugeriría yo, es lo que hemos estado evitando.

Otro sorbo de agua. ¿Estaba demasiado cerca del micrófono? En las filas de atrás probablemente sonaría como si estuviera haciendo gárgaras.

—Cualquier cosa que digamos sobre la población nativa implica una nueva perspectiva de nosotros mismos. Los encontraremos comparativamente más o menos valientes que nosotros, más o menos amables, más o menos propensos a la guerra, más o menos sensibles… Quizás, en última instancia, más o menos cuerdos.

»En otras palabras, quizás nos veamos forzados a sacar conclusiones sobre el os, y consecuentemente sobre nosotros mismos, que no nos agraden. Pero somos científicos, y se supone que no nos espantamos por estas cuestiones. Como científica, mi creencia más íntima, estoy tentada de decir, mi fe, es que la comprensión es mejor que la ignorancia. La ignorancia, al contrario que la vida, al contrario que las narraciones, es estática. La comprensión implica un movimiento hacia delante, y así la posibilidad de cambio.

»Esta es la razón por la cual es tan importante mantener la atención sobre el Sujeto. — Tanto tiempo como podamos, añadió para sí misma—. Hace unos pocos meses, uno podía plausiblemente haber señalado que la vida del Sujeto era una rutina rígida y repetitiva, y que ya habíamos observado todo lo que habíamos podido. Los recientes sucesos han mostrado que ese argumento estaba equivocado. La vida del Sujeto, que habíamos tomado erróneamente como un ciclo, se ha convertido en una narración, una narración que quizás podamos ser capaces de seguir hasta su conclusión, y de la cual por seguro que aprenderemos mucho.

»Y ya hemos aprendido mucho. Hemos visto, por ejemplo, las ruinas de 33/28, una ciudad (si es que podemos utilizar esa palabra) abandonada, aparentemente más antigua que el hogar del Sujeto y muy diferente en su estilo arquitectónico. Y esto también, implica narración. Implica que la conducta arquitectónica de estas gentes es flexible; que tienen un conocimiento acumulado y que ponen ese conocimiento al servicio de usos diversos y adaptativos.

»Implica, en suma, y por si quedaba alguna duda, que las gentes de ese planeta son gente, intelectualmente próximos y moralmente equivalentes a los seres humanos, y que la mejor forma de construir su narración es tomando como referencia la nuestra propia. Incluso si esa comparación no nos es siempre favorecedora.

Aquel era su gran final. Su tesis desafiante. El problema era que nadie parecía estar seguro de que hubiera terminado. Se aclaró la garganta de nuevo.

—Eso es todo, muchas gracias —dijo, y volvió a su sil a. Los aplausos crecieron a su espalda. Parecían corteses, si no entusiastas.

Ari se acercó al estrado, agradeció su intervención y presentó a Ray.


Sue Sampel estuvo veinte minutos en su escritorio en la antesala del despacho de Ray, aparentando estar ocupada de cara a las cámaras de video de la pared.

Había apartado algo de trabajo para hacer que su presencia allí pareciera más plausible. No es que hubiera realmente mucho pendiente. Aquellos informes que Ray insistía en reunir, documentando las trivialidades diarias de la administración de Blind Lake, eran un mal chiste. Los informes no iban a ninguna parte excepto a un archivo con el título de «PENDIENTE». ¿Pendiente de qué, del fin del mundo? Pero le servirían como coartada si alguien le l egara a preguntar a Ray qué es lo que había estado haciendo todo aquel tiempo durante el bloqueo. A el a le daba la impresión de que Ray empleaba gran parte de su tiempo preparándose para preguntas como aquella.

Echó un vistazo al reloj que tenía sobre el escritorio. A las 13:30 montó un pequeño espectáculo revolviendo los papeles y archivos digitales, como si hubiera perdido algo. Y, por tanto, debería entrar en el despacho de Ray para ir a por el o. Le parecía grotescamente irreal, como un juego del instituto.

O una película mala. Y en la película, pensó Sue, aquel sería el momento en el que alguien se acercaría hasta el a… probablemente Shulgin, o incluso Ray, Ray con una pistola en la mano…

—¿Sue?

Se mordió la lengua, y después logró articular un «¡oh!» que quizás podía haber pasado por un «hola».

No era Ray. Se trataba tan solo de Gretchen Krueger, de Archivos, en la planta de abajo.

—No me esperaba que estuvieras aquí hoy —dijo Gretchen—. Iba de camino a recoger algún número atrasado de JAE y he visto la puerta abierta de tu despacho. ¿También está Ray?

—No. Solo estoy acabando un trabajo pendiente. Pero es que no dejo de perder cosas —dijo, confirmando su coartada una vez más.

—Cuando termine aquí me voy al Sawyer con Jamal y Karen. ¿Quieres venir con nosotros? Serías más que bien recibida.

—Gracias, pero lo único que quiero hacer esta tarde es ducharme y echarme una siesta.

—Sé a qué te refieres.

—Que lo pases bien, Gretch.

—Lo haré. Tómatelo con calma, Sue. Pareces cansada.

Gretchen desapareció sin prisas por el pasil o y Sue comenzó a armarse de valor una vez más para el asalto al despacho interior de Ray. Pero antes cerró la puerta que daba al pasillo. Se dio cuenta de que le temblaba la mano.

Después se dirigió al santuario de Ray, fuera del alcance de las cámaras de seguridad.

Antes de nada, sacó un montón de archivos de los armarios y los dejó contra la pared. Cualquier archivo, no importaba cuál, siempre y cuando tuviera algo que pareciera inocuo para poder llevarse de ahí. Después se acercó al escritorio, metió la llave en la cerradura y abrió los cinco cajones uno detrás de otro.

El fajo de hojas impresas estaba en el último cajón a la izquierda, donde Ray solía guardar sus DingDongs antes de que se le acabaran las reservas. Conociéndolo, probablemente había recogido las migajas por los cajones. Debe de estar seriamente afectado, pensó Sue. Debe de estar en medio de una crisis aguda de abstinencia de DingDong.

Cogió la primera hoja.


EX: Bo Xiang, Laboratorio Nacional de Crossbank.

PARA: Avery Fishbinder, Laboratorio Nacional de Blind Lake.

TEXTO: Hola, Ave. Como te prometí, aquí tienes algunas cabeceras del material que vamos a presentar en la conferencia de este año. Lo siento, no puedo ser más explícito (ya sé que no quieres estar a ciegas), pero nos han advertido que no le demos demasiada publicidad a esta información hasta que se haga oficial. Lo que te puedo decir es que hemos encontrado pruebas de una cultura pensante desaparecida en HR88 32/B. Se van a realizar nuevas pruebas, pero con lo que tenemos se observa que hay una región en el hemisferio norte (sobre una plata forma basáltica elevada, de aguas poco profundas y algunas islas aisladas, a simple vista no tan diferentes de cientos de otras regiones pantanosas) con restos de estructuras de evidente complejidad técnica, con una conexión (o al menos una referencia arquitectónica) con los «corales flotantes» del ecuador. Todavía no se sabe cómo compaginar este descubrimiento con la ausencia de animales con capacidad motriz en el planeta. Gossard sugiere la idea de una antiquísima extinción a gran escala…


Por amor de Dios, se reprendió Sue, no lo leas. Lanzó una mirada furtiva a la puerta. Estaba sola, pero eso podía cambiar.

Cogió el servidor de su bolsil o, marcó su número personal y activó la función del escáner. El servidor era un modelo estilo pluma exactamente del grosor de una hoja estándar de papel. Sue pasó la banda fotosensible por el papel hasta que completó la transferencia. Después la siguiente página. Luego la siguiente. Pero había montones de hojas. Miró el reloj. Eran casi las dos. Quizás tuviera que estar allí veinte minutos. Más.

Cálmate, se dijo, y escaneó otra página.


Desde su asiento en el lateral del auditorio, Chris Carmody observó a Ray levantarse y dirigirse al estrado.

Chris intuía la importancia de tomarle la medida a aquel tipo. Había miles de formas en las que podía acabar teniendo otro incidente con Ray Scutter. Y si llegaba a suceder, no quería pifiarla.

Había miles de formas de pifiarla.

Ray estaba especialmente elegante aquel día. Sonrió al público y se hizo con el estrado con una facilidad que Marguerite no había sido capaz de mostrar. Aquel era el «encanto» del que el a hablaba al referirse a él, y quizás había sido aquello lo que ella había visto en él cuando se conocieron, una sonrisa plausible y algunas palabras agradables bien escogidas. Ray comenzó:

—Me voy a apartar un poco del texto que había preparado para la ocasión (y ya sé que nos has pedido que seamos breves, Ari, y te prometo que haré lo que pueda) para hacer algunas observaciones a la intervención de la anterior ponente.

Marguerite se agitó visiblemente nerviosa en su sil a, aunque debía habérselo esperado.

—Como científicos —dijo Ray—, una de las cosas que debemos tener siempre presentes es que las apariencias pueden ser engañosas. Estamos hablando de la instalación O/CBE como si fuera una clase superior de telescopio. Les recordaría que no es así. En su nivel más fundamental, el Ojo es una computadora cuántica que funciona como un generador de imágenes. Asumimos que las imágenes que genera con tanta eficiencia representan sucesos pasados de un planeta lejano. Puede ser cierto. Puede que no lo sea. Si está consiguiendo información real, no sabemos cómo lo hace. Las imágenes que crea son consistentes con nuestro conocimiento real del tamaño de UMa47/E, su atmósfera y la distancia de su estrella. Más al á de eso, sin embargo, no tenemos manera de confirmar lo que el Ojo nos suministra. Hasta que podamos duplicar más eficientemente el efecto y comprenderlo, nuestra suposición de que estamos viendo hechos reales debe ser provisional.

»Y si somos precavidos sobre las conclusiones que extraemos, no es porque seamos tímidos. Es porque no queremos engañarnos. Por esta razón, y por otras muchas, creo que nuestra atención sobre el Sujeto y su cultura ha estado mal dirigida y ha sido desastrosamente prematura.

»Al contrario que la anterior ponente, yo le recordaría al público que hemos estado creando historias (perdón, «construyendo narraciones») sobre vida extraterrestre durante gran parte de la historia humana. Si esto constituye un acierto o un error es una cuestión interesante. En el nombre de la ciencia, se nos pidió una vez que creyéramos la idea de Percival Lowell de un planeta Marte con canales y civilización. Aquella idea falsa fue disipada por la ciencia del siglo XX tan solo para ser reemplazada por el ilusionante descubrimiento, que más tarde se probó falso, de bacterias fósiles en un meteorito marciano. Examinado atentamente, se ha comprobado que Marte es un planeta estéril. La idea ampliamente extendida de que había microbios viviendo bajo la superficie helada del océano tibio de Europa ha acabado siendo, de igual forma, una mera ilusión. Nuestra imaginación nos deja atrás, al parecer. Es intuitiva, salta hacia delante y ve lo que desea ver. Un manifiesto por la imaginación es lo que menos necesitamos, especialmente en este momento.

Exhaló teatralmente.

—Después de aclarar esto, y creo que era necesario decirlo, pasemos a una cuestión más acuciante, una de particular relevancia para todos nosotros aquí en Blind Lake.

»No hace falta decir que el bloqueo, lo que algunas personas han venido a l amar cuarentena, es un suceso sin precedentes que todos luchamos por entender. Cuarentena, creo yo, es una palabra apropiada. Creo que ha l egado a resultar evidente que hemos sido confinados aquí no por nuestro propio bien, sino por la protección de la gente del exterior.

»Y aun y todo parece absurdo, ridícula ¿Qué hay en nosotros, en Blind Lake, que pudiera ser considerado una amenaza?

»De verdad, ¿qué? Algunos han sugerido que las imágenes que estamos estudiando quizás sean peligrosas, que quizás contengan un código esteganográfico o algún otro mensaje oculto destructivo para la mente humana. Pero tenemos pocas evidencias de algo así…, a no ser que queramos citar el panegírico de la ponente anterior como ejemplo. —Ray esbozó una sonrisa torcida, como si hubiera dicho algo travieso pero muy inteligente, y el público le contestó con una risa forzada. Tomó un trago de agua y continuó—. No, creo que debemos centrar nuestras sospechas en el propio proceso, en el mecanismo de los O/CBE.

»¿Podría haber algo peligroso en los tanques de O/CBE? Apenas tenemos el conocimiento necesario para responder a esta pregunta. Lo que sabemos es que los procesadores O/CBE son computadoras cuánticas de una gran capacidad, de un tipo nuevo, y que funcionan con un código autoevolutivo y autorreplicante.

»Estas palabras por sí mismas deberían despertar la alarma. En todas las otras ocasiones en la que hemos intentado explotar sistemas evolutivos autorreplicantes nos hemos visto obligados a proceder con extrema precaución. Estoy pensando en el cuasidesastre del año pasado, en el laboratorio de nanotecnología del Instituto Tecnológico de Massachussets. Todos sabemos lo lamentable que podría haber sido, y recordamos los nuevos cultivos de arroz que causaron tantas muertes por reacciones histamínicas en Asia, a comienzos de los años veinte del siglo XX.

Elaine escribía furiosamente en un cuaderno de notas. Sebastian Vogel estaba sentado en un estado de atención sosegada, un Buda barbudo.

—La objeción obvia es que estos sucesos afectan a sistemas autorreplicantes «reales» en el mundo «real», no a códigos en una máquina. Pero esta es una afirmación corta de miras. El ecosistema virtual de los O/CBE puede estar encerrado, pero también es efectivamente enorme. En un solo día se generan y se cosechan miles de millones de algoritmos para su utilización. Periódicamente los seleccionamos para obtener los resultados que queremos, pero siempre se están reproduciendo. Damos por supuesto que, como nosotros establecemos las condiciones límite, tenemos poder ilimitado sobre nuestras creaciones. Pues quizás no sea este el caso.

»Ahora bien, obviamente nunca hemos perdido a ningún investigador por haber sufrido la emboscada de un algoritmo. —Más risas: al público lego parecía gustarle aquello, aunque el personal de Observación e Interpretación se mantenía cautelosamente silencioso—. Y eso no es lo que estoy sugiriendo. Pero existen evidencias (de las que todavía no puedo hablar con entera libertad) de que el complejo de Crossbank fue cerrado horas antes de la cuarentena de Blind Lake, y de que allí ocurrió algo peligroso, posiblemente relacionado con los procesadores O/CBE.

Aquel o eran noticias nuevas. A lo largo de todo el auditorio, la gente literalmente se levantó de sus asientos. Chris lanzó una mirada a Elaine, que se encogió de hombros: el a no esperaba que Ray abordara esa cuestión.

Quizás Ray no había tenido intención de hacerlo. Revolvió sus papeles y pareció hallarse desconcertado durante un rato.

—Esto, por supuesto, está siendo investigado…

Dejó el discurso escrito a un lado.

—Pero me gustaría volver a las demandas de la ponente anterior por un momento…

—Está improvisando —susurró Elaine—. Marguerite debe de haberse anotado un tanto en alguna parte. O se ha tomado un par de copas antes de aparecer en público.

—Si lo recuerdo correctamente… —siguió Ray—, creo que fue Goethe quien escribió que la naturaleza ama lo ilusorio. «La naturaleza ama lo ilusorio y a aquel os que no toman parte en sus ilusiones los castiga como castigaría un tirano». Hablamos alegremente de especies «pensantes», como si el pensamiento fuera un atributo simple y fácilmente cuantificable. Por supuesto que no lo es. Nuestra percepción de lo que es pensante es sesgada e idiosincrásica. Nos comparamos con los otros primates como si nosotros fuéramos racionales y el os actuasen guiados únicamente por impulsos animales. Pero el simio, por ejemplo, es casi totalmente racional: busca comida, come cuando tiene hambre, duerme cuando está cansado, copula cuando se combinan deseo y oportunidad. Un filósofo simio quizás podría preguntarse cuál de las dos especies es la verdaderamente racional.

»Quizás se preguntara: «¿cuándo nos parecemos más los hombres y los monos?» No cuando comemos o dormimos o defecamos, porque todo animal hace esas cosas. Los hombres muestran su singularidad cuando fabrican herramientas elaboradas, componen óperas, se hacen la guerra por razones ideológicas o envían robots a Marte. Tan solo los seres humanos hacen eso. Imaginamos nuestro futuro y contemplamos nuestro pasado, personal o colectivo. Pero, ¿cuándo revisa un simio los sucesos del día o imagina un futuro completamente diferente? La respuesta obvia es: cuando sueña.

Chris miró a Marguerite en el escenario. Ella parecía tan perpleja como todos los demás. Ray estaba un tanto desconcertado en ese momento, pero se había lanzado a un escenario con una gran inercia interna.

—Cuando sueña. Cuando el mono sueña. Despierto no tiene capacidad de razonar, pero cuando sueña, los sueños le confieren razón. Soñando, el mono imagina que está cazando o que le cazan, que come o que pasa hambre, se imagina asustado o a salvo. En realidad no está haciendo nada de todo aquello. Está corriendo o pasando hambre en un modelo fragmentario de un mundo que es totalmente de su invención. ¡Qué humano! ¡Qué completamente humano! Vosotros, quizás dijera el mono filósofo, sois los homínidos que soñáis a la luz del día. Vosotros no vivís en el mundo. Vivís en vuestro sueño del mundo.

»Soñar recorre toda nuestra existencia. Nuestros lejanos antepasados aprendieron a arrojar una lanza no a un animal que corría, sino al lugar donde estaría el animal cuando la lanza hubiera recorrido el aire a una cierta velocidad. Nuestros antepasados no hicieron esto a través del cálculo, sino de la imaginación. Soñando, en otras palabras. Soñamos el futuro del animal y arrojamos la lanza al sueño. Soñamos imágenes que sacamos del pasado y las utilizamos para proyectarlas y revisar nuestro futuro curso de acción. Y como estratagema evolutiva, nuestra capacidad de soñar ha tenido mucho éxito. Como especie, nos hemos soñado a nosotros mismos fuera del callejón sin salida del instinto, en un mundo entero y pleno de conductas inexploradas.

»Lo hemos hecho con tanta efectividad, diría yo, que hemos olvidado la verdad fundamental de que estamos soñando. Confundimos el sueño con la razón. Pero los simios también razonan. Lo que los simios no hacen es soñar ideologías, soñar terrorismo, soñar dioses vengativos, soñar esclavitud, soñar cámaras de gas, soñar soluciones letales para problemas de ensueño. Los sueños son comúnmente pesadil as.

El público se había perdido. A Ray parecía no importarle. En aquel momento estaba hablando para sí mismo, persiguiendo una idea en un laberinto que solo él podía ver.

—Pero hay sueños de los que, como especie, no podemos despertar. Nuestros sueños son los sueños que adora la naturaleza. Nuestros sueños son epigenéticos y han cumplido su función para nuestros genomas de forma notable. En pocos cientos de miles de años hemos pasado de ser una subespecie homínida localizada a una población que domina el planeta y que alcanza los ocho o diez mil millones de individuos. Si razonamos dentro de los límites de nuestros sueños diurnos, la naturaleza nos recompensa. Si razonáramos de manera tan simple y tan directa como los simios, no seríamos más numerosos que ellos.

»Pero ahora hemos hecho algo nuevo. Hemos construido máquinas que sueñan. Las imágenes que los procesadores O/CBE generan son sueños. Se basan, nos decimos, en el mundo real, pero no son imágenes telescópicas en el sentido tradicional. Cuando miramos a través de un telescopio miramos con ojos humanos e interpretamos con mente humana. Cuando miramos una imagen de los O/CBE, vemos lo que una máquina soñadora ha aprendido a soñar.

»¡Que no es lo mismo que decir que las imágenes no tienen valor! Únicamente que no podemos aceptarlas como valores de hecho. Y nos tenemos que hacer otra pregunta: si nuestra máquina puede soñar más eficazmente que un ser humano, ¿qué más será capaz de hacer? ¿Qué otros sueños puede abrazar, con o sin nuestro conocimiento?

»Los organismos que estamos estudiando quizás no sean los habitantes de un mundo rocoso que gira en torno a la estrella Ursa Majoris. Las especies alienígenas quizás sean los propios O/CBE. Y lo peor de todo… lo peor de todo…

Se detuvo, cogió el vaso de agua y lo vació. Se ruborizó.

—Quiero decir, ¿cómo despiertas del sueño que te confiere la capacidad de razonar? Muriendo. Únicamente muriendo. Y si la entidad O/CBE (si podemos llamarla así) se ha convertido en un peligro para nosotros, quizás deberíamos matarla.

Cerca de las primeras filas, una pequeña voz gritó «No puedes hacer eso».

La voz de una niña. Chris reconoció a Tess, en aquel momento ya de pie junto a la base del escenario.

Ray miró hacia abajo, claramente perplejo. Pareció no reconocerla. Cuando lo hizo, le señaló su butaca con un ademán para que volviera a sentarse.

—Lo siento. Lo siento —dijo él—. Pido disculpas por la interrupción. Pero no podemos permitirnos ser sentimentales. Nuestras vidas están en juego. Quizás estemos…, como especie, quizás estemos… —Se pasó la mano por la frente. El verdadero Ray había salido a la superficie, y el verdadero Ray no era agradable de contemplar—. Quizás seamos gobernados por máquinas que sueñan, capaces de crear un caos inmenso, pero debemos lealtad a nuestros genomas. Nuestros genomas son los que crean un sueño tolerable de aquello que no tiene ningún valor, las matemáticas rigurosamente precisas del universo en el que vivimos. ¿Qué veríamos si estuviéramos verdaderamente despiertos?: un universo que ama la muerte más de lo que ama la vida. Sería una tontería, una verdadera tontería renunciar a nuestra supremacía en favor de otra serie de números, otro sistema disipador no lineal extraño a nuestro modo de vida…

Un hombre puede sonreír, y sonreír, y ser un villano, había dicho Shakespeare. Chris lo comprendió entonces. Era una lección que debería haber aprendido hacía mucho tiempo. Si lo hubiera hecho lo bastante pronto, su hermana Porcia quizás podría seguir viva.

—¡Deja de hablar así! —chil ó Tess.

En ese momento Ray pareció despertar, pareció darse cuenta de que había hecho algo extraño, poniéndose en evidencia en público. Su rostro estaba rojo como una amapola.

—Lo que quiero decir…

El silencio se alargó. El público comenzó a murmurar.

—Lo que quiero decir…

Ari Weingart dio medio paso, saliendo de la izquierda del escenario.

—Lo siento —dijo Ray—. Pido disculpas si he dicho algo…, si he hablado más de la cuenta. Esta charla…

Movió la mano, golpeando sin quererlo el vaso de agua vacío, que cayó al suelo del escenario. Se rompió de forma espectacular.

—Esta charla ha concluido —gruñó Ray al micrófono—, pueden volver a sus casas.

Salió con paso airado hacia bastidores. Sebastian Vogel comenzó a susurrar frenéticamente a su servidor de bolsil o. Marguerite bajó del escenario y corrió a consolar a su hija.


Sue Sampel acababa de poner las hojas impresas en su orden original cuando sonó su servidor.

El pequeño sonido pareció enorme en el silencio del despacho interior de Ray. Se sobresaltó y la mitad del fajo de papeles cayó de su mano y se desparramó por el suelo.

—¡Mierda! —dijo, y después sacó el servidor del bolsillo—. ¿Sí?

Era Sebastian. Ray había dejado el estrado, le dijo. Parecía muy irritado. Podía haber ido a cualquier sitio.

—Gracias —dijo Sue—. Nos vemos en la puerta principal en cinco minutos.

Recogió los papeles del suelo. Se habían desparramado en un amplio círculo, y algunos se habían colado debajo del escritorio. Los colocó juntos en una basta apariencia de orden. No tenía tiempo para hacerlo mejor. Aunque Ray no entrara como una furia en el despacho, sus nervios ya estaban a punto de romperse. Guardó bajo llave los papeles en el cajón del escritorio, dejó el despacho, recogió las cosas que había dejado sobre su propio escritorio, salió corriendo hacia el pasil o y cerró la puerta a sus espaldas.

El ascensor tardó aproximadamente una eternidad en l egar abajo, pero el vestíbulo estaba vacío cuando lo hizo y Sebastian ya estaba esperando con el coche junto a la puerta. Se zambulló en su interior.

—Vámonos, vámonos, vámonos —dijo.

El viento había arreciado desde la mañana. En la ancha pradera entre la ciudad de Blind Lake y las torres refrigeradoras de Paseo Globo Ocular, la nieve fresca comenzaba a caer.

23

Ray Scutter dejó el auditorio sin un destino concreto en mente, aspirando ráfagas de aire dolorosamente helado cuando las puertas se cerraron a su espalda. Intercambiaba dolor por claridad.

Había cometido un error en el escenario. No, peor que eso: se había metido en un jardín inexplicable. Aquel a ridícula digresión sobre simios y hombres… No es que las ideas no fueran profundas. Pero cuando las había dejado salir habían resultado autoabsorbentes, casi maníacas.

Parte de la culpa la tenía Marguerite. Aquel pequeño discurso piadoso suyo pedía ser refutado. Pero no debía haber mordido el anzuelo. Ray siempre había sido capaz de dominar al público, y le inquietaba que esta vez las cosas se le hubieran escapado de ese modo de las manos. Decidió que había que achacarlo a la tensión.

Nervios, frustración, una locura contagiosa. Ray había leído atentamente los informes de Crossbank, y aquel era el diagnóstico: locura como enfermedad transmisible. Allí, en Blind Lake, por supuesto, podía comenzar en cualquier momento. Quizás ya hubiera empezado; no bromeaba cuando había dicho que el discurso de Marguerite era un síntoma.

Los copos de nieve serpenteaban retorciéndose en el viento. Se había dejado el abrigo en los bastidores del centro de ocio, pero volver allí era algo fuera de discusión. Decidió refugiarse en su despacho, situado a media manzana de distancia, hacer un par de llamadas, realizar alguna evaluación de los daños, averiguar cuánto se había jodido con aquel arrebato en el escenario. Pensamientos errantes circulaban todavía por su cabeza. Sueños diurnos.

Cruzó el vestíbulo del Plaza y entró en un ascensor vacío hasta alcanzar la séptimo planta; la nieve de su cabello se convertía en rocío por efecto del calor. En sus oídos vibraba un zumbido, un ruido interminable. Se había puesto en evidencia, pensó, de acuerdo, pero a largo plazo, incluso a corto plazo, ¿qué importaba? Si nadie iba a dejar vivo Blind Lake (y consideraba aquel o como una posibilidad real), ¿qué importancia tenía su arrebato? ¿Que iba a causar una mala impresión en los investigadores principales? Pues vaya problema. Ya no se dedicaba a intentar ascender en su carrera.

Aún estaba lo bastante bien situado para sobrevivir. Podía salir de la crisis relativamente bien, si hacía lo correcto. ¿Cuál era la opción correcta? Matar los O/CBE, había sido su conclusión. Era demasiado tarde para conseguir el apoyo popular, pero habría podido plantar la semilla, e incluso conseguir unos pocos incondicionales, si Marguerite no lo hubiera provocado. Si no se hubiera perdido en un laberinto de ideas secundarias. Si Tess no lo hubiera interrumpido.

Se detuvo, como paralizado, frente a la puerta de su despacho.

Tess.

Se había olvidado de su hija. La había dejado en el auditorio.

Sacó el servidor del bolsil o de su camisa y pronunció el nombre de Tessa.

Respondió al momento.

—¿Papá?

—Tess, ¿dónde estás?

Ella vaciló. Ray intentó leer sin éxito el significado de aquella pausa. Después continuó.

—Estoy en el coche.

—¿El coche? ¿El coche de quién?

—Eh, el de mamá.

—No vuelves con tu madre hasta el lunes.

—Lo sé, pero…

—No te debería haber recogido. Eso está mal. Eso está pero que muy mal, absolutamente mal por su parte.

—Pero…

—¿Te ha obligado, Tess? ¿Tu madre te ha obligado a entrar en el coche con el a? Puedes decírmelo. Si te está escuchando, tan solo dame una pista. Yo la entenderé.

Llanamente.

—¡No! No fue así. Tú te marchaste.

—Tan solo durante unos minutos, Tess.

—¡Yo no lo sabía!

—Deberías haberme esperado.

—¡Y tú no deberías haber dicho todas aquellas cosas sobre matarla!

—No sé a qué te refieres. Yo nunca haría daño a tu madre.

—¿Qué? ¡Yo me refiero a lo que dijiste en el escenario! ¡Hablaste de matar a la Chica del Espejo!

—Yo no… —Se detuvo, esforzándose por calmarse. Tess era sensible y, por el sonido de su voz, estaba asustada—. No hablaba de la Chica del Espejo. Me debes de haber entendido mal.

—¡Dijiste que teníamos que matarla!

—Hablaba del procesador del Ojo, Tess. Por favor, ponme con tu madre.

Otra pausa.

—No quiere hablar contigo.

—Te tiene que traer conmigo. Está en el acuerdo que hemos firmado. Tengo que hablar con el a sobre esto.

—Nos vamos a casa. —Tess parecía estar al borde de las lágrimas—. Lo siento.

—¿Vas a casa de tu madre?

—¡Sí!

—No tiene derecho…

—¡No me importa! ¡No me importa si no tiene derecho! ¡Al menos el a no quiere matar a nadie!

—Tess, ya te lo he dicho, yo no…

El servidor se desconectó. Tess había apagado la conexión.

Cuando intentó llamarla otra vez no obtuvo respuesta, tan solo escuchó su buzón de voz. Telefoneó a Marguerite. Lo mismo.

—Zorra de mierda —susurró Ray. Refiriéndose a Marguerite. Quizás incluso a Tess, que lo había traicionado. Pero no, no, recapacitando, aquel o no era justo. Tess estaba equivocada. Equivocada porque había sido mimada y consentida por su madre. Que era exactamente de lo que trataba aquel a chorrada de la Chica del Espejo.

Marguerite lo estaba utilizando contra él. Papá quiere matar a la Chica del Espejo. Adoctrinándola. Ray se ponía furioso solo con pensarlo. Únicamente podía imaginar las mentiras que Tess se estaba viendo obligada a creer sobre él.

¿Significaba aquello que también había perdido a Tess?

No. No. Imposible. Todavía no.

Se encerró en su despacho, giró la silla hacia la ventana y pensó en l amar a Dimi Shulgin. Quizás a Shulgin se le ocurriera algo.

La vista desde la ventana era hostil y falta de vida. Blind Lake había aprendido a vivir sin previsiones meteorológicas, pero uno no necesitaba ser meteorólogo para ver acercarse las nubes. Nubes bajas, pesadas por la carga de nieve, empujadas por una galerna del noroeste. Otro episodio de aquel invierno interminable.

La nieve que caía confería a la ciudad un aspecto difuminado, ilusorio, como una fotografía con filtros o el decorado de un escenario pintado en grises. La ventana vibró por una ráfaga de viento, haciendo la imagen levemente más imprecisa. El Sujeto se quedó largo rato observando la tormenta que se aproximaba.

Cuando se volvió, las ruedecillas de su silla se trabaron con algo escondido bajo el escritorio. El personal de limpieza se estaba volviendo descuidado, pero aquello no era nuevo. Una hoja de papel. Con el ceño fruncido, se agachó para recogerla.


EX: Bo Xiang, Laboratorio Nacional de Crossbank.

PARA: Avery Fishbinder, Laboratorio Nacional de Blind Lake.

TEXTO: En respuesta a tu pregunta, las posibilidades de que las estructuras de tierra seca sean de origen natural son escasas. Aunque este tipo de simetría es bastante normal en la naturaleza, el tamaño de las estructuras y el grado de precisión son notables, y sugieren ingeniería más que evolución. No es que sea un argumento definitivo, pero…


Ray dejó de leer y colocó la hoja de papel sobre su escritorio.

Lentamente, tomándose su tiempo, resistiéndose a formular ningún juicio precipitado, abrió la cerradura del escritorio con su l ave y sacó el grueso fajo de hojas impresas que Shulgin le había entregado. Las hojeó rápidamente.

Las páginas no estaban en orden.

Alguien había estado otra vez en su escritorio.

Se incorporó. Vio su reflejo en la ventana, una imagen cubierta con un mural de nubes, un hombre congelado en una capa de cristal.

24

El tiempo había empeorado considerablemente cuando Chris, Marguerite y Tess llegaron a casa. Quizás aquello fuera bueno, pensó Chris. Ponía otra barrera entre Marguerite y Ray. Si Ray venía a recoger a su hija, o buscando venganza, la nieve al menos lo retrasaría.

Tess se había echado a l orar después de la llamada telefónica. En aquel momento las lágrimas se habían convertido en una serie de hipidos, y Marguerite la condujo a casa con un brazo por encima del hombro. Tess se quitó el abrigo y las botas y corrió al sofá del salón de estar, como si fuera un bote salvavidas.

Marguerite bloqueó el código de la puerta.

—Mejor echar también el cerrojo —dijo Chris.

—¿Crees que es necesario?

—Creo que es lo más acertado.

—¿No te estás volviendo un poco paranoico? Ray no haría…

—No sabemos lo que Ray puede hacer. No deberíamos darle oportunidades.

Ella echó el cerrojo y se reunió con su hija en el sofá.

Chris le pidió prestado su estudio para imprimir los documentos que Sue había transferido a su servidor. El cuarto no tenía ventanas, pero podía escuchar el viento arreciando afuera, espiando entre el ramaje como un hombre con un cuchil o embotado.

Pensó en Ray en el escenario del auditorio. Lo primero que había hecho había sido burlarse de Marguerite y humillarla, y lo había hecho muy inteligentemente, disfrazando su ira, controlándola. Para un tipo como Ray, todo tenía que ver con el control. Pero el mundo estaba repleto de insolencia difícil de manejar. De expectativas frustradas. De esposas que le desobedecían y después lo abandonaban. De teorías suyas que probaban resultar falsas.

Su escritorio, saqueado.

Lo importante acerca de la pequeña fusión del núcleo de Ray, pensó Chris, era que evidenciaba un profundo torbellino. Los tipos como Ray eran emocionalmente frágiles, que era precisamente lo que los hacía tan buenos matones. Esa gente vivía justo al borde del punto de ruptura. Y en ocasiones lo sobrepasaban.

Las páginas de los treinta documentos que Sue había robado iban pasando a buen ritmo por la impresora. El tesoro de Ray, al parecer. Se sentó y comenzó a leer.


Marguerite estuvo el resto de aquella tarde gris con su hija.

Tess se tranquilizó considerablemente una vez que estuvo dentro de la casa, pero aun así todavía se podía percibir claramente su angustia. Estaba acurrucada en el sofá, con un edredón acolchado en torno a el a como si fuera un chal, enfocando toda su atención en la pantalla de video. En Blind Lake Television estaban dando Los Foster, un programa para niños que Tess no había visto desde que tenía seis años. Había subido el volumen para ahogar el sonido del viento y de la nieve dura golpeando contra las ventanas.

Marguerite estuvo sentada con el a la mayor parte del tiempo. Tenía curiosidad por saber qué escondían los documentos que Chris estaba imprimiendo y leyendo; pero, quizás extrañamente, nada de aquello le parecía urgente en ese momento. Durante unas pocas horas el mundo estaría suspendido entre la oscuridad y la noche auténtica, atenazado por una tormenta que iba empeorando, y todo lo que necesitaba o quería era estar sentada con Tess.

Se fue a la cocina un poco después de las cinco para preparar algo de cenar. La ventana junto al fregadero estaba cubierta de nieve, opaca como la ventanilla de un barco hundido, nada en el exterior salvo formas difusas moviéndose bajo la inmensa presión de un cielo encapotado. ¿Era de verdad posible que Ray viniese a la casa para intentar hacerle daño? ¿Con aquel tiempo? Pero, supuso, si alguien estaba a punto de cometer un acto terrible no lo posponía a causa del mal tiempo.

Tess entró en la cocina y se sentó en una silla, observando cómo Marguerite cortaba unos pepinos amarillos para la ensalada.

—¿Chris está bien? —preguntó Tess.

—Claro que sí. Está en el piso de arriba, trabajando un poco. —La última vez que ella había subido estaba hablando por teléfono con Elaine Coster.

—Pero, ¿todavía vive aquí?

—Sí, todavía vive aquí.

—Eso está bien —dijo Tess. Parecía verdaderamente aliviada—. Es mejor cuando él está aquí.

—Yo también pienso así.

—¿Cuánto tiempo va a estar?

Interesante cuestión.

—Bueno…, al menos hasta que este problema de Blind Lake se haya solucionado. Y quizás más tiempo. —Quizás. No lo había hablado con él. Si le preguntara por planes a largo plazo, ¿daría la impresión de estar ansiosa, o resultaría presuntuosa? ¿Le gustaría a el a la respuesta? Y en aquellas circunstancias, ¿cómo podía pensar alguien en planes a largo plazo?

A Marguerite la relación le parecía razonablemente sólida. ¿Se había enamorado de Chris Carmody? Sí, el a pensaba que sí; pero tenía miedo de la palabra, miedo de pronunciarla, y casi tanto miedo de oírla. El amor era un fenómeno natural, a menudo falso o efímero. Como una ola de calor en octubre, podía acabar en cualquier momento.

—¿Tess? ¿Puedo preguntarte algo?

Tess se encogió de hombros, meciéndose lentamente contra el respaldo de la sil a.

—Antes, en el auditorio, dijiste «no puedes matarla». ¿A quién te referías?

—Ya sabes.

—¿Te refieres a la Chica del Espejo?

—Supongo que sí.

—No creo que papá estuviese hablando de la Chica del Espejo. Estaba hablando sobre los procesadores en el Ojo.

—Es lo mismo —dijo Tess, claramente incómoda.

—¿Es lo mismo? ¿Qué quieres decir?

—No sé cómo explicarlo. Pero allí es donde ella vive de verdad. Todo es lo mismo.

Cuando Marguerite la presionó un poco, pidiéndole más detal es, Tess dejó de responder; al final la dejó volver al sofá. Aun y todo, aquel a idea de que la Chica del Espejo vivía en el Ojo era una vuelta de tuerca. Quizás tuviera algún sentido, pero no lo podía descifrar. ¿Era por eso por lo que Tess se había escabullido para ir al Paseo la última semana? ¿Había seguido a la Chica del Espejo hasta su madriguera?

Cuando toda esta locura termine, se prometió Marguerite, me la llevaré lejos de aquí. A algún lugar diferente. Algún lugar seco y cálido. Había pensado a menudo en visitar el desierto del suroeste, Utah, Arizona, la zona de los cañones, las Cuatro Esquinas, pero Ray siempre se había opuesto. Quizás se llevara a Tess al desierto de vacaciones. Un país seco, aunque puede que desconcertantemente similar al UMa47 del Sujeto. Buscando la salvación en los espacios vacíos.


Chris telefoneó a Elaine. Hizo la conexión a través del servidor del estudio de Marguerite y desvió el audio a los altavoces de los muros, consiguiendo un sonido de tanta calidad que podía escuchar el sonido de la tormenta como fondo de la voz de Elaine.

—¿Estás cerca de una ventana? —le preguntó—. Parece como si hubiera perros aullando.

Elaine dormía en el apartamento de dos habitaciones de un encargado de mantenimiento, vacío porque su dueño había salido hacia Fargo para conseguir instrumental de litrotipsias el día antes del bloqueo. Era un bajo con vistas a los contenedores de basura de la parte trasera de Sawyer Carnes & Pescados.

—No hay mucho sitio para moverse por aquí… ¿Así está mejor?

—Un poco.

—Eso era lo que necesitábamos justo ahora, otra de estas putas tormentas en este país de vacas. ¿Así que te has leído los documentos?

Chris meditó la respuesta.

Los documentos eran exactamente lo que Sue Sampel había sospechado: mensajes electrónicos que habían estado languideciendo en los servidores de los investigadores principales que habían salido para la conferencia anual en Cancún. Contenían asuntos que habían sido mantenidos en secreto pero que se iban a hacer públicos en la conferencia: el descubrimiento de una estructura artificial en la superficie de HR8832/B.

La estructura recordaba a un hemisferio con brazos radiales puntiagudos. Una nota lo comparaba con la forma de un adenovirus gigantesco, o una molécula de C60. Ray había hecho un resumen de lo que había leído: «Aparentemente expresa un principio matemático denominado "función energética", que puede ser escrito como la expresión de volumen en un espacio de dimensiones superiores. Pero eso también lo hace cualquier icosaedro, de modo que no prueba nada. Si realmente es un artefacto, los constructores parecen haberse desvanecido. Uno de los correos señala que el interior de la estructura es "singularmente difícil de captar en imágenes", signifique lo que signifique…»

—Y así todo el rato —dijo Elaine—, un montón de ciencia realmente fascinante. Pero dime: ¿ves algo aquí que se parezca a una amenaza? ¿Algo que nos pudiera explicar el fragmento de la revista?

—Debe haber alguna conexión.

—Estoy segura, pero piensa en lo que Ray estaba diciendo en la charla del auditorio. Afirmaba que tenía evidencias de que los procesadores O/CBE se habían vuelto físicamente peligrosos.

—Se puede inferir.

—Que le jodan a la inferencia; ¿ves alguna prueba de verdad?

—No, en estos documentos no.

—¿Piensas que Ray puede tener información que desconozcamos?

—Es posible. Pero Sue ha estado bastante cerca de Ray, y el a piensa que no.

—Cierto. ¿Sabes qué, Chris? No creo que Ray tenga ninguna prueba real. Creo que lo que tiene es una hipótesis. Y una mala leche de cojones.

—Estás diciendo que quiere desconectar el Ojo y que quiere utilizar esto como excusa.

—Exactamente.

—Pero el Ojo podría ser de verdad una amenaza. El hecho de que tenga prejuicios no significa necesariamente que esté equivocado.

—Si no está equivocado, al menos es un irresponsable. No hay nada en esos documentos que no pudiera haber compartido con el resto de nosotros.

—A Ray no le gusta compartir. Probablemente le escribieron eso en su ficha de la guardería. ¿Qué propones que hagamos?

—Hacerlo público.

—¿Y cómo vamos a hacer eso?

—Mandando estos archivos a cada ordenador doméstico en Blind Lake. Además, me gustaría escribir un pequeño resumen, como la entradil a de un libro, diciendo que hemos obtenido los documentos de una fuente protegida y que los contenidos son importantes, pero no son concluyentes.

—De modo que Ray no pueda actuar unilateralmente. Tendría que explicar todo esto…

—Y quizás acepte alguna sugerencia de los demás antes de apagar el interruptor.

—Quizás meta a Sue en problemas.

—Es una mujer de buen corazón, Chris, pero yo diría que ya está en un apuro. Y serio. Es posible que Ray no pueda probar nada, pero no es estúpido.

—Quizás nos meta a nosotros en un problema.

—¿Cómo definirías «problema»? Estar encerrados indefinidamente en una instalación federal dirigida por un lunático, eso sí suena como un problema, aunque no hagamos nada más. Pero quitaré tu nombre de la lista de destinatarios si quieres.

—No, utiliza mi nombre —dijo Chris—, pero deja fuera a Marguerite.

—Sin problema. Pero si estás pensando en la reacción de Ray, te repito: no es estúpido. Mantén las puertas cerradas.

—Están cerradas —dijo Chris—, bien cerradas.

—Bien. Ahora prepárate para una tormenta de mierda que va a hacer que esta ventisca parezca una llovizna de verano.


Durante la cena Tess comió frugalmente y habló poco, aunque parecía encontrar tranquilizadora aquella ceremonia. O quizás, pensó Marguerite, simplemente le gustaba tener a Chris cerca. Chris era un hombre a la vez grande y amable, una combinación embriagadora para una pequeña niña nerviosa. O incluso para una mujer crecida nerviosa.

Después de la comida, Tess cogió un libro y se fue a su cuarto. Marguerite preparó algo de café mientras Chris le hacía un resumen de lo que contenían los documentos robados. La mayoría estaban escritos por Bo Xiang. Ella había trabajado con Bo en Crossbank y, según decía, no era el tipo de persona que se ponía nerviosa sin una buena razón.

Nunca había habido la más mínima señal de una civilización tecnológica en HR8832/B. La estructura debe de ser inmensamente antigua, pensó. HR8832/B había pasado por varias glaciaciones importantes de alcance planetario; la estructura debía de ser anterior al menos a una de el as. Aquel parecido con los corales flotantes del ecuador era evocador, pero ¿qué quería decir?

Pero aquel as eran preguntas sin respuesta posible, al menos por el momento. Y tanto Chris como Elaine tenían razón: nada de aquello probaba una posible amenaza.

La tormenta hacía vibrar la ventana de la cocina mientras hablaban. Podemos capturar imágenes de mundos que orbitan otras estrel as, pensó Marguerite; ¿por qué no podemos construir una ventana que no vibre con el mal tiempo? La oscuridad en el exterior era profunda e intimidatoria. Las luces de la cal e se habían convertido en difusos faros marinos, en antorchas distantes. Era el tipo de tiempo que se habría convertido en noticia en los viejos tiempos: «Temporal invernal bloquea autopistas en el oeste, aeropuertos cerrados, viajeros atrapados»…

La hora normal de irse a la cama para Tessa eran las diez en punto, las once los fines de semana, pero entró en la cocina a las nueve.

—Estoy cansada —dijo la niña.

—Ha sido un día muy largo —dijo Marguerite—. ¿Te preparo el baño?

—Mañana me daré una ducha. Estoy cansada.

—Sube y cámbiate entonces. Luego subiré a arroparte.

Tess pareció vacilar.

—¿Qué pasa, cielo?

—Pensé que quizás Chris podría contarme una historia. —Ladeó la cabeza como diciendo: «ya sé que es una cosa de niños. Pero no me importa».

—Por mí encantado —se ofreció Chris.

Sería difícil no querer a este hombre, pensó Marguerite.


—¿Qué tipo de historia te gustaría? —preguntó Chris, sentado en un extremo de la cama de Tessa. Creía saber qué iba a responder.

—Una historia de Porry —dijo la niña.

—Sinceramente, Tess, creo que ya te he contado todas las historias de Porry.

—No tiene por qué ser una nueva.

—¿Tienes una favorita?

—La historia del renacuajo —dijo el a rápidamente. La ventana del dormitorio de Tessa todavía estaba toscamente tapada por su pequeño arreglo provisional. El aire frío se colaba a través de las grietas y serpenteaba bajo los paneles de los calefactores eléctricos y a través del suelo, buscaba los sitios más profundos de la casa. Tess se había subido las mantas hasta la barbilla.

—Aquel o era cuando estábamos en California —dijo Chris—, donde crecimos. Vivíamos en una pequeña casa con un árbol de aguacate en el jardín trasero, y al final de la calle había un pequeño canal de drenaje para las tormentas, como un lecho de río de hormigón, con una valla metálica para mantener apartados a los niños de la zona.

—Pero vosotros ibais de todas formas.

—¿Quién está contando la historia?

—Lo siento. —Se puso la manta por encima de la boca.

—Todos los chicos del barrio íbamos allí de todas formas. Había un sitio donde uno se podía colar por debajo de la valla. El canal tenía muros de cemento, pero si tenías cuidado podías bajar, y en primavera, si el agua estaba poco profunda, uno podía encontrar renacuajos en las zonas más profundas.

—Los renacuajos son ranas bebés, ¿verdad?

—Cierto, pero no se parecen nada a las ranas. Parecen más unos pececillos negros con colas largas y delgadas, y sin aletas. En un día bueno podías coger cientos de ellos con tan solo meter un cubo. Todos los adultos nos decían que no jugáramos al í, porque era un lugar peligroso. Y lo era, y realmente no deberíamos haber ido, pero lo hacíamos de todas formas. Todos excepto Porry. Porry quería ir pero yo no le dejaba.

—Porque tú eras su hermano mayor y ella era demasiado pequeña.

—Los dos éramos demasiado pequeños. Porry debía de tener alrededor de seis o siete años, lo que quiere decir que yo tendría once o doce. Pero yo era lo suficientemente mayor como para saber que podía tener problemas. Siempre le hacía esperar al otro lado de la valla, aunque el a lo odiaba. Un día yo estaba abajo, en el canal, con un par de amigos, y quizás estuvimos demasiado tiempo jugueteando con palos en el barro; para cuando volví, Porry estaba cansada y frustrada, prácticamente llorando. No me habló casi en todo el camino a casa. Era primavera, y en el sur de California algunos años hay grandes tormentas de primavera. Bueno, pues aquel día, más tarde, comenzó a llover. No pequeñas gotas, no. «Gotas grandes como platos», solía decir mi madre. Después de la cena hice mis deberes y Porry se fue a jugar a su cuarto. O al menos eso fue lo que dijo. Después de una hora o así mi madre la llamó y Porry no contestó, y no pudimos encontrarla en la casa.

—¿No pudiste simplemente conectar con el ordenador de la casa?

—En aquel os días los ordenadores de las casas no eran tan versátiles.

—Así que fuiste a buscarla.

—Sí. Probablemente tampoco debería haberlo hecho, pero mi padre estaba a punto de llamar a la policía…, y yo tenía la intuición de saber dónde estaba.

—Deberías habérselo dicho antes a tus padres.

—Debería haberlo hecho, pero no quería que supieran que yo mismo había bajado al canal otras veces. Pero tienes razón. Hubiera sido más valiente decírselo.

—Tan solo tenías once años.

—Tan solo tenía once años y no siempre hacía las cosas más valientes, de modo que me escabul í de casa y corrí a través de la l uvia hasta el hueco de la valla, y me metí por debajo y comencé a buscar a Porry.

—Creo que eso fue muy valiente. ¿La encontraste?

—Ya sabes lo que viene luego.

—Estoy fingiendo que no lo sé.

—Porry había cogido un cubo y se había metido debajo de la alcantarilla para recoger renacuajos. Había subido ya la mitad del muro de contención para volver, pero le entró miedo. Era el tipo de miedo con el no puedes seguir ni retroceder, así que no haces nada de nada. Ella estaba atrapada al í, llorando, y el agua de la alcantarilla brotaba a toda velocidad, cada vez más rápido. Unos pocos minutos más y la habría arrastrado.

—Pero tú la salvaste.

—Bueno, yo bajé y la cogí del brazo y la ayudé a subir. El terraplén estaba bastante resbaladizo por la l uvia. Estábamos casi en la valla cuando dijo: «¡Mis renacuajos!». Así que tuve que volver y recoger su cubo. Después nos fuimos a casa.

—Y no les dijiste dónde había estado Porry.

—Dije que la había encontrado jugando en el jardín de los vecinos. Escondimos el cubo en el garaje…

—¡Y lo olvidasteis!

—Y lo olvidamos, pero aquellos renacuajos hicieron lo que hacen los renacuajos: se convirtieron en ranas. Mi padre abrió la puerta del garaje un par de días más tarde y se encontró con el suelo l eno de pequeñas ranas verdes, ranas saltando sobre sus piernas, ranas encima del coche… Una avalancha de ranas. Dio un gritó y todos salimos corriendo de la casa, pero Porry empezó a reírse…

—Pero ella no dijo por qué.

—No dijo por qué.

—Y tú nunca lo contaste.

—A nadie. Hasta ahora.

Tess sonrió contenta.

—Sí. ¿Les fue bien a las ranas?

—Bastante bien. Se fueron hacia los setos y los jardines, hacia un lado y otro de la cal e. Aquel verano fue ruidoso, con todo aquel croar…

—Sí. —Tess cerró los ojos—. Gracias, Chris.

—No tienes que darme las gracias. ¿Crees que puedes dormir ya?

—Sí.

—Espero que el ruido del viento no te despierte.

—Podría ser peor —dijo Tess, sonriendo por primera vez en todo el día—. Podrían ser ranas.


Marguerite estuvo escuchando junto a la puerta la primera parte de la historia, después se retiró a su estudio y conectó la pantalla mural. Nada de trabajar. Tan solo observar.

Era casi de noche en el pequeño fragmento de UMa47/E del Sujeto. Este atravesaba un cañón bajo, paralelo al sol poniente. Quizás fuera por la inclinación de la luz, pero parecía especialmente enfermo, pensó Marguerite. Llevaba bastante tiempo rebuscando comida, subsistiendo de aquella sustancia parecida al musgo que crecía donde había agua y sombra. Marguerite sospechaba que el musgo no era demasiado nutritivo, quizás no lo suficiente como para sostenerlo. Su piel estaba arrugada y apergaminada. Uno no necesitaba ser físico para sacar conclusiones de aquel a ecuación. Demasiadas calorías gastadas, muy pocas ingeridas.

Conforme el cielo se oscurecía, iban surgiendo unas pocas estrel as. La más bril ante de todas el as no era una estrella sino un planeta: uno de los dos gigantes de gas del sistema, UMa47/A, con casi tres veces el tamaño de Júpiter y suficientemente grande como para mostrar un disco perceptible al acercarse. El Sujeto se detuvo y giró la cabeza a un lado y al otro. Trataba de orientarse, quizás, o incluso l evaba a cabo algún tipo de navegación siguiendo las estrellas.

Oyó a Chris cerrar la puerta del dormitorio de Tessa. Se asomó al estudio.

—¿Te importa si me uno?

—Coge una silla. No estoy trabajando de verdad.

—Está oscureciendo —dijo él señalando la pantalla mural.

—Pronto se dormirá. Sé que suena tonto, Chris, pero estoy preocupada por él. Está muy lejos de… bueno, de cualquier lugar. No parece que haya nada vivo por ahí cerca, ni siquiera los parásitos que se alimentan de él por la noche.

—¿Y eso no es bueno?

—Bueno, técnicamente lo más probable es que no se trate en realidad de parásitos. Debe de ser algún tipo de simbiosis beneficiosa, o las ciudades no estarían llenas de el os.

—Nueva York está lleno de ratas. Eso no quiere decir que su presencia sea bienvenida.

—Es una cuestión abierta. Pero es evidente que no se encuentra bien.

—Quizás no pueda l egar a Damasco.

—¿Damasco?

—Sigo pensando que es San Pablo en el camino a Damasco. Esperando una visión.

—Supongo que nunca sabremos si la ha encontrado. Yo esperaba algo un poco más tangible.

—Bueno, no soy un experto.

—¿Y quién lo es? —dejó de mirar la transmisión—. Gracias por ayudar a que Tess se sienta como en casa. Espero que no estés cansado de contarle historias.

—En absoluto.

—A ella le gustan tus… ¿cómo las l ama el a?, historias de Porry. De hecho, estoy un poco celosa. No hablas demasiado de tu familia.

—Tessa es un público fácil.

—¿Y yo no?

Él sonrió.

—Tú no tienes once años.

—¿Te ha preguntado Tess alguna vez qué le pasó a Porcia cuando creció?

—Gracias al Cielo, no.

—¿Cómo murió? —preguntó entonces Marguerite—. Lo siento, Chris. Estoy segura de que no quieres hablar de ello. No es asunto mío.

Él permaneció cal ado durante un momento. Dios, pensó Marguerite, lo he ofendido.

Después rompió el silencio.

—Porcia siempre fue más testaruda que inteligente. Nunca lo pasó bien en el colegio. Dejó la universidad y se juntó con un grupo de gente, tonteaban con sustancias…

—Drogas —dijo Marguerite.

—No eran solo las drogas. Siempre pudo controlar las drogas, supongo que porque no la atraían demasiado. Pero no sabía juzgar bien a la gente. Se mudó a la caravana de un tipo en las afueras de Seattle y no supimos nada de el a durante un tiempo. Ella decía que lo quería, pero ni siquiera nos lo ponía por teléfono.

—No es una buena señal.

—Esto sucedió justo cuando salió publicado mi libro sobre Galliano. Yo estaba de paso por Seattle en una gira promocional, así que llamé a Porry y quedamos. No donde ella vivía, insistió en ese punto. Tenía que ser en algún lugar de la ciudad. Solo ella, sin su novio. Era un poco reacia, pero al final dijo un restaurante y quedamos allí. Apareció con un parche barato para el ojo y unas grandes gafas de sol. El tipo de cosas que uno lleva para ocultar un cardenal o un ojo morado.

—Oh, no.

—Al poco admitió que las cosas no iban demasiado bien entre ella y su novio. Acababa de encontrar un trabajo y estaba ahorrando para buscar un sitio por su cuenta. Dijo que no me preocupara por ella, que estaba arreglando las cosas.

—¿El tipo la estaba pegando?

—Obviamente. Me suplicó que no me metiese. Que no hiciera «ninguna cagada de hermano mayor», me dijo. Pero yo estaba ocupado salvando al mundo de la corrupción. Si podía exponer a Ted Galliano al escrutinio público, ¿por qué no iba a poder con esa clase de cosas de vaquero de parque de caravanas? Así que cogí la dirección de Porry de la guía telefónica y conduje hasta al í cuando estaba en el trabajo. El sujeto estaba en casa, por supuesto. La verdad es que no parecía precisamente una amenaza. Tenía cincuenta y nueve años y llevaba un tatuaje de una rosa en el brazo derecho. Tenía las pintas de alguien que se pasa el día dándole a la cerveza y engrasando el motor. Se puso violento, pero lo empujé contra la pared de la caravana y le apreté el antebrazo contra el cuello. Le dije que si volvía a tocar a Porcia se acordaría de mí. Entonces me ofreció toda clase de disculpas. De hecho, comenzó a llorar. Me dijo que no podía evitarlo, que era el alcohol, eh, tío, ya sabes cómo es eso. Dijo que se controlaría. Y me fui de ahí pensando que había hecho algo bueno. En el camino de regreso, me detuve en la oficina donde trabajaba Porry y le dejé un cheque, algo para ayudarla a independizarse. Dos días más tarde recibí una llamada de una sala de urgencias de Seattle. Le habían dado una paliza y tenía una hemorragia cerebral. Murió aquella noche. Su novio quemó la caravana y dejó la ciudad en una moto robada. Por lo que sé, la policía todavía lo está buscando.

—Dios, Chris… ¡Lo siento muchísimo!

—No. Yo lo siento. No es una buena historia para una noche tormentosa. —Le tocó la mano—. Ni siquiera tiene moraleja, excepto «a veces todo se va a la mierda». Pero si me he tomado muchas licencias entre tú y Ray…

—Lo entiendo. Y agradezco tu ayuda. Pero, ¿Chris?, puedo manejar a Ray. Con o sin ti. Preferiblemente con, pero… ¿Me comprendes?

—Me estás diciendo que tú no eres Porcia.

No había luz en la habitación, salvo el leve resplandor de la puesta de sol en UMa47/E. El Sujeto se recostó para dormir. Encima de las paredes del cañón, las estrellas bril aban en constelaciones que nadie había bautizado. Nadie en la Tierra, al menos.

—Te digo que no soy Porcia. Y te ofrezco una taza de té. ¿Te interesa?

Lo cogió de la mano y caminó con él hasta la cocina, donde la ventana estaba cegada por la nieve y la tetera silbaba como contrapunto al sonido del viento.

25

Sue Sampel estaba bien despierta cuando sonó el timbre de la puerta, aunque eran bien pasadas la doce de la noche. Casi las tres, de acuerdo con su reloj.

Entre la tormenta de afuera y la energía nerviosa que había liberado durante el saqueo del despacho de Ray, dormir quedaba fuera de sus posibilidades. Sebastian, bendito fuera, había subido al piso de arriba sobre la medianoche y había caído inmediatamente dormido. Ella se había acurrucado con su libro como una especie de sustituto. Su libro, más una gran copa de brandy de melocotón. El libro estaba maravillosamente escrito y lleno de ideas sorprendentes, pero los vacíos y saltos lógicos eran ahora más obvios. Suponía que era aquello lo que sacaba de sus casil as a Elaine Coster, el amor alegre de Sebastian por las hipótesis escandalosas.

Por ejemplo, Sebastian explicaba en el libro que lo que la gente denominaba «el vacío del espacio» era algo más que simplemente la ausencia de materia: era una compleja cocción de partículas virtuales que entraban y salían de la existencia demasiado rápido para interaccionar con la sustancia ordinaria de las cosas. Aquello concordaba con lo que Sue recordaba de su primer año de física. Sospechaba que él pisaba terreno científico más o menos firme cuando decía que localizadas irregularidades en el vacío cuántico explicaban la presencia de la «materia oscura» en el universo. Y su idea fundamental, que la materia oscura representaba un tipo de red neuronal fantasmal que habitaba el vacío cuántico, no se la tomaba en serio nadie salvo el propio Sebastian.

Pero Sebastian no era un científico y nunca había pretendido serlo. Si se le presionaba, acabaría por decir que aquellas ideas eran «patrones» o «sugerencias», y que quizás no debían tomarse al pie de la letra. Sue lo comprendía, pero deseaba que fuera de otra manera; ella deseaba que sus teorías fuesen tan sólidas como casas, lo suficientemente sólidas como para refugiarse en ellas.

No es que su propia casa le pareciera especialmente sólida aquella noche. El viento era absolutamente feroz, la nieve tan densa que la vista desde la ventana era como la imagen de O/CBE de algún planeta incompatible para la vida humana. Se arrebujó un poco más en el sofá, tomó otro trago de brandy y leyó:


La vida evoluciona trasladándose a territorios preexistentes y explotando preexistentes fuerzas de la naturaleza. Las leyes de la aerodinámica estaban latentes en el universo natural antes de que fueran «descubiertas» por insectos y pájaros. De forma similar, la conciencia humana no fue inventada de novo, sino que representa la adopción por parte de la biología de unas matemáticas universales, implícitas…


Aquel a era la idea que a Sue le gustaba más: el que las personas fueran pedazos de algo más grande, algo que adoptaba una forma l amada Sue Sampel aquí, y Sebastian Vogel allá, ambos únicos, pero ambos conectados, de la misma forma en la que dos picos montañosos distintos eran pedazos del mismo planeta. De otra forma, pensó ella, ¿qué somos sino animales perdidos. Animales perdidos, exiliados del útero, ignorantes y mortales.

El timbre de la puerta la asustó. El ordenador general de su casa era lo bastante amable como para sonar menos fuerte, pero cuando le preguntó quién era, el ordenador contestó «no reconocido». Se le encogió el estómago. Alguien que no estaba en su catálogo regular de visitantes.

Ray Scutter, pensó. ¿Quién si no? Elaine le había advertido que algo así podría llegar a ocurrir. Ray era impulsivo, más impulsivo que nunca desde el bloqueo, quizás lo suficientemente impulsivo como para desafiar la tormenta y aparecer en su puerta a las tres de la mañana. Para entonces quizás hubiera visto el gigantesco paquete de correos electrónicos que Elaine había enviado. Él sabría (aunque quizás no pudiera probarlo) que Sue le había escamoteado las copias de su escritorio.

Estaría furioso. Peor aún, l eno de rabia. Peligroso. Sí, pero, ¿cuan peligroso? Por decirlo claramente; ¿cómo estaba de loco Ray Scutter?

Deseó haber bebido un poco menos, pero había pensado que eso la ayudaría a dormir, y la marihuana se le había acabado hacía un mes. En la experiencia de Sue, las drogas y el alcohol eran como los hombres, y los porros eran la mejor cita. A la cocaína le gustaba salir bien arreglada y muy elegante, pero te abandonaba en medio de la fiesta o te intimidaba por la madrugada. El alcohol prometía ser divertido pero terminaba por ponerte en ridículo; el alcohol era un chico de camisa llamativa con mal aliento y demasiadas opiniones. Los porros, sin embargo… A los porros les gustaba abrazar y hacer el amor. A los porros les gustaba comer helado y ver la programación televisiva de madrugada. Los echaba de menos.

El timbre de la puerta sonó de nuevo. Se asomó a la ventana lateral. Con toda seguridad, aquel era el pequeño coche azul medianoche de Ray, aparcado contra la ventisca, en la curva. Debía de tener un buen sistema de navegación, pensó, para recorrer aquel a distancia a través de la nieve, cada vez más profunda.

Siguió otra oleada de timbrazos, que el ordenador central amortiguó con desdén.

Por supuesto, podía ignorarlo. Pero aquel o le parecía una cobardía. En realidad, no había nada que temer. ¿Qué iba a hacer? ¿Gritarle? Ya soy una mujer madura, pensó. Puedo manejar esto. Lo mejor es pasarlo cuanto antes.

Pensó en despertar a Sebastian, pero finalmente decidió no hacerlo. Sebastian era muchas cosas, pero no era un luchador. Ella podía encargarse de aquello por sí misma. Podía ver qué era lo que quería Ray, y si era necesario, mandarlo a paseo.

Pero fue a la cocina y cogió un cuchillo de trinchar, por si acaso. Se sintió idiota por hacer aquel o; el cuchillo era en realidad un tranquilizante emocional, algo para hacerla sentir más valiente, y lo ocultó tras la espalda conforme se aproximaba a la entrada. Abrió la puerta porque, después de todo, aquello era Blind Lake, la comunidad más segura en la superficie de la Tierra, aunque su jefe estuviera cabreado de verdad.

El corazón le latía al doble de velocidad.

Ray estaba de pie bajo la luz amaril a del porche, con su abrigo negro largo. El viento le había despeinado y lo había adornado con estrellas de nieve. Tenía los labios apretados y le bril aban los ojos. Sue se quedó en el umbral, preparada para cerrar de un portazo si se hacía necesario. El aire helado entraba a ráfagas en la casa.

—Ray… —dijo.

—Estás despedida —soltó él.

Sue parpadeó.

—¿Qué?

La voz de Ray era lisa y llana, sus labios congelados en una expresión de burla y desprecio.

—Sé lo que has hecho. He venido para decirte que estás despedida.

—¿Estoy despedida? ¿Has venido conduciendo hasta aquí para decirme que estoy despedida?

Aquel o era demasiado. La tensión del día se había acumulado en su interior como una carga eléctrica, y aquello era un anticlímax tan absurdo (Ray despidiéndola de un trabajo que había l egado a ser, después de tanto tiempo, redundante e insignificante) que tuvo que esforzarse para mantener el semblante.

¿Qué haría después, expulsarla de Blind Lake?

Pero presentía que era absolutamente necesario ocultar la gracia que aquello le provocaba.

—Ray… —dijo—. Mira, lo siento, pero es tarde…

—Cállate la boca. Cierra la puta boca. No eres nada más que una ladrona. Ya me he enterado de lo de los documentos que me robaste. Y también de la otra cosa.

—¿La otra cosa?

—¿Tengo que dibujarte un diagrama? ¡El bol o!

El DingDong.

Lo había hecho. Se había reído a pesar de sí misma. Una risa tonta y ahogada que se convirtió en una carcajada inevitable. Dios, el DingDong, el sucedáneo de pastel de cumpleaños de Sebastian, ¡el DingDong de mierda!

Todavía se estaba riendo cuando Ray la agarró por la garganta.


Sebastian siempre había tenido el sueño profundo.

Se dormía rápidamente y se despertaba con dificultad. Las clases tempranas habían sido la maldición de su carrera académica. Habría sido un monje fatal, pensaba a menudo. Incapaz del celibato y siempre llegando tarde para maitines.

Siguió durmiendo a pesar del sonido lejano del timbre de la puerta y del considerable ruido que siguió después. Se levantó al oír cómo alguien susurraba su nombre.

O quizás había sido tan solo el viento. Abrió los ojos dentro de un capullo de mantas, en la habitación a oscuras. Escuchó un momento y no oyó nada salvo el viento fuerte de la tormenta contra los canalones del tejado. Estiró la mano hacia el lado de la cama de Sue, pero lo encontró frío y vacío. No era inusual. Sue padecía un poco de insomnio. Cerró los ojos de nuevo y suspiró.

—¡Sebastian!

Era la voz de Sue. No estaba en la cama, pero estaba en la habitación con él, y parecía aterrorizada. Se sacudió el sueño como un perro mojado se sacude el agua. Fue a encender la lámpara de la mesilla de noche y casi la tiró al suelo. La luz se encendió y vio a Sue junto a la puerta del dormitorio, con una mano apretándose el bajo abdomen. Estaba pálida y sudaba.

—¿Sue, qué sucede?

—Me ha herido… —dijo, y levantó la mano para dejarle ver la sangre de su camisón, la sangre formando un charco junto a sus pies.

26

Charlie Grogan, cuando no estaba localizando averías en el Ojo, vivía en un apartamento parecido a un condominio de un dormitorio, a un par de manzanas al norte del Plaza.

Dormía en el dormitorio; su viejo perro Boomer dormía en un pequeño refugio de mantas de algodón en una esquina de la cocina. El timbre los despertó a los dos simultáneamente, pero Boomer fue el primero en levantarse.

Charlie, saliendo de un confuso sueño sobre el Sujeto, cogió su servidor de bolsillo y conectó con el telefonillo de la casa.

—¿Quién es?

—Ray Scutter. Lo siento, sé que es tarde. Odio molestarlo, pero es una emergencia.

Ray Scutter, abajo en el portal durante la peor tormenta del invierno. En mitad de la noche. Charlie sacudió la cabeza. No estaba preparado para ningún pensamiento serio.

—Sí, de acuerdo, suba —y apretó el botón para abrir la puerta.

Cuando Ray llegó a la puerta se había podido poner una camisa, unos pantalones y unos calcetines. Boomer estaba excitado por toda aquella actividad nocturna, y Charlie tuvo que ordenarle que se mantuviera tranquilo cuando Ray entró en el apartamento. El perro olisqueó las rodillas del hombre y después se retiró intranquilo a un lado.

Ray Scutter. Charlie conocía al director ejecutivo de vista, pero no había hablado con él cara a cara hasta entonces. Tampoco había visto la conferencia de Ray en el auditorio hacía unas horas, aunque había oído que había sido un desastre. Charlie era generoso con aquellas cosas: odiaba hablar en público y sabía lo fácil que era quedarse en blanco en el estrado.

—Puede dejar el abrigo en el armario —dijo Charlie—. Siéntese.

Ray no hizo ni una cosa ni la otra.

—No estaré aquí mucho tiempo —dijo—, y espero que usted venga conmigo.

—¿Cómo es eso?

—Ya sé lo extraño que suena esto. Señor Grogan… ¿Es Charlie, no?

—Así es como me llaman, Charlie.

—Charlie, estoy aquí para pedirle ayuda.

Había algo en la voz de Ray que inquietaba a Boomer, que gemía desde la cocina. Charlie estaba más impresionado por el aspecto del hombre. El traje arrugado, el pelo alborotado, y lo que parecían arañazos recientes en el rostro.

Había muchos rumores sobre Ray Scutter, que se resumían en que era un jefe gritón y un gilipol as. Pero para Charlie aquello tan solo eran habladurías inadmisibles. En cualquier caso, el jefe era el jefe.

—Dígame en qué puedo ayudarlo, señor Scutter.

—Tiene un pase electrónico para todo el Ojo, ¿no es cierto?

—Sí, pero…

—Todo lo que quiero es un paseo.

—¿Perdón?

—Sé que es extraordinario. También sé que son las cuatro de la mañana. Pero tengo que tomar algunas decisiones, Charlie, y no quiero hacerlo hasta que inspeccione personalmente el complejo. No le puedo decir más.

—Señor —dijo Charlie—, hay un turno de noche. No estoy seguro de que me necesite a mí. Puedo l amar a Anne Costigan…

—No l ame a nadie. No quiero que nadie sepa que voy a ir. Lo que quiero es l egar allá, tan solo usted y yo, hacer un recorrido discreto y ver lo que haya que ver. Si alguien se queja, si Anne Costigan se queja, yo asumo la responsabilidad.

Bien, pensó Charlie, claro que era responsabilidad de Ray. Reacio, cogió su abrigo de invierno del perchero de la sala de estar.

Boomer no estaba conforme con aquel giro inesperado de los acontecimientos. Gimoteó de nuevo y se fue hasta el dormitorio, probablemente para encontrar un hueco caliente en la cama de Charlie. Boomer era un sabueso oportunista.

Fueron en el coche de Ray, un automóvil pequeño y achaparrado lleno de prestaciones contra el mal tiempo. Se agarraba a la nieve bastante bien, con microprocesadores que controlaban cada rueda y encontraban tracción donde no debería haberla. Pero aun así iba bastante lento. La nieve caía como bolsas de confeti mojado, casi demasiado rápido para que los limpiaparabrisas la despejaran de la luna frontal del coche. En aquella opacidad de espacio y tiempo las únicas señales eran las luces de las farolas, velas que fluían en la oscuridad con regularidad de metrónomo.

El interior del coche de Ray olía a fruta madura. Su sudor tenía un extraño tufillo acético, nada agradable, y había algo de cobre sobre todo aquello, el tipo de olor que uno puede sentir con los molares. Charlie trató de imaginar cómo podría bajar la ventanilla del coche en medio de una ventisca sin insultar a Ray.

Este habló poco mientras conducía. Y no era realmente una conversación, dado lo poco con que podía contribuir Charlie. Llegados a un punto, Charlie rompió el silencio.

—Si me dice qué es lo que está buscando en el Ojo, señor Scutter, quizás pueda ayudarlo a encontrarlo.

Pero Ray Scutter se limitó a mover la cabeza negativamente.

—Confío en usted —dijo—. Y comprendo su curiosidad, pero no tengo libertad para discutir esto.

Dado que Ray se había convertido en algo parecido al jefe de Blind Lake desde el bloqueo, Charlie hubiera pensado que sí tenía libertad de discutir cualquier cosa que quisiera. Sin embargo, no volvió a insistir sobre la cuestión. Se dio cuenta de que tenía miedo de Ray Scutter, y no solo porque fuera director ejecutivo. Ray despedía una energía muy peculiar.

Las manchas de su abrigo y de sus pantalones, pensó Charlie, se parecían mucho a la sangre seca.

—Usted ha trabajado durante mucho tiempo con los procesadores O/CBE —dijo Ray.

—Sí señor. Desde que estaba en Gencorp. De hecho, conocí al doctor Gupta en los días del laboratorio de Berkeley.

—¿Se ha preguntado alguna vez, Charlie, qué despertamos al construir el Ojo?

—¿Perdón?

—¿Cuando construimos un espacio matemático de fase, grande de cojones, y lo poblamos con un código autocambiante?

—Supongo que es otra forma de verlo.

—No hay un solo fenómeno en el universo que no se pueda describir matemáticamente. Todo es cálculo, Charlie, incluidos usted y yo; tan solo somos unos pequeños cálculos aislados, agua y minerales que siguen unas instrucciones con un mil ón de años de antigüedad.

—Es un punto de vista un poco lúgubre.

—Dijo el simio, temiéndose una amenaza.

—¿Perdón?

—Nada. Lo siento. No he dormido mucho.

—Sé lo que es eso —dijo Charlie, aunque ahora estaba tan despierto como jamás lo había estado antes.

De alguna forma, Ray mantuvo el coche en la carretera. Charlie se sintió sumamente aliviado cuando vio al guardia acercándose por la izquierda. Se preguntó a quién le había tocado hacer guardia en una noche (no, madrugada) tan asquerosa como aquel a. Resultó ser Nancy Saeed. Esta comprobó el pase de Charlie y registró con visible sorpresa la presencia de Ray Scutter. Nancy era una ex-marine; cuando vio a Ray levantó la mano para saludarlo, pero luego se lo pensó mejor.

Un poco después, Ray aparcó en la entrada principal. Lo bueno de llegar tan temprano era que uno siempre podía encontrar un buen sitio para estacionar.

Escoltó a Ray hasta su propio despacho, donde dejaron sus abrigos. Charlie había realizado tantas de aquellas visitas guiadas para invitados importantes que se habían convertido en rutina. Pero aquel no era el espectáculo habitual. Ni de lejos.

—Encontré aquí a su hija el otro día —dijo Charlie.

Ray irguió la cabeza como un depredador buscando un rastro.

—¿Tessa estuvo aquí?

—Bueno, ella… Sí, vino, y quiso ver todo esto.

—¿El a sola?

—Su madre vino a recogerla después.

Ray frunció el ceño.

—Me gustaría decirle que estoy orgulloso de mi hija, Charlie. Desafortunadamente no puedo hacerlo. En muchos aspectos es hija de su madre. Siempre te puede llegar a pasar cuando giras la ruleta genética. ¿Tiene hijos?

—No —dijo Charlie.

—Suerte para usted. Nunca se la juegue. Es una apuesta idiota.

—Señor… —dijo Charlie, tratando de no mirar.

—¿Y qué es lo que quería, Charlie?

—¿Su hija? Tan solo echar un vistazo.

—Tess ha tenido algunos problemas emocionales. En ocasiones la locura es contagiosa.

Si es contagiosa, pensó Charlie, entonces hace tiempo que necesitas un examen médico.

—Pasan cosas extrañas —dijo él tratando de parecer amigable—. ¿Por qué no se quita los zapatos y se pone un par de esas botas?

—¿A dónde va usted?

—A ver a un hombre para preguntarle sobre el estado de las fuentes de alimentación.


Caminó el suficiente trecho del pasil o principal para hacerlo más convincente. En cuanto hubo doblado la esquina, marcó un número en su servidor de bolsillo y pidió que le pasaran a Tabby Menkowitz, de Seguridad. Esta cogió la llamada un momento más tarde.

—¿Charlie? Falta una hora para que amanezca… ¿Qué estás haciendo aquí?

—Quizás tengamos un problema, Tab.

—Tenemos montones de problemas. ¿A qué sabe el tuyo?

—Ray Scutter está en mi despacho y quiere un recorrido por la planta.

—Estás de broma.

—Ojalá.

—Dile que pida cita. Estamos ocupados.

—Tabby, no puedo decírselo, y ya está… —Recapacitó sobre lo que ella acababa de decirle—. ¿Ocupados con qué?

—¿No lo sabes? Habla con Anne. Quizás sea una suerte que te hayas presentado ahora. Lo que he oído es que los O/CBE están produciendo números extraños, y que los de Observación están muy excitados por algo… Pero no es mi departamento. Lo único que sé es que todo el mundo está demasiado ocupado como para hacer política con la dirección. Así que mantén al señor Scutter en espera.

—No creo que esté de humor para esperar. Él…

—¡Charlie! Estoy ocupada, ¿de acuerdo? ¡Ocúpate tú!

Charlie volvió deprisa a su despacho. Algo estaba pasando con los O/CBE y quería bajar y ver de qué se trataba. Pero lo primero era lo primero. Mostrarle la puerta a Ray si era posible, y si no, ponerlo al teléfono con Tabby si es que tenía algún problema.

Pero el despacho estaba vacío.

Ray no estaba. Charlie se dio cuenta de que tampoco estaba donde debería su pase de seguridad, metido en la identificación que l evaba en la bata que había colgada en el perchero.

—Mierda —dijo.

Llamó de nuevo a Tabby Menkowitz, pero aquella vez no pudo contactar con ella. Algo le pasaba al servidor de bolsillo. Emitió un pitido y la pantalla se puso de color azul.

Estaba intentando arreglarlo cuando el suelo comenzó a moverse bajo sus pies.

27

Chris dormía en un vacío negro, sin sueños, cuando le despertó el sonido de su teléfono móvil, que había dejado en la mesilla de noche y que brillaba como un lápiz luminoso. Comprobó la hora en el reloj del teléfono antes de contestar. Las cuatro de la mañana. Solo había podido dormir una hora en condiciones. La tormenta continuaba royendo la piel de la casa.

Era Elaine Coster. Estaba en la clínica de Blind Lake, le dijo, con Sebastian Vogel y Sue Sampel. Habían apuñalado a Sue. Apuñalada por Ray Scutter.

—Quizás queráis acercaros hasta aquí, si podéis l egar con este tiempo. Quiero decir, la cosa no está tan, tan mal; va a vivir y todo eso, de hecho preguntó por ti, pero creo que sería mejor para todos estar juntos durante un tiempo.

Chris observó a Marguerite agitándose intranquila bajo las sábanas.

—Estaremos allí tan pronto como podamos.

La despertó y le dijo lo que había sucedido.


Marguerite dejó que Chris condujera a través de la nieve. Estaba sentada en el asiento de pasajeros junto con Tess, que todavía estaba más que atontada por el sueño y no sabía lo que su padre había hecho. Marguerite prefería que siguiera así, al menos por el momento. Tess ya estaba sometida a suficiente tensión.

Durante todo el viaje, con la cabeza de Tessa acunada en su regazo, con la nieve golpeteando las ventanil as del coche y la totalidad de Blind Lake envuelta en una gélida y punzante oscuridad, pensó en Ray.

Lo había juzgado mal.

Nunca había creído posible que Ray se dejara l evar y recurriese a la violencia física. Aun ahora le resultaba difícil imaginárselo. Ray con un cuchillo. Había sido un cuchil o, le había dicho Chris. Ray con un cuchillo, usándolo. Ray metiendo el cuchillo en el cuerpo de Sue Sampel…

—¿Sabes? —le dijo a Chris—, tan solo me he desmayado una vez en la vida. Fue por una serpiente.

Chris luchó con el volante cuando doblaron la esquina hacia la zona comercial. El coche zigzagueaba por efecto de la nieve, y los pilotos de pérdida de tracción parpadearon antes de recuperar la dirección. Pero tuvo tiempo de lanzarle una mirada curiosa.

—Tenía siete años —dijo Marguerite—. Salí de la casa un verano por la mañana, y había una serpiente enroscada en las escaleras del porche, disfrutando del sol. Una serpiente grande, brillante y resplandeciente contra el viejo peldaño de madera. Demasiado grande y demasiado resplandeciente para ser real. Di por sentado que era falsa, que alguno de los niños de los vecinos la había puesto allí para asustarme. Así que salté sobre ella. Tres veces. Tres veces distintas. Por si alguien estuviese mirando, para demostrarle que no se podía burlar de mí. La serpiente no llegó a moverse, y yo me fui a la biblioteca sin pensar más en ello. Pero cuando volví a casa mí padre me dijo que había matado una serpiente de cascabel aquel a mañana. Había subido al porche y la había matado con una pala, cortándola por la mitad. Las serpientes entraban en un estado de letargo con el aire frío, me dijo, pero había que ser precavido. Una serpiente como aquella podía atacar más rápido que un rayo y l evaba veneno suficiente para matar a un cabal o. —Miró a Chris—. Fue entonces cuando me desmayé.

Llegaron a la clínica de Blind Lake veinte minutos más tarde. Chris aparcó el coche bajo el abrigo de un alero de hormigón, con las ruedas traseras sobre la acera. Elaine Coster se reunió con el os en el vestíbulo. Sebastian Vogel estaba también al í, derrumbado en la sil a, con la cabeza entre las manos.

Elaine lanzó una dura mirada a Marguerite.

—Sue quiere verte.

—¿Quiere verme a mí?

—La herida es más o menos superficial. Se la han suturado y está sedada. La enfermera dice que debe dormir, pero estaba totalmente despierta hace pocos minutos, y cuando le mencioné que ibais a venir dijo que quería hablar contigo.

Oh, Dios, pensó Marguerite.

—Supongo que si todavía está despierta…

—Te enseñaré el camino.

Chris prometió cuidar de Tess, que estaba mostrando un interés soñoliento en los juguetes de la sala de espera.


—Entra, cielo —dijo Sue—. Estoy demasiado débil para morder.

Marguerite entró en la habitación.

La habitación de Sue estaba justo debajo de aquel a en la que Adam Sandoval, el hombre que había caído sobre Blind Lake en una avioneta derribada, descansaba en coma. Era evidente que Sue no estaba en coma, pero parecía extremadamente débil. Estaba en posición semirreclinada, con una sonda en el antebrazo. Tenía el semblante pálido. Parecía mucho mayor que sus cuarenta y tantos años. Pero se las arregló para sonreír.

—Para ser sincera —dijo—, la cosa no está tan mal como parece. He perdido algo de sangre, pero el cuchillo no ha cortado nada más importante que lo que el doctor Goldhar llama «tejido adiposo». Grasa, en otras palabras. Supongo que me han salvado todos los postres que me he comido a lo largo de mi vida. Como el bueno de las películas al que la bala le hubiera l egado al corazón si no hubiera sido por la Biblia que l evaba en el bolsillo. Hay una silla junto a la cama, Marguerite. ¿No te quieres sentar? Verte ahí de pie me agota.

Marguerite se sentó obedientemente.

—Te debe de doler mucho.

—Ya no. Me han atiborrado de morfina. O algo parecido. La enfermera dice que normalmente hace que a la gente le entre sueño, pero yo soy un «caso atípico». Creo que eso significa que a mí me da ganas de sentarme y hablar. ¿Crees que es así como se sienten los adictos a las drogas, en sus días buenos?

—Quizás al principio.

—Lo que quiere decir que no va a durar. Estoy segura de que tienes razón. Tiene ese aire de «castil o de naipes», como si no fuera a durar para siempre. Euforia con fecha de caducidad. Quiero disfrutarlo mientras dure.

Podría acabar en cualquier momento, pensó Marguerite.

—No sabes cuánto lo siento.

—Gracias, pero no tienes por qué sentirlo. De verdad que agradezco que hayáis venido con este tiempo tan horrible.

—Cuando escuché que Ray fue… quien te hirió…

—¿Qué?

—Te debo una disculpa.

—Temía que dijeras eso. Y eso es por lo que quería hablar contigo. —Frunció el ceño. Aquello hizo que su rostro pareciera aún más pálido—. No te conozco demasiado bien, Marguerite, pero nos llevamos bien, ¿no?

—Eso creo.

—¿Lo bastante bien como para entrar en el terreno personal? —No esperó la respuesta—. Tengo la impresión de que tengo más experiencia con los hombres que tú. No necesariamente buenas experiencias, pero más. No quiero decir que yo sea una guarra y tú seas virgen, simplemente que hemos caído en partes diferentes de la curva de distribución, si sabes a qué me refiero… Lo siento, las drogas me afectan un poco. No me lo reproches. Una de las cosas que he aprendido es que una no puede asumir la responsabilidad por lo que hace un hombre. Especialmente si ya le has dado la patada por ser un cabronazo. De modo que por favor, por favor, no te disculpes en nombre de Ray. Él no es una especie de pit bul al que debas ponerle una correa más corta. Es totalmente responsable de cómo se comportó cuando os casasteis. Y es absolutamente responsable de esto.

Señaló el vendaje que abultaba bajo la fina sábana de la clínica.

—Ojalá hubiera podido hacer algo para detenerlo —dijo Marguerite.

—Estoy de acuerdo, pero no pudiste.

—Sigo pensando que…

—No, Marguerite. No. De verdad. Tú no podías.

Quizás no. Pero había subestimado de forma continuada el grado de desequilibrio de Ray. Había saltado sobre una serpiente de cascabel cien veces, mil veces, protegida únicamente por su ingenua inocencia.

Ella misma podría haber acabado muerta. Sue había estado cerca.

—Bueno…, ¿puedo decir que siento que hayas resultado herida?

—Ya lo has hecho. Y te lo agradezco. También me gustaría hablar con Chris, pero ya sabes, creo que me estoy durmiendo. —Sus párpados bajaron a media asta—. De pronto me siento cálida y un poco…, ¿cuál sería la palabra? Profética.

—¿Profética?

—Como el oráculo de Delfos. Sabiduría por un penique, si puedo aguantar despierta lo suficiente como para repartirla. Me siento muy sabia, como si todo fuera a salir bien. Probablemente sea la morfina. Pero Chris es un buen chico. Te irá bien con Chris. Él lo intenta con todas sus fuerzas, lo aparente o no. Todo lo que necesita es una razón para pensar mejor de sí mismo. Te necesita para confiar en sí mismo, y necesita cumplir con esa confianza… Pero eso le trae de cabeza.

Marguerite seguía mirándola sin hablar.

—Ahora… —dijo Sue, espectacularmente pálida contra el blanco de la sábana—. Creo que necesito dormir, pero de verdad.

Cerró los ojos.

Marguerite se quedó sentada en silencio, mientras la respiración de Sue seguía tranquilamente su curso. Después salió de puntil as al pasillo y cerró la puerta detrás de el a.

Sue la había sorprendido aquella noche. También lo había hecho Ray, de una manera mucho más terrible. Y si no podía hacerse una idea correcta de aquella gente, pensó, ¿cómo iba a pretender comprender al Sujeto? Quizás Ray había tenido razón: toda su gran charla sobre las narraciones… Era absurda, ridícula, un sueño infantil.

Su servidor vibró en el bolsil o. Se trataba de un mensaje del Ojo con la alta prioridad indicada en el asunto. Marguerite apretó la tecla de «CONTESTAR», esperando más malas noticias.

Era un mensaje de texto, corto, de uno de los chicos de Adquisición de Imagen: «Conéctate al Sujeto lo antes posible», decía.


—Lo comprendo —le dijo Sebastian Vogel a Chris—. La herida no es tan grave como parecía en un principio. Con toda sinceridad, creía que iba a morirse. Pero estuvo hablando casi sin parar mientras la traía hasta aquí.

Sebastian parecía frágil, pensó Chris, con aquel cuerpo redondo empotrado a presión en la poco generosa circunferencia de la silla de la sala de espera. Elaine Coster se sentaba en el lado opuesto del espacio de recepción, con el gesto ceñudo, mientras Tess jugaba sin prestar atención con unos juguetes de la sala de espera pensados para entretener a niños mucho más pequeños que ella. Hizo correr un tren de bolas de colores a lo largo de una montaña rusa metida dentro de un marco de metal. Las bolas entrechocaban cuando bajaban de los picos a los valles.

—Ella insistía en hablar de mi libro —dijo Sebastian—. ¿Te lo puedes imaginar, considerando el dolor que estaba padeciendo?

—Qué bonito —dijo Elaine cáusticamente desde del otro lado de la sala—. Debes de haberte sentido muy halagado.

Sebastian parecía genuinamente dolido.

—Estaba horrorizado.

—Entonces, ¿por qué lo mencionó?

—Podía estar muñéndose, Elaine. Me preguntaba si realmente había un Dios, el tipo de Dios que yo mencionaba en mi libro, «del cual parten nuestras mentes y al cual retornan». Me estaba citando.

—¿Y entonces qué le dijiste?

—Quizás le debería haber mentido. Le dije que no lo sabía.

—¿Cómo se lo tomó ella?

—No me creyó. Ella piensa que soy demasiado modesto. —Miró a Elaine, después a Chris—. ¡Ese puto libro! Esa puta mierda de libro… Por supuesto que lo escribí por dinero. No por tanto dinero. Tan solo un pequeño adelanto de prensa de segunda división. Algo para acolchar mi pensión. Nadie esperaba que tuviera tanto éxito como tuvo. Nunca tuve la intención de que fuera algo que la gente tomara como un credo. Como mucho, es una forma de ciencia-ficción teológica. El chiste de un pensador.

—Una mentira, en otras palabras —dijo Elaine.

—Sí, sí, pero ¿lo es en realidad? Últimamente…

—¿Últimamente qué?

—No sé cómo explicarlo. Se parece más a la inspiración. ¿Comprendes la historia de esa palabra, inspiración? ¿El pneuma, el aliento sagrado, el aliento de la vida, el divino aliento? ¿Inhalar a Dios? Quizás algo estaba hablando a través de mí.

—Parece como si tu detector de chorradas se hubiera estropeado —dijo Elaine, aunque Chris se dio cuenta de que lo dijo más lentamente, y con un tono burlón menos evidente.

Sebastian sacudió la cabeza negativamente.

—Elaine: ¿sabes por qué tu cinismo no hace daño? Porque lo comparto. Si alguna vez creí de verdad en Dios, aquel o acabó cuando alcancé la pubertad. Si l amas colección de chorradas a mi libro, Elaine, no voy a discutir contigo. ¿Recuerdas cuando predijiste que iba a escribir una segunda parte? Tenías toda la razón. Firmé el contrato la semana antes de que fuéramos a Crossbank. La sabiduría & el vacío cuántico. Risible, ¿no es cierto? Pero, ¡oh, cielos, el dinero que me ofrecieron!, por escribir unos pocos aforismos que no hacen daño a nadie, en un lenguaje fantasioso. ¿A quién iba a hacer daño? A nadie. Y al que menos de todos a mí. Mi carrera académica está acabada. Cualquier credibilidad como académico se fue al garete cuando publiqué el primer volumen. No me quedaba nada más que hacer que exprimir la gal ina de los huevos de oro. Pero…

Sebastian se detuvo. Elaine cruzó el suelo embaldosado y se sentó junto a él.

Chris observaba a Tess jugar con un basto coche de madera. Si la chica estaba escuchando, no daba ninguna señal al respecto.

—¿Pero? —lo animó a seguir Elaine.

—Pero, como dije, me encuentro preguntándome… Eso es, algunas mañanas me levanto creyéndolo. Creyéndolo de todo corazón, creyendo del mismo modo en que creo en mi propia existencia.

—¿Creyendo qué, que eres un profeta?

—Para nada. No. Me levanto pensando que me he tropezado con una verdad. A pesar de mí mismo. Con una verdad fundamental.

—¿Qué verdad, Sebastian?

—Que hay algo que vive en los procesos físicos del universo. No necesariamente creándolos. Modificándolos, quizás. Pero principalmente viviendo en el os. Comiendo el pasado y excretando el futuro.

Tess le lanzó una mirada curiosa y después empujó el coche un poco más lejos.

—Ya sabes —dijo Elaine—, eso es como el paso final de la locura. Cuando comienzas a prestar atención a las voces que hay dentro de tu cabeza.

—Obviamente. Quizás esté loco, Elaine, pero no soy idiota. Soy capaz solito de comprender que algo es un espejismo. Y entonces me pregunto si Ray Scutter tenía razón, si Blind Lake ha sido afectado por una locura contagiosa. Eso explicaría mucho, ¿no es así? Eso explicaría por qué nos han puesto en cuarentena. Eso explicaría parte del comportamiento de Ray. Quizás incluso podría explicar por qué Sue está en una clínica de guardia con una herida de cuchillo en el vientre.

Y aquel o quizás explicaría a la Chica del Espejo, pensó Chris.

Miró a Tess, preocupado por que hubiera escuchado aquel comentario sobre su padre, pero la niña había abandonado su coche de madera cerca de unas puertas abatibles donde se podía leer un rótulo de «PERSONAL DEL HOSPITAL» y había desaparecido por aquel pasillo.

Se incorporó y la l amó. No hubo respuesta.


Tess estaba buscando a su madre cuando abrió la puerta de la habitación de un hombre.

Al principio creyó que la habitación estaba vacía. Estaba iluminada muy débilmente, pero desde la puerta pudo distinguir una cama, la ventana, un silencioso monitor de constantes vitales, la figura esquelética de un árbol de interior. Estaba a punto de salir cuando el hombre de la cama le habló.

—Hola. No te vayas.

Ella titubeó.

El hombre yacía sin moverse en la cama, pero al parecer no estaba durmiendo. Parecía amigable. Pero uno nunca podía fiarse.

—No tienej por qué tener miedo —dijo el hombre. Dijo «tienej» en lugar de «tienes», se dio cuenta Tess. De alguna forma, aquello le hacía parecer menos peligroso.

Dio cautelosamente un paso adelante.

—Es usted el hombre de la avioneta —dijo.

—Eso es. La avioneta. Mi nombre es Adam. Sabes, como el palíndromo. «Madam, soy Adam». —Su voz era la de un hombre viejo, grave y lenta, pero también sonaba profunda —. Tengo mi licencia de piloto desde hace quince años —dijo—, pero solo suelo volar los fines de semana. Tengo una tienda de hardware en Loveland, Colorado. Adam Sandoval. El hombre de la avioneta. Ese soy yo. ¿Cómo te llamas tú?

—Tessa.

—Y esto debe de ser Blind Lake.

—Sí.

—Parece que hace frío ahí fuera.

—Está nevando. Puede oír la nieve golpeando la ventana.

—Mala visibilidad —murmuró Adam Sandoval, como si estuviera evaluando alguna posible ruta de escape.

—¿Está muy grave? —preguntó Tess. El hombre todavía no se había movido.

—Bueno, no lo sé. No me duele nada. Ni siquiera estoy seguro de estar totalmente despierto. ¿Eres un sueño, Tessa?

—No lo creo. —Pensó en lo que aquel hombre había hecho. Había caído literalmente del cielo. Como Dorothy. Había llegado a Blind Lake en un tornado—. ¿Qué pasa fuera?

—Está nevando, has dicho. Y parece que es de noche.

—No, me refiero a fuera de Blind Lake.

El hombre hizo una pausa. Era como si estuviera revolviendo en una caja de recuerdos, una caja que hubiera estado cerrada durante tanto tiempo que ya no estaba seguro de lo que había dejado dentro.

—Fue difícil despegar aquel día —dijo al fin—. La Guardia Nacional estaba en los aeropuertos, incluso en las pistas locales de avionetas. Todo el mundo estaba preocupado por lo de la estrella de mar. —Hizo otra pausa—. La estrella de mar de Crossbank se llevó a mi esposa. O ella se dejó llevar; quizás es una forma mejor de decir lo mismo.

Tess no comprendía aquello, ni siquiera un poco, pero supo ser paciente mientras el hombre seguía hablando. Interrumpirle sería de mala educación. Esperaba que, más tarde o más temprano, al menos algo de lo que dijera tuviera algún sentido para el a.

—A Karen, mi esposa, le diagnosticaron cáncer cervical hace seis años. No la podían curar por alguna peculiaridad de su sistema inmunológico. El tratamiento la hubiera matado tan rápidamente como la enfermedad. De modo que pasó por el quirófano; tomaba un puñado de pastil as cada cuatro horas para impedir la metástasis, y habría vivido otros veinte años sin problema. ¿Y qué si tenías que tomar unas pastillas de esto y aquello de cuando en cuando? Pero Karen decía que las pastillas la ponían enferma, y tengo que admitir que se pasaba todo el tiempo corriendo al baño. Para el a era difícil salir de casa en esas circunstancias. El quirófano la había dejado cansada y se sentía mayor, y supongo que además de todo estaba clínicamente deprimida, aunque parecía más triste que enferma, triste todo el tiempo.

—Siento oír eso.

—Veía mucho la televisión cuando estaba en casa sola. Así que, cuando salió aquel a estrel a de mar de Crossbank, la vio perfectamente en el panel del video. También me hizo imprimirle los artículos de las revistas.

—Yo estuve en Crossbank el año pasado —apuntó Tess—. No recuerdo ninguna estrel a de mar.

—Sí, pero eso fue antes. Incluso entonces no había muchas imágenes. Al principio trataron de mantener el asunto al margen de la prensa. Pero había un video de un aficionado circulando por ahí, y después salió otra en Georgia y de repente todo el mundo supo que algo estaba sucediendo, aunque nadie supiera lo que era. Había una facción en el Congreso que quería borrar a la estrella de mar de la faz de la tierra. A Karen le horrorizaba la idea. El a creía que eran bonitas.

—¿Bonitas?

—Las estrellas de mar. Especialmente la de Crossbank. Su tamaño… Era la cosa más grande y más perfecta que jamás hayas visto, y todos aquel as púas y arcos hechos de lo que estuviese hecha, con arcos iris dentro… Sabías que estabas viendo algo especial, pero algunos pensaron que era sagrado y el resto creímos que era el 666 y los Cuatro Jinetes del Apocalipsis juntos. Karen cayó en la primera categoría y yo en la segunda. Quizás si estás deprimido piensas que algo así puede ser el comienzo de la salvación. Pero si todo lo que quieres es seguir con tu vida y devolverla a la normalidad, no es más que una amenaza y una distracción.

—No sé a qué se refiere.

—Supongo que tienes que verlo desde el principio. Especialmente aquella gran estrella de mar que creció en Crossbank, donde antes estaba aquel telescopio peculiar. Karen se iba poniendo más nerviosa cuanto más la veía en la red. Los soldados se desplegaron por todos lados y cerraron las carreteras, y todos los países extranjeros querían saber qué demonios pensábamos hacer, y si eran peligrosas, y por supuesto nadie podía responder a ninguna de las dos preguntas. ¿Sabes lo que me sorprendió de Karen? La energía que tenía de repente. Aquel a mujer, que no había abandonado el sofá en seis meses. Se había puesto bastante rechoncha a pesar de las idas y venidas al baño y las pastillas, pero adelgazó rápidamente. No estoy seguro de que siguiese tomando su medicación. Parecía pensar que ya no importaba si vivía o si moría: lo que le sucediera a ella era intrascendente. No hablaba de esas cosas, ya sabes, pero se interesó mucho cuando el gobierno admitió que había perdido a varias personas y la hostia de, lo siento, de robots dentro de la estrel a de mar de Crossbank. Era posible caminar dentro de aquel a cosa y podías mandar una cámara por control remoto, pero las cámaras siempre perdían la señal y la gente que se adentraba demasiado no regresaba.

Tess caminó hacia la ventana, que estaba oscura y cegada de nieve. Podía imaginarse la «estrella de mar» del señor Sandoval con una claridad sorprendente. Un laberinto enclaustrado, como un copo de nieve, pensó, desplegado en tres dimensiones. Casi podía verla en el cristal empañado de la ventana. Retrocedió de un salto.

—¿Qué le ocurrió a la señora Sandoval? —preguntó.

—Karen salió un día con nuestro viejo Ford. Sin una explicación, sin una nota, nada. Por supuesto, yo estaba frenético. Hablé con la policía varias veces, pero supongo que estaban demasiado ocupados con toda la gente que se dirigía hacia el oeste, antes de que cerraran las carreteras de Mississippi. Terminé enterándome de que la habían detenido junto con un puñado de supuestos peregrinos, intentando atravesar la zona vedada alrededor de Crossbank. Después la policía volvió a l amar y me dijeron que había habido un error, que no había sido arrestada, aunque sí había estado con aquella gente. Ella era parte de un grupo de unos doce que se las habían arreglado para burlar el bloqueo, siguiendo una vieja ruta de montañistas. Se me hace extraño imaginarme a Karen al á en el bosque, trepando rocas y bebiendo agua de manantiales. A ella nunca le habían gustado ni siquiera las barbacoas en el jardín de atrás, por amor de Dios. Se quejaba de los mosquitos. Te juro que no sé cómo estaba en el monte en esas condiciones.

—¿Se fue al interior de la estrella de mar?

—Eso me dijeron. Yo no estaba allí.

—¿Y salió?

—No salió —la voz del señor Sandoval se hizo apagada.

Tess pensó en aquello.

—¿Murió?

—Bueno, no salió. Eso es todo lo que sé. Eso es lo que me hizo volverme un poco loco, pienso yo.

Tess estaba un poco alarmada, porque el hombre seguía inmóvil en su cama.

—Señor Sandoval, si no se puede mover quizás debería l amar a un médico.

—No me puedo mover. Como te he dicho, no estoy ni siquiera seguro de estar despierto. Pero estoy bastante seguro de que no necesito un médico.

—¿De verdad?

—De verdad.

—¿Por qué ha venido a Blind Lake?

—Para matar a lo que sea que esté creciendo aquí.

Tess estaba conmocionada. Como papá, pensó. El señor Sandoval había venido para matar a la Chica del Espejo.

Retrocedió un paso.

—Francamente —dijo él—, me parece una locura estar aquí tumbado, recordando. Es curioso lo que uno hace cuando ha perdido a alguien y no tiene a quién echar la culpa. Era demasiado tarde para todos los de Crossbank, obviamente, pero Blind Lake había salido en las noticias, habían bloqueado el complejo por si acaso sucedía lo mismo. Eso me enfurecía. Lo que debían hacer era bombardearlo, pensaba yo. Si existía la posibilidad… Bombardearlo antes de que tuviera tiempo de crearse. Pero no, solo se puso el lugar en cuarentena. Parecía una medida de putas gal inas. Perdón por mi vocabulario.

—No pasa nada —dijo Tess—. Pero si nos hubieran bombardeado nos habrían matado a todos.

Mientras lo decía se preguntaba si era cierto. Quizás la Chica del Espejo no habría dejado caer las bombas. ¿Sería capaz de algo así?

La Chica del Espejo parecía estar horrorosamente cerca en aquel momento. No mires al espejo, se ordenó Tess. Pero el viento golpeaba la ventana como si quisiera atraer su atención, como si dijese: mírame, mírame.

—Supongo que ahora lo sé —dijo el señor Sandoval—. Supongo que entonces estaba un poco loco. Pensé que podía subirme a mi avioneta, trazar un plan de vuelo atravesando Fargo y subiendo hacia Manitoba, hacer un pequeño giro hasta el lugar correcto… Iba a volar hacia vuestro telescopio, causar el máximo daño posible y matarme al mismo tiempo.

Tess se dio cuenta de aquello era cierto. En el aire, sobre la cama, flotaban motas de viejo resentimiento del señor Sandoval. Era adulto y misterioso, y de alguna forma infantil al mismo tiempo. El plan era algo que podía habérsele ocurrido a Edie Jerundt. Pero la rabia y la angustia eran totalmente adultas. Si las emociones del señor Sandoval tuvieran un olor, pensó Tess, olerían como algo roto y eléctrico. Como cables sobrecalentados y plástico ennegrecido.

—Por supuesto —dijo el señor Sandoval—, ahora es demasiado tarde para eso.

—Sí. Derribaron su avión.

—No, quiero decir que ya ha comenzado. ¿No puedes sentirlo?

Tess tuvo miedo porque sí podía sentirlo.


Marguerite tan solo quería averiguar qué era lo que había alterado tanto a los chicos de Observación en el Ojo. El edificio de la clínica estaba casi desierto. El doctor Goldhar se había ido después de suturar la herida de Sue y estabilizarla; Rosalie Bleiler y una pareja de médicos de urgencia formaban el turno de noche, y a ellos había que sumar el personal de seguridad y de limpieza. Fue comprobando puertas hasta que encontró una habitación vacía. Una vez dentro, cerró la puerta para asegurarse mayor privacidad. Se sentía furtiva aunque no estaba haciendo nada malo, y conectó su servidor de bolsillo a la gran pantalla de la habitación.

La transmisión en directo desde el Ojo apareció con rapidez y viveza.

Parecía que era avanzada la tarde en UMa47/E. El viento de la tarde empujaba el polvo por el aire, haciendo que el cielo se volviera de un blanco azulado. El Sujeto parecía continuar con su enigmática odisea, caminando a través de una serie de cañones profundos y erosionados, justo como había hecho el día anterior y el día anterior a aquel. ¿Qué es lo que era tan inusual? Quizás la clínica había instalado un equipo nuevo de reproducción de imagen; la imagen era más vivida de lo que jamás había visto, incluso en los monitores del Ojo. Tan clara como a través de una ventana. Podía ver el polvo que cubría su cuerpo, cada uno de los granos. Casi podía sentir la brisa quemada en su rostro.

Esta criatura, pensó. Esta cosa. Este enigma.

El Sujeto continuó hasta el antiguo cauce seco de un río, a lo largo de otra curva sinuosa, y de repente Marguerite vio lo que el equipo de Adquisición de Imagen debía de haber divisado antes. Algo tan extraño que dio un paso atrás y casi se tropezó con una sil a de sala de conferencias.

Algo increíblemente extraño. Algo artificial. Incluso posiblemente el destino, el objeto del viaje del Sujeto.

Era obvio por qué aquella estructura no se había captado en las tomas de satélite. Era enorme, pero no increíblemente enorme, y sus agujas y columnas estaban cubiertas por años, si no siglos, de polvo. Resplandecía a la luz del atardecer como un espejismo.

El Sujeto se acercó a la sombra de aquella estructura, caminando más rápidamente de lo que lo había hecho en muchos días. Marguerite creyó poder oír sus grandes pies extendidos rozando contra el suelo del desierto, cubierto de piedrecillas.

Pero, ¿qué era aquella cosa, grande como una catedral, tan claramente antigua y tan claramente descuidada? ¿Qué es lo que estaba buscando el Sujeto para viajar hasta tan lejos?

Por favor, pensó, más misterios no, más actos insondables no…

El Sujeto pasó bajo el primero de uno de aquellos enormes arcos de agujas, adentrándose en la sombra.

—¿Qué es lo que quieres de ese lugar? —dijo en voz alta.

El ser giró y la miró. Sus ojos eran enormes, solemnes, y de un blanco perlado.

Un fino y seco viento despeinó a Marguerite los mechones sueltos. Cayó de rodil as por puro asombro y trató de sujetarse a la mesa de conferencias, a cualquier cosa que frenara su caída. Pero bajo la palma de su mano solo encontró granos de arena, el polvo de eras, la seca superficie de UMa47/E.

28

Cuando el suelo empezó a moverse bajo sus pies y las sirenas comenzaron a anunciar la señal de evacuación del Ojo, Ray se desanimó pero no se sorprendió. Era algo inevitable. Algo estaba al acecho, y a ese algo no le gustaba lo que Ray había venido a hacer.

Pero se había preparado para aquella confrontación. Se trataba de algo que cada vez se le hacía más evidente. Ray no creía demasiado en el destino, pero en aquella situación era una idea con un gran poder de explicación. Todos los tipos de experiencia vital que le habían parecido misteriosos en un tiempo (los años de lucha académica, su profundo escepticismo en el funcionamiento del Ojo, su primera iniciación hacía muchos años en los ritos de la muerte), todo aquel o cobraba entonces sentido para él. Incluso su ridículo matrimonio con Marguerite, con aquella tozudez resentida tan suya, con su desgana para comprometerse con todo lo que para él era importante. Con sus ideas sentimentales sobre los nativos de UMa47/E. Aquellas eran las rocas contra las cuales Ray se había ido afilando como la hoja de un cuchillo.

«La hoja de un cuchillo» le provocó el recuerdo desagradable de lo sucedido en la casa de Sue Sampel. Aquello había sido puramente reflejo; nunca había querido herirla físicamente. Lo había enfurecido con aquella risa insolente y chil ona. Él la había empujado, el cuchil o había aparecido de repente en manos de el a y se había visto obligado a forcejear para quitárselo; y entonces, después de un momento irreflexivo, llegó la sangre. Dios, cómo odiaba la sangre. Pero incluso aquel horrible encuentro había constituido una experiencia útil. Le había probado que era capaz de actos audaces y transgresores.

Estaba tan familiarizado con la disposición del Paseo que fue capaz de localizar el ascensor central. Dos de los cuatro ascensores esperaban vacíos, y sus puertas se abrían y cerraban como párpados espasmódicos. El temblor que había sacudido el suelo había remitido. Un terremoto en aquella parte del país era improbable, pero no imposible. Pero Ray dudaba de que el temblor hubiera sido causado por un terremoto. Algo estaba sucediendo allá abajo, en las profundidades del Ojo.

Era evidente que el personal nocturno había sido bien entrenado para enfrentarse a una evacuación de emergencia. El personal fluía por las escaleras de dos en dos, aparentemente alarmados pero con una actitud básicamente calmada, diciéndose a sí mismos que el temblor se había detenido y que la evacuación era una formalidad. Una mujer de mirada penetrante divisó a Ray junto a los ascensores y se acercó a él.

—Se supone que tenemos que ir directamente a la salida, no regresar al trabajo. Y puedo asegurarle que no podemos utilizar los ascensores.

Puta monitora de pasillos, pensó Ray. Le mostró fugazmente su pase ejecutivo robado.

—Abandone el edificio tan rápidamente como sea posible.

—Pero nos dijeron…

—Corra a no ser que quiera perder su trabajo. O si no, déme su nombre y su código.

La voz de la autoridad. El a hizo una mueca y se fue con mirada dolida. Ray entró en el ascensor más cercano y apretó el botón del subnivel cinco, el más cercano a la galería del O/CBE. Dio por supuesto que tenía cierto margen de tiempo para trabajar. Una vez que el personal civil hubiera desalojado el edificio, Shulgin enviaría un equipo para inspeccionar el complejo, pero la tormenta ralentizaría el proceso hasta lo indecible.

Las sirenas reverberaban con fuerza en los conductos de los ascensores. Se encontraba cuatro plantas por debajo de la pradera de Minnesota cuando las sirenas dejaron de sonar, el ascensor se detuvo entre dos plantas y las luces parpadearon hasta apagarse definitivamente.

Corte de electricidad. En unos pocos segundos los sistemas auxiliares se conectarían y todo volvería a funcionar.

Pero incluso entonces, pensó Ray, ¿no debería haber luces de emergencia?

Aparentemente no. La oscuridad era absoluta.

Sacó su servidor del bolsillo, pero incluso aquel aparato había dejado de funcionar y no emitía ni un pequeño resplandor. Igual que si estuviera ciego.

A Ray nunca le habían gustado los espacios oscuros y cerrados.

Extendió las manos para orientarse. Retrocedió hasta la esquina del ascensor, palpando las paredes a su izquierda y derecha. La superficie pulida de aluminio era fría e inerte al tacto.

Esto no puede durar, se dijo. Y si el corte de electricidad continuaba, tan solo podía significar malas noticias para los O/CBE. Las bombas dejarían de funcionar, el helio líquido dejaría de fluir, la temperatura de los tanques aumentaría más al á de los críticos 232 grados centígrados bajo cero. Pero una voz dentro de él no estaba de acuerdo, y le decía: esa puta cosa te tiene atrapado.

Mantente firme, se dijo. Había l egado al Ojo l eno de confianza y con una idea de su propio poder: había ido hasta allí tras dar una serie de pasos irrevocables, animado por la convicción de que los O/CBE eran la causa de todo lo malo que había ocurrido en Blind Lake. Pero el edificio le había robado el momento. Ahora estaba encerrado en una caja, y su confianza comenzó a desvanecerse en la oscuridad.

No estoy aquí por mí, pensó Ray. Tenía que mantener aquello claro en su mente. Se encontraba al í porque los niños bobos que estaban a su cargo estaban jugando con una máquina peligrosa, y él los iba a detener ya les gustara o no. Se trataba básicamente de un acto desinteresado. Más que eso: era un acto de redención. Ray había cometido un error en la casa de Sue Sampel y estaba preparado para admitirlo. Se sintió ciertamente orgulloso de su voluntad de afrontar el problema de forma realista. Quizás todos los demás estuvieran cegados por la codicia, la negación de la realidad o el miedo. Pero Ray no. La máquina que había en aquel edificio se había convertido en una amenaza y él iba a encargarse de ella. Estaba llevando a cabo un acto moral tan fundamentalmente necesario que limpiaría todos los errores que pudiera haber cometido en el proceso.

A no ser que l egara demasiado tarde. El ascensor estaba quieto, pero Ray podía escuchar los crujidos y quejidos del edificio a su alrededor, deformados por la oscuridad. Lo que sea que hayamos despertado, pensó, es poderoso; es fuerte, y se está haciendo a la idea de su propia fuerza.

Metódicamente, se subió una de las perneras del pantalón. Había dejado la casa de Sue con el cuchillo sangrante todavía aferrado en la mano. No había querido tirarlo, o dejarlo allí. El cuchillo, el acto de utilizar un arma, había hecho lo que seguía tan posible como necesario. Había sido entonces cuando había surgido en su mente el plan de utilizar el pase de libre circulación por el complejo de Charlie Grogan. Había empezado a conducir hacia la casa de Charlie con el cuchillo a su lado, en el asiento del copiloto, una cosa intocable decorada con la sangre de Sue Sampel. Después había echado el coche a un lado de la carretera, había limpiado el cuchil o con un pañuelo de papel y se lo había atado al muslo de la pierna izquierda con un rol o de cinta adhesiva de la guantera. Entonces le había parecido una buena idea.

En ese momento prefería tener el cuchillo en la mano, preparado para ser utilizado. Además, no podía evitar pensar que quizás se había dejado algo de sangre en la hoja, a pesar de todo; y la idea de que la sangre de Sue Sampel tocara su piel, invadiendo sus poros, le resultaba grotesca e intolerable. Pero en la oscuridad absoluta del ascensor atascado le estaba costando un gran esfuerzo encontrar el extremo de la cinta adhesiva. Se había envuelto la pierna como una puta momia.

Tampoco había pensado entonces en el problema físico que suponía despegarse de la pierna peluda lo que parecía medio kilómetro de cinta adhesiva. Era prácticamente seguro que se iba a despellejar. Inspiró profundamente y fue dando boqueadas, igual que Marguerite había aprendido a hacer en aquellas clases de parto sin dolor a las que había asistido antes del nacimiento de Tessa. Para cuando solo quedaba la última vuelta de cinta se le saltaban las lágrimas, y cuando se la arrancó, el cuchil o también dio un violento tirón y le hizo un corte limpio desde la pantorrilla hasta el tobillo.

Aquel o era demasiado. Gritó de dolor y frustración, y su grito hizo que el ascensor atascado pareciera mucho más pequeño, insoportablemente pequeño. Abrió los ojos de par en par buscando alguna luz (había oído que el ojo humano podía percibir hasta un protón aislado) pero no había nada, tan solo el escozor de su propio sudor.

Podría morir aquí, pensó, y aquello sería horrible; o peor aún: ¿qué pasaría si estaba equivocado sobre lo del Ojo, qué pasaría si Shulgin lo encontrara al í después de que la crisis hubiera terminado, delirando y con un arma incriminatoria en la mano? El cuchillo, el puto cuchillo… No podía tenerlo encima y no podía deshacerse de él.

¿Y si las paredes se cerraran sobre él, como dientes?

Se preguntó (si llegaba a ser necesario) si sería capaz de matarse con el cuchillo. Como un guerrero samurai, tirándose sobre su espada. ¿Con cuánta profundidad, con cuánta rapidez podría clavarse una hoja de quince centímetros? ¿Sería mejor cortarse las venas o clavárselo en el vientre? ¿O debería intentar cortarse la garganta?

Pensó en la muerte. ¿Cómo sería hundirse y perderse de su propio y sucio yo, ser arrastrado más y más profundamente hacia un pasado estático y vacío?

Imaginó que escuchaba la voz de Marguerite en su cabeza, susurrando palabras que él no comprendía:

Ignorancia

Curiosidad

Dolor

Amor

Una prueba más, como si la necesitara, de que la locura del O/CBE ya le estaba afectando…

Y entonces volvió la luz.

—¡Dios! ¡Joder! —dijo Ray, momentáneamente cegado.

El ascensor volvió a la vida con un zumbido y continuó su trayecto hacia abajo.

Se dio cuenta de que se había mordido la lengua. Tenía la boca l ena de sangre. Escupió sobre el suelo de baldosas verdes, se bajó la pernera del pantalón sobre su tobillo sangrante y esperó a que se abriera la puerta.

29

—Quizás se haya ido a buscar a su madre —dijo Elaine, pero cuando Chris gritó el nombre de Tessa no hubo respuesta, y el resplandeciente pasil o iluminado de la planta baja de la clínica estaba vacío hasta donde alcanzaba la vista.

Sacó su servidor del bolsillo y pronunció su nombre de nuevo. Sin respuesta. Lo intentó con Marguerite. También sin respuesta.

—Esto es casi paranormal —dijo Elaine.

Era peor que aquello. Chris tuvo una sensación como si hubiera caído en una de esas pesadil as en las que algo absolutamente esencial se evapora de tus manos.

—¿En qué habitación está Sue?

—Dos once —dijo Elaine rápidamente—, arriba.

—Llama a la enfermera de turno y pídele que busque a Tess. Yo encontraré a Marguerite.


Elaine observó cómo Chris corría por las escaleras. Ella no estaba demasiado preocupada. La chica probablemente estaría abajo, en la cafetería, o montándose en una camilla.

—Todo un hombre de familia, nuestro Chris —le dijo a Vogel.

—No infravalores lo que ha encontrado aquí —murmuró Vogel—. Podría acabar en cualquier momento.


Descubrió que Sue Sampel estaba casi dormida, sola en su habitación a oscuras.

—Marguerite ya se ha marchado —dijo el a—. ¿Chris? ¿Eres tú? ¿Chris? ¿Marguerite se ha perdido o algo?

—No puedo contactar con su servidor. No hay nada de lo que preocuparse.

Ella bostezó.

—Y una mierda. Tú estás preocupado.

—Vuelve a dormir, Sue.

—Creo que voy a hacerlo. Creo que tengo que hacerlo. Pero puedo ver que estás mintiendo. ¿Chris? No te pierdas en la oscuridad, Chris.

—No lo haré —prometió él. Fuera lo que fuera a lo que se refería.

Recorrió el pasillo de punta a punta, abriendo puertas. Aparte de la habitación donde Adam Sandoval reposaba inmóvil, en coma, únicamente encontró espacios de almacenaje vacíos, armarios sel ados de productos farmacéuticos, habitaciones para pacientes desocupadas y despachos a oscuras.

Su servidor comenzó a vibrar. Lo sacó del bolsillo y habló con Elaine, que le dijo que la enfermera de noche había l amado a seguridad y que el personal del turno estaba iniciando una búsqueda habitación por habitación.

—Pero también hay algo en marcha en el Ojo. He recibido una llamada de Ari Weingart que dice que el Paseo está siendo evacuado.

Chris miró el servidor en su mano: si funcionaba, ¿por qué no el de Marguerite o el de Tessa?

Si no aparecían, ¿significaba eso que estaban juntas? Y si no estaban en el edificio, ¿adonde habían ido?

Comenzó a bajar al vestíbulo, hacia las pesadas puertas de cristal. Si Marguerite hubiera dejado la clínica, habría cogido el coche. No había otra forma de moverse con aquel tiempo. Si el coche había desaparecido, quizás pudiera tomar otro vehículo prestado y seguirla.

Pero el pequeño coche de Marguerite estaba aparcado donde Chris lo había dejado, con las ruedas sobre la curva, bajo una capa fresca de nieve. Abrió la puerta y la nieve entró en el vestíbulo a lomos de una corriente fugitiva de viento, pequeños copos que se convertían en diamantes de agua sobre el suelo embaldosado.

Elaine estaba detrás de él, y le puso una mano sobre el hombro.

—Esto es extraño, pero necesitas calmarte un poco.

—¿Crees que Ray tiene algo que ver?

—Ya he pensado en eso. Ari dijo que había estado hablando con Shulgin, que a su vez habló con Charlie Grogan. Ray está en algún lugar del Ojo en este momento.

Chris dejó la puerta abierta una rendija, permitiendo al aire helado juguetear en su rostro.

—Estaba justo aquí, Elaine. Jugando con aquel puto camión de madera. La gente no desaparece sin más.

Pero sin embargo lo hace, pensó él. Se escapaban entre tus dedos como el agua.

—¿Señor Carmody? —Era Rosalie Bleiler, la enfermera de turno—. ¿Podría cerrar esa puerta, por favor? Elmo… Elmore Fisk, nuestro guardia nocturno… Le gustaría verlo en la entrada trasera.

—¿Ha encontrado a Tessa?

Rosalie retrocedió ante su voz.

—No, señor, pero ha encontrado algunas huel as de niño en la nieve, justo por allí.

Tess no estaba vestida para estar en el exterior.

—¿Ha seguido las huellas?

Ella asintió en silencio.

—Unos cincuenta metros más allá del aparcamiento. Pero ese es el problema. Dice que las huel as no van a ninguna parte. Simplemente se detienen.

30

Hasta la fecha había habido varios intentos serios de escapar de Blind Lake. Tres de el os habían acabado fatalmente a causa de los zánganos de bolsillo. Se trataba de personas que habían saltado la verja y entrado en la zona prohibida. Cuatro más habían sido detenidos en el intento por las fuerzas de seguridad de Blind Lake. El más reciente había sido el caso de un proveedor con agorafobia que había decidido escalar la verja, pero había perdido los nervios a la mitad de la subida. Para cuando Seguridad lo había encontrado y lo había convencido de que bajara, se le habían congelado los dedos de las dos manos.

Herb Dunn, un veterano de la Armada de cincuenta y dos años, había trabajado en seguridad civil desde que hubo un recorte de plantil a en FedEx hacía diez años. La cuarentena de Blind Lake había eliminado la comunicación con sus deudores (incluyendo dos ex-mujeres), algo que no le preocupaba nada. Echaba de menos poder ver películas modernas y acceder a redes eróticas, pero aquello era todo. Una vez que se dio cuenta de que no iba a contraer ningún tipo de enfermedad infecciosa, se las había arreglado para acomodarse bastante bien al bloqueo.

Excepto aquella semana. Aquella semana estaba en lo que la fuerza de seguridad llamaba Patrulla del Amanecer, un turno que no quería nadie. La idea de la Patrul a del Amanecer era enviar a una persona en un vehículo preparado para cualquier contingencia temporal y recorrer todo el circuito de la verja, presumiblemente para rescatar a todos los cabrones de sus propios intentos descaminados de huida. La Patrul a del Amanecer todavía no había encontrado a ninguno, pero Herb suponía que tenía un cierto efecto disuasorio. Aquel día, dada la mierda de tormenta que había caído sobre Blind Lake durante la noche, Shulgin le había dicho que recortara su ruta: tan solo conducir hasta el acceso principal y regresar. Pero aquel o ya era lo bastante malo.

La nieve había comenzado a remitir cuando salió del garaje, pero un fuerte viento del noroeste todavía complicaba las cosas. Aquellos vehículos de Seguridad eran unas máquinas decentes, unos Honda inteligentes con neumáticos todoterreno, pero un trineo a motor hubiera sido más eficiente, pensaba Herb.

La carretera principal del Plaza al centro de la ciudad había sido despejada de nieve durante la noche, pero tan solo hasta la zona residencial sur. De ahí hasta la verja la nieve caía en ráfagas y se amontonaba en el camino, sin l egar a cubrir lo suficiente como para ocultar la calzada, pero sí para hacer que el trayecto se ralentizara, incluso para aquel Honda. Herb se consoló diciéndose que no había absolutamente nada urgente o incluso necesario en aquella patrulla. Aquello hacía más fácil soportar los retrasos. Se reclinó en el calor húmedo de la cabina mientras intentaba imaginarse a su actriz favorita del momento completamente desnuda. En casa tenía un videoservidor que la desnudaba por él.

Para cuando se acercó al acceso principal, ya había amanecido. Había suficiente luz entonces como para fijar los límites de la visión: una burbuja de nieve agitada por el viento alrededor de la cabina del Honda, a través de la cual vislumbraba nubes pesadas en un cielo que parecía un río embarrado.

Alcanzó el punto final del trayecto en el acceso principal (ningún intento de huida en curso) y se detuvo, poniendo el motor en punto muerto. Estuvo tentado de cerrar los ojos y recuperar algo del sueño que había perdido después de medianoche, viendo algunas viejas grabaciones de video hasta las 3:30 para prepararse para aquella expedición sin ningún sentido. Pero si le pillaban durmiendo estaría haciendo la Patrulla del Amanecer durante el resto de su vida. En cualquier caso, el café del desayuno ya había hecho su trabajo a lo largo y ancho de su cuerpo, y lo empujaba a escribir su nombre en la nieve.

Salió de la cabina en aquel a gélida mañana justo cuando las nubes bajas se comenzaban a rasgar, y vio algo moviéndose más allá del acceso principal. Algo fuera, en aquella tierra de nadie. Algo grande. Al principio supuso que se trataba de otro de aquellos camiones autómatas con comida y suministros, pero cuando el viento cambió de nuevo pudo ver más de aquellas sombras inciertas. Máquinas enormes, justo al otro lado de la verja.

Se acercó con paso de pato unos pocos metros más cerca, tan solo para echar una mirada, se dijo. Llegó hasta donde había pensado cuando, sin previo aviso, la verja comenzó a abrirse. Hubo otro momento de pausa en el viento, un momento de calma casi supernatural, y reconoció los vehículos que esperaban en el exterior. Se trataba de tanques Powell y transportes acorazados de tropas. Decenas de el os, en hilera, en el exterior de Blind Lake.

Se giró y dio unos cuantos pasos torpes hacia el Honda, pero antes de alcanzarlo se vio rodeado por media docena de soldados con trajes de camuflaje blancos y máscaras antigás. Los soldados llevaban gafas de visión mejorada y blandían rifles de impulso sónico.

Herb Dunn había estado en el ejército. Se sabía la cantinela.

Levantó las manos y trató de parecer inofensivo.

—Yo solo trabajo aquí.

31

Confusa más al á del punto de terror, Marguerite se obligó a concentrarse en su respiración. Ignoró el suelo arenoso bajo sus manos y rodillas, ignoró la sensación de calor seco, sobre todo cerró los ojos e ignoró la presencia del Sujeto. Toma aire, pensó. Respirar era importante. Respirar era importante porque…, porque…

Porque si estaba realmente sobre la superficie de UMa47/E, respirar le hubiera resultado imposible.

La atmósfera de UMa47/E tenía menos oxígeno que la de la Tierra, y estaba muy enrarecido. Si hubiera viajado hasta allí desde Blind Lake, la diferencia de presión le debería haber reventado los tímpanos.

Pero era el miedo, no la falta de oxígeno, lo que la hacía boquear, y sus oídos estaban bien.

Por tanto, pensó (todavía de rodil as, con los ojos firmemente cerrados), por lo tanto, por lo tanto no estoy realmente aquí. Por lo tanto no estoy en peligro inmediato.

Pero si no estoy aquí, ¿por qué siento entonces los granos de arena bajo las uñas, por qué siento la brisa sobre mi piel?

El verano en el que Marguerite cumplía los once años, sus padres habían ido de vacaciones a Alaska. Para disgusto de Marguerite, su padre había pagado una visita al parque nacional de la Bahía del Glaciar en un pequeño avión de un solo motor. El avión había ido dando tumbos entre las montañas y Marguerite había tenido tanto miedo que le habían entrado nauseas; estaba demasiado aterrorizada incluso para mirar por la ventana.

Entonces su padre le había puesto un brazo por encima del hombro y le había dicho con su voz de pastor más profunda: «No pasa nada, Margie. Estás totalmente a salvo».

Ella había repetido aquella frase para sí misma durante el resto del viaje. Su mantra. Estás totalmente a salvo. Aceite sobre aguas turbulentas. Aquello la había calmado. Las palabras regresaron a ella entonces.

Estás totalmente a salvo.

Pero no lo estoy. Estoy perdida, desamparada, no sé qué es lo que está pasando, y no conozco el camino de regreso a casa…

Totalmente a salvo. La mentira total.

Abrió los ojos y se obligó a incorporarse.


El Sujeto permanecía inmóvil, a más de un metro de distancia de el a. Marguerite sabía por experiencia que una vez inmóvil, probablemente continuaría así durante un tiempo. Recordó la expresión de Chris, no es el planeta de la diversión, y suprimió unas ganas incoherentes de reír tontamente. Aquellos inescrutables ojos blancos la miraban a el a, o al menos en su dirección, y estuvo tentada de devolverle la mirada. Pero lo primero era lo primero, se dijo Marguerite. Sé una científica. (Eres una científica. Estás totalmente a salvo. Dos mentiras que daban fuerzas).

Examina tu entorno.

Estaba de pie, justo dentro del perímetro de la estructura en la que había entrado el Sujeto. Volviendo la mirada a través de sus arcos, Marguerite pudo ver la chocante proximidad del desierto, que inmediatamente englobó dentro del contexto de la geografía de UMa47/E: la meseta central de la placa continental más grande, lejos de cualquiera de los mares salados poco profundos, al extremo opuesto de la zona templada. Pero había mucho más que aquello. Había un cielo tan luminoso y blanco como la porcelana recién horneada; había una hilera de colinas basálticas que se perdía en la distancia; estaba la luz de un sol extraño, y sombras que se alargaban visiblemente conforme las miraba. Había un viento irregular que olía a cal y polvo. No era una imagen, sino un lugar: táctil, tangible, lleno de texturas.

Si no estoy aquí, se preguntó Marguerite, ¿dónde estoy?

El techo de aquella estructura la protegía de la luz directa del sol. «Estructura», pensó, era una de aquel as palabras equívocas tan queridas por la gente de Observación; pero ¿podía realmente llamarlo edificio?

No había muros propiamente dichos, solo una hilera tras otra de columnas (de color blanco azulado y rosa coral) alineadas en series de arcos irregulares que se unían para formar un techo. Más allá las sombras se oscurecían y se hacían impenetrables. El suelo era simplemente arena arrastrada por el viento. No se parecía nada a Villa langosta. Quizás l eve aquí desde hace siglos. Tocó la columna más cercana. Estaba fría y era débilmente iridiscente, como una perla.

Comenzó a sentir un hormigueo en la mano, y la apartó.


Por supuesto que todo aquello era imposible, y no solo porque ella estuviera respirando con normalidad en la superficie de un planeta inhabitable para los seres humanos. Las imágenes de los O/CBE de UMa47/E habían viajado a través de cincuenta y un años luz. Lo que los monitores habían recogido era casi literalmente historia antigua. No existía la simultaneidad, a no ser que los O/CBE hubieran aprendido a desafiar las leyes fundamentales del universo.

Quizás era mejor pensar en aquella experiencia como una suerte de realidad virtual. Observación participativa. Un sueño vívido. Aunque aquel andamiaje era endeble, le proporcionó el valor de mirar directamente al Sujeto.

El Sujeto medía una vez y media más que ella. Nada en su trabajo de observación la había preparado para aquella pura masa animal. Había sentido lo mismo la primera vez que fue a un zoológico, estando en octavo. Los animales que le habían parecido inocentes en la televisión habían resultado ser más grandes, más sucios, de peor olor y mucho más impredecibles de lo que había imaginado. Habían resultado ser tan desconcertantemente ellos mismos, tan indiferentes a sus preconcepciones…

El Sujeto era muy él mismo. Aparte de su postura bípeda, no había nada humano en él. No se parecía ni a un insecto ni a un crustáceo, a pesar de la ridícula etiqueta de «langosta» con la que lo habían bautizado.

Sus pies eran anchos, planos, con la piel parecida al cuero, y no tenían dedos ni uñas. Hechos para sostener, no para correr. Estaban cubiertos por el polvo y la suciedad de aquel largo viaje, y en algunos lugares la piel rugosa había sido erosionada hasta quedar lisa. Se preguntó si aquello le dolería.

Las piernas no eran más largas que las de ella, pero sí casi dos veces más gruesas. Había una masculinidad implícita en ellas, como dos troncos de árboles envueltos en cuero rojo. Las piernas se unían sin más complicación en la entrepierna, donde no había la compleja parafernalia sexual humana, aunque esto tampoco resultaba muy sorprendente: había mejores lugares para instalar los genitales, aunque nadie había demostrado nunca que el Sujeto o su especie poseyeran genitales del tipo convencional.

Su tórax se agrandaba hasta formar la figura de un disco gordo, al cual se adherían los brazos. Los brazos manipuladores eran delgados y flexibles, y estaban equipados en sus extremos con algo toscamente parecido a manos humanas (tres dedos con un dígito opuesto que funcionaba como pulgar), aunque las articulaciones eran todas diferentes. Los brazos de sujeción de alimentos, con la longitud imprescindible para l egar desde sus hombros a la boca, resultaban totalmente extraños, y eran tanto una mandíbula externa como un par adicional de extremidades. En lugar de manos, aquel os brazos secundarios poseían unas estructuras de hueso en forma de copa y hoja para cortar y moler el material vegetal.

La cabeza del Sujeto era una cúpula móvil con varil as de carne suelta donde la anatomía humana hubiese colocado un cuello. Su boca era una línea vertical rosa que escondía una lengua larga, rasposa y casi prensil. Sus ojos estaban casi tan separados uno del otro como los de un pájaro, dispuestos sobre un cartílago púrpura. Los ojos mismos no eran totalmente blancos, se dio cuenta Marguerite, sino pálidamente amarillos, del color de las teclas de un viejo piano. No había ninguna estructura interior visible en el ojo, ni pupilas ni córneas; los ojos quizás fueran haces de células sensibles a la luz, o quizás su estructura estuviera oculta bajo una superficie parcialmente opaca, como un párpado permanente.

Y la cresta naranja en lo alto de la cabeza, cuyo propósito nadie había sido capaz de dilucidar… En la Tierra aquellos órganos tenían normalmente una función de atracción sexual, pero en la especie del Sujeto difícilmente podía ser un rasgo de género, ya que todos los individuos la tenían.

El rasgo más prominente (o más prominentemente extraño) del Sujeto era la cavidad dorsal que recorría el centro de su tórax. Se había l egado a la conclusión, ampliamente compartida, de que se trataba de un orificio respiratorio. Era tan largo como el antebrazo de Marguerite, y se abría y se cerraba periódicamente como una boca sin labios que buscara aire. Ray, en uno de sus momentos más vulgares, le había dicho que se parecía a «una vagina infectada». Cuando se abría podía ver un tejido poroso similar a un panal de abejas, húmedo y amaril o. Unos finos cilios grises formaban una franja que bordeaba la abertura.

Estoy totalmente a salvo, pensó, pero estaba sinceramente asustada del Sujeto, asustada de su obvio peso, de la sustancia y de su implícita fuerza animal. Asustada incluso de su olor, un leve olor orgánico que era empalagosamente dulce e intensamente desagradable, como el olor de la cáscara de un cítrico ya verde por el moho.

Bueno, pensó Marguerite, ¿y ahora qué? ¿Fingimos que esto es un encuentro real? ¿Hablamos?

¿Podía hablar? El miedo le había secado la boca. Su lengua estaba tan entumecida que le recordaba a una bola de algodón.

—Me l amo Marguerite —susurró—. Ya sé que no lo entiendes.

Quizás no comprendiera ni tan siquiera el concepto de lenguaje hablado. Ella se quedó de pie mirándolo durante un buen rato. Quizás sus silencios quisieran decir muchísimo. Quizás él hablaba un lenguaje de inmovilidad.

Pero no estaba totalmente inmóvil.

Su abertura respiratoria se ensanchó un poco más y emitió un sonido que recordaba a una respiración dificultosa, casi inaudible. ¿Podría ser aquel o un lenguaje? Se parecía más a una respiración nerviosa.

Pero qué absurdo, pensó Marguerite, era estar al í, cualquiera que fuera aquel lugar, y por la razón que fuese, únicamente para hacer frente una vez más a la imposibilidad de la comunicación. No puedo siquiera saber si me está hablando o se está muriendo.

El Sujeto terminó su discurso, si es que se trataba de eso, exhalando una bocanada de aire que olía a leche agria.

Aparte de esto, todavía no se había movido.

Si todo aquello era una oportunidad, pensó Marguerite, y no simplemente una alucinación, se trataba de una oportunidad malgastada. Su miedo se entrelazaba con la frustración. Estar tan increíble, tan imposiblemente cerca de él…, y aun así tan lejos como siempre. A pesar de todo seguía muda, seguía sorda.

En el exterior, las sombras se alargaban hacia la caída la noche. El cielo pálido había pasado a ser más oscuro, de un color blanco más azulado.

—No comprendo lo que dices —confesó Marguerite—. Ni siquiera sé si estás diciendo algo.

El Sujeto exhaló y aleteó sus cilios.

Sí, ha hablado, dijo una voz.

No era la voz del Sujeto. El sonido provenía de su alrededor. De los arcos de perla, o de las sombras que había más allá.

Pero aquello no era lo más extraño.

Lo más extraño de todo era que la voz era exactamente igual a la de Tessa.

32

Elaine Coster siguió de cerca de Chris cuando este se dirigió a la puerta de salida de la clínica.

—Eh —dijo—. Espera… ¿Adonde crees que vas?

Sabía que estaba muy agitado por la desaparición de Tess y Marguerite. La enfermera de turno había compartido con Elaine la historia de las huellas de la niña, cómo se habían desvanecido de la nieve. Elaine odiaba pensar que Tess, que le había parecido una niña bastante agradable, estuviera fuera con aquel tiempo horrible. Pero la luz del día se abría camino con rapidez y no se debería tardar demasiado en encontrar a la niña, pensó Elaine, si Chris hacía un razonable ejercicio de paciencia. En cuanto a Marguerite…

—Me voy al Ojo con el coche —dijo Chris.

—¿Al Ojo? Lo siento, pero ¿para qué coño vas a ir? Ari dice que está siendo evacuado.

—No puedo explicarlo.

Elaine lo sujetó del brazo antes de que pudiera abrir la puerta.

—Vamos, Chris, puedes hacerlo mejor. ¿Piensas que Tess y Marguerite están en el Ojo? ¿Cómo es eso posible?

Por favor, pensó Elaine, que este no sea otro caso más de locura de Blind Lake.

—Tess no estaba sin más vagabundeando por aquí fuera. Sus pisadas van tan rectas como una regla, y apuntan directamente al Ojo.

—Pero, ¿las pisadas no se detienen?

—Sí.

—Entonces quizás haya vuelto a la puerta de la clínica. Ya sabes, volviendo sobre sus propias pisadas.

—¿Caminando de espaldas en la nieve? ¿En la oscuridad?

—Bueno, ¿y tú qué piensas? Si está en el Ojo, ¿cómo ha llegado allí? ¿Le salieron alas, Chris? O quizás se teletransportó. Quizás haya viajado en cuerpo astral.

—No pretendo comprenderlo. Pero la última vez que desapareció del colegio, es allí a donde fue.

—¿De verdad crees que ha caminado hasta al í con este tiempo?

—Caminar, no sé. Pero creo que está al í, creo que está en problemas, y creo que Marguerite querría que fuera a buscarla.

—¿También puedes leer mentes? Ari y Shulgin y un buen montón de personas están buscando a Tess y a Marguerite. Dejémosles hacer su trabajo. Son mejores en eso que tú. Chris, escucha, ¡escúchame! Tengo una llamada de uno de mis contactos de la fuerza de seguridad. Un puto batallón de equipo y personal militar acaba de aparecer en el acceso principal y se está acercando. ¿Lo entiendes? ¡El bloqueo se ha terminado! No sé qué es lo que viene después, pero con toda probabilidad Blind Lake será evacuada antes de esta noche. Tú, yo, Tess, Marguerite, todos. Yo me voy a la carretera principal, y quiero que vengas conmigo. Todavía somos periodistas. Aquí tenemos una historia.

Él le sonrió de una forma que a Elaine no le gustó nada, lastimosa y triste. Decidió que odiaba a todos los hombres jóvenes altos de ojos tristes.

—Quédatela tú, Elaine —le dijo—. Es tu historia. Tú eres la que la va a contar.


Elaine lo vio inclinarse para meterse dentro del coche, vio cómo se alejaba conduciendo a velocidad peligrosa a través de la nieve, que continuaba cayendo.

Sebastian Vogel estaba encajado en su sil a del vestíbulo, como un Buda en el asiento de un avión de pasajeros.

—Creo que al final lo he entendido.

Elaine estaba sentada a su lado, con aspecto cansado.

—Por favor. No más chorradas metafísicas. —Había cosas que necesitaba hacer: recoger su servidor y sus notas y l evarlas consigo, aunque algún burócrata quisiera confiscárselas; considerar enfrentarse con el mundo exterior, fuera lo que fuera en lo que se había convertido, con sus peregrinos y sus aeroplanos derribados, con sus bloqueos de carreteras al este de Mississippi.

—Desde Crossbank —dijo Sebastian— me he estado preguntando por qué te decidiste a aceptar este encargo. Una periodista científica veterana, contratada por una revista de Nueva York de clara segunda fila, para trabajar en un tema condenado a morir, compartiendo escenario con un teólogo extravagante y un chismoso desacreditado. Nunca me había parecido que aquel o tuviera ningún sentido. Pero creo que ya lo entiendo. Es por Chris, ¿no es cierto?

—Oh, que te jodan, Sebastian.

—Leíste su libro, seguiste su historia en la prensa, viste su testimonio en el Congreso. Quizás ya habías reunido pistas por tu cuenta sobre los problemas éticos de Galliano. Viste a Chris en la picota, y sabías que tenía razón a pesar de todos los atropellos que sufría y de su mala prensa. Sentías curiosidad sobre él. Quizás te recordaba a ti cuando tenías su edad. Aceptaste el trabajo porque querías conocerlo.

Aquel o hubiera sido menos molesto si no hubiera sido cierto. Elaine desplegó su mirada más fiera de «vete-al-diablo».

—¿Ha resultado ser una decepción? —dijo Sebastian—. ¿Como proyecto personal?

No tengo tiempo para esto, pensó Elaine. Se sentía mareada por la falta de sueño. Quizás pudiera quedarse al í sentada hasta que los soldados vinieran a por ella. Todo el trabajo importante ya lo había hecho y estaba guardado en su servidor de bolsillo, y solo se lo arrebatarían por encima de su cadáver.

—Cuando conocía Chris pensé que lo habían vencido. Era claramente infeliz, ya no escribía, era demasiado liberal con las sustancias químicas y arrastraba una carga de culpabilidad demasiado grande para él.

—No estoy seguro de que todo eso sea consecuencia de su experiencia con Galliano.

—Probablemente no. Solo pensé que…

—Tú querías ayudar —dijo Sebastian con suavidad.

—Sí. Soy una puta santa. Ahora cál ate la boca.

—Le querías dejar algo de tu cinismo.

—Él hubiera sido mejor periodista si hubiera aprendido a no preocuparse.

—Aunque quizás no hubiera sido mejor ser humano.

—No estoy discutiendo eso.

—Lo que él necesitaba, Elaine, y no quiero decir nada malo con ello, pero lo que necesitaba era algo que no estaba en tu poder darle.

—Habla el gurú. —Se mordió el labio—. Entonces, ¿qué piensas? ¿Piensas que lo ha encontrado? ¿Lo que sea que necesite?

—Pienso que lo está buscando ahora mismo —dijo Sebastian.


Chris condujo por la carretera hacia el Ojo esquivando a todos los coches que salían de al í. El personal nocturno dejaba el complejo, supuso él, conforme se iba extendiendo el rumor de que el bloqueo había acabado.

Incluso con la macilenta luz de la mañana la carretera resultaba peligrosa. Vio más de un coche abandonado en la cuneta, trabajadores con gruesos abrigos de invierno que hacían señales a sus compañeros de trabajo para que los acercaran a casa.

Condujo directamente hasta la entrada del Ojo, pasando junto al puesto de guardia vacío, donde encontró a Charlie Grogan conduciendo a los rezagados fuera del vestíbulo, hacia el frío aire de la mañana. El sonido de las sirenas golpeaba contra el viento, que soplaba con furia.

—Ni lo piense —le dijo Charlie cuando Chris le explicó lo que quería hacer—. El edificio ha sufrido un temblor de algún tipo durante la noche y desde entonces ha habido toda clase de fallos eléctricos y de comunicaciones. Tenemos unos protocolos estrictos para situaciones como esta. No puedo dejar entrar a nadie hasta que se revise la estructura del edificio. Y después de conseguir a un grupo de inspectores de evaluación tendremos que preocuparnos por el contenido de los criogénicos. —Parecía lúgubre—. Los O/CBE probablemente ya estén muertos.

—Tessa está dentro.

—Eso dice usted, pero realmente lo dudo mucho, señor Carmody. Nuestro personal de seguridad ha l evado a cabo una evacuación muy ordenada. De todos modos, ¿qué estaría haciendo Tessa aquí a las cinco de la mañana?

Buscar a la Chica del Espejo, pensó Chris.

—No sería la primera vez que entra sin ser vista.

—¿Tiene una razón de peso para creer que Tess está en el edificio?

—Sí.

—¿Quiere compartir esa información conmigo?

—Lo siento. Tendrá que confiar en mí.

—Yo también lo siento. Mire, aunque ella estuviera dentro, la gente de seguridad de Blind Lake se dirige hacia aquí. Quizás el os le puedan dar algún consejo.

—Charlie, debería comprobar esa información de nuevo. He oído que los hombres de Shulgin se han desviado hacia el acceso sur.

—¿Por qué? ¿Por esa historia de los militares que vienen?

—Llame a Shulgin. Pregúntele cuánto puede tardar en aparecer un destacamento de Seguridad.

Charlie suspiró.

—Mire, hablaré con Tabby Menkowitz y veré si puedo conseguir un voluntario para hacer una ronda…

—Si Tess ve a un extraño simplemente se esconderá. En una instalación tan grande, estoy seguro de que una niña de once años puede evitar que la capturen.

—¿Pero cree que saldrá cuando lo vea a usted?

—Creo que hay una oportunidad de que sea así.

—¿Qué se supone que va a hacer, mirar en cada habitación del edificio?

—La última vez la encontró en la galería de los O/CBE, ¿no es así?

—Sí, pero…

—Es en los O/CBE en lo que está interesada.

—Podría perder mi empleo —dijo Charlie.

—Llegados a este punto, ¿importa eso de verdad?

—Cielos, Chris… Si terminan por sacar su cuerpo de los escombros, ¿qué se supone que tengo que decir?

—Diga que no me ha visto.

—Ojalá fuera cierto. —El servidor de Charlie sonó en su bolsillo. Lo ignoró—. Lo voy a decir. Coja esto —le dio a Chris su casco de rayas amarillas—, hay un sensor en la parte superior. Le dará todo tipo de privilegios de entrada, si es que sigue funcionando la seguridad automática. Póngaselo. Y si no está donde cree que está, salga cagando leches de al í, ¿de acuerdo?

—Gracias.

—Y devuélvame el puto casco —le dijo Charlie.

33

En cuanto Marguerite identificó la voz de Tessa, la propia Tess salió de detrás (o de alguna forma, de dentro) de la columna iridiscente más cercana.

Pero no era realmente Tess. Marguerite lo supo al instante. Era la imagen de Tess, el mono vaquero y la camisa amarilla con los que Marguerite la había vestido a toda prisa para el trayecto hasta la clínica de Blind Lake. Pero Tess nunca había tenido aquel aspecto tan surrealísticamente perfecto, tan iluminado desde dentro, con la mirada tan despejada.

Aquel a era la Chica del Espejo.

—No tienes que asustarte —dijo la Chica del Espejo.

Sí, pensó Marguerite, creo que sí que tengo que estar asustada.

—Eres la Chica del Espejo —dijo tartamudeando.

—Tess me llama así.

—¿Qué eres entonces, en realidad?

—No hay una palabra fácil para eso.

—¿Me has traído hasta aquí?

—Sí.

—¿Por qué?

—Porque esto es lo que querías.

¿Lo era?

—¿Qué tienes que ver con mi hija?

—He aprendido mucho de Tess.

—¿Le has hecho daño?

—Yo no le hago daño a la gente.

Aquel a criatura, aquella cosa que se había apropiado de la apariencia de Tessa, también había dominado su dicción y su forma indirecta de hacer preguntas y responderlas.

—Tess dijo que vives en el Ojo. En los procesadores O/CBE.

—Tengo una hermana en Crossbank —dijo la Chica del Espejo con orgullo—. Tengo hermanas en las estrellas. Casi demasiadas para que se las pueda contar. Tengo una hermana aquí. Nos hablamos las unas a las otras.

Aquel a conversación era demasiado extraña para ser real, decidió Marguerite. Tenía la trayectoria y el ritmo de un sueño, y, como un sueño, tendría que representarse hasta el final. Su participación no era necesaria, sino obligatoria.

Ursa Majoris 47 había comenzado a ponerse en el horizonte, arrojando largas y complejas sombras sobre el laberinto de arcos.

—Este planeta está a años y años luz de la Tierra —dijo Marguerite, pensando en el tiempo, en el paso del tiempo, en la paradoja del tiempo—. No puedo estar aquí de verdad.

—No estás allí —dijo la imagen de Tess, señalando hacia el desierto—, estás aquí. Es diferente aquí. Más diferente cuanto más te adentras. Es cierto: si salieras de aquí, morirías. Tu cuerpo no podría respirar o continuar viviendo, y si contaras las horas, serían diferentes a las de Blind Lake.

—¿Cómo conoces Blind Lake?

—Nací allí.

—¿Por qué te pareces a Tess?

—Te lo he dicho. He aprendido mucho de ella.

—Pero, ¿por qué Tess?

La Chica del Espejo se encogió de hombros con un ademán de angustia típico de Tess.

—Ella conoció a mi hermana en Crossbank antes de que yo naciera. Podría haber sido otro. Pero tenía que ser alguien.

Como el Sujeto, pensó Marguerite. Podríamos haber cogido a cualquier individuo para seguirlo. Simplemente resultó ser él.

El Sujeto parecía ser indiferente a aquel a conversación, si es que su inmovilidad podía interpretarse como indiferencia.

—Vamos —dijo la Chica del Espejo—, habla con él. ¿No era eso lo que querías hacer?

Básicamente sí, pero nunca había sido más que algo con lo que soñar despierta. No sabía cómo empezar. Volvió a girarse hacia el Sujeto.

—Hola —dijo, sintiéndose idiota, con la voz quebrada.

No hubo respuesta.

Miró con impotencia a la Chica del Espejo.

—Así no. Cuéntale una historia —sugirió la imagen de su hija.

—¿Qué historia?

—La tuya.


Es absurdo, pensó Marguerite. No podía contarle una historia sin más. Era una idea infantil, una idea propia de Tess. Ya llevaba demasiado tiempo al í. Ella no era como el Sujeto; no podía estar en un sitio indefinidamente. Todavía era un ser humano mortal.

Pero incluso con aquel os pensamientos en mente, sintió una oleada de calma que la envolvía. Era como sentir que acababa de meter a Tess en la cama, como arroparla y leerle (antes de que Tess se volviera demasiado sofisticada para el o) algo de aquellos viejos y extraños libros para niños que había encontrado tan fascinantes: El Mago de Oz, El Hobbit, Harry Potter. La fatiga de Marguerite desapareció (quizás era un hechizo conjurado por la Chica del Espejo); cerró los ojos y se encontró preguntándose qué le contaría al Sujeto sobre la Tierra, no su historia ni su geografía, sino su propia experiencia de el a. Qué espantosamente extraño le debería de parecer. Su propia historia: nacida de la manera habitual en la biología humana de sus padres humanos, sus recuerdos que surgían difusamente entre una neblina de cunas y sábanas; aprender su nombre (había sido «Margie» durante los primeros doce años de su vida); arrojada al tedio, al terror, a los extraños juguetes de la escuela (la señorita Marmette, el señor Foucek, la señora Bland, las severas deidades de primer, segundo y tercer curso); el ciclo de las estaciones, el nombre de los meses, septiembre y el colegio, noviembre y los primeros días verdaderamente fríos, enero oscuro y a menudo doloroso, los meses tormentosos y el deshielo de antes de junio, julio, cálido y l eno de promesas, las efímeras libertades de agosto. Los dramas de la niñez: apendicitis, apendicectomía, gripe, neumonía. Amistades que comienzan, que continúan, que terminan. La creciente consciencia de sus padres como dos personas separadas que hacían más que atender a sus necesidades: su madre, que cocinaba y limpiaba la casa, que leía libros enormes y tejía chales con escenas (de poblados rurales abstractos, teóricamente hispanos, empapados de luz clínica). Su padre, distante e igualmente aficionado a la lectura, un pastor presbiteriano sonoro señor de los domingos pero bondadoso y dulce en el hogar, que a menudo le había parecido a Marguerite un hombre solitario, solitario por Dios, solitario por la profunda arquitectura del cosmos, la estructura de significado que imaginaba cuando leía los Evangelios sinópticos, y en la cual, le confesó a el a una vez, nunca había podido creer de verdad. Su propia curiosidad sobre el mundo, sobre su lugar y su tiempo y su espacio en la naturaleza, una curiosidad estrictamente científica, al menos como el a entendía la «ciencia» de reportajes de televisión y de novelas especulativas: lo bien que se sentía al gobernar lo que generalmente se conocía como planetas, lunas, estrellas, galaxias, así como sus límites, saboreando incluso las cuestiones sin respuesta porque estaban compartidas, reconocidas y se ponían en tela de juicio sistemáticamente, al contrario que la frágil religiosidad de su padre, sobre la cual él era reacio incluso a hablar. La fe, había conjeturado el a, era como un antiguo juego de té, bonito y antiguo, pero que no debía ser expuesto a la luz o el calor. Era consciente también de lo orgul oso que él se sentía por la larga lista de sus logros (nada más que sobresalientes en todo menos en Música y Educación física, donde su torpeza la traicionaba; las medal as de matemáticas y los premios de ciencias, las becas). Las repentinas indecencias de la adolescencia, explorando y comprendiendo el cuerpo femenino que había comenzado a sorprenderla de tantas formas, aprendiendo a identificar las manchas de sangre de su ropa interior con la biología de la reproducción, huevos y semillas y ovarios y polen y una cadena de actos carnales que la conectaban con el antepasado común a toda criatura viviente sobre la Tierra. Sus propios escarceos con el erotismo (un chico l amado Jeremy en la planta baja de su casa, mientras su madre daba una fiesta escaleras arriba; un chico de más edad en su dormitorio una noche de invierno cuando sus padres estaban atrapados en un aeropuerto en algún lugar de Tailandia a causa del monzón). Su temprana fascinación con las imágenes de O/CBE del planeta HR8832/B, con paisajes marinos como las ilustraciones de los grabados a color Victorianos de Mellville (Typee, Oomoo), una fascinación que la condujo a la Astrobiología. La beca de Princeton (en su graduación, su madre había l orado con orgullo, pero aquella noche había sufrido el primero de una serie de ataques de isquemia que culminarían en una crisis mortal un año más tarde). Asistiendo con su padre al funeral, obligándose a permanecer erguida cuando lo que quería era caer al suelo y hacer que el mundo desapareciera. Su primera relación larga de verdad, en la universidad, con un hombre llamado Mike Okuda, que también estaba obsesionado con las imágenes de los O/CBE y que una vez le confesó que cuando hacían el amor fantaseaba con que él estaba bajo la vigilancia invisible de seres de otros mundos. El dolor de la separación cuando él aceptó un trabajo en la costa oeste diseñando tecnología de efectos de vestíbulos, y la consiguiente comprensión de que nunca tendría un flechazo, sino que tendría que construir el amor a partir de sus partes constitutivas con la ayuda de un compañero voluntarioso. Su aprendizaje en Crossbank, elaborando sistemas provisionales de clasificación de especies de plantas basados en las imágenes obtenidas del departamento de Observación (los peristemos de cuatro lóbulos, la pálida raíz primaria expuesta por una tormenta). Su primer encuentro con Ray, cuando confundió la admiración que sentía por él con la posibilidad del amor, y la primera vez que intimaron físicamente, sintiendo en Ray una desgana que bordeaba la aversión, y por la que se había culpado a sí misma. La erosión de su matrimonio (su implacable vigilancia y sus sospechas, poniéndole en cuestión incluso las visitas a amigos enfermos, su reserva durante el embarazo), y las cosas que la sostuvieron durante aquellos tiempos difíciles (su trabajo, los largos paseos fuera de casa, el peso de las puestas de sol invernales). Cómo rompió aguas, el parto, dar a luz mareada y sedada en una habitación de hospital mientras Ray, fuera en el pasillo, discutía a voz en grito con una asistente de la enfermera. El milagro y la fascinación con Tessa, el sentir algo de divinidad (como podría haber dicho su padre) en el intercambio de roles, la hija convertida en madre, observar lo que una vez ella misma había experimentado. Su creciente frustración cuando el complejo de Blind Lake comenzó a obtener imágenes de un nuevo mundo habitado mientras ella continuaba catalogando algas marinas y flores lacustres. El divorcio, la amarga disputa por la custodia, un creciente miedo físico de Ray que despachó rápidamente como paranoico, pero que debería haber tomado en serio: él era una auténtica serpiente. El traslado a Blind Lake, la satisfacción y la soledad, el bloqueo, Chris…

¿Cómo podía traducir todo aquello en palabras? La historia no era una historia. Era fractal, historias dentro de historias, desenvuelve una y las desenvolverás todas, quod est superius est sicut quod est inferius… Y, por supuesto, el Sujeto no lo comprendería.

—Pero lo hace —dijo la Chica del Espejo.

—¿Hacer el qué?

—Él lo comprende. Una parte de todo, en cualquier caso.

—Pero no he dicho nada.

—Sí. Lo has hecho. Lo hemos traducido para ti.

Aquel uso mayestático de la primera persona del plural era interesante. La Chica del Espejo y sus hermanas de las estrellas, supuso Marguerite… Pero el Sujeto todavía permanecía inmóvil.

—No —dijo la Chica del Espejo con la voz de Tessa—, está hablando.

¿Era eso cierto? El orificio ventral se flexionaba, y sus cilios comenzaron a ondularse siguiendo el movimiento del trigo bajo el viento. El aire comenzó a oler de repente a alquitrán caliente, a regaliz, a leche rancia.

—Puede estar hablando. Pero sigo sin entenderlo.

—Cierra los ojos y escucha.

—No puedo oír nada.

—Tú escucha.


La Chica del Espejo la cogió de la mano y el conocimiento la inundó: demasiado conocimiento, un tsunami de conocimiento, demasiado para organizado o comprenderlo.

—Es una historia —susurró la Chica del Espejo—, tan solo una historia.

Una historia, pero ¿cómo la podría contar si ella misma no podía entenderla? Una tormenta rugía en su cabeza. Ideas, impresiones, palabras tan evanescentes como sueños, susceptibles de desaparecer si no las fijaba de golpe en su memoria. Desesperada, pensó en Tess: si aquello era una historia, ¿cómo se la contaría a el a?

El impulso organizador le sirvió de ayuda. Se imaginó junto a la cama de Tessa, narrándole la historia del Sujeto. Fue dado a luz… Pero esa no era la palabra exacta; sería mejor decir «se le introdujo en la vida». Fue introducido en la vida… No.

A comenzar de nuevo.

El Sujeto…

La persona que conocemos como el Sujeto…


La persona que conocemos como el Sujeto estaba viva (se imaginó diciendo Marguerite) mucho antes de que fuera nada parecido a aquello en lo que se iba a convertir, mucho antes de ser capaz de pensar o de recordar. Hay criaturas (recuerda esto, Tess) que viven en los muros de los grandes zigurats de piedra de la Ciudad, en madrigueras ocultas. Animales pequeños, más pequeños que gatitos, y en un grandísimo número, que viven en sus escondrijos como diminutas ciudades dentro de la propia Ciudad. Aquellos animales nacen y quedan en una situación de desprotección, como los mamíferos o los marsupiales. Salen de sus guaridas de noche y se alimentan de la sangre del Sujeto y su especie, y después regresan, antes del amanecer, a los muros. Viven, mueren y procrean entre ellos, y normalmente eso es todo. Normalmente. Pero una vez cada treinta años, años tal y como se calculan en UMa47/E, la gente del Sujeto produce en su cuerpo un tipo de virus genético que infecta a algunas de las criaturas que se alimentan de ellos, y las criaturas infectadas cambian de forma dramática. Así es como la especie del Sujeto viene a la vida: como una infección viral en otra especie. (En realidad no se trata de una infección: es una simbiosis, ¿conoces esa palabra, Tess?, una simbiosis iniciada hace millones de años, o un dimorfismo sexual l evado a su extremo más radical; la especie del Sujeto ha debatido sobre esta cuestión sin l egar a ninguna conclusión definitiva.) El Sujeto comenzó su vida de esta forma. Era uno de los varios miles de seres que de pronto resultaban demasiado grandes y extraños para regresar a sus madrigueras. Y como tal fue capturado y educado en el razonamiento, en un liceo situado a gran profundidad bajo la Ciudad, un lugar del cual guarda recuerdos muy queridos: el calor y la humedad de las aguas que se iban filtrando, el jolgorio en los pozos de comida; la evolución de su cuerpo en algo nuevo, grande y fuerte; el conocimiento que crecía espontáneamente en su cerebro y el que aprendía de sus tutores, entrando en una cámara nueva de su mente cada mañana. Su integración gradual en la vida diaria de la Ciudad, reemplazando a trabajadores que habían muerto o habían perdido sus facultades. El llegar a comprender que la Ciudad era una gran máquina y que él trabajaba para el bienestar de la Ciudad, de la misma forma que la Ciudad trabajaba incansablemente para él.

El comprender, también, el lugar de la Ciudad en la historia de su especie y en la historia del mundo. Había muchas ciudades como su Ciudad pero no había dos iguales, cada una de el as era única. Algunas eran ciudades mineras, otras eran industriales; unas eran lugares donde los ancianos y los enfermos iban a morir, ociosos e indolentes. Algunas eran ciudades extranjeras en continentes separados por mares poco profundos, donde las torres parecían gigantescos bloques de roca y se construían con ladrillos, o se excavaban en las laderas de las montañas. El Sujeto a menudo soñaba con visitar aquellos lugares y verlos por sí mismo. En su segundo ciclo de fertilidad había viajado más al á de su Ciudad del Cielo hacia el norte, hasta la Ciudad de las Flores de arenisca roja, sus socios comerciales, y hasta la Ciudad de la Inmensidad, ennegrecida por el humo, para después volver de nuevo al hogar. Y sabía que nunca viajaría más lejos, excepto en circunstancias extraordinarias y muy poco probables. Había aprendido que le gustaba viajar. Le gustaba la forma en que se sentía al despertarse en una fría mañana en las l anuras. Le gustaban las sombras de las rocas a la caída de la noche.

Sus ciclos de fertilidad significaban bien poco para él. Era consciente de que durante toda su vida iba a realizar únicamente una o dos contribuciones reales a la continuidad genética de la Ciudad; sus gametos virales, se combinarían con otros en los cuerpos de los alimentadores nocturnos para llegar a ser morfológicamente activos. Era una satisfacción abstracta, sin embargo, el darse cuenta de que había arrojado su propia esencia a un océano de probabilidades, de donde quizás volviera flotando, sin saberlo él, como otro ciudadano con ideas y olores nuevos y únicos. Le hacía pensar en el largo transcurso de la historia que había aprendido en el liceo. La Ciudad era antiquísima. La historia de su pueblo era larga y continuada.

Habían aprendido mucho a través de los milenios, azuzados por la naturaleza a sentir una adormecida curiosidad y a construir cosas con los dedos. Habían aprendido acerca de las rocas y la tierra, del viento y la lluvia, de los números y la nada, de las estrel as y los planetas. En algún lugar, en la luna más cercana de UMa47/E, yacían las ruinas de una ciudad que sus antepasados habían construido en la culminación de un ciclo particularmente inventivo, y después habían abandonado por resultar insostenible y antinatural. Habían destilado las esencias de los átomos. Habían construido telescopios que comprobaban las limitaciones de atmósferas, los metales y la óptica. Habían escuchado a las estrellas buscando mensajes, pero no habían recibido ninguno.

Y hacía mucho tiempo (Marguerite se imaginó a Tessa abriendo los ojos de par en par) habían construido unas frágiles pero casi infinitamente complejas computadoras cuánticas que habían explorado los mundos deshabitados más cercanos (justo como nosotros hicimos en Crossbank, se imaginó diciendo a Tess, ¡justo como en Blind Lake!). Y habían aprendido lo que nosotros estamos aprendiendo ahora: que las tecnologías con capacidad de razonar daban luz a formas de vida totalmente diferentes. Habían descubierto mundos más antiguos y más jóvenes que el suyo, mundos que habían seguido los mismos pasos. La lección era obvia.

Las máquinas que habían construido soñaban profundamente con la sustancia de la realidad, y soñando encontraban a otras como ellas.

Era, pensaba el Sujeto, un ciclo de vida muchísimo más lento pero tan inevitable como el ciclo vital de su propia especie: un drama de creación, transformación y complejidad desarrollado a lo largo de millones de años.

El Sujeto se lo imaginaba a menudo: los grandes días de las Ciudades Observadoras de Estrellas, sus telescopios cuánticos y las estructuras que habían nacido y crecido en hileras asombrosas a través de la superficie del planeta, estructuras como su especie jamás había construido ni planteado construir, estructuras como gigantescos cristales acanalados o proteínas enormes, estructuras en las cuales uno podía entrar pero no salir tan fácilmente, estructuras que eran conductos de la propia maquinaria viviente del universo, estructuras que estaban, ellas mismas, en algún sentido, vivas.

(Estructuras como aquel a, comprendió Marguerite).

Pero el Sujeto nunca había esperado ver una de aquellas estructuras por sí mismo. Hacía siglos que no crecía ninguna Ciudad junto a una de el as. El Sujeto y su especie habían aprendido a evitar las estructuras, las habían entendido como puertas abiertas a cámaras que desafiaban la comprensión. Construyeron sus Ciudades en otros lugares y reprimieron su curiosidad.

Aun y todo, el Sujeto se había preguntado a menudo sobre aquellas estructuras. Era perturbador pero fascinante pensar en su especie como un intermediario entre los irreflexivos alimentadores nocturnos y las criaturas que atravesaban las estrellas.

Aparte de aquellos sentimientos ocasionales, su vida gozaba de una sana uniformidad, una rutina cíclica que era perfecta, completa y satisfactoria. Reemplazó a un fabricante de herramientas moribundo en una fábrica bul iciosa y sirvió bien a su Ciudad. Todas sus horas eran satisfactoriamente iguales. Al terminar cada día pintaba un ideograma para representar lo que había sentido, pensado, visto y olido durante su ciclo de trabajo. Los ideogramas eran casi idénticos, como sus días, pero como sus días, no había dos iguales. Cuando cubría su cámara completamente de ideogramas, memorizaba la secuencia y entonces limpiaba los muros para continuar una vez más. Durante su vida había memorizado veinte secuencias completas.

Esto puede parecer tedioso (se imaginó Marguerite diciéndole a Tess), pero no lo era. El Sujeto, como todos los de su especie, estaba inmóvil durante largos períodos de tiempo, pero nunca estaba inerte. Su inmovilidad era rica en estímulos: los olores del amanecer y del atardecer, la textura de la piedra, las sutilezas de las estaciones, la forma en la que la memoria daba forma al silencio hasta que el silencio l egaba a ser generosamente pleno. En ocasiones sentía una extraña melancolía, que otros de su especie decían que constituía un remanente de su vida anterior como criatura nocturna sin raciocinio (nosotros lo l amaríamos «soledad»). Lo sentía cuando miraba desde los caminos en espiral de su torre hogar a todas las otras torres de la Ciudad, a los campos irrigados verdes y húmedos y las llanuras secas donde el viento agitaba el polvo en remolinos hacia el cielo emblanquecido. Era una sensación de yo quiero, yo quiero, un deseo sin objeto. Siempre se desvanecía rápidamente, dejando a su paso un sabor triste, picante y extraño.

Entonces, un día, una nueva sensación lo abrumó.

Las civilizaciones que dan luz a las estructuras de las estrellas nunca siguen siendo las mismas. (Sí, eso también nos afecta a nosotros: no sé cuánto vamos a cambiar, Tess, tan solo sé que nunca volveremos a ser lo que fuimos antes de este siglo). Cuando comenzamos a mirar a UMa47, las estructuras de las estrellas se fijaron en nosotros. Sintieron Blind Lake, nuestros O/CBE, la presencia de lo que para el os debió haber parecido una nueva mentalidad infantil emergente (no sé si la l amaron Chica del Espejo); sabían que estábamos observando al Sujeto, y después de no demasiado tiempo el Sujeto también lo supo. Llegamos a ser una presencia en su mente. (¿Te han enseñado ya en la escuela el principio de incertidumbre, Tess? En ocasiones, simplemente el observar una cosa cambia su naturaleza. No es posible mirar una cosa no mirada o ver una cosa no vista. ¿Lo entiendes?).

Al principio, el Sujeto siguió con su vida como antes. Sabía que lo estábamos observando, pero aquello era irrelevante. Estábamos muy lejos en el tiempo y en el espacio; no significábamos nada para la Ciudad del Cielo. Tan solo nos sentía como un ligero temblor en sus símbolos diarios, como un distante olor no familiar.

Pero comenzamos a interponernos entre el Sujeto y la cosa que más quería.

A causa de su extraña filogénesis, los miembros de la especie del Sujeto nunca se emparejan entre ellos, ni se unen formando parejas, ni se enamoran unos de otros. Su lealtad epigenética se debe a la ciudad donde han nacido. El Sujeto amaba a la Ciudad tanto de forma abstracta (como el producto de innumerables siglos de esfuerzo cooperativo) como por sí misma: por sus callejones polvorientos y pasillos elevados, sus torres soleadas, sus pozos de alimentación poco iluminados, sus coros de pisadas diurnas y los tranquilos silencios de la noche. La Ciudad era en ocasiones más real para él que la gente que vivía en ella. La Ciudad lo alimentaba y lo protegía. El amaba a la Ciudad y a su vez se sentía amado.

(Pero nosotros lo separamos, Tess. Lo hicimos diferente, y era una diferencia que los demás de su especie pudieron detectar fácilmente. Porque nosotros lo observábamos, y porque él lo sabía, el tipo de relación que mantenía con la Ciudad del Cielo cambió de repente; se sintió alienado, apartado, de repente solo de una forma que nunca había conocido. [Eso es: ¡solo porque nosotros estábamos con él!] Veía la Ciudad con ojos diferentes, y la Ciudad, sus pares, lo veían de forma diferente a él.)

Eso lo hizo infeliz. Pensaba cada vez más en las estructuras de las estrellas.

Las estructuras de las estrel as le habían parecido casi una leyenda, una historia que narrar. Ahora comprendía que eran reales, que las conversaciones entre las estrellas eran continuas, y que la suerte lo había elegido como representante de su especie. Comenzó a considerar el viajar hasta la más cercana de aquel as estructuras, que sin embargo estaba a una gran distancia, en el desierto occidental.

Era inusual para una persona de su edad hacer una peregrinación como aquella. Existía consenso sobre que, cuando un peregrino entraba en una estructura estelar, era asimilado por una inteligencia superior. Un destino poco atractivo para alguien joven, aunque en ocasiones los ancianos y los moribundos se animaban a realizar el viaje. El Sujeto comenzó a pensar que su destino había sido ligado a las estructuras de las estrel as, y comenzó a planear su propio viaje, de forma indolente al principio, más seriamente conforme iba sintiendo el ostracismo a causa de su singularidad, ignorado en los cónclaves de comida, infravalorado en su trabajo. ¿Qué más le quedaba por hacer? La Ciudad se había desenamorado de él.

Pero él amaba a la Ciudad, y le dolió terriblemente despedirse de ella. Estuvo una noche entera solo en un balcón elevado, saboreando el patrón único de luz y oscuridad, las sombras oscuras y sutiles de la luna en los caminos. Le parecía que lo amaba todo al unísono, cada piedra y adoquín, cada pozo y cisterna, cada chimenea l ena de hol ín y cada campo verde lleno de fragancias. Su único consuelo era que la Ciudad podría continuar sin él. Su ausencia quizás la heriría levemente (tendría que ser reemplazado), pero la herida sanaría rápidamente y la Ciudad, en su benevolencia, olvidaría que él había llegado a existir. Que era como debería ser.

Para él resultaba sencillo localizar la estructura estelar. La evolución había equipado al Sujeto y a su especie con la habilidad de sentir sutiles variaciones en el campo magnético del planeta: norte, sur, este y oeste eran tan obvios para él como «arriba y abajo» lo son para nosotros. El nombre que habían dado a la estructura de las estrellas contenía cuatro vocales suspiradas que definían su localización con la precisión de un GPS. Pero sabía que la marcha sería larga y penosa. Comió tanto como pudo, almacenando humedad y nutrientes en los forros de su cuerpo. Recorrió distancias moderadas cada día. Vio cosas que le provocaron curiosidad y admiración, incluyendo las ruinas bajo las dunas de una ciudad tan antigua que no tenía nombre, una ciudad abandonada eones antes de su nacimiento. A menudo se detenía a descansar. Sin embargo, hacia la mitad del viaje estaba débil, deshidratado, confuso y desconsolado.

(Creo que me compadece, Tess, por no haber amado jamás una Ciudad, de igual forma que yo estuve tentada de compadecerlo por no haber amado jamás a una criatura amiga).

Cuando encontró la estructura estelar le pareció menos amenazadora de lo que había supuesto, una aglutinación extraña pero polvorienta de nervios y arcos en cuyo centro, sabía él, una vez hubo un procesador cuántico, una máquina que sus antepasados habían construido en el cénit de su inteligencia. ¿Era realmente aquel su destino?

Comprendió más cuando dio un paso hacia su interior.

(Parte de todo esto no lo puedo explicar, Tess. No sé cómo hacen las estructuras estelares lo que hacen. No sé qué es a lo que la Chica del Espejo se refiere cuando dice que tiene «hermanas en las estrellas», y que esta estructura es una de el as. Creo que hay cuestiones que son terriblemente difíciles de abarcar para la mente humana).

El Sujeto comprendió que lo que le esperaba en el interior de la estructura era una apoteosis de algún tipo, su muerte física, pero no un fin para su ser.

Antes de que aquel o sucediera, sin embargo, sintió curiosidad por nosotros, quizás tanta como la que nosotros habíamos sentido por él.

Esa fue la razón por la cual la Chica del Espejo me condujo hasta él. Para saludar. Para contar una historia. Para despedirme.

(Una historia como esta. ¿Tiene algún sentido, Tess? Desearía que tuviera un final mejor. Y siento todas las palabras técnicas).

Era casi de noche sobre las llanuras occidentales. El cielo más allá de los arcos era de azul seda, cada vez más oscuro, y el color negro se abrió paso como una cosa viva en los cañones y bajo las terrazas de roca que miraban al este. Marguerite se sintió curiosamente soñolienta, como si las repercusiones de la sorpresa hubieran drenado toda su energía.

El Sujeto había terminado su historia. Ahora quería terminar su viaje. Quería ir al corazón de la estructura estelar y encontrar lo que fuera que lo esperara al í. Marguerite sintió su necesidad y de repente se vio reacia a dejarlo marchar.

—¿Puedo tocarlo? —le dijo a la Chica del Espejo.

Una pausa.

—Él dice que sí.

Extendió la mano y dio un paso hacia delante. El Sujeto permaneció inmóvil. La mano parecía pálida contra la rugosa textura de su piel. Descansó los dedos contra el cuerpo, sobre la abertura oral. La piel se sentía flexible al tacto, como la corteza de un árbol calentada por el sol. El Sujeto se elevaba sobre el a, y tenía un olor totalmente horrible. Se armó de valor y lo miró a los vacíos ojos blancos. Viéndolo todo. No viendo nada.

—Gracias —susurró el a—. Lo siento.

Pesadamente, con lentitud, el Sujeto se giró y se fue alejando. Sus enormes pies hacían sobre el suelo arenoso un sonido similar al crujir de hojas secas.

Cuando se hubo desvanecido en los tramos internos cubiertos de sombras de la estructura estelar, Marguerite, sintiendo que su tiempo al í se acercaba a su final, se arrodilló junto a la Chica del Espejo.

Qué extraño, pensó, era ver a aquella cosa, a aquella entidad, con la forma de Tess. Qué confuso.

—¿Cuántas especies inteligentes has conocido? ¿Tú y tus hermanas?

La Chica del Espejo torció la cabeza a un lado, otro gesto típico de Tess.

—Miles y miles de especies progenituras —dijo—, a lo largo de millones y millones de años.

—¿Las recordáis a todas?

—Sí.

Miles de especies inteligentes en mundos en órbita en torno a miles de estrel as. Vida, pensó Marguerite, en casi infinita variedad. Todos iguales. No hay dos iguales.

—¿Tienen algo en común?

—¿Algo físico? No.

—Entonces, ¿algo intangible?

—La capacidad de razonar es intangible.

—Algo más que eso.

La Chica del Espejo pareció considerar la pregunta. Quizás consultaba a sus «hermanas».

—Sí —dijo finalmente. Sus ojos eran brillantes, distintos a los de Tessa. Su expresión era solemne—: Ignorancia. Curiosidad. Dolor. Amor.

Marguerite asintió.

—Gracias.

—Ahora —dijo la Chica del Espejo— creo que necesitas ir a ayudar a tu hija.

34

La puerta del ascensor se abrió a los oscuros y parpadeantes espacios de la galería de los O/CBE, y Ray se quedó asombrado al ver que Tess lo estaba esperando.

Lo miró con los ojos interrogantes abiertos de par en par. Él bajó el cuchillo, pero resistió la tentación de esconderlo detrás de la espalda. Era difícil comprender el propósito o el significado de su presencia al í.

—Estás sudando —le dijo ella.

El aire era cálido. La luz, difusa. Los procesadores O/CBE estaban todavía a un pasillo de distancia, pero Ray creía sentir su proximidad, una presión contra los tímpanos, el peso de un dolor de cabeza. ¿Qué había venido a hacer? Matar la cosa que había erosionado su autoridad, derribado su matrimonio y corrompido la mente de su hija. Se sabía vulnerable: solo tenía un cuchil o y sus manos desnudas, pero podía arrancar un enchufe, cortar un cable o serrar un conducto de alimentación. Los O/CBE existían por consentimiento humano, y él iba a derogar aquel consentimiento.

Pero, ¿y si los O/CBE habían encontrado una forma de defenderse?

—¿Por qué quieres hacer eso? —preguntó Tess, como si él hubiera hablado en voz alta. Quizás lo hubiera hecho. Miró a su hija con ojos críticos.

—Tú no deberías estar aquí —dijo.

Tess extendió la mano, buscando la suya. Sus pequeños dedos estaban más calientes que el aire.

—Ven a mirar —dijo Tess—. ¡Vamos!

La siguió a través de una serie de barreras de seguridad desatendidas hasta la galería, hasta una plataforma de muros de cristal desde la que se dominaba la estructura de los procesadores O/CBE a sus pies, donde Ray se dio cuenta de que su plan de apagar las máquinas se había convertido en imposible y de que tendría que buscar otro curso de acción.


Dentro de los tanques O/CBE, las redes cuasibiológicas poblaban un casi infinito espacio-fase, conectado al mundo exterior (en principio) por la telemetría de unos interferómetros TPF, donde los Fourier conseguían unas señales degradadas que se convertían en estática; después (misteriosamente) se derivaba la información deseada por lo que los teóricos dieron en llamar «otros medios». Le habían hablado al universo, pensó Ray, y el universo había respondido. La serie de O/CBE conocía cosas que la especie humana podía tan solo adivinar. Y ahora habían l evado la interacción con el mundo físico a un nuevo nivel.

La cámara de los O/CBE, de tres plantas de profundidad, había sido una sala limpia al estilo de la NASA. Nada (aparte de los O/CBE) debería haber vivido allí. Pero a Ray le parecía, en aquel a luz difusa, que la cámara había sido invadida por… algo, si no vivo, al menos capaz de reproducirse, un crecimiento transparente que l enaba parcialmente el recinto de los O/CBE y que trepaba por los muros como la escarcha en una ventana en invierno. El fondo de la cámara, diez metros más abajo, estaba inmerso en un cristalino fluido gelatinoso que destellaba y se movía como la espuma del mar en la playa.

—Es por eso que los O/CBE pueden sobrevivir por sí mismos sin energía exterior — dijo Tess—: las raíces se hunden bajo tierra, consiguiendo calor.

¿A qué profundidad tenías que llegar para «conseguir calor» en una l anura nevada? ¿Cien metros? ¿Doscientos? ¿Hasta l egar al magma líquido? No era de extrañar que la tierra temblara.

¿Y cómo sabía Tessa todo aquello?

Era evidente que Tess había desarrol ado algún tipo de empatía con los O/CBE. Una locura contagiosa, pensó Ray. Tess siempre había sido inestable. Quizás los O/CBE estaban explotando aquella debilidad.

Y no había nada que él pudiera hacer al respecto. Los tanques estaban más al á de su alcance y su hija había resultado comprometida sin remedio. El conocimiento le sobrevino con la fuerza de un golpe físico. Cayó de espaldas contra una pared y se deslizó hasta sentarse sobre el suelo, con el cuchillo en la mano derecha.

Tess se arrodilló y lo miró a los ojos.

—Estás cansado —le dijo.

Era cierto. Nunca se había sentido tan cansado.

—¿Sabes? —dijo Tess—, no fue culpa de ella. Ni tuya.

¿Qué era lo que no había sido culpa de quién? Ray le lanzó a su hija una mirada desesperada.

—Cuando saliste del coche —dijo—; el que vivieras. Solo eras un niño.

Estaba hablando de la muerte de su madre. Pero Ray nunca le había contado a Tess aquella historia. Tampoco se la había contado a Marguerite, ni a nadie más en su vida como adulto. La madre de Ray (su nombre era Bethany pero Ray nunca la llamó nada más que madre) lo había l evado al colegio en el gran Ford de la familia, una clase de coche que ya no se veía, impulsado por una combinación de combustible biodiésel y células recargables que habían sido muy comunes después del conflicto Saudita, un vehículo patriótico donde siempre había estado orgul oso de que lo vieran. El coche era de un rojo vívido, recordaba Ray, rojo como un juguete nuevo y deseable, con la superficie resbaladiza del Teflón y bril ante como el esmalte. Ray tenía diez años y era muy consciente de los colores y las texturas. Llegaron al colegio y salió del coche; casi había llegado hasta la valla del patio (imagen: Academia Baden, un colegio privado para niños en un suburbio de Chicago surcado por hileras de árboles, un edificio de ladril os amarillos de aspecto anticuado pero por ello curiosamente actual y a la moda, dormitando bajo el calor de una mañana de septiembre) cuando se dio la vuelta para despedirse con la mano (con la mano en alto, escuchando las voces de los niños y el zumbido de alto voltaje de las cigarras), a tiempo de ver un camión del Servicio de Salud Itinerante Modesto y Fuchs (robado, como supo más tarde, por un adicto a la oxicontina que pretendía quedarse con los narcóticos de reserva que había dentro) que tomaba por el lado incorrecto de Duchesne Street y se dirigía directamente contra el costado del bril ante Ford rojo.

El patriótico Ford aguantó bien el impacto, pero la madre de Ray lo había visto venir y había intentado imprudentemente salir del vehículo. El camión Modesto y Fuchs la aplastó entre la puerta y el marco y la hizo saltar por los aires varios metros, dejando a Bethany Scutter en la cal e, con el abdomen abierto como las páginas centrales de un libro azul y rojo.

Ray, viendo aquel o desde la olímpica altura del incipiente impacto emocional, hizo ciertas observaciones sobre la condición humana que habían permanecido con él durante todos aquellos años: las personas, como sus promesas, eran frágiles y poco fiables. Las personas eran bolsas de gas y fluidos disfrazadas para su papel en la mascarada (Padre, Profesor, Terapeuta, Esposa), susceptibles de volver en cualquier momento a su estado natural. El estado natural de la materia biológica era la muerte en la carretera.

Ray no volvió a la Academia Baden en todo un año, durante el cual recibió la cortesía de su padre y todas las medicinas (farmacéuticas y metafísicas) para la melancolía que ofrecían las mejores clínicas. Se recuperó rápidamente. Ya había mostrado una predilección por las Matemáticas y se había sumergido en las ciencias inorgánicas, Astronomía y más tarde Astrofísica, donde las escalas de tiempo y espacio eran lo suficientemente grandes como para sostener una perspectiva adecuada. Se había alegrado secretamente cuando se probó que Marte y Europa carecían de vida: qué desagradable hubiera sido verlos a merced de la biología, podridos como una caja de naranjas de Navidad ya descompuestas en una esquina del sótano.

Hilos de escarcha trepaban como cascadas de color plateado por las ventanas de la galería de los O/CBE, consumiendo la luz, adoptando formas de columnas y arcos reminiscentes. Ray decidió que no debería haberle contado aquella historia a Tess. Si es que verdaderamente se la había contado. Parecía, en medio de aquella confusión, que el a se la había estado contando a él.

—Estás equivocado —dijo Tess—. Ella no murió para que pudieras odiarla.

Los ojos de Ray se abrieron de par en par. Sobresaltado y enfurecido por aquello en lo que se había convertido su hija, levantó de nuevo el cuchillo.

35

Está aquí, se dijo Chris. Bajó corriendo por las escaleras de emergencia hacia la galería de los O/CBE, consumido por un sentimiento de urgencia que no podía explicarse ni a sí mismo. Sus pisadas tableteaban las escaleras de hormigón como el sonido de una metral eta.

Ella estaba allí. El conocimiento era tan ineludible como un dolor de cabeza. El rastro de Tessa desvanecido en la nieve había sido como mucho una pista ambigua. Pero él sabía que estaba en la galería de los O/CBE con tanta seguridad como había sabido a dónde había ido Porry en la Noche de los Renacuajos. Era algo más que una intuición; era como si la información se le hubiera inyectado directamente en la sangre.

Quizás hubiera sido así. Si Tess podía desvanecerse en un aparcamiento cubierto de nieve, ¿qué más era posible? Lo que estaba ocurriendo allí debía de ser muy parecido a lo que había sucedido en Crossbank, algo enorme, aparentemente catastrófico, posiblemente contagioso y profundamente extraño.

Y Tess estaba en el fondo de todo aquello, y también lo estaba él, en menor medida. Llegó hasta una puerta donde se podía leer «NIVEL DE GALERÍA (RESTRINGIDO)». Se abrió con un simple toque, cortesía del transmisor de códigos de Charlie Grogan.

El Paseo gruñó a su paso, cambiante después del temblor de la mañana, sujeto a tensiones desconocidas. Chris sabía que la estructura era potencialmente insegura, pero su preocupación por Tess venció el considerable miedo personal.

No es que él no tuviera nada que hacer allí. La muerte de Porry le había enseñado que las buenas intenciones podían ser tan letales como la malicia; el amor era una herramienta torpe y poco fiable. O eso pensaba. Y aun y todo, ahí estaba él, a muchos kilómetros de Vil amierdahastaelculo, intentando desesperadamente proteger a la hija de la mujer por la cual se preocupaba profundamente (y que también había desaparecido; pero el temor que sentía por Tess no era extensible a Marguerite. Creía que Marguerite estaba a salvo. Una vez más, aquel o era un conocimiento sin fuentes comprobables).

El edificio gimió de nuevo. Las sirenas de emergencia tartamudearon y enmudecieron, y en el repentino silencio pudo escuchar voces que llegaban de la galería: la voz de una niña, probablemente la de Tessa; y la de un hombre, quizás la de Ray.


El universo entero está contando una historia, explicó la Chica del Espejo.

Tess se puso de cuclillas detrás de un enorme carrito con ruedas que contenía un cilindro blanco vacío de helio de dos veces su tamaño. La Chica del Espejo no estaba físicamente presente, pero podía escuchar su voz. La Chica del Espejo estaba respondiendo a preguntas que Tess apenas había comenzado a formular.

El universo era una historia como cualquier otra, le dijo la Chica del Espejo. El héroe de la historia se l amaba «complejidad». Complejidad nacía en la página uno, como una fluctuación en la primera simetría. Los detal es de su gestación (la síntesis de los quarks, su condensación para dar forma a la materia, la fotogénesis, la creación del hidrógeno y del helio) tenían menos importancia que el patrón: una cosa l egaba a ser dos, dos se convertían en muchas, muchas se combinaban de formas fundamentalmente impredecibles.

Como un niño, pensó Tess. Había aprendido aquella parte en la escuela. Una célula fertilizada pasaba a ser dos células, cuatro células, ocho células; y las células se convertían en corazón, pulmones, cerebro, persona. ¿Era aquel o «complejidad»?

Una parte importante, sí, dijo la Chica del Espejo. Era parte de una larga, larguísima cadena de nacimientos. Las estrel as se formaban en el frío universo en expansión; los antiguos corazones estelares enriquecían las nubes galácticas con calcio, nitrógeno, oxígeno, metales; las nuevas estrel as precipitaban aquellos elementos en planetas rocosos; los planetas rocosos, bombardeados de hielo por el disco creciente de su estrel a, formaban océanos; la vida surgía y comenzaba otra historia: células únicas se agrupaban en extraños colectivos, formaban criaturas multicelulares y después seres pensantes, seres lo suficientemente complejos como para contener la historia del universo dentro de sus cráneos calcificados…

Tess se preguntó si aquello era el final de la historia.

Ni de lejos, dijo la Chica del Espejo. Ni por asomo. Las criaturas pensantes creaban máquinas, dijo la Chica del Espejo, y sus máquinas se iban haciendo más y más complejas, y con el tiempo construían máquinas que pensaban y que hacían más que pensar: máquinas que debían su complejidad a una estructura de estados cuánticos potenciales. Culturas de organismos pensantes generaban aquellos nodos de una complejidad profundamente densa de la misma manera que las estrel as gigantes se desintegraban en singularidades.

Tess preguntó si esto iba a suceder allí, en los pasillos en penumbra del Paseo Globo Ocular.

Sí.

—¿Y qué sucede después?

Sobrepasa la comprensión.

—¿Cómo termina la historia?

Nadie puede decirlo.

—¿Es aquel a la voz de mi padre? —Era una voz que parecía venir del nivel de observación de la galería de los O/CBE, a donde Tess quería ir pero adonde le daba un miedo terrible acercarse.

Sí.

—¿Qué está haciendo aquí?

Pensar en morir, dijo la Chica del Espejo.


La galería de observación de los O/CBE era circular, al estilo de un anfiteatro quirúrgico, y Chris entró en el a por el lado opuesto de Ray. Pudo ver a Ray y a Tess tan solo como formas borrosas distorsionadas por los paneles de cristal que contenían la enorme cámara de los O/CBE.

El cristal debería haber sido más claro. Sin embargo, estaba oscurecido por lo que parecían cuerdas o columnas de escarcha. Algo catastróficamente extraño estaba sucediendo allí abajo, en el corazón de los tanques.

Se agazapó y comenzó a moverse lentamente a lo largo del perímetro de la galería. Podía escuchar la voz de Ray, suave y modulada, acunada en los ecos provocados por los muros circulares:

—Yo no la odio. ¿Por qué iba a hacerlo? Me ha enseñado una lección. Algo que la mayoría de la gente nunca llega a aprender. Vivimos en un sueño. Un sueño sobre superficies. Amamos tanto nuestra piel que no podemos ver nada bajo ella. Pero tan solo es una historia.

La voz de Tessa era antinaturalmente tranquila.

—¿Y qué más podría ser?

En aquel momento Chris pudo verlos a los dos a lo largo de la curvatura del muro de cristal. Se acuclilló inmóvil, observando.

Ray estaba sentado en el suelo con las piernas extendidas y la vista fija hacia delante. Tess estaba sentada en su regazo. Su mirada se encontró con la de Chris y le sonrió. Le brillaban los ojos.

Ray tenía un cuchillo en la mano derecha. La hoja descansaba sobre la garganta de Tessa.

Pero, por supuesto, no era Tess.

Ray se sentía como si se hubiera caído de un precipicio y como si cada impacto que sufría en la caída le provocara una herida irreparable; pero aquel era el golpe final, el duro encuentro con el suelo, la conciencia de que aquella cosa que había tomado por su hija no era Tess, sino el síntoma de su enfermedad. De las enfermedades de todos, quizás.

Aquel o era la Chica del Espejo.

—Has venido para matarme —dijo la Chica del Espejo.

Ray sostuvo el cuchil o contra la garganta. Tenía la voz de Tessa y el cuerpo de Tessa, pero sus ojos la traicionaban. Sus ojos y aquel conocimiento de su intimidad.

—Tú piensas que lo único que existe verdaderamente es el dolor —susurró el a—, pero estás equivocado.

Aquel o era demasiado. Apoyó el cuchillo en el hueco de la garganta en un acto imposible, un asesinato que no podía tener éxito, la ejecución de una fuerza primordial en la forma de su única hija, y apretó con fuerza para atravesar la piel pálida.

Esperaba sangre. Pero no la hubo. El cuchillo no encontró resistencia.

Ella se desvaneció como una burbuja que acabara de explotar.

Hubo otro temblor en la profundidad de la tierra, y las paredes de cristal de la galería de los O/CBE comenzaron a desmoronarse.


Pero no es realmente Tess, pensó Chris, y escuchó el sonido de unas pisadas corriendo presas del pánico a su espalda, y una pequeña voz gritando… No, aquel a sí que era Tess, corriendo hacia su padre.

Chris se volvió a tiempo de cogerla de los hombros y levantarla del suelo.

Tess pataleó y se revolvió en sus brazos.

—¡Suéltame!

Las paredes de cristal se vinieron abajo, abriendo el recinto de los O/CBE a la galería. Zarcil os de una sustancia nacarada comenzaron a serpentear a través del suelo, disponiéndose de forma simétrica. El aire apestaba a ozono. Chris observó a Ray, que luchaba por incorporarse y parpadeaba como un hombre que despertara de una pesadil a… o que despertara a el a.

Ray se acercó tambaleándose hasta la cámara de los O/CBE, en aquel momento un vacío abierto.

Agujas de materia cristalina se alzaban hasta el techo y lo atravesaban, desprendiendo a su paso una nieve de yeso. Las barras fosforescentes del techo se oscurecieron.

—Ray —dijo Chris—, eh, tío. Aquí no estamos a salvo. Tenemos que salir. Necesitamos llevar a Tess arriba.

Tess dejó de forcejear, esperando la reacción de su padre para actuar. Chris mantenía una mano firme sobre su hombro.

Ray Scutter miró al abismo que se abría frente a él. La cámara de los O/CBE era un pozo de crecimiento cristalino de tres plantas de profundidad, un barril lleno de cristales. Le lanzó a Chris una mirada rápida y desdeñosa.

—Obviamente no estamos a salvo. Esa es la puta cuestión.

—Quizás tengas razón. No quiero discutir contigo. Tenemos que llevar a Tess arriba. Necesitamos proteger a tu hija, Ray.

Ray pareció estar considerando la opción. Pero ya no tenía prisa. Les lanzó a ambos una larga mirada. A Chris le pareció que nunca había visto tanto cansancio en un rostro humano.

Después su expresión se relajó, como si hubiera resuelto un acertijo problemático. Sonrió.

—Hazlo tú —dijo. Y saltó al vacío.

Tess se liberó de la presa de Chris y corrió hacia el lugar donde había estado su padre.

36

El Sujeto había desaparecido, y con él desaparecieron los arcos de piedra luminosa de la catedral y las áridas altiplanicies de UMa47/E. Marguerite parpadeó inmersa en una repentina y confusa oscuridad. La oscuridad se convirtió en el perfil de la sala de conferencias sin ventanas de la segunda planta de la clínica de Blind Lake. Las rodil as se le doblaron. Se apoyó en una silla para mantenerse erguida. La pantalla de la pared era un rectángulo vacilante de estática sin sentido. Pérdida de inteligibilidad, pensó.

¿Cuánto tiempo había estado fuera? Dando por hecho que se hubiera ido en algún momento. Lo más probable era que nunca hubiera dejado aquella habitación, aunque cada célula de su cuerpo proclamaba que había estado en la superficie de UMa47/E, que había tocado la piel de cuero del Sujeto con sus dedos.

Aquel a sala vacía, la clínica, la mañana de nieve en Blind Lake, la locura de Ray: ¿cómo volver a ubicarse en aquel a historia? Pensó en Tess. Tess, abajo, en la sala de recepción con Chris, Elaine y Sebastian. Tomó aire con tranquilidad y se encaminó al vestíbulo.

Pero el pasillo estaba l eno de gente con trajes protectores blancos, gente que portaba armas. Marguerite se quedó absorta mirando sin comprender, hasta que dos soldados se acercaron a ella y la sujetaron por los brazos.

—Mi hija está en la planta de abajo —logró decir.

—Señora, estamos evacuando este y el resto de los edificios de la instalación. —Era una voz de mujer, firme pero no hostil—. Organizaremos a todo el mundo una vez hayamos terminado. Por favor, acompáñenos.

Marguerite reprimió su indignación al menos hasta llegar al vestíbulo de la clínica, donde se le permitió recoger su abrigo de invierno del respaldo de una silla. Después fue escoltada al exterior, a una mañana gélida, y situada con el pequeño grupo del personal de la clínica. No había rastro de Tess ni de Chris, y se le encogió el estómago.

Divisó a Sebastian Vogel y a Elaine Coster, que estaban siendo conducidos a un camión junto con otras diez personas. Les gritó, llamó a Tessa, pero Elaine fue empujada al interior del camión por un hombre con casco y Sebastian tan solo pudo señalar vagamente hacia el oeste, hacia el Paseo, visible en cuanto Marguerite estiró el cuel o, cal e abajo, al otro lado del centro comercial.

Tragó saliva.

Las torres refrigeradoras de hormigón habían desaparecido. No, no habían desaparecido, sino que estaban… encapsuladas, encerradas en un andamiaje de nudosas agujas plateadas, de minaretes y arbotantes cristalinos. La sustancia que lo envolvía todo iba creciendo a ojos vista, extendiendo brazos radiales como una enorme estrella de mar.

Tess, pensó. Mi niña. No permitas que mi niña desaparezca.

37

Tess permaneció al borde del abismo que había contenido los tanques O/CBE, y que en aquel momento era un agujero que bullía con el crecimiento de corales cristalinos. Durante una fracción de segundo Chris apreció la incongruencia de todo aquel o: Tess inmóvil con su mono polvoriento y su camisa amarilla brillante, mientras la galería evolucionaba a su alrededor; Tess mirando la grieta donde su padre había desaparecido.

Adonde, claramente, tenía tentación de seguirlo.

Se acercó a el a, hasta que la niña giró la cabeza y le lanzó una mirada de advertencia de inconfundible intención.

—Tess… —dijo.

—Ha saltado —respondió el a.

Entonces se escuchó un sonido en el aire, un sonido de cristales tintineando y quebrándose. Chris se esforzó en escucharla. Sí, Ray había saltado. ¿Debería reconocerlo?

Diez pasos más, pensó. Diez pasos y estaré lo suficientemente cerca como para cogerla y sacarla de aquí. Pero diez pasos era una larga distancia.

Las puntas de sus zapatos tantearon el abismo.

—¿Está muerto? —preguntó Tess.

Todo su instinto le dijo a Chris que iba a resultar muy difícil tranquilizarla. Quería la verdad.

La verdad:

—No lo sé. No puedo verlo, Tess.

—Acércate —dijo ella. Otro paso—. ¡No! Hacia mí no. Hacia el borde.

Chris se movió lentamente, de forma oblicua, intentando ganar espacio entre ellos sin alarmarla. Cuando alcanzó el pozo miró hacia abajo.

Los cristales pálidos se arrastraban hacia el borde de la cámara, pero los tanques de los O/CBE se habían perdido entre la niebla fosforescente de color plateado. No había ni rastro de Ray.

—Ella solo se está protegiendo —dijo Tess.

—¿El a?

—La Chica del Espejo. O como quieras l amarla. No podía seguir dependiendo de las máquinas para mantenerse a salvo. Así que ha tomado cartas en el asunto.

¿Estaba hablando Tess de los O/CBE? ¿Habían logrado regular su propio entorno y eliminar su dependencia de los seres humanos?

—No puedo verlo —se lamentó Tess—. ¿Puedes verlo tú?

—No. —Ray había desparecido.

—¿Está muerto?

Tess no estaba l orando, pero su angustia quedaba esculpida en su voz. Una palabra mal escogida podía alimentar su desesperación y hacer que cayera al vacío. Una mentira demasiado evidente tendría el mismo efecto.

—No lo sé —dijo él—. Yo tampoco puedo verlo.

Al menos había algo de verdad en aquello, pero también era una respuesta evasiva, y Tess le lanzó una mirada desdeñosa.

—Creo que está muerto.

—Bueno —dijo Chris sin aliento—, es lo que parece.

Ella asintió solemnemente, balanceándose.

Chris dio otro pequeño paso, acercándose. ¿Cuántos más de aquel os pequeños movimientos tendría que hacer antes de poder sujetarla y apartarla del borde del precipicio? ¿Seis? ¿Siete?

—A él no le gustaba la historia en la que estaba viviendo —dijo Tess. Advirtió que Chris se movía y le lanzó otra mirada de advertencia—. Yo no soy Porry, ¿sabes? No tienes que salvarme.

—Entonces aléjate del borde —dijo Chris.

—No lo he decidido todavía. Quizás si mueres aquí no mueres de verdad. Esto se está convirtiendo en un lugar especial. Ya no es el Paseo Globo Ocular.

No, pensó Chris, ya no lo es.

—La Chica del Espejo me cogería y me sacaría de aquí —dijo Tess.

—Aunque sea así, no habría posibilidad de regresar.

—No… Sin regreso.

—Porry no saltaría —dijo él.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo sé.

—Porry murió.

—Ella está… —Había estado a punto de negarlo, pero se detuvo a tiempo. Tess observó su rostro atentamente—. ¿Cómo sabes eso?

—Te oí decírselo a mi madre. —La última historia de Porry—. ¿Cómo murió? — preguntó.

La verdad. Fuera lo que fuera lo que significara aquello. ¿Dónde estaba la verdad, y por qué era tan seductora y tan escurridiza?

—No me gusta hablar sobre eso, Tess.

Ella cambió el peso de su cuerpo de un pie a otro, lentamente.

—¿Fue un accidente?

—No.

Tess devolvió la mirada al pozo.

—¿Fue culpa tuya?

Otro paso, infinitesimalmente más cerca.

—Ella… Yo lo podría haber hecho mejor. Debería haberla salvado.

—Pero ¿fue culpa tuya?

Aquel os recuerdos habitaban en un lugar oscuro. El novio asesino de Porry, llorando. Lo juro por Dios, no la tocaré. Es la puta botella, tío, no yo. El novio de Porry, en el último día de su vida, apestando a sudor de alcohol y prometiendo redención.

Y yo creí a aquel hijo de puta. Entonces, ¿fue culpa mía?

¿Cómo desenredar aquel monumento de dolor que había construido?: l orando la pérdida de su hermana con cada herida que él mismo se provocaba.

Tess quería la verdad.

—No —dijo Chris—, no. No fue culpa mía.

—Pero la historia no tiene un final feliz.

Un paso. Otro.

—Algunas historias son así.

Los ojos de Tess brillaron.

—Desearía que no hubiera muerto, Chris.

—Yo también lo desearía.

—¿Mi historia tiene un final feliz?

—No lo sé. Nadie lo sabe. Pero puedo intentar darle uno.

Las lágrimas rodaban por las mejil as de Tess.

—Pero no puedes prometérmelo.

—Puedo prometerte que lo intentaré.

—¿De verdad?

—De verdad —dijo Chris—. Ahora dame la mano.

La cogió entre sus brazos y salió corriendo de la galería, corrió hacia las escaleras, corrió contra el ritmo acelerado de su corazón, hasta que pudo sentir el sabor del invierno y percibir cuanto menos un atisbo de la luz del sol en el exterior.

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