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El Torotumbo hizo su entrada en la capital. Bandas, marimbas, sirenas, campanas, cohetería y ceremonias del encuentro, el saludo, la presentación y entrega de las llaves, entre los lengua de trapo de la ciudad, para quienes todo aquello no pasaba de ser una alegre fiesta de carnaval a destiempo, y los danzarines que llegaban en torrente de hombres de sangre comunicadas a través de ideas y sentimientos.

Al amparo de las ceremonias pasó la primera consigna a ocupar los lugares estratégicos señalados de boca en boca de los bailarines de piel quemante de ortiga, alfanjes de maguey y lanzas de caña brava, escuadrones de guerreros vegetales que hacían reír a los capitalinos, seguidos en formación cerrada por danzarines de máscaras de tierra cocida, de corteza de coco de piedra porosa más liviana que el agua, sus penachos de tres sangres, roja, verde, negra, y calzas de río de espejo que en su bailar parpadeante levantaban polvo de sueño bajo lluvia metálica de cascabeles dormidos.

Monótono, cercano, rotundo, percutía el corazón del Torotumbo en los cuatro ámbitos de la ciudad dorada al frío por el sol, compás de baile de guerra golpeando en una selva de árboles de troncos huecos los testuces de sus toros toropintos, de sus toros torozambos, de sus torostorotoros para sostener el avance de los bailarines que se apoderaban de los lugares señalados danzando con movimientos de sonámbulos despiertos bajo sus máscaras.

Instrumentos de fuego de madera, de fuego de metal, de fuego de cuero, de fuego de carey, de fuego de piedra quemábanle las manos a los que tocaban como fuera del tiempo, ceniza de volcán hecha música en la que los bailarines del Torotumbo al danzar se iban volviendo pueblo con la geografía de lo profundo bajo sus plantas y la vida del cielo sobre sus hombros.

Pero el hombre que se vuelve pueblo ruge como el mar y ése era el rugido que se oía en el caracol de la ciudad y que no escuchaban las gentes vestidas de carnaval que bailaban danzas extranjeras, paseaban en automóviles adornados y carruajes de flamantes caballos, soltaban globos desde sus patios o con el horror del populacho se aposentaban en los balcones que daban a la calle a mostrar dentaduras postizas reidoras, satisfechos de la fiesta y de sus personas que al cambiar los tiempos habían pasado del privilegio pretérito al bienestar dineroro. Ninguna alteración del orden, todo a compás. Ningún indicio de lucha, todo juglar, brillante. Color de fruta, las bandas de mensajeros que en sustitución de los que se desplomaban de fatiga, ocupados los lugares estratégicos, correteaban de un punto a otro llevando la consigna de sembrar la confusión entre los que eran y no eran autoridades, en el momento en que aparecieran en los lugares más visibles de la ciudad jefes militares, policías, magistrados, religiosos, forenses disfrazados en forma tan perfecta que se les pudiera tomar por auténticos, dudando de los que en verdad llenaban dichas funciones sólo porque tenían el vestido.

Un torrente de enmascarados arrancó de su casa a Tizonelli, asalto y captura que el italiano, sorprendido por las voces, las risas, los pitos, y matracas, tuvo por broma hasta que se vio fuera de su casa conducido casi en vilo a un jeep que arrancó velozmente. Por las corti-nillas de lona que el viento levantaba trató de orientarse hacia dónde lo llevaban, pero no le fue posible fijar la ruta viendo pasar retazos de edificios, árboles, postes, máxime que sus acompañantes, sin dejar de moverse, le mareaban con sus risas, chillidos y palabras ahogadas por las máscaras. La música de Torotumbo se oía cada vez más lejos, indicio de que se iban alejando de la ciudad a todo lo que daba aquella masa sólida, compacta, lanzada por calles empedradas. Perduto, se dijo con el aliento, prendido a alguno de los helados fierros del respaldo, apretados los dientes para no morderse la lengua en uno de los tantos saltos mortales del vehículo, y como si no le fuera bastante alentarlo, se lo respiró encima, perduto, cuando uno de los enmascarados dio a entender que lo llevaba a donde el jefe. En un país con más cuerpos de Policía que dedos en las manos, desde el infantil hasta el de los jaguares que cazaba campesinos a dentelladas de perro, no cabía duda que lo conducían ante alguno de los muchos verdugos policiales. Se puso un cigarrillo en los labios, aprovechando que el jeep estabilizaba su marcha sobre el camino en cuesta, pero, lejos de serenarse, el humo le radiografió las más negras sospechas en el cielo de la boca, regándole como sombra de sabor amargo, el pensamiento de que se hubiera descubierto el atentado. Perduto, no por él, qué importancia tenía un hombre más o menos en un mundo en que todos estaban jugando a la desesperada, sino por el trabajo realizado para hacer volar la casa del alquilador de disfraces. Desechó la idea, de haber descubierto algo iría esposado y lo habrían registrado al capturarlo, consolándose con la creencia de que lo llevaban para interrogarlo sobre lo de las listas de denuncias de comunistas o sospechosos de ideas rojas que le pasó Tamagás. Brevemente sopesó sus posibilidades de hombre duro para soportar cualquier tormento, ya que con aquella gente interrogar y atormentar eran sinónimos. Todo menos confesar, y prueba de que desafiaría cualquier tortura, era la indiferencia y hasta aparente jovialidad con que acompañaba a los enmascarados, riendo con ellos, para defender con los dientes, a mordidas de risa, lo que con tanto trabajo e ilusión puso en la cabeza de Carne Cruda, una bomba de fabricación casera que inflamada por el fuego purificador del padre Berenice estallaría con tal violencia que volaría con el demonio y al demonio su Ilustrísima, palidísima, flaquísima, el presidente Libereitor, el frinifrique papal, Fracas, el estudiante, Tamagás, el licenciado abúlico y grasoso, el propio Berenice, el Milico Chacal y el incógnito yanqui, el del capuchón y el silencio, ayudante de aquel embajador norteamericano que fue carcelero en Nuremberg. Y por si Carne Cruda se portaba mal y no acababa con ellos, la conmoción del estallido haría despertar de su sueño la nitroglicerina entrada en los cimientos de la casa que iba a volar en pedazos con todo y todo y tan eminentes personajes. ¡Ah, pero no iba a estallar ni a volar nada…! Perduto…! Perduto…! Después de capturarlo deben de haber desmontado aquellas máquinas infernales que con peligro de su vida colocó aprovechando los largos sueños de Tamagás, sometido a la acción de los cogollos de naranja con somnífero. Sólo pensarlo era horrible, horrible. No se presentaría otra vez la oportunidad de tener reunidos a los Comité, al arzobispo, al presidente y al nuncio. Se le secó la.boca, los dientes pesados como tornillos que se le iban saliendo y que no podía volver adentro con el destornillador de la lengua, y un sudor tiritante, helado, casi de mortaja, le empapó en-medio del día bochornoso. No sólo la desgracia de que el atentado hubiera sido descubierto, sino las consecuencias: perseguirían a los suyos, arrancarían la hortaliza, quemarían su casa, aunque esto era lo que menos le importaba desde que le decomisaron lo único de valor que tenía, la blusa de voluntario garibaldino que fue de su abuelo, prenda roja que lo condujo a la más ciega mazmorra de la penitenciaría, cuando lo capturaron la vez pasada por denuncia hecha ante el Comité, y prenda que también le valió la libertad al comprobarse que era un recuerdo de familia y no un regalo de Moscú. A él lo soltaron, pero la blusa no volvió. Marchaban hacia el Sur, hacia el mar, hacia el puerto. Lo echarían en el primer barco que pasara o, menos deportados y más desaparecidos, se lo echarían a los tiburones. Por eso iban enmascarados. Por eso esperaron para capturarlo a que estuviera solo en su casa. Su mujer y su hija se habían ido a pasar el día adonde el mayor de sus hijos. Lo que le costó que se fueran, sin que se dieran cuenta que él las sacaba, antes que el techo de la casa se les fuera a desplomar encima con la explosión. El jeep viró casi en ángulo recto, al apartarse de la carretera troncal, por un camino de tierra zigzagueante y pedregoso, saltando más que rodando sobre tarascadas de llantas sólidas, que, si no devoraban como los tiburones, molían en tal forma que cuando se llegaba a destino, difícilmente se encontraban los movimientos de las piernas y la cintura. Lo bajaron frente a un corredor, en un amplio patio, y se oyó taconear militarmente al que se adelantó por una puerta al interior de una habitación, en la que desde el umbral, donde él se detuvo con los otros, no se lograba ver nada de lo que ocurría dentro, tanta era fuera la luminosidad del día de diamante. Lo pasaron. Avanzó algunos pasos por un salón desnudo de muebles, especie de granero, las maderas de las ventanas cerradas sangrando luz por las rendijas, y a no creer lo que veía, a manotear frente a sus ojos para disipar lo que se le antojó un sueño. Sin careta ni disfraz, le esperaba en actitud de jefe, uno de los que él salvó de caer en manos de la Policía, valiéndose de las listas de Tamagás. Y todos, la mayoría al menos de los que le rodeaban, habían escapado de la cárcel, y quién sabe de qué torturas, por el camino de las preciosas listas.

El jefe cortó efusiones y abrazos para decir al calabrés:

– Señor Tizonelli, le hemos hecho venir…

– Y venía que no me llegaba la camisa al cuerpo…

– Fue una pesadería, no sé por qué no se dieron a reconocer los muchachos.

– Pero ya estoy aquí, ¿de qué se trata…?

– De pedirle su ayuda. Nuestros efectivos disfrazados de bailarines ocupan ya los puntos claves que se les señalaron y vamos a dar el asalto; pero a última hora hemos sido informados por nuestros servicios especiales que se van a reunir en casa del alquilador de disfraces, los miembros del Comité, el arzobispo, el presidente, el nuncio y necesitamos capturarlos. -¿Capturarlos?

– Sí, capturarlos -repitió el jefe, entre mordaz y enérgico, tomando la extrañeza de Tizonelli por cobardía o simple no querer mezclarse en un asunto de peces tan gordos-. Si logramos la captura de esas personas, señor Tizonelli -trató de convercerlo-, se ahorrará mucha sangre, muchos sufrimientos, menos vidas sacrificadas, y como usted es vecino de Tamagás y tiene acceso a su casa, sin despertar sospechas…

– A recoger sus pedazos me tienen que ayudar ustedes… ¡Qué capturar! -precipitó Tizonelli sus palabras, al fin encontraba a quién gritarle el secreto.

– No entiendo… -exclamó el jefe, cuyo cigarrillo al encenderse y apagarse en sus labios, era como un tercer ojo sobre la cara blanca del italiano.

– ¡Sí, sí, a recoger los pedazos, si algo queda de ellos, que creo que no va a quedar nada!

El jefe se retiró el cigarrillo de los labios y tragó saliva, antes de hablar. Todos seguían en palpitante silencio

la escena, respirando corto y palpitando largo ante la tremenda revelación del calabrés.

– Explíquese, señor Tizonelli, es muy grave lo que usted nos da a entender…

Benujón sacó el pecho y con la cara levantada informó de las máquinas infernales montadas en la cabeza de Carne Cruda y bajo la casa de Tamagás. Oportunidad única. Al quemar al Diablo en el fuego purificador, se inflamará su cerebro, bombazo que hará saltar la casa, pues la dinamita es una tía tan delicada…

– Siempre necesitaremos de su ayuda para capturarlos -cortó el jefe- porque esas máquinas de muerte las vamos a desmontar en seguida.

– ¡Ma, no entiendo lo que dice!

– ¡Así como lo oye, desmontarlas!

– ¡Cómo desmontarlas, echar a perder mi trabajo y desperdiciar la ocasión de que estén todos juntos!

– ¡No perdamos tiempo!

– ¡Pero si van a estar el presidente, el arzobispo, el nuncio y los del Comité, toda gente de primerísima…! -¡Hay que capturarlos!

– ¿Capturarlos para qué, si se puede salir de ellos ahora, ahora mismo?

– ¡No se discuten las órdenes! Con esas explosiones lo único que haremos es alarmar a los cuarteles y todo se habrá perdido. Van a masacrar a nuestros bailarines… Por esas vidas, señor Tizonelli, hay jóvenes, mujeres, muchos de los que aparentemente están bailando no tienen veinte años. Por ellos se lo pido…

– Vamos… -bajó la cabeza Tizonelli, después de un breve silencio-, pero temo que no lleguemos a tiempo,

cuando yo salí de casa del alquilador de disfraces, antes de que me capturaran estos amigos, ya estaban llegando los invitados.

– En todo caso daremos la orden de empezar el ataque, si ocurre la explosión.

Volvieron a la capital devorando. camino, no en el jeep, sino en un automóvil adornado, como para un paseo de carnaval. La orden era evitar el atentado y capturar vivos a los del Comité y a los invitados.

Tizonelli no se daba por vencido y se decía: No comprendo a estos revolucionarios que quieren al enemigo vivo, no muerto, vivo, y que prefieren la justicia a la venganza… rivolucioni diportivi, vencer en buena lid, caballerosamente, ja, ja… rivolucioni diportivi…!

Por la carretera se desplazaron a toda velocidad, las rutas de acceso a la capital estaban casi desiertas, como en los días de fiesta, pero en llegando a la ciudad hubo que reducir el empuje y no tardaron en quedar atrapados en una esquina, al paso de los bailarines, enhiestos, osados, castigantes, que se dirigían a la Plaza de Armas bailando el Torotumbo, al compás de tunes y tambores, bajo lluvias torrenciales de confeti, serpentinas, serrines de colores, entre cordones interminables de cientos, de miles de cabezas y pechos de personas alineadas en las aceras, cauces humanos que hervían en aplausos, en gritos, en espuma de gana de seguirlos al contagio del ritmo belicoso, mares que al crecer aumentaba la ágil desproporción entre los pies de los bailarines, tobillos de colibrí, y la multitud que se movía con ellos, como un toro sobre sus pezuñas.

Rivolucioni diportivi! se repetía Tizonelli, incesantemente, ma che ¡el enemigo vivo… el enemigo muerto!, balanceaba la cabeza, el enemigo vivo es peligroso, el enemigo muerto es perfecto, y petrificaba su protesta en la inmovilidad más rencorosa junto al agitarse de sus acompañantes que molían con espaldas y fondillos, en sus asientos y respaldos, su desesperación por llegar antes que se produjeran las explosiones en casa del alquilador de disfraces, a sabiendas de que eso era imposible si seguían bloqueados entre la muchedumbre y los bailarines que aparecían por todos lados, igual que burbujas de agua azul, de agua verde, de agua roja, de agua amarilla, danzando al compás de tambores gigantes fabricados con cueros de toros de lidia, toros-tambores que lanzaban relámpagos hacia delante, truenos hacia atrás y lluvia con sonido de sangre a los costados, toros-tambores de piel de plata robado a las curtiembres de la luna, donde amontonábanse en manchas y sombras, la crin y la pelambre de las reses muertas.

Dos, tres veces, el que los comandaba, sentado al lado del chófer, se llevó la mano a la muñeca, después de consultar la hora, apretándola contra el reloj, como para detener el tiempo que se le iba por entre los dedos, se le iba, se le iba, pulso en sus venas, marcha de insecto en el instantero, cuero y madera de los tambores y los tunes, troncos de árboles huecos vibrando, como huesos de razas vegetales vaciados de sus medulas y sonoros por la ausencia de lo que volvía a estar presente al compás del Torotumbo.

El automóvil seguía en el mismo lugar, con Tizonelli petrificado, revolucioni deportivil, y sus acompañantes moviéndose, cada vez más inquietos, menos controlados, lo que no dejaba de ser peligroso, pues no faltarían espiones entre el público que al observarlos, presas de aquella nerviosidad, los seguirían para inquirir la causa. Las cabezas atrás para ver por la ventanilla de la capota si había esperanza de que pasara aquel mar de gente, las cabezas adelante entresacando los ojos por el parabrisas, con un ligero quiebre de nuca al agacharse a mirar a los bailarines, las caras a las ventanillas, juntas las piernas, separadas las piernas, un pie sobre otro, un pie lejos del otro, las manos prensadas entre las rodillas y la exasperación, las uñas en los dientes, las uñas en las uñas, las uñas en el pecho, rascándose del lado del corazón que en momentos de angustia come como una vieja cicatriz.

Por fin acabaron de pasar los bailarines y el automóvil se puso en marcha tratando de abrirse camino a bocinazo limpio entre la masa humana que abandonaba la calle compacta, pegajosa, con hedor de manteca caliente, pero avanzaba tan despacio que los acompañantes de Tizonelli, desesperados por llegar, se salían de los asientos, como si adelantándose ellos, el vehículo fuera a ir más veloz, cuando pasaba lo contrario, poco a poco se había ido quedando inmóvil, detenido por avalanchas de gente que acabó por cubrirlo, asalto de comparsas que subían a los estribos para rodar, imaginariamente, porque no pasaban del mismo sitio, cortinas humanas que de lado y lado les robaban el espectáculo de juglares tiznados con hollín, tarascas, toreros, payasos, gigantes, todo el tren de carnaval déla cuidad acompañando a los bailarines toronegros, torozambos, toroprietos, toropintos, torostorostorostoros que machacaban el suelo

como si quisieran hendir la tierra, atravesarla y en su antípoda encontrarse todavía bailando el Torotumbo. ¿Llegarían o no llegarían…?, se preguntaban a cada momento el calabrés y sus acoquinados acompañantes. Las mismas palabras eran para Tizonelli inquietante querer adivinar, interrogándose, si habían concurrido o no a casa de Tamagás, los invitados del padre Berenice, si habían llegado o no el arzobispo, el presidente Libereitor, el nuncio, y para sus compañeros duda de si al paso en que iban llegarían a tiempo para evitar las explosiones y capturarlos vivos, lo único que se esperaba para dar la orden de asalto a los cuarteles, telégrafo, correos y palacio, ya todo estratégicamente rodeado por los bailarines, al compás del Torotumbo, ¿Llegarían o no llegarían… los invitados? ¿Llegarían o no llegarían a tiempo de evitar el estallido de la bomba en la cabeza de Carne Cruda y la dinamita bajo la casa del alquilador de disfraces?

¿Pero no era ya la catástrofe aquel avanzar por metros a costa de largas esperas…? Dieron la voz de abandonar el automóvil y seguir a pie por entre aquella muchedumbre de angustioso color de agua sin fondo. Accionaron los picaportes de las portezuelas, prestos a salir, las comparsas que seguían en los estribos, saltaron para darles paso, pero en ese momento logró escurrirse el automóvil hacia una callejuela lodosa por el rebalse de una pila de lavaderos públicos. Trataban de ganar la 12 Avenida, estaría más despejada, y seguir hacia el Norte a toda máquina. ¿Llegarían o no llegarían los invitados…? ¿Llegarían o no llegarían ellos a tiempo…? En la 12 Avenida no era tanto el movimiento de bailarines y comparsas, cuanto de hombres, mujeres y niños que se desplazaban por las aceras y por en medio de la calle, ansiosos de ganar alguna esquina para ver pasar el Torotumbo.

El automóvil sorteaba a los peatones. El sol de media tarde se regaba oblicuo y majestuoso.

– ¡Ya el padre Berenice -se dijo Tizonelli- estará al final de su filípica contra el comunismo, representado por Carne Cruda, violador de la Patria, en el cuerpo de Natividad Quintuche, una indiecita… ya en el patio de Tamagás, donde se amontonó gran cantidad de leña, arderá el fuego purificador… y ya de un momento a otro sacarán al Diablo para arrojarlo a la hoguera!

Cerró los ojos aterrorizado de sólo imaginar lo que ocurriría si echaban a Carne Cruda en el fuego, pero no pudo apartarse de su visión y aleteantes las narices, duros los dedos en las manos empuñadas que pesaban como martillos sobre sus rodillas, siguió imaginando con los ojos cerrados, mientras rodaba el automóvil, a los miembros del «Comité de Defensa contra el Comunismo», como hormigas que se acercaban a la hoguera con un escorpión de sangre a cuestas. Se representó a Tamagás, al padre Berenice, a Fracas, a Teotimo, al Milico Chacal, al yanqui del capuchón, a los dos invitados de sendas lilas, arzobispales y al entorchado fantoche presidencial, triste, intestinal, con las pestañas largas y las ojeras del árbol en que se ahorcó judas. Pero no pudo retener sus pupilas y en el instante en que vio o creyó que iban a entregar a las llamas al enorme Carne Cruda, muñeco de cuernos amarillos, ojos verdes y dientes blancos como los rieles de los ferrocarriles de la luna, alzó los párpados ateronados de cansancio y encontróse a sus acompañantes satisfechos de estar a pocas cuadras de la casa del alquilador de disfraces, planeando el asalto por la tapia que daba a la hortaliza, ya que eran pocos y debían operar por sorpresa.

Sin haberse escondido tras el lienzo agujereado de un Cristo, lugar que le preparó Tamagás, no sólo para que no lo vieran, por aquello de que estarían ojo al Cristo y no ojo al ojo del escondido, sino para librar de maleficio a su buen amigo y cómplice de tantas cosas -la violación, las copias de las listas de evadidos, su culto al Demonio-, Tizonelli había seguido desde el automóvil el auto de fe, lejos de pensar que lo que imaginaba estuviera pasando. Abrió los ojos momentos antes de que Carne Cruda fuera entregado a las llamas y momentos después, al pasar frente a la plazuela del templo de Santo Domingo, una violenta sacudida conmovió el automóvil de abajo arriba, la carrocería, los cristales, el aire, todo tronó, y a la distancia, frente a ellos, siempre hacia el Norte, se vio subir por el azul que el fulgor, el estampido y los sucesivos ecos de la deflagración hicieron más profundo, la lengua de la tierra que se pegaba al cielo, polvo y humo confundidos en un pelotón de fuego que fusilaba ángeles. A Tizonelli se le fue la carne en pedazos de angustia contra la ropa, como si a él también le hubiera alcanzado la explosión… ¡si por su culpa fracasara el golpe que preparaba el pueblo… si no se pudiera dar el asalto y masacraran a los bailarines… si el atentado se hubiera frustrado…! ¡Si… si… si… todo ganado o perdido…! todo… todo… El automóvil apretaba la marcha, pero a la voz de alguien que propuso volver atrás -para qué seguían si ya no iban a capturar a nadie-, reaccionó el desmoralizado Tizonelli: era necesario saber si habían llegado las eminencias invitadas y si quedaba algo de sus personas y de los disfraces en que iban envueltas. Distante, monótono, profundo, se escuchaba, destilado en el silencio que sobrevino a la explosión, el eco del Torotumbo, como si golpearan contra casas abandonadas, casas huecas, cascarones de casas, sus testuces, los toros toronegros, los toros torobravos, los toros torotumbos, los torostorostoros… del baile que seguía al centro y sur de la ciudad, llameante de crepúsculo y de algo parecido a los fuegos artificiales, bien que la detonación se oyera más seca, crocante, en dirección a las bases aéreas.

Frente al teatro «Colón», el automóvil empezó a marchar al paso, detenido por la gente que huía del lugar de la catástrofe, asomaba por todos lados, por todas las esquinas, brotaba del suelo, llovía del aire, el pelo en flecos, la ropa en desorden, la cara descompuesta, pies y manos agotados como jirones de sus ímpetus y harapos de su miedo… salvarse… salvarse… muchedumbre que el automóvil hendía hasta parecer una bolsa entre los brazos de un inmenso río humano… salvarse… salvarse… -¡Por allí…! ¡Por allí…! -era lo único que en su fuga alcanzaban a articular… salvarse… salvarse… -¡Por allí…! ¡Por allí, por la casa del alquilador de disfraces… sí… sí… por, allí, por allí! Y al encuentro de éstos que huían fragmentando el monólogo de su asfixia.¡Sí… sí… hay muchos muertos, muchos muertos!- venían a la desesperada los que trataban de acercarse fuera como fuera al lugar de la explosión, curiosos los más, sin faltar pícaros aprovechados ni parientes de personas que habitaban por ese rumbo y corrían enloquecidas a prestar auxilio a sus familias. Choques, empellones, golpes, machucaduras, ropas desgarradas, prendas perdidas y ayes de los que se lamentaban en el suelo sin hallar misericordia, pisoteados al caer, arrastrados en seguida, muertos si no se levantaban por sus propios medios. Nadie sabía lo que pasaba. Huían unos. Acudían otros. El automóvil fue abandonado en medio de un remolino de cuerpos y cabezas y sus ocupantes, pugnando por llegar al sitio de la catástrofe, empezabaron a luchar a brazo partido contra las avalanchas humanas que les cortaban el paso por calles de puertas cerradas, largas como ataúdes. Por momentos se enrarecía la columna de tránsfugas, claros por los que precipitábanse Tizonelli y los que de sus acompañantes le seguían. Había que aprovechar a la carrera, al trote, a paso largo aquellos espacios que desaparecieron al asomar las olas de vecinos que habitaban cerca de la casa de Tamagás. Alcanzaron a salir con lo que tenían puesto, después de la explosión que derrumbó sobre ellos paredes y techos, y avanzaban sin saber cómo, desorientados, gesticulantes, buscándole relación al estar vivos sin sus cosas, cuando otros habían logrado salvar utensilios, alhajeros, juguetes, jaulas, loros, perros, gatos, gallinas…

Tizonelli inquiría a diestra y siniestra quiénes eran los muertos, pero a gente que la explosión golpeó, conmovió, sacudió, no le importaba quiénes eran los muertos, bastándoles con saber que no eran ellos, friolentos, animalizados, vivos en sus trapos, sin volver la cabeza temorosos de que se les presentaran los techos de sus casas derrumbándose entre el silencio de los que ya no lograron salir y los gritos de los heridos.

Se estaba dando el asalto. Se escuchaba el cañoneo y la fusilería al centro y sur de la ciudad que empinaba sus casas para no quedar sumida en la sombra de sus calles apagadas, mientras hubiera luz en el cielo de peltre nocturno; nubes carbonosas disgregándose al paso de los reflectores y aves fugitivas. A Tizonelli se le extraviaron sus compañeros. Su meta seguía siendo la casa del alquilador de disfraces. Pero cómo avanzar entre la multitud, la confusión, el estruendo. Avanzaba y lo retrocedían. Demudado, con una tela de llanto caliente sobre las pupilas de plomo, empezó a temer que no hubieran llegado los invitados. De haber volado con la casa del alquilador de disfraces no se estaría dando aquella batalla. ¿Por qué no le oían? ¿Por qué pasaban sin responderle? Tenía la llave del triunfo y no le escuchaban. Dejarían de resistir las bases y cuarteles que estaban resistiendo, pero que le oyeran, que le oyeran. De balde se empinaba y de balde gritaba. Había que saber si llegaron los invitados. Redujo sus pretensiones de hacerse oír de la multitud. Se orilló en una puerta a tomar aliento. Otras personas se detenían junto a él. Sintió los bultos y preguntó al tanteo: -Dígame, señora, ¿no sabe si llegó monseñor…? Joven, ¿no sabe usted si llegó el nuncio…? -¿El señor me podría decir si el presidente estaba en casa del alquilador de disfraces…? No le veían, pero- escabullíanse del refugio de la puerta, temerosos de haber dado con un loco. Y sí que tenía cara de loco, pálido, blanco, huesudo, de cabello alborotado bajo la gorra, los pantalones bombachos, los zapatos de suelas dobles, la camisa abierta mostrando la pelambre arenosa del pecho y como la risa de hielo preguntando si habían llegado los invitados. Alguien le tiró del brazo, por poco le arranca la manga del saco de jerga, y le preguntó qué fiesta tenía y quiénes eran sus invitados… -Mi fiesta -parpadeó Tizonelli-, la quema de Carne Cruda y mis invitados el señor arzobispo, el señor nuncio, el señor presidente y un incógnito yanqui con su capuchón… El que le tenía de la manga, le soltó, pero ya cuando se le había ido de la mano y perdido en la noche, se dio cuenta de que no estaba tan loco. Alguien pasó contando y pronto corrió la voz que en casa del alquilador de disfraces se hallaban entre los escombros los cuerpos de unos que se habían disfrazado de arzobispos y el de un fulano que en su afán de que no faltara detalle a su disfraz de presidente de la República hasta la banda azul y blanco tenía cruzada en el pecho.

Pero a la turba que el pavor empujaba a ponerse a salvo, sucedió el paso de los que ya sin bailar seguían adelante al ritmo del Torotumbo en la conquista de las posiciones que tenían señaladas y la voz de Tizonelli que anunciaba que no eran disfrazados los que habían muerto en el siniestro. La noticia quebró la resistencia. Los agentes de Policía se arrancaban los uniformes y los dejaban botados como disfraces. Por la 12 Avenida avanzó un tanque, disparaba en las esquinas, las calles iban quedando desiertas, acercóse, entre el temblor de las casas que trepidaban a su paso, hasta el lugar del atentado, enfocó un reflector entre los escombros, lo apagó al chocar su luz con los despojos de los que en verdad parecían disfrazados, silenció sus fuegos y desapareció. Más tarde se le vio en las cercanías de la Co mandancia de Armas, abandonado junto a los uniformes que los hombres que lo tripularon alcanzaron a quitarse y a dejar tirados en la calle, como otros tantos disfraces. Ecos de morteros. Algún retumbo de artillería. La noche titilante. Y los gritos de Tizonelli: -¡No eran disfrazados, eran ellos…! ¡No eran disfrazados, eran ellos…! ¡Yo puse la bomba en la cabeza del Diablo…! ¡Yo puse la dinamita a los pies de Tamagás…!

El pueblo subía a la conquista de las montañas, de sus montañas, al compás del Torotumbo. En la cabeza, las plumas que el huracán no domó. En ¡os pies, las calzas que el terremoto no gastó. En sus ojos, ya no la sombra de la noche, sino la luz del nuevo día. Y a sus espaldas, prietas y desnudas, un manto de sudor de siglos. Su andar de piedra, de raíz de árbol, de torrente de agua, dejaba atrás, como basura, todos los disfraces con que se vistió la ciudad para engañarlo. El pueblo ascendía hacia sus montañas bajo banderas de plumas azules de quetzal bailando el Torotumbo


«Shangri-lá», El Tigre, verano de 1955.

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