IV Sueño

'Aparte de eso, a mí me parece que es el tiempo la única dimensión en que pueden hablarse y comunicarse los vivos y los muertos, la única que tienen en común', esa era la cita exacta, como comprobé en Madrid más adelante, que de manera aproximada yo había musitado ante Wheeler en su jardín junto al río, justo después de que él hubiera dicho: 'El hablar, la lengua, es lo que comparten todos, hasta las víctimas con sus verdugos, los amos con sus esclavos y los hombres con sus dioses. Los únicos que no lo comparten, Jacobo, son los vivos con los muertos'. Nunca la he comprendido bien, esa cita, y Wheeler, que acaso habría podido con su saber más largo, no me la escuchó o no me quiso hacer caso, o tomó por mías y desdeñó esas frases que no eran mías sino de otro más respetable, eran de un muerto cuando habló de vivo, las había escrito en 1967 y había muerto en 1993, pero ahora estaba tan muerto como el poeta Marlowe, aunque éste le llevara una ventaja en la muerte de justo cuatrocientos años, lo apuñalaron en 1593, a aquel hijo de zapatero nacido en Canterbury (la ciudad del Deán bandido Hewlett Johnson por cuya extravagante e indirecta causa pudieron fusilar a mi padre mucho antes de mi nacimiento), y que había estudiado en Bene't's College, de Cambridge, en ese precisamente, llamado después Corpus Christi. Tal vez no hablar más iguala, tal vez el callar definitivo nivela en seguida y asemeja y une con fuerte y desconocido vínculo a los ya silenciosos de todos los tiempos, al primero y al último que al instante ya será penúltimo, y el tiempo entero se comprime y no se divide ni se distingue ni se distancia porque deja de tener sentido una vez que se acaba -una vez acabado para cada uno el suyo-, por mucho que los que se quedan lo sigan contando, el propio y también el del abandono de los que se fueron, como si algún día pudieran éstos remediar su marcha y no estar ya más ausentes. 'Hace veintiséis años que murió mi madre', decimos, o 'Va a hacer uno que murió tu hijo'.

Hablaba más o menos de eso quien escribió esas líneas cuando las escribió, era un compatriota mío, o más aún, un hombre de mi ciudad odiada por tantos y que además vivió su asedio, un madrileño. Visitaba en un viaje a Lisboa el cementerio frondoso de Os Prazeres, con sus avenidas formadas por hileras de minúsculos panteones, un mundo reducido y feérico de raras casitas bajas y grises, puntiagudas y ornamentales, calladas, pulcras y arcanas -habitadas y deshabitadas-, y se iba fijando en los saloncillos escuetos que a través de una puerta cristalera pueden verse parcialmente en el interior de muchos de esos sepulcros, con 'unas sillas, o dos pequeños sillones tapizados frente a un velador cubierto por un mantón de encaje donde hay un libro abierto, de lecturas piadosas, la fotografía del difunto en un marco de plata, un búcaro con unas flores inmarchitables y, en ocasiones, un cenicero'. En uno de esos saloncitos, 'que quieren ser acogedores', el viajero vio un par de zapatos, unos calcetines y un poco de ropa sucia asomando por debajo de uno de los ataúdes; en otro, unos vasos; y en otro, creía, un juego de naipes. 'A mi parecer', escribió mi paisano al respecto, 'semejante décor no tiene otro objeto que infundir un carácter familiar, habitual y confortable a la visita a los muertos, para que ésta no sea muy distinta de la que se hace a los vivos.' Es decir, no vio tal costumbre emparentada con la de los antiguos egipcios, que procuraban que no le faltara al difunto, en su eterno aislamiento decretado y sellado, nada de lo que hubiera disfrutado y apreciado en vida -al difunto importante al menos-, sino que la asociaba, 'más que al deseo de hacer grata y casera la permanencia del muerto en la estancia, a la necesidad del vivo de sentirse cálidamente acogido en aquel lugar'. Y añadía, no pudiendo dejar de ver la grave ironía: 'Se imagina uno que allí son los vivos los que buscan la compañía de los muertos, que, como sugería Comte, no sólo son los más, sino también los más influyentes y animados'.

Pero lo que estremeció a ese viajero fue la 'composición perfecta' que en una de aquellas cámaras sepulcrales observó 'con cierta indiscreción': además de la pequeña alfombra, los dos silloncitos y el velador con la fotografía de familia, el crucifijo y unas flores artificiales, descubrió 'un reloj despertador, de aquellos que se veían en las cocinas del tiempo de nuestros padres, redondo, con su campana en casquete esférico y dos pequeñas bolas por patas'. Todos, él y sus acompañantes, aplicaron naturalmente el oído a la puerta para percibir 'un tictac tan descomunal que era respecto al tic-tac normal lo que el grito es a la voz'. Y fueron esa visión y ese compás sonoro los que desencadenaron su reflexión que culminaba en la cita que yo nunca he comprendido bien y por eso recuerdo y me da que pensar. '¿Era', se preguntaba, 'que, como los enterrados vivos de Edgar Poe, trataba de hacer saber al mundo de los vivos el macabro olvido que lo dejó allí? ¿O era que para hacer llegar la medida del tiempo a aquellos sordos que lo rodeaban, necesitaba ese timbre exagerado?' Y a continuación entraba en la materia fundamental, en la verdadera cuestión suscitada por aquel anticuado reloj, en apariencia el más inútil y superfluo despertador: '¿Y qué medía, a la postre? Me pregunto yo', se preguntaba el hombre de mi ciudad; sí, era esa la interrogación principal, 'si sería el tiempo que llevaban muertos; o era -la cuenta hacia abajo, como ahora se lleva- el tiempo que faltaba para el juicio final. Si eran las horas de soledad, ¿contaba las ya pasadas o las que quedaban por pasar? Jamás reloj alguno -y tan humilde- me pareció mejor situado, mayor motivo de meditación. Pensé, con cierta sorpresa, que un culto que ha puesto tal acento sobre ese tiempo precario de la espera, no se ha preocupado -hasta aquel que colocó ese reloj- de conceder al alma el alivio que supone la medida de su congoja; pues si el alma espera la resurrección de la carne, ¿qué mejor que el reloj para proporcionarle el cómputo no tanto del tiempo que todavía ha de esperar, sino del que ha esperado ya?'. Y era aquí donde se insertaban o aparecían las enigmáticas frases: 'Aparte de eso, a mí me parece que es el tiempo la única dimensión…', ya las he dicho, en su literalidad. Les seguía aún algo más, pero no servía para elucidarlas y en realidad eso no importa mucho, tampoco a Shakespeare se lo comprende a menudo o no cabalmente, y sin embargo abre diez senderos o bocacalles por los que adentrarse y llegar muy lejos cada vez que da metáfora oscura o ambigüedad deslumbrante (los abre si uno sigue mirando y pensando más allá de lo necesario, como nos recomendaba mi padre, y se insiste a sí mismo y se dice 'Y qué más', allí donde diría uno que ya no puede haber nada); 'en ese sentido', apostillaba el viajero, 'ese inquietante reloj despertador es el único deus ex machina que permite la celebración del misterio, en ese saloncito confortable y atufado, del diálogo entre el vivo y el muerto'. Y no había ya más comentarios, o bueno, sí: como es preceptivo tras estas incursiones en el tiempo fantasma o en el tiempo muerto, el viajero volvía un momento al vivo antes de despedir su texto y recordaba cómo, 'ya saliendo', le había hecho estas dos preguntas a uno de sus acompañantes (alguien con nombre de personaje de Edgar Poe, por cierto, un tal Valdemar, nada menos): '¿Y si suena por las noches? ¿Y si se rebullen los que allí duermen?'.

Cabía ahora hacérselas también respecto a él, mi paisano, muerto veintiséis años más tarde de aquella visita o de aquel escrito, aunque él no estuviera enterrado en el reducido mundo frondoso de Los Placeres, sino en el cementerio limpio de nuestra ciudad natal, según tenía entendido, llamado de La Almudena, donde también está mi madre desde hace veintiséis años distintos, es decir, suyos, de ella. Y cabía también preguntarse sobre todos ellos: ¿y si en vez de permanecer silenciosos hablan entre sí durante la espera, y el fuerte y desconocido vínculo que los nivela y asemeja y une no es el del definitivo callar sino el del contarse indefinidamente, a lo largo de ese inacabable tiempo que el tozudo reloj mide y mide con su descomunal tic-tac, y sin que suene nunca su exagerado timbre? Tiempo de sobra para relatarse unos a otros cuanto cada sueño particular recuerda -más que cada conciencia-, cuanto hicieron y les sucedió y dijeron, una vez y otra hasta saberse de memoria todos la historia de los demás, esto es, cada uno la de todos y todos la de cada uno. Tiempo suficiente para que cada hombre que pisó la tierra desde su origen y cada mujer que cruzó el mundo hagan conocer al resto su cuento entero, de principio a fin, y el fin consiste en lo que los llevó a la tumba o los expulsó de los vivos, para sumarlos a esta otra compañía más nutrida e influyente, más animada y tal vez más dicharachera y bromista, sin duda más ociosa y ligera, con menos ansias y responsabilidades. Tiempo, incluso, para aportar datos e inventar historias sobre seres que jamás han existido y referir hechos que nunca han acontecido, ficciones y fabulaciones y juegos con los que entretener tanta espera, sin caer en las repeticiones. Y así estaríamos otra vez como de costumbre, sin saber qué es cierto, o más bien qué ha sucedido.

Y cabría preguntarse, entonces, cómo hablarían entre sí los muertos de muerte violenta con los muertos que los hubieran matado o con los que hubieran dado la orden de quitarlos de en medio -acaso nunca se habrían visto-, una vez nivelados todos y asemejados, aunque sólo en eso y en realidad eso no es nada, el haber muerto, luego también los difuntos se distinguirían, nunca menos que los vivos. Y cabría preguntarse qué versión contarían, no ya al Juez que aún no aparece y al que no se miente, y que quizá se retrasa tanto porque no lo hay ni lo hubo y ni siquiera va a haberlo, no lo traerá la sugestión colectiva, ni la insistencia (o puede ser que no se atreva a enfrentarse con tan inmensa multitud quejosa, si es que no agraviada o aún peor -burlona-, y así se aplace a sí mismo hasta mañana, siempre mañana, ese mal trago al que se comprometió por soberbia, y lo rehuya infinitamente con invencibles temor o pereza); sino qué versión el uno al otro y los dos al resto, sacrificado y verdugo o instigador y víctima, a sabiendas de que el tiempo de ahora, si así pudiera llamárselo y hace rato que lo vengo haciendo, sería demasiado largo, largo insoportablemente, para que lo que no fue como fue, fuera creído.


Me dio tiempo a contestarle sólo una frase o dos, me dio tiempo a sonreírme y a que me cruzara un hilo de lástima, también a que sus comentarios sobre el hieratismo y agudización de los rasgos que el bottox provocaba en algunas caras, de divas o terrenales, me hicieran algo de gracia y me llevaran a pensar que había inesperadas fallas en la sandez global de De la Garza; e incluso a que me apeteciera de pronto oírle un poco más, más cháchara y más disparates y más símiles chuscos, y aun a preguntarme rápidamente si me estaría pasando con él (salvando largas distancias) algo semejante a lo que le pasaba a Tupra conmigo: yo lo divertía, se sentía a gusto en nuestras sesiones de conjetura y examen, en nuestras conversaciones o tan sólo oyéndome ('Qué más', me reclamaba. 'Qué más se te ocurre. Dime lo que piensas y qué más has visto').

Todo eso no duró nada, o es que fue simultáneo y por eso me dio tiempo a todo, o bien lo recuperé y recapitulé más tarde, en la pausa de la duermevela o en la persistencia de mi desasosiego, ya en la cama, una vez acabada aquella noche tan extensa y errónea y desagradable. De la Garza me había ilustrado a su modo sobre aquel producto antes venenoso y posiblemente ahora inocuo, y había soltado algunas impertinencias cómicas sobre sus usuarias o adictas de expresión alucinada, lo último que había dicho era esto: '¿No la ves como grillada de cara?', refiriéndose a quien había llamado 'la ex-mujer del otro que está con la nuestra', yo le había entendido perfectamente, inconveniente o ventaja del compatriotismo, una mujer alta que además tiene cara de alta, eso ya sí es más problema, tener ese tipo de cara, siendo alta o siendo baja. 'Se lo debe meter en los pómulos y en las patas de gallo, a litros, es como si no pudiera ni cerrar los ojos, lo mismo duerme con ellos abiertos. Y como esta Flavia, joder. Según el ángulo parece un duende.' Allí estaba, hecho un carnaval y con los cordones sueltos que encima eran largos, sería fácil que se le mojaran en un cuarto de baño aunque aquel se utilizara poco, siempre húmedos sus suelos. Era milagroso que todavía no hubiera sufrido un siniestro, sobre todo durante su último y como poseído baile, el que le habíamos interrumpido para salvar a la señora Manoia de sus castigos pseudocapilares; y para salvarlo también a él de algo peor, según dijo Tupra más tarde, en su casa.

– Tal vez los duendes duerman con los ojos abiertos, todos ellos. -Sólo se me ocurrió contestarle eso, como preparación de la broma o pulla; la risa me amenazaba, y no quería que él pudiera tomársela como un indulto ni un homenaje (tan engreído el agregado), así que le busqué, le improvisé otro cauce-: Tú deberías saberlo, con tu huevo de conocimientos sobre la literatura fantástica universal, incluida la medieval, Rafael. -Y fingí reírme por mi salida, en realidad me reía por sus observaciones salvajes. Sin embargo introduje otro elemento en seguida, para disipar el posible efecto hiriente de mi sarcasmo (luego fueron más bien cuatro o cinco las frases que me dio tiempo a decirle)-: Ojo, se te han desatado los cordones. -Y señalé hacia sus pies con el índice.

De la Garza miró hacia abajo sin cambiar de postura; ahora que se había repuesto del mareo, o del frenesí o el vértigo, debía de parecerle aproximadamente chic permanecer así, medio apoyado y medio agarrado a una extraña barra metálica cilíndrica, aunque fuese en un espacio prosaico y sin espectadores (a mí no podía considerarme impresionable). Se miró los zapatos de lejos, con un inexplicable gesto de conmiseración, como si no fueran los suyos sino los de otro -los míos-, y a continuación no hizo el inmediato movimiento esperable, de agacharse para atárselos. Tenía capacidad para sorprender, como todos los imbéciles mayúsculos, y por supuesto para irritar de nuevo en un solo segundo, y borrar de golpe mi risa abierta, mi sonrisa interior, mi condescendencia incipiente y mi delgado hilo de lástima.

– Anda, átamelos tú, que todavía estoy un poco borracho para ponerme en cuclillas, a ver si viene de una puta vez tu puto amigo con su puto chalequito y la puta raya que me habéis prometido. Y casi que me hagas doble nudo, venga, por si acaso. Qué te cuesta.

Quizá lo peor fue el estrambote, aquel 'Qué te cuesta'. Su puerilidad me sacó de quicio, su señoritismo. La mera idea de que yo pudiera tirarme al suelo de un cuarto de baño, por limpio que estuviera o lujoso que fuera, y anudarle los cordones a un inmenso capullo, artificialmente malhablado y que me metía en líos sin la menor ganancia (cuatro veces 'puto' o 'puta' son demasiadas en la misma frase, y sonarán falsas siempre)…; sólo que se le ocurriera, y lo sugiriera como algo natural, sin verle pegas ni el cariz insólito, algo factible…; que lo expresara además como antojo o casi como una orden, y ya me habían dado en aquel local chic e idiota unas cuantas, quien me pagaba y podía dármelas, o no podía, o hasta cierto punto…; y encima sin estar él impedido ni tullido ni nada, sólo que en aquel momento le daba bronca agacharse… Hay personas que no tienen límite y sorprenden siempre, por avisado que vaya uno, son personas imposibles. No sé qué le habría respondido o qué habría hecho o le habría hecho, no lo sé porque a tanto no me dio tiempo; aunque tal vez, pasados los segundos de estupefacción iniciales, quién sabe, me habría reído más todavía, por su desfachatez descabellada. Pero no me dio tiempo porque entró Tupra entonces, o Reresby aquella noche. Creo que cuando entró yo había vuelto a pensar, como mucho, el pensamiento único y breve y simple que ya me había llenado la mente al descubrir a la flagelante nuca en medio de la pista rápida: 'Es que le daría de tortas y no acabaría', debí de llegar a pensar eso cuando se abrió la puerta.

Habrían pasado los siete minutos anunciados por Tupra o tal vez diez o quizá doce, eran varias las cosas de las que se habría encargado, recomponer y adecentar a Flavia, conducirla hasta su marido, explicarle algo a él acaso, disculparse de nuevo por volver a ausentarse y dejarlos solos a ambos, a mí me tenía en otra zona ocupado, a lo mejor se quedaba él ahora con el agregado -pero en qué hablarían- y me enviaba a mí a la mesa a atenderlos. Vi en seguida, sin embargo -su figura apareció entera, como si dijéramos a la vez frente y espalda-, que traía su abrigo, no puesto sino echado sobre los hombros como un italiano o un español fantoche o acaso un eslavo pudiente, y que llevaba otro colgando del brazo, eran dos los abrigos, el suyo claro y otro oscuro, se me ocurrió que éste era el mío y así pensé que nos íbamos, que se había encargado también de recogerlos antes de acudir a nuestra improvisada y absurda cita en aquel lavabo de inválidos, para no entretenernos luego en el guardarropa, a la salida ('Don't linger or delay', quizá esa era la divisa de Reresby).

– ¿Nos vamos? -le pregunté.

No me contestó inmediatamente, no tardó tampoco. Le vi sacar algo de un bolsillo y atrancar la puerta con ello, un papel muy doblado, una cufia de madera, un cartón, no distinguí lo que era en primera instancia, lo hizo en un amén, como si hubiera trabado mil puertas desde la infancia. Nadie podría abrir aquella mientras él no la liberara, vi cómo lo comprobaba empujando y tirando con fuerza, fueron dos movimientos seguidos y rápidos, noté una firmeza y seguridad especiales en cada uno de los que hacía, y hasta economía, en todos ellos.

– No, todavía no se va nadie -dijo entonces.

Parecía distraído, o más bien aún ocupado, su actitud era de trabajo. Dejó el abrigo oscuro tumbado sobre una de las barras metálicas, una baja a la altura de nuestras caderas, y el suyo, en cambio, lo colgó de pie de otra más alta, se lo quitó de encima como si fuera una capa, aunque la prenda carecía de vuelo, me pareció algo pesada y tiesa, como las muy sucias de los mendigos y las almidonadas. Pero ya nadie pone almidón, y a un abrigo menos. El suyo, además, era manifiestamente caro, flamante, de esos que subrayan la respetabilidad de su dueño y quizá en exceso la subrayan, casi como para recelar de ella.

– Ya era hora -se atrevió De la Garza a quejarse. Y añadió con su espantoso acento en la lengua de Tupra, dirigiéndose a él por tanto (era una provocación, era incendiario que se hubiera fijado en el chaleco de éste y lo escarneciera, dado cómo iba él de extremado, quiero decir de afrentoso al ojo)-: It was high time, you know. -En su boca resultaban reconocibles sólo las frases hechas, precisamente de tan cocidas y hechas, y era de los que añadían 'you know' a todo, eso delata mucho a los que de verdad no saben; por lo demás, bien yo estaba enterado, era incapaz de conversar en inglés, aquel mastuerzo, se perdía a la primera subordinada oída si no antes, y a él nadie podía entenderle que no fuera compatriota suyo, serlo era mi desgracia y no sólo en ese aspecto. Era como si ya se hubiera olvidado de por qué estaba allí en realidad, de que lo habíamos separado de Flavia para evitar que le dejara la cara como un santo sudario, de que estaba en deuda con nosotros y nos había ofendido, por así decir, en tanto que acompañantes y guardianes de ella, yo se la había presentado. Es la suerte de los ufanos, jamás se sienten responsables ni padecen mala conciencia porque son del todo inconscientes e irresponsables, los desconcierta y no se explican cualquier castigo o desaire aunque se los hayan buscado con inquebrantable ahínco, ellos nunca están en falta, y a menudo convencen a los demás, como por contagio, de ese convencimiento espontáneo suyo y acaban así librándose. No estaba seguro de que fuera a pasar eso esta vez. Pensé que a Tupra le sentaría mal aquel tono exigente, a De la Garza se le había ofrecido una raya, ni siquiera directamente sino por persona interpuesta (por compatriota y por casi intérprete), y en su feliz mentalidad de fatuo eso era suficiente para permitirse reclamarla siete minutos después, o diez o doce, era como pedir cuentas respecto de un favor o un regalo.

La sensación de peso que me había sobrevenido al levantarme de la mesa y encaminarme hacia los lavabos me aumentó en aquel instante; no la había perdido desde entonces, pero ahora se me acentuó, se me hizo más oprimente, la traen varias combinaciones, la de sobresalto y prisa, la de hastío ante la represalia fría que nos es forzoso llevar a cabo, la de mansedumbre invencible en una situación de amenaza. Esta tercera mezcla no podía darse aún en Rafita, él no sentía amenaza. En mí se daba ahora, en cambio, más la segunda que la primera, ya no había sobresalto ni prisa como al ponerme en pie y apartar la silla para ir en su busca y la de Flavia, sino un presentimiento (no llegaba a presciencia) de represalia ya cernida, a duras penas evitable, como si la flecha estuviera en el arco y éste, aunque con hastío, se hubiera tensado al máximo, bostezante el brazo. Todo aquello seguía emanando de Tupra pese a ser yo quien lo soportara: el malestar, la ominosidad, la punzada del alfiler y el presagio de una malandanza. Sí, Reresby tenía que ser de los que no avisaban o sólo cuando ya era inútil, cómo decir, cuando la advertencia es sólo parte de la acción punitiva que ya se cumple.

– Te va a compensar la espera -dijo con afabilidad, aún no mandaba recado, no verbal al menos. No sé si le entendió el agregado, pero tanto daba, porque al mismo tiempo Tupra se metió dos dedos en el bolsillo pectoral de su criticable chaleco y sacó una papelina bien doblada. Con esos mismos dedos, corazón e índice, se la alcanzó a De la Garza; o no, él no dio un paso, y tampoco extendió el brazo, así que se la mostró solamente, manteniéndola en alto así pinzada, como un adulto que le retiene un segundo a un crío el premio que éste ha ganado, para que fuera el diplomático sin diplomacia quien se acercara a cogerla; y Reresby lo invitó a hacerlo-: Help yourself- añadió, y esto lo entiende cualquier negado que haya pisado Inglaterra, 'Sírvete'-. No abuses. Tiene que durar toda la noche. -Aún sonaba distraído, como quien cumple trámites o anda todavía en preparativos. Y aunque el inglés no lo indica, entendí que lo tuteaba.

'Así que era verdad, sí que lleva', pensé sin ninguna extrañeza: no tenía nada de particular, en efecto, que un hombre como él dispusiera con facilidad de uno o dos gramos y aun de más, incluso podían provenir de la policía, un decomiso; y ni siquiera tenían que ser para consumo propio, su posesión sólo con vistas a lo que ahora había hecho, utilizar la sustancia como señuelo o como gratificación simbólica, ofrecerla para conseguir algo a cambio. 'Comendador la empleaba en su día como un buen cebo para cazar tías', recordé de improviso, 'se subían a su coche o se iban con él a su casa y en uno u otro sitio acababa tirándoselas, con frecuencia, no siempre, aunque ellas no lo tuvieran previsto en primera instancia, al montarse en el automóvil. Ese era su léxico, y siendo tan distintos coincide en parte con el de este imbécil, también fue el mío a veces en otros tiempos más jóvenes y subjetivos y aún puede serlo en ocasiones sueltas -ningún habla se olvida, soy capaz de recuperar cuantas conozco-, cuando una mujer se presta a ser tía o sólo está dispuesta a ser eso y a que se la tire uno sin ambages previos ni posterior y súbito afecto, o ella a uno, da lo mismo, rara es la que no ha conocido una noche en su vida en la que sólo le apeteciera interpretar el papel de cruda carne embrutecida, de saqueadora o de despojo, ese matiz es indiferente, hasta Luisa vivió en su juventud más de una, aunque yo ignore el detalle, y hoy podría volver a probarlas como lo he hecho yo aquí algunas veces, quién sabe si Luisa esta misma noche, sin ir más lejos; y Pérez Nuix debe admitirlas, no está en edad de haberles puesto todavía término, es decir fin temporal o aparente, porque nada es descartado nunca definitivamente. Con su señuelo Tupra ha conseguido que yo me traiga a este cunt a un lavabo de minusválidos, y que lo haya aguantado aquí diez o doce minutos sin que rechistara, ya tiene mérito. Así que de momento ha logrado lo que más le urgía, neutralizarlo, que no complique más las cosas con la señora Manoia y que su Arturo no se preocupe ni sobre todo se encolerice, lo principal es sin duda eso.' Pero ahora le ofrecía la papelina, me pregunté qué más le interesaba sacar a cambio, para entregársela, quizá iba a sobornarlo con ella (le diría después: 'Anda, quédatela') para que desapareciera del todo, para que de aquel lavabo se fuera derecho a la calle sin hacer escalas, pero eso no sería posible, tendría que recoger o avisar a sus jaraneros amigos, a menos que ya se hubieran largado sin esperarlo, al verlo tan desaforado. Reresby también había dicho: 'A este morón hay que anularlo', lo cual significaba, sensu stricto, convertirlo en nada, y algo parecido a aniquilarlo.

De la Garza se la cogió de la mano, la papelina bien doblada, tal vez sin estrenar aún, se veía abultada. Ni siquiera dijo ‘'Thank you’ sólo comprobó con el canto de su enjoyado puño que la puerta estaba cerrada, esto es, bien atrancada, y entonces se dispuso a prepararse la raya al lado de los varios grifos, sobre la parte plana de mármol negro que circundaba la loza cóncava. Pero cambió de opinión nada más sacar su cartera (quizá no se fiaba de la cuña de Tupra a pesar de todo, no acababa de verla como candado seguro), y se metió en uno de los gabinetes con ella y con la papelina en la mano; claro está que no cerró la portezuela, eso lo habríamos visto como un agravio, o como posible intención de abusar, al servirse. En mi primera visita acelerada no me había fijado mucho -casi mera inspección ocular en busca de los fugitivos-, y había pasado por alto las tres o cuatro barras que había a la altura de nuestras caderas además de las más altas, a la de nuestros hombros; sobre una de aquéllas reposaba mi abrigo, si es que era el mío; tampoco había reparado en lo amplios que eran esos gabinetes, sólo dos pero casi como salitas, todo allí era espacioso, sin duda para facilitarles los movimientos a los discapacitados y permitir a las sillas de ruedas todo tipo de virajes (hasta en seco); igualmente generosa era la iluminación, magnífica, a buen seguro para evitarles tropiezos, todo estaba impoluto y nuevo, reluciente y hasta acogedor, sin uno solo de los elementos sórdidos frecuentes en los lavabos públicos. En verdad era admirable que lo respetaran los capacitados británicos, que no lo invadieran con total desahogo y lo enfangaran y pusieran perdido, según es norma entre los varones y optativo entre las mujeres. Bueno, ahora estábamos allí tres aún capacitados, no sólo haciendo uso indebido y semidelictivo sino impidiendo la entrada a cualquier legítimo minusválido que pudiera necesitarlo, era una coincidencia improbable; pero dos de los tres intrusos éramos españoles, y con nosotros ya se sabe, o con la mayoría: basta con que se nos prohiba algo para que nos precipitemos a contravenir las órdenes, y aun las indicaciones y los ruegos. La idea original, sin embargo, había sido del inglés del trío, la de reunimos allí o profanar aquel sitio, por mucho que su apellido fuera finlandés o checo, turco o ruso; era un inglés cabal y quizá patriota, y además respondía por Reresby en aquel lugar, aquella noche. La verdad es que me costaba acordarme, cuando llevaba cambiado el nombre: yo pensaba siempre en Tupra y era eso lo que me venía a la lengua, ni siquiera Bertram o Bertie después de que me invitara a tratarlo con esa mayor confianza, e insistiera.

De la Garza bajó la tapa superior del retrete y puso la papelina y la cartera sobre la cisterna a la espalda de aquél, pero se detuvo en seguida, cayó en la cuenta de que era blanca, de modo que las trasladó a la tapa, que era de baquelita o algo similar, azul oscuro, pulida y lisa, y se arrodilló delante, casi apoyando las nalgas sobre los talones ('Ah, no le importa ahora a este macaco', pensé con resquemor; 'hace un momento no quería ni agacharse para atarse los cordones y pretendía que yo le hiciera nudos, y ahora se hinca de rodillas para prepararse y meterse una raya, ojalá se los pise luego y se estrelle; con su cuello haría un nudo'). Se echó hacia atrás su redecilla para que no lo importunara, con un golpe de nuca, como si fuera una melena, le quedó colgando a un lado; sacó de su cartera una tarjeta, vi que era una platinum, debía de disponer de buen dinero en sus cuentas habitualmente, o administraría fondos de la Embajada, partidas, esa Visa no se la conceden a todo el mundo. Abrió la papelina con cuidado y no mucha soltura, sería un consumidor ocasional; con una punta de la tarjeta espolvoreó una pequeña cantidad de coca directamente sobre la tapa, al no haber nada a mano que le pudiera hacer de patena o bandeja, el polvo blanco se distinguía con toda nitidez sobre ella, a diferencia de lo que habría ocurrido sobre la loza de la cisterna. Con el plástico rígido lo fue alineando hasta formar una raya, no abusó, incluso devolvió un poco de lo ya sacado a su envoltorio, que a continuación apartó como con repentino sentido de la propiedad ajena, doblado pero sin cerrar del todo. La Visa no la manejaba con demasiada destreza, reagrupaba y perfilaba la línea, yo lo observaba perplejo desde el umbral del gabinete y Tupra se quedó fuera, a mi espalda o eso supuse, a él no lo miraba, sólo a Rafita de hinojos (aunque no fuera ducho la operación era breve, o solía serlo). No me pareció muy gruesa ni muy larga, la raya, comparada con las que les había visto a Comendador y a su círculo en tiempos, y bueno, también a otras personas menos nocturnas en diferentes fiestas y en algún otro lavabo (sobre todo a finales de los ochenta y en los noventa esto último, pero no sólo), incluyendo a un ministro, a un potentado, al presidente de un club de fútbol, a un juez de severa fama y hasta a sus respectivas y muy ataviadas mujeres de variables crianza, nociones y edad, tanto en Inglaterra como en España, así como a un par de actrices y a un par de obispos (por separado: uno católico y otro anglicano, pero ambos de incógnito), a una multimillonaria del Opus Dei o de los Legionarios de Cristo, no recuerdo, y más recientemente a Dick Dearlove al término de su cena-cum-celebridades y a algunas de esas celebridades-ad-cena; y en los Estados Unidos, en una ocasión, a un jefe del Pentágono, aunque esto no puedo contarlo, quiero decir quién ni dónde ni las circunstancias; pero fue un mero azar que yo estuviera delante, y además eso acaeció más tarde y entonces aún no lo había visto (creo que lo que me libró de una detención allí fue haber contemplado eso, o lo que la invalidó al instante, más aún que el recitado incompleto de la fórmula Miranda por parte del detective que nos hizo esposar a mí y a ese jefe y a dos mujeres y a otros dos individuos, 'Tiene derecho a guardar silencio…': lo cierto es que de no haberlo guardado podía haber puesto en un buen aprieto a aquel altísimo cargo con tanta tropa a su mando).

De la Garza se palpó los pantalones y la chaqueta gigante (los faldones barriendo el suelo) y me miró sin enfocarme ni volver la cabeza del todo; temí que fuera a pedirme un billete, era capaz, o a Tupra. 'Si te vas a meter un billete en la nariz, que sea uno tuyo, capullo', me adelanté a pensar con involuntaria rima. Pero por fin se echó mano a un bolsillo y sacó uno de cinco libras que enrolló rápidamente -más diestro en eso-, para improvisarse el canuto por el que inhalar el polvillo reminiscente de talco. 'Eso es', pensé, 'aquí huele un poco a talco. Qué limpios los discapacitados', aunque cada vez más dudaba de que en aquella discoteca hubiera entrado ninguno en mucho tiempo, quizá estaba por estrenar aquel cuarto de baño, una mejora reciente. 'O bien no es coca, sino talco, lo que Tupra le ha endilgado', se me ocurrió también pensar esto. Vi a De la Garza inclinar la cabeza y estirar el cuello hacia adelante, iba ya a esnifar su raya, o por la fosa nasal izquierda la mitad de ella, se tapaba con el índice la derecha. 'Parece un condenado antiguo a muerte', pensé, 'que ofrece su nuca vencida, su cuello desnudo al hacha o a la guillotina, la tapa del retrete como tocón o tajo, y si la tuviera abierta la taza haría de cesto para que la cabeza cayera dentro lo mismo que un vómito, en el agua azul, y no rodara.'


Entonces oí la voz de Tupra que me decía con autoridad:

– Apártate, Jack. -Y a la vez me cogió por el hombro, con fuerza pero sin brusquedad, y me sacó de allí, me quitó de en medio, quiero decir del umbral del gabinete que casi era como un saloncito, tal vez tenía el mismo tamaño que los de los panteones minúsculos en el cementerio de Os Prazeres, someramente decorados y pretendidamente acogedores, habitados y deshabitados. 'Stand clear, Jack', fueron sus palabras, o quizá 'Clear off’ o 'Step aside', o 'Out of my way, Jack', resulta difícil recordar con exactitud lo que luego queda en nada por lo mucho más que viene luego, en todo caso lo capté, cualquiera que fuera la frase, ese fue el sentido y además la acompañaba el gesto de la mano firme sobre el hombro que se dejó arrastrar, con buena voluntad podía entenderse 'Hazte a un lado', con mala 'Fuera de aquí, Jack, quítate de en medio, no te metas ni se te ocurra impedirlo', pero el tono fue más de lo primero, fue suave para ser una orden que no admitía desobediencia ni remoloneo, ninguna dilación en su cumplimiento ni resistencia o cuestionamiento o protesta ni tan siquiera la manifestación del espanto, porque es imposible objetar u oponerse a quien lleva una espada en la mano y la levanta para abatirla, asestar un golpe, dar un tajo, sin que uno haya visto aparecer el arma ni sepa de dónde ha salido, un filo primitivo, un mango medieval, un puño homérico, una punta arcaica, el arma blanca más innecesaria o más reñida con estos tiempos, más aún que una flecha y más que una lanza, un anacronismo, una gratuidad, una extravagancia, una incongruencia tan extrema que provoca pánico sólo verla, no ya miedo cerval sino atávico, como si uno recuperara al instante la noción de que es la espada lo que más ha matado a lo largo de casi todos los siglos -lo que ha matado de cerca y viéndosele la cara al muerto, sin que el asesino o el justiciero o el justo se desprendan ni se separen de ella mientras hacen su estrago y la clavan y cortan y despedazan, todo con el mismo hierro que nunca arrojan sino que conservan y empuñan con cada vez más fuerza mientras atraviesan, mutilan, ensartan y hasta desmembran, nunca saco de harina sino siempre saco de carne que cede y se abre bajo esta piel nuestra que no resiste nada, no sirve y todo la hiere, hasta una uña la rasga, un cuchillo la raja y la desgarra una lanza, y una espada la rompe con el mero roce de su paso en el aire-; de que es lo más peligroso y tenaz y temible, porque a diferencia de lo arrojadizo puede repetir el golpe y coser a sablazos y no acabarlos, uno y otro y otro y cada uno peor, más sañudo, no es una flecha o una lanza que alcanzan y a las que no tienen por qué seguir otras que también acierten y se hinquen en el mismo cuerpo, pueden ser una y basta, y quizá hagan una sola brecha o un solo destrozo que puedan curarse si no van untadas con ningún mal veneno, mientras que la espada entra y sale y entra y taja con insistencia, es capaz de matar al sano y rematar al herido y descuartizar al muerto indefinidamente, hasta la extenuación o caída del que la sostenga, que jamás va a soltarla ni va a perderla, si no es a su vez muerto o se le arranca el brazo; y por eso el gesto de desenvainarla ya obligaba y no era en vano, más valía dejarlo a medias como amenaza o duda o ademán de alerta o recado visual de estar en guardia, porque una vez la hoja entera en el aire, una vez la punta desembarazada y mirando, eso era ya anuncio seguro de la irremediable sangre.

No había visto desenvainar a Tupra si es que había allí alguna vaina, de pronto tenía en la mano ya desnudo el acero como por ensalmo, una hoja no muy larga, bestial y afiladísima en todo caso, bastante menos de un metro sin lugar a dudas, un mango no medieval aunque todos lo parezcan en primera instancia excepto los que son de cazoleta o 'a tazza', quizá era más bien renacentista, me pareció una espada lansquenete entonces y más tarde, al recordarla en mi duermevela o mi insomnio una vez de vuelta en casa, no es que sea experto yo en esas armas, pero en mis días docentes hube de traducir en Oxford, entre tanto pasaje presuntuoso y rancio de nulas aplicaciones prácticas, uno de Sir Richard Francis Burton -para los libreros de viejo nada más 'Captain Burton'-, sobre los diferentes tipos de espada, un pasaje además ilustrado, y se me quedaron ese nombre y la correspondiente imagen así como algunos otros ('a la Papenheim', por ejemplo), aquella de los lansquenetes era conocida asimismo con un sobrenombre alemán, 'Katzbalger 'o algo por el estilo, algo que significaba 'destripagatos', modesto cometido ese y con escaso riesgo, o directamente ventajoso y bajo, al fin y al cabo los lansquenetes eran mercenarios germanos de infantería, de los que mi país no se privó sin embargo en los imperiales tercios, acaso la traducción absurda había sido del español al inglés y no a la inversa, El cerco de Vienapor Carlos V, de qué si no me sonaba ese título del infinito Lope de Vega, de qué si no me sabía de memoria yo estos versos (aunque tal vez, no era imposible, de habérselos oído recitar a mi padre, tan aficionado a eso, tanto como Wheeler o más, eran casi coetáneos): 'Voyme, español rayo y fuego y victorioso te dejo. Ya os dejo, campos amenos, de España me voy temblando; que estos hombres, de ira llenos, son como rayos sin truenos que despedazan callando'. Muy patriótico y presumido y muy logrado el pasaje, en boca de un invasor que huye, no era el caso en aquel cerco para desbaratar y poner fin a otro, el de los otomanos a Viena al mando de Solimán el Magnífico, allí debieron de hervir las 'destripagatos' en manos de los lansquenetes a sueldo, más desalmados que furibundos, aparecen en grabados de Durero y Altdorfer, y en ellos se ven asimismo sus armas, esa espada no larga portada en horizontal, unos setenta centímetros cruzados por encima del vientre, o llevan picas a veces, no muy distintas de las de Breda en Velázquez, sólo habría faltado que Tupra hubiera blandido también una de éstas para infundirnos más pavor, desde luego a mí pero sobre todo a su víctima, De la Garza contra quien levantó la espada, Reresby la sostenía con una mano cuando me apartó para pasar y me echó a un lado, pero la empuñó con ambas para alzarla y soltar el tajo. Vi cómo se le subía el chaleco arrastrado por sus dos brazos en alto, tomó todo el impulso posible, se le vio la camisa a rayas finísimas, elegantes, pálidas, sobre el cinturón, por debajo.

'Lo va a matar', pensé, 'le va a cortar la cabeza, el cuello, no, no puede ser, no va a hacerlo, sí, va a decapitarlo aquí mismo, a separarle la cabeza del tronco y yo ya no puedo evitarlo porque la hoja va a bajar y es de dos filos, no cabe que le dé sólo un golpe con el canto, aunque fuera fuerte, para asustarlo, para escarmentarlo, porque no hay tal canto sino doble filo que va a segar en todo caso, De la Garza estará muerto en seguida y ahora habremos de esperar tiempo infinito hasta volver a verlo entero, de una pieza, hasta el día en que por decoro se juntarán las dos partes en que ya va a convertirse, para acudir a Juicio aseado y no como un monstruo de feria, con la cabeza sobre los hombros y no bajo el brazo como si fuera un balón o un globo terráqueo, y allí gritar: "Morí en Inglaterra, en un cuarto de baño público, en un lavabo para minusválidos de la vieja ciudad de Londres. Me mató este hombre con una espada y de mí hizo dos trozos, y este otro estuvo presente, lo vio, no movió un dedo. Fue en otro país y el que me mató estaba en el suyo, pero para mí era un extranjero porque eso era él a mi tierra; en cambio el que asistió y no hizo nada hablaba mi lengua y ambos éramos de esa misma tierra, más al sur, no tan lejana, aunque hubiera mar por medio. Aún ignoro por qué fui asesinado, nada grave había hecho, ni para ellos constituía peligro. Tenía media vida o más por delante, probablemente habría llegado a ministro, o a embajador en Washington por lo menos. No lo vi venir, me quedé sin vida, me quedé sin nada. Fueron como un rayo sin trueno: el uno despedazó, y el otro anduvo callando". Pero quizá De la Garza no pueda hablar de esa manera ni siquiera el último día, en él cada hombre y cada mujer seguirán siendo los que fueron siempre, el bruto no se hará delicado ni el lacónico elocuente, el malo no se hará bueno ni el salvaje civilizado, el cruel compasivo ni leal el traicionero. Así que lo más probable es que Rafita haga la denuncia a su modo pretencioso y zafio, y chille al Juez esta queja: "La palmé en Inglaterra con una violencia de cojones, oye, vino este tío y me rebanó el pescuezo sobre la tapa de un retrete público para lisiados, ¿puedes creértelo? Un hijo de la gran puta y de la Gran Bretaña, un cacho cabrón de cuidado. Fui un pardillo de la hostia, ni me lo olí, vaya mierda, iba bien bebido y bailado y más mareado, ipecacuana no me hacía falta, estaba a lo mío y ni me enteraba, pero juro que yo no le había hecho nada, le dio por ahí en plan psicópata, en plan enigma inexplicable, sacó no sé de dónde una espada y el muy bestia me guillotinó de un tajo, se debió de creer Conan el Bárbaro de pronto, o El Cid, o Gladiator, yo qué sé, el muy grillado, un tío con chalequito, hay que joderse, encima eso, de repente va y tira de estoque y su fantasía me cuesta el cuello, la gran putada de mi vida, menuda gracia, como que la vida se me terminó allí mismo. Y el otro ahí mirando como una estatua con cara de pasmo, un tío de Madrid, no te jode, un paisano, uno del foro, y ni siquiera intentó pararle el brazo, bueno, los dos, porque el muy cabrón agarró la tizona con ambas manos para atizarme con toda su fuerza, toma literatura medieval y universal, y casi mejor así, no te creas, un corte limpio, imagínate que se me hubiera quedado la cosa a medias, colgando, y yo aún medio vivo viéndolo y dándome cuenta de que me mataban por nada. Morí en Londres, allí morí en noche de farra, sin llegar a corrérmela entera, no me dio tiempo a apurarla, me tendieron una trampa. Lo último que hice fue arrodillarme, fue la leche, nada menos. Y luego se me acabó ya todo". Sí, no hay nada que hacer', pensé, 'va a matarlo. Lo más rápido de todo es la voz, ya sólo puedo gritarle.'

– ¡Tupra!

Grité su nombre, a más no me daba tiempo, ni siquiera a añadir '¡Qué haces!', o '¡Estás loco!', o '¡Detente!' como en las novelas antiguas y en los tebeos, o cualquiera de esas exclamaciones inútiles ante lo que no es inminente sino que en realidad ha comenzado, ya está en marcha y es flecha volando. De la Garza ladeó la cabeza una fracción de segundo -rodaría como globo terráqueo-, de la misma manera en que lo había hecho poco antes, cuando había estado a punto de pedirme un billete para metérselo por la nariz enrollado, es decir, sin volver del todo la vista, sin enfocar, sin poder ver más que una ráfaga turbia de lo que tenía encima o lo sobrevolaba, pero sin duda sí vio cernirse el acero, de refilón, de reojo, reconociendo la hoja y el filo y sin reconocerse su reconocimiento, sin dar crédito y a la vez dándolo, porque el peligro real de muerte se percibe siempre y en él se cree inmediatamente, aunque al final se quede sólo en susto de muerte. Como cuando se prolonga en el sueño una situación de amenaza con riesgo de aniquilación, o una duradera secuencia de persecución y alcance y más persecución y alcance, y la conciencia dormida sucumbe al pánico y al fatalismo y a la vez comprende que algo no va del todo y que la fatalidad no es tan segura, porque el sueño aún continúa sin cesación ni vacío ni resolverse, y no acaba de caer el golpe que hace ya rato inició su caída: it delays and lingers and dallies and loiters, el golpe, el sablazo, el sueño, se entretiene y espera y todo es plomo sobre mi alma, se congela y gana tiempo mientras la conciencia pugna por despertarse y salvarnos, por disipar la mala visión o quebrarla, y ahuyentar o zanjar el impedido llanto que ansia brotar pero no alcanza.

Le vi la expresión de muerto, de quien se da por muerto y se sabe muerto; pero al estar aún vivo la imagen fue de infinito miedo y de forcejeo, esto último sólo mental, quizá un deseo; de pueril e indisimulado espanto, la boca debió de secársele instantáneamente, tanto como la palidez le cubrió el rostro como si le hubieran dado un brochazo raudo de pintura blanca sucia o cenicienta o de color enfermo, o le hubieran arrojado harina o acaso talco, fue algo parecido a las nubes veloces cuando ensombrecen los campos y recorre a los rebaños un escalofrío, o como la mano que extiende la plaga o la que cierra los párpados de los difuntos. El labio superior se le levantó, casi se le dobló, fue un rictus, le dejó al descubierto la encía seca y en ella se le enganchó la parte interior del labio al faltar toda saliva, ya no podría volver a bajarlo, así contraído hasta el fin de los tiempos en una cara atormentada separada del cuerpo, sí bajó la cabeza nada más avistar la ráfaga turbia de metal en alto, encima de él y de mí, allí arriba, un doble filo, dos manos, un mango, la aplastó contra la tapa como si quisiera que cediera ésta y desapareciera, y encogió el cuello instintivamente, hundió la cabeza entre los hombros como con un espasmo, ese gesto debieron de hacerlo sin querer o queriendo todos los guillotinados de doscientos años y los que padecieron el hacha a lo largo de los cien siglos, aun los culpables conformes y los resignados en su inocencia, ese gesto han debido de hacerlo hasta las gallinas y los pavos.

Descendió la espada a gran velocidad, con gran fuerza, bastaría aquel tajo para cortar limpiamente y aun llegar a la tapa y astillarla o rajarla, pero Tupra detuvo en seco la hoja en el aire, a un centímetro o dos de la nuca, la carne, los cartílagos y la sangre, tenía control sobre su impulso, sabía medirlo, quiso frenarlo. 'No lo ha hecho, no ha decapitado', llegué a pensar con alivio y sin tantas palabras, pero no me duró un instante, porque en seguida la alzó de nuevo cumpliendo con lo propio y temible de las armas que no se sueltan ni arrojan y que también son de repetición por tanto, luego pueden abatirse una vez y otra, pueden amagar primero y segar después o atravesar sin remedio, un fallo o un arrepentimiento brusco no equivalen a un respiro, a un momentáneo indulto ni a una efímera tregua, como sí lo serían la lanza lanzada que yerra el blanco o la flecha que se desvía y se pierde camino al cielo o bien cae plana al suelo, se necesitan unos segundos para sacar otra del carcaj y colocarla en el arco y recuperar el pulso para mejor apuntar y volver a tensar la vara curva sin que se resienta el músculo, durante esa mínima pausa uno puede ponerse a cubierto o empezar a correr zigzagueando, en la esperanza de que apenas le queden ya venablos al nervioso arquero que nos ha ojeado, tres, dos, uno, ninguno. Cada movimiento de Tupra seguía siendo o era resuelto, no improvisado, debía de haberlos conocido o calculado todos antes de entrar en aquel lavabo, incluso en el momento de ordenarme en la pista que me llevara allí al agregado y que esperáramos los dos su venida con la prometida raya, había sido cumplidor en eso, la había traído, si es que no era talco el polvillo ahora esparcido, volado por la cabeza esquiva de De la Garza, ilusamente, pues no tenía dónde huir, dónde esconderse. Pero si Reresby conocía sus pasos yo no, y menos aún De la Garza, así que no supe cómo interpretar la media sonrisa -o no llegó, fue sólo un cuarto, o ni siquiera, y nada más que su expresión burlona- que creí ver en sus labios carnosos un poco africanos o más bien hindúes o eran eslavos, cuando detuvo la espada y volvió a levantarla y así volvió a parecer que iba a matarlo, aún más que la primera vez me pareció que iba a hacerlo, porque cuando una oportunidad se ha gastado queda una menos para salvarse, y las posibilidades se han reducido. Eso es todo, y no al contrario.

Tupra, don't!-Esta vez sí me dio tiempo a añadir una sílaba, habrían sido cuatro en mi lengua, '¡No lo hagas!', o habría bastado con decir '¡Tupra, no!', lo vi capaz y lo vi incapaz, ambas cosas, lo cual significaba, pensé mucho más tarde en la cama, que en esta ocasión no iba a hacerlo pero que sí poseía la frialdad para hacerlo -o era la crueldad, o era sólo el metal, o el temple, el carácter, o la indiferencia, o era algo consustancial a 'lo suyo'- y que quizá lo había hecho ya con anterioridad, en su juventud y en el pasado lejano, o en su edad adulta y hacía nada, acaso hacía meses, semanas o días y yo sin saberlo ni imaginármelo; posiblemente en otros países y rindiendo siempre servicio al suyo aunque fuera antes que nada tras el beneficio propio; en sitios remotos en los que un tajo es necesario a veces para sofocar o avivar incendios mayúsculos y taponar o abrir grandes boquetes, para remediar o provocar desaguisados prebélicos y calmar o azuzar insurrectos, engañándolos invariablemente. Y qué era un tajo al lado de esparcir brotes de cólera, y de malaria, y peste, como había hecho Wheeler tiempo atrás o eso decía, o al lado de una sola insidia que prende y contagia, que se convierte en imparable fuego y calcinación de todo o en epidemia y eliminación de cuantos están en medio o tan sólo cerca y aun en las lindes, de cuantos no pueden irse ni refugiarse, no hay dónde huir tantas veces ni dónde esconderse, y ni siquiera hay ala propia para meter debajo la cabeza.

De la Garza había recurrido a ambas, los dos brazos sobre la nuca inútiles como un paraguas bajo la tempestad marina, y había cerrado los ojos, los tenía apretados y le temblaban o palpitaban -quizá le corrían enloquecidas las pupilas bajo los párpados-, debía de haberse dado cuenta de la situación aunque no mirara, la espada había descendido brutalmente pero se había parado antes de alcanzar su cuello y ahora volvía a su posición en alto, acaso para rectificar un milímetro y asegurar la trayectoria, buscarle perpendicularidad a la hoja o apuntar con más tino, la amenaza no sólo permanecía sino que era aún mayor (aunque de haberse cumplido a la primera no habría habido ya más, ni más de nada). De la Garza prefirió no mirar de nuevo hacia ningún lado, ni siquiera sin enfocar, ni con el rabillo del ojo, ya no quiso ver otra ráfaga turbia ni más del mundo, su última imagen era un retrete con la tapa bajada y se parecen todos, su cartera encima y su Visa cortante, se supo aún más muerto y por más muerto aún se dio, había dispuesto de unos segundos de conciencia o vida para asustarse más y comprender que de verdad le ocurría lo que le estaba ocurriendo, que hasta allí había llegado, inesperada e insensatamente, sin causa alguna que él conociera para tamaña exageración, para aquel alto, o era término. Pensé que si le hubieran dado unos instantes más habría sido capaz de dormirse de golpe, allí con la cabeza apoyada, aplastada contra la baquelita aunque como almohada fuera disuasoria y plana, es la única forma de escapar del dolor y descansar de la desesperación a veces, una modalidad de narcolepsia, así lo llaman, pero quién no conoce ese sueño súbito y extemporáneo, impropio, quién no se ha dormido o no ha querido dormirse en medio del miedo o en mitad del llanto, lo mismo que cuando se sienta uno en el sillón del dentista, o camino del quirófano trata de anticiparse a la cuidadosa labor del anestesista, el irresistible sueño como negación última y fuga, soñar lo que pasa lo convertirá en ficticio.

Tupra sacudió la espada con tanto brío que sonó como un latigazo en el aire, y esta segunda vez hizo lo mismo con su gran dominio, la detuvo en seco sin que la hoja llegara a entrar en contacto con cuerpo alguno animado ni inanimado, con materia ni carne ni con piel ni objeto, todo siguió intacto, la cabeza, la tabla, la loza, el cuello, todavía no cortó ni partió, no despedazó ni segó, no rajó nada. Entonces mantuvo el filo un momento muy cerca del cogote encogido, como si quisiera que De la Garza notara bien su presencia -soplo de acero- y aun se familiarizara con ella antes del golpe definitivo, de la misma manera que al cabo de un rato notamos a nuestra espalda una respiración agitada o unos ojos intensos que nos quieren mal o bien, poco importa eso si son voraces como sierras o hachas o penetrantes como navajas. Como si quisiera que se diera cuenta de que estaba vivo e iba a estar muerto al siguiente instante, en cualquiera de ellos -uno, dos, tres y cuatro; pero aún no; luego cinco-, y el agregado debió de pensar, si es que aún pensaba y no soñaba en el sueño hundido: 'Que no lo haga, por favor, que dude y siga dudando pero que decida no hacerlo, que levante esa arma absurda y ya no vuelva a bajarla, qué se creerá, un sarraceno, un vikingo, un mau-mau, un bucanero, que me la aparte, que se la enfunde y la guarde, qué sentido tiene, y que Deza haga algo, de una puta vez que haga algo, que se la quite, que lo tumbe o que lo convenza, no puede dejar que pase esto, no pasará, no va a pasarme, a mí no, sigo pensando luego no ha pasado, no transcurre ya el tiempo pero yo sigo pensando, así que no todo mi tiempo se me ha parado'.

Algo muy parecido debió de recorrer mi mente, quizá también suplicante y adormecida -num-bed-, quizá por la incredulidad, o entorpecida, aunque yo sólo fuera testigo o cómplice involuntario -pero de qué: aún de nada- y no estuviera mi cuello en jaque. Intentar arrebatarle una espada a quien amenaza con ella sólo se le ocurriría a un insensato, podía volverse contra mí el doble filo, la lansquenete o 'destripagatos', y ser mi cabeza la que corriera peligro y aun acabara rodando por aquel cuarto de baño, si bien no había en Tupra el menor signo de enajenación o desquiciamiento, era el mismo de siempre, atento a la maniobra, sereno, alerta, algo metódico, levemente burlón, incluso levemente simpático en el acto posible de matar a alguien, que es el acto peor e indeciblemente antipático. Era improbable que me soltara a mí un tajo, yo iba con él, trabajaba con él, habíamos venido juntos y nos iríamos juntos, era hombre leal, allí estaba mi abrigo, él había ido a recogérmelo y me lo había traído, por qué no se dejaba de truculencias y nos largábamos de una vez de aquel sitio infecto, yo no quería ver sangre ni a De la Garza descabezado, sin pescuezo, como un pollo, qué haríamos con el cadáver y qué dirían en la Embajada, se abriría una investigación en España, al fin y al cabo era un diplomático pese al indescriptible aspecto, y New Scotland Yard abriría la suya, habíamos sido vistos con él en la pista, sobre todo yo, y la señora Ma-noia. Lo supe con seguridad entonces: Tupra no lo mataría, porque no iba a meterla a ella en semejante lío. A menos que no quedara cadáver, porque nos lo lleváramos. Cómo.

Are you mad or what? Don't do it! -Esta vez sí me dio tiempo a decir algo más, no gran cosa, a decirle eso, '¿Te has vuelto loco? ¡No lo hagas!', el tipo de frases superfluas, ineficaces, pobres, que acuden a nuestra lengua ante lo brutal inesperado, mero contrapunto oral a lo que prescinde ya de todo verbo y es sólo acción violenta, apuñalamiento, paliza, homicidio, asesinato o suicidio, son frases supersticiosas, son como interjecciones, a mí me salieron esas pese a no apreciar en Tupra rasgo alguno de locura, él sabía bien lo que hacía y no hacía, en su actitud no vi cólera ni tan siquiera enfado, a lo sumo fastidio, impaciencia, hartazgo, sin duda reproche aplazado: de esto último me tocaría a mí parte, era seguro, yo había sido el nexo con De la Garza aquella noche; a mí me lo había endosado Wheeler, pero eso pertenecía a otro día y sólo lo de hoy cuenta siempre. Más bien se trataba de la aplicación de un escarmiento, o el cobro de una deuda, un castigo que ejecutaba o iba a ejecutar en tibio con aquella espada intempestiva, seguía sin saber de dónde había salido ni por qué recurría él a un arma tan desusada y poco práctica -ocupa mucho, casi un engorro-, desconcertante en nuestros días. Lo primero lo supe en seguida; lo segundo no hasta más tarde, cuando estuvimos ya fuera.

Levantó la lansquenete, la alejó de la nuca rozada, ese era un momento malo y bueno, podía preludiar el descenso final, el mortífero, ser la nueva toma de impulso para el golpeo y la decapitación ya amagados, o bien significar la renuncia, la retirada y la cancelación del susto, la decisión de no hacer uso y de dejar toda cabeza unida todavía a su tronco. Apoyó la parte plana sobre su hombro derecho, como si fuera el fusil de un centinela o de un soldado en el desfile. Fue un gesto de ponderación, meditativo. Miró hacia abajo verticalmente, hacia De la Garza arrodillado, que no se movía más allá de unos estremecimientos involuntarios y desagradables como espasmos, debía de contener el aliento con el corazón desenfrenado, no querría hacer nada para inclinar la balanza, no decir, no mirar, no existir, como esos insectos que se quedan quietos ante el peligro, creyendo poder desaparecer de la vista y aun del olfato, mudar de color abruptamente y confundirse con la piedra o la hoja sobre las que los enemigos los pillaron posados. Entonces Tupra bajó la mano izquierda, cogió la redecilla de De la Garza y estiró de ella con fuerza, en mala hora se la había puesto. Éste notó el tirón y apretó más los ojos como si quisiera saltárselos y encogió aún más el cuello, pero carecía de caparazón, no le era posible esconderlo.

– ¿Que no haga qué, Jack? -Eso me dijo Reresby sin mirarme, aún miraba al bulto a sus pies, a su merced, de rodillas ante un retrete-. ¿Quién te ha dicho lo que yo voy a hacer, no voy a hacer? Yo no te lo he anunciado, Jack. Dime, ¿qué es exactamente lo que no quieres que haga? -Y a continuación sí alzó los ojos. Me miró de frente como solía mirarlo todo, enfocando con nitidez y a la altura adecuada, que es la del hombre. Y después bajó la espada.


Le cortó la redecilla de un tajo, habrían bastado una cuchilla, unas tijeras, una navaja suiza para hacer eso, menos filo del que necesitaba un torero para cortarse la coleta cuando se retiraba en la plaza, aunque habría resultado más lento y no habría causado impresión al amenazado ni al testigo, ni habría sonado como sonó el sablazo, no fue como antes, como látigo o fusta en el aire, sino como un leve cachete plano o una tenue palma clara o hasta un escupitajo sobre baldosa lanzado, en todo caso fue audible, lo bastante para que De la Garza se llevara automáticamente las manos a los oídos en otro movimiento de protección imaginaria, no debió de pensar que si podía hacer ese gesto es que estaba vivo, sin duda tardó un poco más de la cuenta en decirse que había sobrevivido también a la tercera aproximación, paso o ronda de la tremenda hoja, que ésta no le había cercenado ni abierto ninguna parte del cuerpo, o quizá es que no se fiaba -y hacía bien, si así era- y aún aguardaba el siguiente golpe, y el otro, y uno más, del arma que se retiene y no se arroja; desde luego el segundo lo esperé yo unos segundos, menos que él, porque vi lo que él no vio todavía: el mínimo tiempo que tardó Tupra en alejarse unos pasos, quedarse con la mano libre y volver sobre ellos, De la Garza permaneció de piedra, como una extraña estatua implorante y angustiada, o más bien rendida, resignada al sacrificio, espantada, con los ojos cerrados y los oídos tapados, y así me recordó a Peter Wheeler -pero sólo en eso- cuando éste se cubrió de igual modo contra el estruendo del helicóptero que le pareció un Sikorsky H-5 y contra los vientos que levantaba, aquella mañana de domingo en su jardín junto al río, aquel día en que me habló más de Tupra y de su grupo sin nombre al que él había pertenecido y yo pertenecía ahora, por esa pertenencia tácita estaba yo allí aquella noche, en el cuarto de baño luminoso y limpio, formando parte del terror de un hombre. El que esa noche era Reresby se apartó, en una mano su espada y en la otra la redecilla cobrada como un escuálido trofeo, mucho menos que una cabellera, mero andrajo sudado; salió del gabinete guiñándome un ojo -pero no fue un guiño tranquilizador, lo entendí como si anunciara: 'Hasta aquí el preámbulo'- y se acercó a su abrigo colgado, ya no tan rígido en su caída, y entonces deduje que por la parte del forro, en la espalda, tenía un bolsillo interior muy largo y dentro de él una vaina, porque por allí metió la lansquenete y su deslizamiento sonó metálico, y de no haber habido funda la punta habría rajado el fondo de ese bolsillo estrecho y tan largo, setenta centímetros por lo menos para la hoja de la Katzbalger y acaso el mango asomaba para facilitar su saque, no pude verlo a las claras, pero por fuerza no cabía otra deducción posible. Respiré muy hondo -o fue más que eso- al ver desaparecer aquel hierro mortal, de momento. Que lo hubiera envainado no significaba necesariamente que no recurriera a él de nuevo -seguía allí a mano-, y podía obedecer a una precaución muy propia de Tupra, no dejar un arma así al alcance del enemigo, inadecuada esta palabra, el pobre agregado fantoche no combatía, ni siquiera se resistía; pero si Reresby se hubiera limitado a cruzar la espada sobre la cisterna o a depositarla en el suelo, nadie le habría garantizado que en un arranque de desesperación y pánico De la Garza no se hubiera tirado a ella y la hubiera empuñado, y entonces qué, las tornas vueltas, dos filos, fácil de manejar, poco pesada, siempre hay peligro en el ser más insignificante y débil, en el más cobarde y en el más vencido, y a ninguno puede subestimárselo nunca ni darle oportunidad de rehacerse ni de sobreponerse, de sacar fuerzas de flaqueza ni de hacer acopio de valor suicida, esa era una enseñanza de Tupra y por eso entendió bien un día -le gustó, la anotó mentalmente- esa expresión española que nos define tanto y que yo le descubrí y traduje: 'Quedarse uno tuerto por dejar al otro ciego', temía esa actitud como a la peste. Fue de agradecer que no se le ocurriera pedirme a mí que se la sostuviera, la 'destripagatos', no me habría hecho gracia encontrármela en la mano, esto es, empuñarla, aunque la habría cogido y blandido, claro está, ya puestos. O quizá es que no se fiaba tampoco del uso que yo pudiera darle, de que en un giro de los acontecimientos no acabara volviéndola contra quien no debía, nunca supe del todo si conté con su confianza, eso en realidad nunca se sabe, con respecto a nadie. Ni nadie debería ganarse la nuestra, enteramente.

Así que volvió sobre sus pasos hasta la cabina, con unos guantes puestos que sacó del abrigo, de los bolsillos convencionales -guantes negros, de piel, normales, buenos-, y pasó otra vez a mi lado con la redecilla o despojo en la mano y la derecha libre, su aire seguía siendo resuelto y pragmático y desapasionado, como si lo que tocaba en cada momento estuviera programado y además perteneciera a un programa ya probado. También ahora me guiñó el ojo, y no fue tranquilizador tampoco, eran guiños que no implicaban sonrisa sino mero anuncio o aviso rayanos en órdenes o instrucciones, esta vez lo entendí como 'Vamos a ello, no será largo y estaremos listos'; y por eso me salió decirle:

– Tupra, ya basta, déjalo estar, qué vas a hacer ahora, está medio muerto del susto. -Pero mi tono fue de menor alarma que cuando había gritado su nombre y apenas más, porque mi alarma era también mucho menor, una vez quitado de en medio el filo; tan grande era de hecho mi alivio, y tanto me habían remitido de golpe la angustia y el horror y el peso, que casi cualquier cosa que viniera ahora se me antojaba leve, bienvenida, poca. Qué sé yo, unas bofetadas, unos puñetazos, hasta alguna patada (en la boca incluida): en comparación con mis certidumbres de hacía un instante casi me parecían regalos del cielo, y a decir verdad no me veía muy dispuesto a impedirlos; o sólo con la voz, supongo. Era eso, sí: me sentía agradecido de que fuera a pegarle, como me imaginaba que haría, por las enfundadas manos. Nada más que a pegarle. No a cortarlo en dos ni a hacerlo trizas ni a desmembrarlo, qué enorme suerte, qué alegría.

– Será un minuto. Y recuerda quién soy, ya van tres veces.

No comprendí el sentido de esta última frase y además no me dio tiempo a pensármelo, ni tampoco a reflexionar sobre mi preocupante sentimiento de gratitud y mi anómala sensación de menos carga si es que no fue de cuasi criminal ligereza, porque en seguida Tupra se aplicó a la tarea: con diligencia recogió la papelina de la tapa del retrete, le ajustó la pestaña y la devolvió al bolsillo de su chaleco -de su variada colección no olvidaré aquel concreto, color verde sandía intenso-; luego pilló la Visa con los mismos dos dedos, la guardó en la cartera de De la Garza de donde había salido y se llevó ésta a otro bolsillo, de su chaqueta, junto con el billete hecho canuto. Lo que quedaba de raya, cocaína o talco, lo barrió de un manotazo, voló el polvillo, cayó al suelo, Rafita ni siquiera había llegado a aspirarla, nunca disfrutó aquella sustancia, tras preparársela. A continuación Tupra le echó la redecilla al cuello y tiró hacia atrás, y al instante se puso en cuarentena mi alivio -'Lo va a estrangular, lo va a ahorcar', pensé, 'no, no puede ser, no va a hacerlo'-, antes de darme cuenta de que no era ese el propósito -no se la enrolló, no apretó ni le dio vuelta-, sino obligarlo a alzar la cabeza, el agregado continuaba tan pegado a la tapa que le faltaba poco para abrazar la taza; y se habría abrazado, yo creo, de no haber preferido mantener las manos sobre los oídos, había elegido no ver ni oír nada en la ilusa esperanza de no enterarse así mucho de lo que le hacían, cuando el sentido del tacto iba a informarle, el dolor y el daño se lo dirían.

Una vez que lo separó lo bastante, Tupra abrió las dos tapas del retrete y con mucha violencia le hundió la cabeza en el interior de la taza, el impulso fue tan fuerte que hasta los pies fueron levantados del suelo, vi agitarse en el aire los cordones sueltos de De la Garza, ni él ni yo habíamos llegado a anudarlos. No temí, inicialmente, que el agua depositada en el fondo pudiera ahogarlo, porque el tobogán se estrechaba como es la norma y no cabría allí entera su ancha cara de crecida luna, que sin embargo se daba brutales golpes contra la loza -y se le quedaba algo atorada- cada vez que Tupra volvía a empujársela tras retirársela un poco, y además éste tiró de la cadena tres o cuatro veces seguidas, el chorro del agua azul era tan potente y tan prolongado que de nuevo me invadió brevemente la suprema alarma -'Lo va a ahogar, le inundará los pulmones', pensé, 'no, no puede ser, no va a hacerlo'-, y se me ocurrió que en todo caso bastaban dos dedos de líquido, un charco, para sumergir boca y nariz y así conseguir que alguien ya nunca más respirara; y que la momentánea subida del nivel del agua, con cada descarga, le traería a Rafita una segura sensación de ahogo, o de atragantamiento al menos; y eso que era el lavabo de los discapacitados: con suerte no habría resto de olores fétidos, con aún mayor suerte no se habría estrenado.

'No quiero ver a Tupra como a Sir Deatb, el Caballero Muerte', pensé, 'con sus fríos brazos de disciplinado sargento, brioso y atareado siempre; pero así empiezo ya a verlo, por la insistencia de sus capacidades y por el variado despliegue de sus amenazas, decapitación, estrangulamiento, ahogamiento, ya van tres, cuántas más quedan, con cuál va a quedarse a la postre si con alguna se queda, cuál escogerá para culminar su obra o su quehacer de experto, cuál será ya cumplimiento y hecho y ya no amago ni tentativa.' No lo hundía en el agua durante mucho rato, a De la Garza, luego tampoco parecía ser esa la forma definitiva, aunque en cualquier momento podía cambiar de idea y tan sólo le haría falta dejar pasar los segundos, unos cuantos más, unos pocos, esos que tan de prisa transcurren habitualmente que ni reparamos en ellos habitualmente, sobras del tiempo, sólo había que dejarlos pasar con la cara de mi compatriota pegada al agua -nariz y boca, eso bastaba-, y así vida o muerte a menudo dependen de los desdeñables segundos que se desperdician o de centímetros tan escasos que muchas veces se regalan, o se conceden al rival de balde -los que renunció a recorrer la espada-. 'Dos esbirros me sumergieron cabeza abajo y me ahogaron en una tinaja de tu nauseabundo vino, pobre de mí, pobre Clarence, agarrado por las piernas, que quedaron fuera e intentaron patalear ridiculamente hasta la borrachera última de mi garganta, traicionado y humillado y muerto por la infatigable astucia de tu lengua negra y deforme.' Pero aquello no era vino en barril estancado sino agua azulada que caía a chorros, y él no era George, Duque de Clarence, sino el tarado idiota de De la Garza, y no éramos nosotros dos esbirros y aún menos de rey asesino. O quizá yo sí lo era de Tupra o Reresby, recibía pequeñas órdenes del primero a diario, y las del segundo, aquella noche, eran más grandes y de una índole no prevista, distinta de la consentida por la remuneración de mi trabajo, me habían sacado de mis cometidos o habían forzado mi compromiso, bien que nunca escritos ni estipulados, nunca muy claros. O acaso sí éramos esbirros ambos aunque yo lo ignorara, del Estado, de la Corona, del MI6, del Ejército, del Foreign Office, del Home Office o de la Armada, podía yo estar al servicio de un país extranjero sin darme del todo cuenta, en mi sueño de extranjería, y tal vez de una manera en la que jamás habría aceptado estarlo al del mío. O podíamos ser esbirros de Arturo Manoia (según Pérez Nuix nuestros patronos eran variables, en aquellos días), y estar allí machacando a Rafita por exigencia suya y para resarcirlo, no sabía cómo se había tomado el retorno de su mujer a la mesa con la mejilla cruzada por el sfregio o chirlo, ella había salido a divertirse y bailar y regresaba con una marca, seguro que eso a Manoia no le habría hecho ninguna gracia. No cabía confiar en el maquillaje.

De pronto sonó una musiquilla ratonil, raquítica, como de teléfono portátil al que están llamando, tardé un poco en reconocer -no era sencillo- los acordes más sobados de un famoso y españolísimo pasodoble, debía de ser el archimanido 'Suspiros de España' al que tanto recurren en mi país los novelistas y los cineastas para crear cierta emoción de mala ley y barata (los izquierdistas de letrero en la frente lo aprecian tanto como los criptofascistas), una cosa inaguantable, tenía que ser esa melodía la que hubiera elegido para su móvil la pedantería racial de De la Garza, pobre De la Garza, hacía nada yo había pensado 'Es que le daría de tortas y no acabaría', lo había pensado en la pista y también luego, con lo de los cordones, y acaso alguna otra vez antes; pero eso era un decir, una forma de hablar figurada, en realidad es muy rara la vez en que uno quiere decir literalmente lo que está diciendo y aun lo que está pensando (si es un pensamiento lo bastante formulado), casi todas nuestras frases son de hecho metafóricas en sí mismas, el lenguaje sólo es aproximación, tentativa, rodeo, hasta el que usan los más brutos y los más iletrados, o puede que el más metafórico justamente sea el de ellos, quizá sólo se salven el técnico y el científico, y aun así no siempre (los geólogos son muy coloristas, por ejemplo). Ahora yo veía cómo le daban de golpes -no de tortas, Tupra todavía no lo había agredido ni una vez con sus manos directamente, ni siquiera con los guantes ya puestos, se le estaban mojando, a la basura irían- y estaba muy asustado y conmocionado, no sólo por desconocer hasta dónde le haría daño, si se convertiría del todo ante mi vista en Sir Death o en el Sargento Muerte o si se quedaría nada más en Sir Blow, no era poco, en el Caballero Golpe, o en Sir Wound, el Herida, o en Sir Thrashing-en todo caso ya era SirPunishment, el Caballero Castigo-, ninguno era agradable de descubrir en un allegado, y lo era aún menos contemplar sus actos; sino porque la infinita costumbre de ver violencia en las pantallas, y de que cada puñetazo y cada patada en ellas suenen como truenos sin rayos o estallidos de dinamita o edificios al desplomarse, nos ha llevado a creer en un carácter algo venial de la violencia, cuando su naturaleza no es venial nunca, y asistir a ella en la realidad, percibir sus emanaciones de cerca, notarla físicamente, palpitante, al lado, oler el inmediato sudor de quien se agita y hace esfuerzo y de quien se encoge y tiene miedo, oír el crujido de un hueso al desencajarse y el chasquido de un pómulo roto y el jirón de la carne al rasgarse, ver trozos y desprendimientos y que nos salpique la sangre, todo eso no es que horrorice, es que pone malo a cualquiera, literalmente enfermo, excepto a los sádicos y a los habituados, a los que conviven con eso a diario o cada poco tiempo, y, claro está, a los encargados de ejercerla profesionalmente. Hube de suponer que Tupra pertenecería a estos últimos, lo había visto tan decidido y ducho, sus movimientos casi rutinarios.

De ello me había hablado una vez mi padre, en una de nuestras conversaciones sobre el pasado o más bien sobre el que era suyo y no mío, el tiempo de la Guerra Civil y del posterior apisonamiento de las personas durante el primer franquismo, el primero que fue tan largo, fue eterno porque tampoco se supo cuándo había acabado y además volvía de tanto en tanto.

'Vuestra generación y las siguientes', me había dicho en esa segunda persona del plural a la que recurría a menudo, tenía bien presente que sus hijos éramos cuatro, y cuando hablaba con uno era cómo si se dirigiera a todos las más de las veces, o como si confiara en que el interlocutor de turno fuera a transmitir más tarde sus palabras a los otros, 'habéis tenido la suerte de vivir poca violencia real, de que eso haya estado ausente de vuestra existencia diaria, de que si os habéis encontrado alguna haya sido la excepción y no demasiado grave, unos palos en una manifestación o una reyerta en un bar, que siempre tiende a impedirse y no se le da vía libre ni suele generalizarse; tal vez un asalto, un atraco. Por fortuna, y ojalá os dure eso siempre, no habéis estado en situaciones en las que no había más remedio que contar con ella. Quiero decir que era segura, que uno sabía que aparecería en algún momento del día y si no de la noche, y que si a lo largo de una jornada por casualidad no la había o uno no se topaba de frente con ella y lo alcanzaba sólo de oídas -de eso sí que no se libraba nadie, de los relatos y los rumores-, podía tener la certeza de que era un regalo que al día siguiente no se repetiría, porque el cálculo de probabilidades no daba para tanto azar benévolo. La amenaza era permanente y también lo era la alerta. Mi habitación quedó destruida una tarde, cayó un obús, le dio de lleno, un gran boquete en la pared y el interior arrasado. Yo estaba fuera, había estado allí un rato antes e iba a regresar al poco. Pero podía haberme caído igual en otro sitio, andando por la calle o yendo en tranvía, en un café, en las dependencias, mientras esperaba a vuestra madre en su portal, en la radio o en un cine. Durante los primeros meses de la Guerra uno veía detenciones por doquier, a empellones y a culatazos a veces, o cacerías en las casas, sacaban y se llevaban a las familias enteras y a quienes estuvieran allí de visita, podía uno cruzarse con una persecución o un tiroteo en la esquina menos pensada, y oía de noche las descargas de los fusilamientos en las afueras, los llamados paseos, o disparos secos y aislados, de los pacos en las azoteas al atardecer o muy de mañana, sobre todo los primeros días (los francotiradores, ya sabes), o si sonaban de madrugada eran tiros a quemarropa en la sien o en la nuca, junto a las cunetas o no siempre allí, a veces hasta lo veía uno si tenía muy mala pata, veía saltar los sesos de alguien arrodillado, no es metafórico, o salir masa encefálica. Lo mejor era seguir, no mirar, alejarse rápido, no podía uno hacer nada, después de verlo, y si lo veía sólo de reojo podía darse con un canto en los dientes. Había verdugos que empezaban al anochecer, les daba pereza alejarse si no tenían coche disponible o andaban cortos de combustible, así que se metían en un callejón con escaso tránsito y allí liquidaban, se impacientaban y no eran capaces de esperar a que la ciudad medio durmiese, porque del todo ya nunca volvió a dormir, durante tres largos años de asedio, hambre y frío ni tampoco después, a partir del 39 la policía de Franco irrumpía en plena noche en las casas, en los mismos años en que la Gestapo lo hacía en el resto de Europa, eran primos hermanos. Más organizados, muchos fusilamientos los llevaban a cabo directamente en los cementerios, después del cierre o los cerraban al efecto; así que en algunas zonas se siguieron oyendo descargas en mitad de la noche durante bastante tiempo, tiempo de paz proclamada. No había mucha paz todavía, o sólo para los de ese bando, ellos sí dormían tranquilos. Nunca me explicaré cómo podían estarlo tanto, con toda aquella matanza. Es más. Había algunos decentes, pero la mayoría estaban ufanos.'

Recuerdo que mi padre había hecho una pausa entonces, o que era pausa lo supe luego. Se había quedado callado, yo me pregunté si se habría olvidado de lo que quería hablarme o decirme, no lo creía, él también solía retomar el hilo, o bastaba que yo tirara de él un poco para que regresara al tejido. Se quedó mirando al frente en el cual no veía nada, sus ojos azules y limpios se dirigían hacia aquella época, y ésta sí la discernían con nitidez sin duda, como si tuvieran la capacidad de observarla con unos prismáticos sobrenaturales, era una mirada muy semejante a la que le había visto a Peter Wheeler en ocasiones, o en concreto cuando subí el primer tramo de su escalera para señalarles a él y a la señora Berry dónde había encontrado la mancha de sangre nocturna que me había afanado en lavar y para la que ni él ni ella tuvieron explicación alguna. Era esa mirada que a menudo se les pone a los viejos aunque estén acompañados y hablando animadamente, son ojos mates de dilatado iris que alcanzan muy lejos en dirección al pasado, como si en verdad vieran sus dueños físicamente con ellos, quiero decir ver los recuerdos. No es una mirada ausente ni ida, sino intensa y concentrada, sólo que en algo a muy larga distancia. También la había advertido en los ojos de dos colores del hermano que conservó el apellido, Toby Rylands. Quiero decir cada ojo de uno distinto, uno de color aceite y el otro de ceniza pálida. Uno agudo y casi cruel, de águila o gato, y el otro de perro o caballo, meditativo y recto. Pero cuando miraban así se igualaban, por encima de los colores.

'A mí me tocó ver lo de aquí, lo de Madrid', continuó mi padre, 'y aún oí más de lo que vi, mucho más. No sé qué es peor, si escuchar el relato o presenciar el hecho. Quizá lo segundo resulta más insoportable y espanta más en el instante, pero también es más fácil borrarlo, o enturbiarlo y engañarse luego al respecto, convencerse de que no se vio lo que sí llegó a verse. Pensar que uno anticipó con la vista lo que temió que ocurriera y que al final no sucedió. El relato es en cambio cosa cerrada e inconfundible, y si es escrito puede volverse a él y comprobarse; y si es oral pueden volver a contárselo a uno, y aunque así no sea: las palabras son más inequívocas que los actos, al menos las que uno oye, respecto a los que ve. A veces éstos sólo son vislumbrados, es como una ráfaga de visión, no dura nada, un fogonazo que además ciega los ojos, y eso es posible manipularlo después con la memoria, adecentarlo, que en cambio no nos permite demasiada tergiversación de lo oído, de lo relatado. Claro que relato es mucho decir, y mucho llamarlo, para lo que por ejemplo me alcanzó una mañana en el tranvía, un par de frases dichas al desgaire, a las pocas semanas de estallar la Guerra, las de más furia asesina y un descontrol absoluto, mucha gente cedió e iba llena de ira, y si tenía armas hacía lo que quería, y aprovechaba el pretexto político para ajustar cuentas personales y tomar venganzas exageradas. Bueno, ya lo sabes. Lo mismo en las dos zonas: en la nuestra se le puso algo de coto a eso más tarde, aunque no el suficiente; en la otra, apenas ninguno durante los tres años, ni tampoco luego, con el enemigo ya vencido. Pero tanto me impresionó aquella violencia que me fue referida -en principio no a mí sino a cualquiera que estuviera a tiro, eso es lo tremendo-, que de lo que me acuerdo perfectamente es de por dónde pasaba el tranvía en aquel momento, en el momento en que llegó a mis oídos. Torcíamos desde Alcalá para entrar en Veláz-quez, y una mujer que iba sentada en la fila de delante señaló con el dedo hacia una casa, un piso alto, y le dijo a la otra con la que viajaba: "Mira, ahí vivían unos ricos que nos los llevamos a todos y les dimos el paseo. Y a un crío pequeño que tenían, lo saqué de la cuna, lo agarré por los pies, di unas cuantas vueltas y lo estampé allí mismo contra la pared. Ni uno dejamos, a la mierda la familia entera". Era una mujer con aspecto algo bruto, pero no más que el de tantas otras mil veces vistas en el mercado, en la iglesia o en un salón, pobres o adineradas, mal o bien vestidas, sucias o limpias, en todos los ambientes y clases se dan bestiajas, yo las he visto igual de bestias comulgando en misa de doce en San Fermín de los Navarros, con abrigos de pieles y joyas caras. Aquella mujer comentó su salvajada con el mismo tono en que podía haber dicho: "Mira, ahí serví una temporada, pero a los pocos meses me largué sin aviso porque eran inaguantables. Los dejé plantados, con un palmo de narices". Con toda naturalidad. Sin darle excesiva importancia. Con la absoluta sensación de impunidad que hubo en aquellos días, le traía sin cuidado quién la oyera. Con orgullo incluso. Con jactancia al menos. Por supuesto con enorme desprecio hacia sus víctimas. Y esperar una nota de remordimiento habría sido del todo iluso, claro, de eso no había ni asomo. Me quedé helado y asqueado y me bajé en cuanto pude, para no seguir viéndola ni correr el riesgo de oírle contar más hazañas, una o dos paradas antes de la que me convenía. No dije nada, en aquellos días era imposible si quería uno salvar el cuello, a uno podían detenerlo por cualquier cosa y darle el paseo, aunque fuera republicano; o como a tu tío Alfonso, que no era nada, un muchacho, y a la chica que iba con él cuando lo cogieron, que todavía era menos nada. La miré de reojo antes de bajarme, una mujer común, de facciones bastas pero no feas, joven, aunque no tanto como para suponerle la frecuente inconsciencia de los pocos años, tal vez tenía ya hijos o los tuvo luego. Si sobrevivió a la Guerra y no fue represaliada (y no lo sería por eso que yo oí que hizo, seguro; si acaso, si se significó en otras cosas más rastreables y reconstruibles al término de la Guerra o si alguien bien situado entonces le tuvo ojeriza y la denunció sin más, o intuitivamente; porque todo lo atroz primero se quedó en el limbo), lo más probable es que haya llevado una existencia normal y que no le haya dedicado mucho pensamiento a aquello. Será una señora como tantas otras, quizá risueña, cordial, simpática, con nietos por los que se desvivirá, y hasta es posible que haya sido una fervorosa franquista durante toda la dictadura, y que nada de eso le haya creado el menor conflicto. Mucha gente con barbaridades y crímenes inhumanos a sus espaldas ha vivido así largos años, tranquilamente; aquí, y en Alemania, en Italia, en Francia, ya sabes que de pronto nadie había sido nazi, ni fascista, ni colaboracionista, y cada uno que lo había sido se convencía a conciencia de no haberlo sido, y además se lo explicaba: "Ah no, lo mío fue diferente", suele ser la frase clave. O bien: "Fue la época, quien no la haya vivido no puede entenderlo". Casi nunca es difícil salvarse ante la propia conciencia si es eso lo que uno quiere a toda costa, o lo que necesita, y aún menos si esa conciencia es compartida, si es parte de una mayor, colectiva o incluso masiva, lo cual facilita decirse: "No fui único, no fui un monstruo, no fui distinto, no me destaqué; porque había que sobrevivir y casi todos hicieron lo mismo, o lo habrían hecho de haber ya nacido". Y a los que son religiosos, precisamente, puede serles más fácil que a nadie, no digamos a los católicos, ahí están los curas para limpiarlos en su territorio sublime, en el más íntimo, y los de aquí, no te quepa duda, estuvieron más dispuestos que nunca a absolver, a relativizar y justificar cualquier canallada o ensañamiento de sus protectores y camaradas, ten en cuenta que ellos también fueron beligerantes, y los alentaron. Y en fin, todo eso ayuda, pero ni siquiera hace falta. Las personas tienen una capacidad increíble para olvidar voluntariamente lo por ellas infligido, para borrar su pasado sangriento no ya ante los otros -ahí la capacidad es infinita, ilimitada-, sino ante sí mismas. Para persuadirse de que las cosas fueron distintas de como fueron, de que ellas no hicieron lo que claro que hicieron, o de que no tuvo lugar lo que sí lo tuvo, y con su imprescindible concurso. La mayoría somos maestros en el arte de adornar nuestras biografías, o de suavizarlas, y en verdad asombra lo sencillo que resulta desterrar pensamientos y sepultar recuerdos, y ver lo pasado sórdido o criminal como un mero sueño de cuya intensa realidad nos zafamos a medida que avanza el día, es decir, a medida que nuestra vida sigue. Y yo, sin embargo, al cabo de tantísimos años, cada vez que paso por la esquina de Alcalá con Velázquez no puedo evitar mirar hacia arriba, un cuarto piso, hacia aquella casa que la mujer señaló con el dedo una mañana de 1936 desde el tranvía, y acordarme de aquel niño pequeño muerto, aunque para mí no tenga rostro ni nombre y nunca haya sabido de él más que eso, un par de frases siniestras que el azar trajo a mi oído.'


Mi padre volvió a quedarse en silencio, y ahora tuve algo que decir durante su pausa. El azul de sus ojos parecía intensificado. Dije, de hecho, lo que ya venía pensando, desde hacía poco:

'Puede que a partir de ahora yo también mire hacia esas casas, aunque no sepa exactamente de cuál se trata, cuando pase por esa esquina. Ahora que te he oído el relato'.

Hizo un ademán con la mano en el aire, o más bien con tres dedos, índice y corazón y el pulgar acompañándolos por mimetismo con leve retraso, como si yo hubiera tocado una cuestión ya muy vieja, hacía tiempo debatida y zanjada. Casi como si la alejara o la desechara, por irremediable.

'Sí, ya lo sé, quizá no se debería contar nunca nada', me contestó. 'Quiero decir nada malo. Cuando empezasteis a nacer, vuestra madre y yo nos lo planteamos: ¿cómo íbamos a contaros lo que había pasado aquí mismo, donde vivíais, tan sólo quince, veinte años antes de que vinierais al mundo, o incluso más en el caso de tu hermana? Aquello no nos parecía contable a unos niños, menos aún explicable, esto no lo era ni para nosotros mismos, que habíamos asistido a ello desde el principio hasta el fin. Para nuestra capacidad de olvido no era mucho tiempo, y además todo permaneció en carne viva más de la cuenta, ya se encargaba el régimen de que así fuera. No se hizo limpieza mental, nunca, ni nada por aplacar los ánimos, su falta de generosidad fue constante y, como todo lo demás, totalitaria, porque se dio en todos los órdenes y en todos los ámbitos de la vida, hasta en lo intangible. Yo le dejé la decisión a ella, a vuestra madre, que estaba más que yo con vosotros; siempre fuisteis más suyos que míos, y por eso me da tanta lástima que haya acabado conociéndoos mucho menos que yo, durante menos años y con edades solamente juveniles, cómo decir, más inacabados de lo que lo estáis ahora, aunque todavía lo estéis bastante y tú el que más, no es por nada. Y a vuestros hijos, que ni siquiera los viera. A mí me pareció siempre bien su criterio. Ella creía que no debíais sentiros nunca amenazados, preocupados personalmente, temerosos por vosotros mismos, por que os pasara algo terrible. Inseguros de vuestra cotidianidad y de vuestro paso. Debíais sentiros en conjunto protegidos y a salvo. Pero tampoco juzgaba prudente ni favorable que ignorarais lo que es el mundo, lo que puede llegar a ser o lo que ha sido. Pensaba que si sabíais poco a poco, sin truculencias ni detalles feos e innecesarios, y sin sentiros por ello directamente en peligro, estaríais prevenidos y mejor preparados y contaríais con más recursos. Y también dependía, claro, de lo que preguntarais. Siempre tuvo mucha aversión a mentiros. Quiero decir cabalmente, a deciros que no era verdad lo que sí lo era. Podía atenuarla o disfrazarla un poco, la verdad, pero no negárosla. No sé yo ahora, hay esa tendencia a encerrar a los niños en una burbuja de felicidad entontecedora y sosiego falso, a no ponerlos en contacto ni siquiera con lo inquietante, y a evitar que conozcan el miedo y hasta que sepan de su existencia, creo que circulan por ahí, que hay quienes les dan a leer o les leen versiones censuradas, amañadas o edulcoradas de los cuentos clásicos de Grimm y de Perrault y Andersen, desprovistas de lo tenebroso y cruel, de lo amenazador y siniestro, a lo mejor hasta de los disgustos y los engaños. Una estupidez descomunal desde mi punto de vista. Padres ñoños. Educadores irresponsables. Yo eso lo consideraría un delito, por desamparo y por omisión de ayuda. Porque a los niños los protege mucho percibir el miedo ajeno, y así concebirlo con serenidad, desde su seguridad de fondo; experimentarlo vicariamente, a través de otros, sobre todo por personajes de ficción interpuestos, como un contagio de corta duración, y además sólo prestado, y no tanto como fingido. Imaginarse algo es empezar a resistirlo, y eso es también aplicable a lo ya sucedido: uno resiste mejor las desgracias si después logra imaginarlas, después de haberlas sufrido. Y claro, el recurso más común de la gente para eso es relatarlas. En fin. No es que yo crea que todo puede ni debe contarse, ni mucho menos. Pero tampoco es admisible falsear en exceso el mundo y lanzar a él idiotas y pánfilos a los que jamás se ha contrariado ni se ha permitido la menor zozobra. A lo largo de mi vida yo he procurado medir lo que podía contarse, antes de contar algo. A quién, cómo y cuándo. Hay que pararse a pensar en qué fase o momento de su vida está el que escucha, y tener presente que lo que uno le cuente lo sabrá ya para siempre. Lo incorporará a su conocimiento como yo incorporé aquella matanza concreta de la que me enteré en un tranvía, y eso que era una más de tantas. Pero no me he deshecho de ese conocimiento, ya ves, como tampoco me deshice nunca de otro relato de la Guerra que, por ejemplo, mira, no se me ocurrió contarle a vuestra madre entonces, aunque ella estuviera curada de espantos y el día que lo escuché yo volviera muy revuelto a casa. Pero para qué, pensé, para qué angustiarla con algo más, ahora que la Guerra ha terminado, ya se me pasará, ya lo olvidaré yo solo sin compartir ni trasladarle la carga. Y se me pasó poco a poco, porque casi todo se pasa. Pero no se me ha olvidado, eso era mucho esperar, cómo podía. El regalo me lo hizo un notorio escritor falangista que luego dejó de ser lo segundo, como casi todos, y en los últimos años de Franco, y no digamos después de su muerte, aún tuvo suficiente cuajo para dárselas de izquierdista veterano, qué te parece, y la gente se lo tragaba. Gente no ignorante, gente de prensa y de política. Así siempre fue celebrado, bajo los dos colores, con la superficialidad ética característica de España.'

Se detuvo un instante, pero esta vez no recordaba con particular intensidad ni viveza, sino que pensaba, o vacilaba, o incluso se mordía la lengua. Se había frenado.

'No puede parecerme nada', aproveché para decirle, 'si no sé de quién se trata ni me cuentas la historia. ¿Qué relato fue ese? ¿Quién era?'

'Acabas de reprocharme que te haya contado lo de aquel tranvía', me contestó, y creí notarlo una pizca ofendido. 'No sé si debo seguir hablando.' Y sonó como si me pidiera permiso. Sonó extraño.

'No exactamente. No era ningún reproche, qué absurdo. Eso sería como reprochar a los historiadores que escriban lo que averiguan o lo que conocen de primera mano. Nos pasamos la vida ampliando el catálogo de horrores habidos, no cesan de descubrirse, de salir a la superficie. Que yo te lo oiga contar a ti no me puede hacer el mismo efecto que te hizo a ti oírselo a aquella mujer. Lo contaba quien lo había hecho, y con alardeo. Y entonces acababa de suceder. Aún estaba sucediendo, aquí y en todas partes, es muy distinto. No te preocupes. Puedes contarme cualquier cosa, ninguna será peor que muchas de las que leo, o que las que vemos en la televisión todos los días. No te me conviertas tú ahora de repente en padre ñoño, a estas alturas. Sólo faltaría eso. Y además, tendría que denunciarte. Acusarte de desamparo y, cómo has dicho, de omisión de ayuda.'

Se rió un poco, le hizo gracia que desarmara sus improvisados reparos con sus propios argumentos y términos, acababa de utilizarlos. Pero no pudo dejar de dedicarme un plural, antes de proseguir: incluirnos a los cuatro hermanos era también una manera de moderar la reprensión a uno solo.

'Mira que sois majaderos a veces', dijo. Y luego ya volvió a singularizarme. 'Bueno. No te voy a decir quién fue, su nombre. No puedo estar seguro de que si lo sabes tú vayas a callártelo, como he hecho yo siempre. Desde tu punto de vista no tendrías por qué. No te sentirías obligado, ni aunque yo te lo pidiera, y prefiero no arriesgarme, Jacobo. No es por consideración hacia él, porque lo único que le he tenido ha sido desprecio y rencor desde que le oí contar aquello. O bueno, más que eso: asco, y una tremenda aversión. Ansias de venganza supongo que no, más que nada por lo mucho que consumen las ansias de lo que no puede cumplirse, yo era un represaliado y él un vencedor con influencias, imagínate. Pero mira que durante cincuenta años no paró de publicar libros, y de recibir premios y ser jaleado y salir en la prensa y en la televisión, y yo creo que durante la mitad de ellos o más no le leí ni una línea, y pasé rápidamente la página de cualquier periódico en la que apareciera una entrevista con él, o una reseña de una obra suya, no podía soportar ver su cara ni su nombre impreso. Más tarde sí: me entró la curiosidad de ver de qué era capaz, hasta dónde podía llegar en la biografía-ficción que empezó a fabricarse públicamente, sin el menor sonrojo. Y, sobre todo, sucedió que por azar, por trabajo, conocí a su mujer y la traté. Ella era una persona buenísima, y muy alegre, que sin lugar a dudas ignoraba los aspectos más repulsivos de su marido, o los hechos más repulsivos de su actuación en la Guerra. Era bastante más joven que él, diez o doce años, debieron de casarse hacia 1950, él ya un poco tardíamente para la época, con los treinta y cinco cumplidos o más. Y ella no sólo era buenísima, y alegre, y competente, sino que en una ocasión se portó muy bien con nosotros, y con vuestra madre en particular. No viene al caso. Pero yo le guardo una enorme gratitud, y mi consideración ha sido siempre hacia ella, no hacia él.'

'¿Vive aún? ¿Viven aún?', le pregunté.

'No. Él murió hace unos años, y ella lo siguió no mucho después.'

'¿Y entonces?' Lo que quería decir era '¿A qué viene entonces mantener la consideración y el silencio?', y mi padre lo entendió.

'Andan por ahí las hijas, eran dos niñas muy monas, muy graciosas, las vi una vez o dos. Y también eran las hijas de ella, lo son, no sólo del hombre importante. Bueno, importante mientras vivió y pudo defender su sitio, y bien que se valió de todos los medios. Pero han pasado muy pocos años y ya apenas si se habla de él, y su recuerdo menguará todavía más, una figura inflada. Pero yo no les daría un disgusto así a las hijas de ella, a las que quería casi tanto como al marido infame, se desvivía por ellas y sobre todo por él, uno de esos amores fijos que no disminuyen ni se ven cuestionados, ni por el tiempo ni por las infidelidades, están por encima de eso (infidelidades veniales, él también la quería mucho a su modo egoísta y frivolo y no habría podido estar sin ella; hasta en eso tuvo suerte, en morirse antes). No, yo nunca les traería tal vergüenza a sus niñas. Y aunque no hubieran existido. Tampoco se la traería póstumamente a alguien tan afectuoso y compasivo. Me parece que para vuestra generación y las más nuevas no importa mucho el buen o el mal nombre de los muertos, pero para nosotros sí. Por lo demás, seguramente alguien acabará divulgándolo un día, al tratarse de un personaje público, y vete a saber, a lo mejor a todo el mundo le trae sin cuidado entonces y no se ve como ignominia, ni como mancha siquiera, y sus apologistas lo pasan por alto como si fuera algo anecdótico: este país no es sólo superficial, es arbitrario y muy parcial, y cuando otorga a alguien bula rara vez se la retira. Pero no seré yo quien lo cuente, ni se sabrá por una imprudencia mía contigo, no será por descuido mío ni a través de mí. Aunque la mayoría ya habrán muerto, cuando yo se lo oí relatar estábamos presentes cinco, y seguro que no fue esa la única vez que lo soltó tan ancho, así que la historia la conocerán unos cuantos (lo mismo quedamos ya pocos vivos). Pero no me extrañaría nada que sí hubiera sido la última, esa vez, y que a partir de aquel aperitivo procurara callársela, y hasta iniciara el proceso de la minuciosa ocultación posterior. Es muy probable.'

'¿Aperitivo? Qué fue lo que contó', le pregunté sin subrayar el tono interrogativo. Me di cuenta de que ya iba queriendo saberlo, pese a que por lo general no sonsacaba a mi padre así tuviera curiosidades, le dejaba en paz los recuerdos si él no los convocaba por su cuenta y su voluntad. Y también pese a haberle mentido un poco y haberme mentido de paso otro poco a mí, momentáneamente: no era verdad que él pudiera contarme cualquier cosa, quiero decir sin consecuencias para mi ánimo o mi pesadumbre, ni que lo ingrato que relataran sus labios fuera más soportable o menos malo de saber que las peores atrocidades leídas en los libros de Historia o que las contemporáneas vistas en televisión. Lo que él contaba no sólo era tan real y verídico como el cerco de Viena en 1529 o la espantosa caída de Constantinopla ante los turcos infieles en 1453; como la matanza en Gallípoli de los compatriotas de Wheeler y las tres batallas o carnicerías de Ypres durante la Primera Guerra Mundial; como el arrasamiento de la aldea de Lidice y los bombardeos de Hamburgo y Coventry y Colonia y Londres durante la Segunda; sino que además había ocurrido aquí, en las mismas ciudades y calles pacíficas, alegres, hoy prósperas, 'campos amenos' en los que yo había pasado la mayor parte de mi vida y mi infancia casi entera; y no sólo había ocurrido aquí -lo mismo que los fusilamientos del 3 de mayo de 1808, en lo que los ingleses llaman la Guerra Peninsular, o que el sitio de Numancia entre el año 154 y el 133 antes de Cristo, o que tantos ensañamientos más-, sino que eran cosas que le habían sucedido a él, que habían visto sus ojos azules y volvían ahora a ver (ahora mates y de dilatado iris), o que habían oído sus indefensos oídos y volvían ahora a oír (el estómago revuelto, el pecho oprimido como en los turbios y agitados sueños, plomo sobre su alma todo ello). Lo que me hacía sus experiencias malas más arduas de conocer que casi cualquier desventura o crueldad pasadas, o incluso actuales pero lejanas, era que lo habían afectado personalmente y habían entristecido su biografía, la de alguien tan cercano y que además yo tenía aún delante, aún vivo, aún en presencia, quién sabía por cuánto más tiempo, con la cabeza bien clara aún. No, no se recibe, no se encaja igual la información de primera mano de un desconocido -un cronista, un testigo, un locutor, un historiador- que la de quien uno lleva tratando desde que nació. Uno ve los mismos ojos que vieron, y que descubrieron en un fichero, con desolación, la foto de un muerto joven con un disparo en el oído o en la sien; y oye la misma voz que hubo de advertírselo a la hermana del muerto, o que hubo de callar con horror o con pena o con sofocada cólera cuando los correspondientes oídos oyeron involuntariamente, en un tranvía o en un café, lo que habrían preferido no oír jamás ('Calla, calla y no digas nada. Guarda la lengua, escóndela, muérdela, trágala aunque te queme, como si te la hubiera comido el gato. Calla, y entonces sálvate').

'Yo había ido una mañana a la editorial de Gómez-Antigüedad', me contestó esa voz, 'a ver si me daban alguna traducción para hacer, aunque no las pudiera firmar con mi nombre, u otras tareas anónimas y esporádicas, informes sobre libros extranjeros y cosas así. Se ocupaba ya sobre todo el hijo, Pepito, al que yo conocía levemente del Crucero y de la Facultad, y que fue uno de los raros vencedores que se portó con gran decencia y generosidad, ya lo sabes: nos echó una mano a algunos represaliados que él juzgaba de valía, y además durante los primeros años, cuando más difícil teníamos trabajar en nada, hasta el 45 fue todo muy duro y apenas más suave hasta el 53. Vuestra madre y yo nos habíamos podido casar gracias a sus clases de francés, a una pequeña ayuda de su madrina, que tenía dinero y lo había logrado conservar mal que bien, y a los encargos que la Revista de Occidente me hacía de vez en cuando; pero para salir adelante había que buscar más cosas, y sin cesar, porque las tres cuartas partes de lo que intentaba solían no resultar. O más. Antigüedad me recibió, el hijo, y le expuse mi caso.' ('Cada vez que pedimos estamos expuestos, vendidos', pensé, 'a merced casi absoluta del que concede o niega.') 'Pese a nuestras diferencias políticas, le parecía injusto lo que se había hecho conmigo, y me dio un par de obras para traducir, una del alemán, Schnitzler, y otra del francés, Hazard, me acuerdo bien. Entonces eso era para mí como si me hubiera tocado la lotería. Poder hacer algo remunerado, aunque fuera escasamente. Uno cogía lo que hubiera, con entusiasmo, siempre os he dicho que no hay trabajo malo mientras no haya otro mejor. Estuvo muy cordial, y para celebrar la colaboración me propuso bajar a tomar algo a lo que antiguamente fue el Café Roma, en Serrano, él tenía la editorial muy cerca, en Ayala.'

'Recuerdo bien el Café Roma', le dije, 'por lo menos duró hasta mi primer año de Universidad.'

'Puede ser', contestó, sin querer detenerse ya más. Pensé que más valía que no lo interrumpiera otra vez, había empezado a contar algo que le costaba contar, era mejor que no volviera a pensárselo, o a dudar, como había hecho con mi madre en su día, aquel día en que él lo oyó, y se lo decidió guardar. 'Nada más entrar, lo llamaron de una mesa, unos conocidos o amigos suyos, y nos invitaron a acompañarlos. No sé si me conocían a mí, quiero decir si mi nombre les decía algo cuando les fui presentado, pero yo sí sabía quiénes eran dos de ellos, los otros dos no. Uno era el escritor en cuestión, aún flamante falangista, y el otro un monárquico de los de la infinita paciencia y la ninguna prisa, esto es, tan franquista en aquel momento como el que más. Ambos con sus respectivos carguitos, ya. El escritor, en realidad, sólo empezaba a sonar entonces como tal: había publicado un libro de poesía anticuada o quizá ya dos, muy jaleados por razones obvias, más tarde dejó el verso y se dedicó a la novela, que fue con lo que hizo carrera; escribió algo de teatro pedestre y un ensayo pedestre también. Estos dos parecían haberse reencontrado al cabo de mucho tiempo con los otros, y todavía entonces la gente andaba contándose lo que había sido de ella durante la Guerra, lo que había sufrido o lo que había hecho sufrir. Y este fue el caso. Se intercambiaban experiencias, historias, alguna proeza, alguna penalidad, alguna barbaridad. Gómez-Antigüedad participaba un poco, yo no. Y, en medio de todo ello, el escritor mencionó un nombre para mí bien conocido y bastante apreciado, el de un antiguo compañero de la Universidad. No había sido amiguísimo, era de un curso inferior al mío, pero había tenido buen trato con él, ocasional, y además era un hombre que caía bien: Emilio Mares, andaluz, muy simpático, ingenioso, era presumido con gracia y frívolo con deliberación, se las daba de anarquista pero sin ninguna solemnidad, incluso en sus peroratas había siempre algo de guasa, y además iba como un pincel, de punta en blanco, el tipo de anarquista clásico de novela desde luego no lo daba; un hombre muy grato, permanentemente de buen humor. El inicio de la Guerra lo había pillado en su tierra, para el 18 de julio muchos estudiantes que no eran de Madrid ya se habían ido a sus lugares de origen a pasar el verano con sus familias, él era de un pueblo de Málaga o de Granada, no estoy seguro, en el que su padre era alcalde creo que socialista: de Grazalema, o de Casares, o Manilva, por ahí. Nos habían llegado noticias, en plena Guerra, de que lo habían matado en Málaga los nacionales, supusimos que en la ciudad, que había caído en febrero del 37 con la intervención decisiva de los Camisas Negras italianos, más de diez mil. Imaginamos que habría sido fusilado sin más. Allí la represión fue particularmente feroz, la venganza, porque la ciudad se había resistido durante siete meses y la gente había hecho mucho el bestia, paseos en abundancia, pillaje indiscriminado, quema de iglesias, ajustes personales, como al principio aquí. Luego se contó que los nacionales, una vez tomada la ciudad, el Duque de Sevilla al frente, corrigieran y aumentaron, y que en el plazo de la primera semana pasaron por las armas a unos cuatro mil. Quizá no fueran tantos, pero es lo mismo: se hartaron de dar café, ya sabes que ese era el eufemismo de Franco y los suyos para ordenar las ejecuciones, "Dadles café", decían, y los detenidos al paredón. En Málaga los llevaban a la playa, a muchos. Tan salvaje fue la cosa que los italianos protestaron, se sintieron salpicados por la sangría suelta, hasta el punto de que el embajador, Cantalupo, habló con Franco y se personó allí para frenar la situación. En algún sitio leí que se quedó atónito al ver la furia desatada, y cómo hasta las señoronas ricas, bien católicas ellas, se dedicaban a profanar las tumbas de republicanos, en fin.' Mi padre se detuvo y se pasó la mano por la frente o casi se la estrujó, con cuatro dedos, como si quisiera arrancarse algo de allí, quizá imágenes, quizá relatos. Tenía ochenta y tantos años. Pero fue una pausa muy breve y en seguida volvió: 'No recuerdo exactamente cómo se llegó a aquel episodio, allí en el antiguo Roma, en la conversación. Pero sí tengo grabado lo que se refirió a Mares. Creo que uno de ellos comentó en tono ofendido que muchos republicanos, al rendirse o ser detenidos, "encima se ponían muy dignos", algo así dijo. Y más o menos entonces, espoleado por la mención de esa osadía, el escritor se animó a contar la lección que le habían dado a uno. Contó que una vez, en Ronda (Ronda había caído mucho antes que Málaga, en septiembre u octubre del 36), llevaron a tres presos a las afueras para fusilarlos con la primera luz, y, como era costumbre, les ordenaron cavar (era costumbre en ambos bandos, y me temo que en los de cualquier guerra también). Uno de ellos, "un lechuguino que se llamaba Emilio Mares", esas fueron sus palabras, "hijo de un alcalde rojo de por allí", se negó, y les dijo a sus verdugos: "A mí me podréis matar y me vais a matar. Pero a mí no me toreáis". No estaba dispuesto a hacerles parte del trabajo, vamos. La salida me casó con el personaje que yo conocía, aunque claro, ese día sin su buen humor: un desplante postrero, no debía de quererse ver con una pala en la mano en el momento final, sacando tierra, sudando y manchándose. "Fijaos si se nos puso chulo el tío", prosiguió el escritor; "como si pudiera imponer condiciones. Ya se veía que, por muy rojo que fuera, era un niño de papá, iba de veinticinco alfileres, el señorito. Y encima instó a sus dos compañeros a negarse también. No le hicieron caso, por suerte para ellos. Estaban demasiado asustados y cavaron. Él debió de creer que en todo caso les dispararíamos luego sin más a los tres, delante de la fosa abierta. Uno de nuestra partida, que era de la provincia y le tenía ya echado el ojo desde tiempo atrás, le dio un culatazo en la cara que lo tiró al suelo, y le volvió a ordenar que cavase. Y el tío siguió negándose, y repitió que a él lo matábamos, y a golpes si nos venía en gana, pero que torearlo, no. «Como que me llamo Emilio Mares, a mí no me toreáis», insistió. Se plantó en ese plan, con el nombre por delante y todo, no sé quién se creía. Pues mirad. Nada más os digo que en mala hora se le ocurrió emplear esa expresión, porque, ¿sabéis lo que hicimos?" Y el escritor esperó un poco, como para crear expectativa y buscar un mayor efecto, como si en verdad necesitara oírnos decir "No, ¿qué?", aunque tampoco aguardó lo bastante, porque la pregunta era sólo retórica, teatral. Entonces bajó el índice con energía sin llegar a tocar la mesa, como si puntualizara o subrayara, como si presumiera de la respuesta, y a la vez que hacía ese gesto se la dio y nos la dio: "Lo toreamos", dijo con jactancia. Satisfecho de la lección. Me acuerdo de que se hizo un silencio inmediato, de estupor, de incomprensión. Yo creo que ninguno acabamos de entenderlo bien, o no en el primerísimo instante, porque hasta aquel momento la palabra "torear", claro está, había aparecido tan sólo en su sentido figurado de "burlarse"; y porque era inconcebible también. Con desconcierto y algo ya de aprensión, fue Antigüedad quien le preguntó: "¿Qué quieres decir, que lo toreasteis?". "Eso. Que le tomamos la palabra y lo toreamos, literalmente. Lo lidiamos", contestó el escritor. "La idea fue del malagueño que le tenía ya ganas de antes. «Conque no, ¿eh?», le dijo. «Tú te vas a enterar.» Y cogió la camioneta, se volvió para la ciudad y en menos de media hora estaba de regreso en el campo con todos los trastos. Allí mismo lo banderilleamos, lo picamos un poquito desde el techo de la camioneta haciéndole pasadas lentas, y luego fue su paisano el que se encargó del estoque. Un tipo atravesado, muy cabrón, y se vio que tenía algo de práctica, le entró muy bien a matar, la primera hasta el fondo, cruzada en el corazón. Yo le puse sólo un par de banderillas cortas, en lo alto de la espalda. Vaya si se enteró, el tal Emilio Mares. A los otros dos los tuvimos de público y los obligamos a gritar oles. No los fusilamos hasta rematar la faena, en premio por haber cavado. Así pudieron ver de lo que se habían librado. El malagueño se empeñó en cobrarse una oreja. Un poco pasado de rosca, pero tampoco se lo íbamos a impedir los demás." Eso fue lo que contó durante el aperitivo el famoso y celebrado escritor', añadió mi padre, y su voz sonó abatida nada más acabar la rememoración; 'aunque cuando de verdad fue famoso ya sí que no lo volvió a contar. Tuvo exequias solemnes cuando murió. Creo que hasta un ministro muy democrático ayudó a llevar el ataúd'.


Ahora sí se quedó callado más rato, con la mirada anciana de recordar, como si en verdad hubiera vuelto al desaparecido Café Roma de la calle Serrano, o allí a Ronda donde no había estado, quiero decir no en septiembre del 36, cuando debieron de torear y descabellar a su amigo. Fue el 16 de ese mes, lo comprobé más tarde, cuando cayó esa ciudad 'heroica y fantástica' con su enorme precipicio o tajo, cayó a manos del General Varela de los sempiternos guantes blancos -o quizá era Coronel entonces: dormía con sus medallas puestas, se contaba-, un hombre mucho más sanguinario que el jefe de los Camisas Negras, el italiano Coronel Roatta que avanzó sobre Málaga y se apodó 'Mancini', como mi músico protector, siguiendo la pauta de perder o renunciar al nombre de tantos que pasaron por aquella Guerra; pero no menos, en todo caso, que quien se adueñó y mandó en Málaga una vez tomada, Duque de Sevilla su inoportuno título: ay estos españoles que despedazan siempre, silenciosos unos y locuaces otros; ay 'estos hombres, de ira llenos', tantos son y tantas veces.

Allí en Ronda se había demorado el poeta Rilke un par de meses de veinticuatro años antes, a finales del 12, a comienzos del 13, cuando ni siquiera Wheeler había llegado aún al mundo, en las antípodas y como Peter Rylands. Y hay de él, del poeta, una estatua muy negra de cuerpo entero en el jardín de un hotel desde cuya balconada en alto se ven muy anchos campos amenos, tal vez fue en uno de ellos donde tuvo lugar aquella breve corrida de un hombre uno: aunque improbable, no sería imposible, porque al alba no habría nadie asomado a contemplar los campos, o estaría ocupado el recinto por las victoriosas tropas que no objetarían a la faena, si la divisó algún centinela: tal vez había entre ellas requetés carlistas a los que Varela había adiestrado de pueblo en pueblo en Navarra, con disfraz de cura y sobrenombre chusco, 'Tío Pepe'; y sin duda legionarios y moros, grotesca como 'cruzada' aquella -su término predilecto- de voluntarios católicos fanáticos y mercenarios musulmanes aniquilando juntos, y arrasando el país laico. Ese hotel es el Reina Victoria si no me confundo, que 'el diablo ha sugerido construir aquí a los ingleses', así dijo Rilke, y también se visita la habitación en que se alojó, una especie de museíto o panteón minúsculo, decorado con un retrato y unos pocos muebles, algunos libros viejos, unas notas manuscritas suyas en la lengua alemana de que se valía, quizá un busto (hace años que la vi, no estoy seguro). Puede que allí empezara a concebir estos versos, o mejor será decir estos fragmentos, que son de los que yo me acuerdo: 'Ciertamente es extraño no poder habitar más la tierra, dejar para siempre de practicar unas costumbres apenas aprendidas; no ser más lo que se era, y tener que desprenderse aun del propio nombre. Extraño no seguir deseando los deseos. Extraño ver todo aquello que nos concernía como flotando suelto en el espacio. Y penosa la tarea de estar muerto…'. Quién sabe si Emilio Marés no pensó eso, aun sin las palabras.

'Y qué pasó, qué hiciste, cómo reaccionaste', le pregunté a mi padre, no sólo para sacarlo de su silencio, y de su largo viaje. Me intrigaba saber qué pudo hacer o decir, si es que algo. Por menos de nada lo habrían detenido y devuelto a la cárcel en aquellos años, y fácilmente con suerte mucho peor, lo excepcional fue la que tuvo, y en el 39, nada menos, cuando casi no la había para ningún vencido.

Con cierto esfuerzo regresó de lo lejos. Un suspiro. La mano en la frente, con la alianza que nunca se había quitado. Un carraspeo. Luego enfocó la vista. Me miró y me contestó. Lentamente al principio, como con repentina cautela, acaso la misma que hubo de llevar entonces, en el Café Roma.

'Bueno', dijo. 'Desde que oí el nombre de Marés me temí lo peor, y me puse aún más en guardia. Ya no me gustaba lo más mínimo el derrotero por el que iba la charla. Pero no hice nada mientras fue contando. Ni se me pasó por la cabeza interrumpirlo. Sentía náuseas y cólera según escuchaba, las dos cosas mezcladas, más que con alternancia. Habría querido no estar allí, no enterarme de lo que le habían hecho entre varios a aquel compañero de Facultad que yo estimaba. Lo sabía muerto sin más, eso ya era suficiente, lo bastante malo, pero no era tan amigo como para no irme olvidando y luego acordando y luego olvidando. Y en cambio me di cuenta de que no podía quedarme a medias de aquel relato de espanto, una vez comenzado. Debí de ponerme muy pálido o muy colorado, no lo sé, sentí frío y acaloramiento, también mezclados. Fuera el color que fuese, eso no le llamaría la atención a nadie, no me hacía sospechoso, no me delataba, porque los demás presentes estaban demudados, blancos, pese a ser los cuatro del bando franquista y haber asistido, sin duda, cada uno a sus bestialidades, o incluso haberlas cometido.' Se detuvo un segundo, miró a su alrededor -estábamos en el salón de su casa, a finales del siglo XX o era ya el XXI, a última hora de la mañana: se iba resituando-, y prosiguió más suelto: 'Yo creo que el escritor calculó mal. Se puso a contar casi ufano, con alarde, pero a medida que fue avanzando, y aunque tardó poco en soltarla, debió de notar que su historia no caía bien del todo, que era excesiva, que nos sobrepasaba a todos. Si en el fragor y el encono de la Guerra podía haberle hecho gracia a alguno (es un decir), ahora ya no. Estaba de más relatar tal episodio en torno a una mesa, una mañana de Madrid soleada, delante de unas aceitunas y unas cañas. El silencio que se había hecho cuando dijo "Lo toreamos" y bajó el dedo como una banderilla o una pica o la espada, se quedó ya instalado hasta el final del cuento, y permaneció a su conclusión, inalterable. Y como llegó a resultar violento, y el escritor era allí el de más influencias probablemente, uno de los que yo no conocía antes ni de nombre, el más obsequioso, lo rompió con un chiste de pésimo gusto que no fue capaz de guardarse, o quizá es que, hombre corto, no se le ocurrió nada mejor para llenar el vacío y jalear la anécdota: "¿Y cómo es que no se adjudicó las dos y el rabo? Ya puestos…", le preguntó, refiriéndose al malagueño y a la oreja que se había cobrado. Y el escritor volvió a calcular mal, o el ambiente helado que había dejado su historia lo hizo sentirse, no sé, incómodo, en falso, y eso lleva casi siempre a empeorar las situaciones con cualquier movimiento para arreglarlas, lo mejor es quedarse quieto y callado. Sonrió como si se le hubiera abierto el cielo. Quizá se aferró, quizá pensó todavía que el efecto de su historieta había sido el que él esperaba, sólo que un poco retardado por lo impresionante de la lección, o lo consideraba una hazaña. No era muy inteligente, sólo hábil. Y vanidoso hasta la suela de los zapatos, como suelen serlo cuantos se saben valorados por encima de su talento, por motivos espúreos o por sus empellones y su insistencia. No toleran no quedar bien, o por encima como el aceite, y en ellos es todo tan frágil y falso que los descompone cualquier tibieza, o el más mínimo reparo. Así que respondió, a mitad de camino entre el melindre y la chanza: "Bueno, tampoco quería cargar las tintas. Pero no os diré que al final no lo cortara todo. De cuidado, aquel camarada. Y menudo se puso, saludando con su boina roja en plan montera, y exhibiendo los tres trofeos". Yo no sé si esto último era verdad o si, azuzado por la pregunta del otro, lo improvisó para adornarse; a lo mejor creyó que se había quedado corto y que a eso se debía la frialdad de su público. Pero me daba lo mismo; o casi era peor si se lo había inventado sobre la marcha, para halagarnos según su criterio o para más estremecernos. No aguanté. Ya no aguantaba antes. Pero me cruzó una imprecisa imagen de Marés mutilado después de torturado y muerto, del hombre tan grato que yo conocía. Tan graciosamente presumido, convertido en un despojo animal, más que humano. Me levanté y, dirigiéndome a Gómez-Antigüedad solamente, murmuré: "Tengo que marcharme, ya voy tarde. Me paso por la barra, yo pago esta ronda". Y me acerqué a la barra a pedir esa cuenta. Si hacía esa escala antes de largarme era menos llamativo y cortante que si hubiera cogido la puerta directamente. Me venía fatal pagar nada, imagínate, y era un sitio para mí muy caro, ni siquiera estaba seguro de que me fuera a llegar con lo que llevaba encima; e invitar a aquellos cuatro no sabes lo que me repugnaba. Pero lo daba por bien empleado si así podía perderlos de vista inmediatamente, no oír más sus esforzadas risas de escarnio ni la voz de aquel chulo asesino; y salir de allí, claro, sin contratiempos graves. Sólo habría faltado que me hubieran detenido aquel día, con mis antecedentes. No quedé lejos a espaldas de ellos, mientras aguardaba de pie en la barra a que me atendieran el barman o algún camarero, y oí al escritor decirle a Antigüedad: "¿Y a este qué le ha dado, si puede saberse? Deza has dicho, ¿no? De dónde sale. Y qué mosca le ha picado". Mala cosa, que te tomen el nombre, que se fijen en él y lo retengan, lo mismo las autoridades que los criminales, ya no te digo si las autoridades son criminales. Pensé que no iba a lograrlo, que el escritor no me dejaría marchar en paz, que querría aclarar qué me pasaba, y yo ya no me contendría entonces, era seguro. Si me pedía cuentas era capaz de tirármele al cuello sin mediar más palabra, en el instante. Mal habría él salido, pero yo mucho peor. No me habría librado de una buena paliza en un calabozo aquella noche, y a saber luego si no me habrían instruido otro proceso, por lo que se les hubiera antojado. Por suerte la respuesta de Antigüedad fue rápida, y esa es otra que le agradecí hasta su muerte: "Le habrá dado lo que me ha dado a mí, joder, me has puesto malo", le dijo. No era hombre de tacos, pero según con quién, conviene saber recurrir a ellos. Una cuestión de autoridad, a veces. Y con esa autoridad lo riñó, casi lo abroncó: "¿Tú te crees que esa barbaridad puede contarse así como así? ¿Tú te crees que tiene gracia? A ver si mides, hombre, a ver si mides. Ya va siendo hora de que todos dejemos de hacernos mala sangre con todo". Aunque el escritor estuviera mejor situado en el régimen, Antigüedad era de una familia pudiente y de derechas de toda la vida, había acabado la Guerra con el rango de capitán y estaba fuera de toda sospecha; y además sería dueño de una editorial un día y ya cortaba bastante el bacalao en ella, y eso un escritor que empieza lo tendrá siempre en cuenta, porque no sabe si podrá necesitarlo. Así que encajó la regañina, pese a su soberbia. "Bueno, no te pongas así, Pepito, no es para tanto. Todos tenemos historias un poco bestias. Pero a lo mejor es verdad que esta ya no es para tiempo de paz, te lo reconozco", le dijo. Y Antigüedad amainó en seguida. Le dio una palmada paternalista en el hombro y le contestó: "Nada, hombre. Hala, nos vemos otro día con calma. A más ver, señores". Se despidió de los otros así, en grupo, sin estrecharles la mano, y se vino a mi lado, justo cuando ya me llegaba el camarero que nos había servido. "Trae eso acá, Deza, la invitación era mía", y le arrebató la nota antes de que pudiera entregármela. Yo ya estaba contando el dinero en la mano con gran angustia, me temía que no iba a alcanzarme. Salimos juntos, él todavía se volvió desde la puerta y dijo adiós con el brazo a aquellos cuatro. Luego, ya en la calle, se disculpó conmigo, aunque él no hubiera tenido culpa alguna. "Vaya, no sabes cómo lo lamento, Deza, no tenía la menor idea", me dijo. "Tú tenías trato con Marés, ¿verdad? Yo lo conocía sólo de vista." Fue de los pocos que hizo por atemperar las cosas, entre los vencedores, de los pocos que no siguió a rajatabla las consignas de Franco, de vejación constante y tenaz castigo de los derrotados. Y no sabes lo que me ha alegrado haber podido corresponderle en vida con algún favor no desdeñable: en los años ochenta conseguí evitar que fuera a la cárcel, por un asunto de contabilidades y sociedades, un trasvase ilícito de fondos, bueno, no viene al caso. Y habría preferido que no se hubiera metido en apuros, desde luego, pero para mí fue una bendición estar en disposición de echarle un cable, y de tirar fuerte de él hasta sacarlo. Cuando en tiempos muy malos alguien te ayuda, y sin tener por qué, o apenas… (vosotros ni los habéis conocido, tiempos muy malos)…, eso nunca se olvida. Si uno es una persona decente, claro, y no se toma esa ayuda como una especie de rebajamiento propio, o como un agravio con testigo.'

Se me ocurrió que al decir esta última frase se estaba acordando de Del Real, el amigo traidor cuyo venidero rostro, el del 39, él no había sabido prever en todos los demás años treinta.

'¿Y alguna vez coincidiste con el escritor luego, en persona?' le pregunté.

'Muy tardíamente, treinta y tantos o cuarenta años después, en un par de actos públicos a los que ambos estábamos invitados. La primera vez iba con su mujer, así que le di la mano para que ella no padeciera ni se inquietara, y hablamos los tres, nada, cuatro frases sociales. La segunda vez estaba solo, o bueno, con uno de sus habituales séquitos, ese hombre no daba un paso desacompañado. Me vio, y me rehuyó, y rehuyó mi mirada. No que yo lo buscara, me librase el cielo. Pero por si acaso. Eso lo nota uno. El siempre supo quién era yo. Quiero decir, no sólo a qué me dedicaba, o que mantenía con su mujer una educada relación de gran estima recíproca. Sino que se quedó con mi nombre ya aquella mañana, en el café, y desde entonces tenía presente que yo había oído su cuento. Tuvo que arrepentirse un montón de veces de haberse ido de la lengua durante aquel aperitivo, de su autocomplacencia. Por eso creo que quizá fue la última vez que lo reveló a nadie. Su repulsiva contribución a la lidia. La reacción de Antigüedad, sobre todo, debió de servirle de aviso. Y el silencio que se hizo. Así que no te extrañará que yo no se lo contase a vuestra madre, aunque ganas no me faltaron, más que nada por compartir el abatimiento con que regresé a casa aquel día, ya te digo, cuando de hecho había conseguido dos traducciones. Ella también había tratado a Marés en la Universidad y le tenía mucha simpatía, como casi todo el mundo, era uno de esos hombres que iluminan una reunión, y la hacen más optimista y valedera. Para qué traerle más desolación, para qué sobrecogerla con algo nuevo que no podía cambiarse y contra lo que no habría alivio ni desde luego resarcimiento. Y encima a ella le gustaban los toros, bastante más de lo que sabéis vosotros, había heredado la afición de su padre pero prefería no transmitírosla mucho. Más de una tarde os decíamos que íbamos al teatro o al cine y en realidad íbamos a la plaza.' Y a mi padre se le escapó una divertida y breve risa, al recordar y confesar aquel pequeño e inocuo engaño a los hijos. 'No era cuestión de arruinárselos, y eso es lo que habría pasado, probablemente. A mí mismo, que los disfrutaba menos, que me eran más indiferentes, me costó tiempo y esfuerzo que la muerte de Marés contada no me los viciase, de arriba abajo: al principio me acordaba de él en cada corrida y se me oscurecía todo, se me deslizaba su sombra en cada tercio. No sé. De la misma manera que en esa esquina de Alcalá con Velázquez siempre pienso en aquel niñito que la miliciana estrelló contra la pared de su cuarto, según ella dijo.' Mi padre se había fatigado, se lo noté al iniciar una nueva pausa; cerró los ojos como si le dolieran de haber mirado tan lejos, durante demasiado rato. Pero aún no era la hora del almuerzo, miré el reloj, faltaban unos veinte minutos para que entrase a avisarnos la mujer que le cocinaba o apareciese mi hermana, había anunciado que se pasaría para acompañarnos si acababa unas gestiones a tiempo. Y él no había vuelto aún al tejido, así que al poco decidió continuar hablando, aunque sin abrir los ojos inmediatamente. 'Vi muchas cosas, vimos cosas tal vez peores', dijo utilizando un plural ambiguo, o alternándolo con el singular inequívoco. 'Muchos muertos simultáneos, conocidos y desconocidos juntos, de golpe en los bombardeos, y entonces no le da tiempo a uno a concentrarse en ninguno de ellos ni siquiera un segundo, suele predominar una sensación de absoluto acabamiento, de rendición general, de exterminio que se cumple, es la que se tiene entonces, y se le mezclan los impulsos contrarios de sobrevivir a toda costa, saltar por encima de los cadáveres, buscar refugio, ponerse a salvo, y de quedarse con ellos, quiero decir unirse a ellos, acostarse a su lado, formar parte del montón inerte y terminar de una vez: hay casi envidia. Es extraño, pero aun en medio del estruendo y los derrumbes y el caos, en medio de las propias carreras para auxiliar a un herido o intentar uno cubrirse, se los distingue en el acto como ya inservibles. No dañinos para nadie, y también ya descansados y apaciguados, es visto y no visto. Bueno, lo más probable era que si uno seguía el segundo impulso obtuviera sin proponérselo el efecto del primero, porque la siguiente bomba no caía nunca donde las anteriores: los sitiadores no despilfarraban, puede que no hubiera lugar tan seguro como tumbado junto a los ya muertos. Pero fíjate, mira. Te he contado ahora dos cosas que yo no vi, que no vimos, sino que me fueron relatadas o más bien capté sin querer, en ninguno de los dos casos las palabras me iban dirigidas, no personalmente, o no a mí exclusivamente; y sin embargo se me han quedado en la memoria tanto como lo que vimos o quizá más, es más fácil que uno se prohiba la evocación de una imagen insoportable que la de la narración de unos hechos por aborrecibles que sean, justamente porque toda narración aparenta ser más tolerable. Y lo es, en un sentido: lo que uno ve está ocurriendo; lo que escucha ya ha ocurrido; sea lo que sea, sabe que ha terminado, o si no nadie podría contarlo. Yo creo que mi recuerdo tan afilado de esas dos historias, de esos crímenes, se debe a que se las oí contar a quienes los habían cometido. No a un testigo, ni tampoco a una víctima que hubiera sobrevivido, cuyo tono habría sido de reproche y queja justificados, pero por eso mismo de veracidad más dudosa, siempre cabe sospechar de exageración en la descripción de un sufrimiento, porque quien lo ha padecido tiende a presentarlo como una virtud o un mérito, un sacrificio noble, cuando a veces no hay nada de eso y es tan sólo mala suerte. En ambos relatores hubo ostentación y ninguna vacilación. No sé, sí, hubo alardeo. Pero para mí era como si se acusaran y además sin estar obligados, el escritor falangista y la mujer del tranvía. O así lo registraron mis oídos, que no se divirtieron, ni admiraron las crueldades narradas, sino que se horrorizaron y se asquearon; y las condenó mi juicio, pasivamente.' ('Con la lengua callando', pensé.) 'Eso te da una idea de cómo se vivió la violencia por parte de muchos; de cómo la gente más superficial y más simple -no necesariamente la más primitiva ni la más inculta- se habitúa a ella y entonces no le ve límite o no se lo pone; y te da una idea de cuánta había. Tanta, y tan descontada, como para que pudieran airearla con toda tranquilidad, con chulería, quienes la ejercían más brutal y gratuitamente, con más insensatez y más odio de balde. Ya me dirás qué necesidad había de desparramarle los sesos a un niño de pecho; qué necesidad había de banderillear y picar a un condenado, y después mutilarlo. Pero también los hubo que no nos acostumbramos nunca, uno no se acostumbra a eso si no le pierde la perspectiva, si no entra en la holgazanería del "Qué más da, ya puestos…", como le dijo aquel tipo al escritor cuando le preguntó por el rabo y la otra oreja. Si lo concreto no se le hace abstracto, que es lo que hoy les pasa a tantos, empezando por los terroristas y siguiendo por los gobernantes: ellos no se dan cuenta de la parte concreta de lo que ponen en marcha, ni por supuesto quieren dársela. No sé. La mayoría de la gente de estas sociedades nuestras ha visto demasiada violencia, ficticia o real, en las pantallas. Y se confunde, la toma por un mal menor, por no gran cosa. Pero es que ninguna es verdadera ahí, en la imagen plana, por terrible que sea lo que a uno lleguen a mostrarle. Ni siquiera la de las noticias. "Sí, qué horror, eso ha pasado en la realidad", se piensa; "pero no es aquí, no es en mi cuarto." Si fuera en nuestros salones, qué distinto sería: notarlo, respirarlo, olerlo, siempre hay olor, huele siempre. Qué estremecimiento y qué pánico. A la gente le sería insoportable, sentiría el miedo encima, el propio o el ajeno, el efecto y la conmoción son parecidos, y además nada se contagia tanto. La gente huiría, para ponerse a resguardo. Mira. Basta con que alguien le dé un empujón violento a otro en un bar, o en la calle, en el metro, con que dos automovilistas broncos se zarandeen o se enganchen, para que quienes se encuentren cerca tiemblen de la impresión y la incertidumbre, para que se tensen y se les dispare una alarma, a menudo incontrolable, tanto física como mental, a la mayoría le ocurre. No digamos si se produce un tumulto. Y si tú das un puñetazo con todas tus ganas, es probable que hagas bastante daño, pero también que se te quede la mano hecha cisco y se te inflame durante unos días. Con un solo puñetazo. No es broma.' ('Así es', pensé, pero no se lo dije para no preocuparlo; 'a mí me sucedió una vez, luego casi ni podía moverla.') 'Quien ha vivido la violencia a diario durante una época de su vida no jugará nunca con ella, ni se la tomará a la ligera. La administrará, no ya con cuidado, con cautela extrema, sino con tacañería, con enorme avaricia. No se la permitirá, siempre que pueda ahorrársela, y eso casi siempre es posible. Aunque también la aguantará mejor, si vuelve.' Volvió a abrir entonces los ojos claros, mi padre, y se los vi otra vez serenos, se le habían ido afligiendo con los recuerdos. 'Excepto en la ficción, eso es distinto, aunque debería saberse mejor de lo que se suele. La exageración es divertida, incluso, la de las películas es como contemplar acrobacias, o fuegos de artificio, a mí hasta me da hilaridad, esos cuerpos despedidos, esos salpicones de sangre, se nota tanto que llevan muelles, y unas bolsas con líquido que las pinchan y estallan. Los muertos de verdad por bala no saltan, sino que se desploman y se paran. Y esa violencia sí es inocua, o debería serlo si la perspicacia general de la gente no hubiera disminuido tanto. Para alguien tan antiguo como yo, es asombroso lo tonto que se ha vuelto el mundo. Inexplicable. Qué época de declive, no os podéis hacer idea. No ya intelectual, sino simplemente del discernimiento. En fin. Todo eso no es apenas distinto de las palizas del Quijote, o de las de aquellos Tom y Jerry que os gustaban de niños, uno sabe en el fondo que ahí nadie sale maltrecho de veras, que todos se levantan después ilesos y se van a cenar juntos, amigablemente. Bah. Tampoco hay que ponerse puritano con eso, ni melindroso, como hacen esos mismos que reducen a azucarillos los cuentos clásicos. Y en cambio con la violencia real, con esa en cambio… Ni un desliz debería tenerse. Pero mira si han variado las cosas, y las actitudes: cuando se le declaró la Guerra a Hitler, y quizá no ha habido ocasión en que se hiciera más necesaria y justificable una guerra, el propio Churchill escribió al respecto que el mero hecho de haberse llegado a aquel punto y a aquel fracaso convertía a los responsables, por honrosos que fueran sus motivos, en culpables ante la Historia. Se estaba refiriendo al Gobierno de su país y al de Francia, entiendes, y por extensión a sí mismo, aunque él bien habría querido que esa culpa y ese fracaso los hubieran alcanzado antes, cuando la situación no les era tan adversa ni habría sido tan cruento y grave librar esa posible guerra. "En esta amarga historia de juicios erróneos efectuados por personas capaces y bienintencionadas…", así dijo. Y ahora, ya ves, los mismos que se escandalizan por los batacazos de Tom y Jerry y de sus descendientes desatan guerras innecesarias, interesadas, sin ningún motivo honroso, evitando otros recursos si es que no torpedeándolos. Y a diferencia de Churchill, ni siquiera se avergüenzan de ellas. Ni siquiera las deploran. Ni por supuesto se disculpan, hoy no existe eso en el mundo… En nuestro país fueron ya los franquistas, los que crearon esa escuela. Jamás se ha disculpado ni uno, y también ellos desencadenaron una guerra innecesaria. La peor posible. Eso sí, con la colaboración inmediata de muchos de sus contrincantes… Qué exageración fue todo…' Ahora noté que mi padre pensaba en voz alta, más que hablarme, y seguramente eran pensamientos que venía teniendo desde 1936 y quién sabía si a diario, de la misma o parecida manera en que no hay día o noche en que no se le representen a uno en algún instante la idea o la imagen de los muertos más próximos, por mucho que pase el tiempo desde que se despidió uno de ellos, o ellos de uno: 'Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos; que yo me voy muriendo, y deseando veros presto contentos en la otra vida'. Y en el pensamiento que a continuación le vino utilizó una palabra que más tarde le oí emplear también a Wheeler, al referirse a las guerras, aunque éste la había dicho en inglés, y era 'waste', si no me engaño. 'Y qué increíble desperdicio… No sé. Se recuerda y no se cree. A veces me parece mentira haber vivido todo eso. Uno no ve el porqué, sobre todo, al cabo de los años cuesta aún más verlo. Nada de lo grave parece nunca tan grave, al cabo del tiempo. No como para iniciar una guerra, desde luego, figúrate, resultan siempre desproporcionadas, cuando se las mira retrospectivamente… Ni para que nadie mate a nadie.' (Y entonces hasta nuestros juicios tan conmiserativos y agudos serán a su vez tildados de baldíos y de ingenuos, para qué hizo esto, dirán de ti, para qué tanta zozobra y la aceleración de su pulso, para qué aquel movimiento, y aquel vuelco; y de mí dirán: por qué habló o calló y guardó tantas ausencias, para qué aquel vértigo, tantas las dudas y tal tormento, para qué dio aquellos y tantos pasos. Y de los dos dirán: por qué se enfrentaron y para qué tanto esfuerzo, para qué guerrearon en lugar de mirar y de quedarse quietos, por qué no supieron verse o seguirse viendo, y a qué tanto sueño y aquel rasguño, mi dolor, mi palabra, tu fiebre, el baile, y tantas las dudas, y tal tormento.)


Aquella musiquilla rala me hizo apartarme instantáneamente de los versos apócrifos de 'The Streets of Laredo' que me rondaban, esa melodía no se me había ido del todo en ningún momento pese a mis sustos y alarmas, y ahora, al ver a De la Garza tragando agua azulada, se me había cruzado una tercera versión, yo creo: a las baladas se les ponen cuantas letras se quiera y yo había escuchado la de Laredo y Armagh convertida en 'Doc Holliday' por el capricho de algún cantante olvidado, el cual hacía contar su historia, con esa música, a quien acompañó a Wyatt Earp en el O K Corral, en el famoso duelo o más bien batalla campal entre bandas, el tahúr tuberculoso y alcohólico licenciado en Medicina (o era en Odontología, como Dick Dearlove) y buen conocedor de Shakespeare, o así al menos lo presentaron en la mejor película que sobre ellos yo he visto, sobre Earp y Holliday en la ciudad de Tombstone, que no en Laredo ni desde luego en esa desconocida Armagh de Irlanda: 'But here I am now alone and forsaken, with death in my lungs I am dying today', y eso mismo podía estarse diciendo Rafael de la Garza con sus propias palabras siempre más chuscas y zafias, aunque él no moría por la enfermedad de la tos y el pañuelo en la boca y los esputos sanguinolentos, sino por inundación o encharcamiento, 'Pero aquí estoy ahora solo y abandonado, con la muerte en mis pulmones me estoy hoy muriendo'.

El pasodoble ratonero molestó a Reresby o incluso lo irritó, y no me extrañó lo más mínimo porque también a mí me sacó de quicio.

What's this shit?-dijo, a la vez que yo pensaba: '¿Otra vez esto?'.

El sonido insistente hizo que interrumpiera sus golpes y las inmersiones de De la Garza en la taza. Entonces lo cacheó rápidamente y con malos modos en busca del portátil impertinente, y cuando se lo encontró en un bolsillo de la chaqueta rapera lo cogió, lo miró con perplejidad e ira y lo estampó contra una pared con todas sus fuerzas, el aparato saltó hecho pedazos y la españolada cesó al instante. 'Al menos ya no va a ahogarlo', pensé, 'por ahora', y además me di cuenta de que cuanto no fuera la espada yo lo veía como menos peligroso, menos mortal, tal vez era sólo que para un estrangulamiento o un ahogamiento se necesita algo de tiempo, aunque sea poco, y ese tiempo da tiempo a intervenir a otro que tendría que ser yo, pero cómo, nadie más había en aquel lugar y tampoco intentaba entrar nadie, y se habrían encontrado todos con la puerta atrancada y habrían supuesto que no estaba en uso aquel lavabo; mientras que para la decapitación o el tajo no se requiere ningún lapso de tiempo, y si Tupra no hubiera frenado a la primera la hoja, la cabeza del agregado estaría ya cercenada y caída al suelo, y él sería dos partes, o no sería. Así que yo vigilaba con aprensión lo que hacía Reresby pero también echaba ojeadas a su abrigo colgado, sabía ahora que allí se guardaba el arma temible de los lansquenetes y que podía volver por ella en cualquier arrebato o enconamiento, desenvainarla de nuevo y blandiría.

A continuación Tupra agarró a Rafita por las solapas o más bien por la pechera e hizo con él casi lo mismo que con su telefonillo, quiero decir que lo lanzó contra una pared, y vi cómo una de las extrañas barras cilíndricas que sobresalían se le clavaba en la espalda. Por suerte eran romas, pero aun así hubo de dolerle sobremanera, en el impulso de Tupra no hubo reservas. Tras darse contra ella De la Garza se desplomó, con un aullido muy derrotado y sin aire. La camisa se le había salido de los pantalones y entonces descubrí con estupor -fue también con vergüenza, o era casi pena- que el diplomático llevaba en el ombligo incrustada una joya, como un pequeño brillante o acaso una perla, seguramente baratijas, imitaciones, falsos. 'Santo cielo', pensé, 'quiere sentirse modernísimo a toda costa y no le han bastado el pendiente de zíngara y la redecilla, ¿llevará puesto eso siempre, hasta en la Embajada, o sólo cuando se disfrace para salir de farra?' Tupra volvió a cogerlo y lo levantó, agarrado siempre de la pechera, lo arrastró hacia atrás y lo lanzó otra vez contra la barra metálica de los tullidos, era la fija, tuve la sensación de que se le hincaba ahora en los omóplatos. De la Garza era un títere, un saco, estaba todo mojado y manchado de azul, con brechas en la barbilla y la frente y un corte en un pómulo, uno sfregio, la ropa toda descompuesta y con varios rotos, y sus gritos eran muy débiles, apenas el incontenible gemido cada vez que su espalda chocaba contra aquella barra, porque Reresby siguió con lo mismo, muy sostenida y rápidamente: lo levantaba, lo alejaba un poco de la pared y lo arrojaba contra el ariete, debía de estarle rompiendo costillas si es que no le producía lesiones internas de mayor consecuencia, retumbaba entera la caja torácica del agregado y su interior crujía, y a cada impacto era como si el aliento se le secase. Reresby lo hizo en total cinco veces, como si las contara, con paciencia y disciplina, como quien se lo tiene trazado. De la Garza no se defendió en ningún momento (ni ya podía encogerse, ni taparse los oídos), no sé, supongo que uno nota cuándo no puede hacerlo, cuándo la fuerza y la determinación del otro -o el número, si son varios otros; o las armas, si está uno inerme- son tan superiores que sólo cabe esperar que se canse o que decida acabar del todo, también Rafita pensaría en la espada con temor y algo de esperanza durante las arremetidas, durante su paliza, como quizá Emilio Marés en los campos de Ronda una vez que vio venírsele encima primero las banderillas y la pica luego: 'Lo están haciendo. Lo están haciendo en serio estos hijos de puta, malas bestias', debió de pensar entonces. 'Me están toreando como si fuera un toro, lo mejor será que me entren a matar cuanto antes y que no fallen, que no tengan que darme puntilla con lo que se les ocurra, porque son capaces de utilizar un clavo.'

Cuando Tupra terminó se volvió hacia mí y me dijo:

– Jack, tradúcele esto, quiero que se entere bien y que le quede claro. -Y antes de empezar añadió-: ¿Tienes un peine?

De la Garza estaba por fin en el suelo, parecía inmovilizado y ya no lo levantaría a la fuerza Sir Blow o Sir Punishment o Sir Thrashing, al menos no era el Caballero Muerte, ante mis ojos. Reresby se miró en el espejo mientras hablaba, se remetió un poco la camisa, se ahuecó la chaqueta, se estiró el chaleco, por lo demás su aspecto era el habitual, ni siquiera estaba muy despeinado. Se enderezó la corbata, se ajustó el nudo, todo ya sin sus empapados guantes, que dejó con asco junto al lavabo. Con ellos puestos, no le había dado ni una vez con el puño ni con la mano abierta -con el pie tampoco-, todos los golpes habían sido en realidad por objeto interpuesto, la taza del retrete, la barra cilindrica y hasta la redecilla y las descargas de agua, él debía de estar al cabo de la calle respecto a lo que mi padre me había dicho a mí tiempo antes, que en el golpe directo también puede hacerse cisco el que lo propina. En España se ha sabido siempre de estas comodidades para la violencia: en 1808 (es un ejemplo), durante la Guerra Peninsular o de la Independencia, las tropas de Filanghieri, Gobernador de La Coruña e italiano de nacimiento para mayor sospecha (no era un 'español rayo y fuego'), consideraron a éste traidor a la causa por demorarse un poco en proclamar la de la Independencia (he lingered, tan sólo por prudencia estratégica, adujo, pero ya era tarde); así que hincaron sus bayonetas en el suelo, con la punta hacia arriba (ocurrió al parecer en Villafranca del Bierzo, donde no sé por qué estaban), y arrojaron a su Capitán General sobre ellas unas cuantas veces, hasta que algún órgano vital fue por fin atravesado y careció de sentido la insistencia, ahorrándose así los amotinados el esfuerzo de clavárselas con su propio ímpetu y dejando que fuera el premuerto Filanghieri el que se ensartara en ellas. Por lo visto no fue la primera ocasión en que se recurrió a este método de gandulería, quizá inaugurado por los cartagineses, con lanzas, contra el general romano Atilio Régulo en el siglo III antes de Cristo; y un viajero inglés por España señaló que asesinar a los abusivos, despóticos, incompetentes y pésimos generales y jefes que por lo regular han asumido el mando en nuestra Península a lo largo de la Historia (buenos vasallos, malos señores siempre) era 'una inveterada treta ibérica'. Asimismo observó que 'Socorros de España tarde o nunca' (en auxilio de Filanghieri acudió quien habría de sucederlo, pero ya mucho después de que aquél hubiera sido probado como fakir hasta la saciedad, sin éxito), de lo cual me acordé cuando me incliné sobre De la Garza para interesarme inoperante y vagamente por su maltrecho estado, no había mucho que hacer entonces, machacado ya el fatuo, y semiinconsciente y tirado, quién sabía si no tullido para una larga temporada, esperaba que no para siempre o tendría que acostumbrarse a frecuentar lavabos de aquellos. De modo que me pregunté si en los orígenes del apellido Tupra no estarían, remotamente, antiguos y holgazanes compatriotas míos.

– ¿Un peine? -le contesté, algo mosqueado. Recordaba el comentario de Wheeler respecto a los latinos, en su jardín, junto al río, tras las gracias del helicóptero. Fama de presumidos-. ¿Qué te hace pensar que yo pueda llevar un peine?

– Los latinos soléis llevarlo, ¿no? Mira a ver si él tiene uno. -E hizo un gesto con la cabeza hacia el caído.

Me dio no sé qué, me pareció abusivo que Reresby se aprovechara encima del peine que De la Garza llevaría sin duda, si no lo había perdido en la descompensada refriega o en el sulfurado baile de antes. Me dio vergüenza ponerme a registrar al apaleado, al tan fácilmente derrotado. Así que saqué el mío, pese a darle la razón con ello.

– Muy listo -le dije a Tupra, y se lo alcancé. Por lo visto era una idea extendida, la de nuestros peines, en la isla grande.

Pero no me importaba mucho corroborársela: de pronto me sentía extraordinariamente aliviado, porque aquello había terminado y De la Garza seguía vivo y yo lo había visto muerto. Muertísimo, separado, convertido en cabeza y tronco, en dos partes. El peligro mayor ya era pasado, eso parecía, aunque fuera muy reciente era pasado, es fantástico y también irritante cómo la cesación trae una especie de falsa anulación momentánea de lo ocurrido. 'Puesto que ya no la está zurrando, es casi como si no la hubiera zurrado', pensamos en nuestra desmesurada adoración del presente, que va en loco y permanente aumento. 'Puesto que ya no arde, es casi como si no hubiera ardido. Puesto que ya no bombardean, es casi como si no hubieran bombardeado. Sí, ahí están los muertos y los mutilados, y las casas quemadas y destruidas, pero eso ya está, ya ha sucedido, ya es antes y no hay quien lo cambie ni lo deshaga, y ahora al menos no están matando ni mutilando ni destruyendo, no mientras yo estoy aquí con mi quehacer, y respiro.' Esos pensamientos pasan por nuestras cabezas cada vez que hay una de estas guerras actuales más o menos televisadas, y por las que siente tanto desprecio la gente antigua que estuvo en otras no frivolas, como mi padre o Wheeler: la del Golfo, la de Kosovo, la de Afganistán, la de Irak de los deshonrosos motivos y los intereses espúreos y la falta de necesidad absoluta salvo un engreimiento sin límites de sus impulsores. Mientras hay combates y las bombas vuelan sobre militares y civiles, se apodera de nosotros una angustia enorme, vemos las noticias a diario con el corazón encogido; esa fase suele ser breve hoy en día, a veces sólo unas semanas o pocos meses en todo caso, y no nos da tiempo a acostumbrarnos ni por lo tanto a insensibilizarnos suficientemente, a aceptar que así es cualquier guerra alevosa o recta y que también se puede vivir con eso cotidianamente, sin darle tanta importancia ni desesperarse por los demás a cada instante, sobre todo por los desconocidos lejanos; ni siquiera por uno mismo y por sus conocidos cercanos, si a uno le llega su turno le ha llegado, eso es todo, una vez suelta la matanza. Si una bala lleva tu nombre, como dijo Diderot antes que nadie, si no me equivoco. Hoy no nos da tiempo a instalarnos en el estado de guerra, que hace inconcebible el de paz y a la inversa, según había observado Wheeler ('La gente no es consciente de hasta qué punto lo uno niega lo otro', había dicho, 'lo suprime, lo repele, lo excluye de nuestra memoria y lo ahuyenta de nuestra imaginación y nuestro pensamiento'), y así el grado de excepcionalidad se mantiene muy alto por la propia y corta duración del horror visto en pantalla, de modo que cuando termina esa fase nos viene un extraño convencimiento de que todo ha concluido y hasta cierto punto se ha borrado. 'Al menos ya no está pasando', pensamos, y aun lo suspiramos; y ese 'al menos' implica una injusticia notable: lo ocurrido pierde gravedad y fuerza tan sólo porque ya no está ocurriendo, y entonces casi nos desentendemos de los heridos y los muertos, que nos oprimían y afectaban tanto mientras se producían. Ahora ya son pasado, luego que alguien se ocupe, reconstruya, cure, entierre, adopte, preferiblemente los mismos que los han causado, que así aparecen también como reparadores, en el colmo del absurdo y la patraña. Es un síntoma más de la infantilización del mundo, lo que las madres decían a los niños para calmarlos era eso: 'Ya pasó, ya está, ya pasó', después de una pesadilla o un susto o algún mal trago, de pillarse los dedos o de cualquier daño, casi como si declararan: 'Lo que ya no es, no ha sido', aunque persistiera el dolor y luego se formara una costra picante o los dedos se amorataran e hincharan y a veces quedara una cicatriz para que el adulto la acariciara y se siguiera acordando de aquel daño y aquel día.

Sentir alivio por haber asistido a una paliza a alguien acobardado y desprevenido, medio ebrio, y no haber osado o sabido impedirla; por haber creído que mi compañero iba a cortar de un tajo un cuello, que iba a estrangular con una red y a ahogar con agua de cisterna, no resultaba sensato ni desde luego noble. Y sin embargo así era, Tupra había parado y yo estaba contento, era mucho más decisivo el peso que me había quitado que el que me había puesto, y éste no era escaso, en modo alguno. De la Garza ya no se encontraba en peligro, ese era mi principal pensamiento grotesco, porque el peligro lo había alcanzado ya brutalmente. No hasta la muerte, cierto, pero parecía ridículo conformarse con eso, con verlo aún vivo, y aun alegrarse, cuando lo último que habría previsto al conducirlo a aquel lavabo era que saliera de él tan malherido, con varios huesos quebrados a buen seguro, como mínimo. Si es que salía, porque mientras Reresby se recolocaba y creía domar su pelo oscuro, voluminoso y rizado como no suelen hallarse en su reino (excepto en Gales), con las sienes como caracolillos y probablemente tintadas (cuatro pasadas o retoques del peine, no le quedó muy distinto tras utilizarlo), de nuevo me ordenó traducir y me soltó lo siguiente:

– Jack, tradúcele -volvió a decirme-, no quiero que sufra malentendidos, porque los sufriría él y no nosotros, déjaselo bien claro, díselo, dile ya esto que he dicho. -Y así lo hice, se lo comuniqué a De la Garza en mi lengua, lo de los malentendidos; tenía los ojos entrecerrados y la mirada abultada, pero sin duda era capaz de oírme-. Dile que tú y yo vamos a salir ahora de aquí tranquilamente y que él se quedará ahí tirado media hora más, donde está, sin moverse, cuarenta minutos para mayor margen, tengo todavía asuntos que despachar ahí fuera. Que no se le ocurra salir, ni tan siquiera levantarse. Que no grite ni pida auxilio. Que permanezca ahí durante ese tiempo, le irá bien el frío del suelo y no le irá mal estarse un rato tumbado e inmóvil, hasta que le vuelva el aire. Díselo. -Y así lo hice, incluido lo del frescor del suelo-. Ahí tiene su abrigo -prosiguió Reresby, y señaló el segundo que había traído, el oscuro, el que había dejado colgado sobre una barra baja, y entonces comprendí hasta qué punto lo había previsto todo mi transitorio jefe: no era el mío sino el de Rafita el que se había molestado en retirar del guardarropa antes de venir al lavabo, tendría mano en aquel local chic idiótico o capacidad de engaño, se lo habrían buscado y entregado sin hacerle preguntas y aun con una reverencia-. Con él puesto, nadie se percatará de su estado, del de sus ropas, no llamará la atención. Si le cuesta andar, lo tomarán por mamado. Que se lo finja, si es que no lo está ya a medias. Cuando salga, que salga directo a la calle sin detenerse en la sala por ningún motivo, que se vaya a casa. Que no vuelva por aquí nunca. Anda, tradúcele. -Y volví a hacerlo, fui yo quien dijo 'mamado' en español, Tupra había dicho 'sloshed'-. Que no se le ocurra acudir a la policía, ni organizar un escándalo en su Embajada, ni elevar una queja a través de ella, del tipo que sea: ya sabe lo que puede pasarle. Que no te llame a ti a pedirte cuentas, que te deje en paz, que te olvide. Que se haga a la idea de que no hay de qué pedirlas, no existen razones para denuncias ni para protestas. Que no lo cuente, que se calle. Ni como aventura. Y que lo recuerde. -'Calla, calla y no digas nada, ni siquiera para salvarte. Calla, y entonces sálvate', pensé una vez más, y le di las instrucciones a De la Garza. Pero Tupra todavía añadió unas cuantas, iban rápidas, como si recitara una lista o fueran las consecuencias sabidas de un plan cumplido, las secuelas de un tratamiento-: Dile que tendrá dos costillas rotas, tres, a lo sumo cuatro. Aunque le duelan mucho, se le curarán, se le acabarán soldando. Y si se descubre algo más grave, que dé siempre gracias a su buena suerte. Podía haberse quedado sin cabeza, ha estado a punto. Y como no la ha perdido, dile que está aún a tiempo, otro día, cualquiera de estos, sabemos dónde encontrarlo. Que no olvide eso, dile que la espada estará ahí siempre. Si ha de ir a un hospital, que cuente lo que tantos borrachos y tantos deudores, que la puerta del garaje se le abatió encima de golpe. Que se moje el pelo antes de salir, que se lo aclare, aunque ese tono azulado tampoco iba a extrañarle aquí a nadie. Vaya, de hecho se le ve menos excéntrico y menos ridículo que con la malla que llevaba puesta. Dile esto, díselo y vámonos ya. Asegúrate de que lo ha cogido todo. Y toma tu peine, gracias.

Me lo devolvió. El, a diferencia de Wheeler, no había tenido la precaución de mirarlo al trasluz para comprobar si estaba limpio, cuando se lo había alcanzado. Yo sí lo hice, en cambio, cuando regresó a mi mano, no había pelos. Le traduje la última retahíla al agregado, pero omití lo de la espada; quiero decir que mencioné la cabeza y su siempre posible pérdida, tal vez sólo aplazada; pero no la espada. No se le puede pedir a alguien que lo traduzca todo sin ponerlo en cuestión ni juzgarlo ni repudiarlo, cualquier locura, cualquier imprecación o calumnia, cualquier obscenidad o salvajada. Aunque no sea uno mismo quien hable o diga, aunque sea un mero transmisor o reproductor de palabras y frases ajenas, lo cierto es que uno las hace bastante suyas al convertirlas en comprensibles y repetirlas, en mucha mayor medida de la imaginable en principio. Las oye, las entiende, a veces tiene opinión sobre ellas; les encuentra un equivalente inmediato, les da nueva forma y las suelta. Es como si las suscribiera. Nada de lo sucedido en aquel cuarto de baño me había gustado. Nada de lo que había hecho Tupra. Mi pasividad tampoco, o mi desconcierto, o era cobardía, o había sido prudencia, quizá había evitado calamidades mayores. Aún menos gracia me había hecho aquel improcedente plural de Reresby, 'sabemos dónde encontrarlo', me inquietó y molestó que me incluyera en eso, conociéndome poco y sin mi consentimiento. Lo que no se me podía pedir era que además fuese activo y amenazara con el arma que da más miedo, un miedo atávico, la que más ha matado a lo largo de casi todos los siglos, de cerca y viéndosele la cara al muerto. Y a la que yo había temido tanto mientras estuvo desenvainada y en alto.

Terminé, y añadí por mi cuenta en mi lengua:

– De la Garza, será mejor que hagas todo lo que él dice, ¿te ha quedado claro? De verdad. He creído que no salías vivo. Yo tampoco lo conozco a él tanto. Espero que puedas recuperarte. Suerte.

De la Garza asintió, apenas un movimiento de la barbilla, los ojos desviados y turbios, no quería ni mirarnos. Además de dolorido, seguía muerto de miedo, yo creo, no se le iría hasta que desapareciéramos de su vista, y aun así le quedaría para siempre un resto. Obedecería seguro, no se atrevería ni a indagar, a buscarme, a llamarme. Tal vez ni siquiera a telefonear a Wheeler para lamentarse, su mentor teórico en Inglaterra. Ni a su padre en España, el viejo amigo de Peter. Se llamaba Don Pablo y era mucho mejor que el hijo, me acordaba.

Tupra descolgó su abrigo claro tan respetable y tan rígido y se lo echó sobre los hombros, ya no había diferencia entre el que salía y el que había entrado. Cogió los guantes mojados y se los metió en un bolsillo de aquella prenda, después de escurrirlos y envolverlos en sendas tiras de papel toalla. Desatrancó la puerta y me la sostuvo abierta.

– Vamos, Jack -dijo.

No le dedicó una mirada al caído. Era eso, un caído, ya no era asunto suyo, él había hecho su trabajo. Esa impresión me dio, de que así lo veía, probablemente sin animadversión ni lástima. Así debía de ver él todas las cosas: se hacían cuando tocaba, uno se ocupaba, les ponía remedio, las desactivaba, les prendía fuego o las equilibraba ('Don 't linger or delay’); después se olvidaban, eran pasado y siempre había algo más esperando, ya lo había dicho, todavía tenía asuntos que despachar allí fuera y necesitaba treinta o cuarenta minutos, con tanta interrupción no habría cerrado los tratos o los sobornos, los chantajes o los pactos con el señor Manoia. O no lo habría convencido ni persuadido, o no le habría dado ocasión suficiente para que fuera Manoia quien lo persuadiese o convenciese a él, de lo que fuese. Tampoco le dio un puntapié de despedida o rúbrica, al pasar junto a su bulto, a De la Garza. Tupra era Sir Punishment sin lugar a dudas, pero quizá no Sir Cruelty. O acaso era que nunca, nunca, golpeaba directamente, con ninguna parte de su cuerpo. Sólo el faldón del abrigo, en su vuelo como de capote torero, rozó la cara al salir del caído.

Antes de franquear la segunda puerta, la que ya daba acceso a la discoteca, todavía me vino a la memoria un verso de 'The Streets of Laredo', con su melodía insistente que no abandonaba. Ese verso me resultó inoportuno, porque no podía asegurar que no lo suscribiese un poco en aquel instante, como lo que uno traduce o repite en un juramento, o que no fuese Tupra quien lo pudiera hacer suyo aquella noche, tras mi insatisfactorio comportamiento a sus ojos, de principio a fin: 'We all loved our comrade although he'd done wrong’, decía, o lo que es lo mismo: 'Todos queríamos a nuestro camarada aunque hubiera hecho mal'. Claro que también podía traducirse:'… aunque hubiera hecho daño', y quizá esa era la versión más justa.


Reresby conocía sus tiempos, fueron treinta y cinco minutos los que hubimos de pasar en la mesa antes de marcharnos de la discoteca los cuatro, el señor y la señora Manoia, él y yo. Al matrimonio lo habíamos dejado solo mucho menos rato, toda la operación del lavabo no habría durado ni diez, quiero decir la violenta intervención de Tupra, y hasta entonces él había estado solícito acompañando a Flavia, al cuarto de baño de las mujeres primero y de regreso a la mesa luego: no se había desentendido de ella ni por lo tanto de él, no podían tener mucha queja por nuestra ausencia. Manoia, así, no me pareció especialmente impacientado ni malhumorado, o bien lo habría enfurecido tanto lo sfregio en el rostro de su mujer que después de eso no le había cabido sino un descenso en la fiebre, aplacarse por comparación, mientras nosotros le aplicábamos el castigo al capullo (ahora me incluí yo en el plural), quizá en su nombre y quizá por su orden.

Tupra, en todo caso, ya no devolvió al guardarropa su abrigo, tomó asiento con él echado como una capa, dejándolo caer recto a su espalda, obligado por la rigidez del arma, parecía acostumbrado (debió de ensuciársele el borde, que tocaba el suelo). Me pregunté si Manoia tendría idea de lo que mi jefe llevaba oculto, quizá no le habría hecho gracia. Tampoco era descartable que la espada no la hubiera traído desde el principio consigo, que no lo acompañara siempre, que se la hubieran proporcionado en el guardarropa junto con la prenda, al pedirla; que a una señal suya se la hubieran metido en el largo bolsillo-funda, que la tuviera en depósito en aquel local, por así decir, y se la pasaran cuando le hiciera falta. Seguramente era un cliente asiduo, privilegiado, y debía de serlo de todos los sitios a los que íbamos, así se lo trataba al menos, como a alguien muy conocido, adulado, respetado y hasta un poco temido, se llamara Reresby en unos, Ure en otros o Dundas en los restantes. Pero no en todos ellos le guardarían o entregarían armas. Armas largas blancas.

Durante aquellos treinta y cinco minutos se enfrascó en la conversación con Manoia, después de hacerle, al llegar, un gesto que me atreví a entender como 'Ya está listo' o 'Puede darse por resarcido' o 'Se acabó ya el incordio, siento que lo haya habido'. Les oí repetir algunos nombres de antes, sueltos: Pollari, Letta, Saltamerenda, Valls, 'the Sismi', ignoraba qué era esto. A mí no me miró siquiera Manoia, se habría formado una opinión pésima y preferiría evitar todo contacto, hasta el visual, conmigo. Me tocó volver a distraer a Flavia, como si nada hubiera ocurrido; pero ella estaba mohína, con pocas ganas de hablar, casi deprimida, echaba vistazos imprecisos a su alrededor, con tedio, sólo para pasar el rato, seguía el ritmo de la música con un pie, perezosa y discretamente, se había maquillado bien la mejilla pero aun así se la veía arrasada y se le notaba la marca, se había despeinado en el baile y en su caso no sería bastante un peine propio o ajeno para recomponer como era debido los muy probables postizos dispuestos complejamente. Le habían caído unos años encima, incluso podía haber soltado algunas lágrimas artificiales, pueriles, eso acentúa al instante la edad de quienes la tergiversan o esconden (las lágrimas que son fingidas, no en cambio las verdaderas). Sólo al cabo de un rato, cuando su marido le cuchicheaba a Tupra largamente al oído, me preguntó en italiano:

– ¿Su amigo? -De repente había vuelto al usted, un indicio más de su desánimo.

Le miré de reojo los pezones pungentes o brutali capezzoli, a quién se le ocurría armarse de piolets semejantes. Habían tenido la culpa indirecta de casi todo, por supuesto de mi negligencia.

– Se ha marchado -le contesté-. Se aburría. Y se le hacía tarde, él madruga siempre. -Me temo que lo segundo lo dije a mala idea, en aquellos momentos estaba muy descontento y no aguantaba a la señora.

Busqué entonces con la vista al grupo de españoles alborotadores con el que De la Garza había venido; no los oía, luego fue lógico que tampoco los viera, su mesa estaba vacía. Ellos sí que se habrían marchado o desperdigado, sin esperarlo a él ni ir en su busca, lo habrían dado por ya copulante o casi, no había que preocuparse de ellos, de que fueran a rescatar a su amigo y le impidieran cumplir las órdenes terminantes de Reresby y sus plazos.

Fueron los suficientes minutos de tiempo contemplativo o muerto para que yo acabara de encabronarme, retrospectivamente. ¿Cómo había sido posible?, me preguntaba, y a cada segundo me parecía más un sueño estúpido y desazonante, de los que no se marchan y sí se entretienen y esperan. ¿Por qué Tupra no se había contentado con darle esquinazo a De la Garza, con habernos largado sin más los cuatro, cuidando de que él no se nos pegara? ¿Qué importancia tenía continuar allí la charla, en el lugar pijo ruidoso, en vez de en cualquier otro sitio, sin tropiezos ni intromisiones? La ciudad estaba llena de ellos, a aquella misma zona de Knightsbridge no le faltaban, y en todos Tupra estaría en casa; no veía la necesidad de la tunda, y aún menos de la espada. ¿Y por qué no le había sujetado yo el brazo? (Cuando creí que iba a abatirla sobre la palpitante carne.) La respuesta a esto último me acudió en seguida, y además era muy sencilla: porque me podía haber cortado a mí el cuello, o haberme rajado en vertical un hombro hasta alcanzarme un pulmón. De un solo mandoble. ('And in short, I was afraid.' 'Y en resumen, tuve miedo.') Y a tenor de esta respuesta y de lo que había visto, me interrogué sobre Tupra como si fuera Tupra quien me interrogara en una de nuestras sesiones de interpretación de vidas en el edificio sin nombre, y él bien podía haberme hecho preguntas como estas -casi imposibles de contestar en principio, hasta que se lanzaba uno-, al día siguiente de cualquier reunión o salida, de cualquier encuentro o vigilancia, sobre cualquier persona con la que hubiéramos hablado, o aun tan sólo estado, o a la que sólo hubiéramos observado y oído:

'¿Tú crees que ese hombre puede matar, o que es un fanfarrón nada más, de los que amaga y no se atreve a dar? ¿Por qué crees que detuvo la espada?'

Y yo podía haber contestado:

'Quizá hay que preguntarse por qué la sacó, antes que nada. Era aparatosa e innecesaria, y al final no la utilizó siquiera, sólo para cortarle la redecilla y darle un susto de muerte a la víctima, y al testigo también, desde luego. Cabría dudar de si la esgrimió sobre todo para que yo la viera y me alarmara y me impresionara, como así ocurrió. No lo sé. Para que yo creyera que él era capaz de matar efectivamente, sin pensárselo dos veces, de la manera más bestia y por casi nada. Pero quizá también la detuvo luego para que yo creyera lo contrario, que no era capaz pese a tenerlo todo a favor para hacerlo, cómo decir, pese a estar ya en marcha. O tal vez quiso probarme, ver mi reacción ante algo así, comprobar si lo secundaría, o si me lavaría las manos, o si me enfrentaría a él ante la salvajada. Bueno, esto último ya lo sabe. Sabe que no, si no llevo arma. Lo cual no es demasiado saber: más útil le habría sido enterarse, teniendo yo una entre las manos'.

'Y entonces, ¿qué es lo que crees, definitivamente? No me has contestado, Jack, y si te pregunto es porque me interesa que me contestes; que te equivoques o aciertes da lo mismo, porque las más de las veces nunca vamos a averiguarlo. ¿Crees que puede matar, ese Reresby, o que jamás iría de veras? No pienses sólo en esta oportunidad, piensa en el hombre en conjunto.'

'Sí, ya lo creo que puede', habría dicho. 'Todo el mundo puede, pero unos más y la mayoría menos, y en esta cuestión eso es menos infinitamente: infinitamente menos.' Y habría añadido, para mis adentros: 'Puede Comendador, lo sé desde siempre, puede Wheeler y puedo yo, lo sé desde mucho más tarde; no puede Luisa, y Pérez Nuix lo ignoro, se me escapa, y sí pueden Manoia y Rendel, no Mulryan ni De la Garza ni Flavia, o quizá sí el segundo, sin querer, por pánico y por la espalda; tampoco podrían Beryl ni Lord Rymer la Frasca -a éste no lo altera embriagarse, si acaso lo alteraría estar sobrio y eso no se recuerda-, y en cambio sí la señora Berry, al igual que Dick Dearlove pero por horrores distintos de los de éste, no sé cuáles, no por el horror narrativo ni por el biográfico, que se ciernen sobre los divos. No pueden mi padre ni mi hermana ni mis hermanos, ni habría podido mi madre, tampoco Cromer-Blake ni Toby Rylands, o Toby sólo en la batalla y ahí lo hizo, seguramente. No Alan Marriott con su perro trípode y sí Clare Bayes, mi antigua y pegajosa amante de Oxford. No podrá mi hijo y tal vez sí la niña, dentro de lo que cabe prever, que aún es muy poco. Sin duda puede Incompara, aunque yo haya venido a sostener lo contrario'. Y todavía habría pensado: 'Si bien lo miro, lo sé de casi todas las personas que he conocido, o me acerco a ello, y también creo saber quiénes vendrían a matarme a mí, a darme el paseo, como fueron por Emilio Marés y por tantos otros: si pudieran, si estallara otra Guerra Civil en España, si encontraran la confusión y el pretexto, y el disfraz para su crimen. Mejor estar en Inglaterra'. Y luego habría seguido interpretando a Reresby: 'El lo habrá hecho, probablemente. Alguna vez con sus manos y muchas más con sus intrigas, con subrepción, con difamaciones, veneno, con sobreentendidos y lacónicas órdenes o condenatorios silencios. Seguro que ha esparcido brotes de cólera, y de malaria, y peste, y luego se ha hecho el sorprendido o el resabido, según los casos y su conveniencia, según haya querido dejarse o quitarse la máscara. Quitársela para infundir miedo, dejársela para infundir confianza. Ambas cosas traen beneficios grandes, no fallan'.

'Con él hay que llevar mucho cuidado, entonces', habría dicho Tupra de Reresby. 'Él sí encierra peligro, y por supuesto hay que temerlo.'

Esa era casi la conclusión del vago informe que sobre mí había leído en el viejo fichero del edificio sin nombre, quién sabía por quién redactado, por alguien que había aludido a personas concretas, sin que yo supiera cuáles (o bien era a arquetipos), y con un destinatario: 'Puede que no le importe gran cosa lo que le suceda a nadie…', rezaba aquel texto en inglés que se me había dedicado. 'Las cosas ocurren y él toma nota, sin sentirse atañido las más de las veces, menos aún involucrado. Quizá por eso percibe tantas. Tantas no se le escapan, que casi da miedo imaginar lo que sabe, cuánto ve y cuánto sabe. De mí, de ti, de ella. Sabe más de nosotros que nosotros mismos…' Y más adelante añadía: 'No hace uso de su saber, es muy raro. Pero lo tiene, y si un día sí hiciera uso, habría que temerlo entonces. Yo creo que no perdona'. Y terminaba, insistiendo un poco en este punto: 'Sabe que no se comprende y que no va a hacerlo. Y así, no se dedica a intentarlo. Creo que no encierra peligro. Pero sí que hay que temerlo'.

Podía ser verdad lo primero, que rara vez me desviviera por lo que pasaba a mi alrededor (acaso por eso no le había sujetado el brazo a Reresby, con la lansquenete en alto). Lo segundo era exagerado desde mi punto de vista: por mucho que yo creyera saber no sabía tanto, la diferencia es siempre enorme entre esas dos cosas que se confunden continuamente, creer saber y saber de cierto. Y quién era 'yo', quién era 'tú', quién era 'ella' en aquel informe. ¿'Yo' era Tupra? ¿'Tú' era Pérez Nuix, o ella era 'ella'? De pronto se me ocurrió que 'yo', el que allí escribía, el que cavilaba, el que me había observado, tenía que conocerme de más tiempo y con profundidad mayor que mis compañeros (aunque esa ocurrencia supuso un momentáneo olvido de a qué se dedicaban ellos, o nos dedicábamos, con gran arbitrariedad y audacia). ¿Era Wheeler, era la señora Berry, era el propio Toby Rylands, que lo había redactado o dictado y dejado listo hacía años, solamente por si acaso, cuando yo vivía aún en Oxford y ni siquiera estaba casado y no era previsible que regresara a Inglaterra una vez cumplido mi contrato universitario? ¿Tanto inútil acumulaban? ¿Podía haberse adelantado tanto? Y entonces, ¿'tú' era su hermano, era Wheeler, al que apenas había tratado durante mi estancia? ¿Y quién podía ser 'ella' sino Clare Bayes, que fue mi única 'ella' de aquellos tiempos? 'Sabe más de nosotros que nosotros mismos.' Quizá esa era una manera de referirse a la Congregación, así se llama a sí mismo el conjunto de los dons o profesores de la Universidad, siguiendo la fuerte tradición clerical del lugar, y los dos hermanos eran miembros. Peter me había dicho que era Toby quien primero le había hablado de mí y de mi don supuesto: 'De hecho, tú y yo llegamos a conocernos por eso, él despertó mi curiosidad. Que tú podías ser como nosotros acaso…'. Ahí también había otro 'nosotros', y éste no era oxoniense, sino que aludía a lo que ambos eran o habían sido, intérpretes de personas o traductores de vidas. 'Eso me lo había adelantado, y me lo confirmó después en alguna ocasión en que surgió hablar del viejo grupo.' Esas habían sido sus palabras mientras yo desayunaba, y luego había sido aún más explícito: 'Toby me dijo que siempre admiraba el don especial que tenías para captar los rasgos característicos y aun esenciales de tus amigos y conocidos, a menudo inadvertidos, ignorados por ellos mismos…'.

Luego todo podía ser, todo podía, hasta que aquella fuera la voz de Rylands desde la ultratumba, informando sobre mí a Wheeler o al mismísimo Tupra, antiguo discípulo suyo de lo que fuera, al fin y al cabo, eso no debía olvidarlo. (Uno nunca sabe hasta qué punto y de qué modo es observado por quienes lo rodean, por los más próximos y los más leales, que aparentaron renunciar a la objetividad hace mucho y darlo a uno por descontado, o por consabido, o por inviolable, o por innegociable, o concedernos toda la gracia; no sabemos los juicios que en silencio se siguen haciendo y que por fuerza serán cambiantes, nuestras mujeres y nuestros maridos, nuestros padres y nuestros hijos, nuestros mejores amigos: a ellos los consideramos seguros y a salvo durante tiempo indefinido, como si fueran a permanecer así siempre, cuando no cabe duda de que sus rostros varían y para ellos los nuestros, de que podemos quererlos y acabar odiándolos, de que pueden estar incondicionalmente de nuestra parte hasta que un día nos ponen la proa y empiezan a buscar sólo arruinarnos, perdernos, hundirnos y que suframos. Y aun expulsarnos de la tierra y del tiempo, es decir, aniquilarnos.)

En cuanto a lo tercero, que yo no encerrara peligro pero sí debiera ser temido, y que además no perdonara (aunque eso se expresaba sólo como creencia), me parecía aún más exagerado. Claro que no estoy seguro de que nadie sepa si ha de ser o no temido, a menos que lo procure a conciencia, que se lo trabaje, para dominar voluntades y marcar pautas o llevar voces cantantes, como parte de un plan o una estrategia, o como una forma bastante extendida de andar por el mundo, si bien lo pienso. De no ser así, cómo explicarlo, uno no se percibe como temible porque nunca se teme a sí mismo. Y entre los que se afanan por ello, por ser temibles y temidos, lo consiguen de verdad sólo unos cuantos. Tupra y Wheeler, cada uno a su modo, eran dos buenos ejemplos del logro; y si entre ambos había nexos, y si los había a su vez entre cada uno y el maestro o amigo o el hermano muerto; si entre los tres había semejanzas y vínculos de carácter, o no eran de eso, sino de capacidad, la de aquel don compartido del que yo participaba asimismo según su sagaz criterio, entonces no era imposible que también yo, sólo que sin proponérmelo, debiera ser en efecto temido, y aquel escrito estuviera en lo cierto. Con Tupra no había sido sincero ya en una oportunidad, en la interpretación de Incompara: había accedido a la petición de Pérez Nuix, y así había callado u omitido o mentido. Y tal vez sólo eso me convertía ya en temible, o lo que es lo mismo, en no fiable, o lo que se le asemeja mucho, en traicionero. (Pedir, pedir, es la maldición más frecuente después de contar; ojalá no nos pidieran nunca, y sólo se nos dieran órdenes.)

'Ya lo creo', habría vuelto a contestarle a Tupra, acerca de Reresby. 'Aunque no intimide al principio ni inste a ponerse en guardia, sino que más bien invite a apartar el escudo y quitarse el yelmo para mejor dejarse captar por él, por su cálida y envolvente atención, por ese ojo suyo que sondea el pasado y acaba por enaltecer al mirado; aunque de entrada resulte cordial, risueño, abiertamente simpático para ser insular, con una vanidad blanda e ingenua que no sólo no molesta, sino que hace que se lo mire con ligera ironía y con instintivo y también leve afecto, aun así encierra un infinito peligro y hay que temerlo infinitamente, ya lo creo. Seguramente es hombre que tolera muy mal que no se haga lo que él juzga justo, preciso, conveniente o bueno. Sobre todo, pudiéndose hacer.'

Y Tupra me habría hecho entonces la pregunta más difícil de responder:

'¿Crees que habría podido matarte a ti, Jack, ahí en el cuarto de baño de los lisiados, si le hubieras sujetado el brazo, si hubieras intentado impedirle que decapitara al fantoche? Tú creíste que lo iba a matar y te parecía mal, muy mal. Aunque detestaras al individuo te causaba espanto. ¿Por qué no lo frenaste? ¿Fue porque pensaste que en vez de a uno era capaz de matar a dos y que saldríais todos perdiendo aún más? ¿Dos muertos en lugar de uno, y uno de ellos tú? Quiero decir, ¿lo crees capaz de matarte a ti, no un amigo pero sí alguien a su cargo, un empleado, un contratado, un compañero, un colega, un asociado de su mismo bando? Dime qué piensas, dímelo ya, di lo que sea. Ten el valor para ver. Ten la irresponsabilidad de ver. Sobre algo así uno cree saber'.

Y yo habría vuelto a la tentación habitual del principio, de las primeras sesiones en que me interrogaban acerca de gentes famosas o desconocidas escrutadas en vídeo o en carne y hueso desde el falso vagón de tren o frente a frente, y a menudo me preguntaban cosas demasiado específicas sobre aspectos de las personas que suelen ser impenetrables a primera vista e incluso también a la última, aun de las más allegadas, uno puede pasarse la vida al lado de alguien y verlo morir en sus brazos, y a la hora de su muerte ignorar todavía de qué es capaz y de qué no, y no estar seguro siquiera de sus verdaderos anhelos, ni enterado de si los cumplió con razonable contento o bien rabió durante la existencia entera, y esto último es lo más frecuente a no ser que carezca uno de ellos, lo cual rara vez se da, siempre se cuela uno modesto. (Sí, uno puede estar convencido, pero no saber de cierto.)

Así que habría querido contestar 'No lo sé', las tres palabras que nunca interesaban ni casi eran aceptables en el edificio sin nombre, en el nuevo grupo heredero y degradado del viejo, eso lo fui comprobando cada vez más, que no caían en gracia sino en el desdén y el vacío. No sólo para Tupra no eran aceptables: tampoco lo resultaban para Pérez Nuix, Mulryan y Rendel, ni probablemente para Branshaw y Jane Treves, que aunque fueran colaboradores tan sólo esporádicos no debían de admitírselas ni a sus soplones y confidentes de más bajo rango. El 'Quizá' estaba consentido -qué remedio-, pero causaba mala impresión, era escasamente apreciado y a la postre se pasaba por encima de él como si uno no hubiera aportado ni avanzado nada, producía el mismo efecto de un voto en blanco o una abstención, cómo decir: la actitud con que se recibía no tenía casi nunca un correlato verbal, pero equivalía a mascullar: 'Vaya, hombre, qué útil. Pasemos, pues, a otra cosa'; y a veces se fruncía el ceño o se torcía con fastidio el gesto. A aquellas alturas de mi atrevimiento inducido y de mi trabajada o desarrollada penetración, habría sido inverosímil que hubiera respondido así a la pregunta final sobre Reresby en su inacabable noche: 'Quizá. Es improbable. No es descartable. Quién sabe. No lo sé'. Así que me habría tocado arriesgar y, tras meditarlo un instante, por fin habría emitido mi dictamen o apuesta más sinceros, es decir, más creídos por mí de verdad o, como le gusta repetir a la gente, de corazón:

'Creo que no le habría sido fácil, que le habría costado hacerlo, que habría procurado ahorrárnoslo, esto es, que me habría dado una oportunidad o dos antes de descargar el golpe, la oportunidad de desistir. Tal vez una herida, un corte, un aviso o dos. Pero sí, también creo que habría podido matarme si hubiera visto que yo me empeñaba y que iba en serio, o que cabía que consiguiera frustrarle la ejecución ya decidida. Por pesado, por insistente, habría podido matarme a mí también. Lo único es que, por lo que se ha visto, no tenía aún decidida esa ejecución'.

'¿Quieres decir que lo habrías descompuesto, que le habrías hecho perder el control, que se le habría ido la mano tan gravemente en un arrebato de impaciencia, soberbia, ira?', acaso habría querido Tupra averiguar, ofendido acaso por tal posibilidad.

'No, no es eso', habría reconocido yo. 'Habría sido por lo que he dicho antes, porque tolera muy mal que no se haga lo que según él es debido, pudiéndose hacer. Lo que él ya ha resuelto con causa, con sus propias o asumidas causas, que a veces le surgen tras larga reflexión o maquinación y otras veces muy rápidamente, un fulgor, como si sus ojos abarcadores en seguida miraran a la altura adecuada, y supieran de un solo vistazo lo que ha de venir. De uno solo, enfocando con nitidez, sin vuelta atrás. No sé cómo explicarlo: podría haberme matado por disciplina, eso de lo que ha prescindido el mundo; por determinación, por afán práctico, por un plan; por la costumbre de salvar obstáculos y haberme convertido yo en uno imprevisto, gratuito, superfluo, no trazado: desde su punto de vista sin razón de ser.' Pero luego habría sido incapaz de no expresar una duda postrera, porque era una duda real, y habría añadido: 'O quizá no, quizá no habría podido, pese a todo eso, por una sola razón: quizá yo le caiga demasiado bien, y todavía no se ha cansado de que sea así'.

Cuando nos levantamos y fuimos por los abrigos, los del matrimonio y el mío, Tupra quiso pasar de nuevo un momento por el lavabo de los inválidos. No me lo dijo, pero lo vi. Me hizo una indicación de que siguiera yo con Flavia hasta el guardarropa, me entregaron las fichas para que los fuera pidiendo, y vi cómo él y Manoia se desviaban hacia allí, atravesaban la primera puerta, supuse que la segunda también, pero de cierto ya no supe más. No tenía espíritu para alarmarme otra vez, sólo para irme enconando: lo que había sucedido ya era bastante, y que De la Garza no hubiera muerto -me di cuenta- apenas lo hacía mejor. Yo lo había visto así, con expresión de muerto, de quien se da por muerto y se sabe muerto. Tres o cuatro, cinco veces, podía haberle estallado el corazón. 'Lo mismo va Reresby y lo mata ahora', pensé sin creerlo, 'aún lleva la espada a la espalda. O acaso va a cerciorarse sólo de su obediencia. O tal vez quiera mostrarle su obra a Manoia, darse o darle la satisfacción. O puede que sea este último el que haya exigido contemplar la labor y darle o no la aprobación, el "Basta cosí" o el "Non mi basta". O a lo mejor ese siciliano, napolitano o calabrés no va a comprobar, sino a rematar él en persona, él mismo'. Tardaron muy poco, casi fue entrar y salir, aún teníamos los abrigos cruzados sobre el mostrador, la señora y yo, cuando ellos nos alcanzaron. Debía de haberse tratado de la cuarta o la tercera posibilidad, de rendir cuentas o de presumir; de la segunda no creía, Tupra sabría tan bien como yo que De la Garza no se habría movido una pulgada, de su sitio en el suelo. Nadie pagó nada en aquel local idiótico, o al menos yo no lo hice ni tampoco lo vi hacer. Reresby tendría crédito, o lo invitarían siempre, o sería socio con participación. O quién sabía si no se habría encargado De la Garza a nuestras espaldas, antes de su último e interrumpido baile, para conquistar a la señora también con un gesto. Pero eso no le pegaba, ni lo habría valido ella para aquel capullo.

Montamos los cuatro en el Aston Martin de las noches de coba o jactancia, esta era de las primeras; un poquito estrechos, pero no íbamos a despedir a la pareja en un taxi, nosotros éramos los anfitriones, y además era un trayecto muy corto. Los acercamos hasta su hotel, el opulento Ritz nada menos, cerca de la librería Hatchard's de Piccadilly, que yo visitaba tanto siguiendo los pasos de los insignes pretéritos, Byron y Wellington, Wilde y Thackeray, y Shaw y Chesterton; y no lejos de Heywood Hill, a la que iba más cuando vivía en Oxford, ni de las tiendas de Davidovich y Fox en St James's Street, donde Tupra compraría probablemente sus Rameses II y yo me hacía a veces con mis no tan preciosos cigarrillos Karelias, del Peloponeso.

Al decirle adiós a Flavia tuve el presentimiento -o fue presciencia- de que, si aún estaba decepcionada o desconcertada por el incidente y la sustracción del galán, al cabo de un rato, ya a oscuras, callados el marido y ella en sus respectivas camas o en su cama doble, se acordaría sobre todo de lo que la había halagado durante la velada y se dormiría más tranquila y satisfecha de lo que se habría despertado aquella mañana; y de que por tanto aún podría amanecer a la siguiente pensando: 'Anoche todavía sí, pero, ¿y hoy?'. Así que al menos en aquel solo aspecto yo había cumplido con mi encomienda y le había brindado, indirecta y aparatosamente -la mejor manera: cuánto le habría gustado saberse causa de una violencia-, una prórroga más. Una más antes del día en que el primer pensamiento fuese: 'Anoche ya no, ¿y entonces hoy…?'. Le dio un beso a Tupra y otro a mí y se fue para dentro, sin reparar en el uniformado que le abrió y sostuvo la puerta y sin esperar a que su marido acabara de despedirse a su vez. Él no la regañaría por eso, y ella debía de estar deseando mirarse su sfregio en un espejo de aumento y con mejor luz, y empezar a convocar pronto en silencio los instantes más gratos de la noche larga, cuando todavía estaba de tan buen humor como para solicitarme con fingido reproche: 'Su, va, signor Deza, non sia cosí antipático. Mi dica qualcosa di carino, qualcosa di tenero. Una parolina e sarò contenta. Anzi, mi farà felice'.

En cuanto a Manoia, le estrechó la mano a Reresby con lo que en hombre tan anodino, vaticano y manso sería efusividad -pero falso manso-, y supuse que al final habrían acordado lo que quisiera que fuese a su conveniencia mutua, o se habrían arrancado el uno al otro lo que el otro al uno se pidieran o se propusieran o se impusieran bajo inexpresa extorsión.

– Ha sido un gran gran gran placer, Mr Reresby -le dijo en su pastoso inglés: no encontraría otra forma de traducir 'grandissimo'-. Una noche algo accidentada, pero no por eso menos placer. Sea bueno y téngame al tanto. -Y a continuación estuvo frío conmigo: de hecho me dejó colgando la mano que le había tendido y se limitó a inclinar la cabeza con sequedad, como un diplomático a la antigua usanza (e inclinarla ya sería mucho decir). Ni siquiera me miró, o bien yo no logré ver sus ojos mates y zigzagueantes bajo sus extensas gafas que lo reflejaban todo. Se las subió una última vez sin que se le hubieran bajado, con el pulgar, y me dijo-: Buona notte.

Luego se echó una carrerita ridicula para alcanzar a su mujer, sin duda le costaba separarse de ella. Ahí me pareció más un funcionario aplicado que un violador, menos de la Mafia o la Camorra o la ‘indrangheta y más del Opus o los Legionarios, o quizá del Sismi, fuera lo que fuese aquello. Pero a Flavia ya no se la veía por el vestíbulo, desde la calle, desde Piccadilly. Estaría ya en el ascensor, camino de su habitación, para encerrarse un rato a solas en el cuarto de baño y aplazar así los reproches sin testigos de su marido. A él le tendría advertido que no le hablase a través de esa puerta, y en ese tipo de cosas seguro que la obedecía él.

Ni siquiera había añadido: 'E grazie'. Tampoco debía de tener por qué, él no estaba al corriente de mi creciente cólera ni de mi conturbación. Incluso podía ser que creyera que yo me había encargado de propinar la paliza cuyo resultado debió de satisfacerlo, cuando se asomó al lavabo para supervisar. Puede que me tomara solamente por un secuaz, un esbirro, un mamporrero, un matón. Y la verdad es que en aquellos momentos sí me sentía un secuaz y un esbirro, y hasta un mamporrero también: le había puesto su víctima a Tupra donde él la quería. Pero no un thug ni un hitman ni un goon, no un matón, porque yo aún no le había tocado un pelo a nadie, ni se lo pensaba tocar. Así como esperaba que nadie me lo tocara a mí, con espada o sin ella, ni con peine o sin él.


Cuánto adivinaba o sabía yo de él y cuánto él de mí, suponía, uno no puede descifrar a voluntad, impunemente, agazapado o invisible como el espectador en casa o el fantasma ya logrado, a quien a su vez lo estudia y descifra a uno, observar a quien lo observa con idénticas facultades y con las mismas o parecidas armas que acaso serán mejores, o tal vez se produzca entonces una estéril neutralización recíproca, una impenetrabilidad, un bloqueo, una anulación y una ceguera -quietud y disuasión de guerra fría-, la mutua desactivación de las maldiciones o dones, ambas paralizadas e inútiles cuando enfrente hay otra mente que las padece también o goza de ellas, si es que Wheeler y él acertaban y no mentían y yo estaba efectivamente a la altura de sus predicciones. Aún lo dudaba tanto que en realidad no lo creía, pese a haberme persuadido el primero, invocando la autoridad de Rylands que ya nada iba a desmentirle, de que alguna sí poseía, y pese a haberme envalentonado en el edificio sin nombre un poco más cada día de nuestra tuerta tarea, azuzado por la fe de los otros o por sus exigencias: 'Dime qué más, no te detengas, qué más ves, lo que sea, dilo ya sin demora, don't delay or linger, lo penúltimo que nos interesa es que te reserves, que dudes, que te guardes las espaldas, no pagamos por tu prudencia ni para eso te contratamos, y lo último que ya queremos es que no sepas ni nos digas nada. Todo tiene su tiempo para ser creído, recuérdalo, luego no calles nunca, ni siquiera para salvarte, aquí no hay lugar para eso ni hay aquí gato alguno para comernos la lengua a nadie, a ninguno de los cinco, y tampoco cabe tragársela. Ni aunque quisieras ahogarte…'. O bien: 'No has hecho más que empezar, sigue. Vamos, corre, date prisa, sigue pensando. Lo interesante y difícil es seguir: seguir pensando y seguir mirando cuando uno tiene la sensación de que ya no hay nada más que pensar ni nada más que mirar, que continuar es perder el tiempo. Lo importante está siempre ahí, en el tiempo perdido, allí donde uno diría que ya no puede haber nada. Así que dime qué más, qué más se te ocurre y qué más ofreces y qué más tienes, sigue pensando, corre, no te pares, vamos, sigue…'. Era lo que nos decía mi padre desde muy jóvenes, cuando discutíamos.

Y esa posible situación de empate o de tablas y de renuncia, de ausencia de duelo, de abstenerse entre pares, podía darse no sólo con Tupra y por supuesto con Wheeler, sino con los otros tres, con la joven Pérez Nuix y Mulryan y Rendel, y quién sabía si hasta con Branshaw y Jane Treves, llegado el caso. Y quién si con la señora Berry.

Cuando hubo desaparecido Manoia (qué trote), Tupra me miró muy serio, casi ominoso en la acera, ante las luces del Ritz Hotel, Ritz Restaurant, Ritz Club. Luego me sonrió abiertamente y me dijo:

– ¿Quieres que te acerque? Es Dorset Square o una plaza cercana, ¿no? Por esa zona.

Sabía eso, por ejemplo, que él se sabía mis señas con exactitud y que disimulaba con lo aproximativo, se conocería de memoria hasta el piso y el número y letra de mi apartamento, como de todos sus colaboradores. También supe que quería llevarme, por algún motivo más allá de la deferencia. Querría hablar, comentar un poco las vicisitudes. O querría hacerme advertencias. O darme consejos y acaso instrucciones para otras veces, tras mi bautismo de fuego, como testigo y con arma blanca. No creía que su propósito fuera darme explicaciones ni disculparse, limar asperezas a lo sumo. Pero algo quería. Supuse, por tanto, que acabaría acercándome en su Aston Martin, velis nolis. Y que si yo declinaba el ofrecimiento, me insistiría. Y que si yo rehusaba, se empeñaría.

– No hace falta, cogeré un taxi -respondí, y debió notar que la indignación me seguía.

Estábamos los dos ante el Ritz, de pie en la acera, bajo el soportal o arcada; la puerta delantera del coche la había él dejado abierta mientras nos despedíamos rápidamente del matrimonio católico, la izquierda, la del copiloto, es decir, por la que yo me había bajado. El uniformado se apoyaba sobre un pie y otro, como si los tuviera fríos. Nos vigilaba apremiante, allí no se podía estacionar, desde luego, ni pararse apenas.

– Vamos, vamos, no me cuesta nada, con todo esto me he desvelado. Serán diez minutos, qué menos, te lo has ganado. Vamos, sube, aquí estamos molestando.

Habría pillado un taxi y no habría habido vuelta de hoja, pero no pasaba ninguno en aquel instante, y la parada del hotel debía de estar situada en una bocacalle, no quedaba a la vista, o bien era allí mismo y se encontraba desierta. Pero además sabía aún mejor, ahora, que él tenía interés, o es más, intención de acercarme.

No me gustaba la perspectiva. Prefería dejarlo de ver ya aquella noche y no correr el riesgo de encararme con él y reprocharle y pedirle cuentas, y veía imposible no hacerlo si disponíamos de un trayecto a solas. A la mañana siguiente -entraríamos tarde, esa era la norma cuando trasnochábamos por trabajo, y los horarios en general eran flexibles- me sentiría más calmado y más conforme, creía. Y aunque él supiera perfectamente dónde vivía, no me hacía del todo gracia que se aproximara a mi territorio, no yo sabiéndolo y en mi compañía. Cuando alguien lo deposita a uno o lo sigue o lo ronda o lo espía, y lo ve entrar en su portal al caer la noche o al caer la tarde, ha visto ya mucho más de lo que parece y de lo que debería: lo ha visto -cómo decir- de retirada, probablemente cansado y aun a punto de abandonarse tras la larga jornada de fingimiento y esfuerzo, y de falsa alerta; y además ha asistido a algo que repetimos todos los días, tal vez a lo más cotidiano externo. La gente se deja acompañar o llevar sin problemas, o lo agradece y lo espera, como las mujeres con gran frecuencia; pero es como si a partir de entonces ese alguien supiera dónde hallarnos -lo supiera con sus propios ojos y guardara imagen, es distinto de saberlo a secas-, y a qué hora aproximada. (De hecho es lo primero que averiguan y observan los ladrones y los secuestradores, los violadores y los asesinos, los espías y los policías, cuándo vuelve uno, cuándo está en casa o en ella no hay nadie, según sus fines y les convenga que esté uno allí o no haya rastro.) Sí, importa mucho ser visto en los propios dominios o en sus alrededores, no digamos ascendiendo los cuatro o cinco escalones que separan la calle de nuestra puerta en Londres, abriendo ésta con nuestra llave, entrando, cerrándola con la lentitud involuntaria del fatigado gesto. Al cabo de un par de minutos se identificarán nuestras luces y nuestros balcones, desde la acera, o desde los árboles y la estatua -o era allí ventana-; y entonces ya puede imaginársenos mejor en nuestros interiores, o adivinársenos, conocer el tipo de iluminación que nos gusta, y hasta se nos puede divisar la figura si nos acercamos a los cristales, o contemplarla en nuestro marco íntimo si nos asomamos a fumar un cigarrillo o a admirar el crepúsculo, a recoger la brisa o a regar las plantas, o a mirar quién llama al timbre una noche de lluvia tras habernos seguido durante mucho rato, ella y yo con paraguas y ella con un perro blanco, tis tis tis, hacía el perro, al caminar casi volando. Y alguien desde la plaza, a distancia, o sobre todo desde las casas de enfrente, la del bailarín ufano, podía habernos visto a los dos mientras hablábamos, mientras la joven Pérez Nuix me pedía un favor molesto, nada fácil, y me explicaba por qué ahora no siempre nuestros clientes eran del Estado, no siempre el Ejército, la Armada, un Ministerio o una Embajada, New Scodand Yard o la judicatura, el Parlamento, el Banco de Inglaterra, los Servicios Secretos, el MI6, el MI5 o incluso Buckingham, la Corona; y también mientras contestaba a mis numerosas preguntas, a veces sin que tuviera que hacérselas y a veces tras escuchármelas, 'Qué sabes tú de los criminales', y 'Quiénes son los wet gamblers', y 'Sobre quién he de mentir o callar, para complacerte', y 'Aún no me has pedido el favor, todavía ignoro en qué consiste, exactamente', y 'Cuántos años llevas aquí, a qué edad empezaste, quién fuiste o cómo eras, antes de esto', y 'Qué particulares particulares son esos, y cómo es que esta vez sabes tanto sobre este encargo, su origen, su procedencia'. Ya no podía ser y no fue 'un momentito', el que ella había anunciado tras decir 'Soy yo', desde la calle. (En seguida todo se alarga o se enreda o todo tiende a adherirse, es como si cada acción llevara su prolongación consigo y cada frase dejara en el aire un hilo de pegamento colgando, que nunca puede cortarse sin que se pringue algo más al hacerlo. Todo insiste y continúa solo, aunque opte uno por retirarse.)

Y cada vez que he traído a una mujer a mi casa, cuando era soltero o en aquel tiempo de Londres (quiero decir traído para pasar la noche o no tanto, para pasar por mi cama), he temido que reapareciera por el lugar ya visitado por ella, sin ser invitada ni solicitada: por eso, por el mero hecho de haberlo pisado y haberme visto allí dentro, cómo vivo, y guardar la imagen. Y a menudo lo he temido con causa. Y si alguna ha vuelto a ese territorio por mi voluntad y con permiso mío, o incluso por mi llamamiento y anhelo, entonces hay una habitación a la que no debe pasar, ni siquiera para acompañarnos mientras vamos por un refresco o preparamos un piscolabis, si no deseamos que se nos instale, si a tanto no estamos dispuestos; y esa habitación no es la alcoba, que es indiferente hasta para pernoctar en ella, ni tampoco el cuarto de baño, los de los hombres solos apenas son imaginativos; sino la cocina, porque si una mujer entra en ella a seguir conversando durante nuestro trajín o a ayudarnos sin que se lo pidamos ni sugiramos; si nos sigue hasta allí por su iniciativa, o casi instintivamente como los patos, lo más probable es que se quiera quedar sine die a nuestro lado -allí prueba o huele un instante de convivencia-, aunque ella aún no lo sepa, y sea la primera vez que viene, y aun lo negara sinceramente si alguien se lo pronosticase. Tal vez esa era una de las enseñanzas triviales de mi don o de mi maldición, si los tenía.

Tupra no era mujer ni iba a quedarse, ni siquiera iba a subir a mi casa, sólo a llegar a la plaza y dejarme ante mi portal, en su veloz Aston Martin. Y aun así no me agradaba la idea, porque podía figurármelo bien luego, u otra noche, otro atardecer, otro día o al amanecer, espiando desde los árboles o desde la estatua, vigilando mi ventana, o acechando desde el hotel de enfrente, atento a mis luces y a mi guillotina y a la posible mujer que hubiera venido a verme, no necesariamente a pasar por mi cama. Esperando a su salida. No en balde me había parecido desde el principio un tipo que transitaba más por las calles que sobre moquetas, menos bregado en las oficinas que fuera de ellas.

Abrí la portezuela entornada del coche y me subí, sin contestarle nada. Él lo rodeó y entró por su lado. Le dije mis señas exactas, con retintín, supongo, como si él fuera un taxista, eso fue todo. Yo sabía que no iba a contenerme durante aquellos minutos a solas que nos aguardaban, pero no estaba seguro de cómo empezar, quizá no me convenía precipitarme en exceso, pese a mi cabreo, soltando la primera recriminación que me viniera a la lengua, y que acaso fuese secundaria, un detalle en comparación, con lo grave. Aún no había decidido abandonar el trabajo, eso debía pensármelo con mayor distancia, y encajar la idea de volver a verme en la BBC Radio, con sus aburrimientos mal pagados. Esperé unos segundos largos, el automóvil ya en marcha y acelerando, a ver si él decía algo y así me daba una entrada. 'No lo hará', pensé, 'sabe aguantar los silencios, los que él establece.' El interés era suyo, en acercarme, pero quizá no era para aleccionarme, ni para reñirme (por mí se nos había pegado De la Garza), ni para puntualizarme nada, sino para oír mi desahogo todavía en caliente, 'en mojado' como Don Quijote decía, y así medir mi capacidad de enfado. Al poco el silencio se hizo ya propio de dos personas que no quieren hablarse.

– Esa zona en la que vives no es nada barata -murmuró él entonces; de modo que el silencio, inferí, era ajeno a su decisión y a su voluntad, y esos los soportaba menos: su vehemencia o su tensión permanentes le exigían llenar todo el tiempo de contenidos palpables, audibles, reconocibles o computables. Todo el coche, ahora sin las interferencias o rivalidad fragante de Flavia, olía a su bálsamo afier-shave, era como si éste se le quedara impregnado o él renovara continuamente su aplicación a escondidas. No le había visto hacerlo ante el espejo de los tullidos. Bajé un poco mi ventanilla.

– No, no es barata, más bien cara -respondí casi sin querer-. Pero prefiero gastar en eso, huyo de la sordidez como de la peste. -De pronto caí en que desde hacía un rato Tupra no llevaba su abrigo, puesto ni echado ni tampoco al brazo, no me había dado cuenta de cuándo se lo había quitado ni de dónde lo había metido, habría sido al salir de la discoteca, o habría efectuado un cambiazo rápido en el guardarropa, del que no me había percatado. Volví la cabeza para ver si estaba extendido sobre la repisa de atrás, más allá de los asientos traseros. Pero no lo vi, luego dónde estaba, la maldita espada-. Y esa espada -le dije.

Tupra -ya no sería Reresby, aunque la noche no hubiera acabado- sacó un cigarrillo, lo alumbró con el encendedor del coche, se le iluminaron un momento las mejillas lisas y acervezadas, era como si estuviera recién afeitado. Esta vez no me ofreció uno de sus preciosos egipcios. Yo saqué uno de mis peloponesios para subrayarlo, no lo encendí al instante.

– Qué. Está en el maletero.

– Quiero decir a qué venía esa espada. Cómo es que la llevas. Ha sido una brutalidad, es una salvajada, he creído que le ibas a cortar de verdad la cabeza, casi me muero yo, estás loco, qué es esto, dónde estamos, eres un animal, y qué falta hacía…

Por fin me había salido en borbotón, me había lanzado, a pesar de que su respuesta ('Qué. Está en el maletero') había sido dicha en el mismo tono concluyente o conclusivo en que una vez me había contestado en su despacho ('Sí, lo he visto') al preguntarle yo si se había enterado del golpe de Estado contra Chávez en Venezuela (y había añadido: '¿Algo más, Jack?'). El mío no era aún de furia, pero si hubiera seguido con la retahíla inconexa ese tono habría ido en aumento, uno se calienta o se moja a sí mismo, las más de las veces lo hace uno con la mente solo, sobre todo si se produce una pausa, una condensación, una espera obligada entre los hechos y el estallido. Tupra no pareció sentirse afectado, no todavía -ni siquiera incomodado o levemente alterado-, por el arranque de mis exabruptos, y me cortó el torrente, iniciado apenas, con una frase serena y lateral de la que entendí sólo parte. No entender es lo que más frena, y querer entender urge más, y puede más que cualquier cosa.

– Eso lo aprendí de los Kray. -'The Krays', dijo en inglés, con ese plural innecesario en español para los apellidos o las familias cuando se los nombra colectivamente (el plural ya lo indica el artículo, 'los Manoia'), y que cada vez más idiotas nacionales nuestros trasladan a nuestra lengua con mimético desconocimiento: acabarán diciendo 'los Lópeces' o 'los Santistébanes' o 'los Mercaderes'. Pero yo no comprendí la palabra entonces, ni me la representé con mayúscula ni sabía que era un apellido, y menos aún cómo se escribía (¿crase, craze, kreys, crays, crease, creys, o hasta krais? A la mayoría de los españoles nos cuesta distinguir los diferentes tipos de s). Por eso paré la cascada en seco, a la vez que él paró ante un semáforo.

– ¿De los qué?

– Será de los quiénes -me contestó-. Los hermanos Kray, k, r, a, y. -Y lo deletreó en el acto, según la costumbre en su idioma-. No tienes por qué haber oído hablar de ellos, eran dos gemelos, Ronnie y Reggie, dos gangsters pioneros de los años cincuenta y sesenta, empezaron en el East End, gente salida de Bethnal Green o por ahí; les comieron el terreno a los italianos y a los malteses, prosperaron, se expandieron, hasta que acabaron en prisión a finales de los sesenta, uno murió ya entre rejas y el otro creo que aún cumple condena, debe de ser ya bastante viejo y seguramente no salga nunca. Fueron de los más violentos y temidos, coléricos, con escaso control de su crueldad, algo sádicos, y al principio de su carrera utilizaron espadas. Claro que ellos lo hicieron por necesidad, no tenían dinero para armas más caras, en sus primeros escarmientos e intimidaciones. Causaban terror, con sus sables, a sus víctimas las dejaban marcadas de oreja a oreja de un solo tajo, o a lo largo de la espalda entera y aun más abajo. Les hacían una segunda raja, vaya, y a una mujer se cuenta que le dejaron cuatro. Hay un libro o dos sobre ellos, y hubo una película, creía que tú ibas al cine. A lo mejor no se exhibió en España, demasiado local para otros países, pequeña historia de Londres. Pero esa sí la vi yo, y en una escena o dos se los veía con sus espadas, provocando el pánico. Recuerdo una, en unos billares. No estaba mal, bastante documentada, y los actores también eran gemelos. Cine biográfico, lo llaman. -Jamás había oído yo ese término. 'Biopic' , pero 'biographical cinema' nunca, y fue eso lo que él dijo.

Ya me había desactivado, momentáneamente al menos. Así solía proceder cuando hablaba, iba de una frase a otra y con cada una se iba más desviando de lo que había dado pie a la primera, del origen de la charla o de su disquisición, si era esto. El origen en esta ocasión era mi enfado, mi resentimiento porque me hubiera involucrado en sus bestialidades o me hubiera hecho contemplarlas, en las películas y en las novelas se mata a cualquiera por nada y allí nadie pestañea, ni el autor ni los personajes ni los espectadores ni los lectores, siempre parece tan fácil, y tan común, tan frecuente. Pero no lo es en la vida real, no es fácil ni común ni frecuente, no en la que llevamos la mayoría inmensa de las personas -pero inmensa-, y en ella causa un malestar y una turbación y un pesar descomunales, inimaginables para quien no se ha visto antes en una. (Sí, se queda uno temblando, como ya creo haber dicho, y se queda mucho rato. Y luego se queda abatido, y eso le dura aún más tiempo.) Por fortuna nosotros no habíamos matado a nadie en contra de lo previsible tras la aparición de aquella arma, eso creía (sería yo quien llamase un día a De la Garza, a espaldas de Tupra -más valía-, para cerciorarme de que seguía con vida el capullo, de que no la había palmado luego por alguna lesión interna). A la postre habían sido tan sólo unos golpes y unas sacudidas y una ahogadilla, esto es, algo menor, baladí en una película o en una de esas novelas miméticas de las americanas más lerdas, sobre psicópatas revientacuerpos o asesinos en serie analíticos, casi aritméticos, hay montones de ellas, también en la imitativa España. Y sin embargo esa nimiedad de las ficciones a mí me había dejado con sensación de fiebre y con náuseas y con pasajeros sudores, duraban poco pero no se iban del todo, y cada vez que se detenía el coche ante un semáforo en rojo y no entraba aire por la ventanilla, me volvían, y me empapaban entero en cuestión de segundos. Eso durante el trayecto. En efecto era breve, y más de noche, nos acercábamos ya a mi plaza.

Me había quedado callado tras sus explicaciones sobre los gemelos Kray, entre desconcertado, aún más malhumorado y curioso, y hube de retroceder mentalmente para recuperar si no el origen de aquello, sí al menos sus aledaños: la espada.

– ¿Qué quieres decir con que lo aprendiste de ellos? ¿Te refieres a lo de la espada? ¿Y lo aprendiste de qué, de los libros, de la película, o es que los conociste?

Tupra habría nacido hacia 1950, un poco después o un poco antes. Podía haberlos tratado como aprendiz, como alevín, como acólito, con anterioridad a su encarcelamiento, hay ámbitos en los que se empieza muy joven, casi niño. En alguna otra ocasión había mencionado Bethnal Green, el barrio más tirado de Londres en la época victoriana, y su miseria había sido mucho más larga que el larguísimo reinado. Allí hubo durante décadas un manicomio, el Bethnal House Lunatic Asylum, y el distrito nombrado ‘Jago’ -como me llamaba a mí Tupra a veces, irónicamente-, en torno a Old Nichol Street, era notorio por su extremada pobreza y sus continuos crímenes. Si procedía de un sitio así -pero también había estudiado en Oxford, quizá gracias a sus dotes-, eso podía explicar que se desenvolviera tan bien en los bajos fondos como en las superficies más altas: lo segundo se aprende, y está al alcance de cualquier vivo; en cambio no hay enseñanza que valga para lo primero, más que sumergirse. Por edad era posible. Pero Tupra no me contestó directamente, la verdad es que no acostumbraba.

– La película debe de haberla en DVD o en vídeo. Pero era bastante sombría, y algo sórdida. Así que si huyes de eso como de la peste, será mejor que no la veas -dijo como si no hubiera oído mis preguntas o las encontrara superfluas; y además le noté un poco de burla, al tomarme al pie de la letra mi aversión por las sordideces-. En ella hacía un pequeño papel un actor que conozco bien, un viejo amigo, y una noche, cuando la rodaban, lo ayudé a ensayar su escena. Yo creo que luego fui a verla por eso, cogió mucho de mi estilo. Compartía calabozo con los gemelos, durante su servicio militar, aún muy jóvenes; los observaba, y les daba la lección resumida de lo que tendrían que hacer cuando salieran y se reincorporaran a la vida civil. Es la lección más condensada para conseguir algo. En realidad siempre, lo que sea. 'Sé cómo os llamáis, Kray', les decía. -Y esta vez Tupra pronunció el nombre a lo cockney o a lo poco instruido, esto es, como si fuera la palabra 'Cry', 'Grito' o 'Llanto' según los casos. Como si representara él el papel, momentánea, vicariamente: le había asomado su vanidad ingenua de nuevo, blanda. Acabábamos de desembocar en mi recoleta Square, en mi plaza silenciosa y tranquila desde que la noche caía; había aparcado frente a los árboles y había apagado el motor al instante, pero no iba a dejarme bajar inmediatamente, todavía me estaba hablando. Y aún no se había manifestado la causa de su empeño en llevarme-. 'Y me digo a mí mismo, George, me digo' -prosiguió el monólogo, era como si lo tuviera memorizado desde aquella noche de ensayo con su amigo actor, haría años-, 'estos chicos son especiales, estos chicos son algo nuevo. Lo tenéis. Habéis dado con ello. Y yo puedo verlo.' -Esa u otras parecidas frases eran la divisa de nuestro trabajo, 'Yo puedo verlo, puedo ver tu rostro mañana'-. 'Y tenéis que aprender a usarlo. Mirad, hay gente ahí fuera, muchísima gente, a la que no le gusta que le hagan daño. Ni a ella, ni a sus propiedades. Y mirad, esa gente, a la que no le gusta ser dañada, pagan a personas, para que éstas no le hagan daño. Sabéis de lo que estoy hablando, ¿verdad? Claro que sí. Bien, cuando salgáis de aquí, muchachos, mantened los ojos bien abiertos, acechad a la gente a la que no le gusta que le hagan daño. Porque hasta a mí me hacéis cagarme de miedo, muchachos. Maravilloso.' -'Cos you scare the shit out me, boys. Wonderful', así lo dijo en inglés Tupra, esto último, con su falsa dicción que acaso era la verdadera suya, allí dentro de su coche quieto tan raudo, a la luz lunar de las farolas, sentado a mi derecha, con las manos todavía sobre el volante inmóvil, apretándolo o estrangulándolo, ya no llevaba los guantes, los tenía en el abrigo junto con la espada, sucios y mojados y envueltos en papel toalla-. Esa es la cosa, Jack. El miedo -añadió, y esas siete palabras (o en su lengua fueron menos) aún sonaron como si pertenecieran al papel que imitaba, o que había usurpado, o que tal vez le habían robado, o que creía haber interpretado él de todas formas, por amigo interpuesto. Pero no sonaba como su estilo precisamente, no el habitual del Bertram Tupra que yo conocía, sino como la recreación de un actor shakespeariano, en todo caso sí sombrío, no sé si sórdido, más bien siniestro, agorero, no fue extraño que con mi sudor de ida y vuelta y mi sensación de fiebre me viniera un escalofrío.


El malestar se me iba pasando, con todo, desde que él había detenido el automóvil. Veía mis luces del apartamento encendidas, a menudo dejaba así algunas si es que no todas, parecería que estuviera en casa siempre, excepto cuando dormía o las apagaba a propósito a veces -al oír música-, para alguien que me espiase desde enfrente o desde la calle.

– Esas luces de ahí, ¿son las tuyas? -me preguntó Tupra al mirar hacia donde yo miraba, hubo de invadir mi espacio un momento y acercar su rostro a mi ventanilla abierta, le gustaba controlarlo todo, o lo que veía lo curioseaba con sus ojos siempre insaciables, azules o grises según qué los iluminara.

– Sí, no me agrada encontrarme la casa a oscuras, cuando regreso tarde.

– No será que te espera alguien arriba, ¿verdad? Y yo aquí entreteniéndote más rato.

– No, no me espera nadie, Bertram. Sabes que vivo solo.

– Podía ser una visita, alguien habitual, que tuviera llave. ¿Quizá una novia inglesa? ¿O sería siempre española?

– Nadie tiene mis llaves, Bertram, y esta noche era muy mala para citas tardías. Cuando salimos contigo, nunca sabemos a qué hora volvemos. Hoy no es demasiado tarde, pero sólo con que De la Garza hubiera luchado, o hubiera echado a correr, o hubiéramos tenido que pasar por comisaría por armar bronca en sitio público o por tu original posesión de armas, ya nos habríamos ido a las tantas, o a mañana por la mañana.

Tal vez mi leve pero recobrado tono de reproche lo llevó a acordarse, y entonces él me hizo el suyo, su reproche, para machacar y anular el mío o porque me lo tenía guardado, y para eso, para soltármelo, había querido acercarme a casa. Seguramente era esto último, él no solía pasar por alto los fallos, ni sus descontentos.

– No habría podido echar a correr. Tampoco habría luchado nunca, tú lo sabes -me puntualizó-. Pero ah, mira, ahora que me llamas Bertram, esto quería decirte. -Y se le endureció la cara, debía de haberlo fastidiado de veras-. Tres veces, tres veces si no han sido cuatro, me has llamado Tupra esta noche, delante de ese imbécil tuyo. ¿Cómo se te ha ocurrido, Jack? ¿No tienes cabeza? -Y hasta se atrevió a darme un golpecito en la frente con la parte más mullida, inferior, de su palma, como si fuera un profesor de gimnasia-. Si soy Reresby esta noche, Jack, esta noche no tengo otro nombre, eso estaba claro, a ningún efecto. Lo sabéis todos de sobra, que eso es inamovible en cualquier circunstancia, a menos que yo os avise de un cambio. ¿Cómo has podido tener ese descuido? Ese cretino ha oído mi nombre. Podían haberlo oído otros. Con él no pasará nada, no será grave, le dará lo mismo un nombre que otro, y lo último que deseará será acordarse de mí, de mi cara o de cómo me llamo. Querrá olvidar la pesadilla entera, ese no va a ser vengativo. Pero imagínate que se te hubiera escapado delante de Manoia, para quien soy siempre Reresby, desde que me conoce. Son años, Jack, ¿no lo entiendes? No puedes tirármelos a la basura en un instante, por perder los papeles y ponerte histérico y anticipar lo que voy o no a hacer, hasta que me veas hacerlo tú no puedes saberlo, y a veces tampoco aunque me veas, ¿entiendes? No lo habré hecho, de todas formas. Aparte de que no sea asunto tuyo, lo que yo haga. Pronto vas a viajar conmigo, Jack, me vas a acompañar fuera, y habrá más desplazamientos seguramente, si continúas con nosotros y seguimos colaborando. Me veas en lo que me veas, no vuelvas a meterte nunca. No quiero ni pensarlo: con Manoia habrían sido años de confianza muy lenta, jamás segura, siempre a prueba, tirados por la borda así, en un instante. ¿O cómo crees que reacciona alguien cuando oye llamar a un negociador o a un socio por otro nombre del que él conoce?

Tenía razón en parte, incluso en buena medida: había sido un fallo. Pero había sido cuando había sido, cada vez que había creído que iba a matar al cretino, no era una circunstancia cualquiera. Pero en vez de defenderme inmediatamente, aproveché para intentar una averiguación (tres eran muchas veces):

– Así que os conocéis de antiguo y aun así te cree Reresby -dije-. No sabía, tampoco me lo dejaste tan claro. ¿Qué es el Sismi, si puedo preguntarlo?

Tupra se rió, esta vez él solo, seco, casi me sonó sarcástico; o peor, condescendiente.

– No sólo puedes -me contestó-, sino que ni siquiera te haría falta. Probablemente venga hasta en los diccionarios, de italiano-inglés, de italiano-español en tu caso. El Servicio de Inteligencia de allí. Servicio para la Seguridad y la Información Militares o algo así, son siglas, en italiano dan SISMI, s, i, s, m, i, no tiene ningún misterio. Estabas más atento de lo que me ha parecido.

– Ah. ¿Debo deducir que Manoia pertenece a ellos? Un siervo de Berlusconi, entonces. Qué desgracia la de los funcionarios y militares de ese país, vasallos todos de un mamarracho. Se le adivinan las lentejuelas y la chaqueta de raso rojo, aunque no las lleve puestas. No, no estaba atento, pero esa palabra no la conocía, en ninguna lengua.

No me siguió la broma, pero no sería por respeto a ese Primer Ministro, yo sabía que también opinaba que era un mamarracho con chaqueta de raso y lentejuelas implícitas.

– Eso sería demasiado deducir, Jack. Así que no lo preguntes tampoco. Hablar de la CIA o del MI6 o el MI5 no supone pertenecer a ellos, ¿verdad? Es más, rara vez los nombran quienes están en ellos, como tienen prohibida la palabra 'Mafia' muchos mañosos, no toleran ni oírsela a otros, a civiles. Tampoco se te ha contratado para que deduzcas ni para que preguntes, así que puedes ahorrarte esas tareas, las haces gratis. O guardártelas para ti, si es que te tientan. Pero a mí no me fastidies, no me marees.

Esta vez se me hizo antipático, impertinente. 'But don't piss me off, don't pester me', algo por el estilo dijo, y le salió con gran desprecio. A mí no me costaba nada recuperar el cabreo, de hecho el de fondo no se me iba a pasar en mucho tiempo y nunca se me iba a olvidar el mal trago, el sentimiento de miserabilidad y abuso que me había infundido, de impotencia y de chulería y aun de fascismo analógico. Si es que era analógico: me había hecho acordarme de la cuadrilla de requetés o de falangistas que había toreado a un hombre en un campo de Ronda, en el remoto octubre o septiembre del 36. Me tocó las narices y le devolví la moneda.

– Me ibas a dar una explicación -le dije-. De lo de la maldita espada. Los Kray y todo eso. ¿Qué es lo que aprendiste tan importante, a ser como El Zorro? ¿D'Artagnan, Gladiator, Conan el Bárbaro, Espartaco? ¿El Príncipe Valiente, los Siete Samurais, Aragorn, Scaramouche? ¿O Darth Vader? ¿Cuál es el modelo?

Volvió a apoyar las manos sobre el volante trabado. Ladeó la cabeza hacia mí, hacia su izquierda, con la poca luz -y era toda lunar- los ojos se le veían negros y opacos, como nunca se le apreciaban; o era efecto de la dominancia de sus pestañas, largas y demasiado tupidas para no ser envidiadas por casi cualquier mujer y receladas por casi cualquier varón. Yo soy varón, pero tampoco las tengo cortas ni ralas. Se rió un poco, con más ganas ahora, mi salida le había hecho gracia. Una vez más yo le hacía gracia, es el mejor salvoconducto para librarse de casi cualquier cosa (no de las inquinas ni de las venganzas, pero sí de las represalias y las amenazas coléricas, y eso es mucho).

– Sí, ríete ahora, Iago -me dijo, me llamaba así cuando quería picarme, en tono de zumba. Y a continuación se puso más serio-. Ríete, pero hace una hora, cuando tenía la espada en la mano, estabas tan aterrorizado como ese Garza -lo pronunció a la inglesa, le salió 'Gaatsa'-. Y si yo me bajara ahora del coche, fuera al maletero y la cogiera de nuevo, te volverías a morir de miedo aquí mismo; y si te la levantara saldrías corriendo hasta tu puerta y maldiciendo la existencia de las llaves, que hay que sacar de un bolsillo e introducir en una ranura, no es fácil acertar cuando la vida depende de eso y está uno desesperado y sin aire. Uno nunca llega a tiempo. Yo te habría alcanzado, antes de lograr abrirla. O de poder cerrarla dejándome fuera a mí con mi espada, la hoja habría cabido por la rendija y te habría impedido el portazo. Hasta los sueños saben eso, que a uno suele alcanzárselo, y lo saben desde la Ilíada. -Se detuvo un momento y miró hacia mi portal, lo señaló con el dedo como si ambos pudiéramos ver, desdoblados, la escena hipotética que describía, un hombre corriendo hasta allí como loco, salvando los escalones de un salto e intentando introducir una llave, completamente desencajado; y tras él otro con una 'destripagatos' de doble filo en la mano, con una lansquenete empuñada y en alto. Sí sentí un estremecimiento, procuré disimularlo. Me desconcertó su mención de la Ilíada-. Es el miedo, Jack. El miedo. Una vez te dije que es la mayor fuerza que existe si uno logra acomodarse a él, instalarse, convivir con él con buen temple. Entonces puede sacarle uno provecho y utilizarlo en su beneficio, y llevar a cabo proezas que ni en el sueño más fatuo, combatir con gran coraje, o resistirse, y hasta vencer a uno más fuerte. Las madres en primera línea con sus niños bien cerca, serían los mejores guerreros en las batallas, os lo tengo dicho. Por eso hay que ser cuidadoso con el miedo que uno mete, porque se le puede volver en contra. El que uno mete ha de ser tan terrible que no haya lugar a asentarlo, a incorporarlo, a adaptarse ni a consentirlo, que no pueda haber una estabilización ni una pausa para convivir con él, ni un segundo, para encajarlo y hacerle sitio, y así cejar un instante en el agotador esfuerzo por ahuyentarlo. Eso es lo que paraliza y desgasta, y consume toda energía, la incomprensión, la incredulidad, la negación, la lucha. Y si la lucha ya no es esa (que es baldía), entonces las fuerzas vuelven aumentadas. Nadie piensa que va a morir, ni en la situación más adversa, ni en la más negra de las circunstancias, ni ante la irrefutable inminencia. Así, el miedo que uno mete o infunde no debe ser conocido, ni casi ser imaginable. Si es un miedo convencional, previsible, o cómo decirlo, trillado, el que lo padece será capaz de entenderlo, de ganar tiempo y con él costumbre, y quizá después de acometerlo. No se le pasará, no va a perderlo, no es eso: ese miedo seguirá activo, acuciándolo y atormentándolo, pero podrá asumirlo parcialmente, podrá resituarse y discurrir algo; y se discurre a toda velocidad bajo su dominio, la imaginación se agudiza y aparecen soluciones, irrealizables o no, abocadas o no al fracaso, pero en todo caso se vislumbran, la mente se pone alerta y con ella todo el resto. Uno salta una tapia que parecía infranqueable en cualquier otro momento, o huye durante horas corriendo cuando antes habría dicho que no contaba con fuelle ni para cazar a la carrera el autobús que se marcha. O empieza a hablar, a interesar, a contar y a argumentar, a entretener al que lo amenaza y ver si así lo disuade, cuando toda la vida uno ha sido negado para la elocuencia y no es capaz de lograr ni que el camarero de un bar lo atienda. La gente con miedo se transforma, si se le da tiempo a que prevalezca en ella no ya el mero instinto, sino el ingenio raudo de la supervivencia.

Y Tupra se calló, ya no era Reresby indudablemente, paró su disertación, debía de tener bien estudiado el miedo, y bien probado, y bien vivido, y eso sería por el mucho uso de él que habría hecho en su vida, aquí y allá, quién sabía, en sus misiones y correrías de campo o sobre el terreno, en todas partes hay insurrectos y más si se está al servicio de un viejo Imperio ya en ruinas y además en retirada, que ya deja sólo destacamentos muy recios para hacer acopio y traspasar poderes y organizar salidas no del todo deshonrosas, los venideros negocios y las salidas tardías. Se me cruzó el pensamiento siniestro de que pudiera haber torturado y visto ahí tanto pánico, como Orlov y Bielov y Contreras a Andreu Nin en su día (el primero en realidad Nikolski y el tercero en realidad Vidali, y luego Sormenti en América: también Tupra tenía sus alias), en un sótano o cuartel o casa o prisión u hotel de Alcalá de Henares, allí en la colonia rusa donde había nacido Cervantes; un informante sombrío y no especificado sugería que lo habían desollado vivo, aquellos tres camaradas; pero me daba tanto miedo esa versión o idea que la rechazaba de plano sin más motivo que ese, mi incredulidad o lucha contra ese miedo, lo mismo que rechacé en seguida el pensamiento siniestro sobre Tupra mi camarada, al fin y al cabo era alguien a quien veía casi todos los días, los laborables al menos, durante aquel tiempo mío de Londres.

Se quedó en silencio de golpe, como sin resuello verbal más que respiratorio, las manos sobre el volante siempre, como si fuera un niño que juega con un coche de mentira o con el de su padre inmovilizado, apagado. La mirada se le había perdido, los ojos sin dirección precisa, seguramente sin ver lo que vieran, mi portal, mi plaza, los árboles, las oficinas, el hotel, las farolas, la estatua, o la escena que acababa de fabular, en la que me alcanzaba dispuesto a matarme -era extraño ver divagar aquellos ojos, normalmente tan aprehensores y tan poco ociosos-, o las luces también encendidas de mi bailarín vecino, no sabía Tupra de su existencia, ni que era mi entretenimiento cuando estaba solo en casa, cansado o abatido o nostálgico, y a veces mi apaciguamiento, el bailarín desenfadado y contento con sus dos mujeres, y alguna extra de tarde en tarde. La Square estaba vacía casi todo el rato, tan sólo pasaban algún automóvil o algún transeúnte sueltos, separados por minutos; y al ser un lugar algo recoleto, un semioasis, los pasos de éstos resonaban sobre la acera excesivamente. Alguno se daba cuenta y entonces los reprimía, trataba de amortiguarlos, como si de pronto añorara una alfombra bajo sus pies indiscretos. Los coches no, en todas partes son desconsiderados. Ni aminoraban la marcha. Tampoco lo habíamos hecho nosotros con el Aston Martin, al entrar en la plaza.

– ¿Y entonces? -dije yo, que no soltaba las presas si me atraía lo que contaban, al igual que Wheeler y que el propio Tupra-. El aprendizaje, la espada. -Dejé de lado el tono zahiriente, o era de burla amigable.

El salió de su vagaroso estado al instante, encendió otro Rameses II y ahora sí me tendió el faraónico paquete abierto de color rojo predominante, lo hizo maquinalmente, yo creo que sin darse cuenta de que no había sido así poco antes. Habíamos apagado los anteriores con cuidado en el cenicero, no se arrojan por la ventanilla en Londres los fósforos ni las colillas. Volvió a hablar con el mismo vigor y convencimiento. Sin duda había estudiado y calibrado sus métodos, había pensado en ellos o los habían pensado por él unos expertos y él los había adoptado tras escuchar las explicaciones y con conocimiento de causa, casi nada era casual ni un capricho o una extravagancia, por lo que dijo entonces (y por una vez resultó que no se había desviado tanto, de frase en frase):

– Justamente. Si yo le saco a un individuo una pistola o una navaja, es seguro que se asustará, pero será un susto convencional, o trillado, como te he dicho, quizá esa es la palabra. Porque eso es lo habitual hoy en día y desde hace ya un par de siglos, de hecho va para antiguo. Si nos atracan o nos secuestran, si nos amenazan para que cantemos o quieren obligarnos a algo o se disponen a escarmentarnos, en casi todos los casos será a punta de pistola o cuchillo: eso es lo que la gente se agencia y además es lo cómodo y práctico, lo que cabe en un bolsillo y podemos sacar rápidamente con tan sólo una mano, y lo que suponemos que el otro lleva cuando presentimos un mal encuentro. Es lo probable si nos cruzamos con una panda de gamberros del fútbol o de cabezas rapadas y nos da tiempo a barajar la posibilidad de cambiarnos de acera, casi siempre es demasiado tarde, si nos han echado el ojo no suele valer la pena o hasta empeora las perspectivas. También si alguien nos sigue con intención sospechosa: la mujer que se huele que van por ella a violarla teme y se hace a la idea de una punta de navaja sobre su pecho o garganta; el hombre en cuya casa entran ladrones espera ver contra su sien o su nuca el cañón de una pistola, es lo normal y lo previsible y, por así decir, se hace a esa idea. Hacerse a la idea no es mucho, pero es algo, porque sin querer uno ya está pensando en las maneras de escapar a eso o de limitar su daño, aunque resulten fantasiosas dadas las circunstancias; pero lleva adelantado terreno y sobre todo no se aterroriza ni se sorprende tanto, o sólo en la medida de ser uno el que se ve en tal aprieto, cuando siempre ha creído que a él no iba a tocarle, o que ni siquiera entraba en el sorteo, el optimismo de la gente es infinito mientras ante cualquier desgracia ajena, aun cercana, le quepa añadir para sí, tras todos los pésames y lamentaciones: 'Ah, pero no soy yo, no ha sido a mí'. Ahora hay unas bandas, lo habrás leído en la prensa, la mayoría son de individuos del Este, albaneses, rusos, ucranios, kosovares, polacos, que irrumpen en las casas con metralletas y por las bravas, revientan la puerta y tiran al suelo a sus habitantes y para empezar les dan culatazos, todo mucho más a lo bestia; y a veces se pasan de la raya y matan. Son procedimientos de la antigua KGB, o de la aún más antigua NKVD, que a su vez no eran distintos de los de la Gestapo, ambos. -'Por ignorar los manejos de Orlov y sus muchachos de la NKVD', me pasó por la memoria esa cita, leída en casa de Wheeler, durante mi larga noche de estudio sobre la misteriosa desaparición de Nin-. Eso ya da más miedo, quiero decir que da uno más inesperado, y que esa violencia se percibe en seguida como desproporcionada para reducir y robar a una familia corriente, pacífica, que no va a oponer resistencia; y entonces pasa a temerse cualquier otra desproporción posible. Creo que en España hacen lo mismo, además de esos eslavos ingratos, los colombianos y los peruanos, aquí no hay aún demasiados de esos, vuestra lengua hace mucho por ellos, los tienta, en tu país tienen eso resuelto y para qué van a moverse. Eso nos salva a nosotros de ellos por ahora, bastante. Nos llegan árabes y chinos, rastas y pakis, son otra historia. Pero el miedo que provoca una metralleta, con todo, no acaba de ser terrible, o lo que yo llamo terrible, es decir, miedo que anula y que lo abarca todo, sin dejar espacio para ocuparse de nada más que de eso, del miedo propio que lo invade a uno entero. Porque es difícil que se utilice, esa arma. No lo harán si pueden ahorrárselo. Es ruidosa y aparatosa, vibra y su retroceso sacude y cansa, de tan fuerte, y tampoco se oculta con facilidad si se ha de salir huyendo. Su función es, al final, más de intimidación que de verdadero uso, y eso la víctima lo sabe o lo intuye desde el primer instante, y se reconforta, se recompone pensando que sólo si las cosas se ponen fatal para los asaltantes, dispararán éstos con ella. -Tupra volvió a hacer un alto, muy breve esta vez, como si quisiera poner punto y aparte nada más, ni siquiera cambiar de capítulo-. En cambio, una espada -añadió muy pronto-. Ríete ahora, búrlate por su extravagancia, por su anacronismo, hasta por su herrumbre. Tú no viste tu cara cuando la descubriste en mis manos. Viste la del macaco, con eso debería bastarte. -Bueno, la verdad es que dijo 'monkey', 'mono' a secas, sería imposible oír 'macaque' como insulto, en boca inglesa-. Seguramente es el arma que más miedo da, justamente por su incongruencia en estos tiempos en que casi nadie lucha acercandóse, o sólo como deporte curioso. Se tiran bombas y proyectiles desde distancias inimaginables, es como si cayeran solas del cielo, te lo aseguro, ni siquiera se ven aviones muchas veces, ni se los oye, o van sin piloto o eso es lo que les parece a las poblaciones que están abajo. Se sufre el espantoso estrago, pero rara vez se ve ya a quien lo causa, esa es la tendencia desde que se inventó la ballesta, que Ricardo Corazón de León y otros consideraron deshonrosa, por ventajosa en exceso y con riesgo escaso para el ballestero, mucho más que el arco, porque al menos éste requería un mayor grado de destreza y esfuerzo y no se valía de un mecanismo, y alcanzaba, por así decir, lo que alcanzaba el brazo de un hombre, nunca más lejos ni más veloz ni preciso. Todo va hacia la ocultación del que mata, hacia su anonimato desde hace siglos, y todo hacia la deshonra; y eso hace que una espada parezca ir más en serio que cualquier otra arma. -'In earnest’, fue lo que dijo-. Parece imposible empuñarla en vano, no sé yo si te das cuenta: parece imposible hacer algo distinto de usarla, y de usarla inmediatamente. Y era cierto que yo me había preguntado por ella al vérsela ya en la mano -o quizá fue más tarde, cuando por fin volví a casa del todo (no entonces, no en aquel viaje o parada) y me costó tanto dormirme (luego pudo formularlo él por mí, habérmelo expresado en el coche y ser mi pensamiento sólo un eco de sus palabras)-, y lo había hecho en estos términos: 'De dónde ha salido, un filo primitivo, un mango medieval, un puño homérico, una punta arcaica, el arma blanca más innecesaria y más reñida con estos tiempos, más aún que una flecha y más que una lanza, un anacronismo, una gratuidad, una extravagancia, una incongruencia tan extrema que provoca pánico sólo verla, no ya miedo cerval sino atávico, como si uno recuperara al instante la noción de que es la espada lo que más ha matado a lo largo de casi todos los siglos, lo que ha matado de cerca y viéndosele la cara al muerto'. Tupra había aludido a Homero y ahora hablaba del segundo rey Plantagenet y el primero de los Ricardos, nacido en la mismísima Oxford pero de quien mucho se duda que conociera el inglés o ni siquiera lo chapurreara, y que a lo largo de su decenio reinante no permaneció más que unos meses en el país de esa lengua -todo sumado-, inmerso el resto del tiempo en la Tercera Cruzada o en sus guerras familiares en Francia, donde fue muerto cuando sitiaba Châlus, el año 1199, por una saeta de ballesta precisamente -a modo de inri-, según refresqué en un par de libros más adelante: un británico forastero más, todavía otro inglés postizo y también otro con sus alias: no sólo 'Coeur de Lion' tan conocido, sino asimismo 'Yea and Nay, antiguas formas de 'Sí y No' y comprensiblemente más postergado; pues Ricardo Sí y No suena algo chusco aunque así fuera él llamado, por sus bruscos y continuos cambios de parecer y de planes, hasta en medio de las batallas (debió de ser exasperante, aquel monarca sañudo). Fue inevitable que estas referencias cultas de Tupra me sorprendieran un poco, en su conversación habitual no solía haberlas, no históricas ni literarias, si bien tal vez se debía a que normalmente no nos hacían falta: hablábamos de otras personas, casi todas eran presentes y ninguna era ficticia, aunque sí desconocidas para mí en su mayoría. Quizá era que conocía bien la historia entera de las armas, por motivos profesionales. O que había sido estudiante de Oxford, al fin y al cabo, y discípulo de Toby Rylands, profesor egregio y emérito de Lengua y Literatura Inglesas, con más formación de la que aparentaba. Pero siempre me cabía la duda de si la tutoría de Rylands se había dado más en el grupo sin nombre, que adiestraba con la práctica, que en la Universidad de renombre a la que habíamos pertenecido todos. Hasta yo mismo durante dos ya lejanos años de los que apenas quedaba rastro, tal como había previsto con seguridad entonces, cuando aún vivía allí, consciente de estar de paso y de que no iba a perdurar huella mía. Ahora, en aquel otro tiempo de Londres, pensaba lo mismo a veces, y aumentado, pese a no tener nunca muy claro si iba a regresar o adonde iría, si me marchaba: 'Cuando salga de aquí, cuando vuelva a España, mi vida de estos días reales -y algunos transcurren lentos- pasará a ser un 'Sí y No' o como un sueño sin importancia, y nada de esto tendrá ninguna, ni los sucesos más graves, ni esa tentación o ese pánico, ni esa asquerosidad o esa violencia que yo mismo causo, ni el plomo sobre mi alma. Y habrá llegado antes un día en que les habré dicho a estos días un adiós quizá parecido a la despedida escrita de Cervantes que quise recordarle a Wheeler, sin atreverme del todo a ello, en su jardín junto al río. Algo menos alegre sin duda, pero sí más aliviado. Por ejemplo: "Adiós risas y adiós agravios. No os veré más, ni me veréis vosotros. Y adiós ardor, adiós recuerdos"'.


– ¿Qué estudios hiciste en Oxford, Bertram? -le pregunté de pronto, aunque lo más seguro es que no fuera el momento, sobre todo cuando había habido tantos otros (y habría) en nuestras sesiones y diálogos y pausas de vacilación o matiz y tiempos muertos, para interesarme por eso. La verdad es que lo ignoraba porque nunca lo había hecho antes, interesarme hasta preguntarle, y eso que es uno de los primeros temas a que se recurre en Inglaterra con vistas a romper el hielo entre desconocidos y aun entre colegas. Así era cuando coincidía con algún don oxoniense fuera de las actividades docentes o administrativas, tomando un café en la Senior Common Room de la Tayloriana, entre clase y clase, o entre conferencia y seminario; así como en las infernales high tables o alzadas mesas de los treinta y nueve colleges (elevadas cenas, y además eternas), en las que uno podía verse sentado, inmóvil durante varias horas, al lado de un economista joven que sólo fuera capaz de hablarle sobre un raro impuesto inglés a la sidra, vigente entre 1760 y 1767, y del que había versado su tesis (es un ejemplo real, de mi antigua experiencia, Halliwell se llamaba aquel festival de hombre), y eso gracias a haber yo avanzado con cortesía la frase inaugural y condenatoria a un tiempo: 'What is your field?', literalmente '¿Cuál es su campo?' y en realidad '¿Cuál es su especialidad?' o '¿A qué se dedica?', o allí podía también ser '¿Qué es lo que enseña?'. Cualquier variante era inoportuna para interrumpir a Tupra en medio de un discurso sobre la espada.

Si aún recuerdo hasta a aquel Halliwell, obeso y bermejo y con un bigotito militar pero ralo, cómo no voy a recordar a todos los otros de aquel periodo, al viejo portero Will de ojos limpios y claros que deambulaba a través del tiempo, y a Alec Dewar el Matarife, el Destripador, el Inquisidor o el Martillo -the Butcher, the Ripper, the Inquisitor o the Hammer-, abnegado profesor dickensiano bajo su aspecto fiero y sus apodos injustos; al beodo Lord Rymer reaparecido ahora y con su sobrenombre justo -the Flask, la Frasca-, y al chismoso eslavista Rook, hombre de cabeza gruesa y cuerpo tenue -un cabezón, en suma- que presumía de una amistad con Nabokov y llevaba mil años traduciendo Anna Karenina como se debía, sin resultados visibles; al matrimonio Alabaster, que solía espiarme en vilo por el circuito televisivo de su librería anticuaría cuando yo bajaba a su sótano a husmear entre el polvo, y al jefe de mi departamento Aidan Kavanagh, al que alguna vez vi con chaleco, como a mi jefe Tupra siempre, sólo que sin camisa debajo o con una extraña sin mangas; a la chica gorda llamada Muriel -pero al final no era gorda- con la que pasé una noche y basta, y que me dijo vivir entre el río Evenlode y el río Windrush, en la vecindad de lo que fue una vez bosque, Wychwood Forest; a la florista gitana Jane con sus botas altas, y a Alan Marriott con su perro dócil de tres patas, que me había visitado con su dueño una mañana, como muchos años más tarde el pointer blanco de Pérez Nuix con la suya, una noche entrada; a mi mejor amigo Cromer-Blake, mi guía en la ciudad y quien allí me había hecho las veces de figura paterna y materna, alternativamente sano y enfermo durante mi estancia y muerto cuatro meses después de mi marcha (todavía yo guardo sus diarios), y a la autoridad Toby Rylands tan parecido a Wheeler pero aún sin el parentesco, y que quizá me había metido ya en esto mediante un informe escrito entonces, y archivado por si acaso; a la joven de pies rítmicos y bien calzados, y de tobillos perfeccionados, a la que no osé hablar con la conmoción suficiente, la que sentí en su presencia, en un trayecto tardío desde la estación de Didcot, y a Clare Bayes, mi amante. Toda esa gente estuvo en mis días antes que la propia Luisa, a la que tan sólo conocí a mi vuelta. Si yo no había dejado allí huella, en Oxford, sí había quedado en mí la de aquel tiempo. Como quedaría probablemente la de este otro periodo de mi soledad londinense, por mucho que pasara un día a parecerme una ensoñación no vivida, rebajada de sus consecuencias, y yo pudiera decir de todo ello los versos de Milton modificados, cada mañana: 'Desperté, se deshizo ese tiempo, y el día devolvió mi día'.

No, no era del todo cierto que no contara lo de ahora, cuando trabajaba en un país extranjero y un edificio sin nombre para no sabía quién, o sólo a veces, según me había explicado la joven Pérez Nuix en mi casa. Y a la vez que le pregunté eso a Tupra en el coche, qué estudios había hecho en Oxford, eché un vistazo hacia arriba, hacia mi ventana encendida tras de la cual ya iba ansiando encontrarme: habría ofrecido el mismo aspecto mientras ella dudaba en la calle si llamar o no a mi timbre, y también luego, mientras estuvo allí dentro en la noche de lluvia sostenida y fuerte, aposentada, hablando y aun disertando, y pidiéndome el mal favor que al final le concedí, a los pocos días, y que ahora me hacía sentirme en callada deuda con Tupra -o era deuda secreta y atormentada- y me frenaba en mi enfado o casi ira, no podía asumir lo que Reresby había hecho y no hecho -lo que yo había creído que haría- en aquel reluciente lavabo para los tullidos, era su término, en el que quizá había dejado uno más, quién sabía, y había estado a punto de dejar un cadáver ante mi vista, un decapitado en mi presencia.

– Opté por historia medieval, dentro de Historia Moderna -me contestó con la expresión conocida, 'I read medieval history'-. Pero nunca me he dedicado a ello, esto es, profesionalmente. ¿Por qué lo preguntas?

Me dio tiempo a pensar, sin tanta formulación como la que sigue ahora: 'Qué lástima no haberlo sabido. En vez de vapulearlo, podía haber hecho buenas migas y hasta pareja con De la Garza, como gran conocedor que es éste de la literatura medieval chic fantástica. Al menos algo más de merced le habría tenido'.

– Ah, entonces es una añoranza, lo de la espada. Una fantasía de juventud, puede ser eso -dije en cambio.

No le sentó bien mi ironía en principio, torció el gesto y oí un chasquido de impaciencia, la lengua contra los dientes: después de mi triple fallo con su apellido no debía de considerarme en situación de hacerle reproches ni chanzas.

– Puede ser, esa Historia me gustó siempre, tanto como la Historia Militar que estudié más tarde -me contestó con calma, al fin y al cabo era hombre capaz de verle la gracia a lo que podía tenerla-. Pero no desdeñes nunca las ideas imaginativas, Jack, a ellas se llega sólo después de mucho pensamiento, de mucha reflexión y mucho estudio, y de notable atrevimiento. No están al alcance de cualquiera. Sólo de los que vemos y aun así seguimos mirando. -'Ese es un don hoy rarísimo, cada vez más infrecuente', me había explicado Wheeler a la mesa del desayuno, 'el de ver a la gente a través de ella misma y directamente, sin mediaciones ni escrúpulos, sin buena voluntad ni tampoco mala, sin esforzarse.'-. Como tú y yo, como Patricia y Peter. -Y éste había añadido: 'Es en eso en lo que tú podías ser como nosotros, Jacobo, según Toby, y yo estoy ahora de acuerdo. Los dos veíamos así, nosotros. Veíamos. Con ello prestamos servicio. Y yo sigo todavía viendo'. Así se refirió Tupra a la joven Pérez Nuix, por su nombre de pila, la verdad es que así solía él llamarla, o bien Pat, por el diminutivo, lo mismo que a Wheeler se le escapaba decir Val a veces, cuando rememoraba a su esposa Valerie, de cuya muerte temprana había preferido aún no contarme ('Si te parece, si no tienes inconveniente', había casi susurrado, como si me pidiera un favor, el de permitir que callara). Esos casos no tenían el mismo valor que cuando Tupra o la señora Berry me llamaban a mí Jack, eso era por comodidad y aproximación fonética a mi verdadero nombre Jacques, más que Jacobo y que Jaime, aunque ya nadie lo usara. Y a continuación prosiguió o concluyó lo que había venido ilustrando-: Ese miedo atávico es tan tremendo, Jack, que si alguien contemporáneo ve hoy cernirse sobre su cabeza una espada, o que una espada apunta a su pecho, en el momento en que desaparezca ésta de escena y vuelva de nuevo a su funda, dará tales gracias al cielo que cuanto le caiga a partir de entonces lo dará por bueno y lo encajará sin resistencia; no sólo sin defenderse, sino con inmenso alivio. Casi con agradecimiento, porque ya se habrá rendido antes del primer golpe, al haberse dado por muerto. Y hará cualquier cosa que uno quiera: traicionará, delatará, confesará la verdad o inventará una mentira, deshará lo hecho y se retractará de lo dicho, renegará de sus hijos, pedirá perdón, pagará lo que sea, se dejará maltratar o aceptará sin rechistar el castigo. Sin oposición y sin regateo. Porque ya te digo que esa arma sólo es hoy concebible para ser utilizada, no para amenazar sin más, ni para mantener quieto a alguien, ni para amagar con ella. Para eso valen una pistola y hasta una navaja, nadie se molestaría en cargar con algo tan incómodo, con semejante engorro, si no fuera a hacer uso de ello, o eso es lo que va a creer siempre el que se la ve ya encima. Por eso los Kray daban tanto miedo, desde sus inicios, cuando sin embargo carecían de auténtico poder y fuerza para darlo tanto y no eran más que unos principiantes, unos advenedizos: porque aparecían con sus sables en cualquier sitio, y los empleaban. Daban tajos, daban sablazos, ya lo creo que los daban, en pleno Londres. Y ese pánico se siguió sucediendo y se quedó ya para siempre, una leyenda, el que ellos causaban con su violencia arcaica de tiempos más bárbaros. Reconócelo, Jack, hasta tú mismo recuperaste el aire cuando quité de en medio la espada. Y todo lo que vino después te pareció bienvenido, ¿fue así o no fue así, Jack? Reconócelo.

Tenía que reconocerlo, pero no lo hice para sus oídos. Que además se jactara me resultó insufrible.

– ¿Y de qué se trataba esta vez, Bertram? -le pregunté en cambio-. Tú al final no la has utilizado, maldita sea, sólo has amagado por suerte, y no sé de qué te ha servido, ni desenvainarla y aterrorizarnos con ella ni lo que ha venido luego, el resto. No he visto que a De la Garza aprovecharas para interrogarlo, ni que quisieras sacarle nada, ni que le exigieras disculpas, ni que lo obligaras a deshacer nada hecho ni a soltar dinero. ¿Qué buscabas, si puede saberse? ¿Asustarme a mí? Ha sido gratuito e innecesario. Ha sido un descomunal abuso. No hacía falta una lansquenete de doble filo. Ni medio ahogarlo en un retrete. Ni machacarlo contra esa barra. A menos que se tratara de algo sin más finalidad que el castigo, por haberte entorpecido. Ese hombre es un gran capullo, de acuerdo -me vino a la lengua ahora 'asshole', como equivalente-, pero es inofensivo. No se puede ir por ahí pegando a la gente, no se puede ir matándola. Y menos si me involucras a mí en ello.

Tupra volvió a invadir con sus rizos mi lado del coche, un momento, para mirar de nuevo por la ventanilla hacia donde yo había mirado de nuevo, quizá quiso comprobar que no se había dibujado de pronto ninguna figura en mi ventana encendida.

– Yo no hago eso -me dijo-. Y veo que entiendes de espadas. Sí, es una lansquenete o Katzbalger, auténtica -añadió con pedantería y un punto de orgullo-. Pero dime según tú: ¿por qué no se puede?

Me desconcertó aquella salida, hasta el extremo de no saber en el instante a qué se estaba refiriendo, pese a acabar yo de decir qué era lo que no se podía.

– ¿Por qué no se puede qué?

– Por qué no se puede ir por ahí pegando, matando. Es lo que has dicho.

– ¿Cómo que por qué? ¿Qué quieres decir, por qué?

Mi desconcierto iba en aumento, y para las cosas más obvias no se tiene contestación, a veces. Las damos por descontadas de tan obvias, supongo, y uno deja de pensar en ellas, más aún de cuestionárselas, y así pasan décadas literalmente sin que les dediquemos un pensamiento, ni el más mísero y distraído. Por qué no se puede ir por ahí matando, era esa tontería lo que me preguntaba Tupra. Según yo. Y yo ahora no tenía respuesta para la tontería, o sólo tontas y pueriles, heredadas y nunca alcanzadas: porque no está bien, porque la moral lo condena, porque la ley lo prohíbe, porque se puede ir a la cárcel, o al patíbulo en otros sitios, porque no se debe hacer a nadie lo que no quiero que a mí me haga nadie, porque es un crimen, porque es pecado, porque es malo. Era seguro que él me estaba preguntando más allá de todo eso. No me contestó en seguida. Vio que no sabía responderle, o no con prontitud al menos. Sacó otro Rameses II, ahora volvió a no ofrecerme, lo consideraría un despilfarro, dos tan cercanos; se lo llevó a los labios, no lo encendió aún, y en cambio hizo girar la llave y puso el motor en marcha. No creí ni durante un segundo que fuera para invitarme a bajar, para despedirme por fin y ya marcharse. El tampoco soltaba las presas, ni dialécticas ni de ninguna clase.

– Espero que efectivamente nadie te aguarde arriba, lo espero por ella -dijo entonces, y levantó el índice hacia el techo y luego miró el reloj; yo miré el mío en ademán casi reflejo, mimético: no, no era muy tarde a pesar de todo, ni siquiera para Londres, y en Madrid cualquier noche habría estado tan sólo mediada, las fiestas en su apogeo-; porque todavía no va a ser hora de subir a verla. No es demasiado tarde, pese a todo, y mañana puedes no ir a trabajar, si quieres. Pero conviene que hablemos un poco más de todo esto, veo que te lo has tomado muy mal, demasiado, te explicaré por qué sí hacía falta. Vamos a ir a mi casa un rato, no nos llevará más de una hora, hora y media. Quiero enseñarte allí unos vídeos, los tengo allí, no en el despacho, no son para que los vea cualquiera. También te contaré un par de episodios, alguno de historia medieval, precisamente. Te contaré de Constantinopla, por ejemplo. Quizá también algo de Tánger, no tan antiguo, aunque ya de hace unos siglos. Y mientras llegamos, vete pensando algo más lo que has dicho. Para explicarme por qué no se puede.

Me había quedado callado, tras no encontrar respuesta a su pregunta tonta. O a lo mejor no era tan tonta y ninguna respuesta era fácil. No me pareció que pudiera negarme. Y además no tenía sentido, después de cuanto ya llevábamos recorrido, aquella noche.

– Sé lo que ocurrió en Constantinopla, en 1453 -dije a falta de palabras. Hacía muchísimos años, antes de vivir en Oxford, había leído un maravilloso libro de Sir Steven Runciman, que no era de Oxford sino de Cambridge: The Fall of Constantinople 1453, sobre esa caída de Constantinopla. Tampoco era verdad que supiera aún lo ocurrido, no lo recordaba, uno lee y aprende y se olvida luego, si no sigue leyendo, si no sigue pensando.

– Ya -contestó Tupra, o ‘I see', fue lo que dijo-. Pero te contaré también de un poco antes.

Arrancó, dio la vuelta a la plaza para salir de ella en dirección al norte. No sabía dónde vivía, pensé: 'Quizá en Hampstead'. Volví a mirar hacia mis luces con la cabeza vuelta, también hacia las del bailarín confiado. Tupra miró de reojo mis dos miradas. Seguía todo encendido, los ventanales danzantes, mi silenciosa ventana. La mía tenía que seguirlo por fuerza, y así seguiría hasta que yo volviera, con Tupra nunca se sabía a qué hora se regresaba. Y por mucho que él se empeñara, por suerte, no había nadie en la casa, esperándome, que pudiera apagar nada en mi ausencia, mientras yo no estaba. Nadie tenía mis llaves, y allí nunca me esperaba nadie.

Julio de 2004

(Fin del Segundo Volumen de Tu rostro mañana)

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