Capítulo 1

«Los hombres guapos no deberían presentarse en casa de una sin avisar al menos con veinticuatro horas de antelación», pensó Stephanie Wynne mientras se apoyaba en el marco de la puerta tratando de no pensar en que llevaba casi dos días sin dormir. No recordaba cuándo fue la última vez que se duchó y tenía el pelo hecho un horror.

Tres niños con gripe bastaban para acabar con cualquier atisbo de glamour. Aunque seguramente al hombre que tenía delante no le importarían ni lo más mínimo sus problemas personales.

A pesar de que eran casi las dos de la madrugada, aquel desconocido guapo y bien vestido que estaba en su porche parecía descansado, pulcro y muy alto. Stephanie observó su traje elegante y después desvió la mirada hacia la sudadera vieja que ella llevaba puesta porque llevaba dos días sin ropa limpia porque…

Su cerebro cansado se esforzó por encontrar la respuesta.

Ah, sí. La lavadora se había estropeado.

Pero no quería preocuparse de aquel asunto. Los huéspedes de pago sólo buscaban un servicio excelente, una habitación tranquila y un desayuno hipercalórico.

Stephanie hizo lo posible para no pensar en su patético aspecto y dibujó una mueca con los labios que pretendía ser una sonrisa.

– Usted debe de ser Nash Harmon. Gracias por llamar antes para decirme que llegaría tarde.

– El avión de Chicago salió con retraso -respondió él alzando las cejas mientras la miraba de arriba abajo-. Espero no haberla despertado, señora…

– Wynne. Stephanie Wynne -se presentó ella dando un paso atrás para pisar el recibidor de la antigua casa victoriana-. Bienvenido al Hogar de la Serenidad.

Aquel nombre tan horrible para la posada había sido idea de su marido. Después de tres años había conseguido pronunciarlo sin parpadear pero nada más. Si no fuera por la carísima vidriera que ocupaba la ventana central en la que se leía el nombre, Stephanie habría cambiado el nombre sin dudarlo.

El huésped entró en la casa con una bolsa de viaje en la mano y tirando con la otra de una maleta con ruedas. Stephanie deslizó la mirada desde sus elegantes botas de piel hacia sus propias zapatillas de estar en casa con forma de conejito. Cuando subiera las escaleras y se metiera en la habitación tendría que recordar no mirarse al espejo.

El hombre firmó el libro de registros que había en recepción y le tendió una tarjeta de crédito. Cuando recibió la prueba de conformidad Stephanie le dio una llave antigua de bronce.

– Su habitación está arriba -le informó subiendo las escaleras.

Le había dado el dormitorio de enfrente. No sólo era amplia y confortable y con vistas a Glenwood, también era una de las dos únicas habitaciones para huéspedes que no estaban en el piso de abajo.

Cinco minutos más tarde Stephanie le había explicado las características de la habitación, le había informado de que el desayuno se servía de siete y media de la mañana a nueve. Por último le preguntó si quería que le dejaran el periódico en la puerta por la mañana. El hombre dijo que no. Ella asintió con una inclinación de cabeza y se encaminó hacia el pasillo.

– Señora Wynne…

– Llámame Stephanie, por favor -dijo ella girándose para mirarlo.

– ¿Tienes un mapa de la zona? -preguntó el hombre-. He venido a visitar a gente y no conozco el sitio.

– Claro. Los tengo abajo. Te dejaré uno con el desayuno.

– Gracias.

Él le dedicó una tenue sonrisa más bien forzada.

Era muy tarde y Stephanie estaba tan cansada que le dolían las pestañas. Pero en vez de marcharse en aquel momento se detuvo un instante, un instante mínimo en el que fue consciente de que la luz de la lámpara despertaba reflejos castaños en el cabello negro oscuro del hombre y que la marca de la barba incipiente que le brotaba en la mandíbula le confería un aspecto algo peligroso.

Al darse la vuelta Stephanie pensó que la falta de sueño le estaba provocando alucinaciones. Los hombres peligrosos no iban a sitios como Glenwood. Seguramente Nash Harmon sería alguien completamente inofensivo, como vendedor de zapatos o profesor. Además, no era asunto suyo cómo se ganara la vida. Mientras que tuviera dinero en la tarjeta de crédito para pagar la estancia lo mismo le daba que su huésped fuera programador informático o pirata.

Y en cuanto a que fuera guapo y seguramente soltero porque no llevaba anillo en la mano izquierda, no podía importarle menos. Muchas veces sus amigos se metían con ella por no estar dispuesta a saltar a la piscina de los hombres disponibles, pero Stephanie no les hacía caso. Ya había estado casada una vez, gracias. Tras diez años siendo la mujer de Marty había aprendido que aunque su marido pareciera una persona adulta por fuera, en su interior era tan irresponsable y tan egocéntrico como un niño de diez años. Habría conseguido más ayuda y colaboración de un perro.

Marty la había curado del deseo de tener a ningún hombre cerca. Era cierto que en ocasiones se sentía sola y sí, tenía que admitir que era duro vivir sin sexo, pero valía la pena. Tenía tres hijos de los que ocuparse. Mantener una relación con un hombre equivaldría a añadir un cuarto hijo a la mezcla. Stephanie estaba convencida de que sus nervios no lo soportarían.


A pesar de haber dormido poco, Nash se despertó poco antes de las seis de la mañana. Comprobó la hora en el reloj y se quedó tumbado en la cama mirando al techo.

¿Qué demonios estaba haciendo allí?, se preguntó. Ya conocía la respuesta. Estaba en un lugar del que dos semanas atrás no había ni oído hablar para conocer una familia que no sabía que tenía. No. Eso no era del todo verdad. Estaba allí porque lo habían obligado a tomarse unas vacaciones y no tenía ningún otro sitio al que ir. Si se hubiera quedado en Chicago, su hermano gemelo Kevin, que ya había llegado a Glenwood, habría tomado el primer avión rumbo al este.

Nash se sentó y apartó las sábanas. Sin la rutina del trabajo el día se abría ante él como un abismo interminable. ¿Se habría concentrado tanto en el trabajo que verdaderamente no tenía otra cosa en la vida?

Cuestión número dos: sabía que tendría que ponerse en contacto con Kevin por la mañana y concertar un encuentro. Llevaban treinta y un años sin saber nada de su padre biológico excepto que había dejado embarazada de gemelos a una virgen de diecisiete años y luego la había abandonado. Y ahora Kevin y él estaban a punto de conocer a unos hermanastros que ni siquiera sabían que tenían.

Kevin opinaba que conocer más familia era una cosa buena. Nash no estaba tan convencido.

Hacia las siete menos veinte se duchó, se afeitó y se puso unos pantalones vaqueros, camisa de manga larga y botas. Aunque estaban a mediados de junio una niebla fría cubría la parte de la ciudad que se podía ver desde la ventana de su cuarto. Nash paseó con impaciencia por la habitación. Tal vez podría decirle a la dueña de la posada que se olvidara del desayuno. Podría salir a dar una vuelta con el coche y tomar cualquier cosa en una cafetería. O quizá podría seguir hasta descubrir por qué en los últimos meses había dejado de dormir, de comer y de darle importancia a cualquier cosa que no fuera el trabajo.

Agarró las llaves del coche de alquiler y bajó las escaleras. Tomó un trozo de papel del bloc de notas que había en la recepción, pero se detuvo antes de escribir nada al escuchar ruidos en la parte de atrás de la casa. Si la dueña estaba levantada le diría en persona que no iba a desayunar.

Siguió la dirección de los ruidos a lo largo del pasillo y atravesó unas puertas abatibles. Cuando entró en la cocina llena de luz se sintió asaltado al instante por el aroma de algo cocinado en el horno y del café recién hecho. Se le hizo la boca agua y su estómago emitió un quejido de protesta.

Echó un vistazo alrededor, pero la cocina, que era muy grande y estaba completamente rematada en blanco, parecía vacía. En el centro había una isla con una bandeja encima en la que había una taza vacía y una cafetera y un plato de fruta fresca cubierto con un plástico. A través de la puerta que tenía a la izquierda escuchó el murmullo de un monólogo mascullado entre dientes.

Guiándose por la voz femenina atravesó el umbral. Había una mujer de puntillas intentando alcanzar las estanterías. Le pareció que estaba tratando de agarrar algo del estante superior, pero no llegaba.

Nash dio un paso adelante para ofrecerle su ayuda, pero en aquel instante la mujer se estiró un poco más. El jersey se le subió por encima de la cinturilla de los pantalones, dejando al descubierto un fragmento de piel desnuda.

Nash sintió como si le hubieran golpeado la cabeza con un martillo. Se le nubló la visión, se quedó sin respiración y, para su asombro, experimentó por primera vez desde hacía dos malditos años que seguía teniendo vida debajo de la cintura.

¿Con sólo ver un poco de vientre? Estaba peor de lo que pensaba. Al parecer su jefe tenía razón al haberlo obligado a tomarse unas vacaciones.

Un grito agudo lo hizo volver al presente. Nash desvió la vista del vientre de la mujer a su rostro y vio a la dueña de la posada mirándolo con los ojos abiertos de par en par. Ella se llevó la mano al pecho y soltó el aire.

– Casi me mata del susto, señor Harmon. No sabía que se hubiera levantado ya.

– Llámame Nash -dijo dando un paso adelante y alzando la mano hasta la altura del estante superior-. ¿Qué necesitas?

– Esa bolsa azul. Dentro hay una cesta del pan plateada. Estoy haciendo bollos. Normalmente los pongo en la cesta más grande, pero como eres el único huésped que tengo en este momento pensé que bastaría con algo más pequeño.

Nash agarró la bolsa y sacó la cesta de su interior.

– Gracias por la ayuda -le dijo Stephanie sonriéndole-. ¿Quieres un café?

– Claro.

Regresaron a la cocina. Nash se apoyó en la encimera mientras ella le servía café en la taza.

– Los bollos estarán dentro de cinco minutos. Tenía pensado hacerte una tortilla esta mañana. ¿De jamón? ¿De queso? ¿De champiñones?

La noche anterior apenas había reparado en ella. Recordaba vagamente a una mujer de aspecto cansado y vestida de forma extraña. Le sonaba que tuviera el pelo rubio y corto. Ahora veía que Stephanie Wynne era una rubia menuda de ojos azules y una boca jugosa siempre dispuesta a sonreír. Llevaba el cabello peinado a lo pincho de manera que le dejaba al descubierto las orejas y el cuello. Los pantalones negros y el jersey levemente ceñido demostraban que a pesar de que el frasco fuera pequeño Stephanie tenía todo lo que tenía que tener donde lo tenía que tener. Era muy bonita.

Y él se había dado cuenta.

Nash trató de recordar cuándo fue la última vez que una mujer, cualquier mujer, le hubiera llamado la atención lo suficiente como para clasificarla como guapa, fea o ni una cosa ni la otra. Hacía dos años que no le pasaba, decidió sabiendo que no le resultaba difícil calcular la fecha.

– No hace falta que hagas la tortilla -dijo-. Es suficiente con el café y los bollos. Y con la fruta -añadió echándole un vistazo a la bandeja.

– El desayuno completo va incluido en el precio -respondió Stephanie frunciendo el ceño-. ¿No tienes hambre?

Más de la que había tenido desde hacía tiempo, pero menos de la que debería tener.

– Tal vez mañana -contestó.

Sonó entonces la alarma del horno. Stephanie agarró dos guantes de amianto y abrió la puerta. El aroma a pan cocinado se hizo más intenso. Nash aspiró la fragancia a cítricos.

– Esta mañana tenemos bollos de naranja, de limón y de chocolate -explicó ella sacando la fuente y colocándola sobre la encimera-. Están todos deliciosos, lo que no es muy modesto por mi parte ya que soy yo la que los he hecho, pero es la verdad.

Stephanie le dedicó una sonrisa de oreja a oreja y luego le hizo un gesto con la cabeza en dirección a la puerta que tenía al lado.

– El comedor está por allí.

Nash hizo lo que le pedía y pasó a la siguiente habitación. Encontró una mesa grande preparada para una sola persona. Encima del USA TODAY había un ejemplar del periódico local.

Stephanie lo siguió hasta el comedor pero esperó a que él se sentara antes de servirle el desayuno. Luego le deseó bon appétit antes de desaparecer de nuevo en la cocina.

Tras comerse un par de aquellos bollos deliciosos que le supieron a gloria Nash agarró el periódico y se dispuso a echarle un vistazo. El sonido de unos pasos corriendo por el pasillo le interrumpió la lectura de la sección de economía. Levantó la vista justo a tiempo para encontrarse con tres niños que se precipitaban a la puerta de entrada.

– ¡Id despacio! ¡Tenemos un huésped!

La orden salió de la cocina. Al instante tres pares de pie disminuyeron la marcha y tres cabezas giraron en su dirección. Nash tuvo la impresión de que se trataba de niños de entre ocho y doce años. Los dos pequeños eran gemelos.

Stephanie apareció ante su vista y le dedicó una sonrisa de disculpa.

– Lo siento. Es la última semana de colegio y están un poco revolucionados.

– No pasa nada.

Los niños siguieron estudiándolo con curiosidad hasta que su madre los echó por la puerta. A través de la ventana del comedor Nash los vio subir en el autobús escolar. Cuando arrancó Stephanie cerró la puerta y entró de nuevo en el comedor.

– ¿Has comido suficiente? -le preguntó mientras empezaba a recoger los platos-. Quedan más bollos.

– No, estoy bien -aseguró él-. Estaba todo delicioso.

– Gracias. La receta origina de los bollos es de hace varias generaciones. Mi marido y yo le alquilamos la posada a una pareja inglesa hace muchos años. La señora era una cocinera excelente y me enseñó a hacer bollos y galletas.

Ella terminó de recoger los platos y salió del comedor.

Nash le echó un vistazo a la sección de deportes y luego cerró el periódico. Ya no le interesaban las noticias. Tal vez podría ir a dar una vuelta y explorar la zona.

Se puso de pie y vaciló un instante. No estaba muy seguro de si debía decirle a la dueña de la posada que se iba. Cuando viajaba solía hacerlo por negocios y siempre se quedaba en hoteles anónimos y sin personalidad. Nunca antes había estado en una posada. Aquel lugar era un negocio, pero al mismo tiempo parecía ser también el hogar de Stephanie.

Nash miró en la cocina y luego en el recibidor y decidió que a ella no tenía por qué importarle cómo organizar su día. Sacó las llaves del coche del bolsillo del pantalón y caminó por el suelo de madera pulida en dirección al vehículo de alquiler.

Dos minutos más tarde estaba de regreso en la mansión victoriana. Miró de nuevo en la cocina pero estaba vacía. Un sonido sordo lo guió hacia la parte de atrás de la casa hasta llegar a un amplio lavadero. Stephanie estaba sentada en el suelo delante de la lavadora. Tenía el manual de instrucciones colocado en el regazo y a su alrededor había innumerables herramientas y piezas pequeñas.

– Maldito trozo de metal barato -murmuró ella-. Te odio. Siempre te odiaré, será así durante el resto de tu vida, así que tendrás que aprender a vivir con ello.

Nash carraspeó.

Ella se giró sobresaltada. Al verlo abrió los ojos y sonrió de medio lado en un gesto mitad angelical mitad divertido.

– Si sigues apareciendo de improviso tendré que ponerte un cencerro atado al cuello.

Nash se apoyó contra el quicio de la puerta y señaló con la cabeza en dirección a la lavadora.

– ¿Cuál es el problema?

– No funciona. Estoy intentando que se sienta culpable pero no parece servir de mucho. Creía que ibas a salir -comentó mirándole la ropa.

– El coche de alquiler se ha quedado sin batería -dijo él-. Si quieres puedo echarle un vistazo a la lavadora.

– No tienes aspecto de técnico en electrodomésticos -aseguró Stephanie poniéndose de pie.

– Y no lo soy, pero se me dan bien las máquinas.

– Gracias, pero voy a llamar a un profesional. Iré a buscar las llaves de mi coche. ¿Por qué no me esperas fuera?

Stephanie esperó a que desapareciera por el pasillo antes de subir a toda prisa las escaleras para recoger sus llaves. Cuando llegó al piso de arriba se dijo a sí misma que el corazón le latía tan deprisa por el esfuerzo de subir dos pisos, y no tenía nada que ver con el aspecto de su huésped.

Aunque lo cierto era que estaba igual de atractivo con vaqueros que vestido de traje. A pesar de que no podía haber dormido más de cuatro horas parecía descansado, guapo y con la piel radiante. En cambio ella tenía unas ojeras profundas y una debilidad en el cuerpo provocada por una lavadora rota y una cuenta bancaria en situación más que precaria.

Stephanie bajó las escaleras a toda prisa y entró en su monovolumen. Arrancó y se colocó de modo que su parachoques rozara el del otro vehículo.

Tardó un buen rato en encontrar las pinzas para cargar la batería, pero tras dar con ellas en una de las cajas del garaje se las dio a Nash.

– Tendrás que ponerlas tú. Sé que aspecto tiene una batería de coche pero si utilizo estas cosas seguro que me electrocuto y provoco un incendio en los dos vehículos.

– No te preocupes. Te agradezco la ayuda. ¿Seguro que no quieres que te compense echándole un vistazo a la lavadora?

– Gracias pero no. Considera esto como un servicio más del Hogar de la Serenidad.

Nash la observó durante unos segundos antes de darse la vuelta y encaminarse de nuevo a los coches aparcados. La oferta que le había hecho era muy amable pero no quería que ningún aficionado le metiera mano a su lavadora. Cuando a Marty le daba por ayudar terminaba por destrozar del todo algo que sólo estaba estropeado en parte. Así que ahora llamaba a los profesionales al menor atisbo de problema. Era más sencillo y a la larga más barato.

Siguió a Nash y observó cómo colocaba las pinzas en ambos vehículos.

– ¿Qué te trae por Glenwood? -le preguntó mientras él se afanaba en la operación.

– He venido a visitar a la familia.

– No conozco a nadie por aquí que se llame Harmon.

– En realidad se apellidan Haynes.

– ¿Los Haynes?

– ¿Los conoces? -preguntó él frunciendo levemente el ceño.

– Claro. Travis Haynes es el sheriff. Y su hermano Kyle es concejal, igual que su hermana Hannah -aseguró Stephanie ladeando la cabeza-. Espera: creo que Hannah es su hermanastra. No sé la historia completa pero hay dos hermanos más. Uno es bombero y el otro vive en Fern Hill.

– Sabes mucho.

– Glenwood no es una ciudad grande. Es ese tipo de sitio en el que todos nos seguimos la pista unos a otros.

Y ésa era una de las razones por las que le gustaba la zona. Tener una posada no había sido nunca su sueño, pero si tenía que llevar un negocio de aquel tipo mejor allí que en algún lugar frío e impersonal.

Nash entró en su coche y metió la llave. El motor arrancó.

– Tienes un aire de familia a ellos -aseguró Stephanie cuando él se bajó-. ¿Eres primo suyo?

– No exactamente -respondió Nash quitando los cables-. No sé mucho sobre ellos. Tal vez luego podrías contarme más cosas.

Stephanie sintió un escalofrío recorriéndole la espina dorsal. Se dio cuenta de que era excitación. Estupendo. En el tiempo que se tardaba en servir un desayuno y colocar unos cables había desarrollado una atracción. Tenía treinta y tres años, ¿no debería ser inmune a aquel tipo de locura?

– Si no es mucha molestia -matizó él entregándole los cables.

– Para nada. Cuando quieras. Normalmente estoy en la cocina cuando los niños regresan del colegio.

– Gracias.

Nash sonrió. Y esta vez, a diferencia de la noche anterior, fue una sonrisa real. Le brillaron los ojos durante un instante fugaz, pero fue suficiente para que la fría niebla de la mañana pareciera menos densa.

Desde luego, le había dado fuerte. En cuanto su guapísimo y deseado huésped se fuera en su coche alquilado tendría que tener una charla consigo mismo. Encandilarse de una cara bonita había convertido su vida en un desastre. ¿De verdad quería volver a arriesgarse una segunda vez?

Era una mujer sensata con hijos y facturas. Las posibilidades que tenía de encontrar un hombre decente y responsable eran de una entre un millón. Más le valía no olvidarse.

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