Segunda parte GALÁPAGOS

Capítulo X EL REY DE GALÁPAGOS

Un dragaminas de la Armada ecuatoriana me aguardaba en el Puerto de Esmeraldas, en el extremo norte del país. Llevaba ya una noche de viaje hacia las islas Galápagos en su maniobra anual en compañía del resto de la flota, cuando un radiograma del Ministerio de Marina le obligó a regresar a recogerme.

Es un favor que siempre tendré que agradecer a los ecuatorianos y, en especial, a su Marina.

Desde Quito, tuve que descender, a velocidad suicida, toda la sierra andina hasta la cálida Esmeralda de las hermosas playas y la gente negra, los únicos descendientes de esclavos africanos en Ecuador. Fueron cuatroci2ntos interminables kilómetros, en los que no pude detenerme ni un instante.

Cuando llegué, el río arrastraba muy poca agua; había bajamar y el barco aparecía fondeado a poco más de una milla de la costa. El tercer oficial me aguardaba en la playa y me hizo embarcar rápidamente en un minúsculo cayuco (ligera piragua indígena labrada en un tronco. Consideré imposible cruzar, en tan frágil embarcación, la barra del río para adentrarnos, luego, en el mar, pero en eso demostré que recordaba mal el océano Pacífico y la razón de su nombre. Era como una balsa de aceite y presentaría el mismo aspecto durante toda la travesía, y aun durante mi estancia en las islas. Cualquier piscina, en cuanto tuviera un solo bañista, resultaría mucho más agitada que esa inmensidad de agua, la mayor que existe, que se extiende desde las costas donde me encontraba, hasta las de la China. Medio mundo: medio mundo en calma, casi sin un rumor.

El buque, pequeño y moderno, se llamaba, por coincidencia, Esmeralda, y al subir a bordo, me saludó una tripulación y una oficialidad afables, aunque molesta por el hecho de que un extraño les hubiera hecho perder contacto con el resto de la flota. Inmediatamente, levamos anclas. Bajé a cenar; y cuando regresé al puente de mando, era ya de noche y de nuevo me sorprendió la tranquilidad de las aguas. Siempre me cuesta trabajo acostumbrarme al Pacifico, habiéndome criado en las costas africanas de olas gigantescas e interrumpidas tempestades.

Allí, era como si el Esmeralda no tuviera quilla, y se deslizara sin el menor esfuerzo sobre una inmensa pista de hielo azul oscuro.

Me sentía feliz; tres días de navegación, mil kilómetros, seiscientas millas marinas, era cuanto me separaba de archipiélago que venía buscando desde tan lejos y con el que llevaba soñando durante tantos años.

En el puente de mando, los oficiales de guardia intentaban darme conversación, saber de mí, de mis viajes, de dónde venía y lo que hacía. Saber de España…

No tenía ganas de hablar; no creí que valiera la pena contarles nada, sin comprender que, para aquellos hombres de mar, acostumbrados a noches y noches de monotonía, la novedad que suponía un pasajero podía ser una gran distracción. Egoístamente, deseaba contemplar aquel mar en calma y pensar en las islas.

En aquella última etapa, el viaje, encerrado pequeño espacio del Esmeralda, se me hizo inacabable, incómodo. En mis ansias de llegar a Galápagos, me exasperaban el calor, la monotonía la comida y, sobre todo, una falta de agua dulce que me obligaba a lavarme los dientes con «Coca-Cola». Me pasaba las horas en cubierta, acechando la primera señal de tierra. Pero cuanto alcanzaba a ver eran nubes, peces voladores y, de vez en cuando, algún delfín que venía a juguetear en la proa del barco.

Ver estos delfines me recordó una vieja y extraña historia que un auténtico lobo de mar me había contado muchos años atrás, en algún puerto del otro lado del Pacífico. Tal vez en Bali; tal vez en el sucio Belawandelí. Se refería a un delfín que llegó a hacerse famoso a finales del pasado siglo, cuando los grandes veleros eran dueños del mar, y no existía radar ni sonar.

Uno de esos veleros intentaba cruzar la Gran Barrera de Coral que separa el norte de Australia de Nueva Guinea y que constituía uno de los lugares más peligrosos para la navegación de aquellos tiempos. Cuando más apurado se encontraba buscando el paso entre los arrecifes, el capitán advirtió que un delfín navegaba ante la proa de su barco. Por sus evoluciones y la forma en que se hundía y volvía a salir, parecía indicar que había fondo más que suficiente para que el barco pasara. Como sabía que los delfines buscan siempre pasos profundos, el capitán decidió seguirle, y de ese modo, conducido por el mamífero atravesó sin dificultad la Gran Barrera.

Al llegar a Puerto comunicó su descubrimiento a otros capitanes; y se dio el caso de que los siguientes barcos que llegaron al mismo lugar, también encontraron al delfín, que los pasaba como experimentado piloto, de una parte a otra del arrecife.

Durante años, la Gran Barrera dejó de ser, por tanto, una zona peligrosa, y el delfín se hizo famoso entre los navegantes de aquellos mares, hasta el punto de que se le conocía por un nombre — que siento no recordar—, y se dice que, en algunos puertos, se le llegó a levantar un pequeño monumento. Todo fue bien hasta que dos pasajeros borrachos se entretuvieron en disparar contra el pobre animal, que desapareció en las profundidades dejando una estela de sangre.

Los borrachos corrieron el peligro de ser linchados por la enfurecida tripulación, y durante dos años nada se supo del delfín, al que todos creían muerto. Transcurrido ese tiempo, volvió a hacer su aparición, y volvió a pasar a los barcos con la misma naturalidad y alegría de antes.

Tan sólo una vez, un barco se estrelló contra los arrecifes siguiendo las indicaciones del delfín; fue el barco desde el que, años atrás, le habían herido. Luego, y hasta que murió de viejo, prosiguió su tarea, sin que volviera a perderse ninguna nave.

No sé si será cierto que — como muchos científicos sostienen — el delfín es el más inteligente de los animales, pero, a la vista de esa historia, y de los casi increíbles experimentos que han hecho con ellos en acuarios, como el de Miami, me inclino a pensar que, en efecto, la aseveración puede estar muy cerca de la realidad.

A los tres días de mar y cielo, comenzaron a aparecer aves marinas. primero, fueron fragatas y rabihorcados; más tarde, albatros y gaviotas. Hasta un alcatraz de patas azules vino a decimos que estábamos llegando, que las islas se encontraban muy cerca. Pero cayó la noche y tuvimos que aminorar el ritmo de las máquinas y aflojar la marcha, para evitar posibles accidentes en aquellas aguas mal señalizadas.

Nos sorprendió el día fondeados ya frente a Puerto Baquerizo, capital de la isla de San Cristóbal, y capital, también, de todo el archipiélago. ¡Qué poca cosa me pareció! Un puñado de casitas de madera alineadas sobre la arena, cara al mar, y donde no pude encontrar ni una cama en la que pasar la noche, ni una bañera donde lavar mi mugre de tres días de barco. Pero para lavarme tenía el mar, para dormir la playa.

Además, sabía de antemano que San Cristóbal era la isla menos interesante, quizá, del archipiélago, no valía la pena quedarse en ella más que como escala a las siguientes.

El gobernador se empeñó, sin embargo, en convencerme de que San Cristóbal merecía un conocimiento, a fondo, e hizo que me acompañaran a la cumbre de la isla, allí donde inmersas en una «garúa» — neblina — permanente, se alzan dos bellísimas y solitarias lagunas, tan abundantes en patos que constituirían el paraíso o la pesadilla del cazador más exigente.

Las lagunas se encuentran rodeadas de extraños árboles llorones; y eran tantos los patos y estaban tan poco acostumbrados a la presencia humana que resultaba posible aproximarse casi hasta tocarlos. De haber querido, creo que los habría matado a pedradas. Constituyen un exquisito manjar, pero los colonos de la parte baja no se molestan en venir a cogerlos. Estiman que el viaje a caballo es demasiado y fatigoso y, sobre todo, pasan demasiado frío. Frío sí, a estos ochocientos metros de altitud siempre cubiertos por la «garúa», y resulta increíble tal afirmación, en una isla que se encuentra en plena línea ecuatorial.

El calor debería ser tórrido, tanto como pueda serlo en Sumatra, Belén de Para, Guinea o cualquiera de las otras regiones de la Tierra que se asientan sobre su misma latitud, pero es que al sur del archipiélago cruza la corriente de Humboldt.

Esa corriente, y los vientos que llegan del mar, es lo que da a la isla su clima privilegiado, esa especie de eterna primavera, muy semejante a mí Tenerife natal.

Desde la laguna, el guía se empeñó en dar un rodeo y llevarme ante la puerta de una vieja casa.

Aquí vivía Manuel Cobos — dijo—. Aquí mismo, — en el umbral, lo mataron.

El pirata o aventurero Manuel Cobos constituye sin duda, toda la Historia y la mayor parte de la leyenda de San Cristóbal. Nadie sabe con exactitud en qué fecha del siglo pasado se estableció en la isla, pero sí se sabe que, en principio, se dedicó al provechoso negocio de la piratería, siguiendo el ejemplo de un alemán afincado en el extremo norte. Tenía éste la costumbre de aguardar el paso de los barcos para salir a su encuentro en una pequeña lancha armada, y les atacaba o comerciaba con ellos, según las fuerzas contrarias. Cobos, sin embargo descubrió que el trabajo daba mejores resultados; sobre todo, si se trataba del trabajo ajeno. Así fue como decidió comprar al Gobierno ecuatoriano reclusos condenados a trabajos forzados, para emplearlos en sus plantaciones de caña de azúcar.

El negocio era bueno, ya que convirtió a los presos en auténticos esclavos que trabajaban para él veinte horas diarias sin cobrar jornal, sin apenas comer y sin derecho a protestar. En pocos años el tirano Cobos transformó. San Cristóbal en un infierno, proclamándose a sí mismo «rey de las Galápagos». Emitió dinero acuñado con su propia efigie y ejerció un poder de vida y muerte — más de muerte — sobre sus súbditos.

Todo le fue bien, y la isla se convirtió en un vergel y en un emporio de riqueza, fundados sobre un inmenso charco de sangre. Se decía entonces que, en San Cristóbal, no era necesario que lloviera, porque la tierra ya estaba bien regada.

Pero el 15 de enero de 1904, la desesperada horda de esclavos se rebeló contra él y sus esbirros, los arrastraron hasta matarlos y prendieron fuego a las plantaciones de caña y a los ingenios azucareros. Fue una noche sangrienta, de la que aún se habla el, la isla.

El ganado de Cobos huyo al monte, donde todavía donde todavía pueden cazarse caballos y vacas salvajes, y desde entonces, jamás se volvió a plantar caña en San Cristóbal. Quedan, eso sí, los naranjos, algunos árboles frutales y los descendientes de aquellos penados que formaron una próspera colonia en libertad.

Queda, también, una nuera de Cobos: una noruega casada con su hijo mayor, que cuida una punta de ganado en lo más alto de la isla, entre brumas y una lluvia pertinaz y molesta.

La visité en la humilde casita que comparte con su hija, y me preguntó por Europa y por Noruega, de donde la trajeron cuando era una niña, casi a principios de siglo. Es, quizá, la única persona de este mundo, que opina que la muerte de Cobos fue una desgracia. Sigue convencida de que la isla necesita un hombre como él, que la haga florecer aunque sea a costa de la sangre de miles de esclavos.

Cuando dejé a Karin Gulter-Cobos y a su hija, regresé a Puerto Baquerizo y pregunté al gobernador qué medios había para llegar a Santa Cruz, de la que había oído decir que era la más interesante de las islas del archipiélago.

— Tendrá que esperar a que el correo pase por aquí — replicó.

El Esmeralda se había reunido con el resto de flota ecuatoriana y tenía intención de iniciar unas maniobras y regresar luego al continente, por lo que había decidido abandonarlo. Sin embargo, no quería quedarme en una isla tan poco interesante como San Cristóbal, e insistí cerca del gobernador para que consiguiera algún medio de transporte.

Al fin, con poco convencimiento, y como quien no quiere meterse en líos, sugirió:

— Vaya a ver a Guzmán, el Presidiario. Es el único en la isla que podría embarcarle.

Luego, llamó a un muchachito que jugaba a la puerta de la casa y le ordenó:

— Lleva al señor a casa de el Presidiario.

Eché a andar tras el chiquillo que, aunque iba descalzo, saltaba por entre rocas y espinos Con un paso tan apresurado, que me costaba trabajo seguirle. Cuando ya sudaba y empezaba a estar harto de aquel niño saltarín, llegamos a una cabaña situada en la orilla del mar. El muchacho la señaló, y dijo:

— Aquí es.

Dio media vuelta, dispuesto a regresar. Cuando le di unos sucres de propina, me miró muy extrañado, pero los aceptó con indudable alegría. Probablemente, era el primer dinero que poseía en su vida.

Me salió al encuentro una mujer que no debió de ser fea en su tiempo, pero que tenía media cara destrozada por una profunda cicatriz y renqueaba al andar. Cuando le pregunté por Guzmán, señaló una vela que se aproximaba:

— Allí viene — dijo — Si quiere esperarle, puede pasar.

Preferí esperar fuera, y la mujer me trajo un vaso de agua con limón. Señalé a mi alrededor (la cabaña, el mar, la pequeña ensenada), y pregunté:

— ¿Hace mucho que viven aquí?

— Nueve años — replicó—. Desde que libertaron a mi marido. Antes, habíamos pasado quince en Isabela. Ya sabe, en el penal.

— Creí que el penal había sido suprimido.

— Lo fue. pero muchos de los que vinieron castigados a Isabela se quedaron luego en el archipiélago.

— ¿No desea volver al continente?

— Ni muerta — respondió — Aquélla ya no es vida para nosotros. En realidad, no es vida para nadie. Yo soy de Guayaquil. Allí nací y crecí, y comprendo que sólo pude soportarlo porque no sabía que pudiera existir otra cosa. Pero, ahora, el mayor castigo que podrían imponerme sería enviarme de nuevo a la ciudad.

Más tarde, me contaron la historia de Guzmán y su mujer. Él era vendedor ambulante y, por lo visto, se mataba a trabajar para mantener a su esposa, que era — según decían — una hermosísima muchacha. Un día, llegó un barco de turistas al Puerto, y Guzmán vendió su mercancía demasiado rápidamente. Cuando regresó a casa, se encontró a dos desconocidos. Uno estaba en aquel momento con su mujer, y el otro esperaba su turno. Guzmán cogió un cuchillo, mató a los dos hombres y le asestó siete puñaladas a su mujer dejándola por muerta. Le enviaron dieciséis años al penal de la isla Isabela, y su esposa — cuando salió del hospital — le siguió hasta allí.

Jamás había vuelto a engañar a su marido. Al parecer, siempre estuvo enamoradísima de él, y sus tratos con otros hombres no habían tenido más objeto que conseguir algún dinero con que aliviar — sin que él lo supiera — la pesada carga de la casa.

En Isabela trabajó durante quince años como lavandera, y consiguió hacer más llevadera la pena de su esposo. Puesto éste en libertad, se habían establecido en San Cristóbal, donde eran felices.

Cuando la barca de Guzmán llegó a la playa la mujer comenzó a limpiar la pesca, y el Presidiario, un hombre alto, enjuto y de piel muy oscura, se mostró conforme con la idea de llevarme al día siguiente a Santa Cruz.

— Si se atreve — dijo—, yo estoy de acuerdo. Todo será que recojan nuestros huesos en Marchena.

Se refería a un islote deshabitado, sin agua, que se encuentra al Norte, y al que, en cierta ocasión, fueron a parar dos hombres que hacían a la inversa nuestro mismo recorrido. Murieron de sed y, meses después un barco descubrió, por casualidad, sus cadáveres momificados en la playa.

Quedamos en que a la madrugada siguiente, antes de que saliera el sol, pondríamos rumbo a Santa Cruz.

Capítulo XI LA ISLA DE LOS ALBATROS

A la hora convenida, Guzmán aguardaba junto a la barca. Su mujer había preparado víveres y agua para tres días, Calculaba un día para llegar, otro para que regresara su marido, y uno más de reserva. Cuando se sale al mar en una chalupa de aquellas características, todas las precauciones son pocas. Más tarde, el mismo Guzmán me contó que, en cierta ocasión, anduvo una semana perdido en el mar.

— ¿Cómo pudo sobrevivir?

— De la pesca. Machacaba bien los peces y obtenía un jugo amargo que se podía beber. Aquí, la pesca abunda.

— ¿Por qué no hicieron lo mismo los de Marchena?

— No tenían con qué pescar. En estas aguas, usted puede echar un anzuelo sin cebo al agua y quizás un pez pique por curiosidad. Pero lo que no harán nunca es saltarle a la mano por las buenas. Con un seda y un anzuelo se puede vivir eternamente de estas aguas. En Isabela, conocí a un tipo que también se perdió en alta mar. Como no tenía camada, se cortó un dedo y cebó con él un tosco anzuelo que se había hecho con un clavo de la barca. Sacó un pez y con la carne de ese pez fue sacando otros. Salvar la vida le costó un dedo.

— No es muy caro.

— Depende. El dedo se le gangrenó y tuvieron que cortarle el brazo.

Apenas nos habíamos hecho a la mar, Guzmán puso proa al Sur, a una pequeña isla que se dibujaba en la distancia. Consulté mi mapa.

— ¿Barrington?

Negó con un gesto.

— Hood. Barrington es la de babor.

— Pero Barrington está a mitad de camino de Santa Cruz. ¿Por qué no vamos directamente a ella?

— El viento… Derecho, tardaríamos el doble. Prefiero salir mar afuera, aproximarme a Hood, y virar luego. Desde allí, el Suroeste nos mete, como una flecha, en Academy-Bay, de Santa Cruz.

Guardé silencio, Guzmán era de esos hombres que dan la impresión de saber lo que están haciendo. Me eché a dormir. Y ya el sol pegaba fuerte, cuando a los ojos. La isla Hood se recortaba claramente ante nosotros.

No era muy grande, y desde donde la veíamos, parecía negra y agreste; poco acogedora y cubierta de una vegetación espinosa de color quemado.

— ¿Quién — vive ahí?

Nadie. No hay ni agua ni comida, ni nada. Es un peñasco maldito, y aún no me explico cómo aquel demonio de Oberlus pudo subsistir durante años ahí.

— ¿Quién es oberlus?

— ¡Uff! Murió hace casi doscientos años, pero el desembarcadero de la isla aún lleva su nombre. Un loco, un diablo. Dicen que jamás ha existido un ser tan espantosamente feo, y por eso se vino aquí, a un roca en la que tan sólo los pájaros, las tortugas y las focas podían asustarse de su rostro. Cuentan también, que su alma aún era más retorcida que su cuerpo. Como conocía al dedillo cada recoveco y cada cueva de la isla, cuando un barco que ignoraba su presencia recalaba aquí a cazar tortugas o a buscar madera, se las ingeniaba para raptar a un tripulante, esconderlo y convertirlo en su esclavo. Dicen que llegó a tener hasta media docena. Siempre los tenía atados, y los hacía trabajar para él como bestias, morían de hambre o debido a los malos tratos. También se rumorea que abusaba de ellos sexualmente… Ya sabe a lo que me refiero…

— ¿Y de qué vivían?

— De galápagos. De la pesca. De algunas patatas y calabazas que sembraban entre las piedras cuando llovía…

— Yo creía que en Hood no había galápagos.

— Y no los hay. Entre piratas, balleneros y Oberlus se los comieron todos… pero, antiguamente, abundaban, y de una especie distinta a las demás.

— ¿Qué fue de Oberlus?

— Un día, robó una barca a un ballenero, metió dentro a los cuatro esclavos que le quedaban y puso proa a tierra firme. Llegó solo a Guayaquil. Durante la travesía, para calmar la sed, se había bebido la sangre de los esclavos. Un verdadero monstruo. Acabó pudriéndose en la cárcel de Payta, acusado, entre otras muchas cosas, de brujería.

Guardó silencio, y yo hice lo mismo, impresionado por la historia de Oberlus. Por aquel entonces, sólo me pareció una fantasía de Guzmán. Más tarde, comprobé que, al menos en parte, era cierta.

Al poco rato, una gran sombra que cruzaba sobre nosotros me obligó a alzar la cabeza. Un ave inmensa de largas alas y color marrón, con el cuello blanco, planeaba con los ojillos fijos en la proa de la barca.

— Un albatros — dijo.

— ¿Diomedes?

Me miró, sorprendido. Comprendí que no sabía lo que significaba esta palabra. Me apresuré a revolver en mi equipaje, y aunque en la embarcación no había demasiado espacio como para estar abriendo una maleta y haciendo filigranas, al fin, di con el libro que me Interesaba:


Más de dos mil parejas de Albatros diomedes irrarata, especie exclusiva del archipiélago, habitan en las partes llanas de la isla Hood, no encontrándose en ninguna otra. Suelen permanecer unos ocho meses en Hood, hasta que, a finales de noviembre o principios de diciembre, vuelan hacia el Sureste, a la costa de Chile. Regresan al llegar la primavera atraídos por la gran cantidad de diminutas sepias que pueblan en esa época las aguas próximas.


Me maldije por imbécil. Hasta ese momento no había caído en la cuenta que Hood es el nombre por el que se conoce también una isla, La Española, que tenía previsto visitar. El hecho de que cada isla tenga dos y hasta tres nombres, me había confundido.

Ese exceso de nombres se debe a que, en principio, los españoles las bautizaron de un modo; luego, los piratas y balleneros ingleses de otro; y los ecuatorianos, al hacerse cargo del archipielago, de un tercero. Así, la que fuera en primer lugar Santa María, se convirtió en Charles y, al fin, en Floreana. La Española es Hood. San Cristóbal, Chatham. Isabela, Abermale, Fernandina Narborough, etc.

Apenas comprendí que lo que tenía ante mis ojos era La Española, pedí a Guzmán que se dirigiera hacia ella. Me miró, sorprendido:

— ¿Para qué? — inquirió—. Aquí no hay nada.

— Albatros — señalé—. Cuatro mil albatros. ¿Le parece poco?

Se encogió de hombros y obedeció. Al cabo de una hora, la barca giraba lentamente, Guzmán arriaba la vela y la proa iba a posarse con suavidad sobre una minúscula playa de arena. Se abría al fondo de una pequeña caleta natural en la que abundaban las focas.

— Ésta es la caleta de Oberlus — explicó mi compañero—. Dicen que allá, en aquellos barrancos, tenía choza y sus escondites.

Eché a andar hacia el interior de la isla. Desde donde nos encontrábamos, en su extremo norte, el terreno iba ascendiendo lentamente. El primer kilómetro estaba constituido por un amontonamiento de rocas volcánicas de todos los tamaños, entre las que surgía, de tanto en tanto, un bajo matorral de hojas color verde sucio.

El contraste lo proporcionaba el blanco rabioso de algunas rocas, no porque fueran blancas en sí, sino porque los excrementos de miles de aves marinas las habían pintado de ese modo.

Los pintores no se habían ido muy lejos; en realidad, pululaban por en todas partes, incapaces de moverse un metro para dejarme pasar. Los alcatraces de patas azules eran propietarios absolutos de aquella parte de la isla desde hacía siglos, y no parecían dispuestos a que nadie se la disputara.

En el archipiélago, los alcatraces son de tres especies: enmascarados de patas rojas y de patas azules. Las dos primeras son aficionadas a los peces de aguas profundas, mar adentro, mientras que los últimos prefieren la costa, las bahías poco profundas y las estancias en tierra.

Aunque suelen ser bastante comunes en casi todas las islas, allí, en La Española, resultaban particularmente abundantes. Desde el borde del agua hasta muy al interior, se les podía ver entregados a sus ceremonias nupciales o a empollar huevos.

La ceremonia nupcial resultaba muy curiosa, y tiene lugar a lo largo de todo el año, ya que como las islas están en plena línea equinoccial no existen cambios de estación. Para la danza, el macho se coloca en una roca, frente a la hembra, y comienza a alzar alternativamente las patas que han tomado un color azul mucho más vivo. Mientras se balancea así de un lado a otro, mueve la cabeza de arriba abajo y alza las plumas de su cola. La hembra te observa largamente, con la cola baja, y si no le interesan sus arrumacos, sigue así hasta que le entra hambre y se va. Si, por el contrario, se deja conquistar, alza a su vez la cola. Luego la feliz pareja busca un simple hueco en las rocas o en una cavidad de la arena para depositar su único huevo y allí lo cuidan alternativamente hasta que nace el pichón. No se preocupan por ninguna clase de nido, y por ello se hace necesario caminar con mucho tiento para no pisar un huevo o molestar a una madre. Éstas se limitan a lanzar un quejumbroso graznido cuando un extraño está a punto de aplastar a su hijo, pero no suelen enfurecerse ni atacar.

Cerca de los alcatraces anidan los rabiborcados, ya que prácticamente viven de ellos. Como no tienen facultades para bucear como sus vecinos, los rabihorcados tienen que contentarse con las capturas que consigan en la superficie, pero éstas no bastan para calmar su apetito. Por ello, practican el asalto y la piratería, para lo cual permanecen siempre a la expectativa, acechando a los alcatraces. Cuando uno de éstos se sumerge y alza de nuevo el vuelo con un pez en el pico, el rabihorcado se lanza sobre él y lo ataca, asustándole hasta obligarle a soltar su presa. Cuando el pez cae al vacío, el ave ladrona se precipita a toda velocidad y lo recupera con increíble habilidad. Si el alcatraz se muestra reacio a soltar una presa laboriosamente obtenida, el rabíhorcado puede llegar a herirle gravemente, utilizando para ello su largo, curvo y afilado pico, Sentarse en un acantilado de las Galápagos a observar el incesante trajín de los alcatraces que se sumergen y los rabihorcados que les asaltan en vuelo constituye, a mí entender, un espectáculo fascinante y maravilloso, en el que puede pasarse horas,

Los rabihorcados — algunos ejemplares pasan de los dos metros de envergadura — sí poseen una época determinada de cría, durante la cual a los machos se les desarrolla una gran bolsa de color rojo fuego en el buche, que contrasta vivamente con el resto de su plumaje, de un negro intenso. Cuando llega el momento de aparearse, comienzan a construir un tosco nido en los arbustos o en el suelo, y se sientan junto a él.

Hinchan esa especie de llamativo balón, y empiezan a emitir un curioso grito amoroso; una especie «quiu-quiu» que concluye con un sonoro estornudo. Las hembras sobrevuelan constantemente el grupo machos en celo, hasta que se deciden por uno. Bajan y le ayudan a terminar de construir el nido. Luego ponen un huevo y ambos lo cuidan celosamente hasta que nace la cría. En ese tiempo, al macho le desaparece la gran bolsa, que le queda colgando del cuello como un saco vacío.

Lo más curioso en la vida de estas inmensas colonias de aves del archipiélago reside, quizás, en el hecho de que se las pueda estudiar tan de cerca, incluso se llega a tocarlas sin que se asusten. La razón es que, tradicionalmente, los habitantes de todo tipo (aves, galápagos, iguanas, focas o pingüinos) no han tenido, a través de los siglos, ningún enemigo. Eso les permitía convivir en perfecta armonía, llegaran a conocer el miedo. La relación alcatraz-rabihorcado no es excepción a esta regla, ya que el segundo no tiene intención de hacer daño al otro, sino tan sólo robarle.

El miedo no existía en la isla antes de la llegada del hombre. Éste lo impuso, según su costumbre, y muchas especies, sobre todo focas y galápagos, sufrieron en carne propia su excesiva confianza. Hoy, y gracias a las severas leyes de protección dictadas por el Gobierno ecuatoriano, la paz ha vuelto al archipiélago, y el hombre ha aprendido a respetar a las especies autóctonas, que pueden recobrar su confianza. Si embargo, los perros, los cerdos, las cabras y las ratas, que el hombre trajo a la isla, son ahora el principal enemigo de los primeros habitantes. Pero todo lo veremos más adelante, al visitar otras islas y otras especies. Aquí, en Hood, y salvo la esporádica presencia y, por lo tanto del monstruoso Oberlus, los hombres apenas han hecho acto de presencia y, por lo tanto, la vida original no ha sufrido grandes transformaciones.

Tierra adentro, comenzaron a aparecer los albatros.

Estas aves marinas, enormes, lentas y majestuosas, se encuentran entre las mayores del mundo de la que vuelan y se caracterizan por el hecho de que necesitan muchísimo espacio para despegar y tomar tierra.

Por lo general, prefieren los acantilados, desde los que se dejan caer para iniciar el vuelo; pero, si han de hacerlo desde tierra llana, precisan de una larga, pesada y casi cómica carrera, que, en muchas ocasiones, se ve interrumpida por un arbusto, una roca o un hueco.

De igual modo, a la hora de aterrizar, han de buscar una larga pista sin accidentes, como cualquier reactor de pasajeros.

Cuando, por cualquier razón, calculan mal sus posibilidades, acaban estrellándose o clavándose de cabeza en un matorral. A lo largo de todo mi recorrido por la isla, pude ver tres o cuatro albatros con una pata o un ala rota, señal inequívoca de que su sistema de tomar tierra no había funcionado.

Casi tan bello como puede ser un albatros en el aire, es feo ese mismo albatros en tierra. Anda contoneándose como un pingüino borracho, arrastra mucho el trasero, y con su largo pico amarillo, su plumaje marrón y su cara de estúpido resulta realmente antiestético. Tan solo hay algo más feo que un albatros: un pichón de albatros. Mide casi medio metro de altura y no es en realidad, más que una sucia bola de plumones de la que sobresale un largo cuello desplumado en cuya cúspide hace equilibrios la cabeza más ridícula que imaginarse pueda. Constituye sin duda, la criatura más espantosa que haya visto en mi vida, pese a lo cual, sus padres le dedicaban una amorosa solicitud.

Me entretuve más de la cuenta observando alcatraces, rabihorcados y albatros. Cuando regresé a la diminuta playa, Guzmán parecía preocupado.

— Es muy tarde para hacernos a la mar — indicó — Nos caería la noche encima, y en estas no se puede navegar a oscuras. No hay faros, ni luces, ni señalización de ninguna clase.

— ¿Qué le parece que hagamos?

— Dormir aquí y salir mañana, de amanecida. Si quiere, podemos acercamos hasta Floreana y, a media tarde, recalamos en Santa Cruz.

— De acuerdo.

— Le cobraré más caro.

— No importa.

Guzmán comenzó a prepararlo todo para pasar la noche en la isla. Con velas y remos, improvisó una especie de tienda de campaña que ya debía haber utilizado otras veces, y extendió una manta sobre la arena a modo de lecho. Recogió leña y preparó una hoguera.

Luego, lanzó la barca al agua y, sin apartarse más de cuatro metros de la costa, echó el anzuelo y comenzó a sacar, uno tras a otro, meros, abadejos y toda clase de peces. Cuando vio que buscaba mi bañador y mi máscara de buceo, y me disponía a sumergirme, me preguntó:

— ¿Le gustan las langostas?

— Naturalmente que me gustan. ¿A usted no?

— También. Nade hasta aquellas rocas y busque debajo. Encontrará unas cuantas.

Hice lo que me indicaba. Apenas metí la cabeza en el agua, me encontré rodeado por cientos, por miles de peces de todas las especies que me observan con increíble curiosidad. Los había de todas clases desde meros de ocho y diez kilos, a peces-loro, arco-iris o peces-luna. Era como una explosión de vida como si todas las chispas de un cohete se hubieran desparramado de pronto por el mar, y cada una de ellas se hubiera convertido en un ser dotado de vida, multiplicado mil veces, agitándose de aquí para allá, llevado por las olas o por su capricho. Nada les asustaba, y casi podía tocarlos sin que hicieran ademán de alejarse. Más que huir, acudían a verme, y su curiosidad llegaba a ser tan impertinente que tenía que apartarlos para poder nadar. Tan sólo de cuando en cuando se producía una especie de desbandada o movimiento de inquietud, y esto ocurría cada vez que una foca aparecía nadando a endiablada velocidad, cruzaba entre todos y se alejaba llevándose un pez en la boca.

El agua, aunque un poco fresca, al principio, resultaba sumamente agradable, y así, acompañado por una corte de seguidores submarinos que querían saber de mí, nadé hasta las rocas que Guzmán me había señalado y busqué bajo ellas.

Habría metro y medio de profundidad, que podía ponerme en pie sobre ellas y mirar hacia abajo, para comenzar a distinguir de inmediato las largas antenas rojo-oscuro de las colonias de langostas que anidaban en los huecos. Me pareció fantástico y saqué la cabeza del agua para gritarle a Guzmán que aquello estaba plagado. Se había aproximado con la barca e hizo un gesto de asentimiento. Luego, me lanzo un grueso guante de lona.

— Ya lo sé — dijo—. Las hay a docenas. ¡Tome! Agárrelas con esto.

Me puse el guante, metí la mano bajo mis pies y saqué de un agujero una enorme langosta, con la misma facilidad con que podría haberla sacado del cajón de la cómoda de mi cuarto. Se la alcancé a Guzmán quien la echó al fondo de la barca. Metí otra vez la mano y cogí otra, otra, y otra, hasta que me cansé del juego.

Dieciocho en menos de quince minutos, y en ningún caso tuve que sumergirme más de dos metros.

Cayó la noche con la increíble rapidez con que suele hacerlo en la línea del ecuador y salí del agua. Fue como si todas las luces del mundo se hubieran apagado de improviso a las seis en punto. La oscuridad hubiera sido total, de no contar con la hoguera que Guzmán tenía dispuesta.

Mientras me secaba y vestía, había preparado un gran hueco en la arena, que cubrió con maleza seca. Le prendió fuego, aguardó a que ardiera de forma impresionante y, sin más ceremonia, arrojó dentro, vivas, cuatro de las mayores langostas. Se oyó un crepitar y los animales saltaron como desesperados, pero volvieron a caer en el fuego. permanecieron así unos instantes, y Guzmán lo cubrió todo con arena. Al cabo de un par de minutos, buscó las cuatro langostas, las lavó en el mar, y, con su grueso cuchillo, las abrió de arriba abajo. Aún humeaban, y debo confesar que nunca en mi vida — ni en el mejor restaurante del mundo—, he comido una langosta que se la pueda comparar. De postre, hubo naranjas de las islas y fuerte café ecuatoriano. Le ofrecí un cigarrillo español, y nos pusimos a contemplar el mar y las estrellas.

Capítulo XII LA ISLA MALDITA

Hacía ya mucho que los cigarrillos se habían consumido, y aún contemplábamos las estrellas y el mar.

Guzmán pareció volver a la realidad.

— ¿No le asusta desembarcar mañana en Floreana?

— No creo en cuentos de brujas… ¿A usted le asusta?

— Todo lo misterioso me desagrada. ¿Sabe que son más de diez los muertos que han desaparecido en la isla en estos últimos años? ya no quedan más que los Wittmer.

— ¿Los conoce?

— Sí. A la vieja, hace tiempo que no la veo. A su hijo, Rolf, me lo tropiezo, a veces, en Santa Cruz o en Baltra. El último en desaparecer ha sido el marido de su hermana. Era un buen muchacho, sargento radiotelegrafista en San Cristóbal. Todos se lo dijeron: «No te cases con una Wittmer.» «No te vayas a vivir a Floreana, que esa isla está maldita.» pero no hizo caso. Se casó, se fue y se esfumó para siempre. La bahía de los tiburones se lo tragó.

— ¿La bahía de los tiburones?

— Eso cuentan… Dicen que todo el que desaparece en la isla va a parar al vientre de los tiburones. No dejan huellas y son mudos.

— ¿Quién más ha desaparecido últimamente?

— Una millonaria extranjera. Creo que americana. Llegó a tierra cargada de joyas y dinero en su yate, bajó a tierra cargada de joyas y dinero, y nunca más se la volvió a ver. ¡Paff! Se esfumó. Como el otro. Y como la Baronesa y su amante. Y como Henry, el hijo mayor de los Wittmer. Y como tantos.

— ¿Cuándo empezó la cosa?

— ¡Uff! Hace mucho. Antes de llegar yo a las islas.

— Pero, ¿conoce la historia?

— ¡Naturalmente! En el archipiélago, todo el mundo la conoce. Es lo más extraño que ha ocurrido por aquí en lo que va de siglo. Creo que incluso en su tiempo — cuando la desaparición de la Baronesa—, los periódicos de Europa hablaron de ello. Y también de la misteriosa muerte de doctor Ritter.

— ¿También fue misteriosa la muerte de Ritter?

— También. Dicen que lo envenenaron.

Guardé silencio unos instantes, Le ofrecí un nuevo cigarrillo y los encendimos con las brasas de la hoguera. Al fin, le rogué:

— ¿Por qué no me lo cuenta todo desde el principio?

Meditó. Resultaba difícil saber si deseaba hacerlo, o si — por ser hombre de pocas palabras — aquello exigía un esfuerzo excesivo. Ya la historia de Oberlus parecía haber agotado su saliva esa mañana. Sin embargo, la historia de Floreana le parecía demasiado fascinante como para dejar de contársela a un forastero que lo estaba pidiendo.

Está bien — dijo—. Se la contaré tal como yo la sé.

Hizo una pausa para tomar aliento y dio una larga chupada al cigarrillo:

— Como le dije, todo comenzó hace tiempo — repitió—. Creo que allá por los años treinta, Ritter, que fue el primero en llegar, era un dentista alemán, algo loco que se hizo arrancar todos los dientes. Aseguraba que se podía vivir sin ellos en una isla desierta, sin comer carne ni nada parecido. Era eso que llaman vegetariano, o algo así. Con él, vino una mujer, Dora «no sé qué», que también se había hecho arrancar los dientes. Se establecieron en una especie de cabaña sin paredes, y allí vivían medio desnudos, totalmente alejados del mundo. Dicen que él escribía un libro sobre sus teorías.

«Mas tarde, llegaron los Wittmer, que también eran alemanes. La madre, Margaret, su marido, Heinz, y el chico mayor, Harry, del que algunos aseguran que no era muy normal, y casi ciego. Los Ritter y los Wittmer no parecieron llevarse muy bien desde el principio, pero como la isla era grande, podían vivir sin molestarse y sin verse durante meses. Los Wittmer tuvieron dos hijos en la isla: Rolf y Floreanita.

«Todo iba más o menos bien, hasta que apareció la Baronesa. Se llamaba Eloísa Wagner, y la verdad es que no sé de dónde era. Tal vez alemana, tal vez austriaca, tal vez rusa… No sé… Venía con dos amantes: Robert Philpson, que era el favorito, y que había sido sirviente del otro — Rudolf Lorentz—, ahora desplazado de la cama de ella y convertido en una especie de esclavo de los dos. Le insultaban e incluso le pegaban. Dicen que la tal Baronesa era una tía loca, que quería convertir Floreana en un paraíso para los turistas o algo así. Pronto empezaron los jaleos. La Baronesa tenía una pistola y un látigo, y siempre andaba liada a tiros o a latigazos con todo el mundo. Lorentz, sobre todo, lo pasaba muy mal. Pese a ser el que había pagado la expedición a la isla, era tratado como el más mísero de los esclavos, y se entretenían zurrándole. La Baronesa tomó la costumbre de bañarse desnuda en la única fuente de agua potable de la isla, y cuando los Ritter y los Wittmer la sorprendieron, se armó un lío del demonio. Desde ese momento, se iban persiguiendo por la isla a tiros de escopeta de sal. Una especie de gigantesco manicomio. ¿Cómo quieren que el mundo esté en paz, si ocho personas no pueden tenerla en una isla enorme?

«Bueno, abreviando: Un día, Lorentz llegó a casa de los Ritter y dijo que la Baronesa y Philipson habían desaparecido; nunca más se les volvió a ver, ni vivos, ni muertos. A1 poco, llegó una barca, y Lorentz le pidió al dueño — un noruego llamado Nuggerud—, que le llevara a San Cristóbal, vía Santa Cruz. De mala gana, y gracias a que le pagó mucho, el noruego aceptó. Les acompañaba un negro ecuatoriano, llamado Pazmiño. La barca y el Negro desaparecieron para siempre, y, al cabo de un mes, un barco descubrió por casualidad los cadáveres momificados de Lorentz y Nuggerud, en Marchena, un islote solitario, al norte del archipiélago. Habían muerto de sed.

— ¡Vaya una historia! — comenté, impresionado.

— ¡Oh! Eso no es todo — añadió Guzmán, que, al parecer, se había metido a fondo en su papel de narrador — Aún hay más. Ritter escribió a un amigo, propietario de un yate, pidiéndole que viniera, porque habían ocurrido en la isla cosas terribles que no podía explicar por carta y necesitaba ayuda. El día antes de la llegada del barco, Ritter murió envenenado por la carne de pollo que le habían regalado los Wittmer. Dicen que el pollo estaba descompuesto, pero todo el mundo opina que es muy raro que un tipo vegetariano se coma un pollo tan podrido como para causarle la muerte. El caso es que Dora, su compañera se fue en ese mismo barco, y los Wittmer se quedaron solos en la isla. Más tarde, desapareció su hijo mayor. Luego, la vieja millonaria. Y ahora, por último, su yerno… Curioso, ¿verdad?

— ¡Fantástico! Pero, dígame… ¿Las autoridades no han intentado averiguar nada?.

— ¿Y qué podían averiguar…? Van allí, le preguntan a los Wittmer y éstos dicen que no saben nada. Y a lo mejor no lo saben… El caso es que han conseguido que se les deje en paz en su isla, que es la más bonita y fértil del archipiélago.

Permanecí largo rato en silencio, meditando en cuanto me acababa de contar. Al fin, quise saber:

— ¿Preferiría no acercarse mañana a Floreana.

— Me da igual — replicó con seguridad — Lo que no quiero es subir a casa de los Wittmer.

— ¿Por qué?

— Cuestión de simpatías… Además, no hay tiempo si queremos llegar a Santa Cruz mañana mismo. Tendríamos que pasar la noche en Floreana, y eso si que no me divierte nada.

Se diría que con eso daba por terminada la conversación, porque se metió en la tienda y se arrebujó en la manta. Esperé unos minutos, fumé un último cigarrillo, estuve pensando en cuanto me había contado y también me fui a dormir. Cuando me acosté Guzmán roncaba.

La noche fue increíblemente tranquila, aunque de tanto en tanto, resonaba el áspero ladrido de una foca, o su resoplar cuando surgía a la superficie tras una larga inmersión. Se las sentía agitarse y lanzarse al agua; ir de un lado a otro jugueteando y persiguiéndose, y, en más de una ocasión, llegaron a rozar la lona de la tienda o a rascarse contra las tablas de la barca varada en la arena.

Me despertó el crepitar del pescado al freírse. Debía de hacer rato que Guzmán estaba en pie, pese a que aún no se distinguía en el cielo ninguna señal de que fuera a amanecer. Cuando pregunté la hora y me respondió con seguridad: «Las seis menos cuarto», me intrigó cómo podía saberlo, si me constaba que no tenía reloj. Busqué el mío y lo comprobé: se había equivocado en cuatro minutos. A los pocos instantes, empezaba a clarear con la rapidez y exactitud con que lo hace siempre en el Ecuador. A las seis en punto, ya era de día.

Lo recogimos todo y nos hicimos a la mar. No tardé en dormirme de nuevo y la proa enfilaba hacia el oeste: hacia Floreana. Al despertar, tres horas después, Guzmán continuaba en idéntica posición, clavado al timón. Su vista seguía las evoluciones de tres negras aletas que rondaban la barca girando a su alrededor, adelantándonos, o retrocediendo, esperándonos.

— Tiburones — dijo.

— ¿De qué especie?

— Aquellos, no lo sé. Sólo sé que raras veces atacan. En las islas hay pesca de sobra. Los tiburones no necesitan enfrentarse al hombre, están satisfechos. Tan sólo aquí, en aguas profundas, son peligrosos.

La presencia de los escualos y las palabras de Guzmán tuvieron la virtud de volverme al pasado — ¡trece años! — , cuando, tras haber sido profesor de submarinismo en el Cruz del Sur, un buque — escuela de la Marina mercante, había dedicado gran parte de mi tiempo y de mis fuerzas a estudiar los tiburones en un intento — inútil — de llegar a saberlo todo sobre ellos.

Años perdidos. Nadie, absolutamente nadie, puede decir que lo sabe todo — o sólo algo — sobre los escualos. Si atacarán o no, si son cobardes o valientes, si prefieren el hombre al pescado, es algo que depende tanto de las circunstancias, del estado de ánimo, y sobre todo, de la especie, que resulta imposible dar una regla o aventurar una opinión.

Según el Instituto Norteamericano de Ciencias Biológicas, existen unas trescientas especies clasificadas de tiburones, de las cuales se sabe con exactitud que tan sólo veintiocho pueden atacar al hombre.

Sus tamaños y costumbres varían mucho, pues desde los pequeños «gatos de mar» del Mediterráneo, a los «tiburones ballenas» de veinte metros, que se alimentan de plancton, se extiende toda la numerosa gama de la familia. Podría decirse que «No es tan fiero el tiburón como lo pintan», aunque se haya dado el caso de que atacaran a seres humanos treinta y seis veces en un año, causando la muerte en dos de ellas. También se ha dicho a menudo que ni siquiera las especies más peligrosas suelen atacar al submarinista, ya que le temen al verle desenvolverse en su propio ambiente. Eso no quita para que yo recuerde que, en 1959, un tiburón se trago a Robert Paniperin cuando buceaba con un compañero en aguas de California, y poco más tarde, en el Atlántico, un tal James Neal desapareció a veinte metros de profundidad, y cuanto se encontró fue su traje de inmersión hecho jirones. Por aquellos tiempos, acostumbraba yo a llevar una detallada estadística de todos los casos que se presentaban. Quería escribir un buen libro sobre tiburones, pero acabé desistiendo. Años después, un italiano — cuyo nombre he olvidado, pero al que recuerdo como magnífico submarinista — publicó un libro: Mis amigos los tiburones. Al poco tiempo, uno de ellos lo devoró en aguas de Capri, donde, lógicamente, parecía improbable que existieran escualos peligrosos.

Se ignora qué especie fue la que atacó al desgraciado submarinista italiano, pero sí se sabe que fue un tiburón blanco (Carcharodon carcharius) el asesino de Robert Pamperin, en California. Al «blanco» se le han comprobado innegables aficiones antropófagas y en sus estómagos se encuentran con frecuencia restos humanos. Otras especies consideradas como altamente peligrosas son el «tigre», el «martillo» y el «azul».

Afortunadamente casi todos éstos son de aguas profundas y no se aproximan a las costas, por lo cual, aunque no constituyan un gran peligro para los bañistas, sí lo son para los náufragos. El mayor problema que presentan se basa en el hecho de que, al seguir a los grandes barcos para devorar los desperdicios que arrojan, se introducen en los puertos, pudiendo causar allí graves daños.

Los que en aquella ocasión nos acompañaban no eran demasiado grandes. Oscilaban entre los dos y los cuatro metros, y sabido es que un buen tiburón azul puede llegar a sobrepasar los seis de longitud. «El peregrino» — inofensivo — pasa de los doce, y el «martillo» — el más feo de todos, con su cabeza aplastada y los ojos a ambos extremos — llega cómodamente a los cinco. Los demás suelen ser algo más pequeños, aunque no por eso menos temibles. Sobre todo, el «tigre», del que conservo, por la única ocasión que me tropecé con él, espantosos recuerdos.

A mi entender, la particularidad más acusada de los escualos es la maravillosa perfección de su sistema olfativo, así como el sistema de percepción de movimientos de agua de que están dotados. Toda una serie de papilas receptivas discurren a lo largo de su cuerpo, y por medio de ellas captan las vibraciones que se producen en el agua, tales como un chapoteo o la agonía de un pez. También siente los cambios de presión, de densidad, de salinidad e, incluso, las variaciones químicas que puedan producirse en el agua.

Todo ello le permite desenvolverse con increíble facilidad, pese a que, según se ha comprobado últimamente, su visión no es perfecta en aguas turbias, donde fácilmente se asusta y desorienta.

No era éste el caso de las islas Galápagos, donde las aguas llegan a poseer una transparencia extraordinaria, y por ello, no me sentía muy tranquilo ante la compañía de aquellos tres monstruos azules que cortaban la superficie del mar con sus amenazadoras aletas.

— ¿Le ponen nervioso? — pregunté, señalándolos.

— En absoluto — respondió—. Mientras estemos aquí arriba, se quedarán tranquilos, y si tenemos la desgracia de ir a parar al mar con ellos, ya no vale la pena preocuparse. Sólo me ponen nervioso las «orcas», porque son capaces de atacar barca y todo. A menudo, pasan, muy mar afuera, y entonces es cosa de ponerse a rezar. Por fortuna, nunca se arriman a tierra.

Días después, iba yo a recordar esas palabras de Guzmán, al tener el más feo encuentro de mi vida con una «orca». La única, según los expertos, que se haya arrimado nunca a tierra. Pero eso ocurrió la última tarde de mi estancia en Galápagos durante mi primer viaje al archipiélago, y ya tendré tiempo de relatarlo en su momento.

Ahora, y tal como Guzmán aseguraba, no había problemas con los tiburones, mientras cada cual permaneciera en su lugar: ellos en el agua, y nosotros en la barca, bien secos. El mar estaba en calma, el viento era suave y firme, la embarcación, resistente, y Guzmán la manejaba con indudable pericia. No existía, por tanto, razón alguna para preocuparse.

Minuto a minuto, Floreana se iba agrandando a nuestra vista.

Cerca ya de tierra, los desagradables compañeros de viaje desaparecieron de improviso. Se sumergieron y no volvieron a hacer acto de presencia.

Guzmán sorteó con habilidad unos islotes y señaló un punto de la costa nordeste de la isla.

— Ahí abundan los flamencos — dijo—. Pero ahora hay muy pocos. Prefiero atracar en Post-Office Bay. ¿Conoce la tradición?

— ¿Aún continúa…?

— Desde luego — admitió—. pero ya es más una leyenda que una realidad.

Media hora después, habíamos atracado junto al barril de madera que — clavado en lo alto de un poste — constituye la más conocida y antigua de las tradiciones del archipiélago. En aquella barrica — la misma desde hacía cientos de años—, los navegantes pasaban cerca de las islas depositaban su correspondencia para cualquier rincón del mundo, o retiraban que les había llegado desde los cinco continentes.

Era «ley del mar», ley de caballeros marinos, por muy sinvergüenzas que pudieran ser, que todo el que encontrara en la barrica una carta que pudiera aproximar a su destino, tenía la obligación de llevarla y, una vez en la civilización, franquearla de su propio bolsillo hasta el fin de su trayecto. De igual modo, debían trasladar gratis a Floreana cuantas cartas le entregaran para ella, quienes sabían que iba a pasar pos sus inmediaciones.

Esta costumbre — que según algunos iniciaron los piratas — cobró especial auge entre los balleneros de los siglos XVIII y XIX. Sabido es que muchos de ellos acostumbraban a pasar años en alta mar, y esta estafeta de Post-Office Bay, era su único medio de comunicación.

Tradicionalmente; las proximidades del archipiélago han sido siempre muy abundantes en ballenas, razón por la que los cazadores de las mismas frecuentaban esta región en los siglos pasados. Era como una cadena sin fin: el hombre venía atraído por las ballenas; las ballenas por el placton, y el plancton por las excepcionales condiciones climatológicas y la existencia de corrientes marinas de la región.

El archipiélago está enclavado en una encrucijada. Una corriente cálida que corre hacia el Sudoeste. Otra «contracorriente», do aguas muy claras y también cálidas, que viene del oeste a todo lo largo de la línea equinoccial; y por último, una muy fría, la Gran Corriente de Humboldt, que sube desde la Antártida, siguiendo las costas de Chile y Perú. En Perú, gira hacia el Noroeste, baña el Sur de las Galápagos y desaparece en el Pacífico. Durante nueve meses del año, esta Corriente de Humboldt corre con increíble velocidad arrastrando una inmensa cantidad de agua y haciendo que cualquier objeto arrojado en el mar en las costas del continente llegue al archipiélago en poco tiempo.

Es así como se supone que nació la vida vegetal y animal en las islas, pese a estar a mil kilómetros de la costa y ser de origen volcánico. Flotando en pedazos de madera llegaron las iguanas y las grandes tortugas de tierra, mientras las semillas vinieron en los buches y vientres de las aves. Lobos de mar, focas y la familia de pingüinos de Fernandina arribó nadando en esa corriente de fantástica potencia.

Esa confluencia de aguas frías y cálidas es lo que origina, pues, condiciones particularmente excepcionales para la proliferación de la vida marina, y la abundancia del plancton que así se forma atrae a millones de peces y a las ballenas.

Cuando le pregunté a Guzmán si ya no se pescaban cetáceos por aquellos alrededores, se encogió de hombros:

— Muy pocos — dijo—. Ya no es como antes. Han acabado prácticamente con ellos. A veces, cuando estoy pescando algo alejado de la costa, veo pasar algunas manadas, pero no vale la pena montar una industria para perseguirlas. Antiguamente, sí. Antiguamente, los noruegos pensaron seriamente en montar una factoría en la isla de San Cristóbal, pero ahora es inútil. Pronto no quedará una ballena en los mares. Están locos. Las persiguen hasta aniquilarlas. ¿Sabe que leí una vez que se cazan más de setenta mil ballenas al año? Una bestialidad. El hombre destroza cuanto toca… Lo aniquila. Por eso me gusta vivir aquí en las islas. Salvo eso de las ballenas lo demás se conserva. Es un Gran Parque y está prohibido matar cualquier clase de animal. Vivimos muy bien todos juntos, no hay por qué aniquilarse… No tenemos aquí esa especie maldita que se llama cazador y que la mayoría de las veces hace daño a los bichos sin provecho de ninguna clase… Sí se prohibiera matar en todas partes, si se suspendiera la caza tan sólo unos años, el mundo volvería a ser una maravilla. Durante la Segunda Guerra Mundial, como los submarinos no permitían salir a la caza de la ballena, éstas, al vivir en paz se multiplicaron en forma increíble. Me contaban que comenzaron a pasar nuevamente las grandes manadas hacia el Sur… Llevaban muchos ballenatos, y se volvieron confiadas y tranquilas, como son aquí las focas o las aves, sin tener miedo al hombre. Pero al acabar la guerra, todo comenzó de nuevo, y esos noruegos y japoneses se dedicaron a la aniquilación de la especie. Total, ¿para qué? para conseguir un poco de aceite refinado con el fin de hacer jabones y productos de belleza… Si las mujeres supieran la muerte y la crueldad que son necesarias para que se pongan potingues en la cara, no se los pondrían, creo yo.

— Sí, sí que se los pondrían — dije—. El hombre para comer y la mujer para estar guapa, son capaces de acabar con el mundo. Ahora, están acabando con las crías de oca en el polo para hacer abrigos, y ya acabaron con las nutrias, los tigres, los visones y los castores.

— Son muy bestias — sentenció Guzmán.

Y por unos instantes, admití que tenía razón.

Dejé a Guzmán cerca de la barrica de correo preparando el almuerzo — un hermoso mero pescado aquella mañana, varias langostas de la tarde antes, y unos huevos duros—, y me lancé a dar un corto paseo por la isla. Antes de alejarme, me recordó:

— Ándese con ojo…! No vaya muy lejos, que esta isla pasan cosas raras. Además, tampoco me gusta quedarme solo.

Eché a andar por un minúsculo camino que apenas se distinguía entre una maleza áspera de cactos y árboles secos. Guzmán me había recomendado repetidas veces que no se me ocurriera acostarme a dormir, ni incluso pasar debajo de ningún árbol que no conociera bien. Al parecer, existe, en algunas de las islas, un árbol venenoso que mata a quien se duerme a su sombra y hasta a quien cruce cerca.

En mi opinión, eso no deja de ser una leyenda, pero una leyenda que se basa, desde luego, en algo de verdad. Existe ese árbol, pero su única particularidad estriba en que rezuma una savia fuerte y ácida, que produce ampollas cuando cae sobre la piel; también es capaz de dejar ciego si alcanza los ojos. De eso a causar la muerte hay un abismo.

Seguí, pues, mi camino, sin ánimo de dormir bajo ningún árbol, y al poco, llegué a una pradera por la que correteaban en libertad varios burros garañones totalmente salvajes. También distinguí un toro negro y blanco y un par de vacas que parecían disfrutar de idéntico régimen de libertad. No me sorprendió; sabía de antemano que — al igual que en otras de las islas — en Floreana abundaban esta clase de animales. Traídos por el hombre, con el tiempo habían dejado de ser domésticos.

Los de Floreana podían ser descendientes de los que desembarcaran los piratas del siglo XVII, que convirtieron esta isla en una de sus predilectas. O de la célebre «República de Hombres Libres», que existió a principios del XIX. Los piratas encontraron en Floreana un magnífico refugio, ya que la isla tenía agua, buen clima, abundante pesca y múltiples cuevas escondidas en la montaña, de difícil acceso en caso de un ataque por sorpresa. Desde aquí controlaban el paso de las naves españolas que hacían la ruta Panamá-Perú, y que regresaban cargadas de oro incaico. Es tradición que, en el archipiélago, se esconden importantes tesoros, en especial, en la desierta isla de San Salvador, tan carente de agua y tan abandonada de la mano de Dios, que nadie, a estas alturas, se ha atrevido a atravesarla siquiera.

Los piratas, considerando que Floreana se encontraba demasiado frecuentada, prefirieron más tarde las soledades de San Salvador y la diminuta San Bartolomé. Entre las dos se forma la maravillosa bahía de Sullivan, uno de los fondeaderos más tranquilos y hermosos del mundo, en el que podría refugiarse toda una escuadra.

Vistas desde lejos, las dos islas parecen una sola, y hay que aproximarse mucho para advertir que un tranquilo canal de aguas profundas las separa.

La «República de Hombres Libres» data, por su parte, del siglo pasado y fue fundada en principio como reino, por un cubano que había luchado contra España en la guerra del Perú. Al obtener los peruanos su independencia en 1820, el citado cubano pidió al Gobierno, en pago a sus servicios, la propiedad absoluta de una isla del entonces archipiélago Encantado, que aún se encontraba bajo la potestad de aquel país. Con la promesa de un reino paradisíaco, convenció a un puñado de campesinos de la costa — casi un centenar — y los embarcó en Túmbez junto a un número no determinado de cabras, vacas, cerdos, burros, gallinas, aperos de labranza y diez enormes perros dogos.

Estos perros — verdaderas fieras que no le obedecían más que a él — se convirtieron pronto en su guardia de corps. Con su ayuda y la de media docena de matones, no tardó en convertir la isla en un verdadero infierno, en el que él era dueño y señor, tirano sin discusión, amo absoluto de vidas y haciendas.

La historia es siempre la misma, y, un buen día, los matones se rebelaron contra él. Se entabló una batalla entre el cubano y sus dogos por un lado, y el resto de la población por otro. El cubano acabó siendo derrotado y tuvo que optar por huir a lo más intrincado de las montañas. Allí, pidió la paz y se le permitió, por toda gracia, que embarcara en el primer ballenero que viniera a repostar a la isla. Volvió al Perú y dicen que allí murió miserablemente tras haber sido rey de una isla.

En Floreana, mientras tanto, se había proclama la República, pero, como suele ocurrirle a muchas repúblicas, todo acabó manga por hombro. Los balleneros y demás buques que surcaban los mares vecinos habían tomado la costumbre de acudir a la isla a aprovisionarse de agua y verduras frescas, estableciendo un próspero intercambio con sus colonos, pero éstos tardaron en descubrir que resultaba mucho más beneficioso apoderarse de los barcos que comerciar con ellos.

De ese modo, se las ingeniaban para engañarlos en la noche con luces falsas, haciéndoles naufragar en sus escollos o embarrancar en sus playa. Asaltaban luego la nave y pasaban la tripulación a cuchillo. No quedaba nadie para contar lo ocurrido. También era tradición que la República acogía con los brazos abiertos a cuantos desertores de tierra firme o de otros buques acudieran a ella. Así vivió durante mucho tiempo Floreana — que por aquel entonces aún se llamaba isla de Charles—, tierra perdida sin ley ni orden; anarquía total, donde ni la vida ni la muerte tenían valor alguno.

De tanto en tanto, los «hombres libres» se cansaban de su isla y se hacían a la mar en un bote. Paraban entonces al primer barco asegurando ser náufragos, o llegaban por sus propios medios al Continente, donde desaparecían sin revelar a nadie que habían formado parte de los piratas de tierra firme, en el perdido archipiélago de las Encantadas.

Al fin, cuando ya todos los capitanes de barco conocieron la triste fama de la República y nadie osaba aproximarse a ella, la forma de vida de los «hombres libres» se extinguió.

Éstos se hicieron a la mar para no volver nunca. La isla de Charles quedó desierta y se convirtió, luego, en Floreana, en honor al presidente Flores, de Ecuador, que gobernaba en ese país cuando se hizo cargo definitivamente del archipiélago; y continuó olvidada hasta que, en 1930, el dentista alemán Ritter la eligió como su retiro definitivo.

Cuando regresé a Post-Office Bay, Guzmán me aguardaba con el almuerzo listo. Dimos buena cuenta de él tranquilamente, nos fumamos un cigarrillo negro — uno de los últimos «Corona» de mi tierra que conservaba como oro en paño—, y nos hicimos de nuevo a la mar, rumbo a la que me habían asegurado era la más interesante de las islas: Santa Cruz.

Capítulo XIII DARWIN

Antes de seguir adelante, creo que debería intentar presentar un poco mejor lo que es y significa el archipiélago de las Galápagos; su corta Historia, su difícil geología y, sobre todo, lo que representa para la Humanidad, pese a su lejanía y al poco conocimiento que se tiene sobre él. Fue aquí, en estas islas, donde el inglés Charles Darwin concibió los principios de su célebre teoría de la evolución de las especies. Él mismo escribió en su Diario:


«…me había llamado fuertemente la atención la característica de los fósiles de Sudamérica y las especies del archipiélago de las Galápagos. Éstos son el origen de mis ideas…»

No es extraño, por tanto, que la mayoría de los científicos del mundo consideren al archipiélago como la clave que sirvió para comenzar a desentrañar uno de los más grandes misterios de la vida. De su viaje, realizado en 1835, Darwin se había llevado una gran cantidad de pequeños pinzones — hoy llamados «pinzones de Darwin» — cuya variedad y características diferentes de una isla a otra, le habían intrigado. Una vez en Londres, y tras largos estudios compartidos con el ornitólogo John Gould, escribió en su Diario:


Observado esta graduación y variedad de estructuras en un grupo pequeño íntimamente relacionado de aves, uno no puede imaginar que, a partir de una penuria en origen de dichas aves en el archipiélago y tomando una determinada especie, ésta ha sido modificada hasta dar distintas formas finales.


Para comprender los razonamientos de Darwin, lo mejor es darse una vuelta por las islas, estudiando a los pinzones. Cerca de las playas, en las tierras bajas, tropezamos pronto con un diminuto pinzón terrestre dotado de un pico apenas desarrollado porque no necesita más, para alimentarse de los granos y de las semillas que encuentra en aquel suelo. Se parece a un gorrión común. Avanzando un poco, comenzaremos a topamos con pinzones medianos y, mas tarde, con grandes pinzones — también terrestres_, que poseen ahora un pico mucho más fuerte, capaz de pelar y partir granos y semillas duras, de tierras más altas.

Luego, en los árboles, veremos dos tipos de pinzones con picos también distintos; uno en forma de loro, que se alimenta exclusivamente de frutos y brotes; y otro bastante parecido pero con el pico adaptado para cazar insectos. Si en lugar de los árboles nos adentramos entre los cactos, los pinzones que vayamos encontrando tendrán un largo pico curvado hacia abajo, muy a propósito para extraer el néctar de las flores de que se alimentan.

Por último, y con un poco de suerte, hallaremos «carpintero», un pinzón que busca gusanos en los huecos de los árboles, utilizando para ello una ramita fina o una espina de cacto. Es el único caso que se conoce de un animal, no simio, capaz de utilizar una herramienta para sus fines. La astucia, paciencia e inteligencia con que un «carpintero» maneja su ramita, en verdad, algo digno de estudio y atención.

Existen muchas otras diferenciaciones menores entre los pinzones del archipiélago, y se da el caso que varían — dentro mismo de estos grupos — de isla a la siguiente.

Eso fue lo que hizo pensar a Darwin que no podían haber sido creados todos distintos, sino que, partiendo de un tronco común, habían ido evolucionando para adaptarse al medio ambiente. Sobre esa base, resultó luego mucho más fácil deducir que todas las especies habían sufrido idéntica evolución.

Todo ello se advierte mejor si se tiene en cuenta que — como ya señalé anteriormente — las islas no tuvieron originalmente vida vegetal ni animal de ninguna clase. Toda le vino del exterior. Las Galápagos nacieron del mar, a través de una o varias erupciones volcánicas. En realidad, la mayoría de las islas — al menos, las importantes — no son más que cumbres de volcanes que asoman por encima de la superficie de las aguas. La mayor, Isabela, está constituida por cinco cráteres caprichosamente distribuidos, y muchos científicos suponen que, en un tiempo remoto, estuvieron separados unos de otros. Sucesivas erupciones y, sobre todo, la lava del mayor y más activo, los fue uniendo. En conjunto, se calcula que en el archipiélago existen más de dos mil volcanes, dos de los cuales superan los mil quinientos metros.

La última erupción de importancia data de 1825, en Femandina, pero cuentan que, durante la Segunda Guerra Mundial, la cumbre de Isabela entró en actividad con inusitada violencia. De la cercana base militar de Seymur, que los norteamericanos habían establecido durante su lucha con el Japón, mandaron un avión a reconocer el cráter, y se aproximó tanto, que se precipitó en el hirviente infierno de lava. Cuando, meses más tarde, todo pasó y se pudo descender al cráter, cuanto se encontró fue unos trozos de metal retorcido, y ni el menor rastro de los once desgraciados tripulantes.

En su origen, las islas debieron de ser simples formaciones de granito y lava, pero con el transcurso de millones de años, la erosión y el viento fueron proporcionando la tierra en que habían de asentarse la flora y la fauna llegados del continente. Resulta interesante constatar que, hasta el arribo del ser humano, el archipiélago estuvo poblado únicamente por aves, insectos y reptiles, sin que se diera la presencia de un solo mamífero. Las focas lo son, desde luego, pero a éstas se les puede considerar más habitantes del mar que de la isla en sí.

Durante millones y millones de años, las islas fueron transformándose y evolucionando así, muy lentamente, lejanas e ignoradas, hasta que en el siglo XVI, un grupo de españoles las encontró en su camino.

Quiere la leyenda que, años antes, un inca peruano las visitó en una balsa; pero eso resulta bastante difícil de creer, teniendo en cuenta los escasos conocimientos de los incas. Pudieron llegar arrastrados por la Corriente de Humboldt, pero lo que no podrían, de modo alguno, es regresar por el mismo camino.

Históricamente fue fray Tomás de Berlanga, obispo de Castilla de Oro, al que el rey mandara a resolver las disputas entre Pizarro y Almagro, el que descubrió las islas. Había partido de Panamá rumbo al Perú en 1535, cuando una calma chicha lo dejó totalmente a merced de una fuerte corriente que lo hacía derivar peligrosamente hacia el oeste, hacia el interior de un Mar del Sur que era, por aquel entonces, un terrible océano desconocido y misterioso.

Pasaron los días y cuando, al fin, acuciados por la sed, los marineros se creían irremisiblemente perdidos, arribaron a una extraña isla que, en un principio creyeron poblada por caníbales. Pronto descubrieron que se hallaba completamente deshabitada.

Tras esa primera isla en la que no encontraron agua — tuvieron que limitarse a beber la que extrajeron de los cactos—, probablemente La Española, distinguieron a lo lejos otra mayor. Dirigiéndose a ella fue como el obispo Berlanga descubrió el archipiélago. Fray Tomás se alejó de ellas sin bautizarlas, cosa extraña en un religioso español de aquellos tiempos, acostumbrados a darle nombre a todo un Nuevo Mundo. Al regresar a lugar seguro escribió al rey notificándole haber hallado en su camino… una tierra donde parecía que Dios hubiera derramado piedras sobre ella y e la que abundaban iguanas gigantescas, monstruosa tortugas y animales desconocidos, de tal modo que creían haber llegado a un lugar embrujado.

Once años más tarde, el también español Diego de Rivadeneira volvió a encontrarlas en su camino cuando se dirigía desde el Sur a Centroamérica. A partir de entonces parecieron hundirse en el olvido, hasta el punto de que llegó a dudarse de su existencia. Cuantas veces se intentó buscarlas no se las pudo hallar. Por todo ello, y por estar pobladas por extraños animales de los que se hacían fantásticos relatos, pasaron a poco a convertirse en leyenda, hasta el punto de que se las conoció por el sobrenombre de «Islas Enedas», título que a menudo se impone al de Galápagos o archipiélago de Colón.

A finales del siguiente siglo, comenzaron a ser visitadas por piratas y balleneros, pero tuvieron que pasar tres siglos para que, al fin, el presidente Flores, que gobernaba la naciente República del Ecuador, se decidiera a enviar al prefecto de Guayas, Olmedo, a dar nombre definitivo y tomar posesión oficial de las islas.

Pese a todo ello, las Galápagos no comenzaron a tener importancia hasta tres años más tarde, en 1835, en que Charles Darwin puso el pie en las islas.

Aunque quizás a algún lector le pueda parecer un tanto engorroso, creo que vale la pena, para una mejor comprensión de las islas, transcribir aquí cuanto Darwin dijo sobre ellas en su libro El origen de las especies por medio de la selección natural:


«El hecho más importante y llamativo para nosotros es la afinidad que existe entre las especies que viven en las islas y las de la tierra firme más próxima, sin que sean realmente las mismas. Podrían citarse muchos ejemplos: el archipiélago de las Galápagos situado en la costa de América del Sur. Casi todas las producciones de la tierra y del agua llevan allí el sello inequívoco de continente americano. Hay 26 aves terrestres, de las cuales 21 son consideradas como especies diferentes. Se admitiría ordinariamente que han sido creadas allí y, sin embargo, la gran afinidad de la mayor parte de estas aves con especies americanas se manifiesta en todos los caracteres; en sus costumbres gestos y timbre de voz. Lo mismo ocurre con otros animales y con una gran proporción de las plantas, como ha demostrado Hooker en su admirable flora de este archipiélago. El naturalista, al contemplar a los habitantes de estas islas volcánicas del Pacífico, distantes del continente varios centenares de millas, tiene la sensación de que se encuentra en tierra americana. ¿Por qué ha de ser así? ¿Por qué las especies que se supone que han sido creadas en el archipiélago de las Galápagos y en ninguna otra parte, han de llevar tan visible el sello de su afinidad con las creadas en América? Nada hay allí, ni en las condiciones de vida, ni en la naturaleza geológica de las islas, ni en su altura o clima, ni en las proporciones en que están asociadas mutuamente las diferentes clases, que se asemeje mucho a las condiciones de la costa de América del Sur; en realidad, hay una diferencia considerable por todos estos conceptos.

«Por el contrario, existe una gran semejanza entre los archipiélagos de las Galápagos y el de Cabo Verde en la naturaleza volcánica de su suelo, en el clima, altitud y tamaño de las islas; pero, ¡qué diferencia tan absoluta entre sus habitantes! Los de las islas de Cabo Verde están relacionados con los de África, lo mismo que los de las islas Galápagos lo están con los de América. Hechos como éstos no admiten explicación de ninguna clase dentro de la opinión corriente de las creaciones independientes; mientras que según la opinión que aquí se sustenta, es evidente que las islas de los Galápagos estarían en buenas condiciones para recibir colonos de América, ya por medios ocasionales de transporte, ya — aun cuando yo no creo esta teoría — por antigua unión con el continente. Las islas de Cabo Verde lo estarían para recibirlo de África; estos colonos estarían sujetos a modificación, delatando todavía el principio de la herencia; su primitivo lugar de origen.

«Podrían citarse muchos hechos análogos: en verdad, es una regla casi universal que las producciones peculiares de las islas están relacionadas con las del continente más próximo y con la de las islas grandes más próximas. Pocas son las excepciones, y la mayor parte de ellas pueden ser explicadas. Así aunque la tierra de Kerguelen está situada más cerca de África que de América, las plantas están relacionadas, y muy estrechamente, con las de América, según sabemos por el estudio del doctor Hooker. Pero esta anomalía desaparece según lo teoría de que esta isla ha sido poblada principalmente por semillas llevadas con tierra y piedras en los icebergs arrastrados por corrientes dominantes.

«Nueva Zelanda, por sus plantas endémicas, está mucho más relacionada con Australia, la tierra firme más próxima, que con ninguna otra región, y esto es lo que podía esperarse; pero está también evidentemente relacionada con América del Sur, que, aun cuando sea el continente que sigue en proximidad, está a una distancia tan enorme, que el hecho resulta una anomalía. Pero esta dificultad desaparece en parte dentro de la hipótesis de que Nueva Zelanda, América del Sur y otras tierras meridionales han sido pobladas en parte por formas procedentes de un punto casi intermedio, aunque distante, o sea las islas antárticas, cuando estaban cubiertas de vegetación, durante un período terciario caliente antes del comienzo del último período glaciar. La afinidad que, aunque débil, me asegura el doctor Hooker que existe realmente entre la flora del extremo sudoeste de Australia y la del Cabo de Buena Esperanza es un caso mucho más notable; pero esta afinidad está limitada a las plantas, e indudablemente se explicará algún día.

«La misma ley que ha determinado el parentesco entre los habitantes de las islas y los de la tierra firme más próxima se manifiesta a veces en menor escala, pero de un modo interesantísimo, dentro de los límites de un mismo archipiélago. Así, cada una de las islas del archipiélago de los Galápagos está ocupada y el hecho es maravilloso por varias especies distintas; pero estas especies están relacionadas entre sí de un modo mucho más estrecho que con los habitantes del continente americano o de cualquier otra parte del mundo. Esto es lo que podría esperarse, pues islas situadas tan cerca unas de otras tenían que recibir casi necesariamente inmigrantes procedentes del mismo origen primitivo y de las otras islas. Pero)por qué muchos de los inmigrantes se han modificado diferentemente, aunque sólo en pequeño grado, en islas situadas a la vista unas de otras, que tienen la misma naturaleza geológica, la misma altitud, clima, etc.? Durante mucho tiempo me pareció esto una gran dificultad; pero nace en gran parte del error profundamente arraigado de considerar las condiciones físicas de un país como las más importantes, cuando es indiscutible que la naturaleza de otras especies, con las que cada una tiene que competir, es un factor del éxito por lo menos tan importante como aquéllas y generalmente muchísimo más.

«Ahora bien, si consideramos las especies que viven en el archipiélago de los Galápagos, y que se encuentran también en otras partes del mundo, vemos que difieren considerablemente en las varias islas. Esta diferencia podría realmente esperarse si las islas han sido pobladas por medios ocasionales de transporte, pues una semilla de una planta, por ejemplo, habrá sido llevada a una isla y la de otra planta a otra isla, aun cuando todas procedan del mismo origen general. Por consiguiente, cuando en tiempos primitivos un emigrante arribó por vez primera a una de las islas, o cuando después se propagó de una a otra, estaría sometido indudablemente a condiciones diferentes en las diferentes islas, pues tendría que competir con un conjunto diferente de organismos; una planta, por ejemplo, encontraría el suelo más adecuado para ella ocupado por especies algo diferentes en las distintas islas, y estaría expuesta a los ataques diferentes de enemigos algo diferentes. Si entonces varió, la selección natural probablemente favorecería a variedades diferentes en las distintas islas. Algunas especies, sin embargo, pudieron propagarse por todo el grupo de islas y conservar, no obstante, los mismos caracteres, de igual modo que vemos algunas especies que se extienden mucho por todo su continente y que se conservan las mismas.

«El hecho verdaderamente sorprendente en este caso del archipiélago de los Galápagos, y en menor grado en algunos casos análogos, es que cada nueva especie, después de haber sido formada en una isla, no se extendió rápidamente a las otras. Pero las islas, aunque a la vista unas de otras, están separadas por brazos de mar profundos, en la mayor parte de los casos más anchos que el canal de la Mancha, y no hay razón para suponer que las islas hayan estado unidas en algún período anterior. Las corrientes del mar son rápidas y barren entre las islas, y las tormentas de viento son extraordinariamente raras; de manera que las islas están de hecho mucho más separadas entre sí de lo que aparecen en el mapa. Sin embargo, algunas de las especies, tanto de las que se encuentran en otras partes del mundo como de las que están confinadas en el archipiélago, son comunes a varias islas, y de su modo de distribución actual podemos deducir que de una isla se han extendido a las otras. Pero creo que, con frecuencia, adoptamos la errónea opinión de que es probable que especies muy afines invadan mutuamente sus territorios cuando son puestos en libre comunicación. Indudablemente, si una especie tiene alguna ventaja sobre otra, en brevísimo tiempo la suplantará en todo o en parte; pero si ambas son igualmente adecuadas para sus propias localidades, probablemente conservarán ambas sus puestos, separados durante tiempo casi ilimitado.

«Familiarizados con el hecho de que en muchas especies naturalizadas por la acción del hombre se han difundido con pasmosa rapidez por extensos territorios, nos inclinamos a suponer que la mayor parte de las especies tienen que difundirse de este modo; pero debemos recordar que las especies que se naturalizan en nuevos países no son generalmente muy afines de les habitantes primitivos, sino formas muy distintas, que, en número relativamente grande de casos, como ha demostrado Alphonse de Candolle, pertenecen a géneros distintos. En el archipiélago de los Galápagos, aun de las mismas aves, a pesar de estar bien adaptadas para volar de isla en isla, muchas difieren en las distintas islas; así, hay tres especies muy próximas de «Mimus», confinada cada una a su propia isla. Supongamos que el «Mimus» de la isla Chatham es arrastrado por el viento a la isla Charles, que tiene su «Mimus» propio, ¿por qué habría de conseguir establecerse allí? Podemos admitir con seguridad que la isla Charles está bien poblada por su propia especie, pues anualmente son puestos más huevos y salen más pajarillos de los que pueden criarse, y debemos admitir que el «Mimus» peculiar a la isla Charles está adaptado a su patria, por lo menos, tan bien como la especie peculiar de la isla Chatham. Sir C. Lyell y míster Wollaston me han comunicado un hecho notable relacionado con este asunto, y es que la isla de la Madera y el islote adyacente de Porto Santo poseen muchas especies de conchas terrestres distintas, pero representativas, algunas de las cuales viven en resquebrajaduras de las rocas; y a pesar de que anualmente son transportadas grandes cantidades de piedra desde Porto Santo a Madera, sin embargo, esta isla no ha sido colonizada por las especies de Porto Santo, aun cuando ambas islas lo han sido por moluscos terrestres de Europa que indudablemente tenían alguna ventaja sobre las especies indígenas.

«Por estas consideraciones creo que no hemos de maravillarnos mucho porque las especies peculiares que viven en las diferentes islas del archipiélago de los Galápagos no hayan pasado todas de unas islas a otras.»

Capítulo XIV SANTA CRUZ

Apenas la proa de la barca enfiló la entrada de Academy-Bay, comprendí que la isla de Santa Cruz era otra cosa, tenía más vida, estaba más «civilizada» que el resto de archipiélago.

La bahía en sí misma llama la atención: el agua es azul, muy clara, transparente y tranquila, y lame suavemente, por la izquierda, un farallón cortado a pico, en cuya cumbre alternan los inmensos cactos y los pequeños edificios de piedra de los colonos alemanes.

Luego, al fondo, donde se junta el acantilado y la tierra llana, el mar penetra formando una diminuta ría que sirve de refugio a las barcas más frágiles, y de piscina a los niños.

Desde ahí, el pueblo se extiende hacia la derecha, comenzando por una blanca iglesia y un cuartelillo de la Marina, para seguir — por una sola calle de tierra hasta los distantes edificios de la Fundación Darwin. En conjunto, unas cuarenta casas, un solo vehículo — el «jeep» de la Fundación — y unos trescientos habitantes, incluidos los marinos.

Las gentes de Santa Cruz viven de la pesca y de una rudimentaria agricultura, en fincas que suelen encontrarse a bastante distancia, isla arriba. Se dan bien el maíz, la calabaza, las piñas y los plátanos. Los guayabos, propagados por los excrementos de los animales, han llegado a constituir una plaga en la isla. Poseen también abundancia de cabras, cerdos, burros, gallinas, conejos y hasta vacas, aunque no tantas como en San Cristóbal o Isabela.

Todo lo demás, desde las agujas a las cerillas, las velas o el papel, les ha de llegar desde el continente por medio de un viejísimo y cochambroso barquito que siempre está amenazando hundirse. Tiene asignado un servicio mensual, aunque la mayoría de las veces no lo cumpla.

— Este lugar parece agradable — comenté con Guzmán—, mientras nos aproximábamos—. ¿Por qué eligió San Cristóbal?

— Por los recuerdos — replicó—. Aquí, se quedaron a vivir muchos de los antiguos guardianes del penal de Isabela, y prefiero no tenerlos cerca. Algún día podría recordar muchas cosas y acabar matándoles, que es lo que se merecen.

— ¿Tan duro era aquello?

— ¿Duro…? Ésa no es la palabra… — Rió con amargura—. Era un infierno… Había tres campamentos: el de la playa, para los de condenas cortas o los «enchufados»; Santo Tomás, a hora y media de camino y, por fin, «Alemania», en el corazón de la isla. Si te mandaban a «Alemania», podías jurar que nunca volverías, a no ser que todos los santos del cielo te echaran una mano. Trescientos latigazos eran allí un castigo corriente por robar unas frutas o beberte un vaso de agua cuando no te correspondía. A los que intentaban evadirse — no sé a dónde — los colgaban de los pulgares, con los pies sin rozar apenas el suelo, y los tenían así una semana, sí es que antes no se les quedaban los dedos en el árbol, desprendidos del resto. El reincidente en la fuga, moría de «accidente» y, los guardianes nos obligaban a que les laváramos los pies. No, no quiero estar viéndoles constantemente la cara a esa pandilla de canallas… No quiero meterme en más líos. Me gustan las islas, con su vida simple y tranquila, sin ambiciones ni problemas. No hay mucho futuro, lo sé, pero tampoco quiero que vuelva mi pasado.

— ¿Nunca regresará al continente?

— Nunca.

Atracó la barca al diminuto espigón de cemento de la pequeña ría, y me ayudó a sacar mis cosas Cuando le pregunté dónde podía alojarme, señaló al final de la calle de tierra.

— Un norteamericano alquila cabañas a los turistas que vienen en yate, pero son muy caras: cincuenta dólares diarios… Váyase a casa de Jimmy Pérez, allá, al fondo. Él suele tener alguna habitación libre.

Nos despedimos con fuerte apretón de manos. Me hubiera gustado invitarle a una copa, pero tenía prisa para hacerse de nuevo al mar y regresar a su isla. La última vez que le vi, mientras me dirigía hacia la casa de Jimmy Pérez, su barca parecía volar sobre las olas en busca de la bocana y el mar libre.

Me apenaba separarme de Guzmán. Era un gran tipo.

Jimmy Pérez tenía, efectivamente, una habitación libre a un precio módico: Un lugar limpio y agradable, a dos metros del mar. Desde la ventana, casi se podía pescar, y había hermosas flores rojas por todas partes y un par de enormes garzas blancas que venían a comer en la mano. En todos mis viajes posteriores me hospedé siempre en casa de Jimmy, y, en cierta ocasión, en que tan sólo estuve unas horas en Santa Cruz, cuando iba a bordo de Linnaa, le hice una visita.

Era un personaje extraño. No sé si había nacido en Ecuador o era cubano. Tenía — y supongo que aún los tiene — unos sesenta años, pelo blanco, complexión fuerte y cierta cultura. Por lo que contaba, había residido mucho tiempo en los Estados Unidos, y su vida debió de ser allí bastante movida y aventurera. producía la impresión de haber corrido mucho mundo — a menudo, más acuciado de lo que él quisiera — y al fin, había ido a recalar de un modo u otro a las Galápagos, decidiendo que era un buen lugar para quedarse. Montó un pequeño comercio en el que despachaba desde arroz hasta refrescos y cigarrillos; se construyó una hermosa casa junto al mar, la amplió con un par de habitaciones que alquila a los vagabundos que aparecen de tanto en tanto por la isla, y echó su ancla definitivamente en el centro mismo de Academy-Bay.

Soñaba con llevar a cabo empresas importantes para el archipiélago: atraer el turismo construir una urbanización y un gran hotel; abrir una carretera a través de la isla, hasta el canal que la separa de Baltra…

Cuando te decía que, en ese caso, las Galápagos perderían su encanto, acababa por aceptarlo.

— Es cierto — replicaba — pero es que siempre fui hombre de grandes proyectos y no puedo olvidarlo. Una vez, en Nueva York…

Pasábamos horas charlando, mientras, de tanto en tanto, llegaba un nativo a por media libra de arroz, una chocolatina o una lata de guisantes.

Lo único mato que tenía «lo de Jimmy Pérez» era, que no servía comidas, y se hacía necesario buscar por todo el pueblo a alguien que quisiera preparar algo. Se conseguía en la cabaña de una vieja negra de Esmeraldas — Cándida—, cargada de hijos y suciedad, que ofrecía sus extraños guisos en desportillados platos de latón sobre una mesa sin mantel. Comen allí los obreros, los campesinos y algún que otro marinero de paso por las islas, El menú normal es arroz blanco y patatas, con algo de carne de origen dudoso o un huevo frito. Nada de pescado, pese a que bastaría bajar cuarenta metros hasta el mar para conseguirlo. Una Comida en casa de Cándida suele costar, al cambio unas ocho pesetas, y basta para mantener vivo a un hombre. Lo mejor es irse a la playa, pescar algo o conseguir una langosta y llevársela para que la prepare. Cobra lo mismo, «porque el pescado, hay que limpiarlo», pero resulta incomparablemente más sustancioso.

A la mañana siguiente, muy temprano, me encaminé a la Fundación Darwin, que se alza a poco más de un kilómetro del pueblo, siguiendo por el único camino que existe y que bordea el mar, en uno de los lugares más bellos que conozco, en la punta sureste de la bahía, escondida entre la exuberante vegetación de infinidad de árboles y arbustos sobre los que destacan, impresionantes, los altos cactos de más de diez metros. Abundan las flores, y los pinzones de Darwin pueden contarse por millares. A la orilla del mar corretean las iguanas marinas, negras, con manchas rojas o verdes, y más al interior, viven grandes galápagos de todo tipo.

La Fundación en sí está formada por cuatro o cinco pabellones, amén de la casa del director. En ellos se investiga seriamente — en magníficos laboratorios — todo ese portento de vida animal y vegetal que son las Islas Encantadas.

El director es un alemán, aunque también trabajan allí científicos de las más diversas nacionalidades. Recuerdo haber tropezado en uno de mis viaje con un joven ornitólogo norteamericano recién llegado, que parecía haber alcanzado, con su arribo al archipiélago, el sueño de toda una vida.

La Fundación está dedicada preferentemente al estudio de las grandes tortugas, los galápagos de tierra que dieron nombre a las islas. Eran, en un principio, increíblemente abundantes, pero, hoy en día, y si no fuera por los esfuerzos de la Fundación y del Estado ecuatoriano, estarían ya en trance de desaparición, al igual que han desaparecido del resto del mundo.

Fósiles de tortugas terrestres similares se han encontrado en los más diversos rincones del planeta, desde la India a Estados Unidos o Europa, pero, en la actualidad, sólo subsisten en las islas Mascareñas y aquí, en Galápagos. Los científicos distinguen, entre las del archipiélago, quince especies diferentes, exclusivas casi cada una de ellas de una isla determinada. Por desgracia, algunas han desaparecido por completo. No puede encontrarse ni un solo ejemplar en Floreana, Rábida o Santa Fe. En otras islas, como en Hood, están seriamente amenazadas, y se puede decir que únicamente son abundantes en Isabela, San Salvador y Santa Cruz,

Los mayores ejemplares alcanzan un peso superior a los doscientos cincuenta o trescientos kilos y su carne es exquisita, mejor que la del pollo o faisán. Produce un aceite de primerísima calidad y ésa fue la causa de su desaparición. Cuando piratas y balleneros descubrieron que constituían un manjar excelente y que podían conservarse vivas en bodegas durante meses sin necesidad de comer absolutamente nada, tomaron la costumbre de acudir a las islas a cargar con ellas sus calas, como provisión para las largas travesías.

Luego, vista la calidad de su aceite, los norteamericanos comenzaron a enviar buques al archipiélago con el único fin de cazarlas, y se calcula que, durante el siglo pasado, se organizaron más de quinientas de esas expediciones, que dieron como fruto la matanza de unas veinticinco mil tortugas. Por si ello no bastara, el hombre trajo a las islas cabras, cerdos, perros, vacas y ratas que contribuyeron a la exterminación de la especie. Cabras y vacas devoraban los tallos tiernos y las gramíneas frescas de que se han alimentado tradicionalmente estas bestias, condenándolas así a pasar hambre. Es una demostración de lo que debió de ocurrir hace millones de años, cuando los mamíferos invadieron la Tierra y vencieron — en la batalla por la subsistencia — a los antepasados de estas tortugas.

No se sabe con certeza cómo llegaron a las islas. Probablemente, nadando, aunque luego perdieron esa capacidad puesto que ni siquiera fueron capaces de trasladarse de una isla a otra, y así evolucionaron en esas quince especies distintas. Lo cierto es que aquí encontraron refugio seguro durante mucho tiempo, y hubieran continuado reproduciéndose en paz, si el hombre no hubiera aparecido nunca.

Los perros, los cerdos y las ratas que ese hombre trajo consigo tomaron la costumbre de buscar y devorar los huevos de los galápagos, de modo que tan sólo uno, de cada diez mil huevos, llegó a convertirse en individuo adulto.

La hembra suele poner de seis a once huevos, y prefiere hacerlo en la arena, en un hoyo que cubre con una fina capa para que el sol los incube. Si el terreno es duro, se contenta con depositarlos en un hueco entre las rocas. Esto es lo que los hace fáciles de encontrar perros y cerdos, que los consideran uno de sus manjares favoritos. Sin embargo, se puede decir que aquella tortuga que llega a sobrepasar los treinta centímetros de longitud, está asegurada para una larga vida, ya que se dice que existen algunas de trescientos y hasta cuatrocientos años de edad, es decir, casi contemporáneas de Hernán Cortes y Felipe II.

Además de esta fantástica longevidad, presentan otras características físicas realmente curiosas, como es el hecho de que se las pueda ir cortando a pedazos día a día sin que se mueran y sin que parezcan y dolor alguno. Separada la cabeza del tronco, el corazón aún palpita durante quince días.

Me aseguraban los habitantes de Santa Cruz que, cuando se le arranca el cerebro a una tortuga — apenas mayor que una habichuela—, el animal aún anda durante medio año, y que, cercenada la cabeza, una hora después todavía puede morder.

En las partes altas de la isla — donde prefieren habitar, excepto en la época de incubación—, existe una colonia de mil galápagos, que se extienden por una zona húmeda constantemente refrescada por la «garúa» o los vientos de las alturas. Aunque parezca increíble por su tamaño y peso, no son, como podría creerse, sedentarios, sino que, por el contrario, se encuentran en continuo movimiento, de modo que pueden llegar a recorrer más de siete kilómetros al día. Los grandes machos son como gigantescos tanques vivientes que avanzan pesadamente por entre rocas y cactos sin permitir que nada se interponga en su camino. Suben cuestas que, a primera vista, les parecen vedadas, y bajan al fondo de los barrancos haciendo equilibrios y demostrando una infinita paciencia para colocar cada una de sus anchas y pesadas patas. Nunca levantan una de ellas mientras no tengan la seguridad dc tener las otras tres firmemente asentadas. Tal prudencia les resulta esencial, porque es sabido que si al resbalar y caer quedasen de espaldas, nunca podrían enderezarse y acabarían muriendo de hambre y sed tras una agonía que puede durar años. Meses y meses de patalear así, patas arriba, bajo un sol abrasador y sin ninguna esperanza de salvación, debe de constituir una muerte espantosa, incluso para un animal tan insensible al dolor como un galápago.

La Fundación Darwin, de Santa Cruz, está realizando una gran labor en defensa de estos animales, pero, pese a ello, se considera que su futuro en las islas no es muy prometedor. Aunque el hombre ya no los persiga, y esté duramente castigado el matarlos y molestarlos, nadie puede controlar a los perros, cerdos y cabras, que acabarán con ellos, como acabaron en los restantes lugares en que habitaban. Supervivientes de la Era Terciaria, monstruos antediluvianos fuera ya de lugar en nuestro mundo, están condenados a la extinción definitiva.

Los días en Santa Cruz transcurrieron agradablemente a base de largos paseos para visitar los galápagos del interior; charlas con los encargados de la Fundación; baños en la playa; jornadas de pesca, y discusiones con Jimmy Pérez sobre el futuro turístico de las islas.

Una mañana, en uno de mis paseos por la playa observando a las iguanas marinas, me tropecé de pronto con una rústica tienda de campaña que no estaba allí la mañana anterior. Al ruido de mis pasos, salió inmediatamente de su interior un hombre bajo y fuerte, de poco pelo y larga barba. Hablaba en francés, con fuerte acento alemán, y se apresuró a preguntarme si el pedazo de playa en que había montado su tienda era mío y me estaba molestando. Al responderle que no, que a mi entender aquel lugar no pertenecía — como la mayor parte de las islas — a nadie, pareció tranquilizarse.

— Es que llegué ayer, ¿sabe? — aclaró—. Y aún no conozco las costumbres. ¿Cree que me dejarán quedarme aquí?

Luego, me explicó que era suizo, oficinista en Berna, y que desde que leyó el libro Las Encantadas, de Herman Melville, había soñado con irse a vivir a las islas. Un buen día, vendió cuanto tenía, se agenció una tienda de campaña y un fusil de pesca submarina y se echó al camino.

¡Y había llegado!

Después de dos meses de esperar en Panamá, consiguió, al fin, un yate chileno que pasaba por las islas. Lo aceptaron como ayudante de cocinero, y la tarde anterior lo habían desembarcado en Academy-Bay.

— Un largo viaje — comenté—. Y pesado…

Miró a su alrededor: al mar azul y limpio, a la blanca playa, a las rocas negras y los altos cactos, a las iguanas que se paseaban tranquilamente junto a su tienda, y sonrió:

— Pero valía la pena, ¿no? — dijo.

— Eso depende. ¿Piensa quedarse definitivamente?

— Desde luego. Ya he soportado cuarenta años de coches, de oficina, de jefes malhumorados, de máquinas calculadoras que siempre se equivocan, aunque eso sea oficialmente imposible… ¡Demasiado! El resto quiero que sea paz, silencio, aire puro, bañarme en mar a todas horas, andar semidesnudo…

— ¿Y de qué piensa vivir?

Me mostró su fusil de pesca submarina — que, por cierto, era de fabricación española — y una caña aparejada.

— De esto. Ese mar está lleno de peces. Luego, buscaré un terreno y plantaré patatas, maíz, frutales… Lo que necesite.

— ¿Como un nuevo Robinsón?

— ¿Por qué no? Por duro que resulte, no lo será más que la vida en la ciudad. ¿Cree que me dejarán quedarme aquí? — insistió.

— Supongo que sí — repliqué—. Aunque si quiere terreno para plantar, tendrá que irse algo más lejos. El Gobierno no pone ninguna pega a los extranjeros que se quedan aquí. Incluso hay islas desiertas para usted solo, si es que quiere irse a vivir a ellas.

— ¿Está seguro?

— Completamente. Pero la mayoría de esas islas no tienen agua.

— Lloverá.

— Supongo, pero no sé cuándo. Aquí, las islas que tienen tierras altas detienen las nubes y disfrutan las lluvias o «garúas» pero tengo entendido que en algunas islas bajas, como Santiago, no llueve jamás.

— ¿Sabe que se puede destilar el agua del mar con un alambique?

Le miré, sorprendido. No podía saber si hablaba en serio.

— ¿Tanto interés tiene por no ver a nadie?

Sonrió. Tenía una sonrisa simpática, aunque algo triste.

— Me gustaría hacer la prueba, intentar defenderme por mí mismo, sin ayuda. ¿Se imagina qué hermoso debe de ser? Estar en una isla, completamente, solo, y pensar que en el resto del mundo la gente se anda matando sin razón alguna. Encontrarse a sí mismo, limpiarse de todos los deseos absurdos que la sociedad nos hace concebir, olvidar tantas necesidades innecesarias a que nos hemos acostumbrado… Sentirse, en fin, como debió de sentirse Adán, pero con la certeza, además, de que hemos dejado atrás lo malo.

— ¿Un Adán sin Eva?

Se echó a reír.

— Ustedes, los latinos, siempre piensan en lo mismo — comentó—. ¿De verdad no concibe la vida sin una mujer?

— Difícilmente — confesé.

— En ese caso — sentenció—, nunca podrá ser un verdadero hombre de las islas, un «varado», un Robinsón… por mucho que viaje, siempre será un ave de paso que necesita volver, pronto o tarde, a su nido.

Nos enzarzamos en una larga discusión, aunque yo sabía de antemano que él tenía razón.

Capitulo XV MELVILLE

A la semana de estancia en Santa Cruz, cuando la había recorrido de punta a punta en toda la extensión en que es posible hacerlo a pie, comprendí que me encontraba aislado y necesitaba buscar un medio de transporte que me llevara a las restantes islas y, por fin, a Seymur.

Me habían asegurado que, al cabo de quince días, un avión militar ecuatoriano llegaría en vuelo de reconocimiento a la antigua base de los norteamericanos en la pequeña isla de Seymur o Baltra. Si no conseguía que ese aparato de «Tame» me devolviera al continente, habría de esperar, por lo menos, un mes a que el diminuto barco de cabotaje quisiera aparecer por las islas, cosa que nunca estaba garantizada.

Tenía, pues, que agenciarme una embarcación como fuera, y comencé a moverme en ese sentido. Pronto llegué a la conclusión de que en toda Santa Cruz tan sólo conseguiría, con suerte, el pequeño yate de Karl Angermeyer, el Robinsón o el Duque de las Galápagos, como se le llama, y del que ya había oído hablar antes de llegar al archipiélago, aunque todavía no me lo hubiera tropezado en el pueblo.

Siguiendo la costumbre de la isla, me encaminé al embarcadero y «tomé prestado» el primer bote de remos que encontré a mano. En él, crucé la bahía hasta la distante casa de Argenmeyer, que se alza, preciosa, en el mejor emplazamiento de la ensenada, sobre los farallones, a cuatro metros sobre el mar. Durante el trayecto, un par de focas vinieron a jugar a mi alrededor, y al llegar a la casa, me sorprendió el gran número de iguanas marinas que aparecían por todas partes, incluso en el alféizar de las ventanas y sobre el tejado.

El mismo Argenmeyer salió a recibirme. Vestía un simple pantalón corto, andaba descalzo y las plantas sentaban la gruesa costra de quien no de sus pies presentaban la gruesa costra necesita calzado ni aun para caminar sobre cristales. Tendría unos cuarenta y tantos años, y una pequeña barba le hacía parecerse al Robert Taylor de Ivanhoe. Más tarde, me contó que, años atrás, había tenido varías proposiciones de Hollywood para dedicarse al cine, pero que ni por ellas, ni por nada, sería capaz de abandonar su soledad de las Galápagos.

Karl Argenmeyer y sus hermanos habían llegado al archipiélago treinta y tres años antes, traídos directamente en yate por su padre, un comerciante de Hamburgo que, un día, sintió la necesidad de abandonar las «comodidades» de un mundo demasiado mecanizado, y buscar para sus hijos un lugar en el que pudieran vivir más de acuerdo con su naturaleza de seres humanos.

Vendió cuanto tenía, abanderó su barco, metió en él a todos los suyos y se hizo a la mar. Navegó y navegó en busca del paraíso soñado y lo encontró aquí, en las Islas Encantadas; unas islas en las que no habitaban por aquel entonces más que un centenar de personas y que se pasaban meses y hasta años sin tener contacto alguno con el resto del mundo.

En un principio, la vida fue difícil. Al igual que otros que también se habían establecido allí de idéntica manera, los Argenmeyer se vieron en la necesidad de conseguirlo absolutamente todo, con su esfuerzo. Desde las patatas y los tomates que constituían su comida, hasta la casa que les daba cobijo o las herramientas que precisaban para el trabajo diario.

Fue una lucha dura y, desde luego, hermosa. Una lucha en la que cada día parecían a punto de ser vencidos y al borde de perecer o renunciar, y en la que cada día, sin embargo, salían triunfantes, consiguiendo poco a poco hacer su vida cada vez más llevadera. Cuando estuvieron en condiciones de elegir, no quisieron para ellos nada mejor de lo que tenían. Metro a metro, roturaron sus fincas; piedra a piedra, construyeron sus casas; tabla a tabla, fabricaron sus muebles; cuaderna a cuaderna, construyeron sus propios barcos.

Hoy, la casa donde Karl me recibió es, en cualquier lugar del mundo, una casa de millonarios; al igual que lo es su yate, con el que recorrí el archipiélago.

Está casado y es feliz. Su esposa es mayor que él, pero eso no parece importarle mucho. La historia de su boda es curiosa. Cuando su hermano y él crecieron y sintieron la necesidad de tener una mujer a su lado, no había en el archipiélago más mujeres disponibles que una viuda noruega y su hija, llegadas a las islas muchos años antes, en compañía del esposo, muerto. Tenían que elegir entre las dos, y los hermanos se lo consultaron. Al fin, unos dicen que echándolo a suerte, otros que por convencimiento, Karl se casó con la madre, y su hermano, un año menor que él, con la hija. Hoy, las dos parejas viven una junto a la otra y las dos parecen — por lo que pude advertir — dichosas. La suegra de Kari, una anciana pintoresca que no habla más que noruego, se pasea eternamente de una casa a la otra con un loro al hombro; loro que también, lógicamente, sólo habla noruego.

Y en la casa, aparte de la familia, los loros, los perros y los gatos, viven las iguanas. Docenas, casi un centenar de iguanas marinas que pululan por doquier; que incluso duermen dentro, en la chimenea, y que acuden como gallinas cuando su amo, Karl, las llama a la hora de comer.

¡Qué extraño espectáculo el de estos bichos de aspecto terrorífico acudiendo en tropel a comer mansamente en la mano del hombre! ¡Y qué extraño que unas bestias cuya única dieta natural está constituida exclusivamente por algas marinas, se hayan acostumbrado, no obstante, al pan, la carne e incluso a los macarrones a la italiana!

Me costaba trabajo creerlo, pese a que lo estaba viendo. Un pacífico gato intentaba disputarles algún trozo de carne, pero las iguanas acudían de un lado y otro, le aturdían y le dejaban en ayunas, pese a la reconocida astucia de los felinos. Un perro dálmata lo observaba todo sin intervenir, escarmentado ya, y el mismo Kari, se las veía y deseaba para atender a aquellos pequeños dragones prehistóricos, ansiosos de comer macarrones, Luego, concluida la pitanza, cada cual volvió a su lugar predilecto a seguir tomando el sol como cualquier lagarto.

Estas iguanas marinas que sólo subsisten aquí, en las Galápagos, habiendo desaparecido de resto de mundo, son de tamaño algo menor que las de tierra, de modo que raras veces sobrepasan el metro de longitud. Como se alimentan de algas, se internan en el mar a buscarlas, preferentemente con la bajada de las mareas, permaneciendo el resto del tiempo tumbadas al sol. Pese a su terrible aspecto, que infunde en principio cierto respeto debido a las púas de su cresta y a sus largas y afiladas garras, resultan totalmente inofensivas. Tienen justa fama de buenas nadadoras, ágiles y escurridizas, y la prueba está en que, a muchas, les falta un pedazo de cola. La han dejado entre las fauces de los tiburones que las consideran uno de sus desayunos predilectos. Son tan rápidas que lo único que puede alcanzar de ellas el veloz tiburón es esa punta de la cola.

Por la particularidad de su dieta, no resultan comestibles, a diferencia de sus congéneres terrestres, que suelen servir de alimento al hombre en muchos países. En las Galápagos abundan de las dos especies aunque en Santa Cruz suelen ser más frecuentes marinas.

Las de tierra, mayores y de un colorido más vivo, son más bonitas — dentro de lo que se puede considerar bonitos a estos animales — Y, sobre todo sus cabezas, coloreadas en pardos, ocres y amarillos, resultan, a veces, extrañamente llamativas. Las de tierra se alimentan con cactos y raíces, aunque pueden comer cualquier cosa y son tan pacíficas que cuando se ofrece un trazo de pan o de naranja vienen a tomarlo de la mano.

Entre sí, sin embargo, y en especial en la época de celo, las iguanas terrestres se muestran muy fieras librando terribles combates en los que emplean tanto las garras como la fuerte dentadura. Las de mar siempre son pacíficas y sumamente gregarias. Tan sólo las hembras aparecen hostiles cuando otra intenta poner huevos cerca de los suyos, cosa que hacen en la arena, no lejos del mar. Los entierran a poca profundidad para que el sol los incube y para que el mar los mantenga húmedos.

Discutí con Argenmeyer la posibilidad de alquilarle su yate y, al fin, llegamos a un acuerdo. Me pedía cuatro y lo dejamos en tres mil pesetas diarias, incluida manutención y los servicios de él y de su único marinero, Roberto. Al día siguiente, estaría en condiciones de hacerse a la mar. Le hablé, luego, de mi recién adquirido amigo, el suizo Michel, que pretendía convertirse en un Robinsón como lo había sido él, y se ofreció a ayudarle en cuanto estuviera en su mano. Su experiencia y sus consejos en aquel tipo de vida podían serle de gran utilidad.

— Si no tiene miedo a desaparecer — dijo—, que se vaya a Floreana. Hay agua abundante, caza y buena pesca. Puede pasarse años sin ver a nadie, porque, si deja en paz a los Wittmer, ellos le dejarán en paz a él. La isla es bonita y fértil: un verdadero paraíso.

— Pero, ¿y si un día se lo traga la tierra?

— Ése es el riesgo que corre.

— ¿Usted iría?

Se echó a reír y comentó:

— Yo estoy bien aquí. Luego cambió de conversación y me invitó a ver sus cuadros.

La técnica pictórica de Karl es curiosa. No usa pinceles, ni espátula, ni nada que se te parezca. Sólo usa sus fuertes y gruesos dedos, con los que distribuye, a golpes, la pintura aquí y allá. Es una fórmula primitiva y extraña, pero que no deja de dar un llamativo resultado. Abusando de los rojos y de los azules, compone escenas de la vida en las islas, y en sus cuadros abundan las iguanas, las focas y las puestas de sol. Me contó que ha realizado ya varias exposiciones en todo el mundo, vendiendo el total de su producción, y que siempre tiene muchos más encargos de los que puede entregar.

A juzgar por la enorme cantidad de pintura que emplea en cada uno de ellos, no sé si llegará a resultarle un negocio rentable.

Cené con los Argenmeyer; ella es una delicada cocinera y una exquisita dama. Ya bien entrada la noche, tomé nuevamente el bote y, bajo la luz de una hermosa luna, regresé al embarcadero.

Un par de focas — quizá las mismas que me habían acompañado a la ida — me hicieron compañía durante el corto paseo. Luego, en el único bar del pueblo, me tropecé con Michel, el suizo, que tomaba unas copas con los lugareños, intentando saber por ellos qué lugar le convenía más para establecerse.

Le conté lo que me había dicho Argenmeyer y pareció interesarle Floreana, pero los campesinos intervinieron inmediatamente.

— No se le ocurra ir allá — aconsejaron al unísono—. Esa es la isla de «irás y no volverás». Está maldita.

Y te contaron su historia con todo lujo de detalles; la mayoría de ellos, imaginarios y exagerados. Michel permanecía silencioso y pensativo.

— ¿Se ha creído todo eso? — pregunté—. La mayoría son fantasías.

— ¿Por qué no había de creerlo? Los desaparecidos eran gente de carne y hueso, con nombre e identidad, y ya no existen. Algo habrá de verdad.

— Pero no va a decirme que admite que puede existir una isla maldita…

— ¿No ha leído a Melville? Lo que sé de las Galápagos, lo sé a través de él, que estuvo en ellas y las considera Encantadas, capaces de todos los prodigios… Era así como esperaba encontrarlas.

— Han pasado cien años…

— ¿Y qué ha cambiado? Hay un pueblo con unos centenares de habitantes, de habitantes, pero ellos mismos confiesan que ni siquiera conocen lo que esconde su propia isla. Y otras están deshabitadas e incluso inexploradas… ¿por qué no puede ser todo como en los tiempos Melville?

No supe qué responderle. En realidad no recordaba bien el libro de Melville. Tan sólo tenía una vaga idea de que, a mi entender, la descripción que hacía no era demasiado halagadora para el archipiélago, y más bien hubiera servido para quitar al más entusiasta viajero todo deseo de conocerlo. También contenía algunas inexactitudes, como asegurar que existían grandes arañas y serpientes peligrosas, cosas ambas totalmente falsas.

Se lo indiqué a Michel y pareció escandalizarse:

— Estar aquí y no saberse a Melville de memoria es casi un pecado — aseguró — Nadie como él ha descrito estas islas: su paisaje, su ambiente, su misterio… Venga, venga conmigo. Le prestaré el libro.

Le recordé que al día siguiente, me iba, pero insistió en que podía acabarlo en esa noche.

— Es muy corto — indicó—. Y una vez que se ha comenzado, no se puede dejar.

Quieras que no tuve que seguirle hasta su tienda; y allí, del fondo de una maleta, envuelto en plástico, sacó, como si se tratara de un tesoro, un pequeño libro encuadernado en piel. Aparecía muy sobado, como si lo hubiera releído un centenar de veces, y de sus páginas caían hojas de bloc con anotaciones.

Al llegar a mi habitación, me acosté, encendí un cigarrillo y abrí aquella especie de biblia particular del suizo Michel.


Herman Melville. LAS ENCANTADAS [6]


«Tomad unos veinticinco montones de carbonilla, diseminados aquí y allá por un descampado, luego imaginaos que cada uno de ellos se ha agrandado hasta alcanzar el tamaño de una montaña, después imaginad que el descampado es el mar y todo ello os dará una idea del aspecto general de las Islas Encantadas. Un grupo de volcanes extinguidos, antes que islas, que presenta el aspecto que podría ofrecer el mundo después de haber sufrido el castigo de una conflagración.

«No hay duda que ningún otro sitio de la Tierra aventaja a ése en desolación. Cementerios abandonados de otras edades o viejos poblados que se cayeron a pedazos, constituyen espectáculos harto melancólicos, pero, al igual que todo lo asociado con la Humanidad, aún despiertan en nosotros algún efecto, por más triste que sea. Por eso mismo, incluso el mar Muerto, cualesquiera sean las emociones que inspire, no deja de suscitar en el ánimo del viajero cierto placentero sentimiento.

«Los grandes bosques de las regiones nórdicas, los espacios de mares aún no explorados, los llanos helados de Groenlandia, constituyen las más hondas soledades que nos es dado contemplar. Con todo, la magia que emana de la sucesión de mareas y estaciones mitiga el terror que producen y además, aunque sin huéspedes, esos bosques reciben la visita de la primavera. Hasta los más remotos mares reflejan estrellas que nos son familiares, como ocurre en el lago Erie, y en el aire nítido, de un hermoso día polar el hielo ralante y azul adopta tonalidades tan bellas como las de la malaquita.

«Pero la especial maldición, por así decirlo, que pesa sobre las Encantadas y lo que las sitúa, en cuanto a desolación, muy por encima de Idumea y del Polo, es que para ellas no existe la mutabilidad, el cambio de las estaciones, ni el cese de los infortunios. Vecinas del Ecuador, no conocen el otoño ni la primavera; y, reducidas a cenizas, la destrucción no puede proseguir ya su obra demoledora. Las lluvias refrescan los desiertos, pero en estas islas jamás cae la lluvia. Son como las calabazas de Siria que, dejadas secar bajo un sol tórrido, acababan por agrietarse. «Apiadaos de mí — parece clamar el espíritu lastimero de las Encantadas — y enviadme a Uzaro, que puede mojar las yemas de sus dedos en el agua y refrescar mi lengua, pues sufro el tormento de la llama.»

«Otro rasgo de estas islas es que son francamente inhabitables. Se considera como arquetipo de un reino caído que el chacal pudiese guarecerse entre las ruinas de un páramo que fue Babilonia; sin embargo, las Encantadas no sirven siquiera de refugio a las bestias descastadas. El hombre y el lobo huyen de ellas. Tan sólo abundan los reptiles, tortugas, lagartos, inmensas arañas, serpientes y esa singular anomalía de la extraña Naturaleza, la enorme iguana. Ninguna voz, ningún mugido, ningún aullido puede escucharse; aquí, el sonido más característico de la vida es el silbido.

«De la mayoría de aquellas islas en las que se encuentra la vegetación, ésta es más ingrata que los yermos de Atacama. Enmarañados matorrales de metálicos arbustos sin frutos y sin nombres surgen de las profundas grietas de las rocas calcinadas que traicioneramente las ocultan, y también agostados conjuntos de cactos retorcidos.

«En muchos lugares, la costa está limitada por rocas, o más exactamente, por escorias; hundidas masas de materia negruzca o verdosa, semejantes a la escoria de un alto homo, aparecen formando oscuras cavidades y grutas sombrías, aquí y allá, en las que el mar vierte incesantemente una espantosa furia de espuma. Suspendidos sobre ellas, flotan torbellinos de bruma gris y macilenta, surcados por bandadas de pájaros aterradores que intensifican más aún el tenebroso estrépito. Por muy calmado que esté exteriormente el mar, no existe el reposo para estos oleajes ni estas rocas; el embate de las olas no cesa por que el océano exterior esté sosegado. En los días nublados y sofocantes, tan característicos de esta aguas ecuatoriales, esas masas sombrías, vítreas, muchas de las cuales se elevan costa afuera entre blancos remolinos y rompientes en lugares apartados y peligrosos, presentan una visión enteramente plutónica. Sólo en un mundo caído pueden existir semejantes lugares.

«Las partes de la ribera, libres de las señales del fuego, se extienden en anchas playas cubiertas de innumerables conchas, encontrándose aquí y allá pedazos podridos de caña de azúcar, bambúes y cocos, lanzados a este mundo sombrío, tan diferente de las islas encantadoras, pobladas de palmerales, que se hallan al Oeste y al Sur, es decir, por todo el camino que va del Paraíso al Tártaro; pero también asoman algunas veces, mezclados con vestigios de exótica belleza, fragmentos de madera carbonizada y astillas carcomidas de restos de naufragios. Y no ha de causar sorpresa encontrarse con estos despojos si se tienen en cuenta las corrientes contrarias que entrechocan a lo largo de casi todos los anchos canales del archipiélago. La inestabilidad de las corrientes aéreas armoniza con la de las marinas. En ninguna otra parte es el viento tan ligero, tan desconcertante, tan inseguro, ni tan propenso a las enigmáticas calmas, como en las Encantadas. Cerca de un mes tardó un navío para ir de una isla a otra, a pesar de mediar sólo noventa millas entre ellas, pues debido a la fuerza de las corrientes, los botes empleados para el remolque apenas bastaban para impedir que el barco fuera arrojado sobre los acantilados y en nada contribuyeron a acelerar su viaje. A veces, a un navío venido de lejos le es imposible alcanzar el archipiélago, a menos que se hayan tenido muy en cuenta las posibilidades de deriva antes de que se muestre a la vista. Y, sin embargo, otras veces hay una misteriosa succión que atrae irresistiblemente hacia las islas un navío que tiene otro destino.

«Probado está que en una época, casi al igual que hoy, grandes flotas de balleneros corrían, en busca de cetáceos lo que algunos marineros denominan el Terreno Encantado. Pero esto, como ha de ser descrito en otro lugar ocurría a distancia de la gran isla exterior de Albermale lejos del laberinto de las islas menores, donde abunda el espacio marítimo; y he aquí que las observaciones precedentes no son válidas por lo que atañe a este sector, aunque aun allí la corriente embiste a veces con fuerza singular, cambiando también en forma igualmente caprichosa. A decir verdad, hay estaciones en las que las corrientes, sin razón alguna, predominan en zonas extensas del archipiélago y son tan tremendamente fuertes e irregulares como para cambiar el curso de un barco, haciendo inútil su timón, por más que se navegue a un promedio de cuatro o cinco millas por hora, Las diferencias registradas en los cálculos de los navegantes, producidas por estas causas, junto con los ligeros y variables vientos, dieron pábulo a la convicción de que existían dos grupos de islas en el paralelo de las Encantadas, separados ambos por un centenar de leguas. Tal fue la opinión de sus primeros visitantes, los bucaneros; y remontándonos a 1750, hallamos que los mapas de aquella región del Pacífico recogían aquel extraño error.

«La fugacidad e irrealidad aparente en la situación de las islas fue, seguramente, la única razón que movió a los españoles a llamarlas las Encantadas o Archipiélago Encantado.

«Pero sin dejar de prestar atención a su carácter, puesto que se reconoce su existencia, el viajero moderno se inclinará a creer que este nombre que se les otorgó pudiera muy bien haberles sido dispensado por el aire de la mágica desolación que tan característicamente las rodea. Nada puede sugerir mejor el aspecto de cosas antaño vivas cuya lozanía malévolamente convirtióse en cenizas. Estas islas parecen manzanas de Sodoma después de ser afectadas.

«Por incierta que pueda aparecer su posición a causa de las corrientes, estas islas, al menos para quien se sitúa en sus playas, se presentan como invariablemente idénticas: fijas, fundidas, pegadas fuertemente al mismo cuerpo de la cadavérica muerte.

«Este calificativo de Encantadas tampoco parecería fuera de lugar en otro sentido. Si atendemos al singular reptil que habita estas soledades, y cuya presencia da al archipiélago su otro nombre español: Galápagos. La mayoría de los marinos abriga una vieja superstición tan grotesca como espantosa. Creen seriamente que todos los oficiales malvados, y en especial los comodoros y capitanes, se transforman al morir (y, en algunos casos, antes de ello) en tortugas; y moran en adelante sobre estas ardientes arideces únicos señores solitarios de las escorias.

«Sin duda, una concepción tan extraña y tétrica inspirada en sus orígenes por este paisaje, pero, particularmente, quizá, por las tortugas; pues aparte sus rasgos puramente físicos, hay extrañamente algo de autocondenación en la apariencia de estas criaturas. Una perdurable tristeza, un castigo sin esperanza no se han expresado en ninguna otra forma animal de manera tan suplicante; mientras que, por otra parte, la idea de su asombrosa longevidad acentúa esta impresión.

«Aun a riesgo de merecer la acusación de creer absurdamente en encantamientos, no puedo menos de reconocer que todavía hoy, cuando dejo la ciudad populosa para pasar vagabundo los meses de julio y agosto entre los montes Adirondack, lejos de las influencias ciudadanas, y próximo a los misterios de la Naturaleza, cuando me siento sobre la musgosa cima de una profunda garganta boscosa, rodeado de troncos de pinos caídos, y recuerdo como en un sueño mis otros vagabundeos distantes, en el corazón calcinado de las islas mágicas, rememoro los súbitos destellos de los lúgubres caparazones y los largos cuellos lánguidos que sobresalían de los raídos matorrales y entreveo las rocas vítreas del interior, surcadas por profundas señales, labradas por los lentos arrastres de las tortugas durante milenios en busca de charcas con un poco de agua, difícilmente puedo resistir la sensación de que alguna vez he dormido sobre un suelo, de maléfico encantamiento.

«Es más, mi recuerdo se hace tan intenso, o la magia de, mi imaginación es tan avasalladora, que ya no acierto a comprender si realmente soy víctima de una ilusión óptica en lo relativo a las Galápagos. Pues, a menudo, en ambientes de regocijo colectivo, especialmente en las fiestas dadas en las viejas mansiones a la luz de los candelabros, las sombras arrojadas hasta los más apartados rincones de una espaciosa sala cobran apariencia de embrujados y solitarios bosques. Y he llamado la atención de mis compañeros de diversión por mi mirada fija y por mi súbito cambio de semblante, al creer ver surgir lentamente desde esas soledades imaginadas, y arrastrarse torpemente por el piso, el fantasma de una tortuga gigante, con la leyenda «Memento» escrita con letras ardientes sobre el lomo.»

Capítulo XVI EL BARCO DE LOS MUERTOS

A la mañana siguiente, muy temprano, cuando ya lo tenía todo preparado para la marcha, Argenmeyer me mandó recado con su marinero, Roberto. No podríamos salir ese día; al barco le faltaban detalles de aparejo. Me fui a buscar a Michel, le devolví su libro, y discutiendo sobre él, nos fuimos a desayunar a casa de Cándida. Michel ponía la base de desayuno: un hermoso mero de cinco kilos, y yo cargaba con los gastos de vino y preparación.

Nos encontrábamos en pleno banquete cuando apareció un tipo larguirucho y andrajoso con pinta de extranjero, que, sin pedir permiso, se sentó a nuestra mesa y comenzó a hacemos mil preguntas sobre quiénes éramos, qué hacíamos en las islas y qué planes teníamos para el futuro.

Comenzamos a responder un tanto sorprendidos, cuando apareció Cándida, que estaba en la cocina, y sin encomendarse a nadie, la emprendió con el desconocido, lo zarandeó de mala manera y acabó echándole de allí casi a patadas.

El individuo no protestó, como si aquello fuese lo más natural del mundo, y se alejó, silencioso y cabizbajo. Michel y yo nos mirábamos sin comprender, y Cándida captó esa mirada.

— Es un canalla, un asesino y un ladrón — dijo—. No permitan que se les acerque. No dejen que nadie les vea hablar con él, porque creerán que son sus cómplices y que han venido a llevarse, por fin, el tesoro.

Como advirtió que no teníamos ni idea de lo que estaba hablando, se apresuró a tomar asiento en la silla que había dejado el otro y se inclinó hacia nosotros confidencialmente.

— Es un asesino — comenzó a decir sin más preámbulos — Se llama Harold, o Harnold, o algo así, y llegó hace más de quince años, en compañía de otros dos. Iban a buscar el tesoro de San Salvador. Traían dinero, y contrataron una barca para que les dejara en la isla y cada mes fuera a llevarles agua y víveres. Al cabo de tres meses de estar allí, dijeron a los de la barca que pronto se irían, pues creían estar a punto de dar con el oro. Cuando la barca hizo el viaje siguiente, no quedaba más que Harold, quien contó que sus compañeros se habían ahogado. ¡Los había matado! — concluyó, convencida.

— ¿Cómo puede estar tan segura? — inquirió Michel.

— Es muy fácil. Uno de ellos no sabía nadar.

— Más a su favor.

— No. porque cuando alguien no sabe nadar, no se arriesga a bañarse en un sitio que cubre. Y el que no se arriesga, no se ahoga.

— Puede que perdiera pie, que una ola lo arrastrara… El otro se tiró a salvarle y se ahogaron los dos.

— Eso fue lo que él contó. Pero todos creen que descubrieron el tesoro, quiso quedárselo para él solo, y mató a los otros mientras dormían. Luego, los tiró al mar y los tiburones se los zamparon.

— Bueno, eso no es más que una teoría. No se puede condenar a un hombre con esa historia.

— Y por eso no le condenaron. No había pruebas y quedó libre. Se fue a su país, y tres años después, cuando pensó que todo estaba olvidado, regresó. Quería volver a la isla, pero aquí no olvidamos tan fácilmente, y comprendimos que lo que buscaba era recoger el tesoro. Nadie quiso acompañarle y aquí se quedó. — Sonrió triunfalmente—. ¡Clavado en la isla!

— ¿Desde hace doce años?

— Más o menos… Ése es su castigo. Está aquí, tiene el tesoro al alcance de la mano, pero no puede cogerlo. A veces, lo han visto en el extremo norte de la isla mirando hacia San Salvador, que se distingue en la distancia. pero no puede ir. Vive como un animal. Duerme en cuevas y come lo que roba en los campos y algo que pesca. Siempre anda hablando solo o asaltando a preguntas a los forasteros que llegan. Confía en encontrar uno que le lleve a la isla. Pero a todos se les advierte: si lo llevan y encuentra el tesoro, como es seguro, le acusarán de asesinato. Se armará un lío y el que le haya llevado se verá metido en un feo asunto: complicidad, o como quiera que se llame eso.

Michel y yo nos miramos, sorprendidos.

— Es una historia absurda — comenté—. ¿Por qué no regresa a su país?

— No quiere — respondió Cándida—. Además, no tiene con qué… ¿Se dan cuenta? La segunda vez llegó aquí sin un céntimo. Eso quiere decir que sabía que no necesitaría dinero para volver. Contaba con el tesoro.

— Son suposiciones… Todo son suposiciones… Más bien parece un pobre desgraciado al que le falta un tornillo… El hecho de haberse lanzado a la aventura de buscar un tesoro tan improbable como el de los piratas de San Salvador es cosa de locos. Ese tesoro no tiene el menor fundamento histórico.

— Entonces, ¿quiere decirme para qué volvió? — inquirió Cándida, segura de lo aplastante de su lógica—. Los asesinos vuelven siempre al lugar de sus crímenes — Concluyó, como sí fuera algo que tuviera muy bien aprendido de oírselo decir a otros.

— También yo he venido… y sin dinero… — dijo Michel—. y ni he matado a nadie, ni busco oro… Tan sólo busco paz.

— ¡Pero él no busca paz! Él tiene una guerra dentro, y lo único que quiere es que le lleven a San Salvador, a una isla desierta y sin agua… ¿Sabe? Una vez, hace años, robó una barca de remos y se hizo a la mar… Lo encontraron moribundo: no se había llevado agua, ni comida, ni nada… ¿Se imagina? Intentaba llegar a remo, con la corriente que hay en ese canal. Hubiera ido a parar a Marchena…

— Razón de más para creer que está loco… Habría que mandarlo a su país… A un sanatorio…

— La cárcel es su sitio — sentenció Cándida—. O la horca.

Cuando salimos de allí, y sin ponernos de acuerdo, tomamos la dirección que había seguido el tal Harnold o Harold, pero no pudimos dar con él. Cuando preguntamos a una mujer que cosía a la puerta de su casa, señaló un camino que se adentraba en la isla.

— Por ahí pasó. Hacia las montañas.

— ¿Sabe dónde podríamos encontrarle?

— No. Tiene sus escondites allá, muy lejos. A veces, se pasa meses sin aparecer por aquí… ¿Son amigos suyos?

Al ver que no obtenía respuesta añadió:

— Es como un animal, como una bestia maloliente. Pero, a veces, yo, que siempre estoy aquí sentada y lo veo pasar, siento lástima de él. Está pagando duramente los crímenes que cometió.

— ¿Y si no fuera culpable? — quiso saber Michel. — En ese caso — replicó la buena mujer—, Dios nos perdone.

Luego, al ver que hacíamos ademán de echar a andar por el camino, nos detuvo con un gesto.

— No vayan — dijo—. Es inútil… Camina con la rapidez de un lobo y ya estará muy lejos. Conoce la isla como nadie y tardarían años en encontrarle.

Regresamos a casa de Jimmy. Michel prometió que se interesaría por aquel desgraciado, pero nunca pudo hacerlo. Cuando, en mis viajes posteriores, pregunté por el tal Harold, o Harnold, nadie supo darme razón. Hacía mucho, muchísimo tiempo que no bajaba de las montañas. Tanto que quizá ya estuviera muerto en cualquiera de las cuevas que le servían de refugio.

O quizás encontró, al fin, la forma de llegar a su isla.

Esa tarde, llevé a Michel a casa de Argenmeyer con el fin de que éste le diera algunos consejos sobre la vida en las islas. Comenzaron hablando en francés pero pronto pasaron al alemán, mucho más cómodo para los dos, por lo que me quedé sin entender palabra. Me fui a dar de comer a las iguanas y me sorprendió advertir que acudían en cuanto las llamaba con el «cuchi-cuchi-cuchi» con que solía hacerlo Karl. Se acercaban a mí con mucho menos respeto que el día anterior, como si ya me conocieran. Luego, me detuve en observar los enormes cangrejos rojos que pululan por las islas, hasta que aparecieron casi al unísono un pelícano y un «piquero». Comenzaron a, pescar cerca de donde me encontraba, como si tuvieran intención de entretenerme con el extraordinario espectáculo que constituían sus distintas formas de actuar.

Los alcatraces llamados «piqueros» son, como los cormoranes y los pelícanos, los principales habitantes de las costas del Pacífico, y abundan de tal modo aquí, en Sudamérica, que se calcula que consumen más de cinco millones de toneladas anuales de pescado, principalmente, anchovetas. La corriente de Humboldt es, sin embargo, tan rica en vida, que tal consumo apenas se advierte. El hombre, por su parte, lo agradece, pues de cada quince kilos de pescado que estas aves consumen, producen uno de «guano», el mejor abono natural que existe. Cada una de estas aves es capaz de proporcionar por sí sola entre diez y quince kilos de «guano» al año, y si se tiene en cuenta que sus colonias a veces se cuentan por millones en una sola isla de la costa peruana, se comprenderá la fantástica riqueza que llegan a constituir. El Perú ha logrado exportar en un año más de trescientas mil toneladas de estos excrementos, por valor de muchos millones de dólares.

Ahora, el piquero y él pelícano estaban dedicados de lleno a la primera fase de la producción: cazar y tragarse un pez tras otro. Sus técnicas no podían ser, pese a ello, más dispares.

El piquero, delgado, ágil, de largo pico y rápido vuelo, trazaba círculos a unos treinta metros de altura para lanzarse de improviso hacia el mar a velocidad suicida y zambullirse, con la limpieza de una flecha, el cuerpo extendido, las alas plegadas, el afilado pico abriendo brecha, esbelto y elegante como un saltador olímpico.

El pelícano, grande, pesado, torpe, volaba mucho más bajo, casi sin fuerzas, desganadamente, para precipitarse de pronto con las alas abiertas, dando vueltas, enmarañado, como si una certera perdigonada acabara de abatirle. Caía sobre el mar dando un golpetazo, levantando nubes de espuma, aparentemente sin hundirse un palmo, produciendo la impresión de que lo que buscaba no era comida, sino tan sólo hacer reír a los espectadores. Sin embargo, rara era la ocasión en que el primero no alzaba de nuevo el vuelo con un pez en el pico, o el segundo con su gran bolsa cada vez más llena. Al fin, el piquero se alejó sin dejar de pescar y el pelícano vino a posarse en unas rocas a sólo unos metros de donde me encontraba. Allí, se dedicó a alisarse las plumas sin hacerme el menor caso, con cara de viejo meditabundo.

Caía la tarde. El sol comenzaba a ocultarse, allá, muy a lo lejos, y me detuve a pensar que siguiendo su camino, hacia el oeste, sólo existía la inmensidad del mar: millas y millas de océano solitario. Sin duda, esa es la mayor extensión de mar libre que existe. Hasta el momento en que roza las islas Gilbert, la línea equinoccial que ha tocado las Galápagos no vuelve a cruzar por tierra alguna. Son exactamente noventa grados, la cuarta parte del planeta, de pura agua salada.

Y allí, en las Gilbert, en las Fidji, en las Tonga, en tantos y tantos archipiélagos maravillosos que ya tenía casi olvidados, sería el sitio donde habría que enviar a los muertos, en sus piraguas, al paraíso de Taaroa, al Noa-noa del eterno mar siempre apacible, a descansar en paz por el resto de la eternidad[7].

Me venía a la memoria la impresionante ceremonia en que los cuerpos de los guerreros eran confiados al mar a bordo de sus naves, para que el viento las llevase, siguiendo el sol, hacia el paraíso. Y con la última claridad, se encendían las antorchas de la piragua para que el fuego prendiera luego en la estructura del barco. Éste acababa convertido en inmensa pira funeraria que terminaba siendo tragada por las aguas.

Y mientras tanto, el pueblo se agrupaba en otras naves y salía a despedir a los que emprendían el largo camino final. Mientras el barco de los muertos se alejaba, con los timones fijos — guiado por la mano del bondadoso dios Taaroa—, los vivos elevaban al unísono su voz en un canto de despedida que nunca, por tiempo que pase, podré olvidar:

Mudos van e inmóviles los muertos;

la sombra de la vela les protege,

el mar se lamenta bajo las curvas quillas

y el sol marca el camino del Oeste.

Más felices seréis en Noa-noa,

junto a los fuegos de Temehaní,

escuchando la suave voz de Taaroa,

sobre el eterno mar siempre apacible.

Marcháis ahora hacia el callado abismo

y tendréis compañía en las aves del mar

hasta que el fuego consuma vuestras velas

y Taaroa guíe vuestros pasos.

Rogadle que vuelva a por nosotros

Y que gobierne también nuestro timón,

Cuando emprendamos el camino del Oeste

en el callado barco de los muertos…

Siempre me gustó esa costumbre de confiar al mar los cuerpos de quienes habían sido en vida gentes de mar, polinesios que sólo conciben la existencia sobre una frágil piragua bailando sobre las olas. Siempre me pareció más hermoso que encerrar esos cuerpos en nichos o dárselos a la tierra para que los convierta en inmundicia.

El mar es limpio, y en el mar, el cadáver sirve de alimento a los peces; da vida a quienes se la dieron durante tanto tiempo; cumple un ciclo, el verdadero ciclo, porque vuelve al mar que es el origen de la vida, y no la tierra. Si todas las tierras del planeta se sumergieran de pronto, el mar continuaría existiendo, inmutable y eterno. Si los océanos se secaran, las tierras morirían.

Me gustaría que, un hermoso anochecer, dentro de muchos, muchos años, colocaran mi cuerpo en una canoa para que pudiera emprender el camino del Oeste, en el callado barco de los muertos.

Taaroa guiaría mis pasos.

Capítulo XVII LA ORCA DEL FIN DEL MUNDO

Amanecía cuando levamos anclas. La esposa de Argenmeyer nos despedía desde la puerta de su casa. Roberto izaba las velas y yo le ayudaba. Karl se ocupaba del timón.

El barco medía unos diez metros, pero resultaba cómodo, era espacioso y tenía una cabina capaz para cuatro literas y una pequeña cocina. Incluso tenía ducha, que es la mayor comodidad que se puede pedir en estos casos.

Pusimos proa al Este y, luego, al Norte, bordeando la isla. Al mediodía, fondeamos en el canal que separa entre sí las plaza, dos islotes que se alzan a un tiro de piedra de la punta nordeste de Santa Cruz.

El canal era como una inmensa piscina de aguas limpias y tranquilas que permitían ver cómodamente el fondo, a unos diez metros bajo la quilla. Era un lugar hermoso y pintoresco, y hubiera resultado apacible, de no ser por el escándalo que armaban más de mil focas que habitaban en la costa baja de la mayor de las islas.

Nunca había visto una colonia semejante. Había focas de todos los tamaños, desde los grandes machos de más de quinientos kilos, a las diminutas crías recién nacidas, que se arrastraban entre las rocas sin atreverse aún a echarse al mar. La mayoría eran de color oscuro — verde oliva o negro—, pero también abundaban las que se encontraban en el tiempo de muda de la piel, y presentaban entonces un color marrón claro.

Echamos al mar el pequeño bote auxiliar para saltar a tierra. Inmediatamente, nos rodearon cinco o seis focas que se aproximaban casi hasta tocarnos y sacaban la cabeza del agua, queriendo asomarse para ver lo que llevábamos en la embarcación. Ladraban y hacían gracias, como si cada una de aquel millar de bestias estuviera amaestrada y formara parte de la troupe de un circo.

Saltar del bote a las rocas fue un problema. Existía una especie de diminuto espigón, pero se encontraba ocupado por dos hembras que dormían al sol y que se molestaron mucho cuando tuvieron que apartarse para dejamos paso. El jefe de la familia se enfadó; era un macho de más de dos metros de largo y enormes colmillos, que se encontraba en esos momentos en el agua, y que sacó la cabeza gritándonos algo que quería decir, sin duda, que dejáramos en paz a sus esposas.

Pronto pude advertir que toda la costa se encontraba claramente dividida en «territorios», de no mas de quince metros de longitud, y en cada uno de ellos reinaba un macho con su corte de hembras y crías. Cada uno de aquellos monarcas defendía celosamente sus posesiones y no permitía que ningún otro cruzara sus fronteras no sólo en tierra, sino incluso en las aguas cercanas, allí donde retozaban las hembras o las crías.

Esta colonia de focas de las islas Plaza, formaban parte — como todas las que había visto hasta el presente — de la especie más común en el archipiélago, tan numerosa, que los nativos se quejan de que les destrozan las redes. Su abundancia se debe a que su piel no es apreciada en peletería por ser basta y de largos pelos. No han sido nunca molestadas, a diferencia de una segunda especie, limitada ya a las islas de Fernandina e Isabela. De piel suave y preciosa, han sido muy perseguidas a causa de ella, de modo que, en la actualidad, no quedan en el archipiélago más que unos cuatro mil ejemplares, muy localizados los rincones más solitarios. Tal vez la rigurosa prohibición que existe de matarlas permita su rápida recuperación.

Sobre las luchas de los machos por la conservación de sus territorios y la posesión de sus esposas, así como sobre la vida en general de leones o elefantes marinos, no creo que exista nada mejor que la descripción que de todo ello hace en su libro, Au Seuil de L'Antartiqne, R. Jeannel:


«Siempre inquieto, el «bajá» o jefe de tribu — la foca macho — que se ha formado un harén con su grupo escogido de hembras, no aparta la vista de los merodeadores que lo espían. Al menor movimiento de aproximación de cualquiera de ellos, levanta la cabeza y empieza a rugir. Al hacerlo, proyecta la cabeza hacia delante con la boca abierta y la trompa hinchada, la cual le da un terrible aspecto. Si el merodeador es un «soltero» de pequeña talla, toma buena nota de la advertencia y se retira; pero si tiene la edad y el peso necesarios como para confiar en sus fuerzas, se precipita contra el «bajá» y lo desafía a singular combate. Furioso, el macho se abalanza contra el usurpador sin temor alguno. Carga en línea recta, la cabeza alta, levantándose sobre seis miembros anteriores cuya palma apoya en el suelo, ondulando su enorme cuerpo con el esfuerzo de la reptación. Cara a cara los dos adversarios, no es raro que uno de ellos emprenda la huida, pero si ésta no se produce, empieza la lucha. Los dos rivales levantan la cabeza cuanto pueden y dejan caer todo su peso contra el adversario, intentando herir con los caninos superiores… La mayor parte de las heridas las infieren en la cabeza o en los lados del cuello, aunque también pueden resultar ojos reventados o trompas desgarradas…

«Después de su victoria, el «bajá» no se atreve a dejar el harén, y así, sólo persigue al vencido durante unos pocos metros, dando la vuelta rápidamente para acercarse de nuevo a sus hembras. Puede considerarse afortunado si durante la lucha algún astuto «soltero» no ha aprovechado el desorden para llevarse alguna hembra, lo cual le obliga a lanzarse contra el nuevo intruso.

«Cuando, después de la lucha, el macho vuelve al harén, se empareja con sus hembras inmediatamente, siendo capaz de cubrir a cierto número de ellas, una a continuación de otra. Para acoplarse, el macho abraza a la hembra con uno de sus remos, la atrae hacia sí, tendido de lado, y la toma, mordiéndole en el cuello… Las hembras aceptan en el harén a cuantos machos se presentan sin demostrar fidelidad a su «baja». Entre ellas son muy batalladoras y luchan de igual modo que lo hacen los machos, aunque sin levantar tanto la cabeza. Las hembras vírgenes se reconocen porque no tienen heridas en el cuello y son más pequeñas. Es evidente que ninguna hembra escapa a la fecundación, ya que hay demasiados machos desaparejados en las playas.»


En Galápagos, los machos derrotados, ya viejos y que no se encuentran con ánimos de iniciar nuevas luchas por la posesión de un harén se retiran a los acantilados posteriores de la mayor de las islas Plaza, donde viven, solitarios y amargados, hasta que les llega la muerte.

Se vuelven entonces malhumorados y furiosos, no permiten que nadie se les acerque y cuando intenté fotografiar de cerca a uno de ellos, se me echó encima profiriendo grandes gritos y haciendo gestos amenazadores.

Cerca de él aparecía el enorme cadáver de otro macho viejo, y cada, roca que sobresalía estaba ocupado por uno de ellos. Aunque la altura en caída libre hasta el mar superaba los treinta metros, me aseguraba Karl que, en ocasiones, los había visto lanzarse desde allí al agua. Una vez conseguida la comida volvían a subir arrastrándose trabajosamente desde el trabajos otro lado de la isla, a lo largo de más de dos kilómetros de empinada cuesta.

Producía tristeza ver aquellos animales de media tonelada de peso reptando jadeantes hasta la cima su retiro, aquel alto acantilado desde el que contemplaban durante horas y días el ancho mar que había significado toda su vida. Era como penetrar en un santuario, en un asilo de ancianos abandonados, en un a un cementerio de seres vivos.

Ese mismo acantilado se encontraba habitado, al mismo tiempo, por la más increíble variedad de aves marinas que pueda imaginarse. Por su número, destacaban las llamadas «gaviotas de cola de golondrina», especie propia de las Galápagos, fácilmente reconocible por los círculos rojos de sus ojos. Anidaban en las cornisas de los acantilados, depositando los huevos sobre la roca sin formar nido de ninguna especie. Cuando me aproximaba demasiado a ellas, se limitaban a chillar desaforadamente, abriendo mucho el pico con gesto amenazador, y echaban a volar trazando círculos sobre mi cabeza. Algunas incluso llegaban a querer posárseme encima, y tenía que espantarlas, aunque no parecía que tuvieran intención de hacerme daño. También abundaban los alcatraces, rabihorcados y palomas de las Galápagos, pero no pude ver allí ni un solo albatros. Lo abrupto de terreno no les proporciona las amplias pistas de aterrizaje que precisan para sus despegues y tomas de tierra.

El suelo de las Plaza, volcánico como el de todas las islas, aparece salpicado de cactos de pequeño tamaño que sirven de alimento a la gran cantidad de iguanas de tierra que pululan por doquier y que acuden a comer a la mano del extraño, pese a que no están — como las de Argenmeyer — acostumbradas a la presencia humana.

Lo más llamativo, quizá, de las Plaza, es la increíble alfombra de mil colores que forman unos matojos bajos y resecos, que surgiendo de fisuras que se producen entre la lava, se extienden luego en una superficie de cuatro o cinco metros cuadrados, combinando los colores rojizos de uno con el violeta, el amarillo o el verde del siguiente. Como al fondo destaca el azul intenso del mar, en conjunto y, contempladas desde su cumbre, las Plaza semejan un inmenso tapiz diseñado por un caprichoso artista.

Desde las plaza pusimos proa al canal que separa el norte de la isla de Santa Cruz, de la de Baltra o Seymur. A unas cuatro millas, pasado el canal, se abre — en la misma Santa Cruz — una inmensa bahía de aguas poco profundas. Más que bahía, es, en realidad, un gran manglar por el que miles de canales de no más de un metro de hondo se adentran en tierra. Éste es refugio predilecto de tiburones y gigantescas tortugas de mar que acuden a centenares, especialmente en época de celo.

Era tan escasa el agua, que a la mayoría de los tiburones les sobresalía la aleta dorsal. Debíamos andar con sumo cuidado, pues el único medio de penetrar en el manglar era utilizando el frágil bote auxiliar del yate, y cualquiera de aquellos grandes animales podía hacerlo zozobrar de un coletazo. Caerse al agua en semejante lugar era como lanzar un filete de vaca en una perrera municipal.

Resultaba curioso ver a las grandes tortugas marinas acoplándose. Había docenas de parejas que parecían pasar dificultades para conseguir su objetivo, ya que debían mantener las cabezas fuera de la superficie para respirar. No daba la impresión de que a las hembras les agradara demasiado todo aquello, y los machos tenían que morderlas fuertemente para que aceptaran su presencia. En torno a cada hembra rondaban siempre dos o tres machos, amén del que se encontraba con ella en esos momentos. Me hubiera interesado estudiar más detenidamente las costumbres de estos extraños animales, pero la noche se nos echaba encima rápidamente y no podíamos permitimos el lujo de extraviarnos en la oscuridad en aquel laberinto de manglares.

Aquella noche, fondeamos en el canal — quieto como una balsa—, y muy temprano pusimos rumbo a San Salvador, la isla de los tesoros.

Poco hay que ver en ella, ya que es un desierto deshabitado y desconocido, excepción hecha de la maravillosa bahía de Sullivan, que forma con su vecina, la diminuta isla de San Bartolomé. En la cumbre de San Bartolomé pudimos subir a la cueva que servía de refugio y puesto de vigilancia a los piratas que escondían sus naves en la bahía. Se asegura que esa cueva servía también para dejarse mensajes unos a otros. Hoy en día, es costumbre que los escasos viajeros que pasan por aquí escriban, a su vez un mensaje.

En el costado norte de San Bartolomé, se abre una de las playas más bellas del mundo, donde resulta posible bañarse en compañía de un par de familias pacíficas focas juguetonas. Una de las mayores diversiones de estas focas es lanzarse a toda velocidad hacia el bañista que está de pie con el agua a la cintura, y pasar como una flecha por entre sus abiertas piernas. Para quien desconoce esa extraña manía, el susto suele ser de muerte. Luego, ya todo se convierte en broma.

Bordeando San Salvador por su costa sur, fondeamos en una pequeña ensenada en la que Argenmeyer me aseguró que podría encontrar abundancia de corales. Me sumergí en un fondo de unos quince metros y lo que vi me impresionó; era como el juego de pintores que se hubieran vuelto locos, y que manchados aquí y allá con rojos, ocres, verdes, amarillos y violetas, hubieran contribuido a formar un cuadro deslumbrante.

La pared cercana aparecía atravesada por infinidad de túneles que filtraban la luz o se escondían en penumbras; en general, el rojo predominaba sobre los restantes colores, cuya variedad, repito, resultaba infinita.

Abundaban las madréporas, que convertían el conjunto en un gran jardín, y entre ellas sobresalían las meandrinas, que semejan al cerebro de un hombre; los alcionarios en formas de hojas lobuladas, y las inclinadas láminas amarillentas de los corales de fuego, que queman al tocarlos.

Había también otros en forma de estrella, no mayores que un botón y algunos como setas, con el sombrero del tamaño de un plato. Y todos tenían su color particular o su dibujo típico que lo diferenciaba de cuantos le rodeaban y, no obstante, formaban con ellos un conjunto armónico.

Y por todas partes, esponjas de mil formas, colores y tamaños; briozoos y mariposas de mar que se agitaban como relámpagos, peces-rana y escorpenas de espantoso aspecto; erizos de mar, peces-arco iris y luna; lirios de mar, verdes y anaranjados; peces-barbero con estiletes como bisturíes…

Cruzó un pez aguja, parecido a un caballito de mar, feo como si llevara una máscara, y con una bolsa en el vientre en la que guarda a sus hijos. Luego, me llamó la atención una exuberante flor que descansaba sobre un coral. Me aproximé y me miró con sus fríos y tranquilos ojos. No tenía miedo de mí porque era un «pez de fuego» que, con la sinancia y la escorpena, forman el trío de los peces de roca que jamás se inquietan porque saben de la increíble potencia de su veneno.

Todo el universo, en fin, de los arrecifes, pululaba en torno mío, sueño de cualquier pescador submarino; sueño, también, de quien quisiera contentarse, tan sólo, con ver y estudiar en paz la vida submarina.

Argenmeyer me contaba que, unos meses atrás, había pasado una temporada en el archipiélago Jacques Ives Cousteau con su barco y su tripulación de exploraciones oceanográficas. Había quedado maravillado de cuanto encontró en el fondo de aquellos mares increíbles.

Y es que en ningún otro lugar del mundo puede darse — como se da aquí — el hecho de estar bañándose en aguas tibias, contemplando a una colonia de peces auténticamente tropicales, y que aparezca de pronto, irrumpiendo como un tren en marcha, una foca, una iguana marina o un pingüino.

Es absurdo, y, sin embargo, ocurre.

A los pingüinos, pudimos verlos al día siguiente en las costas de Isabela. Animales de los hielos, llegaron al archipiélago empujados por la corriente de Humboldt, al igual que los leones marinos, y aquí se quedaron. Con el tiempo, han evolucionado ligeramente, y son más pequeños y débiles que sus congéneres de los polos, pero no parecen desgraciados por ello. Viven en paz en Fernandina e Isabela; tienen abundancia de alimento y nadie les molesta. Se calcula que existen unos mil quinientos ejemplares; con las actuales leyes de protección, irán aumentando de número poco a poco. Resulta cómico y curioso verlos caminar tan serios, con sus fracs de gala, sobre las rocas de lava negra o las amarillas playas caldeadas por el sol. La clásica imagen del pingüino y el hielo pierde aquí todo su valor, y causan tanta sorpresa como ver un camello paseándose por el polo.

Los días transcurrieron sin grandes novedades.

El tiempo, claro; el mar, en calma; la temperatura, primaveral.

Un auténtico crucero de recreo por un país de fantasía. Días de pesca, de baños, de sol. De bajar a tierra, a ver más animales; algunos, extraños, como los cormoranes de Isabela, que no vuelan. Pertenecen a la misma especie que se encuentra en otras de las islas y en las costas del Perú, pero es tanta la riqueza piscícola de las aguas vecinas, que, poco a poco, perdieron la costumbre de adentrarse en el mar a buscar su alimento. Les basta con echarse al agua, bajar al fondo y coger un pez. Con el tiempo y la falta de uso, las alas dejaron de serles de utilidad, se les atrofiaron y hoy parecen las de un pingüino.

Isabela no tiene mucho que ver. Es la mayor pero quizá, la más fea de las islas. La coronan cinco volcanes y la habita una próspera colonia de campesinos que viven del café, del maíz, de la caña de azúcar, de la pesca y del ganado salvaje que pulula por todas partes. A mi modo de ver, y si no fuera por los pingüinos, las focas o las tortugas, Isabela podría pertenecer a cualquier otro archipiélago volcánico del mundo. Le falta la personalidad de Hood, Floreana, Santa Cruz o las Plaza. Salvo Tagus-Cove, Punta Espinosa, o el estrecho Bolívar que la separa de Fernandina, no tiene mucho que ver, y si he de ser sincero, hasta cierto punto me desilusionó.

Al cabo de unos días, emprendimos el regreso a Santa Cruz, para ir a fondear, a media tarde, en el canal que le separa de Baltra, y donde habíamos pasado ya una noche. Me sentía apenado.

Al día siguiente, un avión me devolvería al continente, a la civilización, a los automóviles y a la contaminación atmosférica.

En el transcurso de aquellos días, había perdido la noción de que todo eso existiese, de que hubiese en el mundo ciudades donde millones de personas se amontonaban luchando por la subsistencia.

Tenía que regresar, y me dolía. Pensé en Marie-Claire, que me esperaba desde hacía tanto tiempo, y me sentía reconfortado. Por muy lejos que fuera, por mucho que buscara, en ningún lugar encontraría nada que pudiera comparársele. Quizá la solución estaba en ir a buscarla y traerla aquí, que era el paisaje que la correspondía: hermoso, sereno, solitario.

Sentí deseos de sumergirme por última vez, hacer una última visita a los mil habitantes de los arrecifes, y me lancé al agua. Nadé hacia la costa, distante unos cien metros, y me dediqué a estudiar, como siempre, la vida de aquel complejo mundo.

De pronto, oí un grito. Aún no sé por qué, alcé el rostro y miré hacia el barco. En cubierta, Karl hacía desesperados gestos de que saliera del agua y gritaba algo que no entendí. No tuve tiempo ni de pensar siquiera, a menos de diez metros se alzaba el acantilado, me precipité hacia él y trepé como pude a una roca mientras continuaba oyendo los gritos de Karl y Roberto. Cuando me creí a salvo, me volví: algo que parecía un tren se me echaba encima. Era negro, reluciente, mediría unos doce metros de longitud, y una alta aleta en forma de cimitarra le sobresalía del lomo. A menos de cuatro metros, sacó la inmensa cabezota del agua, lanzó al aire un chorro de espuma, y me observó con unos ojillos brillantes y malignos. Distinguí una mancha blanca que destacaba en su lomo, y el miedo estuvo a punto de hacerme caer de la roca.

¡Era una orca!

La orca, la asesina de ballenas, la devoradora de focas. El monstruo más sanguinario y terrible de los mares, capaz de atacar las barcas de pesca, hacerlas volcar y después tragarse de un solo bocado a sus ocupantes.

Una orca que me miraba fijamente, como estudiando sus posibilidades de mover la roca sobre la que me encontraba para hacerme caer al agua, como suele hacer con los témpanos de hielo y los esquimales del polo.

— ¡No te muevas! ¡No te muevas! — gritaba Karl.

Al fin, el animal se alejó, y diez minutos después, con infinitas precauciones, Roberto vino a buscarme con el bote.

— Puedes jurar que hoy has vuelto a nacer, muchacho — fue lo primero que dijo—. Has vuelto a nacer… Nunca, nunca en mi vida vi una orca tan cerca de tierra, ni soñé que pudieran llegar hasta aquí. Seguramente, andaba a la caza de focas, y si no la vemos a tiempo, te hubiera engullido como una aceituna… ¡Diablos!

¡Diablos, sí! A veces, aún se me aparece en pesadillas. En estos trece años he corrido mucho mundo y he pasado mucho miedo. Pero nunca, nada puede compararse a aquello.

Morir es una cosa. Acabar devorado vivo por una orca, otra muy distinta.

A la mañana siguiente, muy temprano, levamos anclas y fuimos a fondear al pequeño Puerto que el Ejército americano había construido casi treinta años atrás en Baltra.

La pequeña isla ya era una ciudad fantasma, con calles por las que no corrían los autos y casas en las que no vivía nadie.

Durante la guerra, habitaron aquí diez mil personas, y fue ésta la más importante base aérea de la zona. Luego, con el final de la contienda, todos se marcharon, y los hospitales, los cuarteles y las viviendas pasaron a ser propiedad de iguanas y aves marinas.

Mientras llegaba el avión, busqué refugio del sol en uno de los pocos edificios que aún no amenazaba ruina: el Club de Oficiales del Ejército del Aire de los Estados Unidos.

Sobre el montante de la puerta, aparecía un borroso letrero pintado muchísimo tiempo atrás por alguien que, sin duda, conocía bien las islas.

«WORLD END» — «FIN DEL MUNDO», rezaba.

Y tenía razón.


Alberto Vázquez-Figueroa

Madrid, mayo 1971

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