::: El recuerdo del movimiento

La silueta parecía haberse formado desde la nada, desde el propio aire. Cualquier criatura o máquina que hubiera estado mirando había necesitado algo más que los sentidos naturales para percatarse de la lenta caída de polvo que se extendió a lo largo de más de una hora y de un kilómetro radial de las praderas; el hecho de que estaba ocurriendo algo fuera de la normalidad solo habría resultado obvio algo más tarde, cuando un extraño viento pareció surgir de la suave brisa, molestando a la hierba de la gran llanura y produciendo lo que, aparentemente, era una polvareda del mal, que revoloteaba muy despacio y formaba un torbellino en el aire, encogiendo y creciendo gradualmente, y aumentando la velocidad hasta desaparecer de pronto, remplazada por lo que parecía una alta y grácil hembra chelgriana, ataviada con las ropas de campaña de la casta de los Entregados.

Lo primero que hizo al sentirse completa fue ponerse en cuclillas y escarbar en la tierra bajo la hierba con los dedos. Sus garras se deslizaron hacia fuera, perforando el suelo. Cogió un puñado de tierra y hierba, lo levantó y se lo acercó a la amplia y oscura nariz. Aspiró su aroma lentamente.

Estaba esperando. No tenía nada mejor que hacer por el momento, y pensó en contemplar y oler el suelo sobre el que pisaba.

En aquel perfume había muchos tonos y sabores. La hierba contenía un espectro de olores propios, todos más frescos y vivos que los pesados matices de la tierra, que le otorgaban la esencia del aire y los vientos más que la del suelo.

Levantó la cabeza, dejando que la brisa removiera el pelo de su cabeza. Contempló las vistas. El paisaje era de una sencillez casi perfecta; una gran extensión de hierba, a la altura de sus tobillos, que se desplegaba en todas direcciones. También había una pequeña nube lejana al noroeste, donde se encontraban las montañas de Xhesseli. Las había visto cuando descendía. Arriba, y por todo el resto del cielo, solo había una claridad aguamarina. Ni una señal de estelas. Aquello era bueno. El sol se encontraba a media altura del cielo del sur. Hacia el norte, las dos lunas llenas resplandecían, y una única estrella de día titilaba junto al horizonte del este.

Fue consciente de que una parte de su mente utilizaba la información del cielo par calcular su posición, la hora y la dirección precisa a la que se dirigía. Los conocimientos resultantes hicieron que sintiese su existencia, pero no la forzaron sobre ella; era como la presencia de alguien en una antesala, señalada por una educada llamada a la puerta. Solicitó otra capa de datos y un revestimiento se desplegó ante ella; de pronto, vio una cuadrícula superpuesta a los cielos, con las trayectorias de numerosos satélites y de algunas naves de transporte suborbital, con sus identidades junto a ellas, así como estratos suplementarios de informaciones más detalladas de cada uno de los puntos. Los satélites cuyas imágenes parpadeaban lentamente eran aquellos con los que había interferido.

Entonces, vio un par de puntos en el horizonte del este, y se volvió hacia ellos, entornando los ojos para enfocar la imagen. Dentro de ella, algo exactamente igual que un corazón sufrió un vuelco y latió rápidamente durante un instante antes de que pudiera controlarlo de nuevo. Parte de la tierra que sostenía en su mano cayó al suelo.

Los puntos eran aves, y volaban a pocos cientos de metros de distancia.

Se relajó.

Las pájaros surgieron en el aire, frente a frente, batiendo las alas con furia. Parecían hallarse entre la exhibición y la lucha. Habría alguna hembra agazapada en la hierba observando a los dos machos. Los nombres científicos y comunes de las especies, su orden, sus hábitos de alimentación y apareamiento, y otra información diversa pareció flotar en un rincón de su mente. Las dos aves cayeron de nuevo sobre la hierba. Sus llamadas se dejaron escuchar débilmente en el aire. Ella no había oído antes sus voces, pero supo que sonaban como si lo hubiera hecho.

Por supuesto, cabía la posibilidad de que los pájaros no resultasen tan inocentes e inofensivos como aparentaban ser. Podían ser animales reales pero alterados, o ni tan siquiera biológicos. En cualquiera de los casos, podían formar parte de un sistema de vigilancia. En realidad, tampoco podía hacer nada. Seguiría esperando un poco más.

Volvió a centrar su atención en el puñado de tierra que había arrancado. Lo alzó a la altura de sus ojos y lo absorbió con la mirada. Había muchas clases de hierbas y minúsculas plantas, la mayor parte de un color verde amarillento. Vio semillas, raíces, zarcillos, pétalos, cortezas, hojas y tallos. La información relevante que describía cada especie diferente apareció debidamente en aquel rincón de su mente.

En aquellos momentos, también fue consciente de que los datos que se presentaban ante ella ya habían sido evaluados por alguna otra parte de su mente. Si algo le hubiera parecido mal, o fuera de contexto si, por ejemplo, aquellas aves se hubieran movido de una forma que sugiriese que su peso era mayor de lo que debía ser, su atención se habría centrado directamente en la anomalía. Hasta entonces, todo le había resultado tranquilizadoramente normal. Los datos suponían una consciencia distante, pero reconfortante, que perduraba pacientemente en las afueras de su percepción.

Algunos minúsculos animales transitaban por el puñado de tierra y sobre la superficie de la vegetación. También conocía sus nombres y sus datos más relevantes. Vio un delgado gusano pálido deambulando a ciegas por el mantillo.

Volvió a dejar el pedazo de tierra en el suelo, cubriendo el agujero que había dejado y moldeando el conjunto para devolverle su forma original. Se sacudió el polvo de las manos mientras echaba otro vistazo a su alrededor. Seguía sin haber señales de nada incorrecto. Los pájaros emprendieron el vuelo otra vez y volvieron a descender. Una oleada de aire cálido se desplegó a través de la llanura y fluyó en torno a ella, removiendo su pelo en las zonas donde no estaba cubierto por su chaleco y sus pantalones de camuflaje. Cogió su capa y se la ajustó en los hombros. Se convirtió en parte de ella, lo mismo que el resto de la ropa.

El viento procedía del oeste. Era refrescante y arrastraba los gritos de las aves a lo lejos, de forma que, cuando empezaron a volar una tercera vez, parecía que lo hacían en un completo silencio.

Tan solo había una nota, un ínfimo matiz de sal en el viento, pero fue suficiente para que tomase la decisión. Ya había esperado bastante.

Rodeó su cola leonada con la cola de la capa, y volvió el rostro hacia el viento.

Deseaba haber escogido un nombre. Si lo hubiera hecho, ahora lo pronunciaría en voz alta y fuerte en el aire, como si fuera una declaración de intenciones. Pero no tenía nombre, porque no era lo que aparentaba ser; no era una hembra chelgriana, ni un miembro de la especie de Chel, ni siquiera una criatura biológica. Soy un arma terrorista de la Cultura, pensó, diseñada para horrorizar, advertir e instruir al mayor de los niveles. Un nombre habría sido una mentira.

Comprobó sus órdenes, para asegurarse. Era cierto. Tenía una total discreción. La falta de instrucciones podía interpretarse como una instrucción bastante específica. Podía hacer cualquier cosa; no tenía ataduras.

Perfecto.

Se inclinó hacia atrás sobre las piernas traseras y levantó los brazos para enfundar las manos en los guantes fijados en la parte superior de su chaleco y, con un salto inicial, emprendió la marcha con simples zancadas, que la impelieron a través del verde prado en una serie de largos y sinuosos saltos que estiraban y contraían su potente espalda, y desplazaban sus musculosas piernas traseras y su extremidad media casi al unísono, y luego las separaban con cada uno de los largos pasos.

Sintió la alegría de correr libremente y comprendió la antigua rectitud del viento en su rostro y en su pelo. Correr, perseguir, cazar, capturar y matar.

La capa ondeaba al viento a su espalda. Su cola se balanceaba de un lado al otro.

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