En el buró, Manolo había separado ya la mayor parte de las carpetas.
– Éstos son propiedades y recibos de compra, pero de los años cuarenta -advirtió-. Ayúdenme con éstos.
El director y el Conde se acercaron.
– ¿Qué están buscando? -indagó Tenorio.
– Lo que les dije: el 3 de octubre de 1958… Ayúdelo usted, yo voy a salir un momento, tengo que fumar.
Conde dio dos pasos y se detuvo. Miró a Tenorio, que no se había movido de su sitio.
– De verdad, Tenorio, ¿por qué no me dijo quién era su abuelo?
La mirada de Tenorio era caliente y dura. Físicamente no se parecía a Raúl Villarroy, pero su boca y sus ojos eran idénticos a los de la niña fotografiada junto a Hemingway, su ahijada según el pie de foto y, si el Conde no recordaba mal, como le había comentado el propio Tenorio. El ex policía empezaba a imaginar las razones del nieto de Raúl para escamotear su identidad y sonrió cuando escuchó la respuesta que esperaba.
– Hemingway decía que Raúl Villarroy era su cuarto hijo. Y ése era el mayor orgullo de mi abuelo. Para él Hemingway era algo sagrado, y también lo fue para mi madre y lo es para mí.
– Y lo sagrado no se toca.
– No señor -confirmó Tenorio y, dando por terminada la explicación, se dirigió hacia donde Manolo revisaba papeles.
El Conde atravesó la sala y, antes de abandonar la casa, observó otra vez la escenografía del salón con sus escenas taurinas y sus asientos vacíos y el pequeño bar, con las botellas secas, esterilizadas por el tiempo; paseó la mirada por el comedor, con sus trofeos de caza y la mesa preparada con representantes ilustres de la vajilla marcada con el hierro de Finca Vigía; vio al fondo, en la habitación en la cual Hemingway solía escribir, los pies de la cama donde dormía sus siestas y sus borracheras. El Conde sabía que estaba llegando al fin de algo y se preparaba para despedirse de aquel lugar. Si sus presentimientos conservaban su antigua puntería, iban a pasar muchos años antes de que volviera a aquel sitio nostálgico y literario.
Con el cigarro todavía apagado en los labios bajó hacia la zona del jardín donde estaba la fuente y a cuyo alrededor los policías habían cavado unos quince metros cuadrados. Al borde del hoyo, con la espalda recostada en el tronco pelado de una pimienta africana, el Conde encendió el cigarro y forzó su memoria para imaginar lo que cuarenta años antes había existido allí: las vallas utilizadas para entrenamiento de los gallos suelen ser circulares, como las de los combates reales, aunque por lo general están delimitadas por tapias de un metro de altura, muchas veces hechas con sacos de yute o pencas de palmas, atadas a estacas de madera, para formar un círculo de unos cuatro o cinco metros de diámetro dentro del cual se efectúan las peleas. Aquélla no tenía techo, pero recibía la sombra de los mangos, la Carolina, las pimientas africanas. El gallero y los espectadores ocasionales podían pasar allí largas horas, sin la molestia del sol. Con su imaginación a toda máquina vio entonces a Toribio el Tuzao, tal como lo recordaba el día que lo encontró en una valla oficial: estaba con una camiseta sin mangas, dentro del ruedo, con un gallo en la mano, azuzando al otro animal para que se les calentara la sangre. Los gallos llevaban las espuelas cubiertas con forros de tela para evitar heridas lamentables. Al borde de la valla, tras la cortina de sacos, Hemingway, Calixto Montenegro y Raúl Villarroy miraban en silencio la operación y el rostro del escritor se excitó cuando el Tuzao al fin soltó el gallo que había mantenido entre sus manos, y los animales se lanzaron al ataque, levantando las espuelas mortales, ahora decorativas, y moviendo con sus alas las virutas de madera que cubrían la tierra… Las virutas de madera. El Conde las vio moverse, entre las patas de los gallos y lo comprendió todo: habían enterrado al hombre en el único sitio donde la tierra removida no despertaría sospechas. La fosa, una vez devuelta la tierra a su sitio, sería de nuevo cubierta con más virutas de madera.
Ya sin prisa, el Conde regresó a la casa y se sentó en los escalones de la entrada. Si algo conocía a Hemingway, sabía que Manolo saldría de la casa con un papel fechado el 3 de octubre de 1958. Por eso no se alarmó cuando escuchó la voz del teniente, mientras se acercaba con un recibo en las manos.
– Aquí está, Conde.
– ¿Cuánto le pagó?
– Cinco mil pesos…
– Demasiado dinero. Incluso para Hemingway.
– ¿Quién era Calixto Montenegro?
– Un empleado muy extraño de la finca. Hemingway lo despidió ese día, le pagó una compensación y si no me equivoco, lo montó en el Pilar y lo llevaron para México.
– ¿Y eso por qué?
– Porque creo que era el único que estaba presente cuando mataron al agente del FBI…, aunque estoy seguro de que no fue el único que vio cómo lo enterraron debajo de la valla de gallos.
– ¿Pero quién mató al tipo?
– Todavía no lo sé, aunque a lo mejor podemos averiguarlo ahora mismo. Digo, si no estás muy apurado y quieres ir conmigo hasta Cojímar.
– Buenas tardes, Ruperto.
– ¿Otra vez por aquí?
– Sí. Pero lo jodido es que ahora vengo con la policía. La cosa está mala. Mire, éste es el teniente Manuel Palacios.
– Está muy flaco para ser teniente -dijo Ruperto y sonrió.
– Eso mismo digo yo -agregó el Conde y ocupó la piedra donde se había sentado esa mañana. Ruperto seguía recostado en el árbol, frente al embarcadero del río, con su sombrero panameño bien calado. Parecía no haberse movido de aquel sitio, como si apenas hubieran interrumpido la conversación. Sólo revelaba el paso de las horas el tabaco que llevaba entre los dedos, fumado casi hasta sus últimas consecuencias, y del cual se desprendía un hedor a hierba calcinada.
– Yo sabía que tú volvías…
– ¿Me demoré mucho? -preguntó el Conde, mientras le indicaba a Manolo otra piedra cercana. El teniente la levantó y la aproximó al árbol.
– Depende. Para mí el tiempo es otra cosa. Vean -y levantó el brazo-, es como si estuviera allá, del otro lado del río.
– Entre los árboles -completó el Conde.
– Ahí mismo, entre los árboles -confirmó Ruperto-. Desde allí muchas cosas se ven distintas, ¿no?
El Conde afirmó mientras encendía su cigarro. Manolo, ya sentado sobre su piedra, buscaba algún acomodo posible para sus nalgas descarnadas, mientras observaba al anciano y trataba de imaginar la estrategia de su amigo.
– Bueno, Ruperto, desde este lado del río yo veo las cosas así: la noche del 2 de octubre del 58 mataron a un agente del FBI en Finca Vigía. El hombre se llamaba John Kirk, por si le interesa saberlo o si Tenorio no se lo dijo…
El Conde esperó alguna reacción en Ruperto, pero éste seguía observando algo para él invisible, más allá del río, entre los árboles: quizás miraba la muerte.
– Hemingway se fue de Cuba el día 4, y lo extraño es que interrumpió un trabajo muy importante. Después nunca lo pudo terminar. Salió para Estados Unidos, según él a encontrarse con su mujer que ya andaba por allá. Pero el día 3 despidió a Calixto y le pagó una compensación. Le dio cinco mil pesos. Demasiado dinero, ¿verdad?
Ruperto sintió calor. Se despojó de su bello sombrero y se pasó la mano por la frente. Tenía unas manos grandes, desproporcionadas, cruzadas de arrugas y cicatrices.
– Una compensación normal sería por el salario de dos, tres meses…, y Calixto ganaba ciento cincuenta pesos. ¿Cuánto ganaba usted?
– Doscientos. Raúl y yo éramos los que más ganábamos.
– De verdad pagaba bien -comentó Manolo. Estar en silencio, relegado al papel de observador, siempre había sido algo capaz de exasperarlo, pero el Conde le había exigido una discreción total y ahora lo miró reclamándole obediencia, como en los tiempos en que ellos fueron la pareja de policías más solicitada de la Central, y el Viejo, el mejor jefe de investigadores que jamás hubo en la isla, siempre los ponía a trabajar juntos y hasta les permitía ciertos excesos, en virtud de la eficiencia.
– Al tal John Kirk lo mataron de dos tiros -siguió el Conde, mientras con una pequeña rama dibujaba algo en la tierra, delante de sus pies-. Con una ametralladora Thompson. Y Hemingway tenía una Thompson que se ha esfumado. No está en la casa y ya comprobamos que Miss Mary no se la llevó después que él se mató. Ésa era un arma que él quería mucho, porque me parece que hasta la puso en sus novelas. ¿Se acuerda de esa Thompson?
– Sí -el viejo se colocó otra vez el sombrero-, era la de matar tiburones. Yo mismo la usé unas cuantas veces.
– Anjá, Esa misma. Luego de muerto, al agente lo enterraron en la finca, pero no en cualquier lugar, sino debajo de la valla de gallos, que estaba bastante cerca de la casa. Movieron las virutas, abrieron el hueco, tiraron al tipo y su chapa de policía y lo taparon con la tierra. Después volvieron a regar las virutas para que nadie pudiera darse cuenta de que allá abajo había un cadáver… Y, si no me equivoco, esto pasó antes de que amaneciera el día 3 y llegaran a la finca los otros empleados.
La brevísima sonrisa que movió los labios del viejo sorprendió al Conde y lo hizo dudar sí iba por el camino de la verdad o si se había perdido en una de las veredas oscuras del pasado, y por eso se lanzó a tocar fondo.
– Yo creo que en el enterramiento estuvieron tres o cuatro hombres, para que fuera rápido. Y pienso también que a ese policía lo mató una de estas tres personas: Calixto Montenegro, Raúl Villarroy o su patrón, Ernest Hemingway. Pero no me extrañaría mucho si me entero de que lo mató Toribio el Tuzao… o usted, Ruperto.
Otra vez el Conde esperó alguna reacción, pero el anciano se mantuvo inmóvil, como si estuviera en un sitio en el cual no lo tocaran las palabras del ex policía, ni el calor pegajoso de la tarde, ni las agresiones de la memoria. El Conde bajó la vista y terminó el dibujo que había trazado con la rama sobre la tierra: pretendía ser algo así como un yate, con dos antenas de cucaracha sobre la cubierta, flotando en un mar proceloso.
– Entonces entró en escena el Pilar -dijo y golpeó la tierra con la rama. Ruperto bajó lentamente la vista hacia el dibujo.
– No se parece -sentenció.
– En primer grado me suspendieron en dibujo y trabajos manuales. Un desastre en toda mi vida… Ni barquitos de papel aprendí a hacer -se lamentó el Conde-. Pero el Pilar de verdad zarpó el día 3 y llevó a Calixto a México. Hemingway no fue en ese viaje, porque debía preparar su salida de Cuba al otro día. Pero usted sí, porque el yate nada más lo piloteaban uno de ustedes dos. Y alguien de la finca navegó de marinero. ¿Fue Raúl, fue Toribio? Yo pienso que Toribio, porque Raúl se quedaría ayudando a su Papa. En ese viaje, por cierto, desapareció la Thompson. Está en algún lugar del Golfo de México, ¿verdad?
Y con la rama dibujó un arco que, desde el yate, iba a dar en el mar embravecido de la imaginación. El Conde soltó la rama y miró al anciano, dispuesto a escuchar. Ruperto se mantuvo con la vista fija en la otra ribera del río.
– ¿Usted cree que lo sabe todo?
– No, Ruperto, sé unas cuantas cosas, me imagino otras, y me gustaría saber otras más. Por eso estoy aquí: porque usted sí las sabe. Si no todas, al menos algunas…
– Y si fuera así, ¿por qué tendría yo que decírselas, a ver?
El Conde buscó otro cigarro y se lo puso en los labios. Con la fosforera en la mano detuvo su acción.
– Por unas cuantas razones: primera, porque no creo que usted haya sido el asesino; segunda, porque usted es un hombre legal. Cuando pudo haber vendido el Pilar, se lo entregó al gobierno para que lo conservaran en el museo. Y ese barco valía unos cuantos miles de dólares. Con ese dinero hubiera cambiado mucho su vida. Pero no, el recuerdo de Papa era más importante para usted. Eso es raro, ya no se usa, parece tonto, pero también es hermoso, porque es un gesto increíblemente honesto. Y caemos en la tercera razón: Hemingway pudo haber matado al agente, pero puede que no haya sido él. Si él lo mató y nosotros decimos que él lo hizo, lo van a destrozar. Ahora a la gente no le gustan los tipos como él: demasiados tiros, demasiadas peleas, demasiada heroicidad. Además, aunque usted no lo crea, él le hizo mucha mierda a mucha gente. Pero quizás no fue Hemingway y entonces ese tipo prepotente al que la gente ya no quiere mucho, hizo ese día algo que vale la pena respetar: protegió a uno de sus empleados después de que éste mató a un agente del FBI y hasta escondió el cadáver en su finca. Pasara lo que pasase, eso hubiera sido un bonito gesto, ¿no cree? Y ya se ío dije, me parece que dejar que le cuelguen un muerto ajeno no sería justo y nada beneficioso…
Ruperto se llevó el mocho de tabaco a los labios y movió la espalda contra el árbol, buscando al parecer una mejor posición para su esqueleto y sus dudas. Una humedad malvada comenzaba a nacer en el fondo de sus arrugas. Y el Conde decidió jugarse la última carta y amontonó su apuesta a todo o nada. Pero antes encendió el cigarro.
– Lo que pasó la noche del 2 de octubre del 58 fue un desastre para Hemingway. No sé si usted sabe que en los últimos años decía que el FBI lo perseguía. Su mujer no le creía. Los médicos dijeron que eran imaginaciones suyas, una especie de delirio de persecución. Y para curarlo le dieron veinticinco electroshocks. ¡De pinga! -exclamó el Conde sin poder evitarlo-. Primero fueron quince y luego otros diez. Los médicos querían que se olvidara de ese delirio de persecución que lo estaba volviendo loco y lo único que consiguieron fue cocinarle el cerebro, para después embutirle un millón de pastillas… Lo mataron en vida. Hemingway no pudo volver a escribir porque con el supuesto delirio le arrancaron parte de la memoria, y sin memoria no se puede escribir. Y él era de todo, hasta un poco hijo de puta, pero más que nada era un escritor. En dos palabras: le descojonaron la vida. Y eso es muy triste, Ruperto. Que se sepa, su Papa no tenía cáncer ni ninguna enfermedad mortal: pero lo habían castrado. Él, que siempre quiso demostrar que tenía cojones, y que hasta se los enseñó a mucha gente para que se los vieran, terminó castrado de aquí -y el Conde se golpeó la sien con la mano abierta, dos, tres veces, con fuerza, con rabia, hasta provocarse dolor-: y sin esto él no podía vivir. Por eso se metió un tiro en la cabeza, Ruperto, no por otra cosa. Y ese tiro empezó a salir del cañón de la escopeta la noche del 2 de octubre del 58… Y si no fue él quien mató al agente ese, de verdad que le costó caro proteger al que lo hizo. ¿No es verdad, Ruperto?
El Conde sabía que su espada había cortado sin piedad las carnes de la memoria. Y no se asombró al comprobar que por las comisuras de los ojos de Ruperto, entre las arrugas largas y sudadas, también corrían las lágrimas. Pero el anciano las secó de un manotazo y todavía se dispuso al combate. -Papa tenía leucemia. Por eso se mató. -Nadie ha probado que tuviera leucemia. -Estaba bajando de peso. Se puso muy flaco. -Bajó hasta las ciento cincuenta y cinco libras. Parecía un cadáver.
– Por la enfermedad… ¿Se puso tan flaco? -Fueron veinticinco electroshocks, Ruperto, y miles de pastillas. De no ser por eso a lo mejor todavía estaría vivo, como usted, como Toribio. Pero lo hicieron mierda, y yo no serta muy mal pensado si creyera que el FBI estuvo detrás de esos corrientazos. Ellos lo querían fuera de combate por algo que Hemingway sabía o que ellos pensaban que sabía… Ahora todo el mundo sabe que los del FBI lo perseguían de verdad. El jefe de esa gente le tenía odio y una vez hasta insinuó que Hemingway era maricón.
– ¡Eso es mentira, cojones!
– Así que lo peor que podía pasarle ahora es que le cayera este muerto arriba… Bueno, Ruperto, ¿lo salvamos o lo hundimos?
El anciano volvió a secarse las lágrimas que le mojaban el rostro, pero con un movimiento cansado. El Conde se sintió un miserable: ¿tenía algún derecho a robarle a un anciano los mejores recuerdos de su vida? Pensó entonces que, entre otras razones, había dejado de ser policía para no verse obligado a realizar actos infames como ése.
– Papa fue para mí lo más grande del mundo -dijo Ruperto, y su voz había envejecido-. Desde que lo conocí, hasta hoy, me ha dado de comer, y eso se agradece.
– Se debe agradecer, claro.
– Yo no sé quién mató al hijo de puta ese que se metió en la finca -dijo, sin mirar a sus interlocutores: hablaba como si se dirigiera a algo distante, quizás a Dios-. Nunca lo pregunté. Pero cuando Toribio me tocó la puerta, como a las tres de la mañana, y me dijo: «Vamos, Papa me mandó a buscarte», yo también fui para la finca. Raúl y Calixto estaban abriendo el hueco y Papa tenía su linterna grande en la mano. Parecía preocupado, pero no estaba nervioso, seguro que no. Y sabía cada cosa que se debía hacer.
»-Hubo un problema, Rupert. Pero no puedo decirte más nada. ¿Entendido?
»-No hace falta, Papa.
«Tampoco le dijo nada a Toribio, pero creo que a Raúl sí se lo dijo. Raúl era como su hijo de verdad. Y yo sé que Calixto sabía lo que pasó esa noche.
»-Ayuden a sacar tierra -nos dijo entonces.
»Toribio y yo cogimos las palas. Después, entre Calixto y yo, que éramos los más fuertes, cargamos al tipo. Pesaba una barbaridad. Estaba envuelto en una colcha, a la entrada de la biblioteca. Lo sacamos como pudimos y lo tiramos en el hueco. Papa echó entonces la insignia del tipo.
»-Raúl y Toribio, tápenlo y preparen otra vez la valla. No se demoren, que está amaneciendo y Dolores y el jardinero van a llegar. Calixto y Rupert, vengan conmigo.
«Los tres volvimos a la casa. Donde levantamos al muerto había una mancha de sangre, que se estaba secando.
»-Rupert, limpia eso, yo tengo que hablar con Calixto.
»Yo me puse a limpiar la sangre y trabajo que me costó sacarla toda. Pero quedó limpio. Mientras, Papa y Calixto estaban hablando en la biblioteca, muy bajito. Yo vi cuando Papa le dio un cheque y unos papeles.
»-¿Ya terminaste, Rupert? Bueno, ven acá. Ahora mismo coge el Buick y te vas con Calixto y con Toribio. Saca el Pilar y lleva a Calixto hasta Mérida y vuelve enseguida. Y tiren esto en el mar.
»Papa cogió la Thompson y la miró un momento. Le dolía desprenderse de ella. Era el arma preferida de Gigj, el hijo suyo.
»-Veré qué historia le invento a Gigi.
– Claro, cono -exclamó el Conde-, yo vi la Thompson en una foto. El hijo de Hemingway la tenía en las manos.
– Era pequeña, fácil de manejar -ratificó Ruperto.
– Siga, por favor.
– Papa la envolvió en un mantel, junto con una pistola negra, creo que un 38, y le dio el bulto a Calixto.
«-Arriba, que va a amanecer.
»A mí me dio una palmada aquí, en la nuca, y a Calixto le dio la mano y le dijo algo que yo no escuché bien.
»-El hijo de puta se lo merecía, Ernesto.
«Calixto era el único de nosotros que le decía Ernesto.
»-Vas a cumplir tu sueño. Disfruta Veracruz. Yo te aviso si me enamoro de una cubana…
»Eso fue lo que le dijo Papa. Cuando salimos, ya Raúl y Toribio habían terminado, y nosotros tres nos fuimos en el Buick. Y yo hice lo que él me pidió: llevé a Calixto hasta Mérida. En el camino, Calixto tiró la Thompson y la pistola en el mar, y el mantel se quedó flotando hasta que lo perdimos de vista. Cuando regresé al otro día por la noche y fui a la finca para llevar el Buick, Raúl me dijo que Papa ya había salido para eí aeropuerto, pero que nos había dejado un recado a Toribio y a mí -Ruperto hizo una pausa y lanzó el cabo de tabaco hacia el río-. Él nos dejó dicho que nos quería como si fuéramos sus hijos y que confiaba en nosotros porque éramos hombres… Papa decía esas cosas que lo enorgullecían a uno, ¿no?
Los masai solían decir que un hombre solo no vale nada. Pero lo que mejor habían aprendido los masai en siglos de convivencia con las peligrosas sabanas de su tierra es que un hombre, sin su lanza, vale menos que nada. Aquellos africanos, cazadores ancestrales y furibundos corredores, se movían en grupos, evitaban los combates siempre que podían, y dormían abrazados a sus lanzas, muchas veces con la daga a la cintura, pues de ese modo propiciaban la protección del dios de las praderas. La estampa de hombres hablando alrededor de una hoguera, con sus lanzas en las manos y bajo un cielo negro y sin estrellas, fue como un relámpago en su mente, que sin mayores trámites pasó del sueño a la conciencia, cuando logró enfocar su mirada a través de los vidrios empañados de sus espejuelos y descubrió que el desconocido tenía en sus manos el blúmer negro de Ava Gardner y el revólver calibre 22.
El intruso se había quedado estático, mirándolo, como si no entendiera que él fuese capaz de abrir los ojos y observarlo. Era un hombre tan grande y grueso como él, casi de su misma edad, pero respiraba con dificultad, quizás por el miedo o tal vez por el peso de su enorme barriga. Se cubría con un sombrero negro, de ala estrecha, y vestía saco y corbata oscuros, con camisa blanca. No necesitaba de la chapa para que los demás adivinaran su oficio. Saber que era un policía y no un asaltante cualquiera le produjo cierto alivio, pero tuvo la insultante convicción de haber sentido miedo.
Acostado aún, él se quitó las gafas para limpiarlas con la sábana.
– Mejor no se mueva -dijo el hombre, que había logrado desenvolver el 11 y lanzó al suelo el blúmer negro-. No quiero problemas. Ningún problema, por favor.
– ¿Está seguro? -preguntó él, colocándose los espejuelos. Se incorporó en la cama y trató de parecer sereno. El hombre dio un paso atrás, con cierta dificultad-. Se mete en mi casa y dice que no quiere problemas.
– Nada más quiero mi insignia y mi pistola. Dígame dónde están y me voy.
– ¿De qué me está hablando?
– No se haga el tonto, Hemingway. Yo estaba borracho, pero no tanto… Se me perdieron por allá abajo. Y mande callar a ese maldito perro.
El hombre se estaba poniendo nervioso y él comprendió que así podía ser peligroso.
– Voy a levantarme -dijo y mostró las manos.
– Arriba, calle al animal.
Él se calzó los mocasines que estaban junto a la cama y el otro se apartó, siempre con el revólver en la mano, para dejarle paso hacia la sala. Al cruzar cerca del hombre sintió el hedor ácido del sudor y el miedo, incapaces de vencer el vaho del alcohol que transpiraba. Aunque prefirió no mirar hacia el librero del rincón, tuvo la certeza de que la Thompson seguía en su sitio, pero pensó que no era necesario acudir a ella. Abrió la ventana de la sala y le silbó a Black Dog. El perro, que también estaba nervioso, movió la cola al escucharlo.
– Está bien, Black Dog…, está bien. Ahora cállate, me has demostrado que eres un gran perro.
El animal, gruñendo aún y con las orejas alzadas, se paró en dos patas contra el borde de la ventana.
– Así está bien, calladito -agregó él y le acarició la cabeza.
Cuando se volvió, el policía lo miraba con sorna. Parecía más tranquilo y eso estaba mejor.
– Me da mi insignia y mi pistola y me voy. Yo no quiero problemas con usted…, ¿puedo?
E indicó con el revólver el pequeño bar colocado entre los dos butacones.
– Sírvase.
El hombre se acercó al mueble y entonces él descubrió que cojeaba de la pierna derecha. Con el revólver en la mano, logró descorchar la ginebra y se sirvió medio vaso. Comenzó con un trago largo.
– Me encanta la ginebra.
– ¿Nada más que la ginebra?
– También la ginebra. Pero hoy se me fue la mano con el ron. Es que se deja beber y después…
– ¿Por qué vino a mi casa?
El hombre sonrió. Tenía unos dientes grandes, mal dispuestos y manchados por el tabaco.
– Pura rutina. Venimos de vez en cuando, echamos una mirada, anotamos quiénes son sus invitados, hacemos algún informe. Hoy estaba todo tan tranquilo que me dio por brincar la cerca…
Él sintió una oleada de indignación capaz de arrastrar los restos del temor que había sentido en la cama.
– ¿Pero qué carajos…?
– No se sulfure, Hemingway. No es nada grave. Digámoslo así, para que me entienda: a usted le gustan los comunistas y a nosotros no. En Francia, en España y hasta en Estados Unidos usted tiene muchos amigos comunistas. Y aquí también. Su médico, por ejemplo. Y este país está en guerra y cuando hay guerra los comunistas pueden ser muy peligrosos. A veces no enseñan el hocico, pero siempre están al acecho, esperando su oportunidad.
– ¿Y qué tengo yo que ver con eso?
– Parece que hasta ahora nada, la verdad. Pero usted habla mucho y se sabe que algún dinero les ha dado, ¿no?
– Mi dinero es mío y yo…
– Espere, espere, yo no vine aquí a discutir sobre su dinero o sobre sus gustos políticos. Quiero mi insignia y mi pistola.
– Yo no he visto nada de eso.
– Tiene que haberlas visto. Se me perdieron entre la cerca del fondo y la piscina. Ya busqué por todos lados y no aparecen. Tiene que haber sido cuando brinqué la cerca… Mire lo que me pasó.
El policía hizo girar el torso para que él viera el desgarrón que su saco tenía en la espalda.
– Lo siento. Yo no tengo nada suyo. Ahora déme mi revólver y vayase.
El hombre bebió otro trago, colocó el vaso sobre un librero y buscó un cigarro. Lo encendió y expulsó el humo por la nariz, mientras tosía. Por efecto de la tos, los ojos del policía se humedecieron y parecía lloroso cuando volvió a hablar.
– Me va a complicar la vida, Hemingway. En diciembre me jubilo con treinta años de servicio y un plus por limitación física: un hijo de puta me hizo mierda una rodilla y mire para lo que he quedado… Y no puedo decir que perdí mi placa y mucho menos la pistola mientras entraba en su propiedad. ¿Entiende?
– De todas maneras se van a enterar. Cuando yo se lo diga a los periodistas…
– Oiga, no me rompa los cojones.
– Y usted sí me los puede romper y hasta patear, ¿verdad?
El hombre movió la cabeza, negando. Hablaba y fumaba sin quitarse el cigarro de los labios.
– Mire, Hemingway: yo soy nada, yo no existo, yo soy un número en una plantilla enorme. No me complique, por favor. Los informes sobre usted que están en los archivos no es por mi culpa. Mi trabajo es vigilarlo y punto. A usted y a otros quince americanos locos como usted que andan por esta ciudad y a los que les gustan los comunistas.
– Eso es un atropello…
– Está bien. Es un atropello. Vaya a Washington y dígaselo al jefazo, o al mismo presidente. Ellos fueron los que dieron la orden. Y no a mí, por supuesto. Entre ellos y yo hay mil jefes…
– ¿Y desde cuándo me vigilan?
– Qué sé yo…, desde el treinta y pico, creo. Yo empecé hace dos años, cuando me mandaron para la embajada de La Habana. Y me cago en la puta hora en que acepté meterme en este país de mierda, mire cómo sudo, y la humedad me acaba con la rodilla, y el ron se me va a la cabeza… ¿Con todo el dinero que usted tiene cómo cono se le ocurrió meterse aquí?
– ¿Qué ha dicho usted de mí?
– Nada que no se supiera -al fin se quitó el cigarro de los labios y bebió otro trago para terminar el vaso-, ¿Dónde puedo echar la ceniza?
Él se movió hasta el librero, bajo la ventana, y le pareció absurdo que el hombre ensuciara con sus cigarros el hermoso cristal veneciano de aquel cenicero, obsequio de su vieja amiga Marlene Díetrich. Entonces se lo lanzó al policía, pero el hombre, a pesar de su edad y su gordura, se movió con rapidez y lo atrapó en el aire.
– Gracias -dijo y sonrió, satisfecho con su destreza.
– No me respondió qué ha dicho usted de mí -insistió.
– Por favor, Hemingway… Usted debe saber que el jefe Hoover no lo quiere, ¿verdad? -el hombre parecía cansado. Él levantó la vista y observó que el reloj de la pared marcaba la una y cincuenta-. Yo he dicho lo mismo que todo el mundo sabe: quiénes vienen a la casa, qué se hace aquí cuando hay fiestas, cuántos de sus amigos son comunistas y cuántos podrían serlo. Nada más. Lo de su alcoholismo y las cosas feas de su vida privada ya estaban en el dossier cuando yo llegué a Cuba. Además, yo soy demasiado borracho para hablar mal de mis colegas -y trató de sonreír.
El primer síntoma de que su presión había subido era aquella punzada en las sienes capaz de provocarle, de inmediato, una pesadez voluminosa en la parte posterior de la cabeza, justo en la base del cráneo. Luego venía el calor en las orejas. Pero nunca lo había sentido de aquel modo tan explícito. ¿Qué cosas feas se podían decir de su vida privada?, ¿qué sabrían de él aquellos gorilas que paseaban su impunidad por la faz de la tierra?
– ¿De qué había usted?
– ¿No es mejor que me dé mí insignia y mi pistola, que yo me vaya y todos en paz? Yo creo que sí…
Él lo pensó un instante, y se decidió.
– La pistola no la vi. Su insignia estaba al lado de la piscina, bajo la pérgola.
– Claro -sonrió el hombre-, yo lo sabía. Me senté un momento a fumarme un cigarro. Me dolía la rodilla… ¿Y no estaba la maldita pistola?
– Se la doy si me dice qué está escrito en ese dossier.
El policía aplastó el cigarro en el fondo del cenicero y lo dejó en el piso, sobre la alfombra.
– Por Dios, Hemingway. No me joda más y déme la placa -su voz había adquirido dureza y su mirada destilaba odio y desesperación.
– ¡La placa por la información! -gritó él y Black Dog empezó a ladrar de nuevo.
– Calle al cabrón perro. Va a venir el custodio.
– ¡La información!
– Me cago en… -el hombre levantó el revólver y le apuntó al pecho-, ¡Calle al perro o yo lo voy a callar de mala manera!
– Si mata al perro no sale vivo de aquí. ¡Así que hable!
El hombre sudaba por todos sus poros y las gotas corrían por su rostro. Sin dejar de apuntarle movió el sombrero hacia atrás y se pasó la mano izquierda por la frente.
– No sea estúpido, Hemingway, no se lo puedo decir.
– Yo sé que cuando tenga la insignia y la pistola me va a matar. Me tiene que matar.
– Nadie tiene que morirse si usted me da mis cosas.
– Pues si no habla no le doy su insignia. Y voy a llamar al custodio.
Black Dog seguía ladrando cuando él dio un paso hacia la ventana. En ese instante sintió que su cabeza podía estallar y que no era capaz de pensar. Sólo sabía que debía explotar la desesperación del policía para obligarlo a hablar. El agente, sorprendido por la acción, demoró un instante en ponerse en movimiento, avanzó tres pasos y estiró uno de sus brazos para agarrarlo por el hombro. Cuando al fin logró atraparlo, lo tiró hacia atrás. Pero ya él había aferrado uno de los sólidos candelabros extremeños de plata y, con el mismo impulso del tirón, se volvió y golpeó al policía a la altura del cuello. Fue un buen golpe, fuerte, pero mal colocado. El policía retrocedió, con la mano izquierda sobre el sitio donde recibiera el golpe y el brazo derecho estirado, tratando de encañonar al escritor con el revólver del 22.
– ¡Pero qué cojones…! ¡Te voy a matar, maricón de mierda!
¿Éste es el fin, muchacho?, tuvo tiempo de pensar. La primera detonación retumbó en la casa y el policía dio un paso hacia su izquierda, mientras se llevaba la mano al abdomen. Como si estuviera borracho, el agente intentó recuperar el equilibrio para volver a colocarlo en la mira del revólver. Cuando logró apuntarle, llegó la segunda detonación, que resultó más amable y fue como si empujara al hombre, que cayó de lado, con los ojos abiertos, la mano libre aferrada al estómago y la otra al revólver.
En la puerta de la habitación Calixto bajó la Thompson. A su lado, Raúl seguía apuntando, con una pistola negra y reluciente, todavía humeante, que reproducía todo el temblor de su brazo. Entonces Raúl también bajó el arma, mientras Calixto se acercaba al hombre caído. Con su bota pisó la mano que aún aferraba la 22 y con el otro pie desprendió el arma de una patada.
– ¿Estás bien, Papa? -Raúl avanzó hacía él.
– No sé, creo que sí.
– ¿Seguro que estás bien?
– Ya te dije que sí. ¿Y esa pistola?
– Debe ser la del tipo. Calixto y yo la encontramos.
– Este hijo de puta te iba a matar, Ernesto -comentó Calixto.
– ¿Tú crees?
– Sí, creo que sí -y apoyó la Thompson en la pared.
– ¿Por qué no quisiste ir a la Central?
– Ya no me gusta la Central.
– ¿Nunca volviste a entrar?
– Nunca -confirmó el Conde y se inclinó sobre el fogón. Comprobó que la cafetera había comenzado a colar-. Ya no soy policía y no pienso volver a serlo.
Sentado a la mesa, el teniente Manuel Palacios se abanicaba con un periódico viejo. Por más que había insistido, el Conde se negó rotundamente a hablar con el jefe de investigaciones de la Centra! y sólo aceptó que Manolo lo llevara a su casa.
Con gestos precisos, el Conde tomó una taza grande de loza, puso la cantidad exacta de azúcar y luego vertió el café. Lo batió con seriedad de experto y lo devolvió a la cafetera. Luego le sirvió a su amigo en una taza pequeña y se puso el suyo en la taza grande utilizada para hacer la mezcla. Respiró el perfume caliente de la infusión y sintió un alborozo conocido en su paladar. Por último vertió un chorro del líquido en un pozuelo y llamó a su perro, que dormitaba bajo la mesa.
– Arriba, Basura, el café.
El animal se desperezó y avanzó hacia el pozuelo. Metió la lengua y retiró el hocico.
– Sóplalo primero, Basura, está caliente.
– En vez de darle café deberías bañarlo.
– A él le gusta más el café. ¿No está bueno?
– Encojonao -respondió Manolo-. ¿De dónde tú sacas este café tan bueno, Conde?
– Es dominicano. Me lo manda un amigo del Viejo que se hizo amigo mío. Freddy Ginebra. ¿Tú no lo conoces?
– No, no.
– Qué extraño. Todo el mundo conoce a Freddy Ginebra… Bueno, ¿qué piensas hacer?
– Todavía no lo sé bien. Hay cosas que creo que no vamos a saber nunca. De todas maneras quiero hablar con Toribio y con Tenorio. A lo mejor saben algo…
– Deja tranquila a esa gente. Yo prefiero pensar que ni Hemingway ni Calixto ni Raúl dijeron lo que pasó esa noche. Por mi cuenta ellos eran los únicos que sabían la historia completa. Y los tres están muertos -el Conde fumaba y miraba más allá de la ventana abierta-. Ya sabemos todo lo que se puede saber…
– Para mí está claro que Calixto fue el que lo mató. Si no, no lo hubieran sacado para México.
– Yo no estoy tan convencido. Ahí pudo pasar cualquier cosa. A lo mejor Calixto nada más vio lo que pasó, o el FBI lo buscaba a él y no a Hemingway… Además, con el cadáver bien escondido, ¿por qué mandar a Calixto para México? Eso pudo ser una cortina de humo… No, hay algo extraño en todo eso y no puedo estar seguro de que haya sido Calixto.
– Si aprieto un poco a Tenorio…
– No seas tan policía, Manolo. Deja tranquilo a Tenorio. ¿Cómo lo vas a apretar? Él no había nacido cuando mataron a ese hombre…
– ¿Qué te pasa, Conde? Estoy seguro de que Tenorio sabe algo. Y tú también. ¿Por qué no quieres ver la verdad? Oye, Hemingway sacó a Calixto de Cuba para protegerlo. Él también era capaz de hacer esas cosas, ¿no? -Manolo no dejaba de mirar al Conde-. Y si salvó a Calixto, se portó como un amigo.
– Todo eso suena muy bonito, pero lo que no entiendo es por qué tuvo que darle a todo el mundo velas en ese entierro. En la finca nada más debían estar Hemingway y Calixto, pero resulta que de pronto también estaban Raúl y Toribio, y luego buscaron a Ruperto. ¿Eso no es extraño? ¿Y la segunda bala, dónde cono está la segunda bala? ¿También es de la Thompson?
– Conde, Conde… -empezó a protestar Manolo.
– ¿Y si la segunda bala no es de una Thompson? ¿Y si Hemingway fue el que lo mató y sacó a Calixto por otra razón? No sé, para que no cayera en manos de un policía un poco cabrón que lo hiciera hablar…
– Qué ganas de complicarte tienes, carajo. Mira, lo que yo no acabo de entender es qué cono hacía metido en la casa ese agente del FBI. Vigilarlo es una cosa, acosarlo es otra… Y Hemingway no era ningún comemierda al que ellos pudieran presionar así como así. Y tampoco se me ocurre por qué no tiraron al mar la insignia…
Manolo tomó un cigarro de la cajetilla del Conde y se puso de pie. Avanzó hasta la puerta de la cocina, abierta hacia la terraza y el patio, sombreado por una vieja mata de mangos.
– Me encantaría ver las quince páginas que le faltan al dossier del FBI -Manolo expulsó el humo y se volvió-. No sé por qué, pero creo que ahí está la clave de todo lo que pasó esa noche. ¿Tendrá que ver con los submarinos y el petróleo?
– Hemingway descubrió quién le daba petróleo a los nazis aquí en Cuba, y el FBI lo ocultó… Hay secretos que matan, Manolo. Y ése por lo menos mató a dos hombres: al policía y a Hemingway. Ahí perdió todo el mundo.
– Bueno, bueno…, ¿ahora no te cae tan mal?
– No sé. Tengo que esperar a que baje la marea.
– ¿Sabes una cosa? Me leí otra vez el cuento que me dijiste. «El gran río de los dos corazones.»
– ¿Y?
– Es un cuento extraño, Conde. No pasa nada y uno siente que están pasando muchas cosas. Él no decía lo que uno se debía imaginar.
– Él sabía hacer eso. La técnica del iceberg. ¿Te acuerdas? Siete partes ocultas bajo el agua, una sola visible, en la superficie… Como ahora, ¿no? Cuando descubrí lo bien que él lo hacía, me puse a imitarlo.
– ¿Y qué estás escribiendo ahora?
El Conde fumó dos veces de su cigarro, hasta sentir calor en los dedos. Miró la colilla un instante y la lanzó por la ventana.
– La historia de un policía y un maricón que se hacen amigos.
Manolo regresó a la cocina. Sonreía.
– Me cago en tu madre por adelantado -dijo el Conde.
– Está bien, está bien. Cada cual escribe de lo que puede y no de lo que quiere -aceptó el otro.
– ¿Vas a cerrar el caso?
– No sé. Hay cosas que no sabemos, pero creo que nunca las vamos a saber, ¿no? Y si lo cierro, es que existió. Y si existió, se va a regar la mierda. No importa si fue Calixto, si fue Raúl o si fue él, pero se va a formar un rollo del carajo. Y sigo pensando que cuarenta años después, ¿a quién le importa ese muerto?
– ¿Estás pensando lo que yo estoy pensando?
– Estoy pensando que si al fin y al cabo no sabemos quién lo mató, ni por qué, ni podemos acusar a nadie, ni el cadáver está reclamado por nadie…, ¿no es mejor olvidarse de ese saco de huesos?
– ¿Y tus jefes?
– A lo mejor los puedo convencer. Digo yo…
– Si el jefe fuera el Viejo se podría. El mayor Rangel parecía duro, pero tenía su corazoncito. Yo lo hubiera convencido.
– ¿Entonces qué tú crees?
– Espérate aquí.
El Conde fue al cuarto y regresó con la biografía de Hemíngway que había estado leyendo.
– Mira esta foto -y le dio el libro a Manolo.
De pie, con una cortina de árboles al fondo, Hemingway aparecía de perfil. Su pelo y su barba estaban completamente blancos, y la camisa de ginghah parecía prestada por otro Hemingway más corpulento que el de la foto: el cuerpo del hombre se había reducido, sus hombros se habían caído y estrechado. Miraba en pensativo silencio algo que no se podía apreciar en la fotografía, y al ver aquella imagen se recibía una inquietante sensación de veracidad. Su estampa era la de un anciano, y apenas recordaba al hombre que practicó y disfrutó la violencia. El pie de grabado advertía que la instantánea había sido tomada en Ketchum, antes de su estancia final en la clínica, y era una de las últimas fotos del escritor.
– ¿Qué estaría mirando? -preguntó Manolo.
– Algo que estaba del otro lado del río, entre los árboles -respondió el Conde-. Se estaba viendo a sí mismo, sin público, sin disfraces, sin luces. Estaba viendo a un hombre vencido por la vida. Un mes después se metió un tiro.
– Sí, estaba jodido.
– No, al contrario: estaba libre del personaje que él mismo se inventó. Ése es el verdadero Hemíngway, Manolo. Ése es el mismo tipo que escribió «El gran río de los dos corazones».
– ¿Te digo lo que voy a hacer?
– No, no me lo digas -el Conde lo interrumpió con toda su dramática insistencia, moviendo incluso las manos-. Ésa es la parte oculta del iceberg. Deja que yo me lo imagine.
El mar formaba una mancha insondable y desesperanzadora, y sólo cuando rompía en las rocas de la costa su monotonía negra era alterada por la cresta efímera de las olas. A lo lejos, dos luces tímidas marcaban la presencia de botes de pesca, empeñados en sacar del océano algo bueno aunque invisible, pero a la vez muy deseado: era un desafío eterno y conmovedor el que movía a aquellos pescadores, pensó el Conde.
Sentados en el muro, el Conde, el Flaco y el Conejo daban cuenta de sus provisiones de ron. Después de devorar los pollos al ajillo, la cazuela de malanga rociada con mojo de naranja agria, las fuentes de arroz y la montaña de buñuelos en almíbar preparados por Josefina sin que nadie preguntara de dónde podían haber brotado aquellas maravillas extinguidas en la isla, el Conde había insistido en que debían ir hasta Cojímar si sus amigos pretendían oír la historia completa de la muerte de un agente del FBI en Finca Vigía, y el Conejo debió pedirle a su hermano menor que le prestara el Ford Fairland 1958 más brillante y adornado de Cuba. El milagro de la transformación de aquella antigüedad renacida de sus chatarras y que ahora se cotizaba en varios miles de dólares, se debía al laborioso empeño del Conejo menor, quien había entrado en posesión de los activos necesarios para comprarlo y embellecerlo en los escasos seis meses que llevaba como administrador de una panadería dolarizada, que parecía más bien una inagotable mina de oro.
Entre el Conde y el Conejo habían alzado a Carlos de su sillón de ruedas para subirlo al muro del malecón y luego, con delicadeza, movieron las piernas inútiles del amigo hasta hacerlas colgar hacia la costa. Las escasas luces del pueblo quedaban a sus espaldas, más allá del busto verde de Hemingway, y los tres sentían que era agradable estar allí, frente al mar, a la vera del torreón español, disfrutando la brisa posible de la noche mientras oían la historia narrada por el Conde y bebían ron directamente del pico de la botella.
– ¿Y ahora qué va a pasar? -preguntó el Conejo, dueño de una lógica implacable, siempre necesitada de respuestas también dotadas de lógica implacable.
– Creo que ni timbales -dijo el Conde, apelando a los últimos ripios de su inteligencia, a punto ya de naufragar en el alcohol.
– Eso es lo mejor de esta historia -afirmó el flaco Carlos luego de sacarle las últimas gotas a la segunda botella-. Es como si nunca hubiera pasado nada. No hubo muerto, m matador, ni nada. Me gusta eso…
– Pero ahora yo veo un poco distinto a Hemíngway…, no sé. Un poco…
– Está bien que lo veas distinto, Conde -intervino el Flaco-. Al fin y al cabo el tipo era un escritor y eso es lo que te importa a ti, que eres escritor y no policía, ni detective, ni vendedor de ni carajo. Escritor: ¿verdad?
– No, salvaje, no estoy tan seguro. Acuérdate de que hay muchas clases de escritores -y empezó a contar con todos los dedos que logró convocar-: los buenos escritores y los malos escritores, los escritores con dignidad y los escritores sin dignidad, los escritores que escriben y los que dicen que escriben, los escritores hijos de puta y los que son personas decentes…
– ¿Y dónde tú pones a Hemingway? ¿A ver? -quiso saber el Flaco.
El Conde descorchó la tercera botella y bebió un trago leve.
– Creo que era de todo un poco.
– A mí lo que me jode de él es que nada más veía lo que le interesaba ver. Esto mismo -dijo el Conejo y volvió la cara hacia el pueblo-, decía que era una aldea de pescadores. Pa; su madre: nadie en Cuba dice que esto es una aldea de pescadores ni de un carajo, y por eso Santiago es cualquier cosa menos un pescador de Cojímar.
– Eso también es verdad -sentenció Carlos-. El tipo no entendió ni cojones. O no le importó entender, no sé. ¿Tú sabes, Conde, si alguna vez se enamoró de una cubana?
– Pues mira que no sé.
– ¿Y así pretendía escribir de Cuba? -el Conejo parecía exaltado-. Qué viejo más farsante…
– La literatura es una gran mentira -concluyó el Conde.
– Éste ya está hablando mierda -terció el flaco Carlos y le puso una mano en el hombro a su amigo.
– Bueno, para que lo sepan -siguió el Conde-, voy a pedir mi entrada en los hemingwayanos cubanos.
– ¿Y qué cosa es eso? -quiso saber el Conejo.
– Una de las dos mil maneras posibles y certificadas de comer mierda, pero me gusta: no hay jefes, ni reglamentos, ni nadie que te vigile, y uno entra y sale cuando le da la gana y si quieres hasta te puedes cagar en Hemingway.
– Si es así, a mí también me gusta -caviló el Conejo-. Creo que voy a inscribirme. ¡Vivan los hemingwayanos cubanos!
– Oye, Conde -el Flaco miró a su amigo-, pero en todo este lío se te olvidó descubrir una cosa…
– ¿Qué cosa, salvaje?
– El blúmer de Ava Gardner.
El Conde miró al Flaco, directamente a los ojos.
– Yo creí que tú me conocías mejor.
Y sonrió, mientras con una mano hurgaba en el bolsillo posterior del pantalón, al tiempo que levantaba la nalga del muro. Con gestos ampulosos de mago barato, sacó la tela negra, cubierta de encajes, la misma tela que un día acarició las intimidades profundas de una de las mujeres más bellas del mundo. Con las dos manos abrió el blúmer, como si colgara de una tendedera, para que sus amigos observaran las dimensiones, la forma, la textura transparente de la pieza, e imaginaran, con sus mentes febriles, la carne viva que una vez ocupó aquel espacio.
– ¿Te lo robaste? -la admiración del Flaco era ilimitada y su gula erótica también. Lanzó una de sus manos y atrapó el blúmer para sentir en sus dedos, cerca de sus ojos, el calor de la tela del deseo.
– Estás del carajo, Conde -le dijo el Conejo y sonrió.
– Algo tenía que sacar de esta historia, ¿no? Dame acá, Flaco -pidió, y su amigo le devolvió la pieza de tela. Delicadamente el Conde buscó el elástico de la cintura y lo abrió con las dos manos para luego llevárselo a la cabeza: entonces se lo encasquetó como si fuera una boina-. Ésta es la mejor corona de laureles que jamás exhibió ningún escritor. Éste es mi gorro frigio.
– Cuando te canses de joder me lo prestas -reclamó el Conejo, pero el Conde no parecía tener intenciones de descubrirse.
– Dame el ron -pidió el Conde y volvió a beber.
– Mira que ya estás borracho -le advirtió el Conejo.
De la lejanía, uno de los botes iluminados con un farol se iba acercando a la costa.
– ¿Habrán cogido algo? -se preguntó el Flaco.
– Seguro que sí -afirmó el Conde-. A menos que estén salaos, como nosotros…
En silencio observaron la maniobra del bote, cuyo motor tosía con intermitencia, como si estuviera a punto de ahogarse con sus propias flemas. Lentamente cruzó frente a ellos y enfiló hacia el embarcadero del río.
– No sé ni cuántos años llevaba yo sin venir a Cojímar -dijo al fin el flaco Carlos.
– Sigue siendo un lugar extraño -comentó el Conde-. Es como si aquí no pasara el tiempo.
– Lo jodido es que sí pasa, Conde, siempre pasa -remató el Conejo con su imperturbable sentido dialéctico e histórico del mundo-. La última vez que vinimos aquí todos juntos, Andrés estaba con nosotros. ¿Se acuerdan?
– Dame el ron -pidió el Conde-, voy a darme un trago por el amigo Andrés -y bebió una porción devastadora.
– Hace siete años que se fue pal norte -el Flaco recibió la botella que le pasaba el Conde-. Siete años son muchos años. No sé por qué no quiere venir todavía.
– Yo sí sé -afirmó el Conejo-: para poder vivir del otro lado -e indicó el mar-, necesitaba arrancarse de la vida lo que dejó de este lado.
– ¿Tú crees? -intervino Carlos-, ¿Y cómo va a vivir sin lo que ya vivió aquí? No, Conejo, no… Mira, hace un rato yo me estaba imaginando que Andrés podía estar del otro lado, mirando el mar igual que nosotros, y pensando en nosotros. Para eso son los amigos: para acordarse unos de los otros, ¿no?
– Sería lindo -dijo el Conde-, y lo más jodido es que puede ser cierto.
– Yo me acuerdo de ese cabrón todos los días -aseguró Carlos.
– Yo nada más que cuando me emborracho, como ahora -dijo el Conejo-. Así se aguanta mejor. Dormido o borracho…
El Conde se inclinó hacia delante y buscó el cadáver de una de las botellas que ya habían ejecutado.
– Está ahí -le dijo al Flaco-. Dame acá ese litro vacío.
– ¿Para qué lo quieres? -Carlos le temía a los impulsos alcohólicos de su amigo.
El Conde miró hacia el mar.
– Yo también creo que Andrés está del otro lado, mirando para nosotros. Y quiero mandarle una carta. Dame acá la cabrona botella.
Con la botella entre las piernas y el cigarro en los labios, el Conde buscó algún papel en sus bolsillos. Lo único que halló fue la cajetilla donde aún bailaban un par de cigarros. Guardó los cigarros en el bolsillo y, controlando el temblor de sus manos, la rasgó cuidadosamente, hasta obtener un pedazo de papel rectangular. Apoyado en el muro, procurando recibir alguna claridad, comenzó a escribir sobre el papel, mientras leía en voz alta las palabras que iba grabando: «A Andrés, en algún lugar del norte: Cabrón, aquí nos estamos acordando de ti. Todavía te queremos y creo que te vamos a querer siempre», y se detuvo, con el bolígrafo apoyado sobre el papel. «Dice el Conejo que el tiempo pasa, pero yo creo que eso es mentira. Pero si fuera verdad, ojalá que allá tú nos sigas queriendo, porque hay cosas que no se pueden perder. Y si se pierden, entonces sí que estamos jodídos. Hemos perdido casi todo, pero hay que salvar lo que queremos. Es de noche, y tenemos tremendo peo, porque estamos tomando ron en Cojímar: el Flaco, que ya no es flaco, el Conejo, que no es historiador, y yo, que ya no soy policía y sigo sin poder escribir una historia escuálida y conmovedora. Escuálida y conmovedora de verdad… Y tú, ¿qué eres o qué no eres? Te mandamos un abrazo, y otro para Hemingway, si lo ves por allá, porque ahora somos hemingwayanos cubanos. Cuando recibas este mensaje, devuelve la botella, pero llena», y firmó Mario Conde, para luego pasarle el papel a Carlos y al Conejo, que estamparon sus nombres. Con esmero, el Conde enrolló el papel y lo depositó dentro del recipiente. Entonces se descubrió y comenzó a introducir dentro de la botella el blúmer negro de Ava Gardner.
– Te volviste loco -protestó el Conejo.
– Para algo son los amigos, ¿no? -comentó el Conde mientras la tela bajaba hacia la barriga del litro.
– Eso digo yo -remató el flaco Carlos.
– Seguro llega el día de su cumpleaños -divagó el Conejo, después de darse un lingotazo de ron, y comenzó a cantar-: Felicidades, Andrés, en tu día…
Cuando la prenda de tela quedó dentro, el Conde hundió el corcho en la boca, y lo golpeó con la mano abierta para que el sellado fuera perfecto.
– Va a llegar -afirmó el Conde-. Estoy seguro de que este mensaje va a llegar -y se empinó la otra botella de ron, dispuesto a buscar el alivio del olvido.
Bufando el vapor del trago, sin soltar la botella mensajera, el Conde se esforzó por incorporarse y al fin logró ponerse de pie sobre el muro cuando el Conejo repetía: «Felicidad, felicidad, felicidad…». Conde miró hacia el mar, infinito, empeñado en abrir distancias entre los hombres y sus mejores recuerdos, y observó el agresivo lecho de rocas, contra el cual podían estrellarse todas las ilusiones y dolores de un hombre. Bebió otro trago, a la memoria del olvido, y gritó con todas las fuerzas de sus pulmones:
– ¡Adiós, Hemingway!
Entonces tomó impulso con el brazo hacia atrás y lanzó la botella al agua. El recipiente epistolar, preñado con las nostalgias de aquellos náufragos en tierra firme, quedó flotando cerca de la costa, brillando como un diamante invaluable, hasta que una ola lo envolvió y lo alejó hacia esa zona oscura donde sólo es posible ver algo con los ojos de la memoria y el deseo.
Mantilla, verano de 2000