– ¡Soy un buen tipo! ¿O no? ¿Por qué no querrá salir conmigo?
Drew estaba recostado sobre el respaldo de su espléndido sillón de ejecutivo, los pies sobre la mesa y las manos bajo la nuca.
Elliot Cosgrove, su encargado, se sentó enfrente de él, abrió su maletín y sacó de él un montón de papeles.
Elliot Cosgrove era, sin duda, el hombre de confianza de la compañía. Llevaba casi diez años trabajando en Wyatt & Associates. Tenía un gran talento para administrar dinero y llevar un somero control de casi todo y Drew siempre confiaba en su buen juicio. Pero, hasta entonces, nunca le había pedido consejo en el tema de las mujeres.
Además, no eran lo que se dice amigos íntimos. Mientras que Drew lo llamaba por su nombre de pila, Elliot Cosgrove todavía mantenía un distanciado señor que marcaba el estatus.
– Necesitaría que firmara el contrato con Gresham Park, señor -dijo Elliot-. Tenemos una reunión preliminar con el comité cívico de la Junta Municipal en diez minutos. Ya le he mandado a Kim que haga las fotocopias del proyecto y los bocetos de la sala de conferencias. Los miembros del comité estarán a punto de llegar.
Drew se chascó los huesos de los dedos y continuó.
– La mayoría de las mujeres me encuentran atractivo -continuó-. No quiero decir que sea irresistible, pero a veces hay más de una detrás de mí.
Elliot alzó la mirada.
– No tengo mucha experiencia al respecto. Yo no suelo tener ni siquiera una con la que relacionarme.
– Tal vez he ido demasiado deprisa.-especuló Drew-. Pero es que nunca he conocido a ninguna mujer tan guapa, tan interesante y tan directa como ella. No se dedica a jugar.
– ¿Jugar, señor? ¿Se refiere a tenis, squash, etc.? -Elliot bajó la cabeza y sacó otro taco de papeles-. Según parece, Lubich ha presentado otro proyecto para la construcción del centro cívico.
– Ya conoces a las mujeres -dijo Drew-. Lo lían todo, hasta que no sabes dónde está la cabeza y dónde los pies. Es como tratar de construir una casa sólo con plumas. Y cuando el viento sopla con fuerza, ¿qué te dejan?
Elliot lo miró perplejo.
– No lo sé. ¿Plumas, señor?
– ¡Nada, no te dejan nada? -Drew dio un puñetazo sobre la mesa-. ¿Ha habido alguna mujer en tu vida?
– Sí, señor, la hubo. Una. Solamente una. Pero no funcionó. Tuvimos que romper -Elliot se ruborizó y siguió con la vista fija en los papeles-. Lubich podría causarnos problemas.
– ¿Por qué?
– Ya sabe. Hay hombres que no se detienen ante nada para llegar a donde quieren.
– No me refiero a eso, sino a por qué rompisteis.
– No era el hombre que ella creía que era -murmuró Elliot-. Sobre este contrato, creo que debería…
– Pero Tess ni siquiera me conoce. Sólo pasamos una hora juntos. Por eso no puedo entender que me rechace de ese modo. Generalmente causo una buena primera impresión. Suelen considerarme simpático. Quizás sean mis dientes -se los tocó preocupadamente.
– Es usted realmente simpático, señor y sus dientes son perfectos, se lo aseguro -el comentario de Elliot fue demasiado entusiasta, lo que hizo a Drew decidirse por un cambio de tema. El hombre no parecía sentirse cómodo con el tema-. Deberíamos hablar del viaje a Tokio.
Pero Drew seguía completamente perdido respecto a Tess.
Y el problema no era, en absoluto, que se sintiera mal por haber sido rechazado. El problema era que le gustaba de verdad. Estaba ansioso por oírla reír de nuevo, por ver sus grandes y expresivos ojos verdes iluminarse de emoción, por conversar con ella.
Podría enviarle flores… pero no, eso no funcionaría. Las joyas podrían haber convencido a otras mujeres, pero no a Tess. Estaba completamente perdido.
Lo único que sabía era que sólo algo muy especial podría traerla hasta él.
Para poder seguir atacando, tenía que poder verla.
Drew agarró el teléfono y marcó el número de su secretaria.
– Kim, necesito que me indagues sobre cierta información. Agarra toda la lista de fiestas que tienes sobre la mesa y comprueba cuáles han sido organizadas por Tess Ryan. A todas ésas les envías una carta de confirmación de asistencia.
Drew sonrió y colgó el teléfono. Tess no iba a tener más remedio que verlo, quisiera o no.
– ¿Está saliendo con Tess Ryan? -preguntó Elliot.
Drew se apoyó sobre el respaldo y suspiró.
– Me gustaría que así fuera, Elliot. De momento, nuestra relación está en un momento difícil. ¿La conoces?
Elliot negó con la cabeza.
– Creo… creo que conozco a su hermana.
– No sabía que tuviera una hermana.
– Quizás no la tenga -respondió Elliot, con una extraña expresión de ansiedad bastante poco común en él.
Drew se encogió de hombros.
– ¿Cómo han ido las cosas en mi ausencia? -preguntó Drew.
Elliot se aclaró la garganta.
– Mi… mi coche se rompió. Utilicé su BMW durante unos días. Espero que no le importe.
– No, en absoluto. Es un coche de empresa.
– Y asistí al concierto benéfico en su lugar… -añadió-. Pensé que…
– Perfecto -dijo Drew-. Es mejor que alguien use las entradas.
– Y… he estado durmiendo en su habitación de invitados durante todo el mes, mientras me pintaban la casa.
Drew frunció el ceño.
– ¿Has estado viviendo en mi casa?
Elliot se ruborizó de pies a cabeza.
– Lo siento, pero ha sido por Rufus, señor. No tenía otra opción. Estaba muy abatido.
Drew lo miró perplejo.
– ¿Rufus? ¿Mi perro?
– Sí, señor. Yo no quiero meterme en su vida familiar, señor, pero me da la sensación de que su estado anímico es causado por las cosas que ve en televisión cuando su asistenta está en casa. No tiene ningún cuidado. Mientras estuve con él, lo obligué a iniciar un programa de ejercicios y pasamos una gran parte del tiempo hablando.
– ¿Hablaba con mi perro? Por favor, no me diga que le respondía, porque tendría que empezar a buscarme otro encargado.
Alguien llamó a la puerta en aquel preciso instante.
– Señor Wyatt, hay una policía aquí. Parece que quiere hablar con usted. También ha llegado el señor Eugene, del comité.
Elliot frunció el ceño.
– ¿Policía, señor?
– Sí, alguien me desinfló las ruedas anoche y puse una denuncia. Pero, la verdad, no esperaba que respondieran tan rápido.
Elliot siguió a Drew y a Kim al área de recepción de la oficina.
Los miembros del comité estaban cómodamente instalados en su lugar correspondiente, mientras la policía aguardaba junto a la mesa de Kim.
La policía sonrió.
– ¿Señor Andrew Wyatt?
– Sí. ¿Ha encontrado usted al gamberro que me pinchó las ruedas?
La policía se aproximó a él, hasta que su boca estaba a sólo unos milímetros de la suya. Lentamente bajó la mirada hasta su bragueta.
– ¿Llevas una pistola en el bolsillo o es que te alegras de verme?
Nada más decir esto, metió la mano en la bolsa de lona que llevaba y una música sensual resonó lasciva entre las austeras paredes de la recepción.
Se volvió hacia Drew vigorosamente, se abrió de golpe la camisa, rebelando dos pechos turgentes y excesivos, sugerentemente ocultos bajo un sexy sujetador de encaje negro.
Aquella situación no podía estar dándose, no podía ser verdad. La policía no era tal.
Los miembros del comité cívico de la Junta Municipal estaban boquiabiertos. Kim ocultaba con horror la cara entre las manos, mientras miraba por entre los dedos. Y Drew… estaba mudo y perplejo.
Por fin la bailarina se quitó todo lo que la cubría menos un diminuto tanga y Drew no pudo por menos que soltar una carcajada ante lo absurdo de la situación.
¿Quién demonios podría haberle hecho eso?
Mientras la mujer se movía provocativamente entre los miembros del comité, Elliot le susurró una respuesta a la pregunta no formulada.
– Lubich, Esto es cosa de Lubich. Ya le dije que sería capaz de cualquier cosa.
La última vez, había intentado promulgar el bulo de que los materiales que utilizaba Wyatt & Associates eran de segunda categoría. Pero la empresa ya se había ganado la sólida fama de ser una industria de primera.
Tal vez, la desesperación le había llevado a hacer algo como aquello.
La bailarina se volvió hacia él y, disimuladamente, Drew le puso un billete en la mano.
– Gracias, con esto es suficiente.
Ella sonrió, le enroscó un brazo al cuello y lo besó amorosamente en la boca.
– Me alegro de que le haya gustado. También hago pases privados.
Drew le dio otro billete.
– ¿Quién te ha enviado?
Ella sonrió pícaramente.
– Eso es un secreto.
Drew se apartó de ella, la ayudó a recopilar la ropa que había ido dejando por todas partes y la guió hacia la puerta.
– Que tengas un buen día -le dijo con una amigable sonrisa.
Al volverse hacia la recepción, todos los ojos estaban fijos en él. ¿Qué debía hacer en aquella situación? ¿Debía fingir que no había sucedido nada? No parecía la opción más razonable. ¿Debía intentar explicar lo ocurrido? Pero, ¿qué explicación podía dar, cuando ni él mismo sabía explicárselo?
– Mi madre siempre aparece en el momento más inoportuno -optó por decir-. Generalmente, viene con una cesta llena de galletas, pero hoy…
Los miembros del comité lo miraron nerviosamente. No sabían muy bien qué decir o cómo tomarse el comentario. De pronto, una pequeña carcajada resonó. Era el señor Eugene. Cinco segundos después todos estaban riendo y recapitulando sus partes favoritas del striptease.
Drew los condujo hacia la sala de reuniones. Antes de entrar se volvió hacia Kim y Elliot.
– Quiero que averigüéis quién ha mandado a la bailarina. Si es necesario, contratad un detective privado.
– ¿Quiere decir que no sabe quién lo ha hecho?
– ¡Por supuesto que no! Puedo estar de acuerdo en que tal vez haya sido Lubich, pero no tengo la certeza de que así sea. Creo que, además, está vinculado con lo de las ruedas de anoche. Así es que quiero saber qué está pasando.
– ¿Qué hago, entonces: averiguo lo de la bailarina o lo de Tess Ryan? -preguntó Kim, con su habitual eficiencia.
Drew se quedó pensativo.
– Kim, tú te ocupas de Tess Ryan y Elliot de la bailarina. Quiero tener algo concreto para el final del día.
Nada más decir eso se volvió hacia la sala de juntas. Definitivamente, llevaba demasiado tiempo ya pensando en mujeres vestidas y desnudas. Era el momento de ponerse a trabajar.
– ¡Feliz cumpleaños!
Un montón de aplausos resonaron y Tess sonrió desde detrás de una enorme tarta con forma de cabeza de vaca.
Todos los asistentes al cumpleaños iban vestidos con trajes del lejano Oeste y el niño del cumpleaños sonrió alegre. Acababa de soplar sus cincuenta velas sin fallar ni una.
La esposa de Arthur Duvelle, Eleanor, lo besó en la mejilla.
Aquella resultó ser una de las mejores fiestas que jamás había organizado. Había balas de paja y la comida se servía en diligencias. La barbacoa resultó excelente y la banda de música country daba el toque perfecto.
Incluso había contratado a unos vaqueros para poner la guinda a la fiesta y unos cuantos asistentes ya lo habían intentado sobre un potro mecánico.
– ¡Una estupenda fiesta!
Tess se volvió con una sonrisa para recibir el cumplido que le acababan de hacer. Pero la sonrisa se le congeló en la boca.
– ¿Qué… qué diablos haces aquí?
Drew se aproximó a ella.
– ¿Te echaba de menos? ¿No tenía más remedio que verte? Te parecen buenas razones, ¿o quieres que mienta?
– ¡Esta es una fiesta privada! No puedes estar aquí.
– Te echaba de menos.
– ¡Tienes que irte!
– ¡Pero yo no quiero irme!
Tess miró nerviosamente a Arthur Duvelle. Éste acababa de volverse hacia ella. Era el momento de partir la tarta. Pero antes de seguir con su trabajo, tenía que librarse de Drew.
– Por favor -le dijo-. Dime qué quieres y márchate.
Se cruzó de brazos y la camisa vaquera que llevaba le marcó los músculos de los hombros. No podía estar más guapo. Incluso podría decirse que le quedaban mejor los vaqueros que el smoking. Sintió un ejército de hormigas en el estómago.
– Bien, ¿qué quieres? -le dijo.
– Quiero que salgas conmigo -le dijo-. Podemos ir a cenar o al cine.
Tess sabía que debía rechazar la propuesta, pero no estaba en situación de hacerlo.
– De acuerdo -le dijo-. Siempre y cuando te marches de inmediato.
Él sonrió.
– ¿Cuándo?
– Cuando quieras. Llámame a la oficina mañana por la mañana y decidimos una noche. ¡Ahora vete!
En aquel preciso instante, Arthur Duvelle comenzó a caminar hacia ellos.
– ¡Vete!
Pero Duvelle ya había visto a Drew. Frunció el ceño y se aproximó a él con un gesto de confusión.
A Tess se le congeló el corazón. Trataba de encontrar una excusa, pero su mente estaba igualmente paralizada.
¡Ya lo tenía! Le diría que Drew la había ayudado con la decoración.
– ¿Wyatt? -Duvelle se quitó el sombrero de vaquero-. ¡Vaya sorpresa!
Drew se aproximó a él con la mano extendida.
– ¡Arthur! Feliz cumpleaños. Supongo que ya te han dicho que cada día estás más joven.
Duvelle tomó la mano de Drew.
– Eleonor me dijo que no podrías venir, que estabas en Tokio.
– He vuelto hace unos días -le dijo Drew-. No podía perderme otra vez la oportunidad de hablar de mi proyecto favorito. ¿Cuándo me vas a dejar que añada el invernadero de Eleanor?
– Ya hablaremos de eso -le dijo Arthur-. Dentro de poco será su cumpleaños y sería un buen regalo, ¿no crees?
Drew se rió.
– Afilaré el lápiz y me pondré manos a la obra.
Con esto, Arthur se unió a la multitud de amigos que lo acompañaba, y dejó a Tess contemplando la paleta de cortar tartas que tenía en la mano.
Andy Wyatt le había hecho chantaje. ¿Por qué demonios siempre conseguía lo que quería?
Se aproximó a él, paleta en mano.
– ¿Debo temer por mi vida o me perdonarás por este pequeño juego?
Tess suspiró exasperada y se dirigió hacia la mesa, mientras él la seguía de cerca.
– ¡Me has engañado!
Drew se rió y tomó un bollo de crema de la mesa.
– Y tú has vuelto a sacar una conclusión errónea sobre mí. Soy un invitado más. No me he colado.
– Pero tú odias las fiestas. ¿Qué te hizo decidirte a venir a ésta?
Se chupó los dedos con deleite.
– Tú.
Ella se ruborizó.
– ¿De qué conoces a Arthur Duvelle?
– Diseñé su casa y varias de sus oficinas. Somos viejos amigos -la agarró del codo-. Somos tan amigos, que seguro que no le importa que te robe unos segundos.
Tess dejó la paleta. Por suerte, ya había repartido una gran parte de la tarta.
– De acuerdo, puedo escaparme un momento.
Drew la agarró de la mano, enlazando sus dedos con los de ella, y se fueron a un rincón del jardín.
– Bueno, supongo que tenemos una cita -dijo ella-. Aunque ha sido el resultado de la manipulación y el chantaje, mantengo mi palabra. A menos que sientas remordimientos y me quieras liberar de mi promesa.
Drew la miró con ojos de animalillo desvalido.
– ¿Por qué estás tan determinada a evitarme? -sus palabras dejaron patente su decepción.
Pero la pregunta, realmente, debía de ser otra. ¿Por qué él estaba tan empeñado en tener una cita con ella?
– Seguramente en Atlanta hay cientos de mujeres que se morirían por tener una cita contigo.
– ¿Y por qué tú no eres una de ellas?
– Ya te dije que no eras mi tipo. Es tan simple como eso. Sé que tu ego no te permite aceptar algo así, pero inténtalo por una vez.
– No me conoces. Soy un tipo estupendo. Pregúntales a Arthur y a Eleanor.
Tess se rió.
– No me cabe la menor duda. Pero seguro que has roto un centenar de corazones.
– No he tenido una cita en meses -dijo Drew-. Cualquier corazón que haya roto ya estará bien enmendado.
Tess apretó la mandíbula y lo miró con desconfianza, ¡Era capaz de decir cualquier cosa con tal de obtener lo que quería!
Pero si podía hacer que se enamorara de ella, tal vez ese sería el modo de vengar a su hermana. Luego lo abandonaría como a una zapatilla vieja.
– Se te ve un poco desesperado -dijo ella.
Drew respiró y posó las manos sobre sus hombros.
– Tess, lo estoy desde el primer momento que te vi. Estoy ansioso por conocerte un poco más. Eres hermosa, inteligente y yo…
– Adularme no te va a llevar a ninguna parte -dijo Tess, pero mentía. De no ser porque sabía muy bien quién era Andrew Wyatt, se habría dejado engañar por sus piropos. No obstante, y a pesar de su inmensa sabiduría, habría querido poder creerse lo que le decía. No todos los días un hombre se rendía a sus pies y le confesaba su admiración.
– No te estoy adulando -le aseguró-. No voy a mentir sólo para conseguir una cita.
«¡Será mentiroso!»
– Está bien, una sola cita. Si decido en ésa que no habrá más, respetarás mi decisión.
– ¡Me da la impresión de que aceptarías un fusilamiento con más entusiasmo!
– ¡No! De verdad que me apetece salir contigo -le dijo. Pero se aseguró a sí misma que por muy diferentes motivos a los de él. Ya había empezado a trazar un plan. Se vengaría de él por lo que le había hecho a Lucy. Le haría creer que estaba interesado en él y, cuando llegara el momento oportuno, le haría el peor de los desplantes.
Lo más fácil podría haber sido seducirlo, llevarlo a la cama y haberlo dejado hambriento durante el resto de su vida. Pero, por su falta de práctica, no confiaba en exceso en su capacidad de seducción, ni en sus habilidades en la cama.
Lo más práctico era enamorarlo locamente. Por supuesto que eso le llevaría más tiempo, pero iba bien encauzada. Su insistencia era una clara prueba de ello.
Tess sonrió.
– Llámame.
Él asintió y, sin previo aviso, se inclinó y besó sus labios.
– Creo que lo mejor que puedo hacer es marcharme ahora. Te llamaré mañana.
Le pasó un cálido dedo por el lugar exacto en que acababa de sembrar su beso y se marchó.
Tess se quedó con una agradable e inesperada sensación en el cuerpo.
No le debería haber gustado aquello, pero le gustó.
No debería de haberse quedado ansiando un beso más intenso, pero se quedó.
Y jamás debería haber aceptado una cita, pero había aceptado. Iba a tener que ejercer un extraordinario auto control para no caer irremisiblemente en sus redes.
Se sentó en el banco de mármol que tenía al lado. Iba a ser francamente difícil. Si acababa de besarla frente a toda aquella gente, era porque nada lo frenaría.
– ¿Qué demonios estoy haciendo? -se preguntó-. Este es un juego peligroso, Tess Ryan y tienes todas las papeletas de ser tú la que acabe con el corazón roto. Vas a perder, tal y como perdió Lucy.
– Tienes una cita, ¿verdad?
Tess miró a su hermana por encima del hombro.
Su hermana llevaba una elegante bata de seda y la cascada de pelo negro caía sobre sus hombros. Todavía lo tenía mojado.
– Es una cena de negocios -le aseguró Tess, mientras buscaba el vestido más apropiado en su armario.
– Te has puesto sombra de ojos -comentó Lucy-. Nunca te pones sombra de ojos para una cena de negocios. Y, si no me equivoco, te has puesto mi perfume.
Tess suspiró.
– ¡De acuerdo! Es algo más que una simple cena de negocios, pero se aproxima mucho.
– ¿Quién es él? ¿Cómo es?
Tess se encogió de hombros.
– No está mal, pero tampoco es nada del otro mundo.
No había dicho una mentira tan gorda jamás.
– No pareces muy entusiasmada. ¿Cuál es su problema esta vez?
– Ninguno -dijo Tess-. Es simplemente que…
– ¿Qué? Puedes hablar conmigo con toda confianza. Siempre eres tú la que me ayudas a mí. Esta vez puedo ser yo. Tengo mucha experiencia, ya lo sabes.
Tess la miró de reojo y dudó unos segundos.
– Está bien -le dijo-. Quizás tu opinión me sea útil. Vamos a imaginar una situación en la que yo tengo una buena amiga que solía salir con un hombre. Yo conozco al mismo hombre y me pide que salga con él.
– ¡Estas engañando a tu mejor amiga!
– ¡No! No exactamente. No era mi intención engañarla. De hecho, yo ni siquiera sabía que era el mismo hombre hasta que ya fue demasiado tarde. Y mi amiga ya no sale con él -Tess se sentó en la cama-. Pero me preocupa lo que ocurrirá cuando mi amiga se entere. Tal vez, debería contárselo.
– ¿Estás loca? -dijo Lucy alarmada-. Yo no se lo diría. No es como si estuvieras saliendo con él mientras está con ella. Es un juego limpio ahora.
– Pero ¿no piensas que es un poco inmoral? Es muy buena amiga mía.
– Las amigas vienen y se van -dijo Lucy-. Pero un hombre guapo es difícil de encontrar.
Tess se levantó indignada.
– ¡Esa es la actitud que te ha causado tantos problemas! Deberías tener más amigas y menos hombres en tu vida.
– ¡Pues cuéntaselo! -la retó Lucy-. Verás lo amiga que era ella cuando te saque los ojos.
En ese momento, sonó el teléfono.
Lucy corrió a agarrarlo, pero Tess se adelantó.
– ¿Diga?
Una voz masculina preguntó por Lucy.
– Es un hombre -dijo Tess.
– ¡Bien! -dijo Lucy satisfecha.
Tess continuó vistiéndose, mientras Lucy conversaba animadamente.
– Muy bien -dijo Lucy-. Nos vemos dentro de una hora en el Bistro Boulet.
Tess se volvió sobresaltada.
– ¿Bistro Boulet? ¡Allí es donde yo voy!
Lucy asintió, mientras colgaba el teléfono.
– Lo sé. Por eso pensé en ese sitio. Era Serge. Es diseñador de muebles. Lo conocí el año pasado en el lago Como. Está en la ciudad y quiere que salgamos a cenar. He quedado en el restaurante a las ocho.
¡Esa era la hora de su cita con Drew! ¡Cielo santo! ¿Qué iba a hacer? No podía darle plantón. Podría intentar localizarlo y cambiar el lugar de la cita, pero recordaba que le había dicho que iría directamente desde una reunión.
– ¿A las ocho? ¿De verdad que piensas que puedes estar lista a las ocho?
Lucy se levantó.
– Es sólo un amigo, no necesito ponerme nada especial. Tengo una idea, ¿por qué no vamos juntas? Puede ser divertido que cenemos los cuatro.
– ¡No! Bueno… quiero decir que no me parece buena idea.
En lo único que podía pensar Tess era en el desastre que se ocasionaría si Lucy sufría un ataque de histeria en mitad del restaurante al ver a Drew.
– ¡Se me está haciendo tarde! -dijo Tess-. Me tengo que ir.
– ¿Estás segura que no quieres que vayamos juntas?
– ¡No!
Sin decir más, Tess salió a toda prisa.
Lo primero que tenía que hacer era evitar el desastre y, después, buscar el modo de que su vida volviera a los cauces normales o algo aproximado, pues vivir con Lucy Courault Battenfield Oleska implicaba sobresaltos.