Así que todo se había reducido a esto, pensó Dominic Grotto, sentado con su móvil en la mano y los cubitos de hielo en su bebida, aún sin tocar. Incluso el movimiento de Vivaldi que sonaba desde los invisibles altavoces instalados sobre la librería de su estudio no podían apaciguar su alma. Lo que había comenzado como una singular forma de mantener a los jóvenes interesados por todos los tipos de literatura, había terminado en muerte. En cuatro chicas muertas hasta ahora.
Probablemente más. Sin duda, Ariel O'Toole y Kristi Bentz habían muerto y también serían encontradas en el río.
Ahora lo sabía. El ojo que había cerrado voluntariamente, podía ahora ver a la perfección. Ya no se engañaba más a sí mismo pensando que estaba haciendo lo correcto y ayudando a chicas cuyas vidas eran un caos absoluto.
Desde que regresó de su propia representación personal, su última representación para su público privado, había encendido la televisión para ver un informe de noticias acerca de cadáveres que eran rescatados del Misisipi. No habían dado muchos detalles, no darían una lista de nombres hasta que sus parientes fueran notificados, pero él los sabía. En las profundidades de su corazón, sabía exactamente lo que les había ocurrido a esas chicas.
Y era por su culpa.
Incluso ahora, notaba el sabor de la sangre de Kristi Bentz bajo sus labios. Todo era parte del espectáculo. Todo era parte del plan. Todo por un bien mayor.
Y un cuerno.
Todo era parte de tu propio engrandecimiento personal.
Había conocido a las chicas personalmente y se dijo a sí mismo que todas eran participantes voluntarias, que el miedo que había visto en sus ojos era todo parte del espectáculo, que la razón por la que habían estado paralizadas y débiles no era más que su habilidad de interpretación.
Se había convencido a sí mismo de que no había pasado nada ilegal, de que no había víctimas, de que nadie había salido herido.
Pero en el fondo, lo había sabido.
Aunque podría ser capaz de salvar a Ariel O'Toole y a Kristi Bentz. Aún podría haber tiempo. Podría ser capaz de detener aquel horror para que nunca volviera a ocurrir. Incluso si tenía que entregarse por su papel en aquel desastre; su papel principal.
Afuera, la tormenta arreciaba; la lluvia golpeaba las ventanas y los destellos de los relámpagos iluminaban el cielo en hirvientes explosiones de luz, y ensordecedores truenos después.
Tendría que haber confesado cuando Kristi Bentz le había visitado en su despacho, en busca de respuestas. Oh, demonios, debería haber confesado hace un año, cuando oyó por primera vez que Dionne había desaparecido.
Entonces había sospechado que las cosas se habían torcido.
Por encima de la suave música y de la furiosa tormenta, oyó abrirse la puerta principal con un chirrido y se le encogió el corazón. La había cerrado con llave, ¿no? ¿O se le había olvidado?
Vienen a por ti.
Lo saben.
Una gota de miedo se deslizó a lo largo de su espina dorsal cuando se levantó para investigar.
– ¿Hola? -dijo, decepcionado consigo mismo. Él era un hombre fuerte. Jamás en su vida había conocido el verdadero miedo. Los pasos avanzaron decididamente por el pasillo.
– ¿Quién está ahí? -Se encontraba junto a la puerta de su estudio cuando se abrió de golpe delante de él, y la mujer que confesaba amar estaba delante de él en un estado de temblorosa furia.
– Ya basta, Dominic -dijo Lucretia con la voz ronca, los ojos cansados y su piel tan pálida como la muerte. Su cabeza estaba desprotegida y empapada, el rímel le caía por las mejillas. El agua de la lluvia bajaba por los pliegues de un largo impermeable negro. No se había molestado en cerrar la puerta y esta se abrió de golpe contra la pared; el frío aire invernal corría a través del pasillo-. Ya basta de mentiras. Ya basta de desapariciones. Ya basta de hacerme creer que estoy loca.
– Lucretia, voy a ir a la policía…
– ¿Ahora? ¿Cuando ya han encontrado los cuerpos? ¿Ahora vas a ir? -Sacudió su cabeza de un lado a otro-. Yo te amaba -susurró, con los ojos cargados de lágrimas.
– Lo sé. Yo también te amaba…
– ¡Mientes! -exclamó con las fosas nasales dilatadas.
Sacó su mano del bolsillo de su impermeable; sus dedos aparecieron enroscados alrededor de una pequeña pistola negra.
Grotto se quedó petrificado.
– ¡Oh, Cristo, Lucretia!, ¿qué estás haciendo? Le preguntó, pero ya lo sabía. Lo sabía en su corazón-. ¡No! -Se le encogió el estómago cuando ella levantó la pistola, la misma que él le había dado unos meses atrás.
– Tú las mataste -lo acusó con la voz oscilante; su mano temblaba.
– ¡Traté de salvarlas! Tan solo representaba un espectáculo para los demás, pero no era más que una actuación, ¡te lo juro!
– No… -La pistola se agitaba en sus manos.
Tal vez pudiera convencerla. Tal vez pudiera quitarle el arma.
– Tan solo escucha. Podría quedar tiempo. Kristi y Ariel aún podrían estar vivas.
– ¿Kristi? ¿Kristi Bentz? ¿La has metido en esto? ¿Y a Ariel? ¿También a ella? -Sus ojos se endurecieron al apuntar con la pistola hacia su cabeza-. Ha desaparecido. Desde la semana pasada… y es por tu culpa. ¡Oh, Dios, está muerta! Sé que está muerta. Tendría que haberlas avisado, habérselo contado.
Él dio un paso hacia ella, pero los dedos de Lucretia se colocaron sobre el gatillo. Grotto se detuvo. Levantó las dos manos en un intento por calmarla.
– Tan solo tenemos que encontrar a Preston. Él es… es quien conocía a las chicas, quien les ayudaba… Tiene un escondite; está conectado con la casa Wagner por los viejos túneles que usaba Ludwig Wagner.
– Llevan sellados más de cien años -dijo con laconismo-. Eso es otra mentira.
– No, no, te lo juro. Preston les decía que las ayudaría a empezar desde el principio, a conseguir nuevas vidas, a desaparecer… -Ayudándolas a morir.
– Lucretia, yo no lo sabía. Te lo juro, yo no lo sabía -se excusó, tratando de mantenerla en la conversación mientras pensaba en alguna forma de quitarle el arma de las manos, de abalanzarse sobre ella y eliminar sus posibilidades.
– Pero lo sospechabas. Igual que yo. -Se concentró en él, con el arma preparada aunque la había bajado, apuntando de nuevo hacia el pecho.
Su corazón se estremeció y, durante un segundo, sobre el murmullo del viento que chillaba a través del pasillo desde la puerta abierta, Grotto creyó haber oído algo. ¿Eran pisadas?
– Eres culpable, Dominic. Ambos lo somos.
– ¡No! Lucretia, espera. Entra en razón. Llamaré a la policía y les contaré todo acerca de Preston, de las chicas, de mi papel en ello. Confesaré. Por favor, amor mío, dame esa oportunidad -le rogó, cambiando de táctica, sonriéndole, avanzando hacia ella. Ella quería creer que él aún la amaba, así que él le daría todo su ser-. Lo siento tanto -le dijo con esa voz que siempre le había hecho perder la cabeza-. Siempre te he amado. Lo sabes. Le contaré a la policía lo de Preston y lo de las obras y lo de los túneles desde la casa Wagner. Aún podrían encontrar a Kristi y Ariel. Encontrarlas con vida. Venga, cariño. Confía en mí.
Ella retrocedió, antes de mirarlo a los ojos.
– Lucretia, mi amor…
– Te veré en el infierno y, cuando lo haga, recordaré escupirte a la cara. Apretó el gatillo.
Jay no esperó.
Él y Mai habían visto abierta la puerta de Grotto y lo consideraron como una invitación. Corrieron a través de la lluvia, subiendo los escalones del porche principal. Entraron al edificio con las armas preparadas. Una luz surgía del final del pasillo, donde unas voces se elevaban en una discusión que podía oírse sobre el soplido del viento y la ruidosa lluvia.
Mai le hizo señales para que se quedase atrás, que ella lo solventaría, pero él se encontraba a su lado, escuchando cada palabra de la conversación, oyendo el nombre de Kristi y un comentario sobre túneles que partían de la casa Wagner. Una frase de Grotto, «aún podrían estar vivas», le impulsó a actuar. Con su Glock levantada, abrió la puerta de un empujón.
¡Bang!
Un disparo resonó por toda la casa.
¡Pom!
– ¡fbi! -gritó Mai, entrando en la habitación después de él-. ¡Tira el arma! ¡Bang!
Jay contempló impotente, chillando en vano, cómo Lucretia caía al suelo. El arma se le cayó de entre sus dedos; la sangre manaba de una herida en la cabeza hecha por su propia mano.
Grotto estaba en el suelo, sangrando por el pecho; una mancha roja se extendía sobre la alfombra. Sus ojos estaban abiertos, mirando hacia el techo de forma vacía.
Jay marcó el nueve uno uno en su teléfono, arrodillándose junto a Grotto.
– ¡Aún está vivo! -gritó, encontrándole el pulso mientras respondía el coordinador de emergencias.
– Ella se nos ha ido. -Mai apartó sus dedos del cuello de Lucretia y se acercó a Grotto.
Jay seguía en línea con el operador, dándole la dirección y explicándole lo que había ocurrido.
– Quédate conmigo, doctor Grotto -le dijo Mai-. Resiste.
Las sirenas aullaron en el exterior sobre el fuerte viento y, a través de las ventanas, Jay, que aún hablaba con el operador, vio coches de la policía con las luces encendidas frenando en seco delante de la casa. Una ambulancia y un camión de bomberos llegaron a la vez.
– Han llegado -dijo Jay al auricular; su cabeza seguía revolucionada-. ¡Gracias! -Se apoyó sobre una rodilla mientras unas fuertes pisadas retumbaban a través del pasillo.
– ¡Aquí atrás! -gritó Mai.
– ¿Dónde está ella? -inquirió Jay, inclinándose sobre Grotto, con su cara a tan solo unos centímetros de la del hombre herido-. ¿Dónde está Kristi?
– Con… Preston.
– ¿Dónde? -insistió Jay.
– Los túneles… -Grotto resollaba, su voz se estaba apagando.
– Apártese. Retroceda. -Un enfermero se abrió paso hasta él, tratando de salvar la vida de aquel bastardo-. ¡Llévense a esta gente fuera de aquí!
Lleno de frustración, Jay se apartó del herido; su miedo por Kristi era más agudo que nunca. Salió al pasillo, justo para toparse con Rick Bentz.
– ¿Dónde demonios está Kristi? -inquirió Bentz.
– Con Preston.
– ¿Quién es?
– El doctor Charles Preston. Un profesor del colegio, del departamento de Lengua -le explicó Jay-. Grotto dice que Preston la tiene en su poder, puede que en algún lugar de la casa Wagner. Yo diría que en el sótano, el cual siempre está cerrado. Lleva hasta unos viejos túneles, al menos eso es lo que dice Grotto. Kristi estaba convencida de que allí tenían lugar alguna especie de extraños rituales vampíricos.
Mai Kwan se unió a ellos.
– Esos túneles llevan más de un siglo sellados. Lo sé. Lo he comprobado. Ya hemos mirado en la casa Wagner.
– ¿Quién coño es usted? -le preguntó Bentz, listo para entablar una pelea. -Mai Kwan, fbi. ¿Y usted?
Jay no estaba interesado en formalidades. Mientras Bentz, Montoya y Kwan discutían la jurisdicción, los niveles de autoridad y el jodido protocolo, él salió al aire de la noche.
Si corría y acortaba por el campus, podría llegar a la casa Wagner en menos de cinco minutos.
Portia Laurent se había pasado todo el día recopilando información del colegio en lo que se refería a sus empleados. Había encontrado a varios que poseían furgonetas oscuras y, por supuesto, había pensado inmediatamente en el doctor Grotto, el mismísimo profesor vampiro, como el principal sospechoso. Pero es que no tenía ningún sentido. ¿Por qué sería tan descarado? Nunca la había tratado como a una idiota. Era egocéntrico sí, desde luego, pero no un cretino.
Así que había investigado aún más, sin encontrar nada, esperando un nuevo indicio de prueba que no se había materializado. Portia había localizado llamadas y correos electrónicos, buscado en Internet junto con los registros criminales y cuentas bancarias, el departamento de Vehículos Motorizados, cualquier cosa que se le hubiera ocurrido.
– Strike trescientos tres; eliminada -se dijo antes de llamar a Jay McKnight. No contestaba-. La historia de mi vida. Luego levantó la vista y vio un correo electrónico que había sido escrito con anterioridad pero que, probablemente a causa de todos aquellos filtros de correo basura, había tardado horas en llegarle.
Leyó el maldito mensaje tres veces antes de darse cuenta de lo que decía. Era de una Universidad privada en California y simplemente decía:
Debe haber cometido usted un error; la persona por la que pregunta ha fallecido. Lamentamos informarle de que el doctor Charles Preston falleció el 15 de diciembre de 1994.
Portia lo comprobó inmediatamente en Internet, dando con el obituario que confirmaba la historia. Preston había muerto en un accidente de surf. La fotografía era clara; no había forma de que ese fuera el mismo hombre que enseñaba Redacción en All Saints.
De camino a su coche, llamó a Del Vernon y le dejó un mensaje. No tenía pensado esperarlo. Ella y Charles Preston, o quienquiera que fuese, iban a tener un encuentro.
La puerta que daba a la prisión de Kristi se abrió silenciosamente. Ella no se movió. Su corazón latía con fuerza bajo sus costillas y tuvo que forzar sus músculos para ralentizarlo. Sus ojos seguían cerrados, excepto por las más finas ranuras que se podía permitir, un vistazo de sus alrededores.
Hasta que la luz de una linterna le apuntó a la cara.
– ¡Oye! -La voz de un hombre resonó a través de la cámara-. ¡Despierta!
¿El doctor Preston?
¿El profesor de Redacción con pinta de surfista? ¿No era Grotto?
Todavía le dolía la cabeza, pero su mente estaba empezando a despejarse. Sabía que sus brazos y piernas funcionaban, pero no por completo. Jamás sería capaz de imponerse a su captor. ¿Pero el doctor Preston?
– ¡Kristi! ¡Despierta! -le gritó al aproximarse. Se puso de rodillas, la agarró por ambos brazos y la sacudió un poco-. Despierta. Vamos.
Kristi dejó colgando su cabeza hacia delante, luego hacia atrás cuando la sacudió. Aunque deseaba romperle los dientes de una patada, sabía que tendría que esperar hasta el momento preciso, cuando sus facultades estuvieran agudizadas, cuando su cuerpo obedeciera a su mente.
Pero ¿y si entonces ya es demasiado tarde? ¿Y si te mata él primero?¿Te vas a rendir sin pelear?
Pensó en intentar imponerse a él y sabía que debía esperar. Tenía que hacerlo, si deseaba escapar.
– Estúpida zorra -murmuró y la dejó sobre el suelo. Cerró la puerta una vez más y giró la llave.
¡Has perdido tu única oportunidad! ¡Deberías haber luchado, haber intentado escapar!
No… sabía que no habría funcionado. Temblando en su interior, respiró hondo varias veces seguidas para calmarse. Tenía que ser más lista que ese hijo de puta.
Recordaba muy poco de las horas anteriores. Tenía confusos recuerdos de estar desnuda sobre un escenario o algo así, y el doctor Grotto mordiendo su cuello, pero, después de eso, se había desmayado a causa del miedo, de las drogas que le habían dado, y de cualquier otra cosa; no recordaba nada.
Probó sus piernas una vez más. Se tambaleaban, atadas como estaban, pero podía mover las manos, y si pudiera, de alguna manera, desatar las cuerdas… no, no eran cuerdas ni cadenas, sino cinta, una gruesa cinta adhesiva que le mantenía juntos los tobillos.
Se sentó sobre el suelo y deseó, por primera vez en su vida, tener unas uñas afiladas. Pero sus dedos eran casi inútiles cuando trató en vano de romper la cinta sintética.
Pensó en Jay. ¿Por qué no le había dicho que lo amaba? Ahora existía la posibilidad, una gran posibilidad, de que jamás volviera a verlo, y él nunca sabría de sus sentimientos, de cómo se había enamorado de él.
Ahora tienes cosas más importantes en las que pensar.
Trató de desgarrar la cinta una vez más, pero sin resultado. Aunque ahora su cuerpo estaba respondiendo; podía darle órdenes y sus músculos hacían lo que les decía.
Levantó las piernas hacia arriba, llevando sus tobillos todo lo cerca del torso que le fue posible, después se inclinó hacia delante. Era muy flexible debido a años de atletismo. El taekwondo y la natación la habían ayudado. Tensó la espalda y puso su boca sobre la cinta que había entre sus tobillos. Luego mordisqueó con fuerza y echó su cabeza hacia atrás. Sus dientes resbalaban sobre la cinta. No lograba engancharlos.
¡Maldición!
Volvió a intentarlo.
Falló.
Una vez más concentrándose con fuerza. Tensando los músculos. Sudando. Tenía que liberarse antes de que volviera. De conseguirlo, si era capaz de ponerse en pie, le cogería desprevenido y le barrería los pies del suelo.
¡Hazlo Kristi, tan solo hazlo!
Mordió con fuerza. Retiró su cabeza hacia atrás con rapidez. Aquella vez su diente arañó el plástico, se enganchó y fue capaz de hacer una ligera rasgadura. Agarró los dos diminutos bordes con sus dedos, que no tardaron en resbalar de la cinta. ¡Maldición! Estaba empapada en sudor, su corazón latía con fuerza y se le acababa el tiempo.
Volvió a agarrar los bordes de la cinta y tiró de ellos.
¡Rrrrrrrrip!
¡Lo había conseguido!
Se levantó sobre sus pies desnudos justo al oír el sonido de unas pisadas en la sala al otro lado.
Vamos, cabronazo, pensó, todavía ligeramente inestable. Juntó sus manos con fuerza con la intención de usarlas como una porra en cuanto hubiera tirado al suelo a ese bastardo. Vamos, vamos. Estaba muy excitada. Lista. Cada músculo de su cuerpo se tensó cuando oyó las llaves tintinear al otro lado de la puerta. En cuanto se abrió la puerta, ella lo rodeó y lo golpeó con los pies desnudos en sus espinillas.
Aulló de sorpresa, pero no cayó al suelo. Kristi no se molestó en golpearlo, tan solo salió por la puerta abierta y la cerró a su espalda.
Colocó los cerrojos en su sitio.
Respirando con fuerza, sintió prisa. ¡Las tornas habían cambiado! ¿Pero por cuánto tiempo? Partió hacia una oscurecida sala sin mirar hacia atrás. Solo disponía de unos segundos.
Él aún tenía las llaves.
Jay subió corriendo los escalones traseros de la casa Wagner y comprobó la puerta. Cerrada.
Sin problema. Pateó la ventana más cercana y se coló a través de ella justo al oír otras pisadas que se aproximaban al porche: Bentz, Montoya y Kwan. Jay encontró la puerta que daba al sótano y probó a abrirla.
Otro maldito cerrojo.
Esta vez, pateó los paneles, pero la puerta no se movió. Maldijo. Miró alrededor de la cocina y encontró un taburete metálico. Estaba a punto de estrellarlo contra el tirador cuando Mai Kwan entró por la ventana que acababa de romper. Mai se puso en pie y le grito: «¡Échate a un lado!». Su arma ya estaba fuera de la funda. Disparó a la manivela de la puerta, haciendo saltar la cerradura y algunos trozos de madera mientras Bentz también atravesaba la ventana rota. Montoya iba pegado a sus talones.
Jay no esperó. Tras encender una linterna de bolsillo, se apresuró escaleras abajo, casi esperando que hubiera un francotirador esperando para abatirlo. Pero con Mai un metro por detrás, llegó ileso.
Bentz encendió las luces y todo se iluminó para alivio de todos.
La enorme estancia estaba llena de cajas, muebles viejos, contenedores llenos de baratijas e incluso fotografías. Un mastodóntico horno con conductos que ascendían como brazos metálicos ocupaba uno de los rincones; una carbonera vacía ocupaba otro; había una caja de fusibles con los cables cortados junto a un panel eléctrico más moderno.
– Comprobad las paredes -ordenó Mai-. Buscad otra salida.
Allí había varias puertas, todas tapadas con tablas, polvorientas y obviamente sin usar. Ninguna se abriría. Mai sacudió su cabeza con frustración.
– Os dije que ya habíamos buscado aquí abajo.
– Tiene que haber un camino. -El aire muerto del sótano penetraba sus fosas nasales; Jay se pasó una mano por el cabello y se quedó mirando las puertas. Trató de abrirlas una por una, más despacio y con mayor atención, pero ninguna de ellas se movía. Bentz empujaba cajas y cajones y Montoya observaba el perímetro de la habitación.
¿Se habría equivocado Kristi?
Jay miró su reloj, sentía que el tiempo se agotaba. Mantuvo sus esperanzas de que la encontraría allí, pero ¿ahora qué?
– Tenemos que hablar con el padre Mathias. Kristi parecía creer que sabía algo.
Mai asintió.
– Vive justo detrás de la capilla. Iré yo. -Ya se encontraba subiendo las escaleras.
– Yo la cubriré. -Montoya fue detrás de Mai.
Jay y Rick Bentz se miraron el uno al otro a través del polvoriento y ruinoso sótano.
– Si Kristi dijo que algo estaba pasando aquí abajo, es que es verdad -dijo Bentz. Entrecerró los ojos al ver los marcos de las ventanas situados en alto, junto a las vigas, donde se podían ver telarañas y clavos viejos.
También Jay examinaba el perímetro del edificio, buscando algo que se les hubiera pasado, algo justo bajo sus narices. Inspeccionó los muebles y comenzó a sudar al pasar los minutos. Nada parecía estar fuera de sitio. Bentz apartó una pila de cajones para examinar el suelo mientras Jay se acercaba al panel eléctrico. En su interior, todos los interruptores estaban colocados en la posición de «encendido». Probó unos cuantos. No ocurrió nada, salvo que el sótano se quedó a oscuras durante un instante.
– ¡Oye! -exclamó Bentz.
Jay accionó el interruptor. No había nada. Y la vieja caja de fusibles no estaba conectada, con sus cables visiblemente cortados. De todas formas, abrió la puerta de metal y se quedó mirando el panel de viejos fusibles, algo perteneciente a una época anterior que aún seguía allí. Tiró del primero y no ocurrió nada. Era una pérdida de tiempo. Y entonces se dio cuenta de que un diminuto cable, uno más moderno, salía del dorso de la caja.
Sintió un pequeño brillo de esperanza justo al oír más pisadas sobre sus cabezas. Sin duda eran más policías, atraídos por los disparos.
– ¡Oigan! -gritó una potente voz mientras una multitud de pies correteaba por la casa Wagner-. ¿Qué coño está pasando aquí?
Tiró de otro interruptor. Nada. Luego de otro. Y unos engranajes comenzaron a girar de repente. Jay retrocedió mientras una parte de la pared, una que no tenía puertas, empezó a abrirse.
Bentz cruzó rápidamente la sala profiriendo maldiciones.
Sin decir una palabra más, Jay y él entraron en una diminuta habitación con unas estrechas escaleras. La puerta se cerró lentamente a sus espaldas, dejándoles en la más completa oscuridad.
Kristi no tenía ni idea de hacia dónde se dirigía. El túnel era largo, estrecho, e iluminado por pequeñas luces parpadeantes en línea sobre su cabeza. Había logrado llegar a una esquina cuando la puerta detrás de ella se abrió y oyó un grito.
¡El doctor Preston!
La adrenalina la espoleó, pero aún se encontraba débil, sus manos estaban atadas y su cerebro no pensaba al cien por cien.
No importa. Solo corre. Hasta que llegues a un callejón sin salida, solo corre. Tienes que escapar.
La estaba persiguiendo; sus pisadas golpeaban sobre la fría piedra, resonando a través de aquel estrecho pasillo, un túnel de muchos. Se preguntó cómo habría llegado hasta allí, en primer lugar, pero siguió corriendo.
– ¡Detente, zorra!
No se molestó en mirar sobre el hombro, lo único que sabía era que le estaba recortando la ventaja.
¡Más deprisa, Kristi, más deprisa!
Su corazón bombeaba salvajemente, sus pies golpeaban el desigual suelo, arañando las piedras. Ella era una corredora… ¡podía hacerlo! Y todavía la estaba persiguiendo.
¡Oh, Dios, tenía que alejarse de él! Más adelante se veía una abertura. ¡Puede que fuera una salida!
Con una explosión final de velocidad, esprintó a través del umbral y se encontró en una enorme habitación… era como un oscuro balneario subterráneo. La oscura caverna estaba llena de velas, espejos y una bañera de piedra llena hasta rebosar; el agua se derramaba por los bordes.
Una mujer, una hermosa mujer de pelo oscuro y rasgos angulosos, se reclinaba en el agua. Estaba tomando un maldito baño, por el amor de Dios.
– ¡Tienes que ayudarme! -dijo Kristi apresuradamente, y se preguntó de nuevo si aquello sería algún extraño sueño o si aún estaba alucinando por las drogas que le habían dado unas horas antes. Tal vez todo aquello no fuese más que una horrible reacción.
– Por supuesto que te ayudaré -respondió la mujer; sus ojos brillaban con una malevolencia que hizo que Kristi se encogiera por dentro.
Espera. Esa bañista desnuda no era una amiga.
Kristi comenzó a retroceder, pero no pudo; la puerta estaba ahora ocupada por el doctor Preston.
– Oye Vlad, ¿te apetece probar algo nuevo? -preguntó la mujer. ¿Vlad? ¿Acababa de llamar Vlad al doctor Preston?
Kristi estaba bien segura, al igual que Alicia antes que ella, de que había caído en el país de las pesadillas.
– ¿Qué es esto? -preguntó, con miedo a oír la respuesta mientras analizaba la habitación ansiosamente, buscando una salida. Tan solo había una puerta y estaba firmemente bloqueada por el doctor Preston, o Vlad, o como quiera que creyera llamarse.
– ¿Algo nuevo?
– Vaciémosla directamente en la bañera -sugirió la mujer-. Tan solo redúcela, métela en la bañera conmigo y raja sus muñecas. Es mucho más fácil que bombear toda la sangre y echarla en la bañera.
A Kristi se le secó la boca mientras retrocedía. Seguramente había oído mal. No iban a bombear la sangre de sus venas.
El doctor Vlad Preston se volvió hacia Kristi.
– Elizabeth desea bañarse en tu sangre.
Kristi tan solo podía quedarse mirando, su cerebro no encontraba nada racional al intentar encontrarle algún sentido a aquello.
– ¿Elizabeth? -repitió.
– El nombre que he adoptado. El de un ancestro. ¿Has oído hablar de ella? ¿La condesa Elizabeth de Bathory?
Al instante, Kristi recordó lo que había aprendido en la clase del doctor Grotto. Sobre la sádica mujer que había matado inocentes jovencitas que trabajaban para ella, y se había bañado en su sangre en un intento de rejuvenecer su propia carne.
Elizabeth reposó su cabeza sobre las baldosas y suspiró como si estuviera en éxtasis.
– Ella estaba en lo cierto, ¿sabes? He notado una gran diferencia desde que utilizo su tratamiento.
– Baños de sangre -repitió Kristi, apenas reconociendo su propia voz ahogada por el miedo. Por el rabillo del ojo, vio a Vlad aproximándose.
Estaba a mucha distancia, pero se acercaba.
– ¿Es eso lo que les ocurrió a las otras? ¿A Monique? ¿A Dionne?
– Sí, sí, y a Tara y a Ariel, esas eran lo bastante buenas. -Entonces se sentó y continuó-. Pero no usé a la inferior. No uso sangre contaminada.
– Karen Lee no estaba contaminada -protestó Vlad.
– Entonces, no era lo bastante buena para mí. -Elizabeth se reclinó en el agua y prosiguió-: Terminemos con esto antes de que me arrugue como una pasa.
Kristi no pensaba darle a esa chiflada ni una sola gota de su sangre. Al aproximarse Vlad, ella retrocedió volviendo a darle una fuerte patada en la espinilla. Intentó pasar corriendo junto a él, pero Vlad ya se había anticipado. Se lanzó hacia ella y ambos cayeron al suelo enganchados, luchando y pegando. Él era fuerte como un buey y más pesado al sujetarla contra el suelo.
– Zorra violenta -gruñó, agarrándola por sus muñecas atadas y levantándolas sobre su cabeza de forma que ella se encontraba elevada y sudorosa, a su merced.
Elizabeth se puso en pie.
– ¡No la estropees! No rompas sus venas… quiero…
– ¡Sé lo que quieres! -espetó Vlad, pero tenía la mirada perdida en Kristi. Para su terror, pudo sentir su erección, tiesa y dura, a través de sus pantalones negros. Ella combatió la necesidad de moverse mientras se dibujaba una sonrisa de serpiente sobre sus labios y él empujaba con su ingle un poco más fuerte, asegurándose de que ella sabía lo que iba a ocurrir.
Iba a ser violada y drenarían su sangre.
¡Oh, Dios!, tenía que luchar. ¡Aquello no podía ocurrir!
Trató de retorcerse, pero no consiguió nada, y en segundos él ya le había atado de nuevo los pies y le había introducido una píldora en la boca, tapándole la nariz hasta que jadeó y tosió.
En pocos minutos, la droga, cualquiera que fuese, empezó a hacer efecto otra vez, y se quedó tan indefensa como un gatito, con el cerebro desconectado como si estuviera borracha.
Intentó agitarse, pero sus golpes tan solo encontraron aire mientras él cortaba la cinta que sujetaba sus muñecas. Mientras ella protestaba débilmente, él la arrastró al interior del agua cálida, casi agradable.
– Ya era hora -protestó petulantemente Elizabeth.
– Tuve que esperar hasta que la droga hiciese efecto.
– Lo sé, lo sé. -Elizabeth se echó hacia un lado y rozó su piel contra la de Kristi-. Mira su piel. Impoluta. Perfecta… -Levantó su mirada hacia Vlad-. Ella es la elegida. Su sangre lo hará.
¿Hacer qué?¿Salvarla de envejecer?
– No. Estás acabada -logró decir Kristi, pero ellos la ignoraron y, aunque trataba de arrastrarse hacia fuera, no pudo hacerlo. Para su incredulidad, como si lo viera desde una gran distancia, contempló cómo Vlad, muy cuidadosamente, le hacía un corte en la muñeca derecha.
Su sangre comenzó a manchar el agua en una serpenteante nube.
Mathias estaba muerto. Asesinado. Al parecer, mientras rezaba al borde de su cama.
¿Una declaración?, se preguntó Mai Kwan mientras le enviaba el informe a su superior; después registró las pequeñas habitaciones del sacerdote, tratando de dar con una pista que explicase por qué aquel hombre se había convertido en una víctima. ¿Y por qué cree Kristi Bentz que estaba relacionado con la casa Wagner y con alguna clase de extraño culto vampírico?
Ningún vampiro había estado en aquella escena del crimen.
Demasiada sangre abandonada.
Montoya la acompañaba a cada paso que daba, a través de la violenta lluvia, bajo el rugido de los truenos, cubriendo su espalda cuando habían entrado a las habitaciones de Mathias. No había dicho gran cosa, pero había encajado bien la espantosa escena.
– ¿Qué opinas? -le preguntó mientras ella se inclinaba sobre el cuerpo.
– Que cabreó al tipo equivocado. Mira esto -le dijo, señalando al cuello del sacerdote-. Su garganta está cortada; yugular, carótida, diablos, casi hasta la espina dorsal.
– Casi decapitado -afirmó Montoya con seriedad.
– Rabia. Quienquiera que hizo esto tenía una furia ciega.
– ¿Contra un sacerdote?
– Contra este sacerdote. Es algo personal.
Lo cual no pintaba bien para Kristi Bentz y Ariel O'Toole.
Mai pasó sobre el cadáver, fue hasta el escritorio del sacerdote y comenzó a registrar sus archivos, todo ello mientras se preguntaba lo que Bentz y McKnight habrían encontrado. Si habían encontrado algo.
Mai odiaba pensarlo, pero presentía que Kristi Bentz ya estaba muerta. Y a juzgar por el estado del padre Mathias, violentamente asesinada.
Kristi intentó abrir sus ojos, encontrar alguna energía para luchar, pero apenas podía permanecer despierta, sus músculos se negaban a ayudarla, mientras yacía en el relajante baño, cuya agua se volvía escarlata.
– Puedo sentirlo -le dijo Elizabeth al oído mientras Kristi trataba de alejarse de sus habilidosas y agobiantes extremidades-. Puedo sentir cómo me rejuvenece.
Oh, por el amor de Dios. ¡Ni hablar! Trató una vez más de alejarse, incluso aunque creía que sin el brazo de Elizabeth a su alrededor, podría hundirse en la bañera, deslizarse bajo la pringosa superficie y ahogarse en su propia sangre. Los espejos de la habitación le permitían contemplar con horror e incredulidad cómo su propio rostro se volvía blanco. Vlad el Horrible permanecía al borde de la bañera, listo para introducirse con ellas.
Su piel se erizó ante la idea y quiso gritar, protestar a los cielos, pedir ayuda. Pero era demasiado tarde. Su voz no dejaba salir más que el más leve de los susurros y Vlad, al mirarla, lo sabía. La sonrisa en sus perversos labios, el brillo de impaciencia en sus ojos, le decían que él disfrutaba del sufrimiento de Kristi, su último destino.
Era un monstruo. Un mortal que se veía a sí mismo como algo más. ¿Quién era aquel psicópata que lamía sangre, que fingía ser un vampiro, que daba clase en el colegio mientras daba caza a las estudiantes? No había duda de que adoraba a Elizabeth, quien casi parecía ser su dueña. Casi.
– Eres como un perro con correa -le dijo Kristi-. Te utiliza.
– Como yo la uso a ella -replicó, irritado. Se estiró hacia su cuello y Kristi esperaba que intentase ahogarla. En cambio, uno de sus dedos se enganchó en la cadena de oro y se la arrancó de su cuello-. Esto me pertenece -afirmó, cerrando su mano sobre el vial de sangre como si fuera uno de los pedazos de tiza que sostenía durante sus aburridas clases. Le lanzó una mirada a Elizabeth-. Tendremos que ahorrar unas cuantas gotas para uno más. -Sus labios se torcieron en una malvada sonrisa, revelando sus dientes afilados como agujas.
– No eres más que un fraude -le dijo Kristi, sintiéndose mareada, apenas capaz de concentrarse. Cuando Vlad se inclinó de nuevo hacia delante, ella le escupió en la cara; el escupitajo goteó en el interior de la bañera.
– ¡Qué! ¡No! -Elizabeth casi se muere del susto-. ¡El agua no puede ser contaminada!
Sin darle importancia, Vlad recogió el escupitajo flotante y gruñó.
– No pasa nada.
– Pero…
– Chist. He dicho que no pasa nada -le dijo de forma más severa, y Elizabeth, pese a estar irritada, se calló.
A Kristi se le encendió una luz en la cabeza y volvió a escupir. Esta vez, el esputo aterrizó sobre la pierna de Elizabeth.
La mujer gritó, y Vlad enseñó sus dientes una vez más.
– Te voy a arrancar tu jodida garganta -la avisó, con los ojos en llamas.
¡Bien! ¡Termina con esto! Pero las palabras no cobraron forma, con la fuerza de Kristi diluyéndose. Vlad vio su debilidad y se regodeó con una sonrisa triunfante, sus perversos y falsos colmillos, brillantes bajo la luz de las velas-. Es nuestra -aseguró, con tanta fuerza que su voz retumbó en la cámara subterránea.
Kristi abrió la boca para protestar, para gritar, pero tan solo surgió un pequeño sonido.
Era demasiado tarde.
Vio su propia piel perdiendo color, sabía que estaba temblando a pesar del cálido baño; sentía como iba perdiendo la consciencia. La oscuridad se cernía, y de una forma que sería un bienvenido alivio de su tormento.
No llegaba ninguna ayuda. No podía luchar.
Su sangre manaba, coloreando el agua con un tono más oscuro.
Se estaba muriendo, marchándose lentamente, lo sabía.
Jamás volvería a ver a Jay.
Nunca discutiría con su padre.
Todo estaba perdido…
Mientras la negra cortina se cerraba ante sus ojos, se preguntó vagamente si existiría un cielo. ¿Y un infierno? ¿Se elevaría su alma y volvería a ver de nuevo a su madre? Jennifer Bentz, quien se había convertido en poco más que un recuerdo, tan deteriorado como las fotos del viejo álbum que había encontrado en el ático. ¿De verdad volvería a verla de nuevo?
Se le hizo un nudo de lágrimas en la garganta al acordarse de aquella madre que apenas recordaba mientras era mantenida a flote por una psicópata que deseaba su sangre más que otra cosa.
Dios mío… tal vez debería simplemente dejarse llevar.
Jamás se había sentido tan sola.
Jay, pensó débilmente, y casi lloró con el pensamiento de cuánto lo amaba.
Tenía frío y la negrura que flirteaba con ella empezó a inundarla. Kristi había sido una luchadora durante toda su vida; puede que finalmente fuera el momento de sucumbir.
Voces.
Jay oyó un sonido de voces.
Levantó su mano hacia Bentz, quien asintió.
Con tensión en los nervios, agachados y dispuestos para un ataque en la oscuridad, cada uno de ellos ocupó un lado del largo túnel que se abría a una cámara oscura y enorme. La habitación estaba vacía, salvo por media docena de sillas situadas en arco, alrededor de una plataforma elevada, como un escenario, sobre el que se posaba un desgastado diván de terciopelo. Una neblina púrpura se elevaba desde el suelo, y una luz roja palpitaba, casi como un latido, al iluminar la sala.
Las voces salían de una puerta abierta que llevaba de vuelta hasta los túneles.
Se separaron sin decir una palabra, ocupando cada uno un lado del siguiente túnel. Había ramificaciones, puertas que parecían estar cerradas. Pero al final del oscurecido pasillo, una habitación brillaba con una luz parpadeante, como si estuviera iluminada por cientos de velas.
Sin hacer ruido, se dirigieron hacia la puerta, y las voces llegaron a los oídos de Jay.
– Su sangre fluye, Elizabeth… cubriendo tu cuerpo… ya casi ha terminado. El corazón de Jay estuvo a punto de detenerse.
Apretando los dientes, intercambió una mirada con Bentz, asintió y entraron de golpe en la habitación, donde Kristi yacía, blanca como el papel, en una bañera rebosante de una espesa agua roja y que era ocupada por otra mujer, quien levantaba su mirada hacia un hombre desnudo que se disponía a entrar en la bañera.
– ¡Las manos sobre la cabeza! -rugió Bentz.
El doctor Preston volvió su cabeza.
La mujer se giró y Jay casi titubeó.
¿Althea Monroe? ¿La mujer a quien había sustituido? ¿La profesora que debería estar cuidando de su frágil y despechada madre? ¿Era ella quien estaba en una bañera llena de sangre con Kristi?
– ¡Al suelo! -ordenó Bentz-. ¡Ahora mismo, cabronazo!
– ¡Vlad! -vociferó Althea-. ¡Mátalos!
Como si ella tuviese un completo control sobre él, Preston se movió, cuchillo en mano. Arrojó el cuchillo a Jay con increíble decisión y, en el mismo movimiento, corrió a través de la habitación, directo hacia Bentz. Con las manos extendidas y los dientes al descubierto, se abalanzó sobre él.
Jay se agachó, y el cuchillo pasó rozándole el hombro; un dolor le bajó por el brazo.
Bentz disparó su arma contra el hombre desnudo hasta que cayó a sus pies. En un instante, Jay estaba al pie de la bañera sacando a Kristi de aquella agua espesa y roja. Estaba inconsciente, su cuerpo pálido y débil; los cortes de sus muñecas, oscuros con manchas carmesí. Jay se desgarró su camisa, haciendo tiras para vendas. Ahora no podía perderla. Ni hablar. Tenía que salvarla. Enrolló frenéticamente el tejido alrededor de su muñeca derecha.
– ¡No! -rugió Althea-. ¡La necesito! -Al salir de la bañera, se abalanzó sobre ella; sus ojos brillaban de locura. ¡Bang, bang, bang!
Un arma disparó y el cuerpo de Althea se retorció cuando las balas atravesaron su carne.
Ahogó un chillido, cubriendo sus heridas mientras caía gritando.
– No, no… oh, no… Cicatrices… No puedo tener… cicatrices… -La sangre salió por su boca con esas últimas palabras.
Montoya permanecía en el umbral, con su arma todavía apuntando hacia ella.
– ¡Llama al nueve uno uno! -exclamó, al tiempo que Jay cubría las muñecas de Kristi con las tiras de algodón.
– Están de camino. -Mai ya se encontraba junto a Bentz cuando él empujaba a un lado el cuerpo de Preston-. ¿Se encuentra bien?
– Sí. -Se puso en pie y cruzó la sala para arrodillarse al lado de Jay, quien mecía a Kristi. El más leve de los pulsos era visible en su cuello, pero Jay sabía que había perdido demasiada sangre.
– Aguanta, Kristi, tú aguanta. No se te ocurra dejarme. -Tenía un nudo en la garganta y, aunque sabía que Bentz deseaba tocar a su hija, abrazarla, Jay no podía soltarla. Respiraba, pero mínimamente, y él deseó que ella viviera tanto como que Althea Monroe hubiese exhalado su último aliento.
A través del velo, Kristi oyó la detonación de un tiroteo, olfateó el acre aroma a cordita y oyó voces… Voces frenéticas. Gente gritando. Gente corriendo. Gente chillando. Se sintió siendo arrastrada fuera del agua y una voz era más fuerte que las demás. ¿Jay?
Intentó abrir los ojos pero no pudo, y aunque sentía sus brazos alrededor de los de ella, y oía su voz apagada diciéndole que aguantase, aquello era imposible.
No se te ocurra dejarme…
Otra voz. ¿Era su padre?
Si tan solo pudiera retirarlas, si pudiera encontrar la fuerza para abrir sus ojos, para retirar las cortinas…
– ¡Kristi ¡Quédate conmigo, cariño! ¡Kristi!
La voz de Jay era firme, decidida, como si estuviera deseando que regresara con él, pero era demasiado tarde. Deseaba decirle que lo amaba, que no debería preocuparse por ella, pero sus labios no se movían, las palabras no llegaban, y se sintió caer más profundamente, alejarse flotando…
Pareció que los sanitarios tardaban una eternidad en llegar, pero cuando lo hicieron, Kristi aún respiraba. Su aliento era débil, pero aún estaba viva. Los enfermeros la atendieron; le pusieron una mascarilla de oxígeno sobre la cara, y se la llevaron en una camilla.
– Voy con ellos -insistió Jay.
– Yo también. -Bentz estaba cubierto de sangre, la sangre de Charles Preston, la de Vlad, y sin embargo estaba ileso. La herida de Jay era superficial, y le aseguró al enfermero que estaría bien hasta que llegasen al hospital. Le pidió a Mai que se ocupara de Bruno, en la camioneta, y luego se apresuró a acompañar a la camilla.
Afuera, la tormenta aullaba y arreciaba, los relámpagos destellaban salvajemente. Bentz observó como Jay se subía a la ambulancia con Kristi, y luego caminó hasta la entrada de la casa Wagner, donde había aparcado el Crown Vic. La lluvia caía de los cielos, el viento aullaba a través de las calles.
– Yo conduzco -dijo Montoya mientras Bentz hacía una pausa para echar un último vistazo a la casa Wagner.
En ese instante, un relámpago cruzó el cielo. Como si hubiera sido arrojado por furiosos dioses, un rayó cayó sobre un enorme roble del patio delantero.
– ¡Cuidado! -gritó Montoya.
Bentz se echó al suelo cuando la madera crujió y se hizo añicos. El árbol se partió en dos y mientras Bentz y Montoya se apartaban a toda prisa, una enorme rama cayó sobre la tierra.
Bentz se fue al suelo cuando la rama lo golpeó, la pesada madera crujió contra su espalda, y una de las ramas rotas atravesaba su ropa y su carne. El dolor atravesó su espina dorsal, y durante un segundo no fue capaz de respirar.
Luego no hubo nada, salvo oscuridad.
Kristi abrió un ojo hinchado. Jay la estaba mirando.
– Bienvenida de nuevo -le dijo, ofreciéndole una sonrisa. Sus labios estaban secos y agrietados, la lengua pastosa.
– Tienes un aspecto horrible -gruñó, y se dio cuenta de que estaba en la cama de un hospital, con vendas en sus muñecas.
– Tú estás preciosa.
Ella empezó a reír; tosió y consiguió hablar.
– ¿Qué pasó?
– ¿No lo recuerdas?
– No todo, no lo que ocurrió antes, pero anoche… Ella lo miró y Jay sacudió la cabeza.
– Fue hace tres noches. Has estado inconsciente durante bastante tiempo.
– Cuéntamelo. Todo -insistió, y sentía que él le tocaba los dedos con sus manos.
Lo hizo. Le explicó que Althea Monroe, quien había muerto a causa de sus heridas en la escena del crimen, se había aliado con el doctor Preston, asesinando chicas para obtener su sangre, en un esfuerzo por mantener a Althea joven y hermosa.
– Elizabeth de Bathory -dijo Kristi.
– Exacto. -Jay le contó que el doctor Preston era un fraude. Había sido ingresado cadáver en el hospital, pero sus huellas dactilares le identificaron como Scott Turnblad, un hombre con un historial delictivo impresionante en California, donde el verdadero doctor Preston había residido antes de su muerte.
»El doctor Grotto había sido una parte de su plan debido a sus afilados incisivos, aunque, cuando estaba vivo, insistía en que lo que había hecho era por un bien mayor, en que Preston le había convencido de que aquello ayudaría a la chicas problemáticas a desaparecer y empezar una nueva vida. A cambio, Grotto llevaría al escenario su extravagante producción y desarrollaría sus propias y enfermizas fantasías vampíricas. Su público, las chicas para las que interpretaba, eran tan malas como él, y estaban bajo su hechizo, buscando nueva sangre, y no les importaba que las reacias participantes desaparecieran.
– ¿Estás hablando de Trudie, Grace y Marnie? -preguntó.
– Y algunas más, incluyendo a la camarera que añadió algo extra a tu bebida. Todas ellas estaban medio enamoradas del doctor Grotto y cumplían su fantasía.
– Más Elizabeths por llegar -dijo apretando sus dedos.
– Más tiempo entre rejas por llegar. También hay cargos contra ellas.
– ¿Qué hay del padre Mathias? ¿Y Georgia Clovis?
– Los vástagos de los Wagner parecen ser inocentes, pero Mathias está muerto; probablemente fue asesinado por Vlad, porque sabía demasiado. No estamos seguros, pero parece ser que Mathias podría haber llevado a las chicas problemáticas hacia sus muertes. Probablemente de forma inadvertida. La conjetura es que escuchaba sus problemas durante la confesión, o tal vez las aconsejaba. Intentaba ayudar, les ofrecía papeles en las obras y permitía que Dominic Grotto las guiase, y uso libremente el término guiar. Incluso aunque Grotto podría no haber sabido lo que les ocurría finalmente a las chicas, no era precisamente un santo. Probablemente tenía asuntos con ellos.
Kristi se estremeció al pensar en las inocentes víctimas.
– Pero el verdadero maníaco en todo esto era Vlad, alias doctor Preston, alias Scott Turnblad. Suponemos que demasiada gente sabía demasiado. Lucretia se ocupó de Grotto, pero quedaba el padre Mathias. Vlad no podía dejarlo escapar.
– Estaba como una cabra. Y también Elizabeth.
– Althea. Sí. Nos engañó a todos. Resulta que su madre ni siquiera había vivido nunca en Nueva Orleans. Lo único que quería era seguir siendo Elizabeth un poco más.
– ¿De dónde le venía eso?
– Era una pariente lejana de la condesa, supongo.
– Y una chiflada.
– Demostrada. Se había obsesionado con lo de no envejecer. Encontramos sus diarios. Además de estar emparentada con la «Condesa Sangrienta», Althea estaba convencida de que podía invertir el paso del tiempo, recuperar la juventud perdida bañándose en la sangre de mujeres más jóvenes.
– Majareta…
– Sí, además de eso, había estado casada, y su marido la dejó por una mujer más joven, justo igual que su padre había dejado a su madre dos veces por mujeres florero.
– ¿Y qué? Les pasa a un montón de mujeres. Y no se convierten en maníacas homicidas.
– Tú misma lo has dicho. Majareta. Althea, alias Elizabeth, encontró su alma gemela en Vlad. Su relación empezó siendo muy jóvenes. Hemos estado indagando en el sórdido pasado de Turnblad. Puede que sus crímenes empezasen pronto, con sus propios padres. Y se salió con la suya.
– Así que aprendió desde pequeño de lo que era capaz.
Los labios de Jay se torcieron ante la idea, de la forma en que siempre lo hacían cuando encontraba un problema que no era capaz de comprender.
– Resultando en que él y Althea…
– ¿La nueva Elizabeth de Bathory?
– Estás prestando atención -le dijo con un guiño-. Descubrimos que se conocían desde que eran niños.
– No quiero imaginar a qué clase de cosas jugaban. Jay puso una mueca de desagrado.
– Ni se te ocurra pensarlo. De cualquier forma, la detective Portia Laurent sumó dos y dos y descubrió el escondite de Vlad, digo, Preston bajo un viejo hotel. El cuerpo de Ariel estaba allí, metido en hielo, al igual que otra mujer, una bailarina de Nueva Orleans llamada Karen Lee Williams, cuyo nombre artístico era Cuerpodulce.
– ¿Es que todo el mundo tiene un alias?
– Uno por lo menos -afirmó Jay con una sonrisa; después le explicó lo de Mai Kwan y el fbi, y lo de la cámara en su apartamento. Era Mai a quien habían perseguido aquella noche, porque no quería revelar su verdadera identidad.
Kristi acogió sus palabras con escepticismo.
– Sabía que Hiram era un bicho raro de primera, pero Mai… del fbi… -Sacudió su cabeza y comenzó a sonreír, pero entonces vio el rictus de tensión en el rostro de Jay-. ¿Qué es lo que no me estás contando? -inquirió, borrando la sonrisa de su cara. Jay no le respondió de inmediato-. ¿Jay? -insistió.
– Es tu padre.
A Kristi se le congeló el corazón.
– Está en un hospital, en Nueva Orleans. Una lesión en la espalda.
– ¿Una lesión en la espalda? -repitió lentamente, recordando todas las veces que había visto su rostro cambiando del color al blanco y negro.
– Se va a poner bien.
– ¿Estás seguro? -Por favor, Dios, no… no podía imaginar la vida sin su padre. Apretó con fuerza la mano de Jay.
– Eso creo. -Pero estaba disimulando; podía verlo en sus ojos color ámbar.
– ¡Maldita sea, Jay, dímelo! Jay suspiró.
– Muy bien, allá va -comenzó-. Tu padre tiene dañada la columna…
– ¿Qué? -¡Oh, Dios, no! Su padre jamás soportaría no ser capaz de valerse por sí mismo.
– Oye, tranquila. He dicho dañada, no rota, así que al final se pondrá bien.
– ¿Al final? -preguntó.
– La parálisis es temporal.
– ¡Oh, Dios!
Jay apretó su mano con algo más de firmeza.
– Los médicos confían en que volverá a caminar, pero le llevará algo de tiempo.
Kristi no podía creer lo que oía. ¿Su padre había sorteado a la muerte tan solo para estar paralizado?
– Pero… volverá a caminar por sí mismo -dijo con cierta ansiedad.
– Ese es el pronóstico.
– Entonces quiero verlo. Ahora. -Levantó su mirada, intentando encontrar a una enfermera-. Necesito que me suelten.
– Kris, tendrás que esperar hasta que estés mejor.
– ¡Y una mierda! Estamos hablando de mi padre. Él estaba allí, ¿no? ¡Vino a salvarme! Y… y qué pasó, le dispararon y… -La voz le falló-. ¡Oh, Dios…! Hubo una tormenta aquella noche. -Veía la imagen tan claramente como si ella misma hubiese estado allí-. Un árbol fue impactado por un rayo, eso es lo que ocurrió, ¿verdad?
Jay se quedo mirándola fijamente.
– ¿Verdad?
– Sí, pero…
– ¿Y le golpeó una rama?
– Te he dicho que se va a poner bien.
– Sé lo que has dicho -espetó-. Ahora, haz lo posible por sacarme de este maldito hospital. Tengo que ver a mi padre.
– Está bien, está bien… echa el freno. Te acompañaré.
– No tienes que hacerlo…
– Ya lo sé -estalló-. No tengo que hacer nada, pero quiero hacerlo, ¿vale? Y no voy a permitir que estés sola cuando pases lo que tengas que pasar con tu padre. Estaré allí.
Kristi ya había salido de la cama y se disponía a alcanzar su ropa, cuando se detuvo en seco.
– Jay…
– Te amo, Kris.
Ella se dio la vuelta y vio que Jay estaba sonriendo.
– ¿Me amas?
– Así es. Igual que tú me amas a mí -le dijo con seguridad.
– ¿Te amo?
– Eso es lo que no dejabas de decir mientras estabas inconsciente.
– ¡Mentiroso! -le acusó, pero no pudo evitar asentir-. Pues sí, está bien, te amo -le respondió-. ¿Y qué piensas hacer al respecto, McKnight?
– No lo sé.
– Bueno… ¿Pedirme que me case contigo, por ejemplo?
– Mmmm. Tal vez. Kristi rió.
– Eres malo, McKnight -le dijo, y se estiró a por sus vaqueros.
– Entonces perfecto para ti, ¿no?
– Bueno…
– Venga, vamos a ver a tu padre y, de camino, puedes tratar de convencerme para que me case contigo.
– ¡Sí, de acuerdo!