La vida fácil

Entonces me di cuenta de que se me había mojado el reloj, el agua bien caliente y jabonosa, el agua como una sopa de burbujas porque la Vieja tiene el frío del tiempo metido entre los huesos, y yo con la esponja en la mano, y la mano en el agua, y el reloj en la muñeca, y la esfera toda empañada y sudando humedad. Ya está, pensé, me lo cargue, y el descubrimiento no mejoró mi humor, precisamente. «Tiene usted muy buen gusto, señora, es un modelo muy señorial, muy fino y muy elegante», había dicho aquel cretino de Tiffany's después de que yo rechazara el acorazado que pretendía venderme, automático antichoque y desde luego sumergible, media tonelada de reloj envuelta en oro. Oiga, le explique pacientemente, yo lo que quiero es algo clásico y de buen gusto, justo lo contrario a esto.

Y ahí fue cuando el tipo sacó el hocico, y levantó la barbilla, y se sonrió solo con el labio superior, un hispano de mierda con pretensiones de marqués. «Tiene usted muy buen gusto, señora», decía el miserable, aunque la Vieja no había abierto la boca, y yo mientras tanto seleccionando y preguntando y manoseando y haciendo malabares con las bandejas de terciopelo. Pero el tipo miraba a través de mí como si yo fuera de cristal y sólo se dirigía a la Vieja, bueno, al sombrero picudo que la Vieja llevaba ese día, a las dos plumas tiesas que remataban su coronilla, como si ésa fuese la máxima línea de flotación de su condescendencia, como si ya no pudiese rebajarse a mirar más abajo. «Ha hecho usted una buena compra, señora: es lo más elegante que tenemos, lo más apropiado para un verdadero caballero», y la Vieja no había abierto la boca, pero abrió el bolso y sacó un puñado de dólares como quien saca arena de un cubo, es esa manía suya de ignorar la existencia de los cheques y las tarjetas de crédito; y el tipo estiró los billetes cuidadosamente sobre el mostrador, y luego me colocó el reloj en la muñeca con tal descuido por mi persona que muy bien podría haber estado colocándolo en un brazo de fieltro para exhibirlo después en el escaparate. Cuando nos subimos a la limusina aún nos estaba mirando desde la puerta de la tienda con su insultante risita prendida en el labio superior. Le hubiera hecho comerse los dólares si el reloj no me hubiese gustado tanto. Pero me gustaba. Extraplano, de diseño muy fino, de oro macizo, con la corona incrustada.

Y ahora también con una bonita gota de agua alojada dentro de la esfera. El reloj más elegante y señorial del mundo empapado en agua sucia y jabonosa, en caldo de vieja. Sacudí el brazo y la gota ni se inmutó. Claro, había conseguido abrirse paso a través del vacío hermético y, una vez conquistado su lugar en la nada, se adhería a él como una sanguijuela dispuesta a chupar la vida de la elegante y señorial maquinaria. La Vieja se removió en la bañera, impaciente.

– ¿Qué estás haciendo, Omar? Vamos, frótame la espalda, que me voy a quedar fría.

O algo así. Bueno, peor: «Mi querido muchacho, ¿qué estás haciendo? Sé buen chico y frótame la espalda, por favor, que si no ya sabes que me enfrío y luego me duele el pecho». Eso es lo que dijo con su voz pedigüeña y desvaída, esa vocecita de niña centenaria con la que me habla cuando estamos solos. Así que cogí la esponja otra vez -el agua goteando por encima de la correa de piel de serpiente- y le froté la espalda: los montículos y las depresiones y los omóplatos como alerones de avión y las vértebras todas de pie, las unas detrás de las otras, como las escamas dorsales de un terodáctilo. Palmo y medio de espalda, eso es todo lo que queda, y en dos pasadas de esponja acabas la tarea.

– Ay, ay, querido, más suave, más suave.

Y la lavé por delante y la lavé por detrás, sujetándola en todo momento por un brazo para que no se me desbaratara como un pelele roto. No he visto nunca a nadie tan frágil y minúsculo como la Vieja. Desnuda es casi subhumana. Vestida es otra cosa. Vestida no tiene edad: su ancianidad es omnipresente y venerable, como la de las momias. ¿Quién se va a preocupar de calcular los años que tiene una momia? Milenio más o milenio menos, da lo mismo. Lo que sobrecoge de ella es precisamente eso, su triunfo sobre el tiempo. El saber que ha existido infinitamente antes de que nacieras y que seguirá existiendo infinitamente después de que tú mueras. Y la Vieja, vestida, es un poco así. Da miedo.

Desnuda, en cambio, se queda en nada. Una pizca de cuerpo flotando en la inmensidad de la bañera. Como una de esas ostras que, al abrirlas, descubres consumidas y enfermas, y que no son más que un pedacito de molusco en el desierto de porcelana de su concha.

– El cuello, querido Omar, frótame el cuello. Su cuello no es más que un tramo de arterias y venas y tendones enredados, una confusión de tuberías a la vista. Pero lo peor no es su cuello, ni sus manos engarabitadas y deformes, y ni siquiera sus muslos, sus pantorrillas o sus brazos, es decir, todas esas zonas en las que la gente almacena la carne y que en ella no son más que el puro hueso y el pellejo, tan horribles. Lo peor de todo es su piel, su piel suavísima y fría, tan delicada al tacto que parece estar recubierta de polvos de talco, como el culo de un bebé. Lo peor de todo es tocar esa piel de blanda seda y sentir al mismo tiempo el descamado esqueleto que hay debajo. Es un contraste indecente.

– Echa más agua caliente, que tengo frío. Abrí el grifo y aproveché para ponerme un rato de pie: me dolían un poco las piernas de tanto permanecer de rodillas. Desde luego, el reloj estaba definitivamente roto: las manecillas no se habían movido ni un milímetro en los cinco últimos minutos. El agua debía de salir hirviendo porque soltaba pequeñas columnas de vapor. Al otro extremo de la bañera, la Vieja chapoteaba torpe y ridículamente, como si fuera una niña chica. Estaba contenta, la Vieja. Yo no. El agua le llegaba ahora casi a los hombros y en realidad sólo se le veía la cabeza, cubierta con un gorro de plástico rosa calado hasta las cejas para evitar que se le mojaran los cuatro pelos blancos que le quedan. Palmoteaba la Vieja en la bañera salpicándolo todo, cuando de repente desapareció. Se torció, escoró, naufragó, quizá resbaló, no sé. Pero de repente desapareció debajo del agua. Durante unos instantes sólo vi una quieta superficie de espuma y sólo escuché el tronar del grifo. Y después la Vieja empezó a patalear y a manotear y a retorcerse frenéticamente intentando incorporarse, su cabeza aparecía y desaparecía entre la espuma, y tosía y jadeaba y escupía y gritaba y tragaba agua y el chorro caía y caía y el cuarto de baño estaba lleno de vapor y yo pensé en ayudarla, pero no lo hice. Así que me quedé muy quieto y la Vieja seguía luchando’ qué energía la suya, luchando contra la ley de la gravedad y contra su cuerpo débil y contra la resbaladiza porcelana y contra esa agua jabonosa de la que ya debía de haberse tragado medio litro, y lanzaba sus esqueléticos brazos en todas direcciones intentando encontrar un punto de apoyo, y al fin una de sus manos cayó sobre el borde de la bañera y la Vieja se agarró y tiró y reptó y empezó a emerger penosamente, y yo pensé en empujarla, pero tampoco lo hice. Y en ese momento entró alguien en la habitación, y yo pregunté a gritos que quién era, «la camarera para abrir las camas, señor», pero la Vieja ya había conseguido incorporarse y estaba apoyada contra el borde de la bañera y aullaba y tosía al mismo tiempo, con el gorro torcido y el volante de plástico chorreándole agua sobre la cara.

Me arrodillé en el suelo encharcado y enderecé a la Vieja y le ayudé a echar lo que se había tragado golpeándole la espalda, mientras ella gimoteaba y se asfixiaba y abría mucho sus diminutos ojos. «Casi me ahogo, casi me ahogo», empezó a lamentarse cuando tuvo resuello suficiente, «lo siento», le dije yo, «lo siento». Entonces levanté la cabeza y vi a la camarera en el quicio de la puerta, una muchacha gorda y reluciente que me miraba con la misma cara de espanto con que hubiera mirado al asesino de su madre. El agua había empezado a rebosar por encima de la bañera, caliente, muy caliente. Cerré el grifo con la mano izquierda, porque con la derecha sostenía a la Vieja. Me volví hacia la chica:

– ¿Desea usted algo? -No, yo… ¿Necesitaban algo los señores? -Nada. Haga el favor de irse.

No esperó a que se lo repitiera. Desapareció como una sombra y al poco oí cómo cerraba la puerta de la habitación. La Vieja temblaba violentamente aunque el agua achicharraba y el cuarto parecía una sauna. La saqué de la bañera, la envolví en una toalla gigante tamaño hotel de lujo y la llevé en brazos hasta la cama, dejando un reguero de charcos por toda la habitación.

Así, enrollada en su toalla blanca como un gusano en su capullo, parecía una momia más que nunca. Todavía llevaba puesto el gorro rosa. Una momia con un gorro de plástico.

– Llama al médico del hotel. Le llamé. -Pídeme un ponche bien caliente. Lo pedí. -Me he puesto enferma, estoy segura, este susto me va a matar.

Es inmortal. Me senté en un sofá a esperar a que llegaran los médicos, el ponche y el resto de mi vida. Mis pantalones y mi camisa estaban empapados y se me pegaban a la piel, helados y desagradables. Anochecía rápidamente y la habitación se llenaba de sombras. La Vieja apenas si era ya un bulto blanquecino sobre la cama, una momia de contornos difusos que rezongaba y se lamentaba. La puerta entreabierta del cuarto de baño dibujaba un rectángulo de luz eléctrica en la penumbra de la habitación. Miré la hora en un gesto automático y redescubrí mi reloj roto, la esfera empañada, la gota de agua. El reloj más elegante y señorial del mundo, y sólo me había durado un mes. Claro que los verdaderos señores no se dedican a bañar viejas. Al otro lado de la ventana la ciudad se iba encendiendo poco a poco y el cielo era una delgada franja gris marengo. Me hubiera dado igual el estar muerto. «Se me ha estropeado el reloj, dije en voz alta hacia la oscuridad. La Vieja sólo tardó un par de segundos en contestar: «No te preocupes, Omar, te compraré uno nuevo».

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