Libro III Predilectos de Chemosh

1

Mina pasó los dedos por el cabello rubio del hombre. Tenía el pelo suave, fino, como el de un niño. Llevaba flequillo, que le caía sobre la frente, y ella se lo apartó de los ojos. No recordaba su nombre. Jamás recordaba los nombres. Sin embargo, sí recordaba los ojos, recordaba el afán, el anhelo, el asombro. El dolor, a veces; la infelicidad, la rabia, la frustración. La adoración, por supuesto. Todos la adoraban. El joven le cogió la mano y se la besó.

Durante la Guerra de los Espíritus sus soldados la habían adorado. La adoraban cuando los conducía a la muerte. La adoraban cuando se arrodillaba y rezaba por ellos y mandaba sus almas al vasto río de los perdidos. Veía el temor en sus ojos, el miedo a lo desconocido.

Tanto miedo. El miedo a la vida, a vivir. Ella tenía el poder de quitarles ese miedo. De apartar lo desconocido. Con su beso, el espíritu abandonaba el cuerpo, daba unos cuantos pasos inseguros, con los brazos extendidos hacia Chemosh, igual que un bebé camina, tambaleándose, hacia su madre. Chemosh volvía a imbuir el espíritu en el cuerpo, bañado, limpio, despojado de toda sensación molesta. Ni amor ni culpabilidad ni angustia ni celos...

—Serás elegido de Chemosh —le dijo al joven, cuyos cálidos labios se posaban en su palma abierta—. Tendrás la vida eterna. No más dolor. Jamás sentirás frío, calor o cansancio.

—Supongo que tanto da un dios u otro —dijo el joven, y su aliento ardiente le rozó el cuello—. Prometen y nunca dan, o eso es lo que me han contado.

—Chemosh te dará todo lo que ha prometido —aseguró Mina mientras le retiraba el cabello—. ¿Quieres aceptarlo como tu dios?

—Si tú vas incluida con él —respondió el joven con una risita.

—Ella va con él —dijo una voz—. Ella le abre el camino.

El joven se levantó de un salto. Habían extendido una manta en un sitio apartado, a la orilla del río, sobre la broza de hojas húmedas, raíces de árbol y hierba aplastada.

—¿Quién eres? —demandó el joven al apuesto dios de refinado atuendo que parecía haber surgido de la tierra, ya que no se lo había oído acercarse.

—Chemosh —respondió y, al tiempo que el joven se quedaba boquiabierto, alargó la mano y lo tocó en el pecho, sobre el corazón—. Y tú me perteneces.

El joven exhaló un gemido de dolor y se aferró el pecho. Un estremecimiento sacudió su cuerpo. Cayó de rodillas, los ojos fijos en el dios mientras la luz se apagaba en ellos poco a poco. Se desplomó de bruces en el suelo y se quedó tirado, inmóvil. Chemosh pasó por encima del cadáver. Miró a Mina con expresión ceñuda, malhumorada.

—No me gusta esto —dijo.

—¿Cómo he incurrido en el desagrado de mi señor? —preguntó Mina, quien se incorporó con aire digno para mirarlo cara a cara—. Hago todo lo que me pides.

Lo que decía era verdad y eso precisamente encolerizó más a Chemosh, así como el hecho de no comprender la razón de que se enfadara con ella.

—Eres una Suma Sacerdotisa del Señor de la Muerte —manifestó—. No es apropiado que estos patanes te soben con sus toscas manazas. Aunque a ti parecen complacerte mucho esos toqueteos. A lo mejor hice mal en interrumpir.

—Mi dulce señor —empezó Mina, que se aproximó a él sin apartar del dios la mirada de sus ojos ambarinos, brillantes y dorados—. Me ordenaste que te trajera a estos jóvenes. Obedezco tus mandatos.

Se acercó más aún, al punto de que el dios percibió la calidez de la joven, olió la fragancia de su cabello y el aroma de su cuerpo, que seguía estando suave y mórbido por el deseo.

—Las manos que me tocan son tus manos —le dijo—. Los labios que me besan, los tuyos, y de nadie más.

Chemosh la tomó en sus brazos y la besó fuerte, con brutalidad, descargando su rabia en ella, que era la causa, aunque no habría podido decir el porqué. Mina le devolvió el beso fiero y desesperado, como en el campo de batalla cuando el tumulto del combate parece apagarse dejando a los dos contrincantes aislados de todo lo demás en un preciado momento que perdurará hasta que uno de ellos muera.

—Mi señor... —musitó Mina—. ¿Me permites que le conceda tu presente?

Señaló con un ademán el cadáver del joven que yacía sobre la manta, a la orilla del río.

—Ya me encargo yo —contestó Chemosh, que se agachó y posó la mano sobre el pecho inmóvil del joven.

Los ojos del cadáver se abrieron. Los tenía de color verde, y el cabello era rubio. Miró a Chemosh y reconoció al dios de los muertos, y en aquella mirada había veneración. Se puso de pie e hizo una reverencia.

—Eres uno de mis Predilectos —manifestó Chemosh—. Viaja hacia el este, hacia el amanecer de tu nueva vida. Y, en tu camino, encuentra a otros que juren adorarme y tráelos a mi servicio.

—Sí, señor. —El joven hizo otra reverencia a Chemosh, que lo despidió con un ademán y se desentendió de él.

La mirada del joven se desvió hacia Mina, que le sonrió; fue una sonrisa impersonal. Chemosh frunció el entrecejo, y el joven se dio media vuelta y se alejó con premura.

—Si consigues quitarte de la cabeza a tu conquista, quizá podamos volver a ocuparnos de asuntos serios —dijo Chemosh. Sabía que estaba siendo injusto. Mina se limitaba a cumplir lo que él le había mandado. Sin embargo, no podía evitarlo.

—Hoy no estás de buen humor, mi señor —comentó ella mientras enlazaba las manos alrededor de su brazo—. ¿Qué ha ocurrido para que tengas esa expresión sombría?

—No lo entenderías —replicó secamente al tiempo que le retiraba la mano con brusquedad—. Eres mortal.

—Una mortal que ha entrado en contacto con la mente de un dios.

Chemosh le clavó una mirada penetrante. Si sonreía o parecía pagada de sí misma u orgullosa la mataría allí mismo.

La vio seria, sin saber qué pasaba. Lo amaba, lo adoraba.

El dios suspiró profundamente, apaciguado.

—Se trata de Sargonnas. El dios astado va por el cielo pavoneándose todo esponjado como si fuese nuestro rey. —Chemosh, echando chispas, paseaba arriba y abajo por la orilla del río—. Alardea de su victoria en Silvanesti, se jacta de haber aplastado a los elfos, se ríe de cómo han embaucado a los ogros haciéndoles creer que los minotauros son sus aliados. Fanfarronea de que él y sus cabestros no tardarán en ser líderes indiscutibles del tercio oriental de Ansalon.

—Simple jactancia, mi señor—dijo Mina con displicencia.

—No. El dios toro será un zafio patán, pero tiene un rudimentario sentido del honor y no miente. —Dejó de pasear y se volvió a mirar a Mina—. Ha llegado el momento de que pongamos en marcha nuestro plan.

—Pero aún es pronto, mi señor —protestó ella—. El número de nuestros Predilectos aumenta, pero no se acerca siquiera al que haría falta, además de que la mayoría se encuentra en el oeste de Ansalon, no en el este.

—No podemos esperar —insistió el dios al tiempo que sacudía la cabeza—. Sargonnas gana fuerza de día en día y los otros dioses o no ven su ambición o están tan preocupados con sus propios problemas que no se percatan del peligro. Si se apodera del este, ¿de verdad creen que se conformará con eso? Después de estar atrapados en sus islas durante siglos, los minotauros han logrado establecerse en el continente por fin. Su propósito no es gobernar sólo el este, sino todo el mundo, y el cielo por añadidura. —Chemosh apretó el puño.

»Soy el único que se encuentra en posición de desafiarlo. He de actuar ahora, antes de que se haga aún más fuerte. ¿Dónde está ese necio, Krell? —Miró en derredor como si el Caballero de la Muerte pudiera esconderse debajo de una piedra.

—Desatando el caos en alguna parte, supongo —dijo Mina—. No he estado en contacto con él, mi señor.

—Tampoco yo. Lo convocaré para que se reúna con nosotros en el Abismo. Tienes que abandonar este plano durante un tiempo, Mina, y dejar el trabajo que te es tan caro.

Asestó una mirada acerba a la manta arrugada, todavía reciente la huella que dos cuerpos entrelazados habían dejado en ella.

—Tú eres caro para mí, mi señor —respondió suavemente ella—. Mi trabajo no es más que eso: mi trabajo.

Chemosh se vio reflejado en los ojos ambarinos. No vio a nadie más. La tomó de las manos y se las llevó a los labios.

—Perdóname. Estoy raro. No soy el de siempre.

—Tal vez ése sea el problema, mi señor.

El dios se quedó pensativo, meditabundo.

—Quizá tengas razón. Últimamente ni siquiera estoy seguro de saber qué es «ser el de siempre». Resultaba más fácil cuando Takhisis y Paladine dominaban el firmamento. Sabíamos cuál era nuestro lugar. Puede que no nos gustara. Puede que clamáramos contra ellos y que su yugo nos escociera, pero había orden y estabilidad en los cielos y en el mundo. Al final va a resultar que la paz y la seguridad tienen su lado bueno. Así podría dormir con los dos ojos cerrados, en vez de tener uno abierto siempre, estar en todo momento en guardia por si alguien se acerca sigilosamente por detrás.

—De modo que perderás unos cuantos eones de sueño, mi señor —dijo Mina—. Merecerá la pena cuando seas el soberano y los demás se inclinen ante ti.

—¿Cómo adquiriste tanta sabiduría? —Chemosh la tomó en sus brazos y la estrechó contra sí. Le besó el cuello—. He tomado una decisión. A partir de ahora, ningún tosco mortal te hará arrumacos. Ningún mortal rozará tu piel con sus rudos labios. Eres la amada de un dios. Tu cuerpo, tu alma, son míos, Mina.

—Siempre lo han sido, mi señor —repuso ella, estremecida entre sus brazos.

La oscuridad cubrió a Chemosh, lo envolvió a él y la rodeó a ella para conducirlos a una oscuridad más profunda, más densa, más cálida, alumbrada únicamente por la llama del éxtasis.

—Y siempre lo serán.


Chemosh regresó al Abismo y lo halló oscuro y lúgubre. Sólo él tenía la culpa. Podría haber iluminado el Abismo como si fuese el cielo llenándolo de candelabros, arañas, lámparas resplandecientes y linternas titilantes. Podría haberlo amueblado, poblado de gente, llenado de música y danzas. Eones atrás lo había hecho, pero ahora no. Detestaba demasiado su morada para intentar cambiarla. Quería, necesitaba encontrarse entre los vivos. Y había llegado el momento de poner en marcha su plan para satisfacer el deseo de su corazón.

Esperó a Krell con impaciencia y le complació oír finalmente el golpeteo metálico de la armadura del Caballero de la Muerte, que se abría paso despacio a través del Abismo como si caminara trabajosamente por el espeso barro de un campo de batalla. Sus ojos eran dos puntos rojos. Pequeños y muy juntos, le recordaron a Chemosh los de un cerdo demoníaco.

Deseoso de hallar algo mejor a lo que mirar, el dios desvió la vista hacia Mina. Iba vestida de negro, un vestido de seda que se deslizaba sobre las curvas femeninas como sus manos. Los pechos subían y bajaban al respirar. Distinguía el leve latido de la vida en el hueco de la garganta de la mujer. De repente hubiera querido que Krell se encontrara a mil kilómetros de distancia, pero no podía permitirse ceder a sus deseos. Todavía no.

—Bueno, Krell, por fin has llegado —empezó en tono enérgico—. Siento haberte apartado de la matanza de enanos gullys o lo que quiera que fuera que habías encontrado para divertirte, pero tengo un trabajo para ti.

—No estaba matando enanos gullys —replicó Krell con gesto hosco—. Eso no tiene nada de divertido, y tampoco luchar con esas bestezuelas. Se limitan a chillar como conejos y después se desmayan y se orinan.

—Era una broma, Krell. ¿Has sido siempre tan estúpido o es que la muerte te dejó secuelas?

—Nunca me gustaron las chanzas, mi señor —replicó Krell, que añadió con aire estirado—: Y deberías saber a qué me dedicaba, porque tú me mandaste hacedo. Me limitaba a seguir tus órdenes, a reclutar nuevos seguidores para ti.

—¿De veras? —Chemosh unió las manos por las puntas de los dedos y tamborileó unas contra otras—. ¿Y la cosa va bien?

—Muy bien, mi señor. —Krell se meció sobre los talones, complacido consigo mismo—. Creo que mis reclutas te parecerán más satisfactorios que los de otros.

Lanzó una mirada a Mina. Ella lo había rescatado, lo había liberado de la atormentadora diosa y también de su roca carcelaria, pero, precisamente por ello, la odiaba.

—Al menos los míos son de fiar —replicó Mina— No es probable que traicionen a su señor.

Krell apretó los puños y dio un paso hacia ella.

Mina se levantó de la silla para hacerle frente. Se había puesto pálida y sus ojos semejaban oro reluciente. Sin atisbo de temor, estaba hermosa en su valentía, radiante en su ira. Chemosh se permitió un instante de placer y después se obligó a centrarse en el asunto que debía tratar.

—Mina, creo que tendrías que dejarnos solos.

La mujer asestó una mirada desconfiada a Krell.

—Mi señor, no me gusta...

—Mina —la interrumpió el dios—, te he dado una orden. He dicho que te vayas.

Mina parecía dispuesta a discutir, pero una ojeada al ceñudo semblante del dios bastó para que se retrajera. Se recogió los vuelos de la larga falda y se marchó.

—Deberías meterla en cintura —aconsejó Krell—. Se está propasando. Igual o peor que una esposa. Tendrías que matarla. Daría menos problemas muerta que viva.

Chemosh se giró bruscamente hacia el caballero. En los ojos del dios había un brillo cruel, una luz más oscura que la oscuridad. Lo poco que quedaba del Caballero de la Muerte se encogió dentro de la armadura.

—No olvides que ahora me perteneces, Krell —dijo suavemente—. Ni que con un capirotazo de mi dedo puedo reducirte a un montón de excrementos de pájaro.

—Sí, mi señor —dijo Krell, doblegado—. Lo siento, mi señor.

Chemosh hizo aparecer una silla, después otra, y por último una mesa que colocó entre ambos.

—Siéntate, Krell —ordenó el dios con irritación—. Tengo entendido que te encanta el juego del khas.

—Es posible, mi señor —respondió el caballero, cauteloso, ya que se temía una trampa.

Observó intensamente la silla que se había materializado de la oscuridad del Abismo. Cuando creyó que Chemosh no miraba, dio a la silla un golpecito subrepticio con el dedo.

—Siéntate, Krell —repitió fríamente el dios—. Quiero que los ojos de los demás, aunque sean los ojos de un cerdo, estén al mismo nivel que los míos.

El Caballero de la Muerte dejó caer pesadamente en la silla su nada introducida en la armadura.

Chemosh hizo un gesto con la mano, y un punto de luz brilló sobre un tablero de khas.

—¿Qué te parecen estas piezas, Krell? —inquirió con aire indiferente—. Las he mandado hacer a propósito. Son de hueso.

El caballero iba a decir que le importaba un bledo si las habían hecho de estiércol de caballo, pero reparó en la mirada de Chemosh. Con el índice y el pulgar enfundados en el guantelete, agarró uno de los peones, tallado a semejanza de un goblin, y aparentó examinarlo con admiración.

—Un buen trabajo artesanal, mi señor. ¿Es elfo?

—No, es goblin. Estas otras piezas son elfas. —Señaló a los dos clérigos elfos.

—Ignoraba que los goblins supieran tallar tan bien —comentó Krell mientras asía al goblin por el cuello y lo escudriñaba con atención.

Chemosh suspiró profundamente. Hasta la vida de un dios era demasiado corta para aguzar la mente de alguien tan zote como Ausric Krell.

—No están talladas, pedazo de lerdo. Cuando dije que eran de hueso me refería a que... Oh, qué más da. Lo que tienes en la mano es un goblin. Un goblin muerto, reducido.

—¡Ja, ja! —Krell rió de buena gana—. Ése sí que es un buen chiste. ¿Y éstos son elfos muertos? —Dio un capirotazo a uno de los clérigos—. Y éste, un kender muerto...

—¡Basta, Krell! —Chemosh respiró hondo y después continuó haciendo gala de paciencia—. Estoy a punto de emprender mi campaña.

Apoyó los codos en la mesa, a los lados del tablero de khas, y se inclinó sobre éste como si calculara un movimiento.

—La acción que planeo llevar a cabo llamará por fuerza la atención de los otros dioses. Sólo uno de ellos plantea una amenaza digna de tenerse en cuenta. Sólo una podría significar un serio estorbo. De hecho, ya ha empezado a molestarme seriamente.

Clavó la mirada en Krell para asegurarse de que estaba prestando atención.

—Sí, milord. —El caballero ya no parecía tan estúpido. Campaña, batalla... Ésas eran cosas que entendía.

—La diosa que me preocupa es Zeboim —dijo Chemosh. Krell gruñó.

—Ha encontrado un seguidor, un monje de Majere privado de derechos, que ha descubierto el secreto de los Predilectos de Chemosh. El monje se lo ha contado a Zeboim y ésta amenaza con delatarme a menos que te devuelva al Alcázar de las Tormentas.

—No vas a hacerlo, ¿verdad, mi señor? —preguntó Krell con nerviosismo.

Chemosh alargó la mano y tomó una de las piezas del lado de la oscuridad, la que se conocía como el caballero. La toqueteó y la hizo girar.

—Pues, de hecho, sí. ¡Espera! —Alzó una mano cuando Krell chilló una protesta airada—. Escúchame. ¿Qué opinas de este movimiento, Krell?

Con lentitud, colocó la pieza delante de la reina negra.

—No puedes hacer ese movimiento, mi señor —rezongó el caballero—. Va contra las reglas.

—Así es, Krell —convino Chemosh—. Va contra todas las reglas. Coge esa pieza y mírala bien. ¿Qué te parece?

Krell levantó la pieza y la observó a través de las ranuras de la visera del yelmo.

—Es un caballero que monta un dragón. —Descríbela con más detalle —instó Chemosh.

—Es un Caballero de Takhisis —manifestó Krell tras un examen más a fondo—. Lleva el símbolo del lirio y de la calavera en su armadura. —Muy observador, Krell —comentó el dios. El caballero se sintió complacido, sin darse cuenta del sarcasmo. —Lleva capa y yelmo, y monta un Dragón Azul.

—¿No te resulta familiar nada de este caballero, Krell? —preguntó Chemosh.

Krell acercó la pieza a la nariz prácticamente. Sus ojos centellearon.

—¡Lord Ariakan! —Krell contempló la figura con incredulidad—. ¡Hasta el más mínimo detalle!

—En efecto, lord Ariakan, el muy amado hijo de Zeboim. Tu tarea consiste en vigilar esa pieza de khas, Krell. Mantenía a buen recaudo y sigue mis órdenes al pie de la letra, porque así es como mantendremos a la Reina del Mar acorralada en su lado del tablero, total y absolutamente impotente.

Los rojos ojos del Caballero de la Muerte se clavaron en la pieza y titilaron, dubitativos.

—No te entiendo, mi señor. ¿Por qué iba a preocuparle una pieza de khas a la diosa? Aunque parezca su hijo...

—Porque es su hijo, Krell —lo interrumpió Chemosh, que puso énfasis en la palabra «es». Se recostó en la silla, apoyó los codos en los brazos del mueble y unió las manos por las yemas de los dedos.

AI caballero le tembló la mano con la que sostenía la pieza y casi la dejó caer. Luego, con premura, la puso en el tablero y retiró la mano de prisa.

—Puedes tocarlo, Krell. No te va a morder. Bueno, de poder pillarte, lo haría, pero no puede.

—Ariakan murió —dijo Krell—. Su madre se llevó su cadáver...

—Oh, sí, muerto está, del todo —convino Chemosh con gesto complacido—. Murió, gracias a tu traición, y su alma vino a mí, como lo hacen todas las almas de los muertos. La mayoría pasan por mis manos tan fugaces como favilas que se elevan al cielo, de camino a la siguiente etapa del viaje. Otras, como la tuya, Krell, están atadas a este mundo como castigo.

El caballero gruñó; fue un ruido sordo en los confines de la armadura.

—Y hay otras, como la de milord Ariakan, que se niegan a marcharse. A veces no soportan separarse de alguien amado. Otras, no soportan separarse de alguien a quien odian. Y esas almas son mías.

Los rojos ojos de Krell titilaron y después llegó la comprensión. Echó hacia atrás la cabeza y soltó una gran carcajada que levantó ecos en el Abismo.

—El ansia de venganza de Ariakan contra mí lo tiene atrapado aquí. Vaya, ésa sí que es una gran broma, mi señor. Una chanza a la que le pillo la gracia.

—Me alegra que te sea tan fácil divertirte, Krell. Y ahora, si eres capaz de dejar de regodearte durante un momento, te daré órdenes. —Soy todo oídos, señor.

El caballero escuchó atentamente las instrucciones, hizo unas cuantas preguntas que, de hecho, rayaban en lo inteligente.

Convencido de que esta parte de su plan seguiría adelante, Chemosh despidió al Caballero de la Muerte.

—Confío en que no te importará regresar al Alcázar de las Tormentas, ¿verdad, Krell?

—Mientras sea libre de marcharme cuando quiera, no, mi señor —respondió el caballero—. ¿Puedo irme de allí una vez que haya terminado mi trabajo?

—Naturalmente, Krell.

El caballero recogió la pieza del tablero de khas, la miró un momento, rió con disimulo, y después la metió en el guantelete.

—A decir verdad, sentía cierta nostalgia por ese sitio.

—Guarda a buen recaudo esa pieza —advirtió Chemosh.

—No la perderé de vista —contestó Krell con una risita—. Puedes contar con ello, mi señor.

Krell se alejó sin dejar de reírse para sus adentros.

—Mina —dijo el dios con desagrado—, ¿—me estás espiando?

—No espiaba, mi señor. —Saliendo de la oscuridad, Mina caminó hacia él—. Estaba preocupada. No confío en ese diablo. Ya traicionó a su señor una vez, y puede volver a hacerlo.

—Te aseguro que soy muy capaz de ocuparme de él, Mina —contestó fríamente Chemosh.

—Lo sé, mi señor. Lo siento. —Mina se acercó más, se arrimó a él y apoyó la cabeza en su pecho.

Chemosh sintió su calidez, olió el perfume de su cabello, que le rozaba la piel.

«Daría menos problemas muerta que viva.»

Después de todo, era algo que debía tener en cuenta.

—¿Por qué te preocupa Zeboim, mi señor? —preguntó Mina, ajena a los pensamientos del dios—. Sé que ese monje ha estado fisgoneando, pero sólo tienes que darme permiso para que me ocupe de él y...

—El monje es una molestia, nada más. Lo metí en el mismo saco con el único propósito de hacerle saber a la diosa que estoy al tanto de lo que se traía entre manos. Y también para distraerla de mi verdadero propósito.

—¿Y cuál es, mi señor?

—Vamos en busca de un tesoro enterrado, Mina —dijo Chemosh—. El tesoro más valioso conocido por el hombre y por los dioses. Mira lo miró fijamente, perpleja.

—¿Para qué necesitas un tesoro? La riqueza es polvo para ti.

—El tesoro que busco no consiste en cosas tan baladíes como monedas de acero, coronas de oro, collares de plata o baratijas de esmeraldas —se mofó el dios—. El tesoro que busco es de un material mucho más valioso. Está hecho de... mí mismo.

Ella lo miró largamente a los ojos.

—Creo que lo entiendo, mi señor. El tesoro es...

Chemosh le puso el dedo sobre los labios.

—Ni media palabra, Mina. Todavía no. No sabemos quién puede estar escuchando.

—¿Puedo preguntar dónde se halla ese tesoro, mi señor? La tomó en sus brazos y la estrechó al tiempo que le susurraba al oído: —En el Mar Sangriento. Allí es adonde iremos, tú y yo, una vez que tenga la seguridad de que los ojos indiscretos y los oídos aguzados se han cerrado.

2

Lord Ausric Krell odiaba el Alcázar de las Tormentas. Se había sentido eufórico al quedar libre de aquel lugar, había jurado que jamás volvería a pisarlo a no ser para demolerlo, y, sin embargo, cuando se encontró de nuevo en el patio barrido por la espuma de las olas, experimentó verdadero placer. Se había marchado como un prisionero, escabullándose de manera ignominiosa, y ahora volvía siendo el amo y señor.

Rió con ganas al oír el endeble chapoteo de las olas al romper contra las rocas. Se inclinó por el borde del acantilado e hizo un rudo gesto al mar a la par que gritaba una obscenidad. Volvió a reírse y caminó con paso brioso de vuelta al patio, en dirección a la Torre del Lirio y de allí a la biblioteca. Zeboim se daría cuenta en seguida de que había vuelto y quería tenerlo todo preparado.


Zeboim se encontraba en el Mar Sangriento ayudando a su padre, Sargonnas, cuando oyó la maldición de Krell. Los minotauros estaban lanzando una gran fuerza expedicionaria a fin de afianzar y consolidar su dominio en Silvanesti. Una flota compuesta por barcos de guerra, de suministro y de transporte de tropas, así como naves repletas de emigrantes, zarpaba de las islas de los minotauros rumbo a Ansalon.

Este era el momento del supremo triunfo de Sargonnas y el dios no quería que nada lo echara a perder, de modo que le había pedido a su hija que los mares estuvieran en calma y soplaran vientos favorables, a lo que Zeboim, no teniendo nada mejor que hacer, accedió. A cambio, los minotauros le entregaron regalos espléndidos y celebraron juegos en su honor en el circo.

Se derramó sangre en su nombre. Brazales de oro y pendientes de plata adornaban sus altares. ¿Cómo negarse a sus peticiones?

Las velas se hincharon. El viento coronó el mar con espuma blanca que rompía bajo las proas galopantes de las embarcaciones. Los marineros minotauros entonaban canciones y bailaban en las oscilantes cubiertas. Zeboim danzaba con ellos sobre el chispeante mar.

Y entonces le llegó la voz de Krell a través de la distancia.

Krell maldijo su nombre. Maldijo sus vientos y sus aguas. La maldijo a ella y después se echó a reír.

Volviendo en aquella dirección los ojos de visión remota, Zeboim divisó a Krell de pie en uno de los acantilados del Alcázar de las Tormentas.

La diosa no lo pensó dos veces. No se preguntó por qué había regresado allí ni cómo tenía la osadía de desafiarla. Veloz como una crecida de agua que baja rugiente montaña abajo, Zeboim se desplazó por el cielo e irrumpió en el Alcázar de las Tormentas cual un torrente de furia que azotaba el mar, se encrespaba y rompía sobre los acantilados.

Zeboim percibió la abyecta presencia de Krell en la Torre del Lirio. Golpeó la puerta que conducía a la torre, la hizo astillas y, con un gesto de la mano, lanzó los pedazos a los cuatro puntos cardinales. Recorrió como un vendaval los fríos corredores, de manera que los inundó de agua de mar, y encontró a Krell sentado tranquilamente en un sillón de la biblioteca.

La diosa también estaba demasiado impaciente para fijarse en detalles que, en cualquier caso, no tenían sentido para ella. No veía nada salvo al Caballero de la Muerte. De repente exhibió una actitud peligrosamente calmada, como el mar antes de estallar el huracán, cuando, según el dicho marinero, el viento «engulle» las olas.

—Así pues, Krell —dijo con voz suave y amenazadora—, Chemosh se ha cansado de ti y te ha tirado al vertedero.

—Oh, vamos, señora —empezó el caballero mientras se recostaba cómodamente en el respaldo y cruzaba las piernas—. No deberías referirte a esta fantástica fortaleza construida por tu amado hijo, el difunto y muy llorado lord Ariakan, como un vertedero.

Zeboim cruzó la estancia de un salto. Los relámpagos iluminaron el cielo y el trueno retumbó. El aire siseó con su cólera. Se irguió amenazante ante él, rugiendo y echando chispas.

—¿Cómo osas mancillar su nombre al pronunciarlo? La última vez que lo hiciste te corté la lengua con mi cuchillo y te vi ahogarte en tu propia sangre. Te devolveré la lengua por el mero placer de volver a cortártela...

Alzó la mano.

—Cuidado, señora —dijo Krell, imperturbable—. No hagas nada que pueda volcar el tablero de khas. Estoy en mitad de una partida.

—¡Al Abismo con tu partida! —Zeboim alargó la mano con intención de asir el tablero, voltearlo y esparcir las piezas para pisotearlas y pulverizarlas—. ¡Y al Abismo contigo, Ausric Krell! ¡Esta vez acabaré contigo total y definitivamente!

—Yo no lo haría, señora —adujo el caballero con frialdad—. Yo que tú no tocaría ese tablero. Si lo haces, lo lamentarás.

El tono de su voz —burlón y pagado de sí mismo— y un brillo astuto en el núcleo de los llameantes ojos rojos dieron que pensar a la diosa. No entendía lo que pasaba y un poco tardíamente se planteó la pregunta que debería haberse hecho antes de ir al Alcázar de las Tormentas.

¿Por qué había vuelto Krell a su prisión? Había dado por sentado que Chemosh había abandonado al Caballero de la Muerte, que lo había desterrado de nuevo a la fortaleza. Ahora que prestaba atención percibía la presencia del Señor de la Muerte. Chemosh tendía a Krell su mano protectora del mismo modo que el caballero la tendía sobre el tablero de khas. Krell actuaba con el beneplácito de Chemosh. Un beneplácito que lo hacía lo bastante osado para maldecirla y desafiarla.

¿Por qué? ¿Qué tramaba Chemosh? ¿Cuál era su juego? Zeboim dudaba que fuera el khas. Esforzándose por recobrar al menos un atisbo de compostura, se clavó las uñas en las palmas de las manos y se tragó las palabras que habrían reducido a Ausric Krell a un siseante montón de metal fundido.

—¿De qué hablas, Krell? —demandó—. ¿Por qué habría de importarme ni poco ni mucho ese tablero de khas o cualquier otro tablero, en realidad?

Habló con desdén, pero cuando creyó que Krell no la miraba echó un vistazo raudo, inquieto, disimulado, al tablero. Su aspecto era corriente, como cualquier tablero de khas. A Zeboim nunca le había gustado ese juego. En realidad no le gustaba ninguno. El juego significaba competición, y la competición significaba que alguien ganaba y alguien perdía. La idea de perder a cualquier cosa era tan irrisoria que no merecía la pena tenerla en cuenta.

—Éste es un tablero de khas muy importante, señora. Tu hijo, mi señor Ariakan, encargó que se lo hicieran especialmente para él. ¿Por qué no te sientas y acabamos la partida? —invitó Krell, que señaló el tablero con un ademán—. Tú juegas con las negras. Te toca mover.

Zeboim sacudió la cabeza y la espuma de mar salpicó por la estancia.

—No tengo la menor intención de...

—Te toca mover, señora —repitió Ausric Krell, y los ojos rojos titilaron divertidos.

La presencia de Chemosh era muy fuerte. Zeboim estuvo tentada de llamarlo, pero después decidió que no le daría esa satisfacción. No le hacía gracia que Krell hablara constantemente de su hijo. El miedo, un miedo irracional, rebulló en su interior.

Chemosh había sido siempre un dios enigmático, el que menos conocía, introvertido, sin hacer amigos, sin forjar alianzas. Tras el retorno de los dioses al mundo, Chemosh se había vuelto aún más reservado y se había retirado a parajes más recónditos y oscuros. Sin embargo, el calor de su ambición se dejaba sentir por todo el cielo al expulsar vapor y ocasionar pequeños temblores como lava fundida que borbotara en las profundidades de una montaña.

—No sé jugar a esto —dijo Zeboim con desprecio—. Ignoro qué pieza mover y, para ser sincera, tampoco me importa. —¿Te puedo sugerir un movimiento, señora?

El caballero actuaba con oficiosa cortesía, pero la diosa captó el gorgoteo de una risa dentro de la armadura hueca. Se moría de ganas de agarrar aquella armadura y destrozarla. Entrelazó las manos para refrenarse.

Krell se inclinó sobre el tablero y señaló con el grueso dedo enfundado en el guantelete.

—¿Ves el caballero a lomos del Dragón Azul, el que está al lado de la reina? Voy a tomar esa pieza con mi roque a menos que tú hagas un movimiento para impedírmelo.

La posición de las piezas en las casillas hexagonales no tenía ningún significado para ella. Estaban esparcidas, algunas en las casillas de un lado del tablero y otras en las casillas del opuesto; algunas se encontraban de cara a sus dirigentes, mientras que otras miraban hacia otro lado. El caballero al que se había referido Krell parecía estar en el centro de alguna clase de acción, pues él y la reina a la que servía se hallaban rodeados de otras piezas. Como era propio en ella, Zeboim centró la atención en la reina.

Examinó atentamente la pieza y de repente sus ojos se abrieron de par en par. Ella era la reina, de pie sobre una concha de caracola, el vestido verde mar formando espuma alrededor de los tobillos y el semblante tallado con prolija delicadeza.

Se enterneció. Obviamente su hijo había hecho que tallaran esa pieza en su honor. La aferró con cariño, reacia a soltarla.

—Ahora que has cogido la pieza, señora, tienes que moverla —dijo Krell—. La puedes poner en esa casilla de ahí. Así no podré amenazar a tu hijo.

Zeboim aún no acababa de darse cuenta de lo que pasaba.

—Sólo jugaré a este estúpido juego un poco, Krell —advirtió.

Mientras se disponía a dejar la pieza donde el caballero le había indicado, el sentido de lo que él le había dicho se abrió paso en su mente.

Así no podré amenazar a tu hijo.

Zeboim dejó caer la reina, que rodó por el tablero de khas y tiró un par de peones hasta que se paró a los pies del rey negro. La diosa tomó al caballero en el Dragón Azul con un veloz gesto y de inmediato advirtió la semejanza con Ariakan.

El vendaval amainó. Las nubes tormentosas menguaron. Las aguas del océano se agitaron, lamieron las rocas del Alcázar de las Tormentas de manera ominosa. Hizo que la pieza de khas de su hijo girara en su mano.

—Un gran parecido —dijo, esquiva.

—Sí que lo es —convino Krell con sarcástica seriedad—. Creo que el escultor captó la esencia de lord Ariakan a la perfección. El rostro es muy expresivo, en especial los ojos. Al mirarlos se puede ver su alma...

Las nubes de confusión se abrieron en la mente de Zeboim desgarradas por un viento helado de terror. Había amado a Ariakan, lo había adorado, lo había idolatrado. Su muerte había dejado un vacío que no podría llenar toda la creación. Miró a los ojos de la pieza de khas y los ojos de ésta le devolvieron la mirada; una mirada iracunda, furiosa, impotente... Zeboim emitió un grito ahogado.

—¡Chemosh! —Miró enloquecida en derredor—. ¡Chemosh! —repitió, ahora con un aullido de rabia, de miedo, de consternación—. ¡Libera a mi hijo! ¡Libéralo! ¡Ya! ¡Ahora mismo o...!

—¿O qué? —inquirió Krell.

Alargando la mano, arrebató la figurilla de lord Ariakan de los temblorosos dedos de la diosa.

—Amenaza todo lo que quieras, señora. Brama y arde en cólera. No puedes hacer nada.

Volvió a colocar la pieza de khas sobre el tablero. La figura de la reina yacía tirada a los pies del rey negro, y entonces Zeboim reparó en su semejanza con el Señor de la Muerte. Lo miró fijamente, con la garganta constreñida hasta el punto de que apenas podía hablar.

—¿Qué quiere Chemosh de mí? —preguntó con voz baja, tensa.

—Quiere los mares en calma. Los vientos amainados. El oleaje suave. Quiere que cierto monje deje de ser un incordio. Aparte de eso, ocurra lo que ocurra en el mundo, o debajo de él, no entrarás en acción. En pocas palabras, que no harás nada porque no puedes hacer nada. Si no quieres poner en peligro a tu querido hijo.

—¿Qué trama Chemosh? —demandó Zeboim en tono reprimido.

Krell se encogió de hombros. Recogió la figurilla de la reina y la puso a un lado del tablero, lejos de la batalla. Después tomó la del caballero y la sostuvo en la mano, con la cabeza sujeta entre el pulgar y el índice.

—¿Aceptas, señora?

Zeboim echó una mirada angustiada a la figurilla. —Chemosh ha de prometer que liberará a mi hijo.

—Oh, sí —repuso Krell—. Lo promete. El día de su triunfo, el rey Chemosh liberará el alma de lord Ariakan. Tienes su palabra.

—¡El rey Chemosh! —Zeboim soltó una risa amarga—. ¡Eso no ocurrirá nunca!

—Por el bien de tu hijo, señora, más vale que reces para que pase —adujo Krell—. ¿Aceptas? —La mano embutida en el guantelete se ciñó alrededor de la figurilla de forma que ésta dejó de verse.

—¡Acepto! —gritó la diosa, incapaz de pensar nada salvo en la mirada atormentada de su hijo— Acepto.

—Bien. —Krell colocó el caballero de nuevo sobre el tablero, delante del rey negro—. Y ahora quiero reanudar mi partida. Puedes irte, señora.

A Zeboim le palpitaban las sienes a causa de la ira, sentía sus latidos en el pecho hasta el punto de que faltó poco para que se asfixiara. El cielo se tornó negro por todo el mundo. Los mares y los ríos empezaron a subir. Los barcos se balancearon de manera precaria en las aguas turbulentas. La gente gritó que Zeboim estaba a punto de descargar su furia y provocaría huracanes, tifones, tornados, inundaciones, que traerían muerte y ruina. Alzaron los ojos hacia las nubes arremolinadas y esperaron, aterrados, que la violencia de la diosa se descargara sobre ellos.

Zeboim buscó ayuda en los cielos. Llamó a su padre, Sargonnas, pero él sólo tenía oídos para los minotauros. Buscó a su hermano gemelo, Nuitari, dios de la luna negra, pero no lo pudo localizar.

Comprendió que, de todos modos, no podían hacer nada. Y ella tampoco.

La diosa soltó un profundo y trémulo gemido. Pequeñas gotas de lluvia cayeron del cielo. Las nubes se deshicieron en jirones. El viento amainó hasta reducirse a un susurro. Mares y océanos se encalmaron.

En el Alcázar de las Tormentas las olas lamieron suavemente las rocas. Los nubarrones tormentosos se alejaron y el sol brilló radiante, tanto que a Krell, que no estaba acostumbrado a tal resplandor, le resultó molesto y tuvo que dejar la partida de khas para cerrar las contraventanas.

3

Los barcos de la fuerza expedicionaria de los minotauros se arrastraban como insectos sobre un mar tan calmo como una balsa de aceite. Los remeros de los inmensos trirremes bogaron sin descanso, día y noche, hasta que muchos se desplomaron, exhaustos. Tripulantes y pasajeros empezaron a enfermar y a morir. Por todo el mundo los barcos languidecían en océanos sin vida. Por todas partes, los marineros rezaban a Zeboim en busca de auxilio; un auxilio que no llegó. Desesperados, algunos se volvieron hacia otros dioses para que intercedieran ante Zeboim.

Sargonnas, sobre todo, habría estado encantado de poder hacerlo. Sus ejércitos tendrían que haber llegado a Silvanesti a mitad de verano y así aprovechar el buen tiempo para fortificar defensas, conquistar nuevas tierras, construir casas para los inmigrantes. Con la lentitud que avanzaban las naves tal vez llegaran a tiempo de celebrar Yule.

Los que llegaran...

En un arrebato de ira, el dios astado pateó el cielo en busca de su hija. No se le ocurría qué perverso capricho se había apoderado de ella, pero su última pataleta tenía que terminar. Corrían peligro sus planes de conquista, tanto del mundo como del plano celestial.

Sargonnas buscó en mares y ríos, en arroyos y regatos. Buscó entre las nubes, que ya no bullían agitadas sino que se agrupaban en masas grises, densas, y lloraban sobre los quietos mares. Desgarró las nieblas y deshizo las calimas, gritó su nombre con voz atronadora.

Zeboim no contestó. Había desaparecido y ninguno de los dioses, ni siquiera Zivilyn con su visión poderosa supo decir dónde se había metido.

Rhys buscaba también a Zeboim. Aunque sus medios eran infinitamente más modestos que los de los dioses, estaba llevando a cabo la búsqueda con el mismo celo y, hasta el momento, con igual fortuna.

El monje y Beleño se habían quedado en Solace durante varios días para seguir con la investigación sobre los saludables muertos amantes de la vida. Rhys mantuvo a su hermano bajo estrecha vigilancia en tanto que Beleño recorría la ciudad en busca de otros cadáveres andantes. Su número iba creciendo. El kender veía más cada día, todos ellos risueños, charlatanes, bebedores, juerguistas. Todos ellos cascarones oscuros, vacíos, sin vida.

—Ayer por la mañana vi a una de ellas coqueteando con un joven —le contó el kender a Rhys—. Esta mañana he vuelto a verlo a él.

El monje le lanzó una mirada interrogativa.

—No pude hacer nada, Rhys —se disculpó Beleño, frustrado—. Intenté prevenirlo sobre tontear con ese tipo de mujer, pero me dijo que me metiera en mis asuntos y que si me pillaba fisgoneando otra vez me haría papilla y me metería en una de sus bolsas.

—Tenemos que hacer algo para detener a esos «Predilectos de Chemosh» —manifestó Rhys—. He impedido varias veces a mi hermano que mate, más por asustar a la víctima que por hacerle algo a él. Se niega a hablar conmigo, y eso cuando me reconoce, cosa que ocurre rara vez. Al parecer no se acuerda de mi intento de matarlo, o, si lo recuerda, no me guarda rencor, porque cuando le salgo al paso se limita a reírse y luego se aleja. Tampoco puedo estar encima de él día y noche. Él no necesita dormir, pero yo sí.

Miró un tanto frustrado a Lleu, que paseaba tranquilamente, con aire garboso, por la calle mayor de Solace, el sombrero echado hacia atrás como si quisiera sentir la caricia del sol matinal en la cara, sólo que estaba lloviznando. Llevaba días cayendo esa llovizna y Solace se había convertido en un barrizal por el que se movían ciudadanos empapados y malhumorados.

Lleu iba canturreando. En una ocasión había entonado una pieza de baile. Después, canturreó fragmentos de la misma melodía. Y ahora su canturreo resultaba irreconocible, desafinado y desentonado, como si hubiese olvidado la canción, como probablemente había ocurrido. Igual que olvidaba en un visto y no visto si había comido o bebido. Igual que olvidaba a Rhys. Igual que olvidaba a sus víctimas al momento de matarlas.

—Rhys —llamó de repente Beleño al tiempo que le tiraba de la manga—, ¡mira! ¿Adónde va?

El monje había estado absorto en sus pensamientos, tan lúgubres como el día, y no prestaba atención a lo que pasaba. Había dado por hecho que Lleu volvería al Abrevadero, que era donde pasaba el tiempo cuando no estaba haciendo el amor con alguna joven condenada a morir. Rhys escudriñó a través de la llovizna intermitente y vio que Lleu había girado en otra dirección. Se encaminaba hacia la calzada principal.

—Me parece que se marcha de la ciudad —comentó el kender.

—Creo que tienes razón —convino Rhys al tiempo que se detenía tan bruscamente que pilló desprevenida a Atta. La perra dio unos pasos más antes de caer en la cuenta de que había dejado atrás a su amo. Se volvió y le dedicó una mirada dolida como si le reprochara que no lo había avisado; luego se sacudió el agua del pelaje y regresó al trote.

—Ahora que lo pienso —dijo Beleño—, no he visto a ninguno de los Predilectos cuando he pasado por el mercado esta mañana, y tampoco había ninguno en la posada. Por lo general siempre hay uno o dos rondando por allí.

—Se han puesto en marcha —dedujo Rhys—. Fui a visitar a los pobres padres de Lucy con la esperanza de poder hablar con ella, pero me dijeron que había desaparecido, al igual que su marido. Fíjate cómo se ha trasladado Lleu de ciudad en ciudad. Quizá cuando los Predilectos de Chemosh finalizan su misión en un sitio reciben la orden de desplazarse al siguiente y después al siguiente. De ese modo nadie sospecha nada, como podría ocurrir si se quedaran en el mismo lugar mucho tiempo. Viajan hacia el este.

—¿Y cómo sabes eso? —se interesó Beleño.

—No lo sé con certeza —reconoció el monje—, salvo por el hecho de que Lleu ha estado viajando en esa dirección. Es como si algo lo atrajera...

—Alguien —lo corrigió el kender, sombrío.

—Sí, Chemosh. Y me pregunto para qué. ¿Con qué propósito?

Beleño se encogió de hombros. No veía razón para seguir planteando preguntas que no se podían contestar, así que volvió a lo práctico.

—¿Vamos tras él?

—Sí —respondió Rhys, que echó a andar otra vez—. Vamos tras él. Beleño soltó un triste suspiro.

—Esto no nos está llevando a ninguna parte, ¿sabes? Ir de un sitio a otro para ver cómo tu hermano engulle treinta comidas al día y bebe suficiente aguardiente enano para ahogar a un kobold...

—No se puede hacer otra cosa —repuso el monje, frustrado—. De la diosa no hay que esperar apoyo. Le he pedido que me ayude a encontrar a esa Mina y a intentar descubrir qué trama Chemosh, pero Zeboim no ha atendido mis súplicas. Fui a su santuario y me lo encontré cerrado, con la puerta atrancada. Creo que me elude deliberadamente.

—¿Así que simplemente seguimos a tu hermano por si nos conduce a alguna parte? Alguna parte que no sea otra taberna, se entiende.

—Exactamente.

Beleño sacudió la cabeza y fue en pos de él. Sin embargo, no habían recorrido ni medio kilómetro cuando oyeron gritos y la trápala de cascos.

Rhys se apartó a un lado de la calzada. Uno de los guardias de la ciudad sofrenó a su caballo junto al monje.

—Yo no lo he cogido —negó rápidamente Beleño mientras agitaba las manos en el aire—. O si lo hice, lo he devuelto.

—¿Eres Rhys Alarife? —preguntó el guardia sin hacer caso del kender.

—Sí —contestó el monje.

—Tienes que volver a Solace. El alguacil me mandó a buscarte.

Rhys volvió la vista hacia la figura de su hermano, que desaparecía en la bruma de la llovizna. Lo que quiera que quisiera de él Gerard debía de ser urgente para que enviara a uno de sus hombres.

Dio media vuelta en dirección a Solace. Beleño se puso a su lado.

—El alguacil no dijo nada de que quisiera ver kenders —manifestó el guardia, ceñudo.

—Está conmigo —aclaró Rhys con voz sosegada al tiempo que posaba la mano en el hombro de Beleño.

El guardia vaciló un momento, esperó hasta asegurarse de que los dos se ponían en marcha hacia la ciudad y a continuación regresó al galope para informar.

—¿Qué crees que querrá el alguacil? —preguntó Beleño—. Puesto que no me buscan a mí.

—No tengo ni idea. —Rhys sacudió la cabeza—. A lo mejor tiene algo que ver con una de las víctimas de asesinato.

—Pero nadie sabe que las asesinaron excepto nosotros. —Quizá lo ha descubierto de algún modo.

—Sería estupendo, ¿verdad? Al menos ya no estaríamos solos en esto. —Sí. —De repente Rhys se dio cuenta de lo solo que se sentía, un simple mortal plantándole cara a un dios—. Sería magnífico.


Encontraron a Gerard esperándolos con impaciencia al pie de la escalera que subía a la posada El Ultimo Hogar. Estrechó la mano de Rhys e incluso dedicó a Beleño un amistoso saludo con la cabeza.

—Gracias por venir, hermano. Me gustaría hablar en privado contigo, si no te importa —dijo Gerard, que se llevó a Rhys a un lado y añadió en voz baja:

»¿Crees que esa perra pastora de kenders tuya sería capaz de tener vigilado a tu pequeño amigo durante una hora más o menos? Quiero que me acompañes a la prisión. Es por un preso que tengo allí.

—Me gustaría que Beleño viniera conmigo —adujo Rhys con la idea de que, si se trataba de uno de los Predilectos de Chemosh, necesitaría la ayuda del kender—. Posee talentos especiales...

—Los tengo, ¿sabes? —abundó Beleño con modestia.

Los dos hombres se volvieron y se encontraron con el kender de pie justo detrás de ellos. Gerard le asestó una mirada feroz.

—Oh, al decir en privado te referías a vosotros dos —dijo Beleño—. Sea como sea, iba a añadir que no me importaba quedarme con Atta, Rhys. Ya conozco la prisión de Solace y, aunque es muy bonita —se apresuró a agregar en favor del alguacil—, no es un sitio que me apetezca visitar otra vez.

—Laura le dará de comer —ofreció Gerard—. Y a la perra también.

En lo que a Beleño concernía, lo de la comida hacía del trato cosa hecha.

—No me necesitas. Sabes muy bien lo que tienes que buscar —dijo en voz baja a Rhys— Los ojos. Todo radica en los ojos.

El monje mandó a Atta con Beleño y le dijo al kender que no perdiera de vista a la perra, mientras que a ésta, con una orden muda y un gesto, le indicaba que no perdiera de vista al kender.

Gerard echó a andar y Rhys fue tras él. Los dos marcharon en silencio por las calles de Solace. Era casi media mañana y, a despecho de la lluvia, las calles se encontraban abarrotadas. La gente dirigía saludos deferentes y amistosos a Gerard, que respondía con un alegre gesto de la mano o inclinación de cabeza. Los haraganes alzaban el vuelo al verlo llegar o si topaba con ellos demasiado pronto lo saludaban inclinando la cabeza con aire culpable. Los forasteros lo miraban con descaro o de forma furtiva. Rhys se fijó en que Gerard tomaba nota de todos ellos. Casi podía verlo archivar las imágenes en su cabeza para futuras consultas.

—No eres muy hablador, ¿verdad, hermano? —dijo Gerard.

El monje, que no veía necesidad de contestar, guardó silencio.

—A estas alturas —sonrió el alguacil—, cualquier otro me habría acribillado a preguntas.

—Supuse que no las responderías —comentó suavemente Rhys—, así que ¿para qué plantearlas?

—Tienes razón. Aunque sería más porque no puedo responderlas que por no querer hacerlo. —Gerard se limpió la lluvia de la cara.

«Allí está la prisión. Por desgracia la antigua se quedó pequeña para Solace, así que construimos ésta. La terminaron hace sólo un mes. Me han dicho que Lleu Alarife se marchó de la ciudad esta mañana —añadió Gerard sin cambiar el tono coloquial—. ¿Ibas tras él?

—Sí, así es.

—Aparentemente, Lleu se ha portado bien mientras estuvo aquí —dijo

Gerard al tiempo que echaba una rápida e intensa ojeada a Rhys—. Tu hermano parece un poco raro, pero nadie dio quejas sobre él.

—¿Qué dirías, alguacil, si te contara que mi hermano es un asesino? —preguntó Rhys. Su bastón hacía saltar el barro de la calle cada vez que golpeaba el suelo—, ¿que mató a una joven anteanoche?

Gerard alargó la mano, agarró al monje por el hombro y lo hizo girarse hacia él. El alguacil tenía el semblante congestionado y los ojos azules llameaban.

—¿Cómo? ¿Qué joven? ¿Qué diablos te propones al decirme esto ahora, hermano? ¿Que te propones al dejarlo marchar? Por los dioses, te ahorcaré en su lugar...

—La joven se llama Lucy —dijo Rhys—. Lucy Ruedero. Gerard lo miró de hito en hito.

—¿Lucy Ruedero? Vaya, hermano, estás mal de la cabeza. La he visto esta mañana, tan viva como tú. Los vi a ella y a su marido. Les pregunté qué hacían levantados tan temprano y Lucy me contó que iban a uno de los pueblos vecinos del este a visitar a una prima. —La mirada de Gerard se endureció.

»¿Es esto una especie de broma, hermano? Porque, en tal caso, no tiene gracia.

—Me disculpo si te he molestado, alguacil —contestó Rhys con sosiego—. Me limité a plantear una pregunta hipotética.

—Pues no vuelvas a hacerlo. Has estado a punto de acabar estrangulado. Bueno, aquí estamos. No es ninguna maravilla, pero sirve para el propósito que tiene.

Rhys casi ni miró el edificio situado en las afueras de la ciudad. Más parecía un cuartel que una prisión y en ese detalle se notaba la intervención de Gerard, un antiguo Caballero de Solamnia.

Gerard encabezó la marcha hacia el edificio de madera, enlucido con yeso. Numerosos ventanucos con barrotes jalonaban las paredes. Sólo había una puerta, un único acceso para entrar o salir, y tenía vigilancia las veinticuatro horas del día. Gerard hizo un saludo con la cabeza a los guardias mientras guiaba a Rhys al interior.

—Uno de los prisioneros ha pedido verte —informó Gerard.

—¿Que ha pedido verme? —repitió el monje, sobresaltado—. No lo entiendo.

—Tampoco yo —rezongó el alguacil. Estaba de mal humor, todavía molesto por la reciente declaración de Rhys—. Sobre todo considerando que esta persona también es forastera en Solace. Preguntó por tu nombre, y mandé a buscarte a la posada, pero ya te habías marchado.

Le cogió una llave al carcelero y condujo a Rhys por un largo corredor bordeado a ambos lados por puertas. La prisión tenía el habitual mal olor de esos establecimientos, si bien parecía más limpia que la mayoría de los que había visto Rhys. Una amplia celda de barrotes estaba llena de kenders, quienes saludaron alegremente con la mano cuando el alguacil pasó por delante y preguntaron en tono optimista cuándo los dejaban libres. Gerard gruñó algo incomprensible y siguió corredor adelante. Pasaron delante de más celdas grandes de barrotes a las que llamó celdas de arresto.

—En ellas los borrachos pueden dormir la mona, las parejas pueden superar sus rencillas, los farsantes pueden disfrutar de un corto retiro para descansar...

Giró en una esquina y enfiló por un corredor con puertas de madera. —Éstas son las celdas individuales —dijo—. Para los presos más peligrosos. Metió la llave en el candado, la hizo girar y, mientras se abría la puerta, añadió:

—Y para los lunáticos.

Un rayo de sol penetraba, sesgado, por el ventanuco y dejaba en sombras la mayor parte de la celda. Al principio Rhys no vio nada excepto un catre, un cubo para evacuar y una banqueta. Iba a decirle a Gerard que la celda estaba vacía cuando oyó un sonido susurrante. Acurrucado en un rincón, en cuclillas en la zona más oscura de la celda, había un bulto informe de ropas que, supuso, vestían a una persona. No podía decirlo con certeza, ya que no distinguía ninguna cara.

—Soy Rhys —empezó mientras entraba a la celda. No sentía miedo, sólo piedad por la evidente desgracia de la persona—. El alguacil me ha dicho que pediste verme.

—Dile que se marche —respondió una voz apagada, el rostro todavía oculto—. Y cierra la puerta.

—¡De ningún modo! —dijo Gerard con firmeza—. Como dije... demente.

Puso los ojos en blanco y giró el índice, apoyado en la sien.

—Soy capaz de cuidar de mí mismo, alguacil —manifestó Rhys con un atisbo de sonrisa—. Por favor...

—Muy bien, de acuerdo —accedió Gerard de mala gana—. Pero cinco minutos, nada más. Estaré en el corredor. Si me necesitas, grita.

Gerard salió y cerró la puerta. La oscuridad del calabozo aumentó. El ambiente estaba cargado y olía a lluvia. Rhys apoyó el bastón en la pared y después se aproximó y se arrodilló junto a la informe figura envuelta en sombras.

—¿En qué te puedo ayudar? —preguntó afablemente.

Una mano hermosa y bien proporcionada surgió entre el montón de ropas negras y agarró a Rhys por el brazo. Las afiladas uñas se le clavaron en la carne. Unos ojos color verde mar refulgieron y una voz susurró desde las sombras de la capucha.

—Acaba con Ausric Krell —dijo Zeboim, y el nombre sonó como si lo escupiera con odio envenenado—. Y salva a mi hijo.

4

Los ojos, de Zeboim brillaban con una luz salvaje y espeluznante. Su semblante estaba blanco como el papel y las mejillas señaladas con marcas ensangrentadas, como si se hubiese arañado a sí misma. Tenía los labios agrietados y bordeados de blanco, tal vez sal del mar o quizá sal de sus lágrimas.

—¡Majestad! —dijo Rhys, desconcertado—. ¿Qué haces en este sitio, en prisión? ¿Estás... enferma?

Sabía que era una pregunta estúpida, pero la situación era tan chocante e irreal que le costaba trabajo ordenar las ideas y soltó lo primero que le vino a la cabeza.

—¡Dioses! ¿Para qué me molestaré con vosotros, los mortales? —gritó Zeboim, que le asestó un empujón que le hizo perder el equilibrio y lo tiró hacia un lado. Luego se caló más la capucha, se cubrió el rostro con las manos y rompió a llorar.

Rhys miró a la diosa con gesto severo. No sabía qué le habría gustado más hacer, si consolarla o sacudirla hasta que sus dientes inmortales castañetearan.

—¿Qué haces en la celda de una prisión, señora? —preguntó. No hubo respuesta. Los sollozos de la diosa arreciaron. —¿Por qué me mandaste llamar? —volvió a intentarlo el monje. —¡Porque necesito tu ayuda, maldita sea! —gritó con la voz ahogada por el llanto.

—Y yo necesito la tuya, señora —dijo Rhys—. He descubierto cosas terriblemente inquietantes sobre esos seguidores de Chemosh. Te he dirigido plegarias incontables veces en los últimos días y no me has contestado. Todos esos discípulos están muertos. Parecen estar vivos, pero no es así. Se mueven entre las personas vivas y seducen a jóvenes incautos para que proclamen su lealtad a Chemosh y entonces los matan...

—¡Chemosh! —Zeboim alzó la cara hinchada y surcada de lágrimas para mirarlo con ferocidad—. Chemosh está detrás de esto, ¿sabes? A ese necio caparazón de acero que es Krell no se le habría ocurrido algo así a él solo. Aunque eso no tiene importancia. Nada de eso la tiene. Mi hijo. Lo que importa es mi hijo.

—Majestad, por favor, intenta controlarte...

Zeboim se incorporó bruscamente y asió a Rhys de los brazos con fuerza.

—¡Tienes que salvarlo, monje! En caso contrario, lo destruirán. Yo no puedo hacer nada... —La voz adquirió un timbre chillón—. ¡Tienes que salvarlo!

—¿Va todo bien, hermano? —preguntó Gerard, cuya voz levantó ecos en el corredor.

—No ocurre nada, alguacil —contestó con premura Rhys—. Concédeme unos segundos más.

Agarró a Zeboim por las manos y las apretó con fuerza mientras hablaba en tono tranquilizador, la voz baja y firme.

—Debes explicarme qué ocurre, majestad. No puedo ayudarte si no sé de qué hablas. No disponemos de mucho tiempo.

Zeboim inhaló con un trémulo sollozo.

—Tienes razón, monje. Mantendré la calma, lo prometo. Tengo que estar tranquila. Debo estarlo.

Empezó a pasear por la celda y mientras hablaba se golpeaba las manos.

—Mi hijo, lord Ariakan. Sí, sé que está muerto —añadió, adelantándose a la pregunta que Rhys estaba a punto de hacerle—. Mi hijo murió hace mucho tiempo, en la Guerra de Caos. —Apretó los puños—. Murió víctima de la traición, de la perfidia de un hombre en el que confiaba. Un hombre al que había sacado del arroyo...

—Majestad, por favor... —instó Rhys en voz queda.

Zeboim se pasó una mano por la frente, con aire distraído.

—Cuando mi hijo murió, creí que... Di por sentado que su espíritu continuaría hacia la siguiente etapa de su viaje. En cambio... —Inhaló con esfuerzo—. En cambio, Chemosh apresó su espíritu, lo retuvo. Ha tenido cautivo a mi hijo durante todos estos años. —La voz de Zeboim perdió fuerza, temblorosa por el miedo.

»Ahora ha entregado el espíritu de mi hijo al Caballero de la Muerte que lo traicionó. Un caballero llamado Ausric Krell. —Se atragantó con el nombre, como si hubiese saboreado algo asqueroso—. Éste amenaza con destruir el espíritu de mi hijo, arrojarlo al olvido. Ni que decir tiene que Krell actúa a las órdenes de Chemosh.

—Entonces, majestad, supongo que Chemosh retiene el espíritu de tu hijo como rehén para obtener algo a cambio. ¿Qué es lo que quiere que hagas?

—En primer lugar tengo que impedir que tú sigas adelante —dijo Zeboim—. Lo estás molestando.

—Pues no sé por qué —contestó amargamente Rhys—. No represento una amenaza para él ni para nadie, según marchan las cosas.

—Además, no puedo entrometerme en ninguno de los planes de Chemosh. No tengo ni idea de cuáles pueden ser esos planes —añadió la diosa—, pero no tengo que hacer nada que los desbarate.

—De modo que Chemosh trama algo... —murmuró Rhys.

—Oh, sí —corroboró Zeboim con sequedad—. Trama algo grande, de eso puedes estar seguro. Y, sea lo que sea, me teme. Tiene miedo de que lo detenga, cosa que haría.

—Y por lo visto también me teme a mí —añadió Rhys.

—¿A ti? —Zeboim se echó a reír y admitió a regañadientes—: Bueno, sí, supongo que sí. Tengo que librarme de ti y del kender, pero eso no es importante. Lo importante es mi hijo. No puedo hacer nada para ayudarlo. Si una gota de lluvia le cae en el yelmo, Krell destruirá el alma de mi hijo. Pero tú, monje...

Zeboim se aproximó a Rhys, lo tomó de la mano y se la acarició.

—Tú podrías ir al Alcázar de las Tormentas. Krell no sospecharía de ti.

—Majestad —protestó Rhys, desconcertado—. ¿—Cómo voy a meterme en una batalla entre dos dioses?

—Ya estás metido —replicó Zeboim, enfadada, al tiempo que lo apartaba de un empujón—. Chemosh ordena que me libre de ti. ¿Acaso crees que se refiere a que te mande de vuelta a tu monasterio con una palmadita en el culo y la orden de que seas un buen chico?

Rhys se quedó inmóvil, fija la mirada en la diosa. Zeboim se arregló las ropas y se atusó el cabello despeinado.

—Irás al Alcázar de las Tormentas. Te trasladaré por las regiones etéreas, no te preocupes por eso. Habrás de pensar en alguna excusa para tu presencia allí a fin de que Krell no sospeche. Tiene menos seso que un molusco, de modo que no será difícil. Quizá podrías decir que te envío yo para negociar. Sí, a Krell le gustaría eso. Se aburre en seguida y disfruta atormentando a sus víctimas. Lástima que no seas más encantador, más divertido. Le gusta que lo diviertan.

—¿Y cómo sugieres que rescate a tu hijo si me va a torturar y a matar? —preguntó Rhys—. Dices que ese Krell es un Caballero de la Muerte, lo que significa que su poder es sólo un poco menor que el de un dios...

Zeboim desestimó aquella consideración.

—Estás a mi servicio, así que te otorgaré todo el poder que necesites. —Hasta ahora no lo has hecho —manifestó fríamente el monje. Elle le asestó una mirada feroz.

—Lo haré. No te preocupes. En cuanto a cómo vas a salvar a mi hijo —se encogió de hombros—, eso es cosa tuya. Eres listo, para ser humano, y se te ocurrirá una forma.

Rhys se sentó pesadamente en el catre e intentó organizar sus pensamientos desperdigados, cosa que no resultaba nada fácil considerando que no podía creer que estuviera teniendo esa conversación.

—¿Dónde tiene Krell retenido a tu hijo? Supongo que en una mazmorra...

—No lo tiene en una mazmorra. —Zeboim se retorció las manos—. Su espíritu está apresado dentro de... —Tomó aire, estremecida, casi incapaz de hablar, ahogada por la ira—. Dentro de una pieza de khas.

—Una pieza de khas —repitió, estupefacto, Rhys—. ¿Estás segura?

—¡Pues claro que estoy segura! ¡Lo vi! La exhibió ante mí, ufano, se jactó de jugar con ella todas las noches.

—¿Qué pieza es?

—Uno de los dos caballeros negros.

—¿Hay algún modo de distinguir uno del otro?

—Por supuesto —dijo con mordacidad—. Uno de ellos es mi hijo. Es igual que él.

—Al no haber tenido el honor de conocer a tu hijo ignoro qué aspecto tenía —empezó Rhys con cuidado—. Si pudieras darme alguna otra pista que me pudiera servir...

—Cabalga un Dragón Azul. Claro que el otro también monta uno. ¡No lo sé! —Zeboim se mesó el cabello— ¡No puedo pensar! Déjame sola. Márchate y rescátalo... Un momento. Las piezas son de verdad. Cadáveres de verdad. Reducidos. A excepción de la que me representaba a mí, claro. Y del rey. Ése era Chemosh.

Rhys se frotó la frente. Aquello estaba deviniendo en un sueño extraño y terrible.

—Es la idea que Chemosh tiene de una broma —dijo la diosa a modo de explicación—. Su intención es humillarme. Mira, monje, ¿de verdad importa eso? Estamos perdiendo tiempo...

—Me estás pidiendo que acometa una empresa desesperada, señora. Cualquier información que me puedas dar, por insignificante que te parezca, podría ayudarme.

Zeboim soltó un suspiro exasperado.

—De acuerdo. Deja que intente recordar. La reina y el rey blancos son elfos. La reina negra... soy yo. El rey negro, Chemosh. —Pronunció el nombre como si lo desmenuzara entre los dientes.

»Los dos clérigos blancos son monjes de Majere. —Zeboim lo miró con una ceja enarcada—. ¡Mira tú por dónde! Los dos clérigos negros son enanos. Los dos caballeros blancos, elfos montados en Dragones Plateados. Los peones del lado oscuro son goblins, y los del lado de la luz, kenders. Como he dicho, Chemosh creó eso para humillarme. Mi gallardo hijo batallando contra seres como monjes y kenders...

Sonó una llamada estruendosa en la puerta.

—Se ha acabado el tiempo, hermano —retumbó la voz de Gerard.

—Un momento —respondió Rhys, que se incorporó y se volvió hacia Zeboim—. A ver si lo he entendido, señora. O voy al Alcázar de las Tormentas y rescato a tu hijo o me matas...

—Lo haré, monje —aseguró Zeboim, tranquila como el ojo de la tormenta—. No pienses ni por un instante lo contrario.

Arrebujándose en los ropajes oscuros y hechos jirones, se sentó en el catre y miró fijamente la pared que tenía enfrente. Rhys se inclinó hacia ella.

—¿Sabes una cosa, majestad? —susurró—. Mi muerte sería más rápida, más fácil, si te dijera que me mataras ahora mismo.

Zeboim alzó hacia él los ojos color verde mar.

—Tal vez. O tal vez no. Tanto en un caso como en otro no has tenido en cuenta a tu amigo el kender ni a toda esa gente joven, como tu hermano, asesinada en nombre de Chemosh. Ni a todos los marineros a bordo de barcos varados en mitad de unos mares calmos, lánguidos. Marineros que sin duda morirán...

Gerard volvió a aporrear la puerta. Una llave sonó en el candado. Rhys se puso derecho.

—Entiendo, majestad —dijo con la calma de quien puede estar sosegado o puede romper a llorar en cualquier momento.

—Eso pensé —repuso Zeboim con tono lánguido—. Comunícame tu decisión.

—¿Dónde estarás, majestad?

Tendida en la cama, la diosa se arrebujó en sus ropas, se echó la capucha por la cabeza y se volvió de cara a la pared. —Aquí, donde nadie puede encontrarme.

—Se acabó el tiempo —anunció Gerard mientras entraba en la celda—. ¿Cómo ha ido todo? —inquirió en voz baja. —Bastante bien —contestó el monje.

Gerard echó una ojeada al bulto de ropas de encima de la cama y después acompañó a Rhys hacia la puerta. Cerró con llave al salir y los dos echaron a andar corredor adelante. Cuando estuvieron lo bastante lejos para que no los oyera la prisionera, Gerard se paró.

—¿Qué hago con la mujer loca? —preguntó en un susurro—. ¿La dejo marchar?

Rhys no contestó. En realidad no había oído la pregunta. Estaba pensando en lo que tenía que hacer e intentaba discurrir un modo de hacerlo y sobrevivir. Gerard se pasó los dedos por el cabello.

—Como si ya no tuviera bastante jaleo, ahora ha caído algún conjuro maligno sobre el lago Crystalmir...

—¿Qué has dicho? —inquirió el monje, sobresaltado—. ¿Qué es eso del lago?

—¿Es que no lo hueles? —Gerard encogió la nariz—. Apesta a kilómetros de distancia. Los peces mueren a centenares y el agua los arroja a las orillas durante la noche. Se pudren al sol. Nuestro pueblo depende del agua del lago y ahora todo el mundo tiene miedo de acercarse a él. Dicen que está maldito. Con eso y una mujer loca de la que ocuparme...

—Alguacil, tengo que pedirte un favor —lo interrumpió Rhys—. Voy a estar ausente durante un tiempo y necesito que alguien se ocupe de Atta. ¿Querrías cuidarla?

—¿Pastoreará kenders si se lo digo? —pregunto Gerard, a quien le relucían los ojos. Su pregunta provocó una sonrisa a Rhys.

—Te enseñaré las órdenes que has de darle —dijo el monje—. Y encontraré la forma de pagar su manutención y albergue.

—Si pastorea kenders para mí tan bien como hace contigo, los habrá pagado más que de sobra. —Gerard le tendió la mano—. Es un trato, hermano. ¿Adonde te diriges?

Rhys no contestó.

—¿Y si no regreso seguirías cuidando de ella? —preguntó a su vez. Gerard lo observó con atención. —¿Por qué no ibas a regresar?

—Sólo los dioses conocen nuestro sino —contestó Rhys. —Puedes confiar en mí, hermano. Sea cual sea el lío en el que estés metido...

—Lo sé, alguacil —agradeció Rhys—. Por eso te pedí que te ocuparas de Atta.

—De acuerdo, hermano, no me entrometeré en tus asuntos. Y no te preocupes por la perra, que la cuidaré bien.

Mientras los dos caminaban por el corredor a Gerard se le ocurrió otra cosa, una idea alarmante a juzgar por su tono.

—¿Y qué pasa con el kender? No pensarás pedirme que me ocupe de él también, ¿verdad, hermano?

—No. Beleño se viene conmigo.

5

Un Caballero de la Muerte —dijo Beleño. —Según la diosa, sí —contestó Rhys. —Se supone que hemos de ir al Alcázar de las Tormentas para enfrentarnos a un Caballero de la Muerte y rescatar al espíritu del hijo de la diosa, que está atrapado en una pieza de khas. Rescatarlo de un Caballero de la Muerte.

Rhys asintió con la cabeza, en silencio.

—¿Has estado bebiendo? —preguntó Beleño muy en serio.

—No. —Rhys sonrió.

—¿Te han dado un golpe en la cabeza? ¿Te ha pisoteado una mula? ¿Te has caído escaleras abajo?

—Estoy en mi sano juicio, o eso creo. Sé que esto suena increíble... —¡Caray! —exclamó el kender a la par que soltaba un silbido. —Pero aquí tienes la prueba.

El kender y él se encontraban en la calzada a varios centenares de metros de la orilla del lago Crystalmir. El nombre se debía a las cristalinas aguas del lago, de un intenso color azul, pero ahora no podía ser más inadecuado. El agua tenía un repugnante color amarillo verdoso y apestaba a huevos podridos. Había un sinnúmero de peces a la orilla, muertos o moribundos. Incluso desde esa distancia, con el viento soplando en dirección contraria, la peste era espantosa. Beleño se pinzaba la nariz.

—Sí, supongo que tienes razón. No podré volver a comer pescado, ¿sabes? —añadió en tono apenado.

Los dos regresaron a Solace y en el camino se cruzaron con la muchedumbre que se había echado a la calle para ver la mortandad de peces. Todo el mundo tenía alguna teoría, desde la de que unos forajidos habían envenenado el lago, hasta la de hechiceros que le habían lanzado un maleficio. El miedo contaminaba el aire tanto como el hedor a peces muertos.

—He estado pensando, Rhys —dijo Beleño mientras caminaban hacia la ciudad—. No soy muy digno de confianza y tampoco se me da muy bien luchar. Si no quieres llevarme contigo no herirás mis sentimientos. Me encantará quedarme con el alguacil para ayudarlo a cuidar de Atta.

Dio unas palmaditas a la perra en la cabeza. El animal lo permitió, si bien su mirada estaba concentrada en el monje. Rhys sonrió ante la generosa oferta del kender.

—Sé que es peligroso, y no te pediría que arriesgaras la vida, amigo mío, si no fuera porque de verdad te necesito. Yo sería incapaz de diferenciar qué pieza de khas encierra el alma del caballero...

—La diosa te dijo que era el caballero negro —lo interrumpió Beleño.

—Mi madre solía citar un dicho: «Ten en cuenta la fuente» —comentó Rhys con ironía.

—Sí, supongo que tienes razón —dijo el kender con un suspiro.

—En esto caso, nuestra fuente no es muy de fiar. Es posible que nos esté mintiendo. Krell podría haberle mentido a ella. Krell podría cambiar el espíritu de una pieza a otra. Para que mi plan funcione tengo que saber qué pieza guarda el alma del caballero, y tú eres el único que puede decírmelo. Además —añadió Rhys, sonriente—, creía que a los kenders les gustaba la aventura, que eran curiosos y absolutamente inmunes al miedo.

—Soy kender, pero no estúpido. Y esto es estúpido.

—No tenemos opción, amigo mío —argumentó Rhys, que coincidía con él—. Zeboim dejó muy claro que si no lo intentamos nos matará.

—Así que en vez de ella, nos matará el Caballero de la Muerte. No veo que ganemos mucho con la alternativa, excepto el viaje al Alcázar de las Tormentas, y probablemente no vivamos lo suficiente para disfrutarlo. ¿Sabes, Rhys? La mayoría de la gente no confiaría una misión tan importante a un kender. Y he de decir que lo comprendo. No se puede contar con los kenders. Yo que tú me dejaría aquí.

—Siempre me has parecido muy digno de confianza, Beleño —contestó el monje,

—¿De verdad? —Beleño estaba desconcertado—. Entonces supongo que tendré que estar a la altura de las circunstancias. —Creo que sí.

—Y para ello es imprescindible conservarse vivo. —Beleño puso énfasis en la última palabra.

—Enfócalo de este modo: por lo menos hemos conseguido algo —comentó Rhys—. Hemos llamado la atención del dios.

—Cosa que evitaría la gente con un mínimo de sentido común —arguyó el kender, enfadado—. Mi padre también solía citar un dicho: «Jamás llames la atención de un dios».

—¿Tu padre decía eso? ¿De verdad? — Rhys lo miró con la ceja enarcada.

—Bueno, lo habría dicho si se le hubiera ocurrido. —Beleño se detuvo en mitad del camino para discutir el tema—. Para empezar, ¿cómo llegamos al Alcázar de las Tormentas, Rhys? Yo no sé manejar una embarcación. ¿Y tú? ¡Bien! Entonces ésa es la solución para salir con bien de esto. No podemos ir al Alcázar de las Tormentas si no podemos llegar allí. La diosa tiene que ver la lógica que hay en...

—La diosa nos transportará en los vientos de tormenta, supongo. Lo único que tengo que hacer es comunicarle que estamos preparados.

Beleño puso los ojos en blanco. Atta, al ver a su amo abatido y triste, le dio un suave lametón en la mano. El monje le acarició la cabeza, la rascó debajo de la quijada, le manoseó las orejas. El animal se pegó contra él, levantada la cabeza para mirarlo a la cara con tristeza y deseando poder hacer algo para arreglarlo todo.

—Nos echará de menos —comentó Beleño con voz ahogada.

—Sí —convino Rhys en voz baja. Posó la mano en el hombro del kender.

«Durante toda tu vida has trabajado para salvar los espíritus perdidos, Beleño. Piensa en esto como algo para lo que has nacido, tu mayor desafío.

El kender reflexionó sobre ello.

—Eso es verdad. Supongo que habré de salvar una alma. Pero si esa consideración es válida en mi caso, ¿qué me dices de ti, Rhys? ¿Para qué has nacido tú?

—Al igual que todos los hombres, nací para morir —fue la simple respuesta del monje.


Más entrada la mañana, fuera de la posada El Último Hogar, Rhys se arrodilló delante de Atta y puso la mano en la cabeza de la perra, casi como si le diera la bendición.

—Tienes que portarte bien, Atta, y hacer caso a Gerard. Ahora es tu nuevo dueño. Trabajas para él.

Atta alzó la mirada hacia Rhys. Percibía la tristeza en su voz, pero no lo entendía. Nunca entendería, nunca sabría por qué la abandonaba. El monje se puso de pie. Tuvo que dejar pasar unos segundos antes de hablar.

—Deberías llevártela ahora, alguacil —pidió.

—Vamos, Atta— dijo Gerard, que utilizó la orden que Rhys le había enseñado—. Ven conmigo. Atta miró a Rhys.

—Ve con él, Atta —confirmó el monje e hizo un gesto con la mano con la que mandaba a la perra marcharse.

El animal lo miró de nuevo y después, gachas la cabeza y la cola, obedeció y dejó que Gerard la condujera. El alguacil se volvió y sacudió la cabeza.

—La llevé a la posada. Laura le ofreció algo de comer, pero no lo quiso. Espero que esté bien.

—Es sensata y lista —repuso Rhys—. Dale trabajo que la mantenga ocupada y dentro de poco se le habrá pasado.

—Tendrá mucho trabajo con todos los kenders que acuden a ver lo de los peces. Así que os marcháis los dos. ¿Cuándo? —preguntó Gerard.

—Beleño y yo tenemos que hacer antes una visita a la prisionera, y después nos iremos —contestó Rhys.

—¿A la prisionera? —Gerard se había quedado estupefacto—. ¿La loca? ¿Vas a volver a verla?

—Supongo que sigue allí.

—Oh, sí. Fui incapaz de librarme de ella. ¿Para qué quieres volver a verla, hermano? —inquirió Gerard con franca curiosidad.

—Por lo visto cree que puedo serle de ayuda en algo.

—¿Y el kender? ¿También cree que puede ayudarla?

—Soy de los que infunden ánimo —manifestó Beleño.

—No es necesario que nos acompañes, alguacil —añadió Rhys—. Sólo necesitamos tu permiso para entrar en la celda.

—Creo que es mejor que vaya. Sólo para estar seguro de que no os pasa nada a ninguno de los dos.

El monje y el kender intercambiaron una mirada.

—Tenemos que hablar con ella en privado —dijo Rhys—. Es un asunto confidencial. De naturaleza espiritual.

—Creía que ya no eras monje de Majere —comentó Gerard, que dirigió a Rhys una mirada perspicaz.

—Eso no significa que ya no pueda ayudar a los afligidos —repuso Rhys—. Por favor, alguacil. Sólo unos instantes a solas con ella.

—De acuerdo. Tampoco podréis meteros en muchos líos estando encerrados en la celda de una prisión —accedió Gerard.

—Qué sabrás tú —masculló entre dientes Beleño, taciturno.

Dentro de la prisión, el kender tuvo que pararse para intercambiar unas palabras con los de su raza. A Rhys le preocupó oír que Beleño se despedía de ellos como si fuera para siempre. Cuando vio que echaba mano a los saquillos con la intención de repartir sus pertenencias terrenales —lo que era la versión kender de hacer testamento y manifestar los últimos deseos—, el monje asió a Beleño por el cuello de la camisa y tiró de él.

—No se ha movido del catre —informó Gerard mientras señalaba la puerta de la celda—. No quiere comer. Devuelve los platos sin tocar. Tienes visita, señora —anunció en voz alta al tiempo que abría el candado.

—Ya iba siendo hora —dijo Zeboim, que se sentó en el catre.

Retiró la capucha hacia atrás. Los verdes ojos centellearon.

Rhys dio un empujón a Beleño para que el kender entrara en la celda y después entró él.

Gerard cerró la puerta y metió la llave en la cerradura. La hizo girar, pero la dejó donde estaba. Hizo una pausa y escuchó. Los tres hablaban en voz baja y, de todas formas, les había prometido que tendrían intimidad.

Sacudiendo la cabeza, Gerard echó a andar para charlar un rato con el carcelero.

—¿Cuánto tiempo les vas a dar, alguacil? —preguntó éste. —El habitual. Cinco minutos.

Sobre el escritorio había un pequeño reloj de arena y el carcelero le dio la vuelta, para fascinación de los kenders, los cuales metieron entre los barrotes cabezas, brazos, manos y pies a fin de tener mejor vista del espectáculo, y mientras tanto no dejaban de asaetear con preguntas a Gerard, siendo la más repetida cuántos granos de arena había en el reloj y, puesto que no lo sabía, ofreciéndose para contarlos en un periquete.

El alguacil escuchó las quejas del carcelero sobre los kenders, cosa que hacía a diario, observó cómo caía la arena de una ampolla a otra y aguzó el oído, expectante, por si llegaba algún ruido desde el corredor que indicara que había problemas. Sin embargo reinaba el silencio.

—¡Se acabó el tiempo! —gritó cuando hubo caído el último grano por el estrecho cuello, y avanzó por el pasillo con pasos pesados.

Giró la llave y empujó la puerta para abrirla. Se frenó en seco, mirando de hito en hito.

La loca yacía en el catre, con la capucha echada sobre la cabeza y de cara a la pared. No había nadie más con ella. Ni el monje ni el kender.

La puerta de la celda había permanecido cerrada. La había abierto él mismo para entrar. Sólo había un camino para salir del corredor y era donde había estado él, pero no había pasado nadie.

—¡Eh, tú! —le gritó a la demente mientras la sacudía por el hombro—. ¿Dónde están?

La mujer hizo un leve gesto con la mano, como si espantase un insecto. Gerard salió lanzado fuera de la celda y fue a chocar contra la pared del corredor.

—¡No me toques, mortal! —dijo la mujer—. No me toques jamás.

La puerta de la celda se cerró con un fuerte golpe.

Gerard se incorporó. Se había dado contra la pared y por la mañana tendría un enorme moretón en el hombro. Con un gesto de dolor, se quedó plantado mirando la puerta de la celda. Se frotó el hombro y después se volvió y echó a andar corredor adelante.

—Suelta a los kenders —ordenó.

Los kenders se pusieron a gritar y a chillar. El clamor de las voces estridentes habría podido resquebrajar la piedra. Gerard se encogió ante la algarabía.

—Hazlo —repitió la orden al carcelero—. Y date prisa. No te preocupes, Smythe, me han dejado una perra maravillosa que me ayudará a controlarlos. El animal necesita un poco de ejercicio. Echa de menos a su amo.

El carcelero abrió la puerta de la celda y los kenders salieron en tropel, alegremente, a la brillante luz de la libertad. Gerard echó una ojeada a la celda que había al fondo del corredor.

—Y creo que quizá lo va a echar de menos mucho, mucho tiempo —añadió con gesto sombrío.

6

El Remolino del Mar Sangriento de Istar. Hubo un tiempo en el que los marineros hablaban de él, si es que lo hacían, en voz muy baja. Hubo un tiempo en el que el Remolino era una espiral de destrucción, unas fauces arremolinadas de muerte roja que atrapaban los barcos entre sus dientes y se los tragaban enteros. Hubo un tiempo en el que en esas fauces se podía oír el atronador sonido de las voces de los dioses.

Ved esto, mortales, y contemplad nuestro poder.

Cuando el Príncipe de los Sacerdotes osó, en su arrogancia, considerarse a sí mismo un dios y las gentes de Istar se inclinaron ante él, los verdaderos dioses lanzaron sobre Istar una montaña ígnea que destruyó la ciudad y la sumergió en lo más profundo del mar. Las aguas del océano adquirieron un color marrón rojizo. Los eruditos afirmaban que ese color se debía a los sedimentos arenosos del fondo del océano. La mayoría de la gente creía que la mancha roja provenía de la sangre de los que habían muerto en el Cataclismo. Fuera cual fuese la causa, el color determinó el nombre del mar que, a partir de entonces, se llamó el Mar Sangriento.

Los dioses crearon un torbellino sobre la zona afectada por el desastre. El gigantesco remolino teñido de sangre tenía el propósito de mantener alejados a quienes podrían perturbar el lugar del último descanso de los muertos, así como ser un constante recordatorio del poder y la majestad de los dioses. Temido y respetado por los marineros, el Remolino era un espectáculo horrendo e impresionante con las arremolinadas aguas rojas que desaparecían en un infernal foso de oscuridad. Una vez atrapado en sus tentáculos, no había escapatoria. Las víctimas eran arrastradas hacia su perdición bajo el embravecido

Entonces Takhisis robó el mundo y, sin la ira de los dioses que lo agitaba, el Remolino giró más y más despacio hasta que finalmente se paró del todo. Las aguas del Mar Sangriento eran plácidas como las de cualquier charca en el campo.

—Mira en lo que se ha convertido el Mar Sangriento. —La voz de Chemosh tenía un ribete de cólera y asco—. En un sumidero.

Protegiéndose los ojos del resol de la mañana, Mina oteó hacia donde el dios señalaba, hacia lo que había sido una de las maravillas de Krynn, una vista aterradora y magnífica por igual.

El Remolino había mantenido vivo el recuerdo de Istar y su escarmiento. Ahora, las antaño tristemente célebres aguas del Mar Sangriento se arrastraban desganadamente sobre las arenosas playas cubiertas de desperdicios v suciedad. Restos de cajas de embalaje y tablones pringados de cieno, redes podridas, cabezas de pescado y botellas rotas, conchas desmenuzadas y mástiles partidos flotaban en la superficie aceitosa del agua y se mecían perezosamente atrás y adelante con el batir del mar. Sólo los vejancones recordaban el Remolino y lo que yacía debajo: las ruinas de una ciudad, de unas gentes, de una época.

—La Era de los Mortales —comentó, despectivo, Chemosh. Empujó una medusa muerta con la punta de la bota—. Este es su legado. El sobrecogimiento, el temor y el respeto hacia los dioses han desaparecido y ¿qué queda a cambio? Basura y desperdicios.

—Podría aducirse que los dioses no pueden culpar de ello a nadie salvo a sí mismos —argumentó Mina.

—Tal vez has olvidado que hablas con uno de esos dioses —replicó Chemosh, centelleantes los oscuros ojos.

—Lo siento, mi señor. Perdóname, pero a veces es cierto que olvido que... —Se calló al no saber bien dónde podía conducir la frase.

—¿Olvidas que soy un dios? —inquirió él, furioso.

—Mi señor, perdóname...

—No te disculpes, Mina. —La brisa marina agitó el largo y oscuro cabello y se lo apartó de la cara. Dirigió la mirada hacia el mar viendo lo que había sido antaño y viendo lo que era hogaño. Soltó un profundo suspiro—. Yo tengo la culpa. Vine a ti como un mortal. Te amo como un mortal. Quiero que pienses en mí como en un mortal. Este aspecto mío es sólo uno entre muchos. Los otros no te gustarían especialmente —agregó con sequedad.

Le tendió la mano a la joven, que la tomó, y la atrajo hacia sí. Permanecieron abrazados en la orilla, con el viento entremezclando el cabello de ambos, uno negro y el otro pelirrojo, sombra y fuego.

—Has dicho la verdad —manifestó él—. Los culpables somos los dioses.

Aunque no robamos el mundo le dimos ocasión a Takhisis de que lo hiciera. Todos estábamos ensimismados en nuestra pequeña parcela de creación, encerrados en nuestras pequeñas tiendas, sentados en nuestras pequeñas banquetas con nuestros pequeños pies enroscados alrededor de los travesaños, forzando la vista sobre nuestro trabajo como un sastre cegato, manejando las agujas en alguna pequeña pieza del universo. Y cuando un día despertamos y descubrimos que nuestra reina había huido con el mundo, ¿qué es lo que hacemos? ¿Tomamos nuestras espadas llameantes y surcamos los cielos dispersando estrellas para ir en su busca? No. Salimos corriendo de nuestras pequeñas tiendas, pasmados y atemorizados, retorciéndonos las manos y gritando: ¡Ay, mísero de mí! ¡El mundo ha desaparecido! ¿Qué voy a hacer? —Su voz se endureció.

»A menudo he pensado que si mi propio ejército hubiese estado desplegado a las puertas de su palacio, mis tropas listas para tomar al asalto su reducto, la reina Takhisis lo habría pensado dos veces. Pero fui indolente. Me sentía satisfecho con lo que tenía. Todo eso ha cambiado. No volveré a cometer el mismo error.

—Te he hecho entristecerte, mi señor —dijo Mina al percibir el pesar y una áspera amargura en su voz—. Lo lamento. Hoy iba a ser un día alegre, un día de comienzos nuevos.

Chemosh le asió la mano y se la llevó a los labios para besarle los dedos. El corazón de la joven latió de prisa y el ritmo de su respiración se aceleró. Él podía despertar su deseo con un simple roce, con una mirada.

—Sólo has dicho la verdad, Mina. Nadie, ni siquiera uno de los otros dioses, se atrevería a decirme algo así. La mayoría no tiene capacidad para verlo. ¡Eres tan joven, Mina! Aún no has cumplido los veintiuno. ¿De dónde sacas tanta sabiduría? De tu difunta reina no, creo —añadió Chemosh, sarcástico.

Mina reflexionó sobre esto con la vista perdida en un mar liso pero no particularmente calmo. El agua se agitaba sin descanso, atrás y adelante; le recordaba a alguien que paseara incansable, desasosegado.

—Lo vi en los ojos de los moribundos —dijo—. No en los de quienes te entregan su alma ahora, mi señor. En los de quienes me la entregaron a mí en su momento.

La batalla del tajo de Beckard. Los Caballeros de Solamnia irrumpieron desde Sanction y rompieron el cerco que los caballeros negros de Takhisis, por entonces conocidos con el ignominioso nombre de Caballeros de Neraka, tenían puesto a la ciudad. Los caballeros y los soldados de Neraka dieron media vuelta y huyeron cuando los solámnicos salieron en tropel de la fortaleza. Al desmoronarse la jefatura de Neraka, Mina había tomado el mando y ordenado a sus tropas que mataran a los que huían, que mataran a sus compañeros, a sus amigos, a sus hermanos. Inspirados por la luz de las relucientes pupilas ambarinas, la obedecieron. Los cuerpos se amontonaron y cerraron el paso. Allí, la carga solámnica se frenó, detenida por un muro de huesos quebrados y carne sanguinolenta. La victoria fue de Mina. La joven había convertido una aniquilación en un triunfo. La joven había recorrido el campo de batalla para sostener la mano de los que morían debido a su orden, para rezar por ellos, para entregar sus almas a Takhisis.

—Sólo que las almas no iban a Takhisis —dijo Mina, fija la mirada en el mar que la había mecido de niña—. Las almas vinieron a mí. Las arrancaba como flores y las apretaba contra mi corazón mientras pronunciaba el nombre de ella. —Se volvió hacia Chemosh.

»Esa es mi verdad, señor. No la supe durante mucho tiempo. Gritaba "¡Por la gloria de Takhisis!" y le rezaba todos los días y todas las noches. Pero cuando las tropas clamaban mi nombre, cuando gritaban "¡Mina, Mina!", no las enmendaba. Sólo sonreía.

Guardó silencio y siguió contemplando las olas que llegaban a la orilla y depositaban en la arena, a sus pies, la suciedad.

—La humanidad volverá a temer a los dioses —manifestó Chemosh—. O por lo menos a uno de ellos. Ahí abajo —señaló los despojos, la suciedad, la basura que flotaba en el agua— se encuentra el comienzo de mi ascenso como Rey del Panteón. Voy a contarte una historia, Mina. Debajo del mar yace un cementerio, el mayor del mundo, y ésta es la historia de aquellos que fueron sepultados bajo las olas...


Mi historia empieza en la Era de los Sueños, cuando un hechicero poderoso, conocido como Kharro el Rojo, estableció que las Ordenes de la Magia necesitaban un refugio seguro donde los hechiceros pudieran reunirse, estudiar y trabajar juntos. Necesitaban sitios donde poder almacenar a salvo los libros de conjuros y los artefactos mágicos. Propuso que los hechiceros construyeran las Torres de la Alta Hechicería, los baluartes de la magia.

Kharro envió magos por todo Ansalon para localizar emplazamientos en los que construir las nuevas torres. Los Túnicas Blancas, que estaban a las órdenes de una hechicera llamada Asanta, eligieron como enclave una pobre aldea de pescadores que llevaba por nombre Istar.

Los Túnicas Negras y los Túnicas Rojas escogieron ciudades grandes y prósperas para construir sus torres. Kharro emplazó a Asanta en Wayreth y exigió saber qué razón había tenido para hacer su elección. Asanta era vidente. Había mirado el futuro de Istar y había visto que algún día su gloria eclipsaría todas las demás ciudades de Ansalon. Los Túnicas Blancas recibieron permiso para empezar a trabajar en la torre y, cuarenta años después, Asanta dirigió el encantamiento que erigió la Torre de la Alta Hechicería de Istar.

A Asanta le había sido dado vislumbrar el encumbramiento de Istar, pero no había visto su caída. Ni siquiera los dioses habrían previsto eso.

Durante muchas décadas, los hechiceros de la Torre de Istar gobernaron con benevolencia a las gentes del pequeño pueblo y desempeñaron un papel clave en su rápido crecimiento. Al poco tiempo, Istar había dejado de ser un pueblo para convertirse en una ciudad próspera y floreciente. Y a no tardar pasaba a ser un imperio.

A medida que Istar crecía ocurría otro tanto con sus clérigos, en especial los de Mishakal y Paladine. Finalmente, uno de esos clérigos alcanzó un puesto prominente en el gobierno de Istar y se proclamó dirigente, con el título de Príncipe de los Sacerdotes. A partir de ese momento, la influencia de los hechiceros empezó a declinar a la par que la de los clérigos aumentaba.

Una alianza inestable siguió existiendo entre la Iglesia y los magos, aunque la desconfianza crecía en ambos bandos. Un Túnica Blanca llamado Mawort, Señor de la Torre de Istar, logró mantener la paz entre ambas facciones.

El Cónclave de Hechiceros consideraba a Mawort el títere del Príncipe de los Sacerdotes, y cuando éste murió nombró a un Túnica Roja como Señor de la Torre con la esperanza de que esa medida restableciera la independencia de los hechiceros y que tuvieran más peso en la política istariana.

El Príncipe de los Sacerdotes se puso furioso y los ciudadanos de Istar se sintieron indignados. La desconfianza en los hechiceros se intensificó hasta convertirse en odio. La traición y el infortunio ocasionaron una guerra abierta entre el Príncipe de los Sacerdotes, sus seguidores, y los hechiceros. Así empezaron las Batallas Perdidas, a las que se dio tal nombre porque nadie salió ganador.

El Príncipe de los Sacerdotes declaró la guerra santa contra los hechiceros de Ansalon. Éstos se retiraron a sus baluartes y amenazaron con destruir las torres y su entorno si los atacaban. El Príncipe de los Sacerdotes no hizo caso de la advertencia y asaltó la Torre de Daltigoth. Conscientes de que se encaminaban a la derrota, los magos cumplieron su promesa y destruyeron la torre. Se perdieron muchas vidas inocentes en aquella destrucción. A los hechiceros les entristeció aquello, pero creían que, en realidad, su actuación había salvado vidas pues habrían sido muchos millares más los que habrían muerto si los poderosos libros de conjuros y los artefactos mágicos hubieran caído en manos de quienes les habrían dado un mal uso.

Conmocionado por tal calamidad y temeroso de que los magos pudieran destruir a continuación la torre de Istar, el Príncipe de los Sacerdotes ofreció la negociación de un acuerdo de paz. Los hechiceros accederían a abandonar las Torres de Alta Hechicería de Istar y de Palanthas y, a cambio, se les garantizaría un refugio seguro en la Torre de la Alta Hechicería de Waireth. El debate en el Cónclave fue largo y acerbo, pero finalmente se dieron cuenta de que no tenían otra opción. El Príncipe de los Sacerdotes era inmensamente poderoso y parecía tener a los dioses de su parte. Accedieron a las condiciones.

Un mes después de las Batallas Perdidas, el archimago salió de la torre de Istar; fue el último en abandonarla. Selló las puertas y la rindió al Príncipe de los Sacerdotes.

Éste no sabía bien qué hacer con la torre, y durante meses el edificio permaneció cerrado y vacío. Después, siguiendo la recomendación de un consejero, Quarath de Silvanesti, convirtió la torre en un museo de trofeos en el que se exhibían artefactos arrebatados a los acusados de herejía y de rendir culto a los dioses del Mal.

Durante las dos décadas siguientes, centenares de ídolos, iconos, artefactos y sagradas reliquias se llevaron a la torre, a la que se dio un nuevo nombre, Solio Febalas, o la Sala del Sacrilegio. Muchos de mis propios artilugios se llevaron allí porque, naturalmente, mis seguidores se encontraban entre los primeros a los que se persiguió. Estando en comunicación con los espíritus de los muertos, me enteré a través de ellos de los ambiciosos planes de Príncipe de los Sacerdotes de ascender a divinidad él mismo, cosa que lograría alterando el equilibrio y destruyendo el poder de los dioses de la oscuridad y de la neutralidad. Después usurparía el poder de los dioses de la luz.

Intenté advertir a los otros dioses de que serían los siguientes. Llegaría el día en que sus propias reliquias sagradas se hallarían dentro de la Sala del Sacrilegio. Se encogieron de hombros y se echaron a reír.

Sin embargo, sus risas no duraron mucho. En seguida los afables e inofensivos clérigos de Chislev fueron sacados a rastras de sus bosques y se los encerró o se los mató. Los iconos de Majere quedaron expuestos en la sala de trofeos del Príncipe de los Sacerdotes. Gilean se sumó a mis advertencias respecto a la descompensación del equilibrio del mundo, y algunos dioses de la luz unieron sus voces a las nuestras. El Príncipe de los Sacerdotes los enfocó como su siguiente objetivo; al final, hasta el símbolo de Mishakal colgaba con oprobio en la Sala del Sacrilegio.

El Príncipe de los Sacerdotes anunció al mundo que era más sabio que los dioses, que era más poderoso que ellos. Se proclamó dios a sí mismo y exigió que se lo venerara como tal. Fue entonces cuando nosotros, los verdaderos dioses, arrojamos la montaña ígnea sobre Istar.

Nuestra ira hizo que la tierra temblara. Los terremotos arrasaron la ciudad y partieron en dos la Torre de la Alta Hechicería. El fuego la destruyó por dentro, devastó la Sala del Sacrilegio. La torre se desmoronó y sus ruinas fueron arrastradas al fondo del Mar Sangriento junto con el resto de esa ciudad maldita.


—Allí yace la torre en la actualidad —concluyó Chemosh—. Y dentro de esas ruinas se encuentran muchos de las artefactos y reliquias sagrados más poderosos del mundo.

—Eso es hacerse ilusiones, mi señor —argumentó Mina—. Es imposible que resistieran semejante destrucción.

—No sé los demás dioses, pero yo me aseguré de que mis artefactos estuviesen a salvo —respondió Chemosh con una sonrisa astuta—. Y dudo que los otros no hicieran lo mismo.

—Pareces muy seguro de ello, mi señor.

—Lo estoy. Tengo pruebas. Poco después del Cataclismo, busqué la torre y me encontré con que los dioses de la magia la habían hecho desaparecer. Zeboim es hermana gemela de Nuitari y prima de los otros dioses de la magia. Acudieron a ella y la convencieron de que utilizara la poderosa turbulencia del Remolino para enterrar la torre bajo el fondo marino, a gran profundidad, a fin de que ningunos ojos —mortales o inmortales— la descubrieran jamás.

»Yyo me pregunto por qué iban a tomarse tantas molestias los dioses de la magia para ocultar toneladas de ruinas quemadas y reducidas a escombros. A no ser que hubiera algo entre esos despojos que no querían que encontrara ninguno de nosotros...

—Vuestros artilugios sagrados —aventuró Mina.

—¡Exacto!

—Y ahora que el Remolino se ha remansado, puedes ir a buscarlos.

—No sólo puedo ir a buscarlos. Puedo buscarlos sin temor a que se me interrumpa. Con que sólo hubiese metido un dedo del pie en el agua, Zeboim se habría enterado. Habría acudido corriendo desde el rincón más alejado de los cielos para detenerme. Tal como están las cosas, se ignora su paradero en este bello día. Puedo hacer lo que me plazca en su océano, hasta orinar en él si quiero, y tendrá que tragarse sus protestas.

Chemosh asió la mano a Mina y entrelazó los dedos con los de la joven.

—Juntos tú y yo, Mina, buscaremos las legendarias ruinas de la Sala del Sacrilegio, largo tiempo perdidas. ¡Piénsalo, amor mío! Centenares de artefactos sagrados descansan ahí abajo, algunos de los cuales se remontan a la Era de los Sueños, imbuidos de poderes divinos inimaginables en esta «Era de los Mortales». E inasequibles. Ahí abajo hay artefactos pertenecientes a Takhisis, y aunque ella ya no está, su poder aún perdura en esos objetos.

«Artefactos de Morgion, de Hiddukel, de Sargonnas. Artefactos pertenecientes a Paladine y a Mishakal. Me propongo distribuir esas poderosas reliquias entre los Predilectos que viajan por Ansalon de camino aquí para recibirlas. Cuando se haya conseguido eso, mis seguidores serán los más formidables y poderosos de todo el mundo. Entonces estaré en posición de desafiar a los otros dioses por el liderazgo de los cielos y del mundo.

—Gustosa iría contigo hasta los confines de ese mundo, mi señor, y contemplaría las maravillas que se guardan en las profundidades oceánicas, pero del mismo modo que yo olvidé que eras un dios, tú has olvidado que yo no lo soy —dijo Mina, sonriendo—. Sé nadar, pero no muy bien. En cuanto a aguantar la respiración...

Chemosh se echó a reír.

—No tienes que nadar, Mina, y tampoco contener la respiración. Caminarás conmigo por el fondo oceánico del mismo modo que caminas por el suelo de nuestro dormitorio. Respirarás agua igual que respiras aire. El peso del agua caerá sobre tus hombros con la misma ligereza que un manto de piel.

—Entonces me transformarás en una deidad, mi señor—bromeó la joven.

La risa de Chemosh cesó y la expresión de sus ojos se tornó profunda e indescifrable, más oscura que las profundidades marinas.

—No puedo hacer tal cosa, Mina. Al menos, todavía no.

La joven sintió una repentina sacudida de miedo, un terror debilitador como el que había experimentado en la traicionera escalera del Alcázar de las Tormentas cuando miró las rocas irregulares y afiladas que emergían, lejanas, al pie del acantilado, y las hambrientas aguas espumosas. Notó la garganta constreñida, el estremecimiento de su corazón. De repente deseó dar media vuelta y echar a correr, escapar. Jamás había sentido un terror así, ni siquiera cuando la feroz dragona Malys se zambullía sobre ella desde el cielo del que llovía sangre, ni cuando la reina Takhisis, mortal y fuera de sí, se había dirigido hacia ella con la intención de arrancarle la vida.

Mina retrocedió un paso, pero Chemosh la tenía bien agarrada.

—¿Qué ocurre, Mina? ¿Te pasa algo?

—¡No quiero ser diosa, mi señor! —gritó mientras forcejeaba para soltarse de su mano.

—Querías poder, Mina, poder sobre la vida y la muerte...

—¡Pero así no! Olvidas, mi señor, que he tocado la mente de un dios —dijo con voz hueca—. ¡He mirado en esa mente, he visto la inmensidad, el vacío, la soledad! No soporto...

Las palabras se le paralizaron en los labios y miró a Chemosh con terror. Había revelado los más íntimos secretos del dios.

—Sí, Mina —musitó él—. Estaba solo, estaba vacío. Y entonces te encontré.

La estrechó entre sus brazos, la apretó contra sí, cuerpo a cuerpo, carne mortal contra carne divina hecha mortal. Puso la boca en la de ella, sus labios anhelantes y cálidos. La arrastró a la arena, sus besos extendiéndose como melaza sobre el miedo de la joven, ocultando su terror bajo la dulzura, una dulzura espesa dentro de la boca de ella. Mina se consumió en su amor hasta que sólo quedó el recuerdo de su miedo y, a no tardar, las caricias del dios consumían incluso ese recuerdo.

La marea subió mientras yacían entre las dunas de arena. Las olas les lamieron los pies y, después, los tobillos. El agua subió sigilosamente, los rodeó, suave y ligera como sábanas de seda. Las olas cubrieron los hombros de Mina. El cabello pelirrojo se pegó a la carne mojada. La joven saboreó sal y sufrió un golpe de tos. Chemosh la aferró.

—El próximo beso que te daré, Mina, te privará del aliento mortal. Durante un instante sentirás que te asfixias, pero sólo será un momento. Insuflaré aliento en tus pulmones, el aliento de los dioses. Mientras estés debajo del agua, mi respiración te sustentará. El agua será para ti lo que ahora es el aire.

—Entiendo, mi señor —contestó ella. El cabello se mecía en el agua como una llama bañada en sangre.

—No estoy seguro de que lo entiendas, Mina —argumentó Chemosh sin dejar de mirarla a los ojos—. El agua será como aire para ti. Eso significa que el aire será como agua. Una vez que haya hecho esto, si sales a la superficie te ahogarás.

En respuesta, la joven pegó los labios a suyos, cerró los ojos y se apretó contra él. Chemosh la estrechó contra sí y, aplastando su boca contra la de ella, absorbió el aire de los pulmones de la joven, absorbió la vida de su cuerpo.

El agua cubrió la cabeza de Mina, que no podía respirar. Jadeó en busca de aire, pero el agua penetró en su boca. Se atragantó, se ahogó. Chemosh la mantuvo fuertemente sujeta. Mina intentó no forcejear, pero fue en vano. El instinto de supervivencia se impuso a su corazón. Luchó para soltarse de la presa del dios, pero él era demasiado fuerte. Los dedos se le clavaban en la carne, en los músculos, en los huesos. Sus piernas la sujetaban para mantenerla debajo del agua.

«Me está matando —pensó—. Me mintió...»

El corazón le latía dolorosamente, los pulmones le ardían. Unos horribles puntos luminosos, como estallidos de estrellas, le oscurecieron la vista. Se retorció entre sus brazos y aspiró, y el agua le entró en los pulmones y en el cuerpo a medida que la marea subía más y más y la mecía suavemente. Estaba demasiado cansada para luchar, así que cerró los ojos y se entregó a la oscuridad teñida de sangre.

7

Mina despertó en un mundo que no conocía la luz del sol, un mundo de noche profunda, eterna. El agua la oprimía, la rodeaba, la envolvía, la circundaba. La empujaba y tiraba de ella, en constante movimiento. No había arriba ni abajo. No había nada bajo sus pies ni encima de su cabeza para orientarse. Estaba a la deriva, sola.

Respiraba el agua igual de bien que anteriormente había respirado aire; al menos intentaba convencerse de que era así. Se sentía sofocada, medio asfixiada. El pánico palpitó en su interior. De repente tuvo miedo de estar atrapada allí, en la oscuridad opresora y fluida, para siempre. Su impulso era nadar hacia la superficie, pero se obligó a desechar tal idea. Para empezar, ignoraba en qué dirección estaba «arriba», por lo que muy bien podía sumergirse más aún si se movía en lugar de subir.

No podía llamar a Chemosh. Le era imposible gritar ni chillar. El agua se tragaba su voz. Se obligó a controlar el pánico e intentó mantenerse tranquila, relajada.

«He recorrido los lugares oscuros de Krynn —se dijo—. He caminado por los lugares oscuros de la mente de un dios. No estoy sola...»

Una mano rozó la suya y Mina la aferró, agradecida, y se sujetó a ella con fuerza.

—No estabas asustada, ¿verdad? —inquirió Chemosh, medio en serio, medio en broma—. Puedes hablar, Mina. Recuerda: el agua es para ti como aire. Habla. Te oiré.

—Iba a decir que si estaba asustada era sólo porque el miedo es la maldición de los mortales, mi señor.

—Eso es cierto —convino Chemosh en tono severo—. El miedo procura buenos instintos a los mortales. —¿Algo va mal, mi señor?

—Hay una agitación, una energía que no había cuando estuve aquí hace sólo un año. Quizá no tenga nada que ver con nuestra caza del tesoro, pero no me gusta. Esto me huele a deidad.

—¿Zeboim?

—Eso pensé, y volví a la superficie. —Chemosh sacudió la cabeza—. No había cúmulos de nubes, no aullaba el viento. El mar está tan calmo que las aves han empezado a construir nidos en el agua. No, sea lo que sea que pase, está aquí abajo, no es culpa de Zeboim.

—¿Y no será que hay otros dioses trabajando en el mar, mi señor?

—Habbakuk tiene dominio sobre las criaturas marinas. Él no me preocupa, sin embargo. Es indolente y perezoso, como cabe esperar de un dios que se pasa la vida entre peces.

Hizo una pausa y escuchó. Mina también prestó atención; pero, a despecho de lo que Chemosh había dicho, tenía los oídos tapados con el agua y no escuchaba nada excepto el sonido de su sangre palpitante y la voz del dios.

—No oigo nada —dijo él finalmente, y parecía perplejo—, pero la sensación persiste. Tal vez sólo son imaginaciones mías. Vamos, encontremos lo que hemos venido a buscar. Las ruinas no están lejos.

Caminó por el agua como si lo hiciera por tierra firme. Mina intentó imitarlo, pero andar no resultaba fácil. Acabó por avanzar nadando a medias y caminando a medias, impulsándose con los brazos y con las piernas. La insondable oscuridad empezó a tornarse menos profunda; Chemosh y ella ascendían hacia la superficie, hacia la luz del sol.

El dios volvió a detenerse, severa la expresión. La miró, observó el fino atuendo de seda que llevaba.

—No debí permitir que bajaras aquí desarmada y sin coraza que te proteja. Te mandaré de vuelta...

—No me hagas volver, mi señor. Me protege mi fe en ti, y mi amor por ti es mi arma.

Chemosh la acercó más a él. El cabello de la joven flotaba en el agua y se mecía en torno a la cabeza y los hombros con ondas sensuales. Los ojos ambarinos parecían luminiscentes, con un matiz anaranjado a causa del agua roja, de manera que tenían un brillo encendido.

—No es de extrañar que te eligiera para ser mi Suma Sacerdotisa, Mina —dijo el dios—. No obstante, te daré algo más consistente que la fe para que protejas tu cuerpo mortal, y una arma más idónea para causar daño.

Se zambulló en la oscuridad y se sumergió hacia el fondo del océano. Al cabo de unos instantes reapareció, cargado con un esqueleto humano.

—No es bonito, pero sí funcional. No te dará asco llevar puesta la caja torácica de un hombre, ¿verdad, Mina?

—La armadura que me dio Takhisis estaba húmeda con la sangre de un hombre que osó burlarse de ella —contestó la joven—. ¿Quieres servirme de escudero, mi señor?

—Sólo por esta vez —aceptó él con una sonrisa, y empezó a ajustar la esquelética armadura al cuerpo de Mina—. ¿Te sirve? Si no, puedo encontrar otra cosa que sea de tu talla. Disponemos de un surtido ilimitado de esqueletos.

—Se ajusta perfectamente, mi señor.

El peto lo formaban el esternón y las costillas de un hombre. Las clavículas le protegían los hombros, las espinillas hacían lo propio con las piernas, y los cubitos y húmeros, sus brazos. Chemosh los soldó y los reforzó con su poder. Cuando hubo acabado de equiparla, contempló el resultado y quedó satisfecho.

—Y ahora, el yelmo —dijo.

—Una calavera, no, mi señor —protestó Mina—. No quiero tener el mismo aspecto que Krell.

—¡No, por favor! —exclamó Chemosh con brusquedad—. No, Mina. Aquí tienes tu yelmo.

Le tomó la cabeza con ambas manos, la besó en la frente, en las mejillas, en la barbilla y, finalmente, en la boca.

—Ea, ahora estás protegida. —Vaciló, sin decidirse a soltarla, y la apretó con más fuerza—. Mina, yo... —empezó en un susurro.

—¿Qué, mi señor?

—Nada—repuso bruscamente. Se apartó de ella, lejos de su tacto, lejos de sus ojos.

—¿He hecho algo que te haya disgustado, mi señor? —preguntó la joven, preocupada.

—No —contestó él, y repitió—: No.

La miró, miró su cuerpo cálido, suave, flexible, ceñido por la fantasmal armadura del esqueleto de un hombre, y fue el Señor de la Muerte el que sufrió un escalofrío.

Arrancó los huesos con brusquedad y los arrojó de vuelta al fondo del mar.

—De verdad no me molestaba, mi señor —protestó ella.

—Pero a mí sí —respondió el dios, que se dio media vuelta con violencia.

Se desplazaron a través de las profundidades iluminadas por la luz del sol y buscaron las ruinas de la torre.

Fuera cual fuera el poder que Chemosh había notado, aumentó en lugar de disminuir, o es lo que Mina juzgó por la expresión cada vez más sombría del dios. No le habló, no la miró.

La joven intentó mantenerse centrada, alerta a un posible peligro, pero le resultaba difícil. Se hallaba en un mundo diferente, un mundo de belleza extraña y exótica, y se distraía constantemente. A su lado pasaban peces nadando o se movían veloces a su alrededor; algunos la observaban con curiosidad y otros no le hacían el menor caso. Capas de coral rosáceo se alzaban desde el fondo, hogar de un verdadero bosque de plantas de aspecto raro y de criaturas que parecían plantas pero que no lo eran, como descubrió cuando tocó lo que creyó que era una flor y el ser la golpeó y el contacto le ocasionó escozor. Los colores —de todo, plantas y animales— eran más intensos, más vividos y lustrosos que cualesquiera que hubiera visto en tierra firme.

Olvidó el peligro y se rindió al encanto del entorno. Bancos de peces plateados se daban media vuelta y cambiaban de dirección rápidamente como un solo individuo de mercurio. Pececillos minúsculos le picaban las manos. Otros se metían por puertas y ventanas de corales y se escondían dentro.

De repente Chemosh susurró una advertencia, la agarró y la arrastró hacia las sombras de verdes y ondulantes tallos. —¿Qué pasa? —dijo la joven.

—¡Mira! ¡Mira allí! —contestó él con incredulidad y rabia.

Un edificio de paredes de suave y reluciente cristal se alzaba en el fondo del océano. La cristalina estructura captaba los haces de sol que penetraban en el agua y los atrapaba, de manera que el edificio resplandecía con rielantes vidrios de luz pálida. Una cúpula de mármol negro remataba el edificio. Sobre la cúpula, un aro hecho de bruñido oro rojizo entretejido con plata resplandecía con la luz del sol. El centro del aro era negro azabache, como si se hubiese abierto un agujero en el mar para dejar a la vista el vacío del universo.

—¿Qué es ese lugar, mi señor? —inquirió Mina, sobrecogida.

—La Torre de la Alta Hechicería de Istar profanada, calcinada, arrasada por un meteoro, reducida a escombros —contestó Chemosh, que añadió con una maldición—: De algún modo, de alguna manera, se ha reconstruido.

8

Rhys y Beleño estaban en la celda de Zeboim, discutiendo pacientemente con la diosa, intentando hacerla entrar en razón, cuando de repente, en lo que media de un instante a otro, de una palabra a la siguiente, de un despotrique al sucesivo, Rhys se encontró de pie sobre baldosas desconchadas, en mitad de la fortaleza de un islote, con el eco persistente del rugido del mar bramando dentro de su cabeza. Harta de la discusión, Zeboim le había puesto fin de forma fulminante.

El monje no sabía nada del Alcázar de las Tormentas. Había oído contar cosas sobre él, pero apenas les había prestado atención. No era de los que anhelan vivir aventuras. No se unía a los monjes más jóvenes que disfrutaban escuchando historias de fantasmas al amor del fuego en las noches invernales. Las más de las veces dejaba el agradable calorcillo de la lumbre para ir a caminar solo por las heladas colinas, regocijándose con la fría y resplandeciente belleza de las escarchadas estrellas.

Los cadáveres de esos jóvenes monjes yacían bajo tierra. Sus fantasmas, era de esperar, estarían vagando libres entre esas mismas estrellas. Había partido para resolver el misterio de sus muertes. Ya sabía cómo, pero aún quedaba descubrir el porqué. Su búsqueda lo había conducido allí. Si miraba hacia atrás al camino que había seguido no lo veía a causa de todos los recodos, giros y vericuetos que había tomado.

Si hubiese obedecido a Majere y se hubiera quedado en el monasterio para buscar la perfección de cuerpo y mente, ¿qué estaría haciendo ahora? Sabía bien la respuesta. El día llegaba a su fin. Casi la hora de conducir las ovejas colina abajo. Estaría sentado tan a gusto en la alta hierba, con el cayado apoyado en los brazos y Atta tumbada a su lado, vigilando el rebaño y observándolo a él, a la espera de la orden que la mandaría como una flecha cuesta arriba, entre la hierba.

La escena era bucólica, pero él no se sentía en paz. Su espíritu se encontraba agitado por la duda y el tumulto de las emociones íntimas. Ya no se sentía libre de caminar por la noche bajo las estrellas. En la oscuridad iría a visitar la fosa común y, mientras contemplaba la hierba nueva que empezaba a cubrirla, tendría la sensación de haberles fallado a sus hermanos, a su familia, a la humanidad. Rhys contempló lo que podría haber sido y la imagen desapareció lentamente. Si iba a morir en aquel horrible lugar —como parecía más que probable— su espíritu continuaría hacia la siguiente etapa de su viaje, satisfecho al saber que había hecho lo que debía aunque todo hubiera salido mal.

Un crepúsculo llamativo tintaba el cielo de matices rojos, dorados y púrpuras que daban un toque chillón a los muros grises del Alcázar de las Tormentas. El primer pensamiento incongruente de Rhys fue que la fortaleza no llevaba un nombre apropiado. Ninguna tempestad bramaba sobre el alcázar. El cielo estaba despejado salvo por el tenue jirón blanco de una nube solitaria que se alejaba con rapidez, temerosa de quedar apresada. Ni la más ligera brisa soplaba ni en tierra ni en mar, que rompía en silencio contra los acantilados. Acariciadoras, unas suaves ondas lamían la parte inferior de las rocas aserradas.

Rhys examinó los alrededores y observó largamente, con atención, las formidables torres que se alzaban hacia el cielo chillón, la plaza de armas en que se encontraba, los diversos edificios anexos, esparcidos entre las rocas. Y más allá y alrededor, el mar; un mar que observaba con avidez todos y cada uno de sus movimientos.

Los suyos, únicamente. Al kender no se lo veía por ningún sitio. Rhys suspiró y sacudió la cabeza. Había intentado explicarle a Zeboim que la presencia del kender era esencial en su plan. Creía que la había convencido, al menos de eso, aunque no de lo demás. A lo mejor el kender había salido dando tumbos de las regiones celestiales a otra parte de la isla. A lo mejor...

—¿Beleño? —llamó sin alzar la voz.

Un chillido indignado le respondió. Provenía de la bolsa de cuero que colgaba del cinturón de Rhys y tras un instante de estupefacción y sobresalto, respiró más tranquilo. Zeboim había actuado con su habitual impetuosidad, sin molestarse siquiera en decirle lo que había hecho.

—¡Rhys! ¿Qué ha pasado? ¿Dónde estoy? ¡Aquí dentro está oscuro como boca de lobo y apesta a queso de cabra! —se quejó Beleño, cuya voz sonaba apagada por la bolsa en la que lo habían acomodado.

—Guarda silencio, amigo mío —ordenó el monje mientras ponía la mano sobre la bolsa con un gesto tranquilizador.

La bolsa se calló obedientemente, aunque Rhys la notaba temblar contra su muslo. Dio una palmadita confortadora.

—Estás dentro de mi bolsa, y la bolsa y yo estamos en el Alcázar de las Tormentas.

La bolsa sufrió una sacudida.

—Beleño, debes quedarte completamente quieto. Nuestras vidas dependen de ello.

—Lo siento, Rhys —dijo el kender con la voz quebrada—. Es que me he sorprendido un poco, nada más. ¡Todo ha sido tan repentino! —La última palabra la pronunció con un chillido.

—Lo sé. —El monje se esforzó por mantener un tono tranquilo—. Tampoco yo esperaba hacer este viaje, pero ya que estamos aquí seguiremos adelante con mi plan como lo hablamos. ¿Podrás hacerlo?

—Sí, Rhys. Perdí el control un momento. Descubrir que uno mide siete centímetros y que lo han metido en un saco que huele a queso de cabra y después enterarse de que vas a visitar a un Caballero de la Muerte puede causar una fuerte impresión, ¿sabes? —El tono de Beleño sonaba áspero.

—Comprendo. —Rhys se alegró de que el kender no viera su sonrisa.

—Pero ya lo he superado —añadió Beleño tras una pausa que hizo para recobrar el resuello—. Puedes contar conmigo.

—Estupendo. —Rhys echó otro vistazo a su alrededor—. No tengo ni idea de dónde estamos o adonde se supone que debemos dirigirnos. Zeboim nos mandó aquí antes de que tuviera oportunidad de preguntarle.

Las torres de la inmensa fortaleza se elevaban desde los acantilados. Toda la construcción daba la impresión de estar excavada en la isla del mismo modo que un escultor esculpe su obra en un bloque de mármol dejando la parte inferior toscamente tallada, mientras que el resto está cuidadosamente trabajado, pulido, labrado. Rhys tenía la extraña sensación de hallarse en lo más alto de una dentada esquirla de la tierra, con el resto del mundo desplomándose todo en derredor. En la falda de la colina siempre se había sentido uno con el universo benevolente. Aquí se sentía solo, aislado y abandonado en un universo al que no le importaba un comino.

Las baldosas de la plaza de armas irradiaban al aire el calor del sol vespertino. El sudor le corría a Rhys por el cuello y por el torso. Pensó que el kender debía de estar asfixiándose, por lo que abrió un poco la bolsa para que le entrara más aire.

—No hables —reiteró—. Y quédate quieto.

Dos enormes torres, que debían de ser los principales edificios de la fortaleza, se alzaban a un lado de la isla. Rhys tendría que cruzar la plaza de armas a lo largo para llegar a ellas. Alzó la vista hacia la miríada de ventanas de las torres y cayó en la cuenta de que el Caballero de la Muerte, Ausric Krell, podía estar observándolo.

Evocó la conversación que había tenido lugar en la celda de la prisión unos instantes antes de que lo mandaran de viaje de forma tan inesperada.

—Majestad, Beleño y yo necesitamos tu ayuda para sobrevivir al encuentro con el Caballero de la Muerte. Me prometiste que me otorgarías tu sagrado poder...

—He cambiado de idea, monje. Lo he pensado mejor. Lo que me pides es demasiado peligroso para mi hijo. Si fracasas, Ariakan seguirá estando en poder de Chemosh. Si sospechara que te he ayudado, tomaría represalias contra mi pobre hijo.

—Señora, sin tu asistencia no podemos emprender...

—¡Bah! Tu plan es todo lo bueno que puede ser, dadas las circunstancias. Tal vez tengas éxito. Si es así, no tienes por qué preocuparte de nada. Si no, morir no te importará. Gracias a tu sacrificio te habrás asegurado una vida eterna tranquila. Majere no podría negarte eso, mientras que mi pobre hijo...

—Majestad...

Había sido en ese momento cuando Zeboim puso punto final a la discusión.

Ahora el monje se hallaba en el Alcázar de las Tormentas obligado a enfrentarse a un Caballero de la Muerte sólo con un cayado por arma, un kender en miniatura como compañero, y sin el auxilio de un dios. Prendida la mirada en las plomizas olas y en el vacío y progresivamente oscuro firmamento, Rhys asió con fuerza el bastón, que había sido el último y afligido regalo de Majere, y elevó una plegaria. No sabía a quién le rezaba, si es que lo hacía a alguien o a algo, tal vez al mar, tal vez al cielo infinito. No pidió hechizos, ni magia sagrada ni poderes divinos. Sería inútil pedirlos. Nadie respondería.

—Dame fuerza —rezó y, sin más, echó a andar hacia la fortaleza para encontrarse con el Caballero de la Muerte.

Sólo había dado unos pocos pasos cuando una sombra cayó sobre él desde atrás. Era una sombra fría como la desesperanza, oscura como el miedo. Tras él oyó el crujido del cuero y el golpeteo metálico de la armadura, así como el sonido de una respiración que no era la de un ser vivo, sino el sonido siseante, rasposo, de un muerto viviente que intentaba evocar qué era respirar. El hedor a putrefacción, a muerte, le inundó las fosas nasales y la boca. Entre la peste y el terror se sintió tan mareado que por un instante creyó que se iba a desmayar.

Apretó más aún el cayado. Su yo espiritual fue hacia la lucha. El miedo era el arma más potente del caballero muerto y Rhys tenía que derrotar el miedo o caería allí mismo. Su espíritu batalló contra el miedo, buscando superar la debilidad inherente a la carne. Fue una lucha corta, brusca. Rhys se había entrenado para ese momento durante todos los días pasados en el monasterio. No podía invocar a Majere para que lo ayudara, pero sí recurrir a las lecciones de Majere. El espíritu se alzó con la victoria. La sensación de mareo pasó. El cosquilleo abrasador en los miembros desapareció, si bien las manos, cerradas sobre el cayado, se le habían quedado dormidas.

Dueño de sí mismo, mantuvo ese dominio y se volvió sin prisa para mirar cara a cara al miedo.

A la vista del Caballero de la Muerte, la resolución de Rhys estuvo a punto de irse abajo. Krell se encontraba cerca de él, imponente. Al mirar las rendijas del yelmo el monje vio la luz maligna de la muerte en vida; una luz tan abrasadora como la del sol pero que sin embargo no alumbraba la oscuridad del ser atrapado dentro de la armadura tinta de sangre. Rhys se armó de valor para mirar al ser que había más allá de la ardiente luz.

No era amedrentador, sino vil y encogido.

Los pequeños ojos rojos de Krell lo observaban.

—Antes de matarte, monje de Mantis, te doy la oportunidad de contarme qué haces en mi isla. Tu explicación puede resultar divertida.

—Te equivocas, señor. No soy monje de Majere. Vine a hablar en nombre de Zeboim, a negociar por el alma de su hijo.

—Pues vistes como un monje —se mofó Krell, desdeñoso.

—Las apariencias engañan. Tú, señor, vistes como un caballero —replicó Rhys.

Krell lo fulminó con la mirada. Tenía la impresión de que lo había insultado, pero no estaba seguro.

—Da igual. Seré yo quien ría el último, monje. Días enteros de risa, siempre y cuando no te me mueras demasiado pronto, como tantos de esos bastardos.

Krell se meció sobre los talones atrás y adelante, con las manos metidas en el cinturón.

—Así que Zeboim quiere negociar, ¿eh? De acuerdo. Éstas son mis condiciones, monje: me entretendrás como hacen todos mis «invitados» jugando al khas conmigo. Si, por casualidad, me ganas, te recompensaré degollándote. —Por si acaso no lo había entendido, agregó—: Una muerte rápida, ¿sabes?

Rhys asintió con la cabeza y mantuvo agarrado con fuerza el cayado. De momento, todo iba bien, tal como lo había planeado.

—Si no me ganas, y te advierto que soy un jugador experto, te daré otra oportunidad. Después de todo no soy un tipo tan malo. Te daré una oportunidad tras otra de vencerme. Jugaremos una partida tras otra tras otra. —Krell hizo un gesto con la mano.

»E1 tablero está en la biblioteca, una larga caminata, pero al menos tú puedes disfrutar de este inusitado buen tiempo que estamos teniendo. Es posible que quieras echar un último vistazo al ocaso.

Krell rió entre dientes, un sonido espantoso, y su regocijo resonó en la armadura vacía. Salió con pasos ruidosos mientras se frotaba alegremente las manos, disfrutando la partida de antemano. A mitad de camino de la plaza de armas se detuvo y se volvió para mirar a Rhys.

—¿He mencionado que por cada pieza de khas que pierdas, monje, te romperé un hueso? —Rió abiertamente—. Empezaré por los pequeños, los de los dedos de las manos y de los pies. Después te romperé las costillas, de una en una. Luego, quizá, una cervical, una muñeca o un codo. Después seguiré con las piernas: una espinilla, una tibia, la pelvis... La espina dorsal la dejo para el final. Para entonces me estarás suplicando que te mate. ¡Ya te dije que este juego me parecía muy divertido! Voy a colocar el tablero. Y no me hagas esperar. Estoy deseando saber qué me ofrece Zeboim a cambio de su hijo.

El Caballero de la Muerte se alejó y Rhys se quedó inmóvil, siguiéndolo con la mirada.

—¡Oh, Rhys! —gimió Beleño, horrorizado.

—Baja la voz. ¿Qué tal juegas al khas? —inquirió en un susurro.

—No muy bien —contestó el kender con voz temblorosa—. Nos veremos obligados a sacrificar piezas, Rhys. Es el único modo de jugar este juego. Lo siento. Trataré de encontrar en seguida a Ariakan.

—Hazlo lo mejor que puedas, amigo mío —dijo el monje que, aferrando el cayado con fuerza, echó a andar hacia la torre.

9

Krell se levantó de su asiento cuando Rhys entró en la biblioteca. Con una reverencia que era una parodia de cortés bienvenida, el Caballero de la Muerte acompañó a Rhys hacia las dos sillas situadas cerca de una mesita en la que había colocado el tablero de khas. La estancia estaba helada y su ambiente era opresivo, además de que olía a carne putrefacta. Krell apartó a patadas, impaciente, unos huesos que cubrían el suelo.

—Perdona el desorden. Anteriores jugadores de khas —le comentó a Rhys.

Huesos de piernas, de brazos, de cuellos, dedos de manos y pies, cráneos... Todos quebrados y machacados, algunos por varios sitios. Como por casualidad, Krell pisó unos cuantos, que se desmenuzaron.

Acomodó la pesada armadura que albergaba su espíritu en una de las sillas e indicó a Rhys que se sentara con un nuevo gesto de la mano. El tablero redondo de khas se encontraba entre los dos jugadores; los cuerpos resecos que eran las piezas de khas se situaban en las casillas hexagonales negras, blancas y rojas, dos ejércitos opuestos y enfrentados uno al otro a los extremos del campo de batalla que configuraban las casillas.

Rhys se sentó. Parecía haber perdido el coraje. Su calma habitual había desaparecido y los temblores lo sacudían de tal manera que el cayado se le escapó de las manos sudorosas y cayó al suelo. Trató de quitarse la bolsa de cuero del cinturón y también la dejó caer. Se agachó para recogerla.

—Déjala —gruñó Krell—. Empecemos la partida.

Rhys se enjugó el sudor de la frente con la manga de la túnica. Mientras se hundía en la silla, tembloroso, la rodilla sufrió una sacudida, golpeó el tablero de khas y lo volcó. El tablero cayó de la mesita y las piezas se desparramaron por el suelo en todas direcciones.

—¡Zoquete patoso! —gruñó Krell. El Caballero de la Muerte se agachó para recoger las piezas de khas, o, mejor dicho, una de ellas, que tomó del suelo con premura.

Rhys no puedo verla bien, ya que Krell cerró la mano enguantada sobre ella.

—Recoge las demás, monje —rezongó—. Y si cualquiera de esas piezas se ha estropeado, te romperé dos huesos por cada pieza que pierdas. Date prisa.

Rhys se puso a gatas y empezó a recoger las piezas, algunas de las cuales habían rodado a los extremos de la estancia.

—Hay veintisiete huesos en la mano humana —comentó Krell mientras colocaba las piezas que Rhys iba poniendo encima—. Empiezo por el índice de la mano derecha y voy avanzando. Se te ha pasado por alto un peón, un kender. Está junto al hueco de la lumbre.

Rhys recogió la pieza, un peón kender, y la puso sobre el tablero.

—¿Qué haces, monje? —demandó Krell.

La mano de Rhys se quedó paralizada. Sentía temblar a Beleño debajo de sus dedos.

—Los peones no van ahí —siguió Krell, disgustado—. En esa casilla se pone el roque. El peón va ahí.

—Lo siento —dijo Rhys, que cambió a Beleño a la casilla señalada—. Casi no sé jugar al khas.

Krell sacudió la cabeza.

—Y yo que confiaba en que durarías lo suficiente para que me entretuvieras una semana, como poco. Aun así —añadió alegremente el Caballero de la Muerte—, hay veintiséis huesos en el pie humano. Durarás por lo menos un día o dos. Te toca mover primero.

Rhys volvió a sentarse. Puso el pie sobre el peón kender que había cambiado por Beleño y lo arrastró debajo de su silla.

Luego agarró a Beleño, que estaba muy tieso y muy derecho como el resto de los peones, y lo adelantó una casilla. Entonces dudó. No recordaba si debía avanzar una casilla o dos en el movimiento de apertura. Al parecer Beleño percibió su dilema, ya que dio un ligero tirón y Rhys lo movió otra casilla, tras lo cual se hundió en su silla. Los temblores y los estremecimientos habían sido fingidos, pero el sudor de la frente era real. Volvió a enjugarlo con la manga de la túnica.

Krell adelantó dos casillas a un peón goblin al otro lado del tablero.

—Te toca mover, monje.

Rhys miró el tablero e intentó recordar las clases de khas que Beleño le había impartido la noche anterior. Tenían en mente un plan de juego en el que el objetivo era que Beleño se acercara a los caballeros oscuros lo suficiente para que pudiera descubrir cuál de ellos era Ariakan. Beleño expuso todas las posibles contingencias: qué mover si Krell movía esto; qué otra cosa mover si movía esto otro. Por desgracia, Rhys había resultado ser un mal discípulo.

—¡Tienes que pensar como un guerrero, no como un pastor! —le había dicho el kender en cierto momento, exasperado.

—Pero es que soy un pastor —había contestado el monje, sonriendo.

—Vale, pues deja de pensar como tal. No puedes proteger todas tus piezas, tienes que sacrificar algunas para ganar.

—No tengo que ganar —había argumentado Rhys—. Sólo tengo que aguantar lo suficiente en la partida para que lleves a cabo tu misión.

Con lo que ninguno de los dos había contado era con lo de los huesos rotos.

Rhys puso la mano sobre un peón y echó una ojeada a Beleño. El kender, tieso en su casilla, sacudió levemente la cabeza y Rhys apartó la mano de la pieza.

—¡Ja, monje! —retumbó Krell mientras se echaba hacia adelante en medio del repiqueteo de la armadura—. Has tocado la pieza, tienes que moverla.

Beleño encorvó los hombros. Rhys movió la pieza, y apenas había tenido tiempo de apartar la mano cuando Krell agarró una de sus piezas, la deslizó sobre el tablero y derribó el peón de Rhys. Con gesto triunfal, el caballero apartó el peón a su lado de la mesa.

—Me toca otra vez —dijo.

Se levantó de la silla con los ojillos rojos chispeantes; estaba disfrutando de antemano. Asió la mano de Rhys.

El monje soltó una exclamación ahogada y se estremeció al contacto del Caballero de la Muerte, que abrasó su carne con el odio candente que los muertos condenados sentían hacia los vivos.

A los monjes de Majere se los entrenaba para aguantar el dolor sin quejarse mediante el uso de muchas disciplinas, entre ellas una llamada Fuego Helado. Por medio de la práctica y la meditación constantes, el monje era capaz de dejar de sentir por completo dolores poco importantes, así como reducir los debilitantes a un nivel en el que podía seguir desempeñando su labor. Al «fuego» se lo cubría de hielo; el monje visualizaba la nivea escarcha que cuajaba sobre el dolor, de modo que éste remitía con el frío gélido que entumecía la zona afectada del cuerpo.

Rhys había contado con valerse de esta disciplina para ser capaz de superar el dolor de los huesos rotos, al menos durante un rato. Pero la meditación y la disciplina no podían competir con el tacto del Caballero de la

Muerte. En una ocasión Rhys había tropezado con una linterna y se había derramado el aceite inflamable en las piernas desnudas. La piel se ampolló sobre la carne abrasada, y el dolor había sido tan intenso que casi perdió el conocimiento. El roce de Krell era como aceite ardiendo que corriera por sus venas. No puedo evitarlo y gritó de dolor mientras los espasmos le sacudían el cuerpo.

Aferrando el dedo índice de Rhys con su mano derecha, Krell se lo retorció con un experto giro. El dedo se partió por el nudillo y Rhys soltó un gemido. Lo asaltó un repentino calor que le produjo mareo y náuseas.

Krell lo soltó y regresó a su silla.

Rhys se recostó en la silla mientras luchaba para no desmayarse y realizaba las profundas inhalaciones que usaba para aclararse la mente y entrar en estado de Fuego Helado. No era tarea fácil. El dedo roto estaba descolorido y empezaba a hincharse. La carne que Krell había tocado tenía una palidez cadavérica. Rhys se sentía débil e inestable. Las piezas del khas ondeaban ante sus ojos y la habitación se movía.

«Si flaqueas ahora todo está perdido —se dijo, al borde de la inconsciencia—. Esta actitud es imperdonable. El maestro se sentiría profundamente desilusionado. ¿Es que todos estos años fueron una mentira?»

El monje cerró los ojos y se encontró de nuevo en las colinas, sentado en la hierba mientras las nubes algodonosas se desplazaban por el cielo como un reflejo de las ovejas que pastaban en la ladera. Poco a poco empezó a recuperar el dominio de sí mismo, mientras el espíritu se imponía al cuerpo herido.

Sosteniendo con cuidado el dedo roto, enfocó de nuevo su atención en el tablero de khas. Las lecciones de Beleño volvieron a él, y Rhys levantó la mano —la mano herida— e hizo su movimiento.

—Estoy impresionado, monje —dijo Krell, que lo miraba con reacia admiración—. La mayoría de los humanos se me desmayan y tengo que esperar a que vuelvan en sí.

Rhys apenas oyó lo que decía. El siguiente movimiento haría avanzar a Beleño, pero ello significaba tener que sacrificar otra pieza.

Krell movió pieza e hizo un gesto con la cabeza al monje.

Rhys fingió estudiar la partida, aunque lo que hacía era serenar el espíritu y prepararse para lo que se avecinaba. Puso la mano sobre la pieza de khas y miró de reojo a Beleño.

El kender había palidecido profundamente, de modo que apenas se diferenciaba del resto de los cadáveres consumidos de kenders. Beleño sabía tan bien como Rhys lo que venía a continuación, pero había que hacerlo. Asintió levemente.

Rhys tomó la pieza, la desplazó y la soltó, y sólo tras una breve vacilación apartó la mano de ella. Oyó la risita de placer de Krell, oyó que derribaba una de sus piezas, oyó que se levantaba pesadamente.

La gélida sombra del Caballero de la Muerte se cernió sobre él.


Por un instante Beleño creyó que se iba a desmayar. Había oído perfectamente el chasquido del hueso al romperse y el gemido de dolor de Rhys, lo que le ocasionó una desagradable sensación de calor. Sólo el hecho de imaginarse a sí mismo, una pieza de khas, caer redondo en la casilla negra (movimiento que no aparecía en ningún manual de khas) mantuvo a Beleño de pie. Tembloroso pero firmemente decidido, siguió adelante con su misión.

Beleño era un kender fuera de lo normal en el sentido de que no le gustaba la aventura, cosa que sus padres habían considerado un rasgo deplorable, por lo que habían intentado hacerlo entrar en razón, pero sin éxito. Su padre era de la opinión de que esa falta de verdadero espíritu kender probablemente se debía a que Beleño pasaba todo el tiempo haciendo buenas migas con gente muerta. Algunos de esos muertos contemplaban la vida desde un prisma realmente negativo.

Hasta el momento, esta aventura no había hecho más que confirmar la mala opinión de Beleño.

Desde el principio no le había entusiasmado el plan de Rhys de reducirlo al tamaño de una pieza de khas. Y menos en un mundo lleno de gente alta. Beleño consideraba que ya era suficientemente pequeño. Tampoco le había gustado la idea de depender de Zeboim para que lo encogiera, en primer lugar, y para que lo devolviera a su tamaño, en segundo lugar. Rhys le había asegurado que le haría jurar a Zeboim por lo que quiera que los dioses juraran que lo haría como era debido. Por desgracia, la diosa había lanzado el hechizo al kender antes de que tuvieran oportunidad de concluir esa importante cláusula de las negociaciones. Beleño se encontraba en la celda de la diosa, de pie junto a Rhys, y de lo siguiente que tuvo conciencia fue de que estaba metido en una maloliente bolsa de cuero, sudoroso y acordándose con pesar de que se había saltado el desayuno.

Había querido salir de la bolsa hasta que apareció el Caballero de la Muerte, y entonces sólo deseó introducirse entre las costuras del saco. Suponía que era tan valiente como cualquier kender vivo, pero, según la leyenda, hasta su famoso tío Tas se había asustado de un Caballero de la Muerte.

Después de eso no había tenido tiempo para asustarse. Cuando Rhys tiró el tablero, Beleño sólo dispuso de unos segundos para salir de la bolsa y escabullirse antes de que el Caballero de la Muerte lo viera. Entonces llegó el asunto de tratar de mantenerse rígido e inmóvil mientras Rhys lo recogía —con toda la suavidad posible— y lo ponía sobre el tablero de khas. Con la preocupación y los nervios por todo eso, no había tenido tiempo de sentirse intimidado por el caballero.

Sin embargo, cuando la oleada de actividad hubo pasado, Beleño tuvo una buena perspectiva de Krell ya que no le quedaba más remedio que estar de frente al Caballero de la Muerte, que era tan repulsivo como el kender había imaginado.

Beleño se preguntó si alguien se daría cuenta si cerraba los ojos. Una ojeada disimulada le descubrió que todos los otros kenders del tablero los tenían abiertos de par en par.

«¡Pues claro, son cadáveres! Bastardos afortunados...», masculló para sus adentros.

Krell no parecía ser muy observador, pero cabía la posibilidad de que se diera cuenta, así que no le quedó más remedio que mirar directamente al Caballero de la Muerte. Probablemente Beleño habría sido incapaz de soportar la horrenda visión de no ser porque captó un atisbo del espíritu de Krell. El caballero era grande, feo y aterrador. Su espíritu, en cambio, era pequeño, feo y ansioso. En el apartado de espíritus, Beleño habría podido encargarse de Krell, derribarlo y sentarse en su cabeza. Saber eso hizo que el kender se sintiera muchísimo mejor, y empezaba a pensar que tal vez saliera con vida de esa aventura —algo que realmente no tenía esperanza de conseguir— cuando Krell le rompió el dedo a Rhys, y Beleño había estado a punto de desplomarse.

«Cuanto antes cumplas con tu parte del trabajo, antes podréis salir de aquí Rhys y tú», se exhortó con el propósito de aguantar sin desmayarse.

Tragó saliva, parpadeó para no llorar y procedió a hacer aquello para lo que lo habían mandado allí: descubrir cuál de las piezas de khas contenía el espíritu de lord Ariakan.

Cuando supo que todas las piezas eran cadáveres reducidos, le preocupó que los espíritus lo abrumaran. Por suerte, las almas de los muertos habían partido hacía mucho dejando tras de sí los cuerpos atormentados. Beleño percibió la presencia de un único espíritu, pero estaba tan furioso como veinte juntos.

Normalmente Beleño se habría valido de unas emociones tan intensas como las que sentía irradiar del espíritu a fin de determinar qué pieza era cuál. Por desgracia, la furia que se descargaba sobre el tablero era tan arrolladura que hacía imposible distinguir de cuál provenía. La ira y el deseo de venganza lo impregnaban todo y podrían haber estado saliendo de cualquiera de las piezas.

Zeboim había insistido en que su hijo se hallaba atrapado en uno de los dos caballeros negros, ambos a lomos de un Dragón Azul... porque eso era lo que Krell le había dicho. A Beleño le parecía muy probable que fuera así, aunque no podía descartar la posibilidad de que Krell hubiese mentido. Oteó por encima de las cabezas de los goblins que tenía enfrente y atisbo por detrás del cadáver de un hechicero de la oscuridad para echar un buen vistazo a los dos caballeros y comprobar si notaba algo en ellos que lo ayudara a decidir.

Casi esperaba que uno temblara de indignación o que soltara un furioso resoplido o que pinchara a otra pieza con su lanza...

Nada. Las piezas de los caballeros estaban tan rígidas e inmóviles como... En fin, como cadáveres.

Sólo había una forma de descubrirlo. Se pondría en contacto con el espíritu y le pediría que se mostrara.

Por lo general Beleño hablaba con los espíritus en un tono de voz normal; les gustaba eso, hacía que se sintieran como en casa. Hablar en voz alta quedaba descartado allí. Aunque Krell no parecía muy listo, hasta él sospecharía de una pieza de khas parlanchina. Si no quedaba más remedio, Beleño era capaz de hablar con los espíritus en su propio plano y en una voz semejante a la de ellos, algo que en ocasiones tenía que hacer con los espíritus demasiado tímidos.

Por desgracia, al ser un muerto viviente, Krell existía en los dos planos —mortal y espiritual— y tal vez oyera al kender. Beleño decidió que había que correr ese riesgo. No podía dejar que Rhys aguantara más torturas.

Beleño miró intensamente a Krell y su espíritu. El Caballero de la Muerte parecía estar totalmente inmerso en el juego y en la tortura a Rhys. Y también parecía muy bien adaptado al plano mortal, tanto él como su feo, mezquino y pequeño espíritu.

—Disculpad —dijo el kender en un susurro cortés mientras intentaba no perder de vista a ninguna de las dos piezas de los caballeros ni a Krell—. Busco a lord Ariakan. ¿Podrías darte a conocer, por favor?

Aguardó con expectación, pero nadie respondió a su llamada. Sin embargo la oleada de ira no remitió. Ariakan se encontraba allí, de eso no le cabía duda al kender.

Sencillamente no le hacía caso.

Por el rabillo del ojo Beleño vio la mano herida de Rhys suspendida sobre el tablero. Miró hacia arriba con temor para ver qué pensaba hacer el monje. Habían barajado varias estrategias con la meta de que él avanzara por el tablero hacia las piezas de los caballeros. Se puso en tensión al ver que los dedos bajaban, y después soltó un suspiro de alivio cuando realizaron el movimiento correcto. Beleño volvió a suspirar, y en esta ocasión fue un suspiro más profundo y apenado porque Rhys sacrificaría una pieza con dicho movimiento. Krell le rompería otro hueso. Beleño decidió mostrarse firme.

—Lord Ariakan... —empezó en voz más alta y el tono de quien no admite tonterías.

—Cierra el pico —espetó una voz fría y sepulcral.

—¡Ah, estás ahí! —Beleño dirigió la vista hacia la pieza del caballero negro que se encontraba a su lado del tablero—. Me alegro de encontrarte. Hemos venido a rescatarte, mi amigo y yo. —No podía volverse, pero giró los ojos e hizo un gesto breve y brusco con la cabeza en dirección a Rhys.

La ira se atenuó una pizca. Beleño contaba ahora con toda la atención del espíritu.

—¿Un kender y un monje de Majere han venido a rescatarme de Chemosh? —Ariakan soltó una risa amarga—. ¡Oh, vamos!

—Soy kender, lo admito, pero Rhys ya no es monje de Majere. Bueno, sí lo es, pero no lo es, ya me entiendes. Vale, probablemente no me entiendas, porque ni siquiera yo me entiendo muy bien. Y no fue idea nuestra venir. Nos mandó tu madre.

—¡Mi madre! —resopló Ariakan—. ¡Acabáramos! Ahora tiene sentido.

—Creo que intenta ayudarte —sugirió Beleño.

Ariakan volvió a resoplar.

A su espalda, Beleño oyó el chasquido de otro hueso, el gemido de Rhys y luego, silencio, un silencio tan profundo que el kender temió durante un instante que su amigo hubiera perdido el sentido. Entonces oyó una respiración áspera y vio la mano de Rhys moverse sobre el tablero.

Un hueso quebrado asomaba entre la carne. La sangre goteó en el tablero de khas. El kender tragó saliva con esfuerzo, encogido el corazón por el sufrimiento de su amigo.

—Ahora que sabes que hemos venido a salvarte, milord, nuestro plan es... —empezó Beleño, que procuraba acelerar las cosas todo lo posible.

—Perdéis el tiempo. No pienso irme —replicó ferozmente Ariakan—. No lo haré mientras no le haya arrancado el hígado a ese traidor con mis propias manos y se lo haga comer a trocitos.

—No tiene hígado —manifestó el kender, enfadado—. Ya no. Y quiero decir que es este tipo de actitud negativa lo que te ha mantenido apresado todos estos años. Bien. Éste es el plan. Rhys te comerá —explicó con aire seguro aunque albergaba sus dudas sobre el resultado— y te desplazará hacia su lado del tablero. Yo distraeré a Krell y, mientras, Rhys te meterá en un bolsillo. Escaparemos y te llevaremos sano y salvo con tu divina madre. Lo único que tienes que hacer es...

—No quiero que me rescate nadie —arguyó Ariakan—. Si lo intentáis organizaré un jaleo de mil demonios. Ni siquiera a Krell se le pasará por alto. Me temo que estáis perdiendo el tiempo. Y la vida.

—Sale a su madre, no cabe duda —rezongó Beleño—. Pobre Rhys —añadió mientras se encogía al oír la inhalación vacilante de su amigo—. No aguantará mucho más. ¡Oh, no! ¡Ahí va, a punto de mover la pieza equivocada!

Beleño sacudió violentamente la cabeza y, por suerte, Rhys pilló la advertencia. La mano —ahora utilizaba la izquierda— se desvió de la reina a un roque. Beleño soltó un suspiro profundo y echó una ojeada a Krell.

—Eso debería darle en qué pensar —comentó el kender con satisfacción.

El Caballero de la Muerte parecía impresionado por el movimiento. Se inclinó sobre el tablero y fue a mover una pieza, pero lo pensó mejor. Tamborileando los dedos sobre el brazo tallado del sillón, se echó hacia atrás y estudió atentamente el tablero.

Beleño dirigió un rápido vistazo a Rhys. El monje estaba muy pálido y tenía la cara brillante de sudor. Se sostenía la mano derecha con la izquierda, y su propia sangre le había salpicado la túnica. No hacía ningún ruido, no gemía, pero el dolor debía de ser insoportable. Cada dos por tres le oía hacer una corta e intensa inhalación.

Los kenders eran, por naturaleza, personas despreocupadas, con la filosofía de que lo pasado, pasado está, vive y deja vivir, pon la otra mejilla, nunca juzgues un libro por la cubierta, o a lo hecho pecho. Pero a veces se enfadaban y cualquier habitante de Krynn podría deciros que en el mundo no hay nada tan peligroso como un kender que ha perdido los estribos.

«¿Qué te parece? —se dijo Beleño para sus adentros—. Nosotros arriesgamos la vida para rescatar a este caballero y resulta que el pedazo de burro con armadura no quiere que lo rescaten. Bueno, ¡eso ya lo veremos!»

No hacía falta el habitual «tomar prestado» kender, ni juegos de manos, ni maniobras a hurtadillas, sólo un burdo «agarra y corre». Y no había forma de advertir a Rhys del cambio de planes. Sólo le quedaba esperar que su compañero captara la indirecta, la cual, después de todo, iba a ser más clara que el agua.

Krell alargó la mano para hacer un movimiento. Como había previsto el kender, el Caballero de la Muerte se disponía a coger la pieza del caballero negro, iba a mover a Ariakan.

Beleño agachó la cabeza como había visto hacer a un toro en una feria de ganado, y cargó.

10

Una parte de Rhys era consciente del tablero de khas, de las piezas colocadas en él y de la marcha de la partida. Otra parte no lo era, y ésa se encontraba en la falda de la colina, con los pies descalzos y frescos apoyados en la verde hierba, reluciente de rocío, y el cálido sol cayendo sobre sus hombros. Sin embargo, le estaba resultando más y más difícil permanecer en la ladera.

Agudos destellos de dolor interrumpían su estado de meditación. Cada vez que Krell ponía la mano gélida e incorpórea en él, el espantoso roce mermaba su fuerza y su voluntad.

De acuerdo con el plan, aún quedaban por hacer varios movimientos más. Tendría que perder más piezas.

En el exterior la noche había caído y, a través de la ventana, Rhys veía el parpadeo de relámpagos en el horizonte; Zeboim aguardaba noticias con impaciencia.

Dentro no ardía ningún fuego ni alumbraba ninguna vela. El tablero lo iluminaba el rojo fulgor que irradiaban los ojos de Krell. Rhys intentó enfocar la mente en él, pero le resultó imposible encontrarle sentido a un juego que no lo había tenido en ningún momento. Mientras trataba de recordar qué pieza se suponía que debía mover, se sobresaltó al ver que las casillas negras se elevaban y flotaban a sus buenos cuatro dedos por encima del tablero. El monje parpadeó y aspiró profundamente; las casillas negras volvieron a su posición normal.

Krell tamborileaba los dedos en el brazo del sillón. Se inclinó hacia adelante y alargó la mano hacia una de las piezas de los caballeros negros.

Cuando Beleño echó a correr, Rhys pensó que los ojos volvían a jugarle una mala pasada y miró fijamente la pieza de khas deseando que volviera a ser normal.

Krell soltó un gruñido de sorpresa y Rhys comprendió que no estaba imaginándose cosas raras. Beleño se había hecho cargo de la partida y el peón hacía su propio movimiento.

Sorteando piezas de khas, el kender salió disparado por el tablero y se lanzó directamente hacia la pieza del caballero negro. Rodeó con los brazos las patas del Dragón Azul y siguió adelante.

Peón y caballero rodaron fuera del tablero.

—Eh, un momento. Eso va en contra de las reglas —argumentó Krell con severidad.

Rhys no veía las piezas de khas, pero sí las oyó caer al suelo, una con un tintineo y la otra con un chillido.

Krell soltó un sordo retumbo de ira. Los ojos rojos se volvieron hacia el monje.

Asiendo el cayado con las dos manos, Rhys se levantó de la silla y arremetió con todas sus fuerzas en el centro del yelmo del Caballero de la Muerte. Acertó a dar a Krell entre los dos ojos llameantes.

Rhys esperaba que el golpe en el pesado yelmo de acero distraería al caballero y lo retrasaría lo suficiente para que él pudiera encontrar a Beleño y a lord Ariakan. En ningún momento pensó que le haría daño a Krell.

Pero el cayado era un objeto sagrado, bendecido por Majere, el último regalo del dios a su oveja descarriada.

Actuando por voluntad propia, el cayado se escapó de las manos de Rhys y, mientras éste lo contemplaba, estupefacto, cambió ele forma para adoptar la de una mantis, el insecto sagrado de Majere.

La mantis medía tres metros de altura, con los ojos bulbosos, el caparazón verde y seis enormes patas del mismo color. La inmensa mantis religiosa aferró la cabeza del Caballero de la Muerte con las espinosas patas delanteras, cerró las mandíbulas sobre el aullante espíritu de Krell y empezó a devorarlo en cuanto las mandíbulas atravesaron la armadura para llegar hasta el alma condenada que se guarecía debajo.

Atrapado en la presa del gigantesco insecto, Krell, cuyo cobarde corazón se encogía de miedo, chilló con espanto.

Rhys musitó una rápida oración de gracias al dios y se arrodilló para recoger la pieza de khas y al kender. No le costó encontrarlos, ya que Beleño daba brincos, agitaba los brazos y gritaba a voz en cuello. Rhys lo levantó.

—¡No quiere que nadie lo rescate! —chilló el kender.

El monje guardó a Beleño en la bolsa de cuero y después recogió la pieza de khas del caballero negro. El peltre abrasaba, como si acabaran de fundirlo en la forja.

Rhys echó una ojeada a Krell, que forcejeaba con el dios, y supuso que el alma sedienta de venganza de Ariakan seguiría atada a este mundo durante mucho tiempo todavía.

El alma de su hijo era asunto de Zeboim, de modo que Rhys guardó la pieza de khas en la bolsa y se encogió al oír el chillido del kender cuando el caliente metal entró en contacto con él. Rhys no disponía de tiempo para ayudarlo. Krell empezaba a recuperarse de la primera impresión que lo había paralizado de miedo ante el ataque de la mantis y ahora respondía a las acometidas dando puñetazos al cuerpo verde del insecto y pateando brutalmente en un intento de quitárselo de encima. Rhys debía llevar a buen término el intento de huida mientras Krell y la mantis combatían. El monje confiaba en que la mantis destruyera a Krell, pero no se quedaría para ver el resultado final.

Se dio media vuelta para echar a correr, pero sólo había dado unos pasos cuando comprendió que no llegaría lejos, que estaba demasiado debilitado.

Jadeante, mareado y con ganas de vomitar, salió a la noche dando traspiés en el pavimento irregular y tambaleándose hasta que tropezó con una baldosa rota. La debilidad le impidió recobrar el equilibrio y cayó de bruces al suelo. Intentó seguir adelante, pero lo único que consiguió fue jadear. Estaba mareado, exhausto, acabado. Le faltaban fuerzas para seguir corriendo y a su espalda se oían sonoras pisadas y los bramidos furiosos de Krell.

Rhys alzó la vista al cielo.

—¡Zeboim! —gritó con voz entrecortada, rota—. Tu hijo está a salvo, en mi poder. Ahora todo depende de ti.

El mar se agitó. Nubes grises se acumularon en el horizonte a la espera de la orden de ataque. Rhys esperó también, seguro de que, en cualquier momento, la diosa los sacaría de la isla.

Un rayo zigzagueó desde el cielo y se descargó en lo alto de la torre; el impacto arrancó un gran trozo de roca. El trueno retumbó, a lo lejos. Rhys seguía estando en el patio, con el kender y la pieza de khas en la bolsa.

Las pesadas botas del Caballero de la Muerte sonaron más cerca.


El horripilante ataque de la mantis había empavorecido a Krell. Ningún mortal podía infligir daño a un Caballero de la Muerte, pero un dios sí, y Krell experimentó dolor y terror cuando las mandíbulas del insecto empezaron a masticarle el alma, cuando los espantosos ojos bulbosos reflejaron la nada de su existencia maldita.

Krell siempre había odiado a los bichos.

Impulsado por el pánico, se las ingenió para descargar unos cuantos puñetazos contra la mantis que bastaron para librarse de su presa. Desenvainó la espada y la hundió en el cuerpo del insecto. Manó sangre verdosa. Las mandíbulas de la mantis chasquearon de un modo horrible y las espinosas garras salieron disparadas hacia él.

Krell arremetió frenéticamente y golpeó a la mantis una y otra vez, con embates ciegos, a tontas y a locas, sin saber dónde daba, empujado por el único deseo de matar al espantoso bicho, matarlo, matarlo. Tardó varios segundos en darse cuenta de que estaba hendiendo el aire con la espada.

Se paró y miró a su alrededor, atemorizado.

La mantis había desaparecido. El cayado del monje seguía allí, tirado en el suelo. Krell levantó el pie, dispuesto a pisotear el bastón y hacerlo astillas. Mantuvo el pie en vilo. ¿Y si lo tocaba y el bicho volvía? Despacio, Krell bajó el pie al suelo y se apartó. Lo sorteó dando un rodeo, tan lejos de él como le era posible.

Después echó una ojeada debajo de la mesa. La pieza del caballero no estaba allí, y tampoco el kender.

Miró el tablero. El otro caballero seguía en su casilla. Lo agarró bruscamente y lo estudió, esperanzado, pero después lo arrojó lejos a la par que soltaba un áspero juramento.

Obstaculizado por la gigantesca mantis, Krell no había visto a Rhys escapar con la pieza de khas, pero no le costó mucho deducir lo que había pasado. Salió en persecución del monje, espoleado por la atroz idea de lo que Chemosh le haría si perdía a Ariakan.

Salió disparado al patio. Divisó a Rhys a cierta distancia, huyendo como alma que lleva el diablo. También divisó los nubarrones grises y amenazadores que se acumulaban en el cielo. Un rayó cayó en una de las torres. Krell tenía la impresión de que el siguiente se descargaría sobre él.

—¡No me pongas la mano encima, Zeboim! —bramó con desesperado disimulo—. Ese monje tuyo cogió la pieza equivocada. Tu hijo sigue en mi poder. ¡Si haces algo para ayudar a escapar a ese ladrón, Chemosh hará que fundan a tu precioso chico de peltre y que batan su alma hasta que caiga en el olvido!

Los relámpagos saltaron de nube en nube; el trueno emitió un gruñido ominoso. El viento se levantó y el cielo se tornó más y más oscuro. Cayeron unas cuantas gotas de lluvia, así como granizo.

Y eso fue todo.

Krell rió entre dientes y, frotándose las manos, fue en pos del monje.


Rhys oyó el grito de Krell y se le cayó el alma a los pies.

—¡Zeboim! —llamó en tono urgente—. Miente. ¡Tengo a tu hijo! ¡Sácanos de aquí!

Los relámpagos titilaron. El retumbo del trueno se apagó. Los nubarrones agrupados en lo alto bullían con incertidumbre. El Caballero de la Muerte corría por el patio de armas; prietos los puños, llameantes los ojos rojos, avanzaba furioso.

—Majestad —rogó el monje—, hemos arriesgado la vida por ti. Ha llegado el momento de que arriesgues algo por nosotros.

Unas gotas de lluvia cayeron con desgana a su alrededor. El viento suspiró y se calmó. Las nubes empezaron a retirarse.

—De acuerdo, majestad —dijo Rhys, que se arrancó de un tirón la bolsa del cinturón—. Perdóname por lo que estoy a punto de hacer, pero no me queda otro remedio.

Con la bolsa asida en una mano, el monje miró en derredor para orientarse y calcular distancias. Aquél sería su último movimiento, emplearía en él las pocas fuerzas que le quedaban. Salió corriendo a toda velocidad.

Los cielos se abrieron y la lluvia se precipitó sobre él a cubos, pero Rhys hizo caso omiso de la advertencia de la diosa. Podía bramar y soplar y amenazar todo lo que quisiera, pero no osaría hacer nada drástico contra él porque tal vez era verdad que tenía a su hijo en su posesión.

Zeboim intentó derribarlo con el aire. Lo tiró, pero Rhys se puso de pie otra vez y continuó corriendo. Lanzó granizo contra su rostro, y el monje levantó los brazos para protegerse los ojos y continuó la carrera.

Krell venía tras él. Las pisadas del Caballero de la Muerte hacían que el suelo temblara.

Rhys resbaló y dio un traspié; las fuerzas le flaqueaban, pero tampoco le quedaba mucho espacio por cubrir. La plaza de armas acababa bruscamente en un cúmulo de rocas y, más allá, el mar.

Krell vio el peligro y apretó el paso.

—Deténlo, Zeboim —gritó, furioso—. ¡Si no lo haces, te arrepentirás!

Rhys guardó la bolsa, con el kender y la pieza de khas, en la pechera de la túnica y trepó a las quebradas rocas, que estaban húmedas y resbaladizas por la lluvia. Se escurrió y tuvo que usar las dos manos para no caer. Sollozó de dolor al apoyar los dedos rotos.

Oía el siseante jadeo de Krell a su espalda y percibía su ira. Continuó adelante.

Se había quedado sin fuerzas para cuando llegó al borde de la isla, aunque, de todos modos, ya no la necesitaba. Sólo tenía que dar otro paso y para eso no se precisaba mucha energía.

Rhys miró abajo. Se encontraba en lo alto de un acantilado vertical. Al fondo —muy lejos, allá abajo— el oleaje rompía contra la pared rocosa. La rabia y el miedo de la diosa alumbraba la noche como si fuese de día. Rhys se fijó en pequeños detalles, como la espuma arremolinada, el movimiento ondulante de verdes algas al ser arrastradas por el agua sobre una roca brillante y que flotaban en la superficie como el cabello de un ahogado.

El monje contempló más allá del océano el horizonte envuelto en la bruma y la lluvia torrencial.

Krell había llegado a las rocas y avanzaba torpemente entre ellas a la par que bramaba maldiciones y blandía la espada.

Moviéndose despacio, como si quisiera evitar resbalarse, Rhys trepó a un promontorio que se extendía sobre el vacío. Estaba sereno, listo, el alma sosegada.

—Agárrate, Beleño —dijo—. Esto se va a poner un poco feo. —¡Rhys! —chilló el kender, aterrado—. ¿Qué haces? ¡No veo nada! —Mejor.

El monje alzó el rostro hacia el cielo. —Zeboim, estamos en tus manos.

Era como si estuviera en lo alto de la verde colina, con las ovejas flotando por encima en una masa blanca, y Atta lista a su lado, mirándolo a la cara, moviendo la cola, esperando anhelante la orden.

Atta, vamos —dijo, y saltó.

11

Extendiéndose como tinta a través del agua, la noche se filtró desde las profundidades del Mar Sangriento. Mina miró hacia arriba para contemplar el último vestigio de la parpadeante luz del sol titilar en la superficie. Después la luz desapareció, y la joven se encontró envuelta por la más absoluta oscuridad.

Durante las horas que habían pasado esperando y vigilando la torre en el Mar Sangriento, Chemosh y ella no habían visto a nadie entrar en ella ni salir. Las criaturas marinas pasaban nadando junto a los muros cristalinos con la misma despreocupación con la que nadaban junto a los arrecifes de coral o al casco deteriorado de un barco naufragado, tendido sobre el fondo marino. Los peces rozaban las paredes, recorrían arriba y abajo la suave superficie, ya fuera para encontrar comida o fascinados con su propio reflejo. Ninguno parecía temeroso de la torre, aunque Mina reparó en que las criaturas del mar evitaban el extraño aro de oro amarillo rojizo y plata que había en lo alto. Ninguno se aproximaba al agujero que había en el centro.

Con la llegada de la noche bajo las aguas, Chemosh observó para comprobar si aparecían luces dentro de la torre.

—Había ventanas en la Torre de Istar, aunque no se las veía de día —recordó—. Lo único que se veían eran los suaves y verticales muros de cristal. Sin embargo, al caer la noche los hechiceros encendían las lámparas en sus cámaras, y la torre resplandecía con puntitos de luz. Los ciudadanos de Istar solían decir que los hechiceros habían atrapado las estrellas y las habían bajado a la ciudad para darle esplendor y majestuosidad.

—Tiene que estar desierta, milord —dijo Mina mientras tanteaba en la oscuridad para encontrar su mano, contenta de sentir su tacto, de oír su voz. La oscuridad era tan absoluta que la joven empezaba a dudar de su propia realidad. Necesitaba saber que el dios estaba con ella—. No parece haber nada siniestro en la torre. Los peces se mueven cerca.

—Los peces no destacan por su inteligencia, por mucho que Habbakuk se empeñe en decir lo contrario. Con todo, como bien dices, no hemos visto acercarse a nadie. Vayamos a investigar. —Le soltó la mano y desapareció.

—Mi señor —llamó Mina, que extendió las manos hacia él—, mis ojos mortales están ciegos en estas tinieblas. No te veo. ¡Ni siquiera me veo yo! Lo que es más, no veo por dónde voy. ¿Hay algún modo de que me alumbres el camino?

—Los que ven también pueden ser vistos —dijo Chemosh—. Prefiero permanecer encubierto en la oscuridad.

—En tal caso tienes que guiarme, señor, igual que el perro guía al pordiosero ciego.

Chemosh le agarró la mano y tiró de ella a través del agua tan rápidamente que no se diferenciaba del aire. El agua pasaba veloz junto a Mina, resbalando sobre su cuerpo. En cierto momento unos tentáculos le rozaron un brazo y la joven se apartó bruscamente. La criatura de los tentáculos no la persiguió. A lo mejor sabía mal. Si Chemosh había reparado en esa criatura no le hizo el menor caso. Siguió adelante, ansioso e impaciente.

A medida que se aproximaban a la torre, Mina se dio cuenta de que los muros emitían una tenue fosforescencia de color azul verdoso. La espeluznante luz cubría las paredes de cristal y daba a la torre un aspecto fantasmagórico.

—Espérame aquí —dijo Chemosh al tiempo que le soltaba la mano.

Mina flotó en la oscuridad y observó cómo el dios se acercaba a la torre. Le vio pasar las manos sobre la tersa superficie de las paredes e intentar atisbar el interior a través del cristal.

El cristal le devolvió reflejada su propia imagen.

Chemosh dobló el cuello hacia atrás, miró hacia arriba, hacia abajo, a los lados. Sacudió la cabeza, profundamente perplejo.

—No hay ventanas —le dijo a Mina—. Ni puertas. No hay acceso al interior que yo vea, pero tiene que haber uno. La entrada está oculta, eso es todo.

Se desplazó a lo largo de las paredes buscando con las manos al igual que con los ojos. La joven divisaba su silueta, negra en contraste con el verde brillo fosforescente, y no lo perdió de vista mientras fue posible, hasta que desapareció alrededor de una esquina del edificio.

Mina se quedó totalmente sola, como si se hallara al borde del caos.

Estaba muerta de sed y de hambre. Lo del hambre podía aguantarlo; había realizado muchas marchas largas con su ejército sin probar bocado. La sed era otro cantar. Se preguntó cómo podía estar sedienta teniendo como tenía la boca llena de agua, sólo que esa agua sabía a sal, y la sal le daba más y más sed. Ignoraba cuánto tiempo podía sobrevivir sin beber antes de que la necesidad de ingerir agua se volviera crítica y tuviera que admitir ante Chemosh que no podía continuar así. Tendría que recordarle, una vez más, que era una mortal.

El dios regresó de repente, saliendo de la oscuridad.

—Es cierto que hacía muchos siglos que no había visto esta torre, pero había algo que no me acababa de cuadrar. He deducido lo que pasa. Como mínimo hay un tercio enterrado bajo el fondo oceánico. Se supone que eso incluye la entrada. En los viejos tiempos sólo había una puerta de acceso a la torre, y ahora está enterrada en arena. Puedo encontrar otro camino... —Chemosh se calló bruscamente y se quedó mirando de hito en hito.

»¿Tú ves eso?

—Lo veo, mi señor —contestó Mina—, pero no sé si creerlo.

En el interior de la torre se encendían luces. Primero, una. Después, otra. Pequeños glóbulos de luz blanca azulada aparecieron en distintos niveles de la torre, algunos arriba, por encima de sus cabezas, casi en lo alto de todo; otros, más abajo. Algunas luces parecían brillar muy en el interior de la torre, y otras daban la impresión de estar más cerca de las paredes de cristal.

—Es como lo recordaba —comentó Chemosh—. Estrellas a las que se retiene cautivas.

Las luces brillaban con el mismo fulgor de las estrellas, frío y aguzado. No iluminaban nada, no daban calor ni resplandor. Mina observó atentamente una de ellas.

—Mira ahí, mi señor —señaló.

—¿Qué es? —demandó Chemosh.

—Una de las luces se ocultó y después volvió a aparecer, como si alguien o algo hubiera pasado por delante. —¿Dónde? ¿Qué luz?

—Ahí arriba, unos dos niveles. Mi señor, puedes entrar en la torre —añadió Mina—. Eres un dios. Esos muros, tanto si son sólidos como si son una ilusión, no pueden detenerte.

—Sí, pero tú no puedes.

—Tienes que entrar, mi señor —insistió Mina—. Yo esperaré aquí fuera. Cuando encuentres la entrada, ven a buscarme.

—No me gusta dejarte sola —dijo él, aunque se sentía tentado de hacerlo. —Te llamaré si te necesito.

—Y vendré, aunque me encuentre en los confines del universo. Espérame aquí. No tardaré.

Nadó hacia el muro de cristal, nadó a través de él. La oscuridad, cálida y sofocante, se abatió sobre ella, opresiva.

Mina vigiló las luces semejantes a estrellas, se centró en ellas en lugar de hacerlo en la sed, que empezaba a ser extrema. Contó ocho luces esparcidas por la torre y sin haber más de una en un mismo nivel, si es que había niveles. Ninguna parpadeó ni se apagó, sino que lucían fijas, invariables.

Echaba de menos a Chemosh, echaba de menos su voz. El silencio era denso y pesado, como la oscuridad. De repente, muy cerca de ella, se encendió una novena luz.

Era distinta de las otras. Su color era amarillo y parecía más cálida, más brillante.

—Puedo quedarme aquí, sin pensar en otra cosa que el insoportable silencio y el sabor del agua fresca en la lengua, o puedo ir a descubrir la fuente de esa luz.

Mina se impulsó por el agua, medio nadando, medio reptando, y avanzó despacio, con sigilo, hacia la extraña luz.

A medida que se acercaba vio que no era un único punto de luz como había imaginado, sino múltiples luces, como un puñado de velas. Se dio cuenta de que las luces parecían diferentes —más cálidas y brillantes— porque estaban fuera de la torre. Las veía reflejadas en la superficie de cristal. Se acercó, picada la curiosidad.

La hilada de luces estaba suspendida en el agua como perlas ensartadas, como pequeñas linternas colgadas de una cuerda, en una hilera irregular, dentada, que se mecía, se desplazaba y se balanceaba con las corrientes submarinas.

«Qué extraño —se dijo para sus adentros la joven—. Parece una especie de red...»

El peligro surgió repentinamente ante ella en ese instante. Intentó huir, pero moverse bajo el agua era una tarea desesperadamente lenta. Las luces empezaron a girar con rapidez, aturdiéndola, y la cegaron y la confundieron. Una red de pesada cuerda surgió veloz en el centro de las luces giratorias y, sin darle tiempo a escapar, cayó sobre ella.

La joven luchó desesperadamente para soltarse de la trampa de pliegues de la pesada cuerda que le había caído sobre la cabeza y los hombros, enredándose en sus brazos, manos y piernas. Intentó levantar esos pliegues, apartarlos, quitárselos de encima, pero las luces eran tan brillantes que no veía lo que hacía.

La red se cerró a su alrededor, más y más ceñida hasta que los brazos se le quedaron pegados contra el pecho, y los pies y las piernas encogidos, de forma que no podía moverse.

Vio y sintió que la red era arrastrada por el agua, con ella dentro, y que se dirigía rápidamente hacia el muro de cristal. No se frenó al llegar al muro y Mina creyó que iba a estrellarse contra él. Cerró los ojos y se preparó para el violento impacto.

Una sensación de frío paralizante, como si hubiese caído en agua helada, fue todo lo que ocurrió. Jadeante por la impresión, abrió los ojos y se encontró con que había pasado a través de una portilla que se había abierto creando un remolino y que a continuación giraba de nuevo en espiral para cerrarse.

La red dejó de moverse y Mina se quedó suspendida en el agua, todavía atrapada en la red, así que le costó un ímprobo esfuerzo girar la cabeza un poco, y sólo vio parte del entorno. Por lo que alcanzó a vislumbrar, se hallaba en una especie de cámara pequeña y bien iluminada, llena de agua de mar.

Dos caras la observaban a través de la pared de cristal.

«Pescadores —comprendió de repente al recordar que los pescadores de Schallsea utilizaban luces de noche para atraer a los peces hacia las redes—. Y yo soy su captura.»

No llegó a ver bien a los que la habían atrapado porque la red empezó a girar y salieron de su campo visual. Al parecer, los dos estaban tan impresionados de verla como a la inversa. Se pusieron a hablar entre ellos; Mina los veía mover la boca aunque no oía lo que decían.

Fue entonces cuando se percató de que la superficie del agua por encima de su cabeza se rizaba, como si estuviese entrando aire en la cámara. Alzó los ojos y vio que el nivel comenzaba a bajar. Los pescadores estaban sacando el agua de la cámara y la sustituían por aire.

El agua es como aire para ti... el aire será como agua.

Mina recordó la advertencia de Chemosh sobre el encantamiento que le había lanzado, una advertencia que no había tomado muy en serio en aquel momento porque no imaginaba que iban a separarse el uno del otro.

El nivel del agua bajaba rápidamente.

Mina empujó la red con las manos y pateó con los pies en un frenético intento de liberarse. Sus esfuerzos fueron fútiles y sólo consiguieron que la red girara de manera descontrolada.

Trató de llamar la atención hacia su apremiante situación y a señalar hacia arriba.

Las caras tras el cristal observaron sus forcejeos con ávido interés, pero o no entendían o no les importaba lo que le pasaba.

Mina no había olvidado la advertencia de Chemosh de que lo llamara si tenía problemas. Cuando quedó atrapada en la red estaba demasiado sobresaltada para hacerlo, y después demasiado ocupada en tratar de liberarse por sí misma. Y después, la había podido el orgullo. Él no dejaba de recordarle que era débil, igual que lo eran todos los mortales. Quería demostrarle su valía, igual que la había demostrado en el Alcázar de las Tormentas, pero el sentido común le dictaba que buscara su ayuda en esta ocasión.

No obstante, Mina no quería gritar su nombre con pánico. Aunque muriera en ese mismo instante, el orgullo no le permitía suplicarle.

«Chemosh —llamó quedamente, para sus adentros, al recuerdo de los oscuros ojos y el ardiente contacto—. Chemosh, estoy en apuros. Los habitantes de esta torre me han capturado en una especie de red.»

Silencio. Si el dios la había oído, no respondió.

El nivel del agua descendió hasta sus hombros. No se atrevía a inhalar. Mantuvo el agua en los pulmones tanto tiempo como pudo, hasta que éstos empezaron a arderle y a dolerle. Cuando el dolor se hizo insoportable, abrió la boca. El agua le resbaló por la barbilla. Intentó respirar, pero era como un pez fuera del agua. Jadeó, boqueando, para llevar aire a sus pulmones.

—Chemosh —dijo, cuando la vida se le escapaba ya—. Voy a ti. No tengo miedo. Abrazo la muerte, porque ya no seré una mortal...


La red y su cautiva cayeron al suelo. Ansiosamente, los dos hechiceros giraron la manilla de la puerta de la esclusa de aire y entraron con premura a pesar de que el repulgo de las faldas de las túnicas chapoteaba en el agua que les llegaba a los tobillos. Los dos se inclinaron para ver mejor a su captura.

La mujer yacía de espaldas, enredada en la red, con los ojos abiertos de par en par, boqueando, los labios azulados. Las manos y los pies se sacudían con espasmos.

—Tienes razón —le dijo un hechicero al otro en un tono de interés académico—. Se está ahogando con el aire.

12

Deslizándose a través de las paredes cristalinas de la torre, Chemosh se encontró en una estancia pensada para utilizar como biblioteca en algún momento en el futuro. Estaba desordenada, pero las estanterías que revestían las paredes tenían sin duda el propósito de albergar libros. Había estuches de pergaminos vacíos en el centro de la habitación, así como varios escritorios, un surtido de banquetas de madera y numerosas sillas de respaldo alto de cuero, todas revueltas. Se veían unos cuantos libros en los anaqueles, pero la mayoría seguían metidos en cajas y embalajes de madera.

—Parece que he llegado en día de traslado —comentó Chemosh.

Se acercó a una de las estanterías y tomó uno de los volúmenes polvorientos que se había caído de lado. Estaba encuadernado con cuero negro y no tenía nada escrito en la cubierta. Una serie de ideogramas labrados en el lomo daba título al libro, o eso supuso Chemosh. No los entendía ni sentía interés por entenderlos. Había reconocido lo que eran: palabras del lenguaje de la magia.

—Vaya... —murmuró—. Como había sospechado.

Tiró el libro al suelo y buscó a su alrededor algo con lo que limpiarse las manos.

Chemosh siguió fisgoneando, mirando dentro de los cajones y levantando las tapas de cajas. Sin embargo, no halló nada que le interesara y dejó la biblioteca por una puerta que había en el otro extremo de la estancia. Salió a un corredor estrecho que se curvaba hacia la izquierda y hacia la derecha. Miró primero a un lado y luego al otro; no vio nada que despertara su curiosidad. Echó a andar hacia la derecha; lanzaba ojeadas por las puertas abiertas por las que pasaba. Las estancias estaban vacías, destinadas a alojamientos o a clases. De nuevo, nada de interés, a no ser que se consideraran interesantes los preparativos en marcha para recibir a una multitud.

Chemosh nunca había recorrido las salas de una de las Torres de la Alta Hechicería. Ámbito de los dioses de la magia, las torres eran morada de hechiceros y sus laboratorios, sus libros de conjuros y sus artefactos, todo lo cual se guardaba celosamente, el acceso prohibido a todos los advenedizos. Incluidos los dioses.

Sobre todo los dioses.

Antes de la ascensión de Istar, Chemosh no había mostrado inclinación a entrar en una de las torres. Que los hechiceros guardaran sus pequeños secretos. Mientras no interfiriesen en los asuntos de sus clérigos, sus clérigos no interferirían en los de ellos. Entonces apareció el Príncipe de los Sacerdotes y de repente el mundo —y el cielo— cambió.

Cuando el Príncipe de los Sacerdotes puso de patitas en la calle a los hechiceros de Istar y llenó la torre de artefactos sagrados, robados en las ruinas de templos demolidos, los dioses se indignaron. Algunos de los más belicosos, incluido Chemosh, propusieron tomar al asalto la Torre de Istar y recobrar los objetos por la fuerza. La propuesta se debatió en los cielos y finalmente se descartó al considerar que eso sería quitar el libre albedrío a las criaturas que habían creado. La humanidad debía ocuparse de la humanidad. Los dioses no intervendrían a menos que fuese evidente que corrían peligro los pilares del propio universo. Chemosh quería recuperar sus artefactos, pero más aún deseaba la destrucción del Príncipe de los Sacerdotes y de Istar, de modo que estuvo de acuerdo con los demás. Accedió a esperar y ver qué pasaba.

La humanidad metió el cuezo. Apoyó al Príncipe de los Sacerdotes, lo respaldó. El universo dio un peligroso tumbo. Los dioses tuvieron que actuar.

Descargaron la destrucción sobre el mundo. Todos los clérigos desaparecieron. Comenzó la Era de la Desesperación. Los dioses se mantuvieron aparte, distantes, y esperaron a que la gente regresara a ellos. Chemosh podría haber recobrado sus artefactos entonces, pero estaba metido hasta el cuello en una oscura y secreta conspiración destinada a hacer que la reina Takhisis volviera al mundo. No se atrevió a hacer nada que pudiera llamar la atención hacia el complot. Cuando empezó la Guerra de la Lanza y los otros dioses se concentraron en ella, Chemosh entró en el Mar Sangriento a buscar la torre. Había desaparecido, enterrada a gran profundidad bajo las cambiantes arenas del lecho oceánico.

Ahora se había reconstruido la torre y no le cabía duda de que sus artefactos y los de los otros dioses debían de estar dentro, en algún sitio. No se habían destruido. Podía percibir su propio poder que emanaba de los que había bendecido y, en algunos casos, forjado. Su esencia era demasiado tenue para ayudarlo a localizar las reliquias sagradas, pero se percibía... un tufillo de muerte entre las rosas.

Con gesto irritado se frotó una mancha de polvo de la manga de la chaqueta mientras pensaba qué hacer y si merecería la pena iniciar una búsqueda.

Una voz queda, suave por la amenaza y la malicia, rompió el silencio: —¿Qué haces en mi torre, Señor de la Muerte?

Una cabeza abombada, cadavérica, incorpórea, flotaba en la oscuridad. Los ojos sin párpados eran más negros que la oscuridad; los labios carnosos sobresalían y se retraían.

—Nuitari —dijo Chemosh—. Supuse que te encontraría rondando por aquí, en algún sitio. No te he visto mucho últimamente. Ahora sé por qué. Has estado muy ocupado.

Nuitari se deslizó silenciosamente hacia adelante. Las pálidas manos salieron de los pliegues de las mangas de su negra túnica de terciopelo. Los largos y delicados dedos estaban en continuo movimiento, ondeando, encogiéndose como los tentáculos de una medusa.

—Te he hecho una pregunta. ¿Qué haces aquí, Señor de la Muerte? —repitió Nuitari.

—Salí a dar un paseo...

—¿Por el fondo del Mar Sangriento?

—... y pasé por casualidad por aquí. No pude evitar fijarme en las mejoras que has hecho en las inmediaciones. —Chemosh dirigió una lánguida mirada en derredor—. Tienes un bonito sitio. ¿Te importa si echo un vistazo?

—Sí, me importa —contestó Nuitari. Los ojos sin párpados lo miraban fijamente—. Creo que será mejor que te vayas.

—Me iré —respondió placenteramente Chemosh—, tan pronto como me devuelvas mis artefactos.

—No sé de qué hablas.

—Entonces deja que te refresque la memoria. Estoy aquí para recuperar los artefactos que me fueron robados por el Príncipe de los Sacerdotes y que se escondieron en esta torre.

—Ah, esos artefactos. Me temo que vas a volver a casa con las manos vacías. Lamentablemente todos fueron destruidos, consumidos por el fuego que redujo a cenizas la torre.

—¿Por qué será que no te creo? —dijo Chemosh—. Tal vez porque eres un consumado mentiroso.

—Esos artefactos se destruyeron —repitió Nuitari, que metió las agitadas manos en las mangas de la túnica.

—Me pregunto si tus primos, Solinari y Lunitari, están enterados de la existencia de este pequeño proyecto de construcción tuyo —comentó Chemosh, que miraba atentamente a Nuitari—. Quedan dos Torres de la Alta Hechicería en el mundo, la de Wayreth y la de Palanthas, que está oculta en Foscaterra. Los tres compartís la custodia de esas torres, pero me da el corazón que tú no compartes la custodia de ésta. Aprovechando la confusión cuando regresamos al mundo, decidiste emprender camino por ti mismo. Tus primos acabarán descubriéndolo, pero sólo después de que hayas trasladado aquí a tus Túnicas Negras y todos sus libros de hechizos y demás parafernalia, de modo que resultará muy difícil a cualquiera sacarte de este lugar. No creo que a tus primos les haga gracia.

Nuitari permaneció callado, los ojos sin párpados impasibles, oscuros.

—¿Y qué hay de los demás dioses? —continuó Chemosh, ampliando el tema—. Kiri—Jolith, Gilean, Mishakal... Y tu padre, Sargonnas. Vaya, a él sí que le interesará conocer la existencia de tu nueva torre, sobre todo al estar situada debajo de las rutas marinas por las que sus barcos se dirigen a Ansalon. Vaya, apuesto que el dios astado dormirá mejor por la noche con la seguridad que da saber que un puñado de Túnicas Negras que siempre lo han despreciado trabajan en sus negras artes bajo las quillas de sus barcos. Por no mencionar a Zeboim, tu querida hermana. ¿Quieres que siga?

Los gruesos labios de Nuitari se curvaron en un gesto despectivo. A pesar de que eran gemelos, hermano y hermana se despreciaban al igual que despreciaban a los padres que les habían dado la vida.

—Ninguno de los otros dioses lo sabe, ¿verdad? —concluyó Chemosh—. Has guardado esto en secreto, sin contárnoslo a ninguno.

—No veo que nada de esto sea de tu incumbencia —replicó Nuitari, estrechando los ojos sin párpados.

—Personalmente, no me importa lo que hagas, Nuitari. —Chemosh se encogió de hombros—. Por mí puedes construir torres a mansalva. Constrúyelas en todos los océanos, de aquí a Taladas. Constrúyelas en la luna oscura, si eso te place. ¡Uy, un chiste malo! —Sonrió—. No diré una palabra a nadie si me devuelves mis artefactos.

«Después de todo —añadió con un gesto reprobatorio—, son reliquias santas, objetos sagrados que bendije al tocarlos. No os sirven de nada ni a ti ni a tus hechiceros. De hecho, podrían resultar mortíferos si cualquiera de tus Túnicas Negras fuera tan necio de intentar manipularlos. Lo mejor sería que me los entregaras.

—Ah, pero es que sí me son útiles —dijo fríamente Nuitari—. Sólo su valor intrínseco tiene ya un precio, como acabas de demostrar al hacerme una oferta por ellos. —Nuitari levantó un dedo pálido para dar énfasis a su postura.

«Siempre y cuando esos artefactos existieran, cosa que, hasta donde yo sé, no es así.

—¿Hasta dónde sabes? —Ahora le tocó a Chemosh hacer una mueca burlona y a Nuitari le llegó el turno de encogerse de hombros.

—He estado muy ocupado. No he tenido tiempo de buscar por ahí. Y ahora, mi señor, aunque he disfrutado mucho con esta conversación, tienes que marcharte.

—Oh, es lo que me propongo hacer. Mi primera parada será en el cielo, donde los otros dioses se quedarán fascinados al enterarse de qué chico tan atareado y diligente has sido. Antes, no obstante, ya que estoy aquí, echaré un vistazo.

—Quizá en otro momento —replicó Nuitari—, cuando disponga de tiempo para atenderte.

—No hace falta que te molestes, dios de la luna negra. —Chemosh hizo un gesto gentil—. Pasearé solo. ¿Quién sabe? A lo mejor me topo con mis reliquias sagradas. En tal caso, me limitaré a llevármelas. Te quitaré ese estorbo.

—Pierdes el tiempo —dijo Nuitari.

Señaló un gran cofre de madera que había en el suelo. Era oblongo, de un largo más o menos igual que la altura de un ser humano, y estaba hecho con tablas de roble talladas toscamente. Tenía dos asas de plata, una en cada extremo, y un tirador dorado en la parte delantera para levantar la tapa con más facilidad. No había cerradura ni llave. A los lados se veían runas grabadas a fuego en la madera.

—Intenta abrirlo —sugirió Nuitari.

Chemosh le siguió el juego y posó la mano sobre el tirador. El cofre empezó a irradiar un tenue resplandor rojizo. La tapa no cedió. Nuitari hizo un gesto con la mano hacia una de las puertas cerradas. Ésta empezó a irradiar también el mismo fulgor rojizo.

—Cierre hechicero —dijo Nuitari.

—Apertura divina —replicó Chemosh.

Golpeó el cofre con la mano, y las tablas de roble se hicieron cachos. Las asas plateadas cayeron al suelo con un tintineo metálico y el tirador dorado quedó enterrado bajo un montón de astillas. Los libros que había dentro se desparramaron por el suelo, a los pies del Señor de la Muerte.

—De poco sirvió el cierre hechicero. ¿Y ahora tendré que patear la puerta? Te lo advierto, Nuitari, encontraré mis artefactos aunque para conseguirlo tenga que hacer pedazos todas las cajas y las puertas de esta torre, así que sé razonable. Tus carpinteros tendrán mucho menos trabajo si te limitas a entregarme mis cosas...

—Tu mortal se está muriendo —lo interrumpió Nuitari.

Chemosh dejó de hablar y se dio cuenta de que había cometido un error en el momento de hacer la pausa. Tendría que haber respondido al instante «¿Qué mortal?», como si no tuviera ni idea de lo que hablaba Nuitari y tampoco le importara ni mucho ni poco.

Pronunció esas palabras, pero ya era demasiado tarde. Se había delatado. Nuitari sonrió.

—Esta mortal —dijo mientras abría la mano.

Algo se retorcía en la palma. La imagen era borrosa y al principio Chemosh creyó que era algún tipo de criatura marina, porque estaba mojada y se sacudía dentro de una red como un pez recién pescado.

Entonces vio que era Mina.

Los ojos se le salían de las órbitas, boqueaba para coger aire, se retorcía en un intento desesperado de respirar. Sus labios azulados formaron una palabra:

—Chemosh...

Él tenía preparada la respuesta y habló con aparente calma, aunque no podía apartar los ojos de ella.

—Tengo tantos mortales a mi servicio y todos ellos en trance de muerte, pues tal es su suerte, que no tengo ni idea de quién es.

—Te está implorando. ¿No la oyes?

—Soy un dios —contestó Chemosh, despreocupado—. Son incontables los que me imploran.

—Sin embargo, creo que su plegaria es especial para ti —dijo Nuitari, que ladeó la cabeza.

En la oscuridad se oyó el eco de la voz de Mina.

Chemosh... Voy a ti. No tengo miedo. Abrazo la muerte, porque ya no seré una mortal...

—Qué fe y qué amor tan devotos —comentó Nuitari—. Imagina la sorpresa de mis hechiceros cuando, tratando de pescar un atún, capturaron en cambio a una hermosa joven. E imagina su sorpresa al descubrir que respiraba agua y se ahogaba con el aire.

Sólo había que invertir el encantamiento y Mina viviría. Pero Chemosh tenía que localizarla. Se encontraba en algún lugar de la torre, pero la torre era inmensa y seguramente a Mina le quedaban segundos de vida. Estaba perdiendo el sentido y su cuerpo se sacudía.

«Es una mortal, nada más. Puedo tener cien, mil, si quiero —se dijo para sus adentros al tiempo que proyectaba zarcillos de poder en busca de la joven—. Es una carga para mí. Estoy dentro de la torre y puedo coger aquello que vine a buscar sin que Nuitari pueda hacer nada para impedírmelo.»

No consiguió encontrarla. Un velo de oscuridad la envolvía, se la ocultaba.

—Se muere —dijo Nuitari.

—Pues que muera —contestó Chemosh.

—¿Estás seguro, milord? —Nuitari mostró a Mina en la palma de su mano y puso la otra encima de forma que la dejó suspendida en el tiempo—. Mírala, Señor de la Muerte. Tu Mina es una magnífica mujer. Más de un dios te envidia por tener una mortal así a tu servicio...

—Seguirá siendo mía en la muerte como lo fue en vida —replicó Chemosh con brusquedad.

—Pero no la poseerás igual —adujo secamente Nuitari.

Chemosh optó por hacer caso omiso de la indirecta salaz.

—En la muerte su alma vendrá a mí. Eso no podrás impedirlo.

—Ni se me ocurriría intentarlo —manifestó Nuitari.

Mina parpadeó y abrió los ojos. Su mirada moribunda encontró a Chemosh. Tendió la mano hacia él, pero no en un gesto de súplica, sino de despedida.

El Señor de la Muerte tenía caídos los brazos a los costados. Los puños, ocultos por las puntillas de las bocamangas, estaban prietos. Nuitari cerró los dedos sobre ella.

Entre los dedos escurrió sangre. Las gotas rojas cayeron al suelo, lentamente al principio, de una en una. Después cayeron más seguidas, y, por último, el goteo se transformó en un chorro. El dios tenía la mano bañada en sangre. La abrió...

Chemosh se dio la vuelta.

13

Por todo el continente de Ansalon, los Predilectos de Chemosh recorrían el mundo. Hombres y mujeres jóvenes, sanos, fuertes, hermosos... Muertos. Asesinos todos, que se movían con total impunidad, sin temer a ley ni justicia. Seguidores de Chemosh que disfrutaban del sol y evitaban los cementerios. Predilectos de Chemosh que le llevaban nuevos seguidores todas las noches, matando con impunidad, seduciendo a sus víctimas con dulces besos y promesas aún más dulces: vida eterna, belleza inmarchitable, juventud perpetua. Todo lo que pedían a cambio era una promesa a Chemosh, unas pocas palabras sin importancia, pronunciadas despreocupadamente; el beso letal, la marca de labios grabada a fuego en la carne, otro cadáver recién resucitado.

A medida que pasaba el tiempo, los Predilectos descubrían que la vida eterna no era lo único que habían cosechado. Empezaban a olvidar quiénes eran, lo que habían hecho, dónde habían estado. Sus recuerdos eran reemplazados por la compulsión de matar, de encontrar nuevos conversos. Si fracasaban en esa tarea, si pasaba una noche sin que hubieran dado el beso fatal, el dios les hacía saber su decepción. Contemplaban en sus mentes muertas el rostro del dios, sus ojos vigilantes, y en sus cuerpos muertos sentían su ira, que ardía en su carne exánime, cada día más dolorosamente. Su tormento sólo se aliviaba cuando acudían a él para ofrecerle nuevos conversos.

Y así los Predilectos de Chemosh recorrieron Ansalon dejándose llevar de pueblo a ciudad, de granja a bosque, siempre en dirección este, con el sol naciente bañando sus rostros, para encontrarse con su dios.

Un dios que no estaba allí para recibirlos.

El Señor de la Muerte se separó de Nuitari con la firme intención de buscar sus reliquias sagradas por toda la maldita torre, desde el pináculo hasta los cimientos, de cabo a rabo. Abrió una puerta y allí estaba Mina. Porque ya no seré una mortal...

Cerró la puerta de golpe, abrió otra. La encontró allí. Más útil para ti muerta.

Mina estaba en todas las habitaciones en las que entraba. Caminaba con él por los pasillos de la torre. Sus ojos ambarinos lo miraban desde la oscuridad. Su voz, su última plegaria, susurrada una y otra vez. El ruido de la sangre al caer, gota a gota, en el suelo, a los pies de Nuitari, resonaba en su pecho como el latido de un corazón mortal.

«Esto es una locura —se dijo, enfadado—. Soy un dios. Ella, una mortal. Está muerta. ¿Y qué? Cada día sucumben mortales, a millares de un solo golpe. Está muerta. Su debilidad como mortal expiró con ella. Su espíritu será mío por toda la eternidad si lo deseo. Y puedo desterrarlo si no lo quiero conmigo. Mucho más práctico...»

Se sorprendió mirando fijamente una caja vacía, a saber durante cuánto tiempo, y viendo únicamente el rostro de Mina, que le sostenía la mirada. Comprendió que estaba perdiendo el tiempo.

«Nuitari me pilló desprevenido. No esperaba encontrar la torre reconstruida. No esperaba encontrar al dios de la luna negra estableciéndose aquí. No es de extrañar que esté distraído. Necesito tiempo para pensar cómo combatirlo. Tiempo para hacer planes, para desarrollar una estrategia.»

Mientras pensaba aquello, se tranquilizó.

—Me marcho ahora, pero volveré —le prometió al dios con cara de luna. Caminó a través de los muros de cristal, a través de las cambiantes profundidades submarinas, a través del éter, de regreso a la oscuridad del Abismo. Oscuridad que estaba vacía y silenciosa. Terriblemente silenciosa. Terriblemente vacía.

«Su espíritu estará aquí —se dijo—. Quizás elija continuar hacia la siguiente etapa de su viaje. Quizá me deje, me abandone como la abandoné yo.»

Empezó a dirigirse hacia el lugar donde las almas pasaban del mundo material al más allá atravesando una puerta que las conducía a dondequiera que necesitaran ir para cumplir su búsqueda espiritual. Fue allí para recibir el alma de Mina.

O para verla alejarse de él.

Se detuvo. Tampoco podía ir allí. No sabía adonde ir y, al final, no fue a ninguna parte.

Chemosh yacía en el lecho, en el lecho de ambos.

Todavía se olía su aroma. Se notaba la marca en la almohada dejada por su cabeza. Encontró unos brillantes cabellos rojos, los tomó y se los enrolló en un dedo. Pasó la mano sobre la sábana, alisándola, y fue como si la pasara sobre la tersa y suave piel, deleitándose con el tacto de la cálida y mórbida carne.

Deleitándose con la vida. Porque ella le transmitía vida.

«Cuando estoy contigo —le había dicho una vez—, es cuando estoy más cerca de la mortalidad. Te veo recostada en la almohada, con el cuerpo cubierto de una fina película de sudor, tendida ahí, lánguida y acalorada. El rápido latido de tu corazón, la sangre palpitante debajo de tu piel. Siento la vida en ti, Mina.»

Todo eso había acabado.

Yació en el lecho vacío, contemplando la oscuridad. Sus planes se habían ido al garete. Los «Predilectos» deambulaban por Ansalon y sus besos mortales llevaban más y más conversos a su culto, conversos que obedecerían hasta su más mínima orden. Tendría a su disposición una fuerza poderosa. Ahora no estaba seguro de saber qué haría con ellos.

Su propósito había sido que Mina los dirigiera.

Cerró los ojos, angustiado, y cuando volvió a abrirlos la vio ante él.

—Mi señor —dijo ella.

—Has venido a mí.

—Por supuesto, mi señor. Te juré fidelidad y amor. Chemosh la tomó en sus brazos.

Los ojos ambarinos eran cenizas. Sus labios, polvo. Su voz, el fantasma de una voz. Su tacto, espeluznantemente gélido. Chemosh rodó en la cama, lejos de ella.

Ningún mortal, ni siquiera uno muerto, podía ver llorar a un dios.

Epílogo

Muy lejos del Abismo, en la antigua Torre de la Alta Hechicería de Istar, a la que se había dado el nuevo nombre de la Torre del Mar Sangriento, Nuitari, dios de la magia negra, se había encerrado en una de las habitaciones de la torre con dos de sus hechiceros.

Los tres miraban fijamente, con embelesada intensidad, un gran cuenco de plata, único en forma y diseño. Elaborado a semejanza de un dragón enroscado, el pie del recipiente era el cuerpo del reptil que se retorcía en torno a sí mismo y acababa en la cola. Ésta formaba el cuenco. Las cuatro patas eran la base que soportaba el cuerpo. Cuando la cola estaba llena con sangre de dragón (sangre que se debía tomar con el consentimiento del reptil) el cuenco poseía la habilidad de revelar a quienes miraban en él lo que ocurría, no en el mundo —lo cual no guardaba interés alguno para Nuitari— sino en los cielos.

El robo del mundo por uno de ellos había obrado grandes cambios en todos los dioses, algunos para mejor y otros para mucho peor. Los tres primos, dioses de la magia, siempre habían sido aliados aunque no siempre fueran amigos. Su amor y su dedicación a la magia creaban un vínculo entre ellos tan fuerte como para que aceptaran sus diferentes filosofías en cuanto al modo en que la magia debía utilizarse y promulgarse. Siempre se habían reunido para tomar decisiones relativas a la magia. Habían trabajado juntos para levantar las Torres de la Alta Hechicería. Habían llorado juntos al ver caer las torres.

Nuitari todavía sentía un vínculo con sus primos. Se había unido a ellos para traer de vuelta al mundo la magia divina y era partidario acérrimo, incluso despiadado, de su deseo de poner fin a la práctica de la baja hechicería. Pero la relación entre los primos había cambiado. La traición de Takhisis había convertido en sospechoso a Nuitari a los ojos de todos, incluidos sus primos.

Nuitari nunca había confiado en la ambición de Takhisis. Muchas veces había actuado en contra de su propia madre, sobre todo cuando los intereses de uno y otra habían estado en conflicto. Ni siquiera él estaba preparado para la traición de Takhisis. La sustracción de Krynn lo había cogido desprevenido y lo había puesto en ridículo. Su madre lo había dejado registrando el universo en busca de su mundo perdido igual que un niño registra la casa buscando una canica perdida.

La cólera contra Takhisis por su traición y contra sí mismo por estar ciego a su perfidia era un fuego latente que ardía en su interior. Jamás volvería a confiar en nadie. En adelante, Nuitari cuidaría de Nuitari. Erigiría una fortaleza para sí mismo y para sus seguidores, una que sólo controlara él. Desde la seguridad de esa fortaleza mantendría bajo estrecha vigilancia a los demás dioses y haría cuanto estuviera en su poder para frustrar sus planes y ambiciones.

Las ruinas de la Torre de Istar llevaban mucho tiempo descansando bajo el Mar Sangriento. La mayoría de los dioses habían caído en la ingenuidad de suponer que la torre había quedado totalmente destruida. Los dioses de la magia sabían que no había sido así. A fin de mantener su secreto a salvo, enterraron las ruinas de la torre bajo una montaña de arena y coral. En algún momento, en un futuro muy, muy lejano, cuando la historia de Istar sólo fuera una fábula utilizada para asustar a los niños y hacer que se comiesen la verdura, los dioses de la magia restaurarían la torre, recuperarían las reliquias perdidas y se las devolverían a los dioses que las habían forjado y bendecido.

Takhisis echó por tierra esos planes. Cuando los dioses descubrieron finalmente el mundo, se centraron exclusivamente en la urgente necesidad de restablecer la magia y aplastar la baja hechicería. Solinari y Lunitari estaban dedicados a su causa y eran ajenos a cualesquiera otras. Nuitari prestaba ayuda cuando se lo pedían. Cuando no lo necesitaban, se encontraba en el fondo de Mar Sangriento, trabajando para sí mismo. Levantó las ruinas de la Torre de Istar y la reconstruyó según su propio diseño. Recuperó los artefactos perdidos y los guardó en una cámara fuerte secreta, oculta debajo de la torre, a la que puso el nombre de Cámara de las Reliquias. Después la selló con poderosos cerrojos mágicos y apostó un guardián, un dragón marino, una feroz y astuta criatura llamada Midori.

Hasta ese momento ninguno de los dioses conocía la existencia de su torre. Estaban tan ocupados construyendo templos nuevos y reclutando nuevos seguidores que a ninguno se le ocurrió echar un vistazo bajo el océano.

Confiaba en que esa ignorancia continuara durante un poco más de tiempo, lo suficiente hasta que sus seguidores y él se establecieran firmemente. Los dos únicos dioses que significaban una verdadera amenaza para sus planes eran su hermana gemela, Zeboim, y el dios de la vida marina, Habbakuk.

Afortunadamente, Zeboim se había ido por las ramas, algo relacionado con un Caballero de la Muerte al que había maldecido. En cuanto a Habbakuk, se hallaba inmerso en una batalla contra un gran señor, un dragón que se había instalado en los mares del lado opuesto del globo, una distracción proporcionada por el socio de Nuitari, el dragón marino Midori.

Nuitari no había pensado que tuviera que preocuparse por ninguno de los otros dioses y, además de sorprenderlo, le había desagradado sobremanera descubrir a Chemosh caminando tranquilamente por las salas de la torre. El Ojo de Dios mostró la creciente ambición de Chemosh.

El Ojo de Dios mostró a Mina.

Como todos los dioses, Nuitari era un admirador de la joven. Jugó con la idea de tantearla, de convertirla en uno de sus seguidores. El hecho de que fuera una creación de su madre le hizo desechar la idea. Nuitari no quería tener nada que ver con algo que hubiera tocado su madre, así que se la dejó a Chemosh.

Una buena decisión. La debilidad de Chemosh por esa mortal había sido su perdición. Aun cuando Nuitari no había esperado que Chemosh dejara morir a Mina, el dios de la luna invisible no había tardado en darse cuenta de cómo aprovechar aquello en su beneficio.

Escudriñando el interior del cuenco con forma de dragón, Nuitari había visto al Señor de la Muerte postrado en su lecho, abatido, derrotado, solo, contando únicamente con el fantasma de Mina para ayudarlo, para respaldarlo.

El fantasma de Mina. Nuitari chasqueó los gruesos labios.

—Una excelente ilusión —les dijo a sus hechiceros—. Habéis embaucado incluso a un dios. Cierto, se trata de un dios predispuesto a que lo embaucaran, pero incluso así... Buen trabajo.

—Gracias, mi señor.

—Señor, gracias.

Los dos Túnicas Negras hicieron una respetuosa reverencia.

—¿Podéis mantener esa ilusión todo el tiempo que os pida? —preguntó Nuitari.

—Siempre y cuando tengamos al modelo vivo desde el que trabajamos, mi señor, sí, podemos mantenerla.

Los hechiceros y el dios se volvieron a mirar la celda que habían conjurado in situ. Los muros de la celda eran de cristal, y dentro se veía a Mina

—empapada, desaliñada y... vivita y coleando—, que paseaba de un lado a otro.

—¿Me puede oír? —quiso saber Nuitari.

—Sí, milord. Nos oye y nos ve. Nosotros la vemos pero no podemos oírla.

—¿Nadie la puede oír? ¿Ni su voz ni sus plegarias?

—Nadie, mi señor.

—Estupendo. Mina —llamó Nuitari—, creo que no he tenido ocasión de darte la bienvenida a mi morada. Confío en que tu estancia sea prolongada y placentera. Placentera para nosotros, aunque me temo que para ti no. Por cierto, no me has dado las gracias por salvarte la vida.

Mina interrumpió su incesante ir y venir, se dirigió hacia la pared de cristal y le dirigió una mirada feroz y desafiante, tanto que los ojos ambarinos le centelleaban. Le dijo algo, ya que se la vio mover los labios.

—No sé leer los labios, pero no creo que esté expresando su gratitud, mi señor —observó uno de los Túnicas Negras.

—No, me parece que no. —Nuitari sonrió de oreja a oreja e hizo una reverencia burlona.

Nadie oía las maldiciones de Mina, ni siquiera los dioses. La joven arremetió con los puños contra la pared, que era suave y transparente como el hielo. Volvió a golpearla, una y otra vez, con la esperanza de encontrar una grieta, una hendidura, una imperfección.

—Como le dije a Chemosh, en verdad es magnífica —manifestó Nuitari, admirado—. Reparad en eso, caballeros. No tiene miedo. Está débil a causa de la terrible experiencia por la que ha pasado, medio muerta y, sin embargo, lo que más le gustaría ahora sería encontrar el modo de llegar hasta vosotros y arrancaros el corazón. Utilizadla a voluntad, pero guardadla bien.

—Confiad en ello, mi señor —dijeron los dos Túnicas Negras.

Nuitari dio la espalda a la celda de Mina y se volvió a mirar el cuenco del Ojo de Dios para contemplar la ilusión de la joven, que, de pie junto a Chemosh, lo miraba con apenada aflicción.

—Fijaos en eso. —Nuitari señaló con un gesto desdeñoso la congoja del dios—. Chemosh está convencido de que su amante está muerta, de que sólo le queda su espíritu. Llora. Qué trágico. Qué triste. —Nuitari se echó a reír—. Y qué útil para nosotros.

—Tengo que admitir, mi señor, que albergaba ciertas reservas sobre ese plan tuyo —dijo uno de los hechiceros—. Nunca habría imaginado que sería posible engañar a un dios.

Los pensamientos de Nuitari volaron hacia su madre.

—Sólo a uno que sea débil —contestó, sombrío—. Y, aun en tal caso, sólo una vez.

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