Capítulo 10

En aquel momento de total silencio, Trevor se levantó rápidamente, mientras que Jennifer lo hizo con lentitud. Sólo Barney se quedó donde estaba, imperturbable.

– Buenas tardes -saludó Steven-. Espero no haberos hecho esperar demasiado -se dirigió a todos, aunque su mirada estaba fija en los ojos de Jennifer.

– ¿Quieres decir que has sido tú quien ha remontado el valor de las acciones? -le preguntó Trevor.

– Él no -dijo Jennnifer-. Charteris.

– No -la corrigió con tono tranquilo Steven-. Yo personalmente. Ahora poseo una tercera parte de Norton.

«Te arrepentirás de haberme convertido en tu enemigo»; las últimas palabras que le había dirigido resonaron en su mente. Steven Leary había vuelto para vengarse.

– Creo que deberíamos darle la bienvenida al nuevo miembro de la junta -intervino Barney, sonriendo-. Lo mejor que podemos hacer es llevarnos todos bien.

– Estoy de acuerdo -aprobó Trevor.

– ¿Es que ninguno de los dos comprende lo que está sucediendo aquí? -exclamó Jennifer-. Si no luchamos contra él, nos comerá vivos -se volvió hacia Steven-. Barney no sabe nada sobre ti, y Trevor no quiere enemistarse con el hermano de Maud, pero yo te conozco bien y lucharé contra ti.

– Has dejado muy clara tu posición -repuso Steven-. Y ahora, ¿podríamos hablar de negocios?

Ocupó su asiento ante la mesa, ignorándola, y empezó a repartir unos documentos. Luego expuso sus planes. Tenía intención de que la empresa realizara un buen número de negocios con Charteris, lo cual significaría que Norton tendría que expandirse.

– Una vez que lo hagamos, Charteris nos tendrá en su bolsillo -protestó Jennifer-. Pueden bajar el precio de nuestras acciones, para luego comprarlas a un precio irrisorio.

– Supongo que tendréis que confiar en mí -se limitó a afirmar Steven con tono tranquilo.

– Jennifer, querida, tú no sueles tener prejuicios de este tipo -le echó en cara Barney.

Incluso Trevor murmuraba su aprobación mientras hojeaba el documento. Jennifer comprendió que había perdido aquel asalto.

– Una última cuestión -pronunció Trevor cuando Steven ya se disponía a marcharse-. ¿Cómo sabías que habíamos convocado junta para hoy?

Steven esbozó una sonrisa glacial:

– Cuando un hombre está decidido a hacer algo, entonces se las arregla para hacerlo como sea. Y, créeme, yo estoy muy decidido.

Hablaba para todo el mundo, pero su mirada estaba fija en Jennifer. Y acto seguido se marchó.

Una semana después, Jennifer fue a buscar a Steven a su despacho. No había vuelto a verlo desde la última junta.

– He estado hablando con Barney. ¿Cómo te has atrevido a decirle que yo debería retrasar mi boda? -le preguntó, furiosa.

– No puedes empezar tu luna de miel justamente cuando Trevor todavía no ha vuelto de la suya.

– Creía que sabía lo muy bajo que podías caer, pero…

– Pues estabas equivocada -la interrumpió con tono tranquilo-. Todavía no sabes lo que soy capaz de hacer.

– No voy a retrasar mi boda a una orden tuya.

– Entonces tendré que asumir un papel más activo en tu empresa mientras tú estés fuera.

– Antes tendrás que pasar por encima de mi cadáver.

– Pero si tú no estarás aquí, ¿no? -le señaló Steven.

– Maldito… Y pensar que yo…

– ¿Que tú qué?

Se había quedado en blanco. De repente no tenía nada que decirle. En ese instante la secretaria de Steven se asomó al despacho:

– Le recuerdo que tiene una cita. ¿Le digo que espere?

– No hay necesidad. La señorita Norton se marchaba ahora mismo.

Fue como si la hubiera desconectado pulsando un interruptor. Jennifer se detuvo un instante en el umbral, lanzándole una horrorizada mirada, y se marchó.

– He retrasado un mes la boda -la informó a Maud con un suspiro. Por aquellos días, Jennifer solía comer regularmente con ella-. No tenía elección.

– No sé qué es lo que hiciste para amargar tanto a Steven -le comentó Maud-. Está irreconocible. ¿Sabes? Creo que, después de todo, debe de estar enamorado de ti.

– ¡Pues vaya perspectiva! -exclamó Jennifer, disimulando la agitación que le habían producido aquellas palabras.

– ¡Oh, cielos! ¡Tú también! -replicó Maud con tono quejumbroso-. Entre los dos me tenéis hecha un lío. ¿Se puede saber qué es lo que sucedió para que mi hermano se pusiera así?

Jennifer se lo contó todo, justo hasta el momento en que Steven descubrió a David en la cama.

– Está convencido de que lo engañé, y eso para él es imperdonable. No se detendrá hasta convertirnos en una sucursal de Charteris.

– Pues, de hecho, los de Charteris están algo disgustados con Steven por no haber aprovechado su ventaja sobre Norton. En su opinión, Steven se pone demasiado a menudo del lado de Norton.

– ¿Cómo lo sabes? -le preguntó Jennifer.

– Porque él me lo cuenta todo. Naturalmente, me pidió que le guardara el secreto.

– ¿Y tú se lo prometiste?

– Claro. De lo contrario no me lo habría dicho, y entonces, ¿cómo habría podido decírtelo a ti? -inquirió lógicamente Maud-. Que nunca se dé cuenta de que tú lo sabes, ¿eh?

– No hay riesgo de que ocurra eso, dado que hemos dejado de hablarnos. No lo comprendo. ¿Qué es lo que estará tramando ahora?

Maud reflexionó por un momento antes de comentarle:

– Será mejor que te diga una cosa más. ¿Cómo crees que Steven consiguió el dinero necesario para comprar el treinta por ciento de Norton?

– Es algo que no he dejado de preguntarme.

– El banco le hizo un cuantioso préstamo, que ha tenido que respaldar con sus propias acciones en Charteris.

– ¿Qué?

– Está en el mismo barco que tú, Jennifer. Si algo malo le sucede a Norton, lo perderá todo.

Jennifer se quedó anonadada. Fueran cuales fueran las intenciones de Steven, se había lanzado a fondo. Pero no podía estar actuando por amor. Ella había inspirado su pasión, pero se trataba de una fría y vengativa pasión que la estremecía de miedo.

– Intenta comprenderlo -la suplicó Maud-. Steven no ha hecho más que luchar durante la mayor parte de su vida: por mamá, por mí, y sólo muy recientemente por él mismo. No conoce otra cosa. Se ha olvidado de pedir las cosas por favor; sólo sabe tomarlas.

– Eres muy amable al intentarlo -repuso Jennifer-, pero de verdad, es inútil.

Condujo lentamente a su casa, con la sensación de que su vida se estaba convirtiendo en una prisión. Secretamente se alegraba de que aquella excusa le hubiera permitido retrasar la boda. Se habría echado atrás si hubiera podido, pero las palabras de David la acompañaban en todo momento: «sabes cuidar tan bien de mí». No podía fallarle.

Sin embargo, y a pesar de su discusión, echaba desesperadamente de menos a Steven. No era simplemente deseo lo que los unía. Había algo en él que la atraía con una fuerza irresistible; en todo momento uno podía saber lo que estaba pensando el otro, debido a que se complementaban a la perfección. Ella podría haberlo amado, si Steven la hubiera amado a ella. Pero le había dejado muy claras las cosas al decirle que no estaba enamorado de ella y que nunca podría comprometerse en serio. Se estaba vengando por una cuestión de orgullo, no de corazón.

La última y amarga escena que tuvo lugar en su despacho había sido como el portazo definitivo. Aquello le dolía, pero le habría dolido todavía más si hubiera estado enamorada de él. Al menos se había librado de eso, y debía consolarse con ese pensamiento. Porque, de otra manera, sería insoportable.

Alguna justicia había en la queja de Maud de que se encontraba entre los dos, sin poder tomar partido abiertamente por ninguno. Durante aquellos días su hermano se quedaba a trabajar hasta tarde, pero por las noches siempre lo encontraba en casa de un pésimo humor.

– Por el amor de Dios, haz algo -insistió Maud una vez más-. Ve a buscarla antes de que sea demasiado tarde.

– Ya es demasiado tarde -gruñó Steven.

– Hoy he comido con Jennifer, y me ha contado lo que sucedió aquella noche en el piso.

– ¿Qué es lo que había que contar? Estaba en la cama con su prometido.

– No es cierto. Él tenía jaqueca por haber bebido champán, y ella lo llevó a su casa para acostarlo. Estaba durmiendo en la otra habitación.

– ¡Dios mío! -se echó a reír, sarcástico-. ¿Cómo es posible que…?

– Si Jennifer lo dice, yo estoy segura de que es verdad.

– ¿Verdad? Pues claro que es verdad. Es justo el tipo de estúpida actuación que esperaría de ese bobalicón.

– Bueno, supongo que ese pobre hombre no puede evitar ser como es.

Steven se levantó y se dirigió hacia la puerta, a grandes zancadas.

– Te diré una cosa -le comentó con tono despreciativo-. Si yo estuviera desnudo y yaciendo en la cama de la mujer más hermosa que he conocido nunca, estoy absolutamente convencido de que pensaría en algo más sugerente que hacer que quejarme de una jaqueca.

La llamada de teléfono que trastornó completamente el mundo de Jennifer tuvo lugar una tarde, a eso de las cinco.

– Soy el agente Constable Beckworth. Tenemos a un hombre en el calabozo de la comisaría de Ainsley. Ha sido arrestado por armar jaleo, y nos pidió que la llamáramos. Se llama Fred Wesley, y afirma que es su padre.

Jennifer aspiró lenta y profundamente para intentar sobreponerse a la punzada de emoción que le atravesó el pecho.

– ¿Señorita Norton?

– Sí, sigo aquí.

Condujo a la comisaría como un autómata. Su padre había regresado a su vida después de dieciséis años de ausencia, y no podía formular un solo pensamiento coherente.

Estaba envejecido, más delgado, con el cabello gris, despeinado. Parecía un hombre desgastado por la vida. Pero tenía la misma sonrisa alegre y llena de vida que tanto la había conmovido de pequeña.

– La bala perdida ha retornado -fue lo primero que le dijo-. ¿Contenta de verme?

– Salgamos de aquí -lo urgió, eludiendo la pregunta.

No hablaron durante el trayecto a casa. Silbó de admiración cuando vio su piso, pero su único comentario fue:

– Qué bonito.

Después de tantos años echándolo de menos, anhelándolo, preguntándose por qué nunca había retomado el contacto con ella, Jennifer se sentía absolutamente confundida. Él era prácticamente un desconocido, hasta que volvió a esbozar aquella sonrisa tan suya, haciéndola sonreír a ella también. Pero en aquel preciso momento sintió un escalofrío. Evidentemente, Fred había confiado mucho en aquella sonrisa para que lo sacara de apuros: seguramente demasiado.

– ¿Cómo supiste dar conmigo? -le preguntó ella mientras preparaba algo de comer en la cocina. Fred permanecía de pie en el umbral, observándola con una copa de vino en la mano.

– Leí una noticia en un periódico. Hablaba de Trevor y de Jennifer Norton…

– Barney nos cambió el apellido cuando éramos niños -se apresuró a explicarle.

– No te preocupes; no me importa -ya le había dado la espalda y estaba contemplando su salón-. Muy bonito.

– ¿Por qué me llamaste a mí y no a Trevor? -le preguntó Jennifer mientras se sentaban a cenar.

– No creo que me hubiera dedicado mucho tiempo. Cuando sólo era un crío, no nos llevábamos muy bien. Pero tú y yo siempre estuvimos muy unidos.

– Tan unidos que de repente te marchaste y nunca más volví a saber de ti -no pudo evitar recriminarlo.

– Yo sólo pensaba en ti. Nunca le gusté a Barney. Pensé que si yo no andaba de por medio, tu madre podría regresar a su casa y él cuidaría bien de ti.

– ¿Así que se trató de un acto de generosidad en nuestro beneficio? -le preguntó con tono tranquilo.

– Exacto. Una cuestión de amor paternal -y volvió a ensayar su sonrisa.

– No, papá -replicó, tensa-. Me alegro de verte otra vez, pero prefiero ahorrarme todo esto.

– Bueno, vale. Saliste adelante, y eso es lo principal.

– ¿Qué pasó con aquella mujer con la que vivías?

– ¡Oh, ella! Rompimos. Lo que fácil llega, fácil se va.

– Como los autobuses -comentó Jennifer.

– Hey, no es tan malo -rió Fred-. Sí, es un poco como los autobuses.

– Podrías haber retomado el contacto con nosotros.

– Barney me dijo que me abstuviera de hacerlo -explicó con forzada naturalidad, pero al advertir su expresión de asombro añadió, encogiéndose de hombros-: Bueno, en cualquier caso estuviste mejor sin mí que conmigo. Mira este sitio. Muy bonito, de verdad.

Jennifer se clavó las uñas de las manos en las palmas, deseando que dejara de repetir continuamente aquella palabra. Durante años había estado imaginándose aquel reencuentro, pero ahora que ya se había producido, se hallaba frente a un desconocido que ni siquiera le agradaba.

Luchó contra aquella sensación. Su imagen había anidado en su corazón durante demasiado tiempo para desecharla con tanta felicidad. De alguna manera, aquel reencuentro debía reconciliarse con sus sueños. Las cosas mejorarían al día siguiente. Una buena noche de sueño los cambiaría a ambos para mejor. Le preparó la cama en la habitación de los invitados, asegurándose de que estuviera bien cómodo.

Fred se alegró de acostarse temprano. Cuando ya estaba roncando, Jennifer aprovechó para llamar a Trevor.

Su hermano expresó su asombro, pero no reaccionó con la violencia con que antaño de seguro lo habría hecho.

A la mañana siguiente Trevor se presentó temprano en la casa, y los tres desayunaron juntos. Jennifer pudo entender entonces que Fred hubiera sido lo bastante prudente como para no llamar a Trevor en primer lugar. Padre e hijo no tenían nada que decirse el uno al otro. Trevor se mostraba excesivamente formal y educado. Cuando mencionó su inminente matrimonio, Fred le comentó:

– ¿Habrás cazado a alguna chica rica, verdad?

Trevor lo miró con descarada fijeza, y cambió en seguida de tema. Cuando se disponía a marcharse, le dijo a Jennifer en voz baja:

– No me gustaba hace años, y sigue sin gustarme ahora -le tomó suavemente una mano-. Si tuvieras algo de sentido común, guardarías las distancias con él. No permitas que te haga daño.

– No me lo hará después de tanto tiempo.

– Eso espero. Pero me temo que te muestras demasiado sentimental con él.

– Bueno, es nuestro padre. Vamos a pasar el día juntos.

Había empezado a temer lo peor, pero la experiencia terminó por ser un éxito. Fred se comportó de forma encantadora, haciéndola reír y desplegando todo su encanto mientras comían juntos. De alguna forma, Jennifer empezó a relajarse. No era demasiado tarde. El pasado podía ser reparado.

Jennifer lo aprovisionó de ropa nueva, incluyendo un par de trajes, y tuvo que admitir que estaba espléndido con ellos. Aquella noche cenaron en el Ritz, y ella empezó a pensar en cómo pasarían el día siguiente.

– ¿Por qué no te vas a trabajar por la mañana -le sugirió Fred-, mientras yo visito la tumba de tu madre? Podríamos comer juntos.

A la mañana siguiente le explicó cómo ir al cementerio, y quedó en verlo en el Ritz a las doce y media. Salió temprano del trabajo y se detuvo de camino para comprarle una corbata de seda.

Llegó al restaurante con diez minutos de adelanto, y pidió un sabroso aperitivo. Se imaginó la cara que pondría cuando llegara y lo encontrara todo listo y esperándolo. Pero dieron las doce y media sin que Fred apareciera. Jennifer pensó que probablemente se habría olvidado de la hora de la cita. Se preguntó cuál de sus dos nuevos trajes se habría puesto.

La una menos diez. Pidió un agua mineral e intentó no escuchar el odioso murmullo de miedo que susurraba su corazón. Por supuesto que llegaría. Estaría allí a la una.

A la una y media dejó de fingir leer el menú. Quizá le había sucedido algo malo; debería llamar a casa. Lo hizo desde su móvil, pero no recibió respuesta. Quizá se había perdido.

Marcó de nuevo el número; fue inútil. Empezó a decirse que quizá no iría. No, no iría. Aquel pensamiento latía con tanta insistencia en su cabeza que se imaginó oír una voz pronunciando las palabras:

– No vendrá.

Levantó la mirada para descubrir a Steven sentándose frente a ella.

– ¿Cómo has podido saber dónde estaba? -le preguntó en un susurro.

– Me lo ha dicho un pajarito. Lo sé todo. ¿Creías realmente que tu padre no volvería a abandonarte?

– Esta vez no es lo mismo…

– Sí que lo es, Jennifer. Es exactamente lo mismo. Es un hombre que huye. Huyó de ti una vez y ahora también ha huido. Supongo que se habrá aprovechado bien de ti. ¿Cuánto te gastaste en él?

Jennifer sabía que lo que le estaba diciendo Steven era cierto. Y ella nunca huía de la verdad.

– Mucho -respondió-. De acuerdo. Y ahora, ¿quieres hacerme el favor de marcharte?

– No hasta que te haya dicho unas cuantas cosas.

Jennifer se preguntó cómo podía ser capaz de continuar atormentándola. Por mucho que la odiara, ¿cómo podía hacerle eso?

– Por favor, vete -le dijo con tono cansado.

– Esto siempre ha sido un error, Jennifer. Él no puede regresar a tu infancia para enderezar las cosas, y tú tampoco. Hizo lo que hizo, y eso ayudó a convertirte en la persona que ahora eres, una mujer que necesita seguridad y consuelo de un hombre… o al menos eso es lo que cree. Pero no tiene por qué ser así. Eres más fuerte de lo que crees. Lo suficiente como para decirle adiós y buen viaje… para siempre.

– Pues ahora mismo no me siento muy fuerte -reconoció-. Sólo quiero…

– ¿Darte por vencida? No lo digas, ni siquiera lo pienses. Sigue como estás. Puedes hacerlo. No necesitas a nadie tan desesperadamente como crees. Ni a tu padre, ni a David, ni a mí. Y quizá estés a tiempo de evitar el desastre hacia el que te encaminas. Eso es todo.

Se levantó y se marchó sin decirle una sola palabra más, dejando a Jennifer mirándolo asombrada. Sus palabras habrían podido proporcionarle algún tipo de consuelo, pero las había pronunciado sin suavizar ni el tono de su voz ni la expresión de su rostro. Lo que le habían proporcionado era la clave para sobrevivir a aquella experiencia, pero lo había hecho sin calor o ternura alguna. Le era tan hostil como siempre, pero le había dado la fuerza necesaria para sobreponerse a su dolor. O más bien la había hecho ser consciente de su propia fuerza.

No vio a Fred cuando regresó a casa. Se había marchado con todas sus recientes adquisiciones, incluido su mejor maletín de viaje. Su nueva chequera también le había desaparecido del escritorio. En su lugar había una nota, diciendo simplemente: lo lamento, cariño, pero no me guardarás rencor, ¿verdad? Fred.

Durante un aterrador momento, fue como si retrocediera en el tiempo para volver a ser aquella niña sola y abandonada, sin ningún punto de referencia en un mundo hostil. Pero entonces oyó la voz de Steven: «eres más fuerte de lo que crees; sigue como estás».

Era verdad. Steven había descubierto la verdad en ella con más claridad que ningún otro. Y había ido a buscarla para ofrecerle su torvo y frío consuelo, sabiendo que constituiría su más valioso apoyo.

Vio a David aquella tarde, y le contó lo sucedido. Pero sin mencionar a Steven.

– Pobrecita -le dijo, tomándole una mano-. Qué desgracia que te haya sucedido algo así.

– No lo sé -repuso pensativa-. En cierta forma, ha sido una experiencia útil: ha enterrado a un fantasma. Quizá a partir de ahora pueda vivir mejor sin ese fantasma.

– Me imagino lo que ha tenido que suponer para ti: regresar a un pasado que te traumatizó…

– ¿Por qué recordar el pasado ha de ser tan traumático? ¿Quizá para que podamos superarlo mejor y dejarlo atrás? Es extraño. Nunca había pensado en ello antes. Pero creo que debería hacerlo.

– Querida, eres tan maravillosamente valiente -le dijo David con ternura-. Ojalá hubiera estado contigo para ayudarte…

– Ya me ayudaron -murmuró.

– Sé que últimamente no te he sido de mucha utilidad. Tengo la sensación de que te he fallado. Pero ya no más. A partir de ahora, seré todo lo que siempre quisiste que fuera -le tomó las manos entre las suyas-. Estoy a tu lado, Jennifer, y siempre lo estaré. Una vez que nos casemos, jamás te abandonaré. Viviremos para siempre juntos. Te lo prometo.

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