Capítulo 1

TAMMY estaba subida a un árbol cuando llegó… la realeza. Recibir a un personaje de la realeza en aquella zona perdida de Australia era inusual, pero no así estar subida a un árbol. Tamsin Dexter se pasaba la vida subida a un árbol. Era una de las arboricultoras más jóvenes del país y su pasión era tratar, curar y replantar árboles.

Empleada por el servicio de parques nacionales australianos, Tammy estaba, como casi siempre, trabajando en una zona remota. Era parte de un equipo, pero aquel día trabajaba sola.

Y ella no tenía nada que ver con la realeza.

Pero el hombre que estaba bajo el árbol parecía pertenecer a una casa real. O ser un duque, un marqués… por lo menos. Aunque a lo mejor no era de la realeza, a lo mejor era un almirante o algo así.

Aunque su conocimiento sobre estos temas era limitado. ¿Un almirante podía ser tan joven?

En realidad, lo que llevaba el extraño no era un uniforme de almirante sino un traje muy bien cortado con un montón de medallas y borlones. Había llegado en una limusina conducida por un chofer uniformado. Alguien salió del coche en ese momento. Era un hombre mayor y no llevaba medallas, pero tenía un aspecto muy adusto.

¿Podían estar más fuera de lugar en aquel bosque? ¿Pertenecían a la realeza o eran militares de algún tipo? Daba igual… pero Tammy sabía quién de los dos era más interesante.

El joven. Era un hombre alto, más de metro ochenta y cinco, aunque resultaba difícil confirmarlo desde aquella altura. Tenía el pelo oscuro cuidadosamente echado hacia atrás. Era la clase de pelo que a ella le gustaría que tuvieran todos sus hombres. ¿Todos sus hombres?

Tammy sonrió. «Sus hombres» no estaban más que en su imaginación.

Pero aquél era guapísimo. Sus facciones parecían esculpidas, como las de una escultura de Rodin. Y resultaba intensamente masculino, intensamente atractivo y seductor.

¿Qué más? Desde luego, no era el tipo de hombre que viviría en aquella zona remota de Australia. Incluso sin las medallas, sería el tipo de persona que toma café en tazas de porcelana o pide un cóctel en el bar. de moda de Saint Moritz, con un pequeño Lamborghini aparcado en la puerta.

Y ése no era su tipo de hombre en absoluto. Su estilo era más bien… era más bien ninguno. Tammy prefería un poco de agua caliente con unas hojas de eucalipto por la noche.

¿Qué hacían aquellos dos hombres allí?

El burócrata debía tener más de cincuenta años, era más bien robusto y llevaba el cuello de la camisa muy apretado. Por comparación, el más joven tenía un aspecto inteligente y sofisticado.

Menudo par. Resultaban una pareja absurda en aquel sitio. Vestidos como si estuvieran a punto de recibir a un rey, cuando para recibirlos sólo estaba Tammy, sentada en un arnés a diez metros del suelo.

¿Qué queman de ella?

– ¿Señorita Dexter? -la llamó el que tenía aspecto de burócrata.

¿Señorita Dexter?

– Esto es ridículo -dijo el hombre en voz baja-. El tipo de mujer que estamos buscando no trabajaría en un sitio así.

Debía haber montones de señoritas Dexter en Australia. Seguramente aquellos tipos salían del rodaje de una película y habían equivocado el camino.

– ¿Señorita Dexter? -repitió el hombre.

Tammy no respondió. Pero al mirar al más joven su corazón dio un vuelco. Quizá era una premonición, quizá aquellos hombres no se habían equivocado.

– ¿Señorita Dexter? -repitió el burócrata con tono exasperado.

– Estoy aquí arriba. ¿Qué quieren?

La voz de la joven sorprendió a Marc.

El capataz le había confirmado que Tamsin Dexter estaba trabajando allí y él reaccionó con incredulidad. ¿Qué hacía alguien de la familia de Lara en aquel sitio? Llevaba veinticuatro horas preguntándose lo mismo, desde que habló con el detective.

– He encontrado a Tamsin Dexter. Tiene veintisiete años, es soltera y trabaja como arboricultora con el servicio nacional de parques en Bundanoon, a una hora de Canberra. Podría ir a verla después de la recepción.

El investigador privado tenía muy buenas credenciales, pero Marc reaccionó con absoluta incredulidad. ¿Cómo una arboricultora podía ser hermana de una mujer como Lara? No tenía sentido.

Pero la recepción en Canberra era inevitable. Y como jefe de estado de Broitenburg, era su obligación asistir.

Y cuando por fin pudo localizar a la tal Tamsin Dexter, estaba subida a un árbol, con un arnés.

Era delgada, fibrosa… y parecía fuerte. Llevaba unos pantalones de color caqui y botas de cuero con los cordones rotos.

¿Qué más? Era joven y estaba en forma. Llevaba el pelo oscuro sujeto con una goma, pero le caían algunos rizos por el cuello. Parecía como si no se hubiera pasado un peine en varias semanas… aunque quizá eso era injusto. Si él tuviera que trabajar subido a un árbol, quizá su pelo tendría el mismo aspecto.

Tamsin tenía la piel bronceada y los ojos claros, aunque desde abajo no podría decir si eran verdes, azules o de color miel.

Pero el parecido con Lara era evidente.

El detective estaba en lo cierto. Aquélla era la Tamsin Dexter que estaba buscando.

– ¿Qué quieren? -repitió la joven, mirándolos como si ellos fueran los raros… aunque considerando la ropa que llevaban quizá tenía razón.

– Tengo que hablar con usted -dijo Marc.

– ¿De qué?

– ¿Es usted Tamsin Dexter?

– Sí -contestó ella, sin moverse.

– Señorita Dexter, está usted hablando con Su Alteza Real el príncipe Marc, regente de Broitenburg -los interrumpió el burócrata-. ¿Le importaría bajar de ahí?

Un príncipe… ¿Qué pasaría si fuera grosera con un príncipe?, se preguntó Tammy.

– Muy bien, su amigo es un príncipe. ¿Quién es usted?

– Soy Charles Debourier, el embajador…

– No me lo diga, el embajador de Broitenburg.

– Sí.

– Y Broitenburg está… ¿en Europa? -sonrió Tammy.

Tenía una sonrisa abierta, casi descarada, totalmente diferente de la de Lara. Pero él no quería perder el tiempo con una mujer. Especialmente con aquélla.

– ¿No sabe usted dónde está Broitenburg? -le espetó el embajador.

– Nunca me ha interesado la geografía. Y dejé el colegio a los quince años.

Genial. Además de ser la hermana de Lara, era prácticamente analfabeta.-Broitenburg tiene frontera con Austria por un lado y con Alemania por el otro -estaba diciendo el embajador, pero Tammy no parecía impresionada-. Y es un país importante.

– Debe de ser importante para tener embajador en Australia -sonrió Tammy-. Encantada de conocerlos, Alteza y embajador, pero tengo mucho trabajo.

– Ya le he dicho que tengo que hablar con usted -insistió Marc, irritado.

– ¿Por qué? ¿Tienen árboles enfermos en Broitenburg?

– Pues…

– No estoy interesada. Ya tengo trabajo aquí.

¿De verdad pensaba que había ido hasta allí desde Broitenburg, vestido con aquel ridículo uniforme, para pedirle que cuidase de unos árboles? Marc no daba crédito.

Él odiaba el uniforme. Odiaba la ostentosa limusina, al chofer, a la realeza en general…

Y la única forma de librarse de todo eso era a través de aquella chica.

– No estoy ofreciéndole un trabajo.

– ¿Entonces?

– He venido a pedirle que firme unos papeles -contestó Marc-. Para poder llevarme a su sobrino a Broitenburg.

Silencio.

El silencio se alargó durante mucho tiempo, pero Tammy no dejaba de mirar hacia abajo. Le habían hecho muchas ofertas de trabajo, pero aquello…

Charles, el embajador, descubrió que tenía hormigas en el zapato y empezó a pisotearlas.

– Perdone, pero esas hormigas están protegidas -le advirtió Tammy-. Esto es un parque nacional. Las hormigas tienen más derechos que usted.

Charles miró a Marc, incómodo, pero éste no dijo nada. Entonces se encogió de hombros y volvió a la limusina. Había hecho su trabajo. Un embajador no se dedica a ir por el campo soportando el ataque de unas hormigas furiosas.

– He dicho que quiero llevarme a su sobrino… -empezó a decir Marc.

– Ya lo he oído. Pero no sé de qué está hablando -lo interrumpió Tammy.

Marc asintió. Lo esperaba. Tamsin no asistió al funeral de su hermana y no se había puesto en contacto con su sobrino. Si no fuera por el departamento de emigración, podría llevarse al niño de inmediato. Seguramente, ella ni siquiera admitiría ser responsable de él. Y al pensar en Henry solo, mal atendido, Marc se puso furioso.

– Si se hubiera puesto en contacto con nosotros le habrían dicho que el niño debe volver a Broitenburg, pero necesitamos su consentimiento.

– ¿De qué está hablando?

– De la niñera y del departamento de emigración. No puede usted poner ninguna objeción, señorita Dexter. Si yo no hubiera pagado el sueldo de la niñera, el crío estaría ahora mismo en un orfanato

– Broitenburg tiene frontera con Austria por un lado y con Alemania por el otro -estaba diciendo el embajador, pero Tammy no parecía impresionada-. Y es un país importante.

– Debe de ser importante para tener embajador en Australia -sonrió Tammy-. Encantada de conocerlos, Alteza y embajador, pero tengo mucho trabajo.

– Ya le he dicho que tengo que hablar con usted -insistió Marc, irritado.

– ¿Por qué? ¿Tienen árboles enfermos en Broitenburg?

– Pues…

– No estoy interesada. Ya tengo trabajo aquí.

¿De verdad pensaba que había ido hasta allí desde Broitenburg, vestido con aquel ridículo uniforme, para pedirle que cuidase de unos árboles? Marc no daba crédito.

Él odiaba el uniforme. Odiaba la ostentosa limusina, al chofer, a la realeza en general…

Y la única forma de librarse de todo eso era a través de aquella chica.

– No estoy ofreciéndole un trabajo.

– ¿Entonces?

– He venido a pedirle que firme unos papeles -contestó Marc-. Para poder llevarme a su sobrino a Broitenburg.

Silencio.

El silencio se alargó durante mucho tiempo, pero Tammy no dejaba de mirar hacia abajo. Le habían hecho muchas ofertas de trabajo, pero aquello…

Charles, el embajador, descubrió que tenía hormigas en el zapato y empezó a pisotearlas.

– Perdone, pero esas hormigas están protegidas -le advirtió Tammy-. Esto es un parque nacional. Las hormigas tienen más derechos que usted.

Charles miró a Marc, incómodo, pero éste no dijo nada. Entonces se encogió de hombros y volvió a la limusina. Había hecho su trabajo. Un embajador no se dedica a ir por el campo soportando el ataque de unas hormigas furiosas.

– He dicho que quiero llevarme a su sobrino… -empezó a decir Marc.

– Ya lo he oído. Pero no sé de qué está hablando -lo interrumpió Tammy.

Marc asintió. Lo esperaba. Tamsin no asistió al funeral de su hermana y no se había puesto en contacto con su sobrino. Si no fuera por el departamento de emigración, podría llevarse al niño de inmediato. Seguramente, ella ni siquiera admitiría ser responsable de él. Y al pensar en Henry solo, mal atendido, Marc se puso furioso.

– Si se hubiera puesto en contacto con nosotros le habrían dicho que el niño debe volver a Broitenburg, pero necesitamos su consentimiento.

– ¿De qué está hablando?

– De la niñera y del departamento de emigración. No puede usted poner ninguna objeción, señorita Dexter. Si yo no hubiera pagado el sueldo de la niñera, el crío estaría ahora mismo en un orfanato. Usted, su hermana y su madre… deberían encerrarlas, a las tres. Lo siento, pero su hermana ya no puede hacerse cargo, a su madre le importa un bledo y, aparentemente, a usted también. Yo sólo quiero que me firme los papeles. Si lo hace, me llevaré a Henry a Broitenburg y no tendrá que cargar con él.

Tammy lo miró con expresión confusa.

– ¿Henry?

¿Ni siquiera recordaba el nombre de su sobrino? Aquello era el colmo.

– Su sobrino.

– Yo no tengo sobrinos.

– Claro que sí.

– Claro que no. Parece que me ha confundido con otra persona. Yo sólo tengo una hermana, Lara, a quien hace años que no veo. La última vez que nos vimos salía con un millonario… y no creo que tenga ningún niño. Lara no se arriesgaría a engordar ni un gramo. Y ahora, si me perdona…

Aquello era absurdo, pensaba Marc. Había reconocido ser hermana de Lara…

– ¿Lara Dexter era su hermana?

– Es mi hermana -contestó ella.

Marc respiró profundamente. No había esperado aquello. Si de verdad no lo sabía…

– Señorita Dexter, su hermana se casó con mi primo Jean Paul y… murieron en un accidente de esquí hace cinco semanas. Tuvieron un hijo, Henry, que ahora vive en Sidney. Lo está cuidando una niñera, pero no estamos contentos con ella. Ahora mismo, el niño tiene diez meses y yo he venido a

Australia porque quiero que me firme unos papeles para poder llevármelo a Broitenburg.

Tammy se quedó helada.

¿Lara había muerto?

– No lo creo -murmuró, volviendo a su trabajo.

– Lo siento, de verdad.

– ¡Yo también lo siento, pero no le creo! Viene usted aquí con ese estúpido traje lleno de medallas, como si fuera un rey o algo así, con un chofer y… y me dice que mi hermana está muerta. • -Lara ha muerto, señorita Dexter.

– No le creo.

– ¿Le importaría bajar de ahí?

– No -contestó ella, siguiendo con su trabajo como si tal cosa.

– Señorita Dexter, tiene que aceptarlo. Su hermana ha muerto. ¿Quiere bajar del árbol de una vez?

Tammy se quedó mirándolo y él le devolvió la mirada sin decir una palabra.

Tenía una cara apasionante; rasgos fuertes, decididos, ojos tranquilos, como los de un hombre que dice la verdad.

Podía aceptar o rechazar lo que le estaba contando…

Pasaban los minutos y él no decía nada. Al menos tenía suficiente sentido común como para darle tiempo.

Y, por fin, Tammy se enfrentó a lo inevitable. Era cierto, su hermana había muerto. A pesar de lo incongruente de la situación, aquel hombre estaba diciendo la verdad.

Su hermana. Su hermana pequeña…

Lara no había querido saber nada de ella durante varios años. Lara y su madre vivían en un mundo propio con el que Tammy no tenía nada que ver, pero cuando eran pequeñas era ella quien cuidaba de su hermana. Antes de que naciera, Tammy no tenía nada y cuando Lara se hizo mayor y unió fuerzas con su madre, de nuevo se quedó sin nada. Pero durante su infancia…

Lara tenía cinco años menos que ella. Veintidós tendría en aquel momento.

¿Lara había muerto?

El recuerdo de una niña pequeña envuelta en mantitas apareció en su mente y, con la imagen, un dolor insoportable, desgarrador.

– Baje -insistió Marc.

Suspirando, Tammy se ajustó el arnés para descender y enfrentarse con lo inevitable.

Pero bajó demasiado rápido.

Llevaba años subiendo y bajando de árboles. Podría hacerlo dormida o con los ojos cerrados, pero… se le fue la mano con la cuerda y bajó de golpe. No tan rápido como para hacerse daño, pero sí lo suficiente como para que Marc tuviera que sujetarla.

Tammy se encontró en sus brazos; unos brazos fuertes, de bíceps duros.

La palabra fuerte lo describía muy bien. Su cuerpo era sólido como una piedra. Ella medía un metro sesenta y ocho y se sentía diminuta al lado de aquel hombre.

– ¿Se ha hecho daño?

Estaban tan cerca que sintió el absurdo deseo de apoyar la cara en su pecho y echarse a llorar.

Pero no. No había llorado en mucho tiempo y no iba a hacerlo ahora.

– Estoy bien -dijo en voz baja.

– ¿De verdad no sabía que su hermana había muerto?

Tammy se concentró en las medallas del traje. Incluso las contó: seis.

– ¿No lo sabía? -insistió él, levantando su barbilla con un dedo.

Tenía unos ojos preciosos, grises. Una chica podría perderse en aquellos ojos. Cualquier cosa antes que soportar aquel dolor…

– Mi hermana y yo no nos llevábamos bien.

– Lo siento.

– No lo sienta.

El hombre la soltó, pero lo hizo de una forma curiosa. Como si no quisiera soltarla.

Preguntas. Tenía que hacer preguntas. Tenía que saber…

– ¿Ha dicho que murió en un accidente?

– Sí.

– ¿Cómo?

– Iban en un trineo, en una zona bastante peligrosa. Y me temo que… habían bebido.

El nudo que Tammy tenía en la garganta se hizo insoportable. «Tonta», pensó. «Lara, ¿cómo pudiste ser tan tonta?».

– Así que… mi hermana estaba casada con su primo.

– Sí.

– ¿Y su primo murió también?

– Jean Paul murió también.

Tammy observó su cara para encontrar algún gesto de dolor, pero no encontró nada.

– Lo siento.

– Supongo que lo sentimos los dos.

Tenía una voz bonita, profunda, masculina. Con rastros de acento francés, pero muy leve.

No debía estar pensando en el acento de aquel hombre… O quizá lo hacía para distraerse.

Lara estaba muerta.

¿Qué más había dicho, que tenía un hijo?

– No puedo creer que su madre no se lo haya contado.

– ¿Mi madre lo sabe?

– Por supuesto. Estuvo en Broitenburg para el funeral de estado.

Un funeral de estado. A su madre le gustaría eso, pensó Tammy. Isobelle Dexter de Bier en un funeral de estado. Lo habría hecho estupendamente… incluso podía imaginar lo que se habría puesto. Sería algo muy elegante, negro, de encaje. Con un velo, por supuesto. Y un pañuelo blanco con el que fingiría secar sus lágrimas.

– ¿Estaba… sola?

– Su padrastro fue con ella.

Ah, claro. Su padrastro. ¿Cuál de ellos? Tammy se mordió los labios. Isobelle ya no se molestaba en casarse con sus amantes. Cuando Lara nació, iba por el cuarto marido. ¿Lara estaba muerta?

Ella debería haber estado en el funeral, como estuvo con Lara durante la infancia. De todas las cosas malas que su madre le había hecho, aquélla era la peor. Enterrarla sin decírselo…

– ¿Quería usted a su hermana? -preguntó Marc.

– La quise. Hace mucho tiempo.

– ¿Y habían perdido el contacto?

– Sí.

– ¿Y con su madre?

– ¿Cree que mi madre admitiría tener una hija que es arboricultora y que lleva esta pinta?

Él la miró de arriba abajo, pero su rostro permanecía impasible.

– No lo sé. Quizá no.

– Mire, creo que necesito tiempo para aceptar todo esto -suspiró Tammy-. ¿Tiene una tarjeta o algo así? Yo lo llamaré…

Necesitaba estar sola. Había aprendido que la soledad era el único remedio para el dolor. No la consolaba, pero sola podía soportarlo mejor.

– Ahora mismo no tengo ganas de hablar…

– Lo siento, pero no puedo hacer eso.

– ¿Por qué no?

– Tengo que ir a Sidney esta noche y después saldré para Broitenburg -contestó Marc-. He traído los papeles conmigo, señorita Dexter. Fírmelos y así podré llevarme a Henry. Y usted tendrá toda la soledad que necesita.14

– ¿Y su primo murió también?

– Jean Paul murió también.

Tammy observó su cara para encontrar algún gesto de dolor, pero no encontró nada.

– Lo siento.

– Supongo que lo sentimos los dos.

Tenía una voz bonita, profunda, masculina. Con rastros de acento francés, pero muy leve.

No debía estar pensando en el acento de aquel hombre… O quizá lo hacía para distraerse.

Lara estaba muerta.

¿Qué más había dicho, que tenía un hijo?

– No puedo creer que su madre no se lo haya contado.

– ¿Mi madre lo sabe?

– Por supuesto. Estuvo en Broitenburg para el funeral de estado.

Un funeral de estado. A su madre le gustaría eso pensó Tammy. Isobelle Dexter de Bier en un funeral de estado. Lo habría hecho estupendamente… incluso podía imaginar lo que se habría puesto. Sería algo muy elegante, negro, de encaje. Con un velo, por supuesto. Y un pañuelo blanco con el que fingiría secar sus lágrimas.

– ¿Estaba… sola?

– Su padrastro fue con ella.

Ah, claro. Su padrastro. ¿Cuál de ellos? Tammy se mordió los labios. Isobelle ya no se molestaba en casarse con sus amantes. Cuando Lara nació, iba por el cuarto marido.

¿Lara estaba muerta?

Ella debería haber estado en el funeral, como estuvo con Lara durante la infancia. De todas las cosas malas que su madre le había hecho, aquélla era la peor. Enterrarla sin decírselo…

– ¿Quería usted a su hermana? -preguntó Marc.

– La quise. Hace mucho tiempo.

– ¿Y habían perdido el contacto?

– Sí.

– ¿Y con su madre?

– ¿Cree que mi madre admitiría tener una hija que es arboricultora y que lleva esta pinta?

Él la miró de arriba abajo, pero su rostro permanecía impasible.

– No lo sé. Quizá no.

– Mire, creo que necesito tiempo para aceptar todo esto -suspiró Tammy-. ¿Tiene una tarjeta o algo así? Yo lo llamaré…

Necesitaba estar sola. Había aprendido que la soledad era el único remedio para el dolor. No la consolaba, pero sola podía soportarlo mejor.

– Ahora mismo no tengo ganas de hablar…

– Lo siento, pero no puedo hacer eso.

– ¿Por qué no?

– Tengo que ir a Sidney esta noche y después saldré para Broitenburg -contestó Marc-. He traído los papeles conmigo, señorita Dexter. Fírmelos y así podré llevarme a Henry. Y usted tendrá toda la soledad que necesita

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