Capítulo 6

Cuando abrió la puerta para darle los pantalones a Madame Girard, Emerald estaba temblando. Volvió sigilosamente al dormitorio, pero Brodie no estaba allí; sólo se oía el ruido del agua tras la puerta del baño.

No perdió el tiempo. Se quitó el albornoz y se puso un vestido de punto de seda color albaricoque por encima de la rodilla que le marcaba perfectamente la figura. De pronto se le antojó demasiado corto y el escote bastante pronunciado y coquetón. ¡Dios mío, y qué ganas tenía de coquetear!

Pero no sólo de coquetear; cada vez que Brodie estaba cerca de ella, no podía pensar en nada más que en acariciarle la piel desnuda. Ella sabía que él sentía lo mismo, pues lo había visto reflejado en sus ojos momentos antes. Era como si hubiera una fuerza irresistible entre ellos, una fuerza que los atrajese, y cuanto más tiempo transcurría, más intensa parecía volverse.

¿Y por qué en ese momento precisamente, cuando resultaba tan imposible?

Temblaba por la intensidad misma de sus sentimientos. No podía esperar hasta el otro día por la mañana para fugarse, pues según iban las cosas quizá al día siguiente fuera ya demasiado tarde. Tendría que hacerlo inmediatamente; miró a su alrededor buscando las llaves del coche y, en ese momento, recordó que Brodie se había vaciado los bolsillos en el cuarto de baño.

Todavía estaba corriendo el agua de la ducha y las mamparas de cristal esmerilado que la rodeaban le impedirían verla. El corazón le latía a toda prisa cuando abrió la puerta una rendija. En una pequeña mesita estaba la cartera de Brodie y las llaves del coche. Agarró las llaves con cuidado y, cuando ya iba a cerrar la puerta, se detuvo y, metiendo de nuevo la mano, sacó mil francos de la cartera. Después de todo, pensaba Emmy, como se había guardado el de ella no le faltaría dinero.

Cerró la puerta del baño, se puso unos zapatos de tacón bajo y agarró el pequeño bolso de mano donde había metido ya quinientos francos. Aun así vaciló y echó una mirada a la puerta del baño; odiaba tener que marcharse así, sabiendo lo que él pensaría de ella.

El ruido del agua cesó y Emmy aguantó la respiración. ¿Por qué diablos titubeaba? En un momento, Brodie saldría detrás de ella, sabía que no se quedaría parado y que actuaría inmediatamente. Corrió escaleras abajo y, al pasar por el vestíbulo, ignoró un grito de asombro de Monsieur Girard.

Le temblaban tanto las manos al intentar abrir el coche que temió que se disparara la alarma, pero finalmente consiguió abrir la puerta sin problemas y saltó al asiento del conductor.

– Respira hondo, Emmy -se decía a sí misma-. Respira hondo. Él todavía no sabe que te has ido y esta vez ni siquiera sabe adonde vas.

Puso en marcha el coche y volvió la cabeza. ¿Izquierda o derecha? ¡Qué lío! ¿Por qué tenían que conducir por la derecha nada más que en Inglaterra? Sí… era a la derecha. Menos mal que no venía ningún coche por la calle. Pisó el acelerador y empezó a retroceder.

– ¡Emerald! -rugió Brodie desde la ventana del primer piso con tanta fuerza que le recordó a un buen número de episodios desagradables en su vida.

Pero no se detuvo a averiguar si Brodie hecho una furia se parecía a su padre o no. Pisó con fuerza el acelerador y salió del aparcamiento. De repente, detrás de ella se oyó el chirrido de unos frenos y un crujido metálico que la precipitó hacia delante. Con las prisas se había olvidado de ponerse el cinturón, pero el airbag funcionó perfectamente, salvándola de la peor de las consecuencias de su propia estupidez.

Aun así no la salvó de un torrente de insultos en francés, que no fue capaz de comprender.

Pero un francés furioso no era nada comparado con lo que podía esperar de Brodie. Levantó la cabeza para verlo, pálido como un fantasma y temblando de rabia, al tiempo que abría la puerta del coche.

– ¿Te has hecho daño? -la voz le temblaba también; tenía un poco de espuma de afeitar debajo de la oreja y estaba descalzo, cubierto simplemente con un albornoz.

Muy pronto se vieron rodeados de un corro de curiosos, y cada uno quería dar su versión de los hechos. Todos halaban en voz alta y Emerald se sintió confusa. Lo que más hubiera deseado era que Brodie le diera un abrazo y la consolara; pero él no iba a hacer eso, sino que le gritaría por portarse como una estúpida, irresponsable y con razón. Entonces se tapó los oídos y cerró los ojos.

Pero él le apartó las manos y pronunció su nombre.

– ¿Emmy? -dijo con un hilo de voz.

Al volverse a mirarlo se dio cuenta de que no estaba enfadado, de que no le importaba el coche, ni la gente, o el hecho de que se hubiera comportado como una perfecta imbécil. Sólo le importaba ella.

En ese momento podría haberle echado los brazos al cuello y haberlo besado, pero se limitó a negar con la cabeza.

– No, no estoy herida -dijo, y sintió un leve escalofrío recorriéndole el cuerpo.

Él se dio cuenta.

– ¿Estás segura?

– Sí, segura -dijo algo irritada. Por mucho que deseara que la abrazara, besarlo no era una buena alternativa.

Pero él no hizo caso a sus modales y la ayudó a salir del coche como si se tratara de un objeto delicado, frágil. Ella supo que necesitaba su ayuda cuando notó que las piernas le fallaban y se cayó entre sus brazos. Él la agarró con más fuerza y repitió su nombre.

– ¿Emmy?

Oh, Dios mío, era tan gentil y se mostraba tan preocupado por ella que le dieron ganas de echarse a llorar por lo injusto que era todo. Pero al notar las lágrimas en los ojos bajó la cabeza y la apoyó contra su pecho para que él no se diera cuenta.

– Lo siento, Brodie -murmuró-. Lo siento muchísimo.

Él le contestó diciéndole algo tranquilizador, estaba casi segura de que le había besado la cabeza Aquello no hizo sino empeorar la situación, especialmente porque el dueño del coche se había acercado a ella para insultarla más directamente y no le importó incluir a Brodie en su retahíla de insultos.

Brodie empezó a hablar en voz baja con el hombre, y aunque no entendió todo, sí entendió que se estaba cargando él con las culpas, diciéndole que ella estaba disgustada porque habían tenido una pelea.

Los presentes empezaron a murmurar entre ellos pronunciando frases comprensivas, y oyó que alguien decía la frase affaire de coeur, como si aquello lo explicara todo. Entonces vio que se mandaban callar los unos a los otros.

– ¿Emmy? -ella levantó la vista-. Me temo que todos están esperando a que nos demos un beso y hagamos las paces -murmuró.

– ¿Eh?

Le apartó los rizos de la mejilla y le limpió las lágrimas con el dedo pulgar.

– Estamos en Francia, ¿entiendes? -le dijo, como si aquello fuera suficiente razón.

– Ya entiendo. Entonces será mejor si te beso, ¿no?

Como respuesta le acarició la mejilla.

Je suis desolé, chérie… -murmuró suavemente, para que lo oyera todo el mundo.

– No lo sientas, Brodie -le dijo ella-; soy yo la que debería disculparme. Te prometí que me iba a portar bien…

– Lo hiciste pero… supuse que lo habrías hecho cruzando los dedos -le dijo, mirándola a los ojos.

_Una chica debe tomar cualquier oportunidad que se le presente -dijo, intentando justificarse-. Deberías haber cerrado la puerta del baño con llave.

– Pensé que la había cerrado, pero es obvio que la cerradura no funciona. Bueno, aquí viene el broche de oro, cariño, y más vale que sea convincente porque tú no estás asegurada para conducir este coche y, si este tipo se pone chulo, el dinero de tu padre no te va a librar de tener que presentarte ante el juez.

Ella se le acercó lentamente y poniéndose de puntillas le echó los brazos al cuello, lo miró a los ojos oscuros como la noche, cerró los suyos y juntó sus labios a los de él. A su alrededor la gente suspiró aliviada, pero Emmy no se enteró. Tenía sus cinco sentidos concentrados en Brodie, en su piel cálida, en el aroma de su cuerpo y en el sabor de su boca.

Él no hizo intención de besarla más profundamente, pues se acababa de lavar los dientes y no le había dado tiempo a enjuagarse la pasta de la boca. Pero Emmy deseaba ir más allá, por ella misma y por los presentes. Además, él le había dicho que tenía que parecer convincente y, por una vez, obedecerlo iba a resultar un placer.

Entreabrió ligeramente los labios, invitándolo a participar, y le metió la punta de la lengua en la boca, provocándolo. Por un instante él no reaccionó, como transpuesto, pero después, sin avisarla, Brodie tomó las riendas, lanzándose a buscar su boca desesperadamente, dándole la bienvenida a la invitación con tal intensidad que el deseo que ella había estado intentando reprimir desde que lo vio desde la cañería en Honeybourne Park, la inundó de arriba abajo.

Era una locura, pero una locura llena de gozo y felicidad. Y ya que había sido idea de Brodie, decidió que por un breve momento podía dar rienda suelta a sus deseos, olvidar cualquier preocupación sobre si traicionaba o no sus sentimientos.

Al poco rato, se dio cuenta de que la gente empezaba a aplaudir al tiempo que el beso se prolongaba y luego todos suspiraron al unísono cuando Brodie separó lentamente sus labios de los de ella.

Emerald abrió los ojos, temerosa de lo que pudiera ver reflejado en los de él, pero él simplemente la miraba con rostro inexpresivo.

Luego se volvió y le dijo algo a Monsieur Girard antes de tomarla en brazos y llevarla hasta el hotel entre los vítores del pequeño grupo.

Una vez dentro, la dejó en el suelo y la miró como si no supiera qué hacer con ella.

Emmy, de pronto dándose cuenta de que su amabilidad podría esfumarse en cuestión de segundos, dijo apresuradamente:

– ¿Y qué va a pasar con el coche?

– Girard se ocupará de él y hablará del arreglo con el otro conductor -la miró exasperado-. Estás gastando mucho dinero, Emmy; espero que estés convencida de que tu pintor lo merece -no esperó una respuesta sino que se volvió y se dirigió a las escaleras; ella intentó seguirlo pero él se volvió bruscamente-. Quédate aquí, Emmy.

– ¿Por qué? ¿Qué vas a hacer?

– Nada -dijo, apretando la mandíbula-. No haré nada si te quedas aquí y te comportas como es debido mientras subo a vestirme. Dentro de diez minutos bajo y luego iremos a buscar un sitio donde comer.

– Pero…

– No discutas conmigo, simplemente haz lo que te pido por una vez porque la próxima vez que intentes hacer una proeza de este tipo te aseguro que no vas a salir tan bien parada.

Emerald tenía razón; la preocupación se había esfumado al terminar el beso, pero al menos había disfrutado de ello. Sin embargo, no pensaba dejar que se diera cuenta.

– ¿Qué vas a hacer, Brodie? -dijo mirándolo con furia, como si se hubiera olvidado lo mucho que lo había sentido por darle tantos problemas-. ¿Darme un azote en el culo?

– Algo parecido -dijo secamente.

¿Qué demonios querría decir con eso? Entonces se dio cuenta y empezó a temblar un poco; al decir proeza no se había referido a la escapada, o a lo que le había hecho al coche, sino a la forma de besarlo.

Entonces se puso tan colorada que pensó que le saldrían llamas por la piel.


Brodie volvió en algo menos de diez minutos vestido con unos chinos y una camisa polo en color azul gris, que hacía que sus ojos parecieran del mismo color. Si se hubiera tratado de un hombre más pagado de sí mismo, Emmy habría sospechado que lo hacía adrede. En el caso de Brodie, tenía la terrible sospecha de que el conjunto que se había puesto lo había elegido alguna mujer, muy elegante y sofisticada que nunca le daba problemas y a cuyos besos respondía con más entusiasmo.

– Todavía estás aquí -dijo al llegar abajo.

– No tenía otra alternativa -movió los dedos de los pies descalzos-. Me he dejado los zapatos y el bolso en el coche y tu obediente hotelero los ha escondido en vez de dármelos.

– ¿Y has permitido que una nimiedad de ese calibre te detuviera? -la miró divertido-. No deberías permitir que estos pequeños contratiempos te hagan olvidar tu empeño, Emmy.

– No lo haré -prometió-. Pero ni todo el empeño del mundo me llevaría más allá del final de la calle sin zapatos.

Le pidió sus posesiones a la chica de la recepción y se las pasó a Emmy.

– No tenías más que pedirlas.

– ¿De verdad pretendes que me lo crea? -dijo muy sorprendida.

– Podrías haberlo intentado; ahora nunca sabrás si hubieras podido escapar o no.

– No creo que hubiera podido, además, tengo hambre -respondió irritada.

Brodie sonrió.

– Si quieres comer, me temo que tendrás que devolverme los mil francos que me quitaste de la cartera.

Abrió el bolso y le dio el dinero. -Sólo lo tomé como préstamo.

– ¿Estás lista?

Emerald asintió mientras terminaba de ponerse las sandalias.

– ¿Segura? Te veo un poco pálida.

– Estoy bien, no exageres.

– No estoy exagerando. Si te has dado un golpe en el coche, no me gustaría que te desmayaras.

«¡Le importo!», pensó muy contenta. Pero enseguida se desinfló al oírle decir:

– Si ocurriera algo así, no sabría cómo explicárselo a tu padre.

Como no era capaz de estar enfadada con él más de dos minutos, decidió tomárselo a broma.

– Venga, Brodie -dijo, agarrándole del brazo-. Vamos a echar un vistazo a esa puesta de sol que me has prometido; y te lo aviso, más vale que sea bonita.

La puesta de sol fue breve pero espectacular; enmarcó la ciudad y el puerto con su bosque de bamboleantes mástiles en un brillante fondo de rojos, rosas y morados.

– Bueno -dijo Brodie mientras se sentaban a la mesa del restaurante-, ¿te ha gustado la puesta de sol?

– No ha estado mal -contestó-. Demasiado espectacular para mi gusto; prefiero las de color plata y rosa, con nubes diminutas, como esponjas.

– Me temo que hay escasez de nubes en esta parte del mundo en esta época del año, y espero de corazón que siga así. Las tormentas por aquí tienden a ser un poco como las puestas de sol: muy espectaculares y llamativas.

– Parece que conoces bien toda la zona.

– Sí, bueno, es que trabajé de marinero en un yate que estuvo anclado aquí durante un par de veranos. Eso fue mientras estudiaba en la universidad.

– ¡Qué suerte! Después de la desafortunada aventura con Oliver Hayward me condenaron a pasar las largas vacaciones recorriendo museos en la compañía de una tía mía.

– Pobre señora -dijo con vehemencia-; me compadezco de ella.

– No, me porté bien -dijo mirándolo-; en serio Brodie. De haber montado algún escándalo le habría dado un patatús… Además, el Museo de Victoria y Alberto me produce tranquilidad -añadió seriamente.

– Ojalá me lo hubieras dicho antes de salir de Londres; habría sacrificado con gusto medio día para ahogar ese torbellino de travesuras.

– La pobre tía Louise se sentía tan responsable que no podía darle un disgusto; es una mujer encantadora.

– ¿Y yo no? -sonrió-. No te preocupes, puedes decirlo; no me ofenderás.

– No te pareces en nada a mi tía Louise -dijo cuidadosamente.

– Y, además, tenías todo el tiempo durante el curso en Oxford para hacer de las tuyas.

– Eso es cierto -lo miró sin alterarse-. También logré licenciarme con matrícula de honor; la verdad es que fueron tres años de mucho trabajo.

La miró un momento y luego meneó la cabeza.

– Lo siento, Emmy; he sido un grosero contigo.

– Sí, es verdad -luego fue y le puso la mano sobre la de él-. Pero no es necesario que te disculpes: me he portado muy mal y tú has sido muy bueno conmigo. No sé qué habría hecho con el hombre que me dio el golpe si tú no hubieras estado ahí.

Por muy dulce que fuera aquel gesto de tocarle la mano, no iba a dejarle creer que le estaba engañando.

– Le hubieras hecho ojitos y le habrías tenido a tus pies en diez segundos.

– ¡No está bien que digas eso! -protestó, retirando inmediatamente la mano.

– ¿No me digas? Olvidas que he tenido experiencia de primera mano con esa técnica tuya, cuando te balanceabas agarrada a la cañería. Y luego también tienes una técnica muy interesante con las medias.

– ¡Yo no te hice ojitos! En ese momento estaba demasiado angustiada como para ocurrírseme, y tuve que ponerme las medias para que los zapatos no me hicieran daño. De todas maneras, Brodie, está muy claro que tú no estás a mis pies.

De eso no estaba tan seguro, pero sabía que decírselo sería cometer una gran equivocación. A la mínima señal de debilidad se lo metería en el bolsillo.

– No, bueno, tengo que pasarme todo el tiempo persiguiéndote, lo cual sería un poco difícil si estuviera de rodillas a tus pies -en ese momento se acercó un camarero y Brodie le preguntó a Emmy qué le apetecía beber.

San Rafael blanco, por favor -contestó ella.

– Y un Ricard para mí -añadió, abriendo el menú-. Entonces si no vas a tomar bullabesa, Emmy, ¿qué quieres comer?

– Salmonetes a la plancha y una ensalada.

– ¿No preferirías consultar el menú antes de decidir?

– No -sonrió, apoyando los codos sobre la mesa-. Sé lo que quiero.

Brodie se volvió al camarero y le preguntó si era posible pedir solamente salmonetes a la plancha con ensalada. El camarero, sin dejar de mirar a Emmy, le contestó afirmativamente.

– ¿Consigues siempre lo que deseas con tanta facilidad? -le preguntó, después de pedir él.

– No siempre. No conseguí a Oliver Hayward y, si mi padre y tú os interponéis, tampoco conseguiré a Kit.

– ¿Oliver Hayward? ¿Ese es el tipo al que tu padre compró cuando tenías dieciocho años? ¿Todavía estás enfadada con él por eso?

– No; tengo que reconocer que lo de Oliver fue un gran error -respondió, encogiéndose de hombros brevemente-. Lo conocí en ese largo periodo lectivo que te dan entre los exámenes de ingreso y el comienzo de la universidad. Yo estaba en casa de unos amigos de mis padres para pasar el verano y él también. Los días eran largos y llenos de sol y no teníamos nada que hacer a parte de comer, beber, nadar y enamorarnos. Era un chico guapísimo y encantador; el tipo de hombre al que las madres siempre temen -hizo una mueca-. Desgraciadamente, mi madre estaba tan ocupada liándose con tipos como él que nunca me habló de esa clase de chico. Supongo que debería haber agradecido que aceptara el dinero de mi padre; eso me dejó claro el tipo de persona que era -se echó hacia atrás y colocó las manos detrás de la nuca-. Me dijo que lo sentía mucho y me aseguró que tenía el corazón destrozado, pero que se había dado cuenta de que mi padre iba en serio con lo de cancelar la boda. Dijo que prefería no ponérmelo más difícil.

– ¿A ti?

– Sí, a mí. Qué amable, ¿no? -sonrió ampliamente, convenciéndolo así de que ya no quedaba nada de aquella antigua pasión-. El pobre consiguió consolarse comprándose un coche nuevo.

– ¿Estabas enamorada de él en serio, Emmy?

– ¿O simplemente haciendo de rabiar a mi querido padre? Mi delito fue tener dieciocho años y dejarme impresionar por cualquiera -se encogió de hombros-. Me puse hecha una fiera, con papá y con Oliver… El muy sinvergüenza aceptó la primera oferta que le hizo Hollingworth.

– No tuvo agallas y, después de sopesar las diferentes alternativas, decidió que prefería tener cien mil libras en su cuenta a una esposa; particularmente una que le iba a causar tantos problemas -Brodie hizo una pausa-. ¿Por cierto, qué coche tiene Kit Fairfax?

– Ese comentario me parece un poco fuerte, Brodie.

– Sólo ha sido una ocurrencia.

– Pues a ver si se te ocurren cosas mejores, y será mejor que dejemos a Kit al margen de esta conversación.

– Lo que tú quieras -se recostó en la silla y contempló el puerto mientras le daba un trago a la bebida que tenía en la mano-. Sin embargo, me resulta muy extraño; por experiencia sé que la mayoría de las mujeres enamoradas no es capaz de dejar de hablar de su amor.

– Yo no voy a incluirme en esa mayoría.

Le echó una mirada rápida.

– Eso tampoco se me ha escapado -luego señaló un grupo de barcos que tenían delante-. ¿En cuál de esos barcos te gustaría estar en este momento? -lo miró con desconfianza-. Estoy cambiando de tema como me has pedido, Emmy -dijo sin alterarse.

– Ah -miró hacia el puerto-. Pues no me gusta navegar en un barco menor que un QE2; me mareo.

– Lo pasas mal en los viajes, ¿no? Te da miedo volar y te mareas en barco… A mí, me gustaría montar en ese grandote que hay ahí y poner rumbo al mar Egeo, para hacer un crucero por todas esas islas tan maravillosas, recorrer las ruinas, comer en la playa, tomar el sol…

– ¿Es eso lo que solías hacer cuando trabajabas en el barco?

– Pues no, Emmy -le dijo-. Eso era lo que hacían los que alquilaban los barcos. Yo les llevaba cosas y limpiaba lo que ellos ensuciaban.

– ¿Y te lo pasaste bien?

– No siempre, pero a ratos podía tomar el sol y nadar, y algunos de los que alquilaban el barco eran muy amables.

– Te refieres a las mujeres, ¿no? -dijo con sarcasmo.

Él se echó a reír, dejando ver unos bonitos y blancos dientes.

– Quizá sí. Lo que sí puedo asegurarte es que me pasaba las horas muertas trabajando, y que no tenía que pagar alquiler.

Lo miró pensativa.

– Debes de pensar que soy una niña mimada y alocada -dijo, mirando hacia abajo.

– No, no pienso eso. Venimos de mundos distintos, eso es todo. Yo he tenido que trabajar para conseguir todo lo que tengo, pero no pasa nada. Cuanto más te esfuerzas para tener algo, más valor le das.

Pensó en su maravilloso apartamento y en los cuadros que había coleccionado. Todo lo había conseguido con el sudor de su frente; no como ella, que había heredado todo de su abuela.

– ¿De dónde vienes, Brodie? ¿De dónde es tu familia? -él no le contestó inmediatamente; Emmy movió la mano como si fuera a acariciar la suya otra vez pero se lo pensó mejor-. Me gustaría mucho saberlo.

– Mi padre era minero… Un hombre robusto, lleno de vida. Le encantaba jugar al criquet y, además, era muy bueno; también le gustaba caminar… lo cierto es que le gustaba estar al aire libre y respirar aire fresco.

– ¿Qué fue de él?

– Murió en un accidente en la mina cuando yo tenía doce años; fue una máquina… -dejó de hablar; lo que la máquina le había causado a su padre no era algo muy agradable de contar en la mesa-. Acababan de admitirme en el equipo de criquet del colegio, y a él le encantaba entrenarme; estaba tan orgulloso de mí…

– ¿Nunca te vio jugar? -él contestó meneando la cabeza-. La vida es muy perra, ¿verdad? -y al decirle eso, Brodie pensó que tampoco podría haber resultado muy buen comienzo en la vida que su madre la abandonara cuando era una niña-. ¿Tu madre nunca volvió a casarse? -preguntó Emerald.

– No, siempre decía que papá era una persona demasiado especial como para encontrar a otro, pero una vez que me hice mayor y me independicé, se marchó a vivir con su hermana a Canadá.

– Debe de echarte muchísimo de menos.

– No tiene tiempo. Meg, su hermana, tuvo seis hijos y ellos a su vez han tenido muchos hijos. Tendría que empezar a hacer bebés para convencerla de que vuelva.

– ¿Y por qué no lo haces?

– Porque hacen falta dos personas para hacerlo, Emmy -la miró-. Y dos personas que se compenetren bien.

– Entonces eres uno de esos hombres que cree en eso de hasta que la muerte nos separe, ¿no?

– Creo que si no empiezas al menos con eso en mente, el matrimonio no tiene mucho sentido. El matrimonio es una cuestión de suerte, con que si encima uno no se compromete desde el principio…

– Supongo que tienes razón; supongo que me libré de una buena cuando Oliver escogió aceptar el dinero -Emmy levantó la vista y vio que Brodie también la miraba pensativo-. Ay, mira, aquí llega la comida -sonrió al camarero y éste se puso colorado; cuando volvió a mirar a Brodie ya no la miraba pensativo sino más bien exasperado.

– ¿Es que tienes que hacer eso?

– ¿El qué?

Brodie se limitó a menear la cabeza.

– No me parece bien, Emmy -ella siguió mirándolo, con los ojos abiertos como platos-. Y eso tampoco -dijo, de pronto enfadado.

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