Capítulo 1

Seis años después

– ¿Ha llegado el correo?

Fleur se inclinó para recoger las facturas, los catálogos de publicidad y el resto de la correspondencia tirada sobre el felpudo del porche y luego levantó la cabeza.

– ¡Tom, si no bajas en dos minutos te llevo al colegio como estés!

– Tranquila, niña. El mundo no se va a parar porque Tom llegue dos minutos tarde al colegio -sonrió su padre.

Fleur dejó el correo sobre la mesa de la cocina.

– Ya lo sé, pero no quiero llegar tarde a mi cita con la nueva directora del banco. La necesitamos de nuestro lado si vamos a acudir a la feria de flores de Chelsea.

Su padre, debió de notar cierto desasosiego en su voz porque dejó de mirar el correo y, con una seguridad que no había mostrado en mucho tiempo, anunció:

– Sí, Fleur, vamos a estar en Chelsea.

Entonces, costase lo que costase, tendría que conseguir que la nueva directora del banco les permitiera ampliar el descubierto. Fleur respiró profundamente.

– Muy bien.

La jubilación del viejo y simpático director no había podido llegar en peor momento. Brian entendía las dificultades de su negocio, había celebrado los éxitos con ellos y soportado pacientemente los problemas durante los últimos seis años, dándoles tiempo para recuperarse.

Y a Fleur le habría gustado poder hacer algo más que llenar las jardineras del banco para agradecer su fe en ellos. Aunque todo saliera bien hasta la feria de Chelsea, iban a correr un gran riesgo. No estaba convencida de que la salud de su padre aguantase la tensión de producir flores para una importante exposición en mayo, pero no sería capaz de disuadirlo. Lo único que podía hacer era intentar ocultarle las dificultades económicas que estaban atravesando.

Desgraciadamente, Delia Johnson, la nueva directora del banco, les había enviado una nota para que se pasaran por su despacho. Y no podía ser para darles una buena noticia.

Y era esa preocupación lo que la tenía tan nerviosa aquella mañana.

Iba a tener que hacer lo imposible por «venderle» su negocio, por convencer a la señora Johnson de que el banco tenía mucho que ganar si los ayudaba a montar un puesto en la feria de flores más importante del país.

– No te preocupes -intentó tranquilizarla su padre-, todo saldrá bien. Puede que hayas heredado mi talento para la horticultura y la belleza de tu madre pero, afortunadamente, no has heredado nuestra mala cabeza para los negocios. Estás preciosa, además.

Fleur sabía bien cuál era su aspecto y no podía hacer nada. Sin tiempo ni dinero para ir a la peluquería o para comprar cosméticos caros, el parecido con su madre era menos evidente de lo que podría ser. Además, había tenido que aprender el negocio a toda prisa cuando no tuvo más remedio. Y seguían con el agua al cuello.

Había sido imposible recuperarse de ese año en el que su mundo, el mundo de todos en su familia, se había derrumbado por completo.

La falta de interés de su padre por la parte administrativa de la empresa y el descubrimiento de que su madre se había gastado casi todo lo que tenían en el banco los había dejado nadando contra corriente.

Su pobre padre se limitaba a decir lo que creía que ella quería oír, para animarla, pero no podía hacer mucho más.

En aquel momento estaba mirando de nuevo el correo y Fleur vio un sobre que, con las prisas, le había pasado desapercibido. Y se le encogió el corazón al ver el membrete de la empresa Hanovers.

– ¿Es que no piensan rendirse nunca? -exclamó.

Cualquier otro día se habría limitado a tirarlo a la basura sin abrirlo siquiera, protegiendo a su padre del odio de una mujer cuya única ambición parecía ser intentar arruinarlos. Echarlos del pueblo, del país si fuera posible.

– Le vendería la finca a cualquier constructor antes que permitir que se la quedara Katherine Hanover.

– Con Katherine en el Ayuntamiento, nadie conseguirá un permiso para construir en esta finca -contestó su padre con toda tranquilidad.

Nunca se enfadaba, nunca se ponía furioso. A Fleur le gustaría que gritase, que expresara sus verdaderos sentimientos, pero él nunca diría nada malo de Katherine Hanover. Y si seguía sintiendo pena por ella, sus sentimientos estaban muy equivocados.

– Porque la quiere para ella sola -dijo Fleur, con amargura.

Dentro de la finca había un viejo granero que no había sido usado más que como almacén durante años. Era muy grande, perfecto para convertirlo en una de esas casas que salen en las revistas. Y venderlo resolvería muchos de sus problemas.

Pero la concejalía de obras del Ayuntamiento, dirigida por Katherine Hanover, había decidido que era un edificio histórico, de modo que no podían venderlo. Además, los habían advertido que si dejaban que se hundiera les pondrían una multa.

– Quizá debería meterme en política -suspiró Fleur-. Así al menos podría cancelar el voto negativo de los Hanover.

– Pues tendrías que hacerlo en tu tiempo libre -dijo su padre.

– Sí, claro. Podría dejar de planchar -bromeó Fleur-. Sería un auténtico sacrificio, pero lo haría con gusto.

– Así me gusta -sonrió Seth Gilbert-. Pensé que estabas flaqueando.

– ¿Quién, yo? Nunca.

Su padre volvió a mirar la carta de Katherine Hanover y la sonrisa desapareció de su rostro, como si se hubiera quedado sin fuerzas. Su salud se había desgastado por las continuas traiciones, por el dolor, por los problemas económicos… dándole razones a Fleur, si necesitaba alguna más, para odiar a los Hanover con toda su alma.

– No la abras. La romperé como he roto las demás.

– ¿Ha habido más?

Fleur se encogió de hombros.

– Unas cuantas. Pero no merece la pena leerlas.

– Ya veo. Bueno, puedes hacer lo que quieras con ésta porque viene dirigida a ti. Parece que la han traído personalmente… no lleva sello.

– ¿Qué? -Fleur tomó la carta y se quedó sorprendida al ver que, efectivamente, estaba dirigida a ella y no a su padre-. ¿Por qué me escribirá a mí?

– A lo mejor piensa que tú puedes convencerme para que no tire las cartas a la basura. Y a lo mejor ha perdido la confianza en el servicio de correos y la ha traído ella misma -su padre parecía encontrar esa idea tremendamente divertida-. Me alegra saber que no se entera de nada.

– Desde luego.

– A lo mejor escribe para ofrecerte un trabajo.

– Sí, seguro.

– Si piensa ampliar el negocio, necesitará más gente.

– No tiene espacio para ampliar el negocio. Ya le gustaría.

Katherine Hanover necesitaba la finca Gilbert, su finca, para ampliar su imperio.

– Además, ¿por qué iba a necesitarme a mí? Yo me dedico a las flores, no vendo cortacéspedes. Los Hanover no han cultivado flores desde que…

Maldición. ¿Por qué había dicho eso?

– Desde que tu madre se escapó con Phillip Hanover -terminó su padre la frase-. Puedes decirlo, Fleur. Eso fue lo que pasó y nada va a cambiarlo.

– No, es verdad.

En realidad, no había sido el recuerdo del adúltero padre sino el del hijo lo que la pilló por sorpresa. El abandono parecía ser algo inherente a la familia Hanover y, por una décima de segundo, se sintió unida a Katherine.

¿Unida a Katherine? Imposible.

Katherine Hanover era una mujer vengativa y mala, algo que, a pesar de todo lo que había pasado, Fleur estaba decidida a no ser nunca.

Pero prefería que su padre pensara que estaba intentando no herir sus sentimientos. Eso era mejor que la verdad.

– Desde que pavimentó la finca familiar y la convirtió en un hipermercado de suministros de jardinería, Katherine Hanover no me necesita para nada, papá.

– Cierto. Pero ha puesto un anuncio en el periódico buscando gente para los fines de semana. A lo mejor piensa que te vendría bien el dinero.

– ¿Y por qué iba a pensar eso?

¿Por el traje gris que llevaba, el que había comprado para el funeral de su madre seis años antes y que empezaba a perder lustre? ¿O quizá por los viejos zapatos negros que sólo habían sobrevivido tanto tiempo porque no se los ponía nunca?

– A lo mejor quiere que sepas cuánto dinero tiene.

– ¿Tú crees?

¿El nuevo Mercedes, la ropa de diseño, los zapatos que provocaban envidia en todas las mujeres del pueblo no eran pruebas más que suficientes de que estaba forrada?

– No, papá, no es tan tonta -sonrió Fleur, tomando la carta-. Imagínate el caos que se organizaría si yo apareciese por allí.

Pero antes de que pudiera abrir el sobre sonó el reloj del salón.

– ¡Tom, baja de una vez!

Un niño de cinco años con la energía de una dinamo apareció entonces en la cocina, con un perro siguiéndolo de cerca.

– ¡Ya estoy! -anunció, sonriendo de oreja a oreja.

A Fleur se le encogió el corazón. Se había mojado el pelo para echárselo hacia atrás, llevaba el nudo de la corbata del uniforme casi en la oreja y las zapatillas de deporte en el pie equivocado.

– Me he vestido yo solo.

– Muy bien, Tom -sonrió Fleur, tomándolo en brazos y achuchándolo hasta que su hijo empezó a protestar. Tom estaba creciendo demasiado deprisa y ya no quería que lo tratase como si fuera un niño pequeño.

– ¡Que se me ha caído la zapatilla, mamá!

Riendo, Fleur la recogió del suelo y lo sentó en la mesa de la cocina para ponerlo un poco presentable.

– ¡No, el pelo no! -protestó el niño cuando ella intentó atusárselo-. No me gustan los rizos.

– Perdona, perdona… ¿Lo llevas todo?

– Los libros, el dinero para el almuerzo, los lápices…

– Eres un genio. ¿Quieres una manzana?

– Bueno.

– Venga, dale un beso al abuelo, que tenemos que irnos.


Matthew Hanover estaba frente a la ventana de su dormitorio, esperando que Fleur apareciese. No la había visto en casi seis años… desde que su noche de bodas fue turbada por el sonido de un móvil.

Había estado a punto de apagarlo, pero en la pantalla vio que era el padre de Fleur. Y una llamada de su padre a esas horas sólo podía significar una cosa.

Problemas.

Serios problemas.

Había visto cómo la alegría desaparecía de los ojos de Fleur al saber que su madre acababa de tener un accidente de tráfico y no había tiempo que perder.

Matt le suplicó que lo dejara llevarla al hospital para estar a su lado. Ahora eran una pareja, estaban casados… pero ella no quiso.

– No, por favor. Mi padre ya tiene suficiente con esto como para… darle otro disgusto.

Y él la había dejado ir porque pensó que no era el momento de lidiar esa batalla. La dejó ir con un beso, intentando no mostrarse dolido cuando ella se quitó la alianza.

– Llámame en cuanto sepas qué ha pasado.

Luego, cuando Fleur desapareció, como si tuviera un presentimiento, se tumbó en su lado de la cama, donde todavía estaba la marca de su cuerpo, su calor, para esperar esa llamada.

Pero cuando sonó el teléfono media hora después, no era Fleur. Era su madre para decirle que su padre había muerto. Que Jennifer Gilbert lo había matado…

La puerta de la casa de los Gilbert se abrió y un perro, un chucho mezcla de collie y alguna otra raza, corrió hacia el Land Rover. Fleur apareció enseguida, con un traje gris, su pelo rojo oscuro sujeto en un moño…

Se quedó parada un momento en la puerta, con un viejo maletín en la mano, los hombros caídos como si estuviera agotada por la carga que llevaba encima.

Y Matt se alegraba. Merecía sufrir, pensó.

Un niño salió corriendo de la casa como una tromba. Instintivamente, Matt apoyó las manos en el cristal de la ventana, como si así pudiera tocarlo…

¿Cómo podía haberle ocultado eso?

¿Cómo podía haberle ocultado a su hijo?

Si alguien, una persona anónima, no le hubiera enviado un recorte del periódico local con una fotografía tomada en una obra del colegio, nunca lo habría sabido.

Y una sola mirada le confirmó que Thomas Gilbert era su hijo. Pero verlo en carne y hueso era tan doloroso, ver cómo ella lo ayudaba a subir al Land Rover, cómo reía de algo que el niño estaba diciendo…

Fleur no podía haber leído su carta o nada en el mundo la habría hecho sonreír.

Si hubiera vuelto por Longbourne alguna vez, si no hubiera cambiado de tema cada vez que su madre empezaba con su larga lista de quejas contra los Gilbert…

Pero no tenía sentido pensar en el pasado. Había tardado en solucionar sus compromisos en Hungría, en transferir el negocio que había fundado allí a su socio en la empresa. Y cada día le había parecido un año.

La tentación de marcharse de inmediato, de tomar el primer avión a Inglaterra, había sido casi insoportable, pero tenía que dejarlo todo bien atado.

Y allí estaba, dispuesto a hacerla pagar por los cinco años de la vida de su hijo que se había perdido.

Fleur cerró la puerta del Land Rover, comprobó que estaba bien segura y abrió la portezuela de atrás para el perro. Luego, cuando iba a subir al coche, se detuvo como si hubiera oído algo y giró la cabeza hacia la verja que dividía la finca de los Gilbert y los Hanover. Y, por un momento, le pareció que podía verlo allí, mirándola.

Pero enseguida se levantó un poco la falda, mostrando gran parte de sus preciosas piernas, para colocarse tras el volante del Land Rover.

– Ahora, Fleur -murmuró Matt-. Ahora.


Fleur dejó a Tom en la puerta del colegio justo cuando sonaba el timbre y el niño salió corriendo con la mochila a cuestas. Luego, cuando llegó a la puerta, se volvió para despedirse de su madre con la mano. A Fleur se le encogió el corazón. Se parecía tanto a su padre… había gestos que… cuando giraba la cabeza, por ejemplo. O cuando levantaba una manita para decirle adiós.

Cada día se parecían más. Y a veces Fleur contenía el aliento cuando alguien del pueblo miraba al niño con el ceño arrugado, como intentando recordar dónde había visto esa cara antes. Afortunadamente, tenía la piel pálida, como los Gilbert, el pelo rojo que se volvería más oscuro con los años y los ojos verdes y no grises como su padre. Por el momento, nadie había adivinado que era hijo de Matthew Hanover, pero el parecido sería más evidente cada día.

Si Katherine Hanover sospechase algo…

Ojalá se fuera de allí. Ojalá se fuera muy lejos.

Fleur miró el cartel azul a la entrada del pueblo: Hanovers, todo para su jardín.

¿Por qué allí? Habría sido más lógico abrir el negocio en Maybridge, donde estaban todas las tiendas, los almacenes y los supermercados. Donde había sitio para ampliar el negocio. Vivir tan cerca de una familia a la que culpaba de todos sus males sólo servía para aumentar la amargura de esa mujer.

Pero el sentido común no tenía nada que ver con aquello.

Cuando dos familias habían sido rivales en los negocios y en el amor durante casi dos siglos, hacerle daño a la competencia era lo único importante. Aunque, en opinión de Fleur, en los últimos años los Hanover le habían hecho daño suficiente a su familia como para satisfacer hasta a la persona más vengativa del mundo.

Afortunadamente, encontró aparcamiento delante del banco, una buena señal, pensó, y después de arreglarse un poco el pelo frente al retrovisor, abrió la puerta del Land Rover y cruzó la calle.

– ¡Fleur! Pero si casi no te reconozco -exclamó la recepcionista.

– ¿Ah, sí? ¿Y eso es bueno o malo?

Normalmente no se ponía más que crema con filtro solar, pero aquel día había hecho un sacrificio para impresionar a la nueva directora del banco y, además del traje gris bien planchado, llevaba brillo en los labios y un pañuelo de seda al cuello.

– Buenísimo. Te veo estupenda.

Nerviosa, Fleur empezó a juguetear con los pendientes de plata y amatista, su piedra favorita. Matt Hanover se los había regalado en lugar de un anillo la primera vez que le pidió que se casara con él. La primera vez que ella dijo: «Espera, todavía no».

Entonces tenía dieciocho años y le quedaban tres para terminar la carrera. Además, iba a marcharse al otro lado del país a trabajar. Esperar era la única opción. Pero había aceptado los pendientes como prueba de su compromiso, como una promesa. Eran unos pendientes baratos, algo que podía ponerse sin que su madre la interrogara sobre su procedencia.

Un día, le había prometido Matt, le regalaría diamantes. Fleur se había reído, claro. Le había dicho que no necesitaba diamantes porque lo tenía a él y se había puesto los pendientes todos los días, segura de su amor.

La cajita, escondida durante años en uno de los cajones de la cómoda, había aparecido cuando buscaba el pañuelo. Y Fleur la abrió sin poder evitarlo. Las piedras iban bien con el color del pañuelo y, en un gesto de desafío, una promesa de que ninguno de los Hanover, ni la madre ni el hijo, podían ya hacerle daño, decidió ponérselos.

Pero ya no estaba tan segura.

– Gracias.

– Estás muy guapa, de verdad -insistió la recepcionista, mientras abría la puerta del despacho-. Ha llegado la señorita Gilbert, señora Johnson.

– ¿La señorita Gilbert? -Delia Johnson levantó la mirada-. ¿Viene usted sola? Creí que vendría con su padre.

Fleur sabía que iba a hablar con una mujer que no conocía a su familia, una mujer que no entendía su negocio. Sabía que tendría que esforzarse para convencerla, para crear una relación de amistad con ella.

Pero la señora Johnson, aparentemente, no estaba por la labor.

– Mi padre no se encarga de la parte administrativa del negocio.

– Pero aparece en la documentación que tenemos aquí como el único propietario.

– Ya no es así -contestó Fleur-. Nuestro administrador nos aconsejó que nos hiciéramos socios, ya que soy yo quien se encarga de todo. Mi padre no está bien desde que mi madre murió en un accidente.

– ¿No está bien? ¿Qué le ocurre?

¿Qué podía decirle, que el mundo de su padre se había venido abajo? ¿Que había sufrido una crisis nerviosa y aún no se había recuperado del todo?

– Sufre una pequeña depresión. Ahora está mejor, pero no le gusta salir de casa. Prefiere concentrarse en las plantas. Brian… el señor Batley, conocía la situación y siempre trataba conmigo.

– Brian Batley se ha retirado -le recordó la señora Johnson, añadiendo algo en voz baja que sonó sospechosamente como «y ya era hora».

Evidentemente, desaprobaba la actitud de su predecesor y parecía decidida a demostrar que a ella se le daba mucho mejor librarse de cuentas que estaban permanentemente en descubierto.

Y la empresa Gilbert debía de ser una de las primeras en su lista.

– Pensé que se lo habría contado. ¿No tiene esa documentación en el archivo? -preguntó Fleur.

– No, parece que no.

– Si quiere hablar con mi padre, puede venir al invernadero cuando quiera. Así podría ver por usted misma lo que estamos haciendo -dijo Fleur, dejando el maletín sobre la silla-. He traído un informe de lo que esperamos conseguir este año y las ventas más importantes se harán en la feria de Chelsea. Hace algún tiempo que no vamos allí, pero este año nos han ofrecido un puesto y…

– Ya me lo contará más tarde, señorita Gilbert -la interrumpió Delia Johnson-. Por favor, siéntese.

Fleur dejó el maletín en el suelo y se sentó, nerviosa.

– Por lo que puedo ver aquí, parece que Brian Batley tenía una actitud… digamos muy relajada con su cuenta.

Fleur asintió con la cabeza. Pero aquella mujer estaba confundiendo la actitud comprensiva de Brian, un hombre que sabía el tiempo que necesitaba una planta para crecer, y su apoyo durante los momentos difíciles, con la inactividad. Pero con decírselo no iba a ganar nada.

– Brian sabía lo difíciles que fueron las cosas para nosotros en los últimos años, pero también sabía que al final lo conseguiríamos. Que, con un poco de tiempo y esfuerzo, podríamos salir adelante.

– ¿Y cómo sabía eso? Su negocio consiste en vender plantas y flores, señorita Gilbert. ¿Cómo piensa su padre hacer eso si no sale nunca de casa?

– Yo no he dicho que no salga nunca de casa -replicó Fleur-. Además, él es un especialista en fucsias, señora Johnson, y como usted sabrá, las fucsias crecen en invernaderos.

Esperaba que esa explicación fuera incontestable.

– Si ése es el caso, ¿por qué se ha hecho usted cargo del negocio?

«Incontestable» era, aparentemente, un término desconocido para la señora Johnson.

– Porque ése ha sido mi destino desde el día que nací. Y porque tengo un título en horticultura.

– Hace falta algo más que un título para no tener la cuenta en descubierto, hace falta experiencia.

Fleur no había sabido que tendría que hacerse cargo de todo tan pronto. El plan era trabajar en otras empresas al principio, ampliar sus conocimientos, como había hecho Matt. Y había estado a punto de trabajar con él en una conocida empresa… Una de las ventajas de que sus padres no se hablaran era precisamente que ninguno de ellos sabrían que trabajaban en el mismo sitio…

Y entonces todo se vino abajo.

Pero así era la vida. No valía de nada hacer planes.

– Tengo veintisiete años y llevo trabajando en esto desde que me enseñaron lo que era un esqueje.

– Entonces, ¿qué es lo que hace su padre exactamente? -preguntó la señora Johnson-. Aquí veo que sigue recibiendo un salario.

– Mi padre se ocupa de crear nuevas variedades de plantas y no suele salir del invernadero. El nuestro lleva usándose desde hace seis generaciones.

Ellos habían sido los primeros en instalar nueva tecnología para mantener la temperatura, algo que antes se hacía con enormes calderas. Y les habían ganado la partida a los Hanover, por cierto.

– ¿Seis generaciones?

– Siete conmigo. Bartholomew Gilbert y James Hanover formaron una sociedad en 1829.

– ¿Ah, sí? No sabía que hubieran sido socios.

– Fue una alianza muy corta. Cuando James pilló a su mujer en flagrante delito con Bart en uno de los invernaderos, se dividió la finca y se levantó una valla. Los Gilbert y los Hanover no han vuelto a hablarse desde entonces.

– ¿Nunca?

«Nunca digas nunca jamás».

– No.

– Pero si viven a unos metros… ¿Cómo se puede mantener ese enfado durante tantos años?

– Yo creo que «enfado» es una palabra demasiado suave. Se pelearon por la división de la finca, cada uno creyendo que el otro se llevaba la mejor parte… Luego Bart produjo un nuevo híbrido ese año, pero James juraba que había sido idea suya.

– Ya veo.

– Los hijos heredaban el odio de sus padres y que tuvieran que enfrentarse cada año por ser los mejores en el cultivo de fucsias no hizo nada para contener la animadversión. Ha habido sabotajes, espionaje industrial…

– ¿Perdón?

– Los empleados recibían dinero por robar bulbos o por introducir alguna mala hierba para arruinar un cultivo…

– ¡Virgen Santa!

Y, por supuesto, lo prohibido siempre tentaba a los más inquietos. ¿Quién dijo que los que no aprendían de la historia estaban destinados a cometer los mismos errores que sus antepasados?

– ¿Alguien ha intentado mediar entre las dos familias? -preguntó la señora Johnson.

– Lo han intentado, pero sin éxito. En la última ocasión la mitad del pueblo acabó en los tribunales.

Sólo el optimismo de la juventud había convencido a Matt y a ella de que por fin podrían unir a ambas familias, curar una herida que duraba ya ciento setenta años con el poder del amor.

Desgraciadamente, su madre y el padre de él les llevaban ventaja.

– Supongo que para una persona de fuera todo esto debe de parecer el guión de una mala película -dijo Fleur.

– Sí, bueno, las peleas entre familias no son asunto mío. Pero el estado de su cuenta es otra historia. Dado que llevan en el mercado ciento setenta años, han tenido tiempo más que suficiente para generar beneficios. Los Hanover, a pesar de las distracciones, parecen llevar su negocio con más éxito.

– Los Hanover dejaron de producir plantas hace seis años, cuando Phillip Hanover murió. Ahora, ese riesgo se lo dejan a los demás.

– Pues quizá deberían ustedes seguir su ejemplo.

– Dudo que haya sitio para dos empresas de suministros de jardinería en Longbourne. Además, si todo el mundo hiciera eso, no habría plantas que vender. Y se perderían puestos de trabajo.

La señora Johnson se encogió de hombros, como si eso no le importara. Pero seguía escuchándola con atención.

– Cualquier negocio que esté a merced del tiempo y de lo que se lleva o no se lleva no es un negocio sencillo. En ese sentido, no somos muy diferentes de una boutique.

– ¿Existe la moda en las plantas?

– Por supuesto. Cada año las televisiones y las revistas de jardinería ofrecen productos diferentes. Desgraciadamente, criar flores es como intentar mover un tanque, se tarda algún tiempo en conseguirlo. Pero, afortunadamente, los que nos dedicamos a esto lo hacemos por pasión.

– Sí, mantener una pelea con los vecinos durante ciento setenta años debe de requerir cierta pasión -asintió la señora Johnson, burlona.

– Y también para luchar durante generaciones, durante siglos, con objeto de producir lo imposible: el tulipán negro perfecto, la rosa azul, el narciso rojo.

– ¿Está diciendo que piensa exhibir algo de eso en la feria de Chelsea?

– No, porque como ya le he dicho, nosotros cultivamos fucsias.

– ¿Y cuál es la fucsia más importante?

– Una fucsia doble de color amarillo perfecto. Se convertiría en portada de todas las revistas de jardinería.

– ¿Y si quieren una flor amarilla, no sería más fácil plantar… no sé, las peonías no son amarillas?

– Estamos hablando de plantas exóticas, señora Johnson. No de simples hierbas.

– ¿Y es en eso en lo que su padre pasa el tiempo?

– Lleva en ello toda su vida.

– ¿Y puedo sugerir que haga algo más práctico, como buscar la forma de reducir el descubierto en su cuenta corriente? Mi predecesor en este banco era muy… afable por lo que veo, pero voy a serle franca, señorita Gilbert: yo no puedo permitir que la situación continúe como hasta ahora.

A Fleur se le encogió el estómago.

– El banco no va a perder dinero. Hemos puesto nuestra finca como aval, de modo que el riesgo es sólo para nosotros.

– Es una finca agrícola, terreno rústico. No se puede construir en ella, señorita Gilbert. Su valor en el mercado no es tan importante. Por eso le he pedido a un perito que haga una evaluación. Se pondrá en contacto con usted esta misma semana.

– Y supongo que añadirá su factura al descubierto -dijo Fleur, intentando disimular su rabia-. Así no vamos a ningún sitio.

– Mi deber es proteger al banco -replicó Delia Johnson, levantándose.

– Necesitamos dos meses -insistió Fleur, sin moverse-. Tenemos que llegar a la feria de Chelsea con la nueva variedad de fucsia.

– ¿Y cuál sería el gasto?

– No nos cobran por el puesto en la feria, pero hay costes, claro. El transporte, el alojamiento, el diseño del catálogo… Todo eso está aquí, en este informe -dijo Fleur, sacando una carpeta del maletín-. Es una pequeña inversión a cambio de la publicidad que conseguiremos en televisión, en la radio y en los periódicos locales.

– Ahora mismo, lo único que me preocupa es reducir los números rojos -insistió la señora Johnson, abriendo la puerta de su despacho-. Necesito algo sobre mi mesa en una semana, señorita Gilbert.

– Pero aquí está el informe…

– Cuando lo haya estudiado iré a su casa para hablar con su padre.

Fleur estuvo a punto de insistir en que era con ella con quien debía hablar, pero se dio cuenta de que no serviría de nada, de modo que tomó su maletín y salió del despacho.

Aquella reunión ya no era sólo para solicitar que mantuviera la cuenta en números rojos hasta mayo, era una pelea para no tener que cerrar su negocio.

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