EL MONO

Expulsado del paraíso antes que el hombre

por tener ojos tan contagiosos

que mirando por el jardín

hasta a los ángeles entristecía

de manera imprevista. Esta es la razón por la que

debió, aunque sin humilde acuerdo,

instalar aquí en la tierra

sus magníficos predios.

Saltarín, prénsil y atento,

mantiene su gracia hasta hoy

proveniente del terciario.

Adorado en el antiguo Egipto, bajo una corona

de pulgas en su magnífica melena sacra,

escuchaba triste y archicallado

lo que de él querían. Ay, inmortalidad.

Y se iba meneando su sonrosado culo

en señal de lo que no se recomienda ni se prohíbe.

En Europa le quitaron el alma,

pero por descuido le dejaron las manos;

y cierto monje pintando un santo

le dio manos angostas, animales.

Tuvo que tomar el santo, pues,

la gracia como una nuez.

Cálido como recién nacido,

tembloroso como anciano,

lo traían en barcos a las cortes reales.

Gemía arrastrando su cadenita de oro

en su frac de marqués de colores de loro.

¡Casandra!, no hay de qué reírse.

Comestible en China, sabemos que ya en la fuente

hace muecas hervidas o asadas.

Irónico como un diamante de engarce falso.

Dicen que tiene un sabor fino

su cerebro, al que algo falta,

pues no inventó la pólvora.

En los cuentos, solitario e inseguro,

llena los espejos de muecas infelices.

Se burla de sí mismo, dándonos buen ejemplo,

al conocernos bien, como un pariente pobre

aunque no nos saludamos.

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