«He escrito mi novela -dijo al final de sus días- sólo para rescatar recuerdos raídos que brillaban suavemente en mi memoria.»
Se trata de una novela escrita «para hacer que sea más fácil morir» y donde se burla, de una forma genial, del reconocimiento artístico. Sus mejores páginas tal vez sean aquellas en las que nos cuenta sus experiencias en las afueras de la literatura -esas páginas ocupan prácticamente la novela entera, como es lógico-, todo esos años, casi ochenta, en los que no se sabe si escribió, pero en todo caso no publicó, todos esos años en los que se olvidó de los afluentes del río de la literatura y se dejó llevar por la corriente salvaje de la vida.
54) La muerte de la persona amada no sólo engendra lilas, engendra también poetas del No. Como Juan Ramón Jiménez. Puerto Rico, primavera de 1956. Juan Ramón se había pasado la vida creyendo que se iba a morir inmediatamente. Cuando le decían: «Hasta mañana», solía responder: «¿Mañana? ¿Y dónde estaré yo mañana?» Sin embargo, cuando tras despedirse de esta forma se quedaba solo y se iba a su casa, permanecía en ella tranquilo y se ponía a ver sus papeles y sus cosas. Sus amigos decían que oscilaba entre la idea de que se podía morir como su padre mientras dormía -a él le habían despertado sacudiéndole para darle la noticia- y la idea de que físicamente no le ocurría nada. Él mismo describió este aspecto de su personalidad como «aristocracia de intemperie».
Se había pasado la vida creyendo que se iba a morir inmediatamente, pero nunca se le ocurrió pensar que primero iba a morirse Zenobia, su mujer, su amante, su novia, su secretaria, sus manos para todo lo práctico («su peluquero», se ha llegado a decir de ella), su chófer, su alma.
Puerto Rico, primavera de 1956. Zenobia regresa de Boston para morir al lado de Juan Ramón. Ha luchado durante dos años con coraje contra un cáncer, pero le han aplicado un tratamiento radiológico excesivo y le han quemado la matriz. Su llegada a San Juan, sin que ella lo sepa, coincide con la de unos periodistas suecos que saben ya que el Premio Nobel de ese año va a ser otorgado al poeta español. El corresponsal de un periódico sueco en Nueva York pide a Estocolmo que adelante la concesión del premio para dárselo a conocer a Zenobia antes de morir. Pero cuando ella se entera, ya no puede hablar. Susurra una canción de cuna -se ha dicho que su voz recordó el tenue crujido del papel- y al día siguiente muere.
Juan Ramón, premio Nobel, se queda como un inválido. La canción de cuna ha taladrado su aristocracia a la intemperie. Cuando tras el entierro le devuelvan a su casa, la sirvienta -que todavía vive, tiene más de noventa años, y se acuerda perfectamente bien de todo aquello, lo cuenta hoy en día en San Juan a quien le pregunte por ello- será testigo de un comportamiento enloquecido, antesala de la conversión de Juan Ramón al arte del No.
Todo el trabajo que Zenobia había hecho ordenando sabiamente la obra de su marido, todo ese trabajo de muchos años, toda esa labor grandiosa y paciente de enamorada fiel hasta la muerte, se viene abajo cuando Juan Ramón lo revuelve todo, desesperado, y lo arroja al suelo y lo pisotea con furia. Muerta Zenobia, ya no le interesa nada su obra. Caerá, a partir de ese día, en un silencio literario absoluto, ya no escribirá nunca más. Ya sólo vivirá para pisotear a fondo, como un animal herido, su propia obra. Ya sólo vivirá para decirle al mundo que sólo le interesó escribir porque vivía Zenobia. Muerta ésta, muerto todo. Ni una sola línea más, sólo silencio animal de fondo. Y al fondo del fondo, una inolvidable frase de Juan Ramón -no sé cuándo la dijo, pero lo que es seguro es que la dijo- para la historia del No: «Mi mejor obra es el arrepentimiento de mi obra.»
55) ¿Recordáis cómo era la risa de Odradek, el objeto más objetivo que Kafka puso en su obra? La risa de Odradek era como «el susurro de las hojas caídas». ¿Y recordáis cómo era la risa de Kafka? Gustav Janouch, en su libro de conversaciones con el escritor de Praga, nos dice que éste se reía «por lo bajo de esa manera tan suya, tan propia, que recordaba el tenue crujido del papel».
No puedo demorarme ahora comparando la canción de cuna de Zenobia con la risa de Kafka o la de su criatura Odradek porque algo acaba de llamar con urgencia mi atención, y es esa advertencia que le hace Kafka a Felice Bauer de que si se casara con ella, él podría convertirse en un artista dominado por la pulsión negativa, en un perro, para ser más exactos, en un animal condenado eternamente al mutismo: «Mi verdadero miedo consiste en que jamás podré poseerte. Que en el mejor de los casos me veré limitado, como un perro inconscientemente fiel, a besar tu mano que, distraídamente, habrás dejado a mi alcance, lo cual no será, por mi parte, una señal de amor, sino un signo de la desesperación del animal eternamente condenado al mutismo y a la distancia.»
Kafka siempre logra sorprenderme. Hoy, en este domingo primero de agosto, domingo húmedo y silencioso, Kafka de nuevo ha logrado inquietarme y ha reclamado con gran urgencia mi atención al sugerirme en su escrito que eso de casarse conlleva una condena al mutismo, a engrosar las filas del No y, lo que es más llamativo, a ser un perro.
He tenido que interrumpir, hace un rato, mi diario, porque he sido alcanzado por un fuerte dolor de cabeza, por el mal de Teste, que diría Valéry. Es muy probable que la irrupción de este dolor se haya debido al ejercicio de atención al que me ha sometido Kafka con su teoría inesperada sobre el arte del No.
No estará de más recordar aquí que Valéry nos dio a entender que el mal de Teste se relaciona de alguna manera muy compleja con la facultad intelectual de la atención, lo que no deja de ser una intuición notable.
Es posible que el ejercicio de atención que me ha llevado a evocar la figura de un perro, haya tenido que ver con mi mal de Teste. Ya recuperado del mismo, pienso en mi dolor ya superado, y me digo que se vive una sensación muy placentera cuando desaparece el mal, pues uno entonces asiste de nuevo a una representación del día en que, por primera vez, nos sentimos vivos, fuimos conscientes de que éramos un ser humano, nacido para la muerte, pero vivo en aquel instante.
Después de todo el tiempo en que he sido prisionero del dolor, no he podido dejar de pensar en un texto de Salvador Elizondo que leí hace tiempo y en el que el escritor mexicano habla del mal de Teste y de ese gesto, a veces inconsciente, de llevarse la mano a la sien, reflejo anodino del paroxismo.
Desaparecido el dolor, he buscado en mis archivos el viejo texto de Elizondo, lo he releído, me ha parecido -después de una lectura totalmente nueva- dar con una interpretación del mal de Teste que se podría aplicar perfectamente a la historia misma de la irrupción del mal, de la enfermedad, de la pulsión negativa de la única tendencia atractiva de la literatura contemporánea. Hablándonos de la migraña, de la cuña de metal ardiente en nuestra cabeza, Elizondo sugiere que el dolor convierte nuestra mente en un teatro y viene a decirnos que lo que parece una catástrofe es una danza, una delicada construcción de la sensibilidad, una forma especial de la música o de la matemática, un rito, una iluminación o una cura, y desde luego un misterio que solamente puede ser esclarecido con la ayuda del diccionario de sensaciones.
Todo esto puede aplicarse a la aparición del mal en la literatura contemporánea, pues la enfermedad no es catástrofe sino danza de la que podrían estar ya surgiendo nuevas construcciones de la sensibilidad.
56) Hoy lunes, al salir el sol esta mañana, me he acordado de Michelangelo Antonioni, que un día tuvo la idea de realizar una película mientras miraba «a la maldad y a la gran capacidad irónica -dijo- del sol»
Poco antes de su decisión de mirar al sol, a Antonioni le habían rondado por la cabeza estos versos (dignos de cualquier rama noble del arte de la negativa) de MacNeice, el gran poeta de Belfast, hoy medio olvidado: «Pensad en un número, / duplicadlo, triplicadlo, / elevadlo al cuadrado. Y canceladlo.»
Antonioni tuvo claro desde el primer momento que estos versos podían convertirse en el núcleo de un film dramático pero con toques ligeramente humorísticos. Luego pensó en otra cita -ésta de Bertrand Russell-, también cargada de cierto acento cómico: «El número dos es una entidad metafísica de cuya existencia no estaremos nunca realmente seguros ni de si la hemos individualizado.»
Todo eso condujo a Antonioni a pensar en una película que se llamaría El eclipse, que hablaría de cuando los sentimientos de una pareja se detienen, se eclipsan (como, por ejemplo, se eclipsan los escritores que de pronto abandonan la literatura) y toda su antigua relación se desvanece.
Como por aquellos días se había anunciado un eclipse total de sol, se fue a Florencia, donde vio y filmó el fenómeno y escribió en su diario: «Se ha ido el sol. De repente, hielo. Un silencio diferente de los demás silencios. Y una luz distinta de todas las demás luces. Y después, la oscuridad. Sol negro de nuestra cultura. Inmovilidad total. Todo lo que consigo llegar a pensar es que durante el eclipse probablemente se detengan también los sentimientos.»
El día en que se estrenó El eclipse dijo haberse quedado para siempre con la duda de si no habría tenido que encabezar su película con estos dos versos de Dylan Thomas: «Alguna certeza debe existir, / si no de amar, al menos de no amar.»
Me parece que para mí, rastreador del No y de los eclipses literarios, los versos de Dylan Thomas son bien fáciles de modificar: «Alguna certeza debe existir, / si no de escribir, al menos de no escribir.»
57) Me acuerdo muy bien de Luis Felipe Pineda, un compañero del colegio, como también me acuerdo de su «archivo de poemas abandonados».
A Pineda le recordaré siempre la tarde gloriosa de febrero de 1963 en la que, desafiante y dandy, como buscando convertirse en el dictador de la moda y de la moral escolar, entró en el aula con la bata no abotonada del todo.
Odiábamos en silencio los uniformes y más aún ir abotonados hasta el cuello, de modo que un gesto tan osado como aquél fue importante para todos, sobre todo para mí, que descubrí, además, algo que iba a ser importante en mi vida: la informalidad.
Sí, aquel gesto osado de Pineda me quedó grabado para siempre en la memoria. Para colmo, ningún profesor tomó cartas en el asunto, nadie se atrevió a reprender a Pineda, el recién llegado, «el nuevo» le llamábamos, porque había entrado en el colegio a mitad de curso. Nadie le castigó, y eso confirmó lo que se había convertido ya en un secreto a voces: la distinguida familia de Pineda, con sus limosnas exageradas, tenía un gran predicamento entre la cúpula directiva de la escuela.
Entró Pineda aquel día en clase -estábamos en sexto de bachillerato- proponiendo un nuevo modo de llevar la bata y la disciplina, y todos quedamos maravillados, muy especialmente yo, que tras aquel osado gesto quedé medio enamorado, encontraba a Pineda guapo, distinguido, moderno, inteligente, atrevido y -lo que quizás era lo más importante de todo- de modales extranjeros.
Al día siguiente, confirmé que él era distinto en todo. Estaba mirándole medio de reojo cuando me pareció observar que en su rostro había algo muy especial, una expresión extrañamente segura e inteligente: inclinado sobre su trabajo con atención y carácter, no parecía un alumno haciendo sus deberes, sino un investigador dedicado a sus propios problemas. Era, por otra parte, como si en aquel rostro hubiera algo femenino. Durante un instante no me pareció ni masculino ni infantil, ni viejo, ni joven, sino milenario, fuera del tiempo, marcado por otras edades diferentes de las que nosotros teníamos.
Me dije que tenía yo que convertirme en su sombra, ser su amigo y contagiarme de su distinción. Una tarde, al salir de la escuela, esperé a que todos los otros se dispersaran y, venciendo como pude mi timidez y mi complejo de inferioridad (provocado esencialmente por la joroba, que llevaba a todos los compañeros a conocerme familiarmente por el geperut, el jorobado), me acerqué a Pineda y le dije:
– ¿Vamos un rato juntos?
– ¿Por qué no? -dijo reaccionando con naturalidad y aplomo, e incluso me pareció que de forma afectuosa.
Pineda no dejaba de ser el único de la clase que no me llamaba nunca geperut o geperudet, que aún era peor. Sin preguntarle por qué tenía ese detalle conmigo, me lo aclaró al decirme de repente -nunca se me olvidarán aquellas palabras- en un tono firme y enormemente seguro de sí mismo:
– Nadie me merece más respeto que quien sufre alguna desventaja física.
Hablaba como una persona mayor o, mejor dicho, mucho mejor que una persona mayor, ya que lo hacía con nobleza y sin tapujos. Nadie me había hablado hasta entonces de aquella forma y recuerdo que estuve un rato en silencio y él también hasta que de pronto me preguntó:
– ¿Qué clase de música escuchas? ¿Estás al día?
Se rió tras preguntar esto, y lo hizo de una manera inesperadamente vulgar, como si fuera un príncipe hablando con un campesino y se esforzara en parecerse a éste.
– ¿Y qué es, para ti, estar al día? -le pregunté.
– No estar anticuado, así de sencillo. Y a ver, dime, ¿tienes lecturas?
No podía contestarle la verdad porque iba a hacer el ridículo, mis lecturas eran un desastre, del que era más o menos consciente, como lo era también de que me convenía que alguien me echara una mano en ese apartado. No podía decirle la verdad sobre mis lecturas porque tenía entonces que explicarle que andaba buscando amor y que por eso leía Amor. El diario de Daniel, de Michel Quoist. Y en cuanto a la música, otro tanto: no podía decirle que escuchaba sobre todo a Mari Trini, ya que me gustaban las letras de sus canciones: «¿Y quién, a sus quince años, no ha dejado su cuerpo abrazar? ¿Y quién no escribió un poema huyendo de su soledad?»
– Escribo poesía de vez en cuando -dije, ocultando que a veces la escribía inspirado por temas de Mari Trini.
– ¿Y qué clase de poesía?
– Ayer escribí una que titulé Soledad a la intemperie.
Volvió a reírse como si fuera un príncipe hablando con un campesino y se esforzara en ser un poco como éste.
– Yo, los poemas que escribo, nunca los termino -dijo-. Es más, no paso nunca del primer verso. Ahora, eso sí, tengo, como mínimo, cincuenta escritos. O sea, cincuenta poemas abandonados. Si quieres, ven ahora a casa y te los enseño. No los termino, pero, aun suponiendo que los acabara, nunca hablarían de la soledad, la soledad es para adolescentes cursis y temblorosos, no sé si lo sabías. La soledad es un tópico. Ven a casa y te enseñaré lo que escribo.
– Y ahora dime, ¿por qué no terminas los poemas? -le preguntaba, una hora más tarde, ya en su casa.
Estábamos los dos a solas en su espacioso cuarto, yo todavía impresionado por el exquisito trato que acababa de recibir de los no menos exquisitos padres de Pineda.
No me contestó, se había quedado como ausente, miraba hacia la ventana cerrada que poco después abriría para que pudiéramos fumar.
– ¿Por qué no terminas los poemas? -volví a preguntar.
– Mira -me dijo, finalmente reaccionando-, ahora vamos tú y yo a hacer una cosa. Vamos a fumar. ¿Tú fumas ya?
– Sí -dije mintiendo, pues fumaba pero un cigarrillo al año.
– Vamos a fumar, y después, si no vuelves a preguntarme por qué no los termino, te enseñaré mis poemas para ver qué te parecen.
Sacó de un cajón de su escritorio papel de fumar y tabaco, y comenzó a liar un cigarrillo, luego otro. Después abrió la ventana y empezamos a fumar, en silencio. De pronto, fue hasta el tocadiscos y puso música de Bob Dylan, música directamente importada de Londres, comprada en la única tienda de Barcelona -me dijo- en la que vendían discos del extranjero. Me acuerdo muy bien de lo que vi, o me pareció ver, mientras escuchábamos a Bob Dylan. Ahora se ha sumergido del todo en sí mismo, recuerdo que pensé, estremecido, al verle más ausente que unos minutos antes, los ojos cerrados, muy concentrado en la música. Nunca me había sentido tan solo y hasta llegué a pensar que aquél podía ser el tema de un nuevo poema mío.
Lo más raro vino poco después cuando vi que en realidad él mantenía los ojos abiertos; estaban fijos, no miraban, no veían; estaban dirigidos hacia dentro, hacia una remota lejanía. Habría jurado que él era extranjero en todo, más extranjero que los discos que escuchaba y más original que la música de Bob Dylan, que a mí, por otra parte -y así se lo hice saber- no acababa de convencerme.
– El problema es que no entiendes la letra -me dijo.
– ¿Y tú sí la entiendes?
– No, pero precisamente no entenderla me va muy bien, porque así me la imagino, y eso hasta me inspira versos, primeros versos de poemas que nunca termino. ¿Quieres ver mis poesías?
Sacó, del mismo cajón del que había sacado el tabaco, una carpeta azul que llevaba una gran etiqueta en la que podía leerse: «Archivo de poemas abandonados».
Recuerdo muy bien las cincuenta cuartillas en las que había escrito en tinta roja los poemas que abandonaba, poemas que, en efecto, jamás pasaban del primer verso; recuerdo muy bien algunas de esas cuartillas de un solo verso:
Amo el twist de mi sobriedad.
Sería fantástico ser como los demás.
No diré que un sapo sea.
Me impresionó mucho todo aquello. Me pareció que Pineda había sido preparado por sus padres para triunfar, iba en todo muy adelantado y era en todo original y, además, le sobraba talento. Yo estaba muy impresionado (y quería ser como él), pero traté de que no se me notara todo eso y adopté un gesto casi de indiferencia al tiempo que le sugería que haría bien en molestarse en terminar aquellos poemas. Me sonrió con una gran suficiencia, me dijo:
– ¿Cómo te atreves a darme consejos? Me gustaría saber qué es lo que tú lees, recuerda que aún no me lo has dicho. A mí me parece que lees tebeos, el Capitán Trueno y todo eso, anda, dime la verdad.
– Antonio Machado -contesté, sin haberlo leído, sólo retenía ese nombre porque íbamos a estudiarlo.
– ¡Qué horror! -exclamó Pineda-. Monotonía de la lluvia en los cristales. Los colegiales estudian…
Fue hacia la biblioteca y volvió con un libro de Blas de Otero, Que trata de España.
– Toma -me dijo-. Esto es poesía.
Ese libro todavía lo conservo, porque no se lo devolví, fue un libro fundamental en mi vida.
Después, me mostró su amplia colección de discos de jazz, casi todo discos importados.
– ¿También te inspira versos el jazz? -le pregunté.
– Sí. ¿Qué te juegas a que en menos de un minuto te compongo uno?
Puso música de Chet Baker -que, a partir de aquel día, pasaría a ser mi intérprete favorito- y se quedó durante unos segundos totalmente concentrado; de nuevo, con los ojos dirigidos hacia dentro, hacia una remota lejanía. Pasados esos segundos, como si estuviera en trance, tomó una cuartilla y, con un bolígrafo rojo, anotó:
Jehová enterrado y Satanás muerto.
Logró dejarme fascinado. Y esa fascinación iría yendo en aumento a lo largo de todo aquel curso. Me convertí, tal como había deseado, en su sombra, en su fiel escudero. No podía yo sentirme más orgulloso de ser visto como el amigo de Pineda. Algunos dejaron incluso de llamarme geperut. Sexto de bachillerato está ligado al recuerdo de la inmensa influencia que él ejerció sobre mí. A su lado aprendí infinidad de cosas, cambiaron mis gustos literarios y musicales. Dentro de mis lógicas limitaciones, hasta me sofistiqué. Los padres de Pineda medio me adoptaron. Empecé a ver a mi familia como un conjunto desdichado y vulgar, lo que me causó problemas: ser, por ejemplo, tildado de «señorito ridículo» por mi madre.
Al año siguiente, dejé de ver a Pineda. Por motivos laborales de mi padre, mi familia se trasladó a Gerona, donde pasamos unos años, allí estudié preuniversitario. Al regresar. a Barcelona, ingresé en Filosofía y Letras, convencido de que J allí me reencontraría con Pineda, pero éste, ante mi sorpresa, se matriculó en Derecho. Yo escribía cada vez más versos, huyendo de mi soledad. Un día, en una asamblea general de estudiantes, localicé a Pineda, fuimos a celebrarlo a un bar de la plaza de Urquinaona. Yo viví aquel reencuentro con la sensación de estar viviendo un gran acontecimiento. Al igual que en los primeros días de nuestra amistad, se me aceleró el corazón, lo viví todo de nuevo como si estuviera gozando de un gran privilegio: la inmensa suerte y felicidad de estar en compañía de aquel pequeño genio, no dudaba yo que a él le esperaba un gran porvenir.
– ¿Sigues escribiendo poemas de un solo verso? -le pregunté por preguntarle algo.
Pineda volvió a reírse como en los días de antaño, como un príncipe de un cuento medieval que estuviera entrando en contacto con un campesino y se esforzara en rebajarse para parecerse a éste. Recuerdo muy bien que sacó de su bolsillo papel de fumar y se puso a escribir, sin pausa alguna, un poema completo -del que curiosamente sólo recuerdo el primer verso, sin duda impactante: «la estupidez no es mi fuerte»-, que poco después convirtió en un cigarrillo que tranquilamente se fumó, es decir que se fumó su poema.
Cuando hubo terminado de fumárselo, me miró, sonrió y dijo:
– Lo importante es escribirlo.
Creí ver una elegancia sublime en aquella forma suya de fumarse lo que creaba.
Me dijo que estudiaba Derecho porque Filosofía era una carrera sólo para niñas y monjas. Y, dicho esto, desapareció, dejé de verle en mucho tiempo, en muchísimo tiempo o, mejor dicho, a veces le veía, pero siempre en compañía él de nuevos amigos, lo que dificultaba la relación, la maravillosa intimidad que habíamos tenido en otros días. Un día me enteré, a través de otros, de que él iba a estudiar para notario. Durante muchos años no lo vi, lo reencontré a finales de los ochenta, cuando ya menos me lo esperaba. Se había casado, tenía dos hijos, me presentó a su mujer. Se había convertido en un respetable notario que, tras muchos años de peregrinaje por pueblos y ciudades de España, había logrado desembocar en Barcelona, donde acababa de abrir despacho. Me pareció que estaba más guapo que nunca, ahora con las sienes plateadas, me pareció que mantenía el porte de distinción que tanto le distinguía del resto del mundo. A pesar del tiempo transcurrido, de nuevo se me disparó el corazón al estar ante él. Me presentó a su mujer, una gorda horrible, lo más semejante a una campesina de Transilvania. Aún no había yo salido de mi sorpresa cuando el notario Pineda me ofreció un cigarrillo, que acepté.
– ¿No será uno de tus poemas? -le dije con una mirada de complicidad al tiempo que miraba también a aquella gorda infame que nada tenía que ver con él.
Pineda me sonrió como antaño, como si fuera un príncipe disfrazado.
– Veo que sigues tan genial como en el colegio -me dijo-. ¿Ya sabes que siempre te admiré mucho? Me enseñaste una barbaridad de cosas.
Mi corazón se contrajo como invadido por una repentina mezcla de estupor y frío.
– Mi chiquito me ha hablado siempre muy bien de ti -terció la gorda, con una vulgaridad más que aplastante-. Dice que eras el que sabía más de jazz del mundo.
Me contuve, porque tenía ganas hasta de llorar. El chiquito debía de ser Pineda. Me lo imaginé a él cada mañana entrando en el cuarto de baño detrás de ella y esperando a que se subiera a la báscula. Me lo imaginé arrodillándose junto a ella con papel y lápiz. El papel estaba lleno de fechas, días de la semana, cifras. Leía lo que marcaba la báscula, consultaba el papel y asentía con la cabeza o fruncía los labios.
– A ver qué día quedamos- y tal y cual -dijo Pineda, hablando como un verdadero palurdo.
Yo no salía de mi asombro. Le hablé del libro de Blas de Otero y le dije que iba a devolvérselo y que perdonara que hubiera tardado treinta años en hacerlo. Me pareció que no sabía de qué le hablaba, y yo en ese momento me acordé de Nagel, un personaje de Misterios, de Knut Hamsun, de quien éste nos dice que era uno de esos jóvenes que se malogran al morir en la época de la escuela porque el alma les abandona.
– Si ves por ahí a alguno de tus poetas -me dijo Pineda, tal vez queriendo ser genial, pero con un insufrible tono plebeyo-, te ruego que no saludes a ninguno, absolutamente a ninguno, de mi parte.
Luego frunció el ceño y se miró las uñas y acabó estallando en una obscena y vulgar carcajada, como ensayando un aire de euforia para tratar de disimular su profundo abatimiento. Abrió tanto la boca que vi que le faltaban cuatro dientes.
58) Entre los que en el Quijote han renunciado a la escritura tenemos al canónigo del capítulo XLVIII de la primera parte, que confiesa haber escrito «más de cien hojas» de un libro de caballerías que no ha querido continuar porque se ha dado cuenta, entre otras cosas, de que no vale la pena esforzarse y tener que acabar sometido «al confuso juicio del necio vulgo».
Pero, para despedidas memorables del ejercicio de la literatura, ninguna tan bella e impresionante como la del propio Cervantes. «Ayer me dieron la extremaunción y hoy escribo esto. El tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan, y con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir.» Así se expresaba Cervantes el 19 de abril de 1616 en la dedicatoria del Persiles, la última página que escribió en su vida.
No existe una despedida de la literatura más bella y emotiva que esta que escribió Cervantes, consciente de que ya no podía escribir más.
En el prólogo al lector, escrito pocos días antes, había ya manifestado su conformidad ante la muerte en términos que nunca podría suscribir un cínico, un escéptico o un desengañado: «¡A Dios, gracias a Dios, donaires a Dios, regocijados amigos, que yo me voy muriendo, y deseando veros presto contentos en la otra vida!»
Este «A Dios» es el más sobrecogedor e inolvidable que alguien haya escrito para despedirse de la literatura.
59) Pienso en un tigre que es real como la vida misma. Ese tigre es el símbolo del peligro cierto que acecha al estudioso de la literatura del No. Porque investigar sobre los escritores del No produce, de vez en cuando, desconfianza en las palabras, se corre el peligro de revivir -me digo yo ahora, 3 de agosto de 1999- la crisis de Lord Chandos cuando vio que las palabras eran un mundo en sí y no decían la vida. De hecho, el riesgo de revivir la crisis del personaje de Hofmannsthal puede sobrevenirle a uno sin necesidad de estar acordándose para nada del atormentado Lord.
Pienso ahora en lo que le sucediera a Borges cuando, al disponerse a abordar la escritura de un poema sobre el tigre, se puso a buscar en vano, más allá de las palabras, el otro tigre, el que se halla en la selva -en la vida real- y no en el verso: «… el tigre fatal, la aciaga joya / Que, bajo el sol o la diversa luna, / Va cumpliendo en Sumatra o en Bengala / Su rutina de amor, de ocio y de muerte».
Al tigre de los símbolos opone Borges el verdadero, el de caliente sangre:
El que diezma la tribu de los búfalos
Y hoy, 3 de agosto del 59,
Alarga en la pradera una pausada
Sombra, pero ya el hecho de nombrarlo
de conjeturar su circunstancia
Lo hace ficción del arte y no criatura
Viviente de las que andan por la tierra.
Hoy, 3 de agosto del 99, exactamente cuarenta años después de que Borges escribiera ese poema, pienso en el otro tigre, ese que también yo busco a veces en vano, más allá de las palabras: una forma de conjurar el peligro, ese peligro sin el que, por otra parte, nada serían estas notas.
60) Paranoico Pérez no ha conseguido escribir nunca ningún libro, porque cada vez que tenía una idea para uno y se disponía a hacerlo, Saramago lo escribía antes que él. Paranoico Pérez ha acabado trastornado. Su caso es una variante interesante del síndrome de Bartleby.
– Oye, Pérez, ¿y el libro que estabas preparando?
– Ya no lo haré. Otra vez me ha robado la idea Saramago.
Paranoico Pérez es un estupendo personaje creado por Antonio de la Mota Ruiz, un joven autor santanderino que acaba de publicar su primer libro, un volumen de cuentos ti tulado Guía de lacónicos, una obra que ha pasado más bien desapercibida y que, a pesar de ser un conjunto muy irregular de relatos, no me arrepiento de haber comprado y leído pues con él me ha llegado la sorpresa y el aire fresco de ese cuento que protagoniza Paranoico Pérez y que se llama Iba siempre delante y era extraño, extrañito, el último del volumen y probablemente el mejor, aunque es un cuento un tanto desaforado, si se quiere bastante imperfecto; pero no es nada desperdiciable, al menos para mí, la figura de ese curioso bartleby que se ha inventado el autor.
El cuento transcurre en su totalidad en la Casa de Saúde de Cascáis, en el manicomio de esta población cercana a Lisboa. En la primera escena vemos al narrador, a Ramón Ros -un joven catalán criado en Lisboa-, paseando tranquilamente con el doctor Gama, al que ha ido a visitar para hacerle una consulta en torno a la «psiconeurosis intermitente». De pronto, llama la atención de Ramón Ros la repentina aparición, entre los locos, de un joven muy alto, imponente, de mirada viva y arrogante, al que la dirección del centro le permite ir disfrazado de senador romano.
– Es mejor no contrariarle y dejarle ir así. ¡Pobre! Se cree que va vestido de personaje de una futura novela -dice, un tanto enigmático, el doctor Gama.
Ramón Ros le pide que le presente al loco.
– ¿Cómo? ¿Quiere conocer a Paranoico Pérez -le pregunta el doctor.
Todo el relato, toda la historia de Iba siempre delante y era extraño, extrañito, es la transcripción fiel, por parte de Ramón Ros, de todo lo que le cuenta Paranoico Pérez.
«Iba por fin a escribir mi primera novela -empieza contándole Paranoico-, una historia en la que había estado trabajando arduamente y que transcurría toda entera, enterita, en ese gran convento que hay en la carretera de Sintra, iba a decir de Sintrita, cuando de repente, ante mi absoluta perplejidad, vi un día, en los escaparates de las librerías, un libro firmado por un tal Saramago, un libro titulado Memorial del convento, ay madre, madrecita mía…»
Paranoico Pérez, aficionado a incluir diminutivos en todo lo que cuenta, va desgranando su historia, explica cómo se quedó helado, lleno de temores que pronto confirmó cuando vio que la novela de Saramago era «asombrosamente igual, pero que igualita» a la que él había planeado escribir.
«Me quedé pasmado -prosigue Paranoico-, bien pasmadito y sin saber qué pensar de todo aquello, hasta que, un día, le oí decir a alguien que a veces hay historias que nos llegan en forma de voz, una voz que habla en nuestro interior y que no es la nuestra, no es la nuestrita. Me dije que ésa era la mejor explicación que había podido encontrar para entender aquello tan raro que me había ocurrido, me dije que era muy posible que todo lo que yo había planeado para mi novela se hubiera trasladado, en forma de voz interior, a la mente del señor Saramago…»
A través de lo que va contando Paranoico Pérez nos enteramos de que éste, recuperado de la crisis que le sobrevino tras el extraño suceso, comenzó a pensar alegremente en otra novela y planeó minuciosamente una historia que protagonizaría Ricardo Reis, el heterónimo de Fernando Pessoa. Naturalmente, la sorpresa de Paranoico fue grande cuando, al disponerse a redactar su historia, apareció en las librerías El año de la muerte de Ricardo Reis, la nueva novela de Saramago.
«Iba siempre delante y era extraño, extrañito», le comenta Paranoico al narrador, refiriéndose claro está, a Saramago. Y poco después le cuenta que, cuando dos años más tarde apareció La balsa de piedra, él se quedó de piedra ante el nuevo libro de Saramago, pues recordó haber tenido, hacía tan sólo unos días, un sueño y posteriormente una idea muy parecida, parecidita, a la que se desplegaba en aquel nuevo libro del escritor que tenía la mala costumbre de anticipársele de aquella forma tan insistente y rara, tan rarita.
Los amigos de Paranoico empezaron a reírse de él y a decirle que buscara excusas más convincentes para justificar que no escribía. Sus amigos comenzaron a calificarle de paranoico cuando él les acusó de pasarle información a Saramago. «No voy a contaros nunca más ninguno de los planes que tenga para escribir una novela. Después, vais y se lo decís todo a ese Saramago», les dijo. Y ellos, claro está, se reían.
Un día, Paranoico, venciendo su timidez, le escribió una carta a Saramago en la que, tras interesarse por el tema de su próxima novela, acababa advirtiéndole que pensaba tomar serias medidas asesinas si su siguiente libro transcurría, como el que tenía ya él pensado, en la ciudad de Lisboa. Cuando apareció El cerco de Lisboa, la nueva novela de Saramago, creyó Paranoico volverse loco y, a modo de protesta contra Saramago, se plantó ante la casa de éste vestido de senador romano. En una mano llevaba una pancarta en la que manifestaba su gran satisfacción por haberse convertido en un personaje viviente de la que sería la siguiente novela de Saramago. Porque Paranoico, que acababa de idear una historia sobre la decadencia del Imperio romano, estaba convencido de que Saramago le había ya robado la idea y escribiría sobre el mundo de los senadores de aquella Roma agónica.
Vestido de personaje de la futura novela de Saramago, Paranoico sólo quería demostrarle al mundo que conocía perfectamente la novela secreta que estaba preparando Saramago.
– Ya que no me deja escribir -les dijo a unos periodistas que se interesaron por su caso-, al menos que me deje ser un personaje viviente de su futura novela.
«Me han metido en el manicomio -le dice Paranoico a Ramón Ros-, qué le vamos a hacer. No me creen a mí, creen a Saramago, que es más importante. Así es la vida.»
Paranoico comenta esto, y el relato comienza a avanzar hacia su final. Cae la noche, nos dice el narrador. Se trata de una noche única, espléndida. Con la luna situada de tal modo sobre los arcos del jardín de la Casa de Saúde que bastaría alargar la mano para atraparla. El narrador se pone a mirar la luna y enciende un cigarrillo. A Paranoico comienzan a llevárselo los enfermeros. Se oye el ladrido de un perro a lo lejos, fuera de la Casa de Saúde. El narrador, sin venir -me parece- a cuento, se acuerda de aquel rey de España que murió aullando a la luna.
Entonces, Paranoico revela otro caso de síndrome de Bartleby. El que sufre el mismísimo Saramago.
«Aunque no soy vengativo -concluye Paranoico-, siento una alegría infinita al ver que, desde que le dieron el Premio Nobel, lleva ya catorce doctorados honoris causa y aún le esperan muchos más. Eso le tiene tan ocupado que ya no escribe nada, ha renunciado a la literatura, se ha vuelto un ágrafo. Me satisface mucho ver que, al menos, se ha hecho justicia y han sabido castigarle…»
61) La melancolía de la escritura del No reflejándose nada menos que en las tazas de té, junto a la lumbre, en casa de Alvaro Pombo, en Madrid.
Puede leerse en su dedicatoria de La cuadratura del círculo: «A Ernesto Calabuig en recuerdo de las mil y pico holandesas que con toda pulcritud escribimos, reescribimos y tiramos a la papelera, y que ahora, con ese lumio aire de perpetuidad satisfecha, en esta repentinamente inverniza atardecida de mediados de junio en Madrid, se refleja en las tazas de té, junto a la lumbre.»
De repente, la melancolía de la escritura del No se ha reflejado en una de las lágrimas de cristal de la lámpara del techo de mi estudio, y mi propia melancolía me ha ayudado a ver reflejada en ella la imagen del último escritor, de aquel con quien desaparecerá -porque, tarde o temprano, eso ha de ocurrir-, sin que nadie pueda presenciarlo, el pequeño misterio de la literatura. Naturalmente, este último escritor, le guste o no a él, será escritor del No. He creído verle hace sólo unos instantes. Guiado por la estrella de mi propia melancolía, le he visto oyendo callar en sí esa palabra -la última de todas- que morirá para siempre con él.
62) Esta mañana me han llegado noticias del señor Bartolí, mi jefe. Adiós a la oficina, me han despedido.
Por la tarde, he imitado a Stendhal cuando se dedicaba a leer el Código Civil para conseguir la depuración de su estilo.
Por la noche, he decidido darle un cierto respiro a mi exagerado, pero totalmente beneficioso, encierro de los últimos tiempos. He pensado que un poco de vida mundana podía sentarme bien. Me he llevado a mí mismo al restaurante Siena de la calle de Muntaner, y he llevado conmigo el Diario de Witold Gombrowicz. Nada más entrar, le he dicho a la camarera que si un tal CasiWatt llamaba por teléfono preguntando por mí, le dijeran que no estaba.
Mientras esperaba el primer plato, he saboreado algunos fragmentos, que yo conocía ya bien, del Diario de Gombrowicz. De entre todos ellos, me ha vuelto a encantar ese en el que se ríe del Diario de Léon Bloy, de cuando éste anota que en la madrugada le despertó un grito terrible como llegado del infinito. «Convencido -escribe Bloy- de que era el grito de un alma condenada, caí de rodillas y me sumí en una ferviente oración.»
Gombrowicz encuentra absolutamente ridículo a ese Bloy de rodillas. Y aún lo encuentra más ridículo cuando ve que, al día siguiente, éste escribe: «Ah, ya sé de quién era aquella alma. La prensa informa que ayer murió Alfred Jarry, justamente a la misma hora y en el mismo minuto en que me llegó aquel grito…»
Y aquí no terminan las ridiculeces para Gombrowicz, pues descubre otra más que viene a completar el cuadro de ridiculez de toda esa secuencia imbécil del Diario de Bloy. «Y, encima -concluye Gombrowicz-, la ridiculez de Jarry que, para vengarse de Dios, pidió un palillo y murió hurgándose los dientes.»
Estaba leyendo esto cuando me han traído el primer plato y, al levantar la vista del libro, mi mirada ha tropezado con un cliente imbécil que en ese momento se hurgaba los dientes con un palillo. Me ha desagradado enormemente esto, pero lo que ha seguido aún me ha parecido peor, pues he comenzado a ver cómo las mujeres que estaban cenando en la mesa de al lado se metían en sus orificios bucales trozos de carne mortecina y lo hacían como si para ellas se tratara de un auténtico sacrificio. Qué horror. Para colmo, los hombres, por su parte, como si se hubieran vuelto transparentes, dejaban ver, pese a que estaban embutidas en espantosos pantalones, sus pantorrillas, dejaban ver el interior de las mismas en el preciso instante en que éstas eran alimentadas por los asquerosos órganos de sus aparatos digestivos.
No me ha gustado nada todo esto y he pedido la cuenta, he dicho que acababa de acordarme de que estaba citado con el señor CasiWatt y que no podía esperar al segundo plato. He pagado y he salido a la calle y, ya de regreso a casa, por unos momentos me ha dado por pensar que a veces mi humor es como algunos climas, cálido por las tardes y frío por las noches.
63) En todas las historias hay siempre algún personaje que, por motivos a veces un tanto oscuros, nos resulta cargante, no le tenemos exactamente manía pero se la tenemos jurada y no sabemos muy bien por qué.
Yo ahora debo confesar que en toda la historia del No encuentro muy pocos personajes que me produzcan antipatía, y si me la producen es muy poca. Ahora bien, si alguien me obligara a darle el nombre de alguien que de vez en cuando, al leer algo sobre él, se me atraganta, no dudaría en dar el nombre de Wittgenstein. Y todo por culpa de esa frase suya que se ha hecho tan célebre y que, desde que empecé a escribir estas notas, sé que, tarde o temprano, me voy a ver empujado a comentar.
Desconfío de esas personas a las que todo el mundo coincide en calificar de inteligentes. Y más si, como ocurre en el caso de Wittgenstein, la frase más citada de esa persona tan inteligente a mí no me parece que sea precisamente una frase inteligente.
«De lo que no se puede hablar, hay que callar», dijo Wittgenstein. Es evidente que es una frase que merece un lugar de honor en la historia del No, pero no sé si ese lugar no es el del ridículo. Porque, como dice Maurice Blanchot, «el demasiado célebre y machacado precepto de Wittgenstein indica efectivamente que, puesto que enunciándolo ha podido imponerse silencio a sí mismo, para callarse hay, en definitiva, que hablar. Pero ¿con palabras de qué clase?» Si Blanchot hubiera sabido español habría podido decir simplemente que para semejante viaje no hacían falta tantas alforjas.
Por otra parte, ¿se impuso realmente Wittgenstein silencio a sí mismo? Habló poco, pero habló. Empleó una metáfora muy extraña al decir que si algún día alguien escribiese en un libro las verdades éticas, expresando con frases claras y comprobables qué es el bien y qué es el mal en un sentido absoluto, ese libro provocaría algo así como una explosión de todos los otros libros, haciéndolos estallar en mil pedazos. Es como si estuviera deseando escribir él mismo un libro que eliminara a todos los demás. ¡Bendita ambición! Tiene ya el precedente de las Tablas de la Ley de Moisés, cuyas líneas se revelaron incapaces de comunicar la grandeza de su mensaje. Como dice Daniel A. Attala en un artículo que acabo de leer, el libro ausente de Wittgenstein, el libro que él quería escribir para acabar con todos los demás libros que se han escrito, es un libro imposible, pues el simple hecho de que existan millones de libros es la prueba innegable de que ninguno contiene la verdad. Y, además -me digo yo ahora-, qué espanto si sólo existiera el libro de Wittgenstein y nosotros tuviéramos que acatar ahora su ley. Yo, si me dieran a elegir, preferiría, en el supuesto de que tuviera que existir un solo libro, mil veces antes uno de los dos que escribió Rulfo que el que, gracias a Moisés, no escribió Wittgenstein.
64) Confieso mi debilidad por ese estupendo libro que escribiera, hace ya unos cuantos años, Marcel Maniere, el único que él escribió y que lleva el extraño título -creo que nunca se sabrá por qué lo tituló así- de Infierno perfumado.
Es un opúsculo envenenado en el que Maniere engaña a todo el mundo desde el primer momento. La primera impostura aparece ya en la primera frase del libro cuando dice que no sabe cómo empezar -y en realidad sabe perfectamente cómo debe hacerlo-, lo que según él le lleva a empezar diciendo quién es él (da risa pensar que todavía hoy no se sabe quién es Marcel Maniere y que lo único en lo que todo el mundo está de acuerdo es que no es cierto, como él afirma en esa primera frase, que es un escritor que pertenece al OuLiPo, es decir al Ouvroir de Litterature Potentielle, el Taller de Literatura Potencial, movimiento al que pertenecían, entre otros, Perec, Queneau y Calvino).
«Como no sé cómo empezar, diré que me llamo Marcel Maniere y que pertenezco al OuLiPo y que ahora siento un profundo alivio al ver que ya puedo pasar a la segunda frase, que siempre es menos comprometedora que la primera, que es siempre la más importante de cualquier libro, pues en la primera, como es sabido, el máximo esmero siempre es poco.» Primera impostura del tal Maniere o impostura triple, porque, como digo, ni es cierto que no sepa cómo empezar ni lo es tampoco que pertenezca al grupo literario al que dice pertenecer, y, además, no se llama Marcel Maniere.
Tras la triple impostura inicial, se suceden, a ritmo vertiginoso, nuevas imposturas, una por capítulo. Marcel Maniere parodia la literatura del No haciéndose pasar por un radical desactivador del potente mito de la escritura. En el primer capítulo, por ejemplo, alaba los méritos de la comunicación no verbal respecto a la escritura. En el segundo, se declara fervoroso discípulo de Wittgenstein y ataca despiadadamente al lenguaje cubriendo de descrédito a las palabras, de las que dice que jamás nos han servido para comunicar algo. En el tercero, preconiza el silencio como valor supremo. En el cuarto, elogia la vida, a la que considera muy por encima de la mezquina literatura. En el quinto, defiende la teoría de que la palabra «no» es consustancial con el paisaje de la poesía y dice que es la única palabra que tiene sentido y, por tanto, merece todos sus respetos.
De pronto Maniere, cuando ya todos creemos que sueña con acabar con la literatura, emborrona de lágrimas el sexto capítulo y nos confiesa, de una forma que nos llena de vergüenza ajena, que en realidad en lo que ha soñado siempre es en una obra de teatro escrita por él y donde se daría, sin tregua alguna, una continua exhibición de su inmenso talento.
«Como me es imposible -nos dice-, por absoluta falta de talento, escribir esa obra de teatro soñada, ofrezco al lector a continuación la única obrita que he sido capaz de componer. Se trata de una absurda obra de teatro del absurdo más absurdo, una obra muy breve en la que ni una sola palabra (al igual que sucede a lo largo de este opúsculo que está terminando de leer el amable lector) es mía, ni una. Para representar esta obra son necesarios dos actores, uno en el papel del No y otro en el del Sí. Sería mi máxima ilusión verla algún día de telonera de La cantante calva en ese teatro de París donde, desde hace una eternidad, se representa, noche tras noche, la obra de Ionesco.»
La obrita -que el sarcástico Maniere califica de «entremés»- no dura ni cuatro minutos y consiste en un diálogo entre dos personajes. Uno de ellos, el No, se supone que es Reverdy, y el otro, el Sí, es Cioran. Sólo hay una intervención por parte de cada uno, y después la obrita ha terminado, y con ella concluye el opúsculo del tal Maniere, que se despide de todos diciendo que, al igual que la literatura -a esas alturas es imposible creerle ya ni una sola palabra-, él se siente abocado a la destrucción y a la muerte.
El diálogo entre el No y el Sí es éste:
NO: Se ha dicho todo -de lo que era importante y sencillo de decir- en los milenios que los hombres llevan pensando y desviviéndose. Se ha dicho todo de lo que era profundo en relación con la elevación del punto de vista, es decir amplio y extenso al mismo tiempo. Hoy en día, ya sólo nos cabe repetir. Sólo nos quedan unos pocos detalles ínfimos todavía inexplorados. Sólo le queda al hombre actual la tarea más ingrata y menos brillante, la de llenar los huecos con una algarabía de detalles.
SI: ¿Sí? Que se ha dicho todo, que no hay nada que decir, se sabe, se siente. Pero lo que se siente menos es que esta evidencia confiere al lenguaje un estatuto extraño, incluso intranquilizador, que lo redime. Las palabras se han salvado al fin, porque han dejado de vivir.
La primera vez que leí el opúsculo de Maniere, mi reacción al terminarlo fue pensar, y lo sigo pensando, que Infierno perfumado es, por su carácter paródico, el Quijote de la literatura del No.
65) En la galaxia teatral del No destaca, con luz propia, junto a la obrita de Maniere, El no, la última pieza teatral que escribiera Virgilio Pinera, el gran escritor cubano.
En El no, obra rara y hasta hace muy poco inédita -fue publicada en México por la editorial Vuelta-, Pinera nos presenta a una pareja de novios que deciden no casarse jamás.
Principio esencial del teatro de Pinera fue siempre presentar lo trágico y existencial a través de lo cómico y lo grotesco. En El no lleva hasta las últimas consecuencias su sentido del humor más negro y subversivo: el no de la pareja -en obvia oposición al tan machacado «sí, quiero» de las bodas cristianas- le otorga a ésta una conciencia minúscula, una diferencia culpable.
En el ejemplar que poseo, el prologuista, Ernesto Hernández Busto, comenta que, con un magistral juego irónico, Pinera pone a los protagonistas de la tragedia cubana en una representación de la hybris por defecto: si los clásicos griegos concebían un castigo divino para la exageración de las pasiones y el afán dionisíaco del exceso, en El no los personajes principales «se pasan de la raya» en el sentido opuesto, violan el orden establecido desde el extremo contrario al del desenfreno carnal: un ascetismo apolíneo es lo que les convierte en monstruos.
Los protagonistas de la obra de Pinera dicen no, se niegan rotundamente al sí convencional. Emilia y Vicente practican una negativa testaruda, una acción mínima que, sin embargo, es lo único que poseen para poder ser diferentes. Su negativa pone en marcha la mecánica justiciera de la ley del sí, representada primero por los padres y luego por hombres y mujeres anónimos. Poco a poco, el orden represivo de la familia se va ampliando hasta que, al final, interviene incluso la policía, que se dedica a una «reconstrucción de los hechos» que terminará con la declaración de culpabilidad de los novios que se niegan a casarse. Al final, se decreta el castigo. Es un final genial, propio de un Kafka cubano. Es una gran explosión del no en su maravilloso acantilado subversivo:
HOMBRE: Decir no ahora es fácil. Veremos dentro de un mes (pausa). Además, a medida que la negativa se multiplique, haremos más extensas las visitas. Llegaremos a pasar las noches con ustedes, y es probable, de ustedes depende, que nos instalemos definitivamente en esta casa.
La pareja, ante estas palabras, decide esconderse.
– ¿Qué te parece el jueguecito? -pregunta Vicente a Emilia.
– De ponernos los pelos en punta -responde ella.
Deciden esconderse en la cocina, sentarse en el suelo, bien abrazados, abrir la llave del gas y ¡que les casen si pueden!
66) He trabajado bien, puedo estar contento de lo hecho. Dejo la pluma, porque anochece. Ensueños del crepúsculo. Mi mujer y mis hijos están en la habitación contigua, llenos de vida. Tengo salud y dinero suficiente. ¡Dios mío, qué infeliz soy!
¿Pero qué estoy diciendo? No soy infeliz, no he dejado la pluma, no tengo mujer, no tengo hijos, ni habitación contigua, no tengo dinero suficiente, no anochece.
67) Me ha escrito Derain.
Supongo que se ha sentido obligado a hacerlo después de que le enviara mil francos y le pidiera que hiciera encore un effort y me enviara algún documento más para mis notas sobre el No. Pero el que se haya sentido más o menos obligado a contestarme no le exculpa de que lo haya hecho con tan mala idea.
Distinguido colega -me dice en la carta-, le doy las gracias por sus mil francos, pero me temo que va a tener que enviarme mil más, ya sea sólo porque, hace unos instantes, mientras hacía las fotocopias que con tanto cariño le envío, por poco me quemo los dedos.
En primer lugar, le mando unas frases de Franz Kafka que recogió Gustav Janouch en su libro de conversaciones con el escritor. Como verá, las frases de Kafka no hacen más que advertirle de lo inútil que puede acabar resultando para usted su paciente exploración del síndrome de Bartleby. Y no se queje, amigo. No piense que quiero desanimarle del todo con esas frases del clarividente Kafka. De haber querido yo aplastar de un solo manotazo toda su investigación sobre el dichoso síndrome, le habría enviado una frase de Kafka mucho más explícita, una frase que sin duda habría colapsado para siempre su trabajo. ¿Cómo dice? ¿Que quiere saber qué frase es ésa? Está bien, se la transcribo: Un escritor que no escribe es un monstruo que invita a la locura.
¿Dice que no le colapsa la frase? ¿No ensombrece su semblante saber que se dedica a monstruos locos? Pues bien, no pasa nada, sigamos. Le envío, en segundo lugar, noticias acerca de la airada reacción de Julien Gracq ante la ridicula mitificación del silencio de Rimbaud, noticias que no pretenden más que prevenirle del grave problema que intuyo que tienen todas esas notas sin texto que dice usted estar escribiendo, un problema muy grave que afecta al corazón de las mismas. Porque no me cabe duda de que sus notas mitifican el tema del silencio en la escritura, un tema absolutamente sobrevalorado, tal como supo ver en su momento el gran Gracq.
Le mando también unas frases de Schopenhauer, pero no quiero decirle por qué se las mando y por qué motivo las relaciono con la vanidad -en el sentido literal del término- de sus notas. A ver si es usted capaz (no sabe cuánto me encanta darle trabajo) de averiguar por qué Schopenhauer y por qué concretamente esas frases y no otras. Tal vez, con algo de suerte, hasta se luzca y consiga la admiración de algún lector de esos resabidillos que, de no haber citado usted a Schopenhauer, habrían pensado que no lo sabía todo sobre el malestar de la cultura.
Tras Schopenhauer, viene un texto de Melville que parece especialmente escrito para sus notas, la verdad es que encaja como un guante de seda en sus divagaciones sobre el No. Si en la otra carta, a modo de refresco, le envié a Perec, ahora en ésta le envío a Melville, que es alguien que le va a refrescar el doble, algo que usted se habrá merecido, además, si antes ha sabido trabajar a fondo con lo de Schopenhauer.
Tras la pausa que refresca, llega Carlo Emilio Gadda, ya verá usted enseguida por qué. Y finalmente, cerrando mi generosa entrega de documentos, el fragmento de un poema de Derek Walcott, donde se le invita amablemente a usted a comprender lo absurdo de querer imitar o eclipsar obras maestras y a ver que lo mejor que podría hacer es eclipsarse usted mismo. Suyo,
Derain
68) Las frases de Kafka a Janouch me vienen mejor de lo que desearía Derain, pues hablan de lo que me sucede a medida que avanzo en la búsqueda inútil del centro del laberinto del No: «Cuanto más marchan los hombres, tanto más se alejan de la meta. Gastan sus fuerzas en vano. Piensan que andan, pero sólo se precipitan -sin avanzar- hacia el vacío. Eso es todo.»
Estas frases parecen hablar de lo que me pasa en este diario por el que voy a la deriva, navegando por los mares del maldito embrollo del síndrome de Bartleby: tema laberíntico que carece de centro, pues hay tantos escritores como formas de abandonar la literatura, y no existe una unidad de conjunto y ni tan siquiera es sencillo dar con una frase que pudiera crear el espejismo de que he llegado al fondo de la verdad que se esconde detrás del mal endémico, de la pulsión negativa que paraliza las mejores mentes. Sólo sé que para expresar ese drama navego muy bien en lo fragmentario y en el hallazgo casual o en el recuerdo repentino de libros, vidas, textos o simplemente frases sueltas que van ampliando las dimensiones del laberinto sin centro.
Vivo como un explorador. Cuanto más avanzo en la búsqueda del centro del laberinto, más me alejo de él. Soy como aquel que en La colonia penitenciaria no entiende el sentido de los diseños que le muestra el oficial: «Es muy ingenioso, pero no puedo descifrarlo.»
Soy como un explorador y mi austeridad es propia de un ermitaño y, al igual que Monsieur Teste, siento que no estoy hecho para novelas, pues sus grandes escenas, cóleras, pasiones y momentos trágicos, lejos de entusiasmarme, «me llegan como míseros estallidos, estados rudimentarios en que toda necedad se desata, en los que el ser se simplifica hasta la memez».
Soy como un explorador que avanza hacia el vacío. Eso es todo.
69) Julien Gracq protestó en su día, con motivo del centenario de Rimbaud, por las páginas y páginas que se dedicaban a mitificar el silencio del poeta. Gracq recordó que en otros tiempos el voto de silencio era tolerado o inadvertido; recordó que no era infrecuente que el cortesano, el hombre de fe o el artista, abandonaran el siglo para morir silenciosamente en el monasterio o la residencia rural.
Cree Derain que las palabras de Gracq pueden estar afectando al corazón mismo de mis notas, pero se equivoca por completo. Que se relativice el mito del silencio ayuda a que pierdan peso y trascendencia mis exploraciones, lo que me permite una mayor alegría a la hora de continuar con ellas. Así me quito de encima, manteniendo mi ambición intacta, cierta tensión que a veces provoca el miedo al fracaso.
Por otra parte, yo soy el primero en desmitificar todo cuanto rodea la insensata santidad que tantas veces se le ha atribuido a Rimbaud. Yo no puedo olvidar que quien decía «sobre todo fumar, beber licores fuertes como metal fundido» (una bellísima toma de posición poética) era el mismo ser mezquino que decía desde Etiopía: «Sólo bebo agua, quince francos al mes, todo está muy caro. Nunca fumo.»
70) En el primero de los fragmentos que Derain me envía de Schopenhauer se dice que los especialistas jamás pueden ser talentos de primer orden. Entiendo que Derain cree que me considero un especialista en bartlebys y pretende minar mi moral. «Los talentos de primer orden -escribe Schopenhauer- jamás serán especialistas. La existencia, en su conjunto, se ofrece a ellos como un problema a resolver, y a cada uno presentará la humanidad, bajo una u otra forma, horizontes nuevos. Sólo puede merecer el nombre de genio aquel que toma lo grande, lo esencial y lo general por tema de sus trabajos, y no el que pasa su vida en explicar alguna relación especial de cosas entre sí.»
¿Y bien? ¿Quién teme a Schopenhauer? ¿Y quién ha dicho que yo pretenda ser especialista en síndromes de Bartleby? Así que para mí el fragmento de Schopenhauer es inofensivo. Es más, no puedo estar más de acuerdo con lo que expresa. De especialista no tengo yo nada, soy un rastreador de bartlebys.
En cuanto al segundo fragmento que me envía Derain, lo mismo: le doy toda la razón al pensador. Es más, me concede la oportunidad de hablar de un mal de raíz opuesta a la del síndrome de Bartleby, pero no por ello menos interesante de tratar. Un mal en el que, por cierto, me parece que Schopenhauer era un buen especialista. Ese mal al que él se refiere es el que destilan los malos libros, esos libros horrorosos que en todas las épocas han abundado: «Los libros malos son un veneno intelectual que destruye el espíritu. Y porque la mayoría de las personas, en lugar de leer lo mejor que se ha producido en las diferentes épocas, se reduce a leer las últimas novedades, los escritores se reducen al círculo estrecho de las ideas en circulación, y el público se hunde cada vez más profundamente en su propio fango.»
71) Parece como si hubiera hablado con Hermán Melville y le hubiera encargado un texto sobre los que dicen no, sobre «los del No».
No conocía este texto, una carta de Melville a su amigo Hawthorne. Desde luego parece escrito para estas notas:
Es maravilloso el no porque es un centro vacío, pero siempre fructífero. A un espíritu que dice no con truenos y relámpagos, el mismo diablo no puede forzarle a que diga sí. Porque todos los hombres que dicen sí, mienten; en cuanto a los hombres que dicen no, bueno, se encuentran en la feliz condición de juiciosos viajeros por Europa. Cruzan las fronteras de la eternidad sin nada más que una maleta, es decir, el Ego. Mientras que, en cambio, toda esa gentuza que dice sí viaja con montones de equipaje y, malditos ellos, nunca pasarán por las puertas de la aduana.
72) Carlo Emilio Gadda empezaba novelas que muy pronto se le iban desbocando por todas partes y se le convertían en infinitas, lo que le llevaba a la paradójica situación -él, que era el rey del cuento del nunca acabar- de tener que interrumpirlas y, acto seguido, caer en profundos silencios literarios que no había deseado.
A eso le llamaría yo tener el síndrome de Bartleby al revés. Si tantos escritores han inventado «tíos Celerinos» de todos los estilos para razonar sus silencios, el caso de Cario Emilio Gadda no puede ser más opuesto al de éstos, ya que toda su vida la dedicó a practicar, con un entusiasmo notable, lo que ítalo Calvino calificó de «arte de la multiplicidad», es decir el arte de escribir el cuento de nunca acabar, ese cuento infinito que en su momento descubriera Laurence Sterne en su Tristrarn Shandy, donde nos dice que en una narración el escritor no puede conducir su historia como un mulero conduce su muía -en línea recta y siempre hacia adelante-, pues si es un hombre con un mínimo de espíritu se encontrará en la obligación, durante su marcha, de desviarse cincuenta veces de la línea recta para unirse a este o aquel grupo, y de ninguna manera lo podrá evitar: «Se le ofrecerán vistas y perspectivas que perpetuamente reclamarán su atención; y le será tan imposible no detenerse a mirarlas como volar; tendrá, además, diversos
Relatos que compaginar:
Anécdotas que recopilar:
Inscripciones que descifrar:
Historias que trenzar:
Tradiciones que investigar:
Personajes que visitar.»
En suma, dice Sterne, es el cuento de nunca acabar, «pues por mi parte les aseguro que estoy en ello desde hace seis semanas, yendo a la mayor velocidad posible, y no he nacido aún».
Carlo Levi, a propósito del cuento infinito del Tristram Shandy, dice que el reloj es el primer símbolo de ese libro, pues bajo su influjo es engendrado el protagonista de la novela de Sterne, y añade: «Tristram Shandy no quiere nacer porque no quiere morir. Todos los medios, todas las armas son buenos y buenas para salvarse de la muerte y del tiempo. Si la línea recta es la más breve entre dos puntos fatales e inevitables, las digresiones la alargarán; y si esas digresiones se vuelven tan complejas, enredadas, tortuosas, tan rápidas que hacen perder las propias huellas, tal vez la muerte no nos encuentre. El tiempo se extravíe y podamos permanecer ocultos en los mudables escondrijos.»
Gadda fue un escritor del No muy a pesar suyo. «Todo es falso, no hay nadie, no hay nada», dice Beckett. Y en el otro extremo de esta visión extrema encontramos a Gadda empeñado en que nada es falso y empeñado también en decir que hay mucho -muchísimo- en el mundo y que nada es falso y todo real, lo que le conduce a una desesperación maniática en su pasión por abarcar el ancho mundo, por conocerlo todo, por describirlo todo.
Si la escritura de Gadda -el antiescritor del No- se define por la tensión entre exactitud racional y el misterio del mundo como componentes básicos de su manera de verlo todo, en los mismos años otro escritor, también ingeniero como Gadda, Robert Musil, intentaba en El hombre sin atributos expresar esa misma tensión de Gadda, pero en términos totalmente distintos, con una prosa fluida, irónica, maravillosamente controlada.
En cualquier caso, hay un punto en común entre los desmesurados Gadda y Musil: ambos tenían que abandonar sus libros porque éstos se les volvían infinitos, los dos acababan viéndose obligados a poner, sin desearlo, un punto final a sus novelas, cayendo en el síndrome de Bartleby, cayendo en un tipo de silencio que detestaban: ese tipo de silencio en el que, dicho sea de paso, y salvando todas las insalvables distancias, voy a tener que caer yo, tarde o temprano, me guste o no, ya que sería iluso, por mi parte, ignorar que estas notas cada vez se parecen más a esas superficies de Mondrian llenas de cuadrados, que sugieren al espectador la idea de que rebasan el lienzo y buscan -faltaría más- encuadrar el infinito, que es algo que, si como creo ver estoy ya haciendo, me va a obligar a la paradoja de, valiéndome de un solo gesto, eclipsarme. Cuando eso suceda, el lector hará muy bien en imaginar en mí una arruga negra vertical entre las dos cejas de mi ira, esa arruga precisamente que aparece en el malhumorado y abrupto desenlace de El zafarrancho aquel de vía Merulana, la gran novela de Gadda: «Semejante arruga negra vertical entre las dos cejas de la ira, en el rostro blanquísimo de la muchacha, lo paralizó, le indujo a reflexión: a arrepentirse, o poco menos.»
73) En Volcano, Derek Walcott, que ve brasas de cigarro y ve también la lava de un volcán en las páginas de una novela de Joseph Conrad, nos dice que podría abandonar la escritura. Si algún día se decide a hacerlo, no hay duda de que tendrá un lugar importante en cualquier historia que hable de «los del No», esa secta involuntaria.
Los versos de Walkott que me envía Derain comparten un cierto aire de familia con aquello que decía Jaime Gil de Biedma de que, a fin de cuentas, lo normal es leer:
Uno podría abandonar la escritura
ante las señales de lenta combustión
de lo que es grande, ser
su lector ideal,
reflexivo, voraz, que ama las obras maestras,
es superior al que intenta
repetirlas o eclipsarlas,
y convertirse así en el mejor lector del mundo.
74) Ayer me dormí practicando una modalidad parecida a la de contar ovejas, pero más sofisticada. Empecé a memorizar, una y otra vez, aquello que decía Wittgenstein de que todo lo que se puede pensar se puede pensar claramente, todo lo que se puede decir se puede decir claramente, pero no todo lo que se puede pensar se puede decir.
Ni que decir tiene que estas frases me aburrían tanto que no tardé en dormirme y en encontrarme en un escenario kafkiano, en un largo pasillo, desde el que unas puertas toscamente hechas conducían a los distintos departamentos de un desván. A pesar de que la luz no llegaba directamente, no estaba por completo oscuro, porque muchos departamentos tenían hacia el pasillo, en lugar de paredes uniformes de tablas, simples enrejados de madera que, sin embargo, llegaban hasta el techo, por los que entraba alguna luz y por los que se podía ver también a algunos empleados que escribían en mesas o estaban de pie, junto a la celosía, observando por los intersticios a la gente del pasillo. Yo estaba, por lo tanto, en mi antigua oficina. Y era uno de los empleados que miraban a la gente del pasillo. Esa gente no era ninguna multitud, sino un trío de personas a las que yo tenía la impresión de conocer muy bien. Al aguzar el oído y escuchar atentamente, le oí decir a Rimbaud que estaba cansado de traficar con esclavos y que daría cualquier cosa para poder volver a la poesía. Wittgenstein se sentía ya muy harto de su humilde trabajo como enfermero de hospital. Duchamp se quejaba de no poder pintar y tener que jugar todos los días al ajedrez. Los tres estaban lamentándose amargamente cuando entraba Gombrowicz, que parecía doblarles a los tres en edad y les decía que el único que no debía arrepentirse de nada era Duchamp, que a fin de cuentas había dejado atrás algo monstruoso -la pintura-, algo que era conveniente ya no sólo dejar sino olvidar para siempre.
– No entiendo, maestro -decía Rimbaud-. ¿Por qué sólo Duchamp tiene derecho a no arrepentirse?
– Creo haberlo ya dicho -respondía con gran suficiencia y soberbia Gombrowicz-. Porque así como en poesía o en filosofía hay todavía mucho que hacer, aunque ni tú, Rimbaud, ni tú, Wittgenstein, tenéis ya nada que hacer, en pintura nunca en la vida hubo nada que hacer. ¿Por qué no reconocer, ya de una vez por todas, que el pincel es un instrumento ineficaz? Es como si la emprendieras con el cosmos desbordante de resplandores con un simple cepillo de dientes. Ningún arte es tan pobre en expresión. Pintar no es más que renunciar a todo lo que no se puede pintar.
75) El poeta limeño Emilio Adolfo Westphalen, nacido en 1911, desarrolló la poesía peruana combinándola genialmente con la tradición poética española y creando una lírica hermética en dos libros que, publicados en 1933 y 1935, deslumhraron a sus lectores: Las ínsulas extrañas y Abolición de la muerte.
Tras su embestida inicial, permaneció cuarenta y cinco años en total silencio poético. Como ha escrito Leonardo Valencia: «El silencio producido por la ausencia, a lo largo de cuarenta y cinco años, de nuevas publicaciones, no lo remitió al olvido, sino que lo hizo sobresaliente, lo enmarcó.»
Al término de esos cuarenta y cinco años de silencio, regresó silenciosamente a la poesía con poemas -como los de mi amigo Pineda- de uno o dos versos. A lo largo de esos cuarenta y cinco años de silencio, todo el mundo le preguntaba por qué había dejado de escribir, se lo preguntaban en las raras ocasiones en que Westphalen se hacía visible, aunque no se hacía visible del todo, ya que en público permanecía siempre con el rostro cubierto por su mano izquierda, mano nerviosa y de largos dedos de pianista, como si le doliera ser visto en el mundo de los vivos. A lo largo de esos cuarenta y cinco años, en las raras ocasiones en que se ponía a tiro, se le hacía siempre la misma pregunta, tan parecida, por cierto, a la que en México le hacían a Rulfo. Siempre la misma pregunta y siempre, a lo largo de casi medio siglo, cubriéndose el rostro con la mano izquierda, la misma -no sé si enigmática- respuesta:
– No estoy en disposición.
76) He recuperado la comunicación con Juan, he hablado un rato con él por teléfono. Me ha dicho que le gustaría dar un vistazo a mis Notas del No, así las ha llamado. Será mi primer lector, me conviene ir haciéndome a la idea de que voy a ser leído y que, por tanto, debo empezar a recuperar lentamente mis relaciones con lo que voy a llamar «la animación exterior», es decir, esa vida de brillante apariencia que, cuando uno quiere apropiársela, se muestra peligrosamente inconsistente.
Poco antes de colgar el teléfono, Juan me ha hecho dos preguntas, que han quedado sin contestar, porque le he dicho que prefería responder por escrito. Ha querido saber cuál es la esencia de mi diario y cuál sería el paisaje -tiene que ser real- que más le cuadraría a este conjunto de notas.
No puede existir una esencia de estas notas, como tampoco existe una esencia de la literatura, porque precisamente la esencia de cualquier texto consiste en escapar a toda determinación esencial, a toda afirmación que lo estabilice o realice. Como dice Blanchot, la esencia de la literatura nunca está ya aquí, siempre hay que encontrarla o inventarla de nuevo. Así vengo yo trabajando en estas notas, buscando e inventando, prescindiendo de que existen unas reglas de juego en la literatura. Vengo yo trabajando en estas notas de una forma un tanto despreocupada o anárquica, de un modo que me recuerda a veces la respuesta que dio el gran torero Belmonte cuando, en una entrevista, le requirieron que hablara un poco de su toreo. «¡Si no sé! -contestó-. Palabra que no sé. Yo no sé las reglas, ni creo en las reglas. Yo siento el toreo, y sin fijarme en reglas lo ejecuto a mi modo.»
Quien afirme a la literatura en sí misma, no afirma nada. Quien la busca, sólo busca lo que se escapa, quien la encuentra, sólo encuentra lo que está aquí o, cosa peor, más allá de la literatura. Por eso, finalmente, cada libro persigue la no-literatura como la esencia de lo que quiere y quisiera apasionadamente descubrir.
En cuanto al paisaje, decir que si es verdad que a todos los libros les corresponde un paisaje real, el de este diario sería el que puede uno encontrarse en Ponta Delgada, en las islas Azores.
A causa de la luz azul y de las azaleas que separan los campos unos de otros, las Azores son azules. La lejanía es sin duda el embrujo de Ponta Delgada, ese extraño lugar en el que, un día, descubrí en un libro de Raúl Brandao, en Las islas desconocidas, el paisaje al que irán a parar, cuando llegue su hora, las últimas palabras; descubrí el paisaje azul que acogerá al último escritor y la última palabra del mundo, la que morirá íntimamente en él: «Aquí acaban las palabras, aquí finaliza el mundo que conozco…»
77) He sido afortunado, no he tratado personalmente a casi ningún escritor. Sé que son vanidosos, mezquinos, intrigantes, egocéntricos, intratables. Y si son españoles, encima son envidiosos y miedosos.
Sólo me interesan los escritores que se esconden, y así las posibilidades de que les llegue a conocer aún son menores. De entre los que se esconden, está Julien Gracq. Paradójicamente, es uno de los escasos escritores a los que he conocido personalmente.
En cierta ocasión, en los tiempos en que trabajaba en París, acompañé a Jerôme Garcin en su visita a ese escritor oculto. Fuimos a verlo a su último refugio, fuimos a verlo a Saint-Florent-le-Vieil.
Julien Gracq es el pseudónimo tras el que se oculta Louis Poirier. Este Poirier ha escrito sobre Gracq: «Su deseo de preservarse, de no ser molestado, de decir no, en resumen ese dejadme tranquilo en mi rincón y pasad de largo debe atribuirse a su ascendencia vendeana.»
Y así es, en efecto. Dos siglos después del levantamiento de 1793, Gracq da toda la impresión de estar resistiendo a París como sus antepasados rechazaron, en sus tierras, a los ejércitos de la Convención.
Fuimos a verle a su rincón y, nada más saludarle, nos preguntó a qué habíamos ido y qué queríamos ver: «¿Habéis venido a ver a un viejo?»
Y más tarde, menos cascarrabias, más dulce y triste:
«Una vez más, tengo la impresión de ser el último, es una de las experiencias de la ancianidad, y es un horror, la supervivencia causa hastío.»
La metafísica y cartujana literatura de Gracq vive en su propia imaginación mundos fuera de los reales, vive en paisajes interiores y a veces en mundos perdidos, en territorios del pasado, tal como le ocurría a Barbey d'Aurevilly, al que él admira.
Barbey vivía en el remoto mundo de sus antepasados, los chuanes. «La historia -escribió- ha olvidado a los chuanes. Los ha olvidado lo mismo que la gloria e incluso que la justicia. Mientras los vendeanos, aquellos guerreros de primera línea, duermen, tranquilos e inmortales, bajo la frase que Napoleón dijo de ellos, y pueden esperar, cubiertos con tal epitafio (…), los chuanes no tienen, por su parte, nadie que les saque de la oscuridad.»
Julien Gracq, como buen vendeano, nos dio la sensación de poder esperar. Bastaba con observarle, verle allí sentado en la terraza de su casa, ver cómo vigilaba el paso del río Loira. Viéndole allí, con la mirada perdida en el río, era la viva imagen de alguien que anda esperando algo o nada. Jerôme Garcin escribiría días después: «No sólo es el Loira el que fluye desde siempre bajo los ojos de Gracq, es la historia, su mitología y sus hazañas, en medio de las cuales ha crecido. Detrás de él, aquella Vendée heroica, maltrecha por la guerra; delante de él, la célebre isla Batailleuse, de la que muy pronto el joven Gracq, el joven lector de su compatriota Jules Verne, hizo su guarida, robinsoneando por entre los sauces, los álamos, las cañas y los alisos. De un lado, Clio, el pasado, los castillos en ruinas; del otro, las quimeras, lo fantástico y los castillos en el aire. Gracq, tal cual su obra lo exalta. Hay que ir a Saint-Florent para sentir ese deseo de reencarnarse.»
Es lo que hicimos Garcin y yo, fuimos hasta la guarida de uno de los escritores más ocultos de nuestro tiempo, uno de los más esquivos y apartados, uno de los reyes de la Negación, para qué negarlo. Fuimos a ver al último gran escritor francés de antes de la derrota del estilo, de antes de la abrumadora edición de la literatura llamémosla pasajera, de antes de la salvaje irrupción de la «literatura alimenticia», esa de la que hablaba Gracq en su panfleto de 1950, La literatura en el estómago, donde arremetía contra las imposiciones y reglas de juego tácitas de la creciente industria de las letras en la época del precirco televisivo.
Fuimos hasta la guarida del Jefe -así le conocen algunos en Francia-, del escritor oculto que en ningún momento nos ocultó su melancolía mientras observaba en silencio el curso del Loira.
Hasta 1939, Gracq fue comunista. «Hasta ese año -nos dijo- creí realmente que se podía cambiar el mundo.» La revolución fue, para él, un oficio y una fe, hasta que llegó el desengaño.
Hasta 1958, fue novelista. Tras la publicación de Los ojos del bosque, dejó el género («porque exige una energía vital, una fuerza, una convicción que me faltan») y eligió la escritura fragmentaria de los Carnets du gran chemin («no sé si con ellos mi obra no se parará sencillamente ahí, de forma muy oportuna», se preguntó de repente, la voz en suspenso). Al atardecer, fuimos a su estudio. Impresión de entrar en un templo prohibido. Por la ventana se veían pasar los coches y los camiones sobre el puente colgante: Saint-Florent-le-Vieil no se ha salvado de los ruidos modernos. Gracq entonces observó: «Algunas tardes esto retumba incluso más que en algunos barrios de París.»
Cuando le preguntamos por lo que más ha cambiado desde la época en que de niño jugaba sobre el pavimento del muelle, entre la fila de castaños y las paletas de las lavanderas, nos respondió:
– La vida ha ido de arriba para abajo.
Más adelante, habló de la soledad. Fue al salir ya del estudio: «Estoy solo, pero no me quejo. El escritor no tiene nada que esperar de los demás. Créanme. ¡Sólo escribe para él!»
Hubo un momento, de nuevo en la terraza, en el que, al observarle a contraluz, me pareció que en realidad no nos hablaba, sino que se dedicaba a un soliloquio. Garcin me diría luego, al salir de la casa, que él había tenido parecida impresión. «Es más -me dijo-, hablaba para él como lo haría un caballero sin caballería.»
Con la caída de la noche, cercana ya la hora de despedirnos de Gracq, éste nos habló de la televisión, nos dijo que a veces la encendía y se quedaba de una pieza al ver a los animadores de las emisiones literarias actuar como si estuvieran vendiendo muestras de diferentes telas.
En la hora del adiós, el Jefe nos acompañó por la pequeña escalera de piedra que conduce a la salida de la casa. Un perfume de tibio fango subía desde el Loira adormecido.
– Es raro que en enero el Loira esté tan bajo -comentó.
Le dimos la mano al Jefe y empezamos a irnos, y allí se quedó el escritor oculto vaciándose lentamente, como el río, su río.
78) Klara Whoryzek nació en Karlovy Vary el 8 de enero de 1863, pero a los pocos meses su familia se trasladó a vivir a Danzig (Gdansk), donde pasaría su infancia y adolescencia: una época sobre la que ella dejó escrito, en La lámpara íntima, que sólo conservaba «siete recuerdos en forma de siete pompas de jabón».
Klara Whoryzek llegó a Berlín a los veintiún años y allí formó parte, junto a Edvard Munch y Knut Hamsun entre otros, del círculo habitual de August Strindberg. En 1892 fundó la Verlag Wohryzek, editorial que sólo publicó La lámpara íntima, y poco después -cuando se disponían a sacar Pierrot lunaire, de A. Giraud- quebró.
En modo alguno fue el desaliento por la inexistente recepción de su libro y tampoco el hundimiento de la editorial lo que la llevó a un silencio literario radical hasta el final de sus días. Si Klara Whoryzek dejó de escribir fue porque -tal como le comentó a su amigo Paul Scheerbart- «aun sabiendo que sólo el escribir me ligaría como un hilo de Ariadna a mis semejantes, no podría, sin embargo, hacer que me leyera ninguno de mis amigos, pues los libros que he ido pensando a lo largo de mis días de silencio literario, son pompas de jabón de verdad y no se dirigen a nadie, ni siquiera al más íntimo de mis amigos, de modo que lo más sensato que podía hacer es lo que he hecho: no escribirlos».
Su muerte en Berlín, el 16 de octubre de 1915, se debió a su negativa a ingerir alimentos como medida de protesta contra la guerra. Fue una «artista del hambre» avant la lettre, abrió el camino al insecto Gregor Samsa (que se dejó morir con humana voluntad de inanición), y siguió el ejemplo, posiblemente también sin saberlo, de Bartleby, que murió en postura fetal, consumido sobre el césped de un patio, los ojos vidriosos y abiertos, pero por lo demás profundamente dormido bajo la mirada de un cocinero que le preguntaba si no iba a cenar tampoco esa noche.
79) Mucho más oculto que Gracq o que Salinger, el neoyorquino Thomas Pynchon, escritor del que sólo se sabe que nació en Long Island en 1937, se graduó en Literatura Inglesa en la Universidad de Cornell en 1958 y trabajó como redactor para la Boeing. A partir de ahí, nada de nada. Y ni una foto o, mejor dicho, una de sus años de escuela en la que se ve a un adolescente francamente feo y que no tiene, además, por qué necesariamente ser Pynchon, sino una más que probable cortina de humo.
Cuenta José Antonio Gurpegui una anécdota que hace años le contó su añorado amigo Peter Messent, profesor de literatura norteamericana en la Universidad de Nottingham. Messent hizo su tesis sobre Pynchon y, como es normal, se obsesionó por conocer al escritor que tanto había estudiado. Tras no pocos contratiempos, consiguió una breve entrevista en Nueva York con el deslumbrante autor de Subasta del lote 49. Los años pasaron y cuando Messent se había convertido ya en el prestigioso profesor Messent -autor de un gran libro sobre Hemingway- fue invitado, en Los Ángeles, a una reunión de íntimos con Pynchon. Para su sorpresa, el Pynchon de Los Ángeles no era en absoluto la misma persona con la que él se había entrevistado años antes en Nueva York, pero al igual que aquél conocía perfectamente incluso los detalles más insignificantes de su obra. Al terminar la reunión, Messent se atrevió a exponer la duplicidad de personajes, a lo que Pynchon, o quien fuere, contestó sin la menor turbación:
– Entonces usted tendrá que decidir cuál es el verdadero.
80) Entre los escritores antibartlebys destaca con luz propia la energía insensata de Georges Simenon, el más prolífico de los autores en lengua francesa de todos los tiempos. De 1919 a 1980 publicó 190 novelas con diferentes pseudónimos, 193 con su nombre, 25 obras autobiográficas y más de un millar de cuentos, además de artículos periodísticos y una gran cantidad de volúmenes de dictados y escritos inéditos. En el año 1929, su comportamiento antibartleby roza la provocación: escribió 41 novelas.
«Empezaba por la mañana muy temprano -explicó una vez Simenon-, generalmente hacia las seis, y acababa al finalizar la tarde; eso representaba dos botellas y ochenta páginas (…) Trabajaba muy deprisa, en ocasiones llegaba a escribir ocho cuentos en un día.»
Rayando en la insolencia antibartleby, Simenon habló en cierta ocasión de cómo alcanzó poco a poco un método o una técnica en la ejecución de la obra, un método personal que, una vez alcanzado, convierte en infinitas las posibilidades de que la obra de uno se vaya expandiendo sin que sea posible la aparición de la menor sombra de un preferiría no hacerlo: «Cuando empecé, tardaba doce días en escribir una novela, fuera o no un Maigret; como me esforzaba en condensar más, en eliminar de mi estilo toda clase de fiorituras o detalles accesorios, poco a poco pasé de once días a diez y luego a nueve. Y ahora he alcanzado por primera vez la meta de siete.»
Con ser desconcertante el caso de Simenon, lo es aún más el de Paul Valéry, escritor muy cercano a la sensibilidad bartleby -sobre todo en Monsieur Teste, como ya hemos visto-, pero que nos legó las veintinueve mil páginas de sus Cahiers.
Pero, con ser esto desconcertante, yo he aprendido a no extrañarme ya de nada. Cuando algo me desconcierta, recurro a un truco muy sencillo que me devuelve la tranquilidad, pienso simplemente en Jack London, que, pese a estar minado por el alcohol, fue uno de los promotores de la prohibición en Estados Unidos. A la sensibilidad bartleby le sienta bien estar curada de espantos.
81) Giorgio Agamben -ligado a los del No por su libro Bartleby o della contingenza (Macerata, 1993)- piensa que nos estamos volviendo pobres y concretamente en Idea della prosa (Milán, 1985) realiza este lúcido diagnóstico: «Es curioso observar cómo unas cuantas obras filosóficas y literarias, escritas entre 1915 y 1930, ostentan aún las llaves de la sensibilidad de la época, y que la última descripción convincente de nuestros estados de alma y de nuestros sentimientos se remonta, en suma, a más de cincuenta años atrás.»
Y, hablando de lo mismo, mi amigo Juan explica así su teoría acerca de que después de Musil (y de Felisberto Hernández) no hay mucho donde elegir: «Una de las diferencias más generales que pueden establecerse entre los novelistas anteriores y posteriores a la Segunda Guerra Mundial reside en que los de antes de 1945 solían poseer una cultura que informaba y conformaba sus novelas, mientras que los posteriores a esa fecha suelen exhibir, salvo en los procedimientos literarios (que son los mismos), una total despreocupación por la cultura heredada.»
En un texto del portugués Antonio Guerreiro -texto en el que he encontrado la cita de Agamben- se formula la pregunta de si se puede hablar hoy de compromiso en la literatura. ¿Con qué y a qué se compromete quien escribe?
Encontramos también esa pregunta, por ejemplo, en el Handke de El año que pasé en la bahía de nadie. ¿Sobre qué hay que escribir y sobre qué no? ¿Es soportable el constante desencaje entre la palabra nombrante y la cosa nombrada? ¿Cuándo no es demasiado pronto ni demasiado tarde? ¿Está todo escrito?
En Lecturas compulsivas Félix de Azúa parece sugerir que sólo desde la más firme negatividad pero creyendo (o deseando) que todavía no está agotado el potencial de la palabra literaria, nos será posible despertar del mal sueño actual, del mal sueño en la bahía de nadie.
Y Guerreiro parece decir algo por el estilo cuando sostiene que en la sospecha, en la negación, la mala conciencia del escritor, fraguada en las obras de los autores de la constelación Bartleby -los Hofmannsthal, Walser, Kafka, Musil, Beckett, Celan- hay que rastrear el único camino que queda abierto a la auténtica creación literaria.
Ya que se han perdido todas las ilusiones de una totalidad representable, hay que reinventar nuestros propios modos de representación. Escribo esto mientras escucho música de Chet Baker, son las once y media de la noche de este 7 de agosto del 99, el día ha sido especialmente caluroso, de gran bochorno. Ya se acerca -espero- la hora del sueño, de modo que voy a ir terminando, voy a hacerlo en la confianza de que es tan posible que aún debamos atravesar túneles muy oscuros como que el rastreo del único camino abierto que nos queda -el que, en su negatividad, han abierto Bartleby y compañía- nos conduzca a una serenidad que algún día habrá de merecerse el mundo: la de saber que, como decía Pessoa, el único misterio es que haya quien piense en el misterio.
82) Hay quien ha dejado de escribir para siempre al creerse inmortal.
Es el caso de Guy de Maupassant, que nació en 1850 en el castillo normando de Miromesnil. Su madre, la ambiciosa Laura de Maupassant, quería a toda costa un hombre ilustre en la familia. De ahí que confiara su hijo a un técnico de la grandeza literaria, lo confió a Flaubert. Su hijo sería eso que todavía hoy conocemos por «un gran escritor».
Flaubert educó al joven Guy, que no empezó a escribir hasta que tenía treinta años, cuando ya estaba suficiente mente preparado para ser un escritor inmortal. Desde luego, un buen maestro lo había tenido. Flaubert era un maestro inmejorable, pero, como se sabe, un gran maestro no asegura que el discípulo salga bien. La ambiciosa madre de Maupassant no ignoraba esto y temía que, a pesar del gran maestro, todo funcionara mal. Pero no fue así. Maupassant comenzó a escribir y se reveló inmediatamente como un grandísimo narrador. En sus relatos se advierte un extraordinario poder de observación, un magnífico trazo en el retrato de personajes y ambientes, así como un estilo -a pesar de la influencia de Flaubert- personalísimo.
En poco tiempo, Maupassant se convierte en una gran figura de la literatura y vive lujosamente de ella. Es aclamado por todo el mundo menos por la Académie, para la que no entra en sus planes disponer la consagración de Maupassant como immortel. No es nada nueva la tontería de la Académie, pues también Balzac, Flaubert y Zola se han quedado fuera de ella. Pero Maupassant, tan ambicioso como su madre, no se resigna a no ser inmortal y busca una natural compensación a la indolencia de los académicos. Esa compensación la encontrará en una espiral de engreimiento que le llevará a creerse inmortal a todos los efectos.
Una noche, después de haber cenado con su madre en Cannes, regresa a su casa y hace un experimento un tanto arriesgado: quiere cerciorarse de que es inmortal. Su mayordomo, el fiel Tassart, se despierta sobresaltado por una detonación que hace retumbar toda la casa.
Maupassant, erguido ante la cama, está muy contento de poder contar a su mayordomo, que irrumpe en su dormitorio en gorro de noche y sujetándose los calzoncillos con las manos, la cosa tan extraordinaria que le acaba de suceder.
– Soy invulnerable, soy inmortal -grita Maupassant-. Acabo de dispararme un pistoletazo en la cabeza y sigo incólume. ¿Qué no te lo crees? Pues mira.
Maupassant apoya nuevamente el cañón en la sien y aprieta el gatillo; una detonación tal hubiera podido derrumbar las paredes, pero el «inmortal» Maupassant continúa manteniéndose erguido y sonriente ante la cama.
– ¿Lo crees ahora? Ya nada puede hacerme nada. Podría cortarme la garganta y seguro que la sangre no manaría.
Maupassant no lo sabe en ese momento, pero ya no va a escribir nunca nada más.
De todas las descripciones de esta «inmortal escena», la de Alberto Savinio en Maupassant y el otro es la más brillante, por su genial síntesis entre humor y tragedia.
«Maupassant -escribe Savinio- pasa sin pensárselo dos veces de la teoría a la práctica, coge de encima de la mesa un abrecartas de metal en forma de puñal, se hiere la garganta en una demostración de invulnerabilidad también al arma blanca; pero el experimento lo desmiente: la sangre brota a borbotones, baja a oleadas impregnando el cuello de la camisa, la corbata, el chaleco.»
Maupassant, tras ese día y hasta el de su muerte (que no tardaría mucho en llegar), ya no escribió nada, sólo leía periódicos en los que se decía que «Maupassant se ha vuelto loco». Su fiel Tassart le llevaba todas las mañanas, junto con el café con leche, periódicos en los que él veía su fotografía y comentarios de este estilo al pie de las mismas: «Continúa la locura del inmortal monsieur Guy de Maupassant.»
Maupassant ya no escribe nada, lo que no significa que no esté entretenido y que no le sucedan cosas sobre las que podría escribir si no fuera porque ya no piensa molestarse en hacerlo, su obra está ya cerrada pues él es inmortal. Le ocurren, sin embargo, cosas que merecerían ser contadas. Un día, por ejemplo, mira fijamente el suelo y ve un hormigueo de insectos que lanzan a una gran distancia chorros de morfina. Otro día, marea al pobre Tassart con la idea de que habría que escribir al papa León XIII.
– ¿Va a volver a escribir el señor? -pregunta aterrado Tassart.
– No -dice Maupassant-. Serás tú quien le escriba al Papa de Roma.
Maupassant querría sugerirle a León XIII la construcción de tumbas de lujo para inmortales como él: tumbas en cuyo interior una corriente de agua, bien caliente, o bien fría, lavaría y conservaría los cuerpos.
Hacia el final de sus días, se pasea a gatas por su habitación y lame -como si estuviera escribiendo- las paredes. Y un día, finalmente, llama a Tassart y pide que le traigan una camisa de fuerza. «Pidió que le llevaran esa camisa -ha escrito Savinio- como quien pide a un camarero una cerveza.»
83) Marianne Jung, que nació en noviembre de 1784 y era hija de una familia de actores de orígenes oscuros, es la escritora oculta más atractiva de la historia del No.
De niña, hacía de figurante, de bailarina y de actriz de carácter cantando en el coro o realizando pasos de danza, vestida de Arlequín, al tiempo que salía de un huevo enorme que se paseaba por el escenario. Cuando tenía dieciséis años, un hombre la compró. El banquero y senador Willemer la vio en Frankfurt y se la llevó a su casa, después de haber pagado a su madre doscientos florines de oro y una pensión anual. El senador hizo de Pigmalión y Marianne aprendió buenos modales, francés, latín, italiano, dibujo y canto. Llevaban catorce años de convivencia y el senador estaba planteándose seriamente casarse con ella cuando apareció Goethe, que tenía sesenta y cinco años y estaba en uno de sus momentos más creativos, estaba escribiendo los poemas del Diván occidental-oriental, reelaboración de los poemas líricos persas de Hafis. En un poema del Diván aparece la bellísima Suleika y dice que todo es eterno ante la mirada de Dios y que se puede amar esta vida divina, por un instante, en sí misma, en su belleza tierna y fugaz. Eso dice Suleika en unos versos inmortales de Goethe. Pero en realidad lo que dice Suleika fue escrito no por Goethe, sino por Marianne.
En Danubio dice Claudio Magris: «El Diván, y el altísimo diálogo amoroso que incluye, está firmado por Goethe. Pero Marianne no es sólo la mujer amada y cantada en la poesía; también es la autora de algunos de los poemas más elevados, en sentido absoluto, de todo el Diván. Goethe los integró y publicó en el libro, con su nombre; sólo en 1869, muchos años después de la muerte del poeta y nueve después de la de Suleika, el filólogo Hermann Grimm, al que Marianne había confiado el secreto y mostrado su correspondencia con Goethe, dio a conocer que la mujer había escrito esos escasísimos pero sublimes poemas del Diván.»
Marianne Jung, pues, escribió en el Diván unos poquísimos poemas, que pertenecen a las obras maestras de la lírica mundial, y luego no escribió nada más, nunca, prefirió callar.
Es la más secreta de las escritoras del No. «Una vez en mi vida -dijo muchos años después de haber escrito aquellos versos- descubrí que sentía algo noble, que era capaz de decir cosas que eran dulces y sentidas con el corazón, pero el tiempo, más que destruirlas, las ha borrado.»
Comenta Magris que es posible que Marianne Jung se diera cuenta de que la poesía sólo tenía sentido si surgía de una experiencia total como la que ella había vivido y que, una vez pasado ese momento de gracia, había pasado también la poesía.
84) Mucho más que Gracq y que Salinger y que Pynchon, el hombre que se hacía llamar B. Traven fue la auténtica expresión de lo que conocemos por «escritor oculto».
Mucho más que Gracq, Salinger y Pynchon juntos. Porque el caso de B. Traven está repleto de matices excepcionales. Para empezar, no se sabe dónde nació ni él quiso aclararlo nunca. Para algunos, el hombre que decía llamarse B. Traven era un novelista norteamericano nacido en Chicago. Para otros, era Otto Feige, escritor alemán que habría tenido problemas con la justicia a causa de sus ideas anarquistas. Pero también se decía que en realidad era Maurice Rethenau, hijo del fundador de la multinacional AEG, y también había quien aseguraba que era hijo del kaiser Guillermo II.
Aunque concedió su primera entrevista en 1966, el autor de novelas como El tesoro de Sierra Madre o El puente en la selva insistió en el derecho al secreto de su vida privada, por lo que su identidad sigue siendo un misterio.
«La historia de Traven es la historia de su negación», ha escrito Alejandro Gándara en su prólogo a El puente en la selva. En efecto, es una historia de la que no tenemos datos y no pueden tenerse, lo que equivale a decir que ése es el auténtico dato. Negando todo pasado, negó todo presente, es decir, toda presencia. Traven no existió nunca, ni siquiera para sus contemporáneos. Es un escritor del No muy peculiar y hay algo muy trágico en la fuerza con la que rechazó la invención de su identidad.
«Este escritor oculto -ha dicho Walter Rehmer- resume en su identidad ausente toda la conciencia trágica de la literatura moderna, la conciencia de una escritura que, al quedar expuesta a su insuficiencia e imposibilidad, hace de esta exposición su cuestión fundamental.»
Estas palabras de Walter Rehmer -me acabo ahora de dar cuenta- podrían resumir también mis esfuerzos en este conjunto de notas sin texto. De ellas también podría decirse que reúnen toda o al menos parte de la conciencia de una escritura que, al quedar expuesta a su imposibilidad, hace de esta exposición su cuestión fundamental.
En fin, pienso que las frases de Rehmer son atinadas, pero que si Traven las hubiera leído se habría quedado, primero, estupefacto, y luego se habría desternillado de risa. De hecho, yo estoy a punto ahora de reaccionar de ese modo, pues a fin de cuentas detesto, por su solemnidad, la obra ensayística de Rehmer.
Vuelvo a Traven. La primera vez que oí hablar de él fue en Puerto Vallaría, México, en una de las cantinas de las afueras de la ciudad. Hace de eso algunos años, era en la época en que empleaba mis ahorros en viajar en agosto al extranjero. Oí hablar de Traven en esa cantina. Yo acababa de llegar de Puerto Escondido, un pueblo que, por su peculiar nombre, habría sido el escenario más apropiado para que alguien me hubiera hablado del escritor más escondido de todos. Pero no fue allí sino en Puerto Vallarta donde por primera vez alguien me contó la historia de Traven.
La cantina de Puerto Vallarta estaba a pocas millas de la casa donde John Huston -que llevó al cine El tesoro de Sierra Madre- pasó los últimos años de su vida refugiado en Las Caletas, una finca frente al mar y con la jungla a la espalda, una especie de puerto de la selva azotado invariablemente por los huracanes del golfo.
Cuenta Huston en su libro de memorias que escribió el guión de El tesoro de Sierra Madre y le mandó una copia a Traven, que le contestó con una respuesta de veinte páginas llenas de detalladas sugerencias respecto a la construcción de decorados, iluminación y otros asuntos.
Huston estaba ansioso por conocer al misterioso escritor, que por aquel entonces ya tenía fama de ocultar su verdadero nombre: «Conseguí -dice Huston- una vaga promesa de que se reuniría conmigo en el Hotel Bamer de Ciudad de México. Hice el viaje y esperé. Pero él no se presentó. Una mañana, casi una semana después de mi llegada, me desperté poco después del amanecer y vi que había un tipo a los pies de mi cama, un hombre que me tendió una tarjeta que decía: «Hal Croves. Traductor. Acapulco y San Antonio».
Luego ese hombre mostró una carta de Traven, que Huston leyó aún en la cama. En la carta, Traven le decía que estaba enfermo y no había podido acudir a la cita, pero que Hal Croves era su gran amigo y sabía tanto acerca de su obra como de él mismo, y que por tanto estaba autorizado a responder a cualquier consulta que quisiera hacerle.
Y, en efecto, Croves, que dijo ser el agente cinematográfico de Traven, lo sabía todo sobre la obra de éste. Croves estuvo dos semanas en el rodaje de la película y colaboró activamente en ella. Era un hombre raro y cordial, que tenía una conversación amena (que a veces se volvía infinita, parecía un libro de Carlo Emilio Gadda), aunque a la hora de la verdad sus temas preferidos eran el dolor humano y el horror. Cuando dejó el rodaje, Huston y sus ayudantes en la película comenzaron a atar cabos y se dieron cuenta de que aquel agente cinematográfico era un impostor, aquel agente era, muy probablemente, el propio Traven.
Cuando se estrenó la película se puso de moda el misterio de la identidad de B. Traven. Se llegó a decir que detrás de ese nombre había un colectivo de escritores hondurenos. Para Huston, Hal Croves era sin duda de origen europeo, alemán o austríaco; lo raro era que los temas de sus novelas narraban las experiencias de un americano en Europa occidental, en el mar y en México, y eran experiencias que se notaba a la legua que habían sido vividas.
Se puso tan de moda el misterio de la identidad de Traven que una revista mexicana envió a dos reporteros a espiar a Croves en un intento de averiguar quién era realmente el agente cinematográfico de Traven. Le encontraron al frente de un pequeño almacén al borde de la jungla, cerca de Acapulco. Vigilaron el almacén hasta que vieron salir a Croves camino de la ciudad. Entonces entraron forzando la puerta y registraron su escritorio, donde encontraron tres manuscritos firmados por Traven y pruebas de que Croves utilizaba otro nombre: Traven Torsvan.
Otras investigaciones periodísticas descubrieron que tenía un cuarto nombre: Ret Marut, un escritor anarquista que había desaparecido en México en 1923 y los datos, pues, encajaban. Croves murió en 1969, algunos años después de casarse con su colaboradora Rosa Elena Lujan. Un mes después de su muerte, su viuda confirmó que B. Traven era Ret Marut.
Escritor esquivo donde los haya, Traven utilizó, tanto en la ficción como en la realidad, una apabullante variedad de nombres para encubrir el verdadero: Traven Torsvan, Arnolds, Través Torsvan, Barker, Traven Torsvan Torsvan, Berick Traven, Traven Torsvan Croves, B. T. Torsvan, Ret Marut, Rex Marut, Robert Marut, Traven Robert Marut, Fred Maruth, Fred Mareth, Red Marut, Richard Maurhut, Albert Otto Max Wienecke, Adolf Rudolf Feige Kraus, Martínez, Fred Gaudet, Otto Wiencke, Lainger, Goetz Ohly, Antón Riderschdeit, Robert BeckGran, Arthur Terlelm, Wilhelm Scheider, Heinrich Otto Baker y Otto Torsvan.
Tuvo menos nacionalidades que nombres, pero tampoco anduvo corto en este aspecto. Dijo ser inglés, nicaragüense, croata, mexicano, alemán, austriaco, norteamericano, lituano y sueco.
Uno de los que intentaron escribir su biografía, Jonah Raskin, por poco se vuelve loco en el intento. Contó con la colaboración, desde el primer momento, de Rosa Elena Lujan, pero pronto empezó a comprender que la viuda tampoco sabía a ciencia cierta quién diablos era Traven. Una hijastra de éste, además, contribuyó a enredarlo ya de forma absoluta al asegurar que ella recordaba haber visto a su padre hablando con el señor Hal Croves.
Jonah Raskin acabó abandonando la idea de la biografía y terminó escribiendo la historia de su búsqueda inútil del verdadero nombre de Traven, la delirante y novelesca historia. Raskin optó por abandonar las investigaciones cuando se dio cuenta de que estaba arriesgando su salud mental; había comenzado a vestirse con la ropa de Traven, se ponía sus gafas, se hacía llamar Hal Croves…
B. Traven, el más oculto de los escritores ocultos, me recuerda al protagonista de El hombre que fue jueves, de Chesterton. En esta novela se habla de una vasta y peligrosa conspiración integrada en realidad por un solo hombre que, como dice Borges, engaña a todo el mundo «con socorro de barbas, de caretas y de pseudónimos».
85) Se escondía Traven, voy a esconderme yo, se esconde mañana el sol, llega el último eclipse total del milenio. Y ya mi voz va volviéndose lejana mientras se prepara para decir que se va, va a probar otros lugares. Sólo yo he existido, dice la voz, si al hablar de mí puede hablarse de vida. Y dice que se eclipsa, que se va, que acabar aquí sería perfecto, pero se pregunta si esto es deseable. Y a sí misma se responde que sí es deseable, que acabar aquí sería maravilloso, sería perfecto, quienquiera que ella sea, donde sea que ella esté.
86) Al final de sus días, Tolstói vio en la literatura una maldición y la convirtió en el más obsesivo objeto de su odio. Y entonces renunció a escribir, porque dijo que la escritura era la máxima responsable de su derrota moral.
Y una noche escribió en su diario la última frase de su vida, una frase que no logró terminar: «Fais ce que dois, advienne que pourra» (Haz lo que debes, pase lo que pase). Se trata de un proverbio francés que a Tolstói le gustaba mucho. La frase quedó así:
Fais ce que dois, adv…
En la fría oscuridad que precedió al amanecer del 28 de octubre de 1910, Tolstói, que contaba ochenta y dos años de edad y era en aquel momento el escritor más famoso del mundo, salió sigilosamente de su ancestral hogar en Yásnaia Poliana y emprendió su último viaje. Había renunciado para siempre a la escritura y, con el extraño gesto de su huida, anunciaba la conciencia moderna de que toda literatura es la negación de sí misma.
Diez días después de su desaparición murió en la vivienda de madera del jefe de la estación ferroviaria de Astápovo, aldea de la que pocos rusos habían oído hablar. Su huida había tenido un final abrupto en aquel remoto y triste lugar, donde le habían obligado a apearse de un tren que se dirigía al sur. La exposición al frío en los vagones de tercera clase del tren, sin calefacción, cargados de humo y corrientes de aire, le habían provocado una neumonía.
Atrás quedaba ya su hogar abandonado, y atrás quedaba ya en su diario -también abandonado después de sesenta y tres años de fidelidad- la última frase de su vida, la frase abrupta, malograda en su desfallecimiento bartleby:
Fais ce que dois, adv…
Muchos años después diría Beckett que hasta las palabras nos abandonan y que con eso queda dicho todo.