2. LA CIUDAD EN RUINAS

El amor pertenece a sí mismo, sordo a las súplicas, inmutable ante la violencia. El amor no es cosa que se pueda negociar. El amor es lo único más fuerte que el deseo, la única razón justa para resistir a la tentación.

Jeanette Winterson. Escrito en el cuerpo


No intentes enterrar el dolor: se extenderá a través de la tierra, bajo tus pies; se filtrará en el agua que hayas de beber y te envenenará la sangre. Las heridas se cierran, pero siempre quedan cicatrices más o menos visibles que volverán a molestar cuando cambie el tiempo, recordándote en la piel su existencia, y con ella el golpe que las originó. Y el recuerdo del golpe afectará a decisiones futuras, creará miedos inútiles y tristezas arrastradas, y tú crecerás como una criatura apagada y cobarde. ¿Para qué intentar huir y dejar atrás la ciudad donde caíste? ¿Por la vana esperanza de que en otro lugar, en un clima más benigno, ya no te dolerán las cicatrices y beberás un agua más limpia? A tu alrededor se alzarán las mismas ruinas de tu vida, porque allá donde vayas llevarás a la ciudad contigo. No hay tierra nueva ni mar nuevo, la vida que has malogrado malograda queda en cualquier parte del mundo. Tengo veintidós años, y hablo por boca de otros.

Estas mismas palabras que repito las he leído en libros. Algunos se escribieron hace mil años, otros se publicaron hace dos. Porque al fin y al cabo todo lo que se escribe acaba por ser una nota a pie de página de algo escrito antes. Existe un solo tema, la vida, y la vida es siempre la misma: una misma radiación impregna al universo entero y no está asociada a ningún objeto en particular. Todos nuestros actos, todos nuestros amores, son repeticiones de otros ya acaecidos y por eso siempre encontraremos en un libro la respuesta a alguna de nuestras preguntas. El problema radica en que no entenderemos nada de lo escrito en tanto no lo hayamos vivido de un modo u otro y me parece que yo ahora y sólo ahora empiezo a comprender frases leídas hace tiempo. Ahora comprendo que la ciudad me sigue, que camino siempre por las mismas calles, y que hace falta desenterrar la angustia para que no se pudra bajo mis pies. Por esta razón dejo una ciudad y regreso a otra, porque sé que en el fondo habito siempre la misma. Creí dejar atrás el sufrimiento y he comprendido que lo llevo conmigo, y ahora vuelvo a la misma ciudad que odiaba tanto.

Tengo veintidós años. Abandoné Madrid a los dieciocho por iniciativa de mi padre. Puesto que yo no tenía muy claro lo que quería hacer con mi vida, y teniendo en cuenta que las tensiones entre mi madre y yo comenzaban a hacerse insoportables, ¿no me vendría bien marcharme a estudiar inglés un año? Por una vez, una sola, me mostré de acuerdo con sus opiniones, porque yo también quería marcharme, quería dejar mi casa y perder por fin de vista a mi padre y a mi madre. Lo había estado deseando durante años y no iba a rechazar aquella oportunidad ahora que me la servían en bandeja.

Existían otras razones que mi padre ni siquiera sospechaba y que me impulsaban a poner tierra de por medio. Sentía a la ciudad como una jaula, malogrados los años que la habité. Había muchas cosas que mi padre no sabía sobre la vida que había llevado allí.

Aquella conversación precipitó la frenética búsqueda de un lugar en el que aparcarme. Nos servía cualquier universidad extranjera en la que me aceptaran, y la elegida resultó ser la de Edimburgo como podía haber sido cualquier otra. Después de muchas conferencias telefónicas internacionales y muchas peregrinaciones de embajada en embajada solicitando información, nos enteramos de que era la única cuya residencia de estudiantes todavía disponía de plazas libres a aquellas alturas de año. Previamente habíamos intentado encontrar un hueco para mí en muchos otros sitios, pero en todos nos dijeron que llamábamos demasiado tarde.

De modo que acabé en Edimburgo por casualidad. En la vida se me había pasado por la cabeza la idea de acabar estudiando en Escocia. Y así me van las cosas… A veces pienso que siempre he tomado las decisiones más importantes sin enterarme.

Llegué a Edimburgo pensando que, con mi mayoría de edad, la vida se aceleraría, que sería cada vez más rica e intensa. No sospechaba que estaba a un paso de llegar a punto muerto.

A la semana de aterrizar allí se me derrumbó sobre la cabeza la inmensidad de lo que había perdido, y creo que lloré tanto como las nubes de la ciudad que me acogió. Una ciudad armoniosa, de trazado medieval, de piedras mudas y tejados góticos, vigas de madera, puntales en los tejados y farolas en las calles de moderada agitación. Una ciudad que se ha extendido alrededor de su núcleo, mientras la parte antigua ha ido incorporando la nueva, asimilándola a la ya existente con una calma profunda.

Mis primeros meses se me aparecen en el recuerdo como una especie de borrón, un embrollo de horas húmedas y grises que transcurrían en monótona sucesión; un rosario de fechas empapadas de nostalgia, una detrás de otra, sólo diferenciadas por el nombre que el calendario asignaba a los días. Después del viernes tres venía el sábado cuatro, después el domingo cinco, inevitables. La angustia, un buque fantasma, se iba hundiendo lentamente en el tiempo cenagoso; aquella angustia ante lo borrado, lo perdido, que se iba posando dentro, como una lluvia interior. En un intento de acallarla me impuse un programa de estudios espartano, y mi rutina diaria transcurría entre una universidad de paredes de piedra cubiertas de musgo y una habitación helada y lóbrega, con la cabeza enterrada entre libros y cuadernos, porque quería llenarme la mente, atiborrarla de datos, bloquear sus salidas con recién aprendidas palabras y sepultar los recuerdos bajo gerundios y participios y citas de Shakespeare, para no pensar en lo que dejaba atrás. Detestaba aquella residencia, detestaba su cuarto de baño común y sus paredes desconchadas; y detestaba en particular mi habitación, amueblada apenas por una cama que recordaba a los camastros que suelen encontrarse en los albergues de invierno y una mesa que aún conservaba las iniciales escritas a navaja por mi predecesor y su predecesor y quién sabe cuántos pre-pre-predecesores más Me sentía triste, y pobre. Pobre en espacio, escasa en luz, indigente en calma, desposeída de una atmósfera de intimidad, necesitada de todo aquello que hace del hogar del hombre su castillo.

Pero me empeñaba en mantener aquel voto de clausura: sabía que la única forma de quedarme en Edimburgo era superar con notas excelentes el curso de inglés para extranjeros que estaba estudiando. Así me concederían una beca, como sucedió finalmente, y, con la excusa de estudiar una carrera, podría permanecer tres años más en aquella ciudad brumosa, bajo la protección del imponente castillo perennemente velado por lechosos jirones de niebla, y ya no tendría que regresar a la luminosa Madrid que tanto echaba de menos. La añoraba, pero no quería volver; o más bien no podía volver. Me obligué a mí misma a adaptarme, y sometí a la nostalgia demostrando la misma tozudez con la que a los catorce años dejaba en el plato la mitad de la comida, incluso cuando el estómago me dolía de hambre.

Cuando salgo de casa son las siete de la mañana. Cat todavía está dormida. Ayer bebió y lloró mucho. Me he levantado sin hacer ruido para no despertarla. Avanzo de puntillas. El rumor de mis movimientos penetra en la inmovilidad del cuerpo dormido que se estremece, pero no se despierta. Echo una última mirada a su naricita gatuna apoyada sobre la almohada. Sé que se enfadará cuando descubra esta última traición: que me he ido sin despertarla. Pero yo no quiero prolongar la despedida, como quien prolonga con máquinas la agonía de un moribundo en el hospital. A un lado de la cama reposa, apoyado sobre su vientre verdoso, el cadáver de la botella que Cat vació entre súplicas y reproches, y su cuello me apunta acusador como en el juego de la verdad al que mis primas y yo solíamos jugar de pequeñas. Se ha quedado señalando la eterna pregunta de Cat, que formuló mil veces en distintas variaciones: Dime la verdad… ¿tú me quieres? Sólo la verdad. Pero la verdad no es un estado definible e inmutable. La verdad está en la cabeza de cada uno. No depende de datos ni de cifras ni de fechas. Apuro el pasillo a pasos cortos y callados y cierro con cuidado la puerta tras de mí. La estación está cerca, sólo tengo que cruzar Lothian Road.

Todas las tiendas están cerradas a esta hora de la mañana. El cielo cubierto diluye en humedad los oscuros perfiles de las casas. Desde las ventanas de los escaparates todavía dormidos -Boots, C amp;A, Marks and Spencer, Dolcis, The Body Shop- los cristales me devuelven la imagen de una chica alta y delgada que podría gustarme si no supiera que se trata de mí, y no puedo evitar recordar que, cuando Cat y yo nos conocimos, una de nuestras distracciones preferidas consistía en pasear por esta misma calle, detenernos de vez en cuando en alguna de estas tiendas y comprarnos chucherías la una a la otra. Paseábamos cogidas de la mano y todos los peatones nos dirigían miradas de soslayo. En parte, porque les resultaba chocante la imagen de dos chicas paseando enlazadas. En parte, porque las dos éramos jóvenes y guapas y daba gusto mirarnos. Yo lo sabía y me sentía orgullosa, feliz como una niña que pasea por primera vez al cachorro de aguas que ha sido su regalo de cumpleaños. Atravieso Lothian Road, dejando atrás las casas viejas de ladrillo rojo ennegrecido por el humo y los tejados de pizarra gris. La calle parece alargarse con la niebla y los ojos buscan un horizonte que se ha desvanecido. Arrastrando mi maleta con ruedas, zaguera de mis pies como un perrito fiel, un millón de gotas diminutas me empapan la nariz y los cabellos y no consigo borrar de mi cabeza la imagen de Cat dormida. Pero mi maleta pesa más que el arrepentimiento.

No hay nadie en la estación. Nadie coge hoy el primer tren para Londres. Ni el quiosco de prensa ni la tienda de baguettes han abierto todavía. En el andén recién despertado otras tres sombras esperan a mi tren, difuminadas por el vaho que desprende mi respiración entrecortada. Pasan unos minutos que se me hacen eternos. Un desconocido enciende un cigarro y su mechero provoca un resplandor repentino que ilumina un segundo la perspectiva del andén; otro se sube el cuello de la chaqueta intentando combatir el frío de la mañana; una chica recorre la plataforma con pasitos de impaciencia contenida, cinco hacia delante, cinco atrás, una danza inútil que no la lleva a ninguna parte. Aunque compartimos una tensión común a la espera de un mismo tren que no llega, no intercambiamos ninguna mirada, ningún gesto de solidaridad o simpatía. Llega por fin el tren, justo cuando pensaba que mis manos iban a congelarse. Coloco la maleta en el compartimiento destinado a los equipajes y me arrellano en el asiento. Tensa e incómoda, preparo el cuerpo y la cabeza para las horas de trayecto que me esperan.

El tren arranca con un silbido que corta el aire húmedo de Edimburgo, y el perfil de la estación se desdibuja poco a poco a medida que la máquina toma velocidad. A través de la ventanilla se suceden diferentes variaciones del mismo paisaje aterido. Grandes extensiones de campo en movimiento salpicado de puntos de color: casas pequeñas, invernaderos, cercas que separan los jardines. Verde musgo, verde esmeralda, verde hierba… verde, verde, verde, todas las tonalidades del verde oscuro desfilan ante mis ojos bajo un cielo hecho de gotas de agua y de guiñapos de algodón sucio. Verde como los parques de Edimburgo, verde como los ojos de Cat. Una asocia las cosas que le gustan a las que le gustaron y las afinidades espontáneas están construidas a base de recuerdos: la memoria me asegura que siempre sentiré pasión por el verde.

El constante traqueteo tiende las redes al sueño y las formas se van difuminando hasta convertirse en una pantalla verde uniforme sobre la que dibujo mentalmente la imagen de Cat: ojos rasgados coronados por unas cejas rubias prácticamente imperceptibles que convergen en una nariz pequeña y un tanto respingona apuntando con descaro a cualquier interlocutor; a los lados, unos pómulos altísimos, casi demasiado perfectos, y bajo la nariz una boca de trazo recto y carnoso. Como si fueran briznas de paja unas mechas cobrizas enmarcan el óvalo perfecto de la cara; un óvalo de piel blanca, hecha de frío y leche, que nunca ha conocido un bronceado de agosto. Cat, la chica gato, podría ser una de tantas chicas que salen en las revistas anunciando cremas hidratantes: Tu piel se merece protección. Y tú te mereces amor, ¿crees que no lo sé?

Antes de conocerla jamás me fijaba en las rubias. Supongo que tenía la imagen de Mónica tan metida en la cabeza que me resultaba imposible interesarme por una persona que no se pareciera a ella. Sin embargo, me fijé en Cat desde la primera vez que la vi.

La conocí hace tres años y medio, cuando yo llevaba seis meses en la ciudad, en un club de paredes oscuras y música inarmónica cuya entrada quedaba estrictamente restringida a mujeres, y cuya ubicación me fue revelada a través de un anuncio en The List. Me presenté allí, sola, una noche en la que mi existencia conventual empezaba a hacerse insoportable y mi espíritu rebelde exigía a gritos cerveza y humo. Una mujer, me decía mi madre, no debe ir sola a un bar. Todo el mundo sabe de sobra qué es lo que buscan en los bares las mujeres sin compañía. Por una vez, y sin que sirva de precedente, mi madre tenía razón. Me rechinaba en la memoria el cataclismo que se organizó en Madrid la última noche que salí, cuando me presenté, yo sola, en La Metralleta, buscando a Mónica, y descubrí que en realidad los hombres no habían cambiado mucho desde los tiempos de mi madre. Por eso decidí, la primera noche en que me atreví a salir en Edimburgo, irme a beber a un bar donde no hubiera hombres, lejos de sus inevitables acosos, de los problemas que mi mera presencia desencadenaría. No iba buscando una chica, no fui allí porque me sintiera lesbiana. Sólo buscaba una cerveza y un poco de música.

Al entrar pensé que quizá me había equivocado. Montones de chicas revoloteaban por la pista estrellándose las unas contra las otras, igual que los cuerpos celestes -los asteroides, las estrellas, los planetas- colisionan a veces en el espacio. Sus sombras se confundían bajo las llamaradas de luces que descubrían perfiles y figuras. La mayoría llevaba el pelo corto y vestía pantalones, aunque también había alguna que otra disfrazada de femme, con falda de tubo y melena de leona. Si una se fijaba, acababa por comprender que existía una sutil demarcación de territorios. Las radicales resistentes ocupaban el flanco izquierdo, uniformadas en sus supuestos disfraces de hombres, fumando cigarrillos con gesto de estibador y ceño de mal genio, las piernas cruzadas una sobre la otra, tobillos sobre rodilla, en un gesto pretendidamente masculino. En la pista bailaban jovencitas más despreocupadas, que podían haber estado en una discoteca hetero sin llamar en absoluto la atención. Una rubia bastante llamativa se había permitido incluso ponerse un traje largo y coqueteaba con una pelirroja que se la comía con los ojos, mientras correspondía a la conversación de su amiga con una sucesión de carcajadas nerviosas y forzadas.

La timidez me mantenía pegada a la barra, sofocada por la asfixiante pesadez de tanto exceso de estrógeno. Llevaría allí cosa de una hora cuando me fijé en una rubia alta y delgada que llegó precedida por un grupo de chicas. Llevaba, me acuerdo aún, una cazadora de cuero negro. Llamaba la atención. Por lo alta, por lo guapa, por la parsimonia de sus pasos de gata conscientes de su propia elegancia. Lo primero que pensé es que me recordaba a Nastassja Kinski. Estoy segura de que ya se lo habían dicho muchas veces.

El grupo que la acompañaba tomó posiciones alrededor de la pista, mientras la rubia, haciendo de valiente avanzadilla, se dirigió hacia mi rincón, en busca de una copa. Se situó a unos dos metros de mí, y, acodadas ambas en la barra medio vacía, nos encontramos frente a frente, apenas separadas por el aire espesado gracias al humo de cientos de cigarros que se extendía por la sala. Pidió un güisqui a la camarera y me miró. Sonrió. Yo le devolví la sonrisa. Cuando la camarera le sirvió su copa, se volvió a mirarme otra vez, como una pitón miraría a un ratón. Creo que me hipnotizó. Yo sabía que estaba intentando averiguar si le otorgaba vía libre para acercarse a mí. Sonreí otra vez. Entendió que le cedía el paso y se plantó a mi lado en cuatro zancadas arrogantes, como si se sintiera dueña de cada baldosa del suelo que pisaba. Casi no me creí aquel golpe de suerte.

– Tú no eres de aquí, ¿verdad? -me preguntó.

– No.

– Me estaba preguntando, mientras te miraba, de dónde podrías venir…

– Adivina.

– No sé… ¿El cielo?

Una semana después, ella partía a Londres a pasar las Navidades con unos amigos. Yo iba a pasarlas en Francia. Prometimos que nos enviaríamos postales. Mi padre debía viajar a París por cuestiones de negocios y había decidido aprovechar la ocasión para llevar a mi madre y organizar allí una reunión a tres. Navidades en familia, supongo. Nadie sugirió en ningún momento que nos viéramos en Madrid. Razones obvias y sobreentendidas: no íbamos a discutir en territorio neutral. Llevaba meses sin ver a los autores de mis días y los encontré viejos y cansados, aplastados por el peso de los años y los recuerdos. En apenas un año, mi padre había dejado de ser un maduro seductor de sienes plateadas para convertirse en un venerable viejecito de cabeza nevada, mientras que mi madre había rebasado la categoría de señora elegante y estaba a un paso de asumir la de (dama digna. El antiguo repicar nervioso de sus tacones había dejado paso a una grave sucesión de pisadas arrastradas.

Cenamos platos de nombres impronunciables en un restaurante muy elegante de la rue Maréchal Font, sitiados por un ejército de cubiertos y copas de distintos tamaños. No teníamos nada que decirnos, y al cabo de media hora los tópicos se habían agotado. De aquella cena sólo recuerdo el tintineo de los cubiertos sobre la loza y las lágrimas asomando en los ojos de mi madre. Las velas arrancaban destellos de luz blanca a su melena francesa y aquella aureola rubia me hizo pensar en Cat. Flotó en aquel momento sobre mí el agobiante peso de los afectos exigentes. En la vida de cualquier persona se suceden casi siempre dos tragedias muy serias que ya he vivido: la falta de amor o el exceso de amor.

Durante aquellos tres días acompañé a mi madre de compras por tiendas exquisitas en las que no creo que jamás hubiese puesto un pie caso de haber viajado allí sola, y dejé que me obsequiara con un jersey azul, cuyo precio equivalía a un mes de alquiler de mi habitación, y que yo sabía que nunca iba a ponerme. Cada tarde mi padre, invulnerable a los promisorios cantos de las boutiques y los almacenes, nos esperaba en el hotel, leyendo periódicos en varios idiomas.

No me apetecía enviarle a Cat una postal con una vista de la torre Eiffel, el Sena o Notre Dame. Antes o después siempre aparece en el buzón de cada uno una postal enviada desde París por un amigo, un amante o un simple conocido, y no quería que la mía se pareciera a ninguna de las que Cat habría recibido o recibiría desde París en toda su vida. El último día de mi estancia allí me detuve, de camino al hotel, en una tienda de cómics mugrienta y diminuta que se parecía demasiado a Metrópolis, la tienda favorita de Mónica. Cat recibiría una tarjeta de la nave Enterprise que me costó ocho francos. Cuando volví a Edimburgo encontré en mi buzón la tarjeta que Cat me había prometido: un retrato del doctor Spock. Supe entonces que estábamos condenadas a que nuestra historia prosperara.

Unos quince días después de conocerla hice un descubrimiento casi aterrador. Estaba sola en casa de Cat, me había quedado dormida en la cama después de una tarde que habíamos apurado haciendo el amor, y cuando abrí los ojos, con el cuerpo tembloroso de frío, descubrí que Cat se había marchado al restaurante. Una nota sobre la mesilla explicaba por qué, al verme dormir tan plácidamente, no había tenido el valor de despertarme. Ya había caído la noche y la oscuridad había engullido los perfiles de las casas. Abrí los armarios de Cat buscando un jersey con el que cubrir mis huesos ateridos y descubrí tres cajones allí dentro. El primero contenía ropa interior y calcetines; el segundo, jerseys; papeles el tercero. Entre los jerseys encontré un sobre cuya blancura indicaba su reciente llegada al cajón. No pude resistir la curiosidad: lo abrí y me encontré conmigo.

Eran fotos tomadas, al parecer, desde un coche. El tipo de fotos que un detective enseña a su cliente, esas fotos que alguien toma sin que el retratado se aperciba. Alguien que roba tu imagen en silencio, como podría robarte la cartera. Se me veía saliendo de la residencia, esperando en la parada del autobús, subiendo a éste cuando llegaba, bajando frente a la universidad, atravesando a zancadas el parque del campus, apenas un esbozo borroso de mi propia persona manchando de negro el verde de la hierba.

No dije nada. Nunca dije nada, ni entonces ni más tarde. No pregunté, no exigí explicaciones. No quise saber si ella estaba obsesionada conmigo, si quería mis fotos para intentar conjurar a alguna deidad del amor con mi imagen, o si esperaba conocer la presencia de un rival. Callé porque temía un enfrentamiento directo, una confrontación, o quizá lo hice porque no quería saber de la magnitud exacta de su devoción por mí. No dije nada, y dos semanas después me fui a vivir con Cat, sabedora desde entonces de que me querría más que yo a ella.

Les expliqué a mis padres que compartir un apartamento resultaba una solución más barata y céntrica que la residencia, lo que era verdad. No pusieron pegas.

Si yo hubiera llegado a Cat de otra manera, como una hoja en blanco, como un lienzo por pintar, si no arrastrase tras de mí casi veinte años repletos de borrones y tachaduras, quizá lo nuestro hubiese funcionado. Si hubiera caminado hasta ella con los ojos vendados desde el punto de partida ella habría podido abrirme los labios y cerrar mis heridas. Pero Mónica ya había dejado de ser una herida, se había convertido en una cicatriz, y por tanto, imborrable, no podía deshacerme de ella. He pasado muchas tardes de estos tres años resguardada del frío en el seno de angora de mi novia que, enroscada junto a mí frente a la chimenea, suspiraba y se desperezaba cerca del fuego, holgazana como la gata que era; y no conseguí nunca disfrutarlas del todo, porque me resultaba inevitable establecer una comparación entre la tranquilidad de Cat y la efervescencia de Mónica, la dulzura de la primera y el arrojo de la segunda, la receptividad de la una y el empuje de la otra.

Y es que del amor, como de la vida, siempre se espera más y nunca se está satisfecho. Y mi contento se limita a momentos puntuales, probablemente amplificados en la memoria, y casi siempre, en el recuerdo, transcurridos a oscuras. Avanzarán los días y yo seguiré hundiéndome poco a poco en esta ansia de infinito, en esta inapagable sed de absoluto en la que nada es suficiente. Si por mí fuera, me pasaría el día haciendo el amor, y no sólo porque me guste sino porque es entonces cuando parece que las cosas llegan al límite; cuando, aunque sólo sea por tres segundos, huyo, salgo de mí, me hincho de luz y me aclaro, feliz y sin memoria, prendida en labios inventores de espléndidos engaños. Y entonces me digo que sí, que tiene sentido seguir adelante, a pesar de esta certeza de estar siempre sola.


Durante los últimos tres años le he escrito varias cartas a Mónica. Nunca hubo respuesta. No sé siquiera si las habrá recibido. Mi madre me explicó por teléfono que nuestras familias habían roto relaciones, por lo que no podía ayudarme a contactarla. Y aunque hubiese podido, no lo habría hecho, recalcó. Intenté llamar a casa de Mónica, pero no contestaban nunca. En información telefónica me comunicaron que el titular de la línea había solicitado un cambio de número, y que por indicación expresa del propio abonado, no estaban autorizados a facilitarme el nuevo.

Hace una semana supe que había acabado la carrera con notas excelentes. Ante mi familia, no me quedaba excusa para justificar mi estancia en Edimburgo. Siendo española, ¿por qué me iba a quedar en Escocia? Aunque podía hacerlo. No sería difícil. Podía buscar trabajo o podía continuar en la Universidad, agotando el ciclo de doctorado. Pero era evidente que, si decidía quedarme, era por Cat. Sólo por Cat.

Pero no con ella. No, al menos, sin aclarar antes un apagón que se hizo en la memoria hace cuatro años, cuando abandoné Madrid. No quería que por las noches, mientras Cat me calentaba la nuca con su respiración pausada, otros cuerpos, otros rostros, vinieran a visitarme en sueños. Hasta ahora nuestra convivencia podía considerarse una solución provisional. Al fin y al cabo, quedó siempre claro que yo estaba de paso. Mis libros, mis discos, mi familia, mis recuerdos, han permanecido durante estos cuatro años almacenados en mi casa de Madrid, esperando mi vuelta mientras se cubrían de polvo. Si decidía quedarme convertiría un acuerdo de conveniencia en un matrimonio. Y yo no quiero comprometerme sin estar segura de lo que siento, porque sospecho que lo peor de mí misma acabaría por residir en esa intersección entre los círculos de nuestras respectivas soledades. No hay peor soledad que la soledad compartida.

Seis horas de tren hasta llegar a la Estación Victoria. Allí enlazo con el Gatwick Express que me deja en el aeropuerto. Llevo sólo una maleta, porque todo lo que he ido acumulando durante estos cuatro años (ropa, libros, discos…) se ha quedado en casa de Cat. Es posible que regrese en septiembre, aunque sólo sea para encargarme de embalar mis cosas y enviarlas a Madrid. Pero no quiero pensar en eso ahora: en los ojos exageradamente abiertos con los que Cat me miraba cuando intenté explicarle lo muchísimo que añoraba mi casa, en la muda protesta que se leía en ellos, en mi propio sentimiento de culpa por no incluirla en mis planes, por no sugerir siquiera que las dos -no yo sola- podríamos mudarnos a Madrid. Dame tiempo, le dije. Déjame volver a casa unos meses y después decidiré.

Espera de una hora en Gatwick que entretengo mirando las ofertas de la Body Shop que hay en la zona libre de impuestos. Me detengo frente a un bote de Activist, la colonia que usaba Caitlin, una fragancia de hombre que imita al Antaneus de Chanel. Me rocío con una nube de perfume en el dorso de la mano y de improviso evoco la imagen del cuerpo elástico de Caitlin abrazado a mi espalda, la carne lisa y plástica en contacto con la mía. En un arranque de sentimentalismo compro un frasco (siete libras) y me asalta la idea de que no llevo en la maleta ni en la cartera una sola foto de Caitlin, y que durante los próximos dos meses, o quién sabe durante cuánto tiempo, sólo podré recordarla a través de un olor.

En el avión me toca sentarme al lado de una pareja insufrible. Ella, mechas y pantalones de Fiorucci. Él, gafas Rayban y camisa de rayas. Cogidos de la mano. Han pasado un fin de semana idílico comprando ropa de marca y sacando fotos al Big Ben. Siempre me lo he preguntado. ¿Para qué quiere este tipo de gente sacar fotos a los monumentos cuando existen las postales? ¿Por qué desean inmortalizar edificios que probablemente les sobrevivirán?

Alguien debería sugerir a las compañías aéreas un sistema de compatibilidad de asientos. Uno rellenaría un formulario al hacer la reserva de billete, que se entregaría con la tarjeta de embarque. Edad, grupos preferidos, periódico que lee. Tres cosas que se llevaría a una isla desierta. ¿Viaja usted solo? ¿Cree usted en el arte colectivo? ¿Es vegetariano? ¿Tiene hijos? ¿Le gustaría tenerlos? ¿Ha practicado el sexo en grupo? ¿Qué opinión le merecen: Carlos de Inglaterra, Cindy Crawford, K.D. Lang; diseñador favorito, perfume, artista conceptual? ¿Lo abandonaría todo por amor? Las respuestas se cotejarían en un programa de ordenador con las del resto de los pasajeros y de esta manera se establecería la colocación de los viajeros.

Si este formulario se impusiese, la compañía habría sentado a esta parejita al lado de una profesora de inglés solterona y a mí me habrían colocado junto a una pareja de maricas o un chico guapo que viaja a Madrid para olvidar a su novia y enseñar inglés en una academia. La cháchara de la parejita se me hace insoportable, se me cuela en la cabeza por más que intente concentrarme en la lectura. Él disfruta suministrándole datos de Londres, que sin duda ha recogido en una guía de viajes Anaya. Los comentarios con los que ella le responde me hacen sospechar que no ha leído un libro en su vida, ni siquiera una guía de viajes Anaya. Inclino la cabeza sobre mi libro y no la vuelvo a levantar excepto durante los quince minutos en los que me dedico a picotear sin demasiado entusiasmo la comida de plástico que la azafata me sirve en una bandeja del mismo material.

Llegada al aeropuerto. En cuanto cruzo las puertas de cristal que separan la zona pública de la reservada a viajeros, vislumbro la silueta de mi madre, vestida de negro de la cabeza a los pies. Su melena corta rubia y su traje sastre de corte impecable le confieren, de lejos, un aire a lo Marlene Dietrich. Esta impresión se desmiente en cuanto me acerco a ella. Sus arrugas delatan que ya no tiene edad para hacer de mujer fatal, aunque a punto de cumplir sesenta años todavía mantenga un tipo espléndido. Cuando me ve, me abraza con una efusión que me deja rígida porque no sé muy bien cómo corresponder. Ni siquiera sé por qué me siento tan extraña. La culpa es como un iceberg: la mayor parte de ella permanece sumergida.

Cogemos un taxi. Ella le indica la dirección al taxista, comprueba su imagen en el espejo retrovisor y se atusa la melena con coquetería. Acto seguido vuelve la cabeza hacia mí. Su aroma, la misma fragancia que lleva usando durante años -porque mi inconstante madre, que renueva su guardarropa cada año y la tapicería de sus sillones cada tres, sólo le es fiel a su marido, a su religión y a su perfume- me envuelve en una atmósfera familiar y experimento a mi pesar una oleada de cariño retrospectivo que me inunda por dentro. Ella me explica, aunque yo no he preguntado, que mi padre no ha venido porque no se encontraba del todo bien; y me informa en un susurro destinado, supongo, a escamotearle al taxista una información privada -hacia la que él, por otra parte, dudo que albergue el más mínimo interés- que últimamente mi padre ya no es el que era. No te lo quise decir por teléfono, ni por carta, me advierte, pero es muy probable que haya que operarle en breve. Los médicos creen que habrá que hacerle un bypass. Yo no digo nada. En realidad no tengo la menor idea de lo que es un bypass.

Acto seguido pasamos a su disertación habitual, la que constituye su monotema desde hace años: mi aspecto. De hecho, me sorprende que haya tardado tanto en sacarlo a relucir. Estoy demasiado delgada, opina, y no me sienta bien el pelo tan corto. ¿Por qué me empeño en raparme de esa manera? Y, ¿es necesario que lleve siempre esas botas de pocero tan poco femeninas? En mi interior repito las palabras mágicas: Tú no eres responsable de mi vida. Yo no soy responsable de la tuya, e intento convencerme de la eficacia de su hechizo para no dejarme arrastrar otra vez por esa dolorosa mezcla de resentimiento y desesperada compasión que me ha tenido ahogada durante años. Creo en la magia, en el poder de las palabras, de los mantras salvadores. Si no, no leería. Así que procuro escuchar su cantinela como quien oye llover y contemplo el paisaje que me espera a través de la ventanilla. Unos horribles bloques de hormigón y cemento se suceden los unos a los otros, clavados como postes de empalar sobre un suelo amarillo y reseco. El cielo no es azul, sino blanco. Es cierto que el sol brillante todo lo ilumina, el paisaje y el ánimo, pero este horizonte, en contraste con el recuerdo de Edimburgo -los elegantes edificios de piedra, el cielo húmedo y la vegetación que se hacía con los muros y los parques-, me resulta pobre y árido, poco prometedor, un mal presagio.

A medida que nos internamos en la ciudad la sensación se intensifica. De pronto, descubro que Madrid es una ciudad sucia, gris, mal planificada, sin personalidad. No percibo en ningún edificio la mano de un arquitecto, ninguna calle parece tener una historia que contar. ¿Qué me está pasando? ¿Acaso no es ésta la misma ciudad que tan dolorosamente he añorado durante los últimos cuatro años?

El taxi se detiene frente al portal de mi casa. Hasta el día de hoy nunca me había fijado en lo feo que es este edificio sucio, solemne, mal iluminado. El ascensor desvencijado, vestigio de tiempos mejores en los que esta cabina accionada por poleas debía de ser el último grito de la técnica, se ha convertido en una especie de ruleta rusa, y los chirridos que emite al moverse sugieren todo tipo de catástrofes inminentes.

Mi casa sigue igual que la dejé, pero con más polvo acumulado. El salón parece haberse instalado en otro siglo. Paredes enteladas, sillones de nogal tapizados en terciopelo, lámparas de bronce con tulipas de vidrio, un enorme armario de luna modernista. Cuando vivía aquí nunca caí en la cuenta de que estos muebles son auténticas piezas de anticuario. La luz que se filtra a través de los pesados cortinajes de terciopelo hace juegos de sombras en las aristas del mobiliario, y le confiere a la estancia un aspecto más espectral si cabe. Avanzo por el dormitorio arrastrando mi maleta como si se tratara de un cadáver y voy recogiendo, sin darme cuenta, migajas de infancia, desperdigadas por los rincones de mi antigua casa.

Mi dormitorio, lo advierto ahora por primera vez, se pasa también de recargado. Todos los muebles son de nogal macizo, combinado con plafones de raíz. El remate de la cabecera de las camas hace juego con los del tocador y el cuerpo central del armario. Antes, cuando vivía aquí, era incapaz de apreciar la solidez de estos muebles, la pátina de tiempo sobre la madera, su solera, su sonora belleza, su valor. Los admiro ahora, después de haber dormido estos años en un colchón barato de borra, sin muelles, colocado sobre un precario armazón de madera hecho por la propia Cat; pero el hecho de que valore la belleza de los muebles no quiere decir que la habitación me resulte acogedora, en absoluto. La cama está perfectamente hecha, y mi madre ha colocado encima una colcha blanca, limpísima. El aire monacal de la habitación revela que nadie ha dormido aquí desde hace tiempo. Mis libros siguen apilados en las estanterías, pero, por lo demás, se han borrado todos los rastros de mi presencia. Cuando yo vivía aquí había papeles desperdigados sobre la mesa, fotos pinchadas en la pared con chinchetas, pósters decorando los muros; ahora, alguien ha vuelto a pintar de blanco las paredes desnudas, desprovistas de mi impronta, vacías de personalidad y de contenido.

Mi padre está durmiendo, según me informa mi madre, ya tendré ocasión de saludarle a la hora de comer. Lo mejor, opina ella, es que me vaya a dar una ducha y me cambie. Debes de estar agotada después del viaje, cariño. Efectivamente, estoy agotada.

Los lujos de mi casa no dejan de sorprenderme, todas esas maravillas en las que hasta ahora no había reparado. Esta ducha, por ejemplo. El agua se mantiene a temperatura constante, no se enfría de pronto convirtiéndote en un carámbano, ni te escalda sin avisar. El chorro es potente y enérgico, torrentes de agua caen sobre mí. Nada que ver con el hilillo raquítico de la casa de Cat, aquella ducha chapuza que habíamos hecho empalmando un tubo de goma con dos salidas, una especie de estetoscopio, a los grifos de agua caliente y fría, porque en las casas antiguas de Escocia hay bañeras, pero no duchas.

Salgo de la ducha y me envuelvo en una toalla de rizo americano enorme, mullida, que huele a limpio y a Mimosín. Me enfrento con la sombra borrosa de mi imagen en el espejo empañado. Con el dorso de la muñeca retiro las gotitas de vapor condensadas sobre el cristal y aparezco más nítida, yo misma. Estoy delgada. Flaca, como diría mi madre. Los huesos de las caderas se marcan tanto que no me cuesta lo más mínimo imaginar mi esqueleto. Me tapo los pechos con las manos y cruzo una pierna por delante de la otra. Me alegro al comprobar que mi cuerpo bien podría ser el de un adolescente, uno de los modelos de Calvin Klein.

Recuerdo una noche en Edimburgo, en la pista de Cream. Bailando entre las sombras oscilantes de los cuerpos que bailaban conmigo y me rodeaban, me di de bruces con una aparición, descubierta de improviso por la luz de un foco que cayó sobre ella. Una chica delgada, muy delgada, que balanceaba la cabeza de un lado a otro al ritmo de la música. La melena corta le caía como una cortina dorada sobre los ojos. Llevaba una camiseta muy ceñida que dejaba al descubierto su ombligo perforado, el epicentro marcado de un vientre liso como una tabla de lavar, y que llevaba impresa una leyenda sobre su pecho nivelado: Monogamy is unnatural. Aquella chica había conseguido, de alguna manera milagrosa, congelar en su cuerpo ese momento inaprensible en el que la infancia confluye con la adolescencia; y se mantenía en un presente inmóvil, en un territorio propio, ajeno al lento fluir de los minutos y al inevitable deterioro que éstos traerían consigo. Me pareció la visión más erótica que había visto en la vida. Ahora me miro en el espejo y me doy cuenta de lo mucho que aquella desconocida y yo nos parecemos, eternas adolescentes, cuerpos andróginos, permiso de residencia en el país de Nunca Jamás, visado sin fecha de caducidad.

No sé si me quedaré así para siempre, pero sí recuerdo que hubo un tiempo, en mi primera adolescencia, en que me sometí a una prueba de hambre voluntaria, en aquella época en la que apenas comía. Frente a la comida sentía una náusea maligna, plena del placer del rechazo. Mis costillas eran ganchos, mi columna una cuchilla y mi hambre una coraza, la única con la que contaba frente a las frivolidades que se me adherirían al cuerpo como garrapatas en el instante en que diera un mal paso hacia el mundo de las mujeres. El ayuno constituía una prolongada resistencia al cambio, el único medio que yo imaginaba para mantener la dignidad que tenía de niña y que perdería como mujer. No quería ser mujer. Elegía no limitar mis decisiones futuras a las cosas pequeñas, y no dejar que otros decidieran por mí en las importantes. Elegía no pertenecer a un batallón de resignadas ciudadanas de segunda clase. Elegía no ser como mi madre. Este cuerpo enflaquecido que tengo frente a mí es el resultado de una decisión consciente, de una absurda prueba de fuerza.

Apenas me da tiempo a vestirme cuando mi madre me avisa de que la comida está preparada. Y en el comedor me encuentro, por fin, con mi padre, que se acerca a saludarme arrastrando los pies sobre la alfombra. Su aspecto me impresiona. Parece haber envejecido veinte años desde la última vez que le vi. Ha adelgazado exageradamente, el cabello blanco le ralea en las sienes y una infinidad de pequeñas arrugas le surcan la frente. Parece un cuadro de Munch. Casi no reconozco al que fuera en su día un galán maduro, un sesentón de buen ver. De su antiguo atractivo sólo conserva los ojos de un azul inmaculado que todavía brillan con luz propia. Intercambiamos un abrazo escueto y contenido antes de sentarnos a la mesa. Me pregunta cómo estoy y percibo un cambio en su voz, en la que ya no quedan notas graves, y en la que los registros parecen limitados a una delicada ronquera, un sonido monótono y laringítico.

Y la comida transcurre entre preguntas tópicas que se suceden -¿he tenido buen viaje?, ¿estoy cansada?, ¿he pensado qué voy a hacer ahora que ya me he licenciado?- mientras la luz del mediodía, que se filtra a través de las persianas bajadas para evitar el calor, proyecta extrañas sombras en las paredes. El peso de los recuerdos que flotan por la casa amenaza con aplastarme contra la mesa. Y no sé si me siento muy feliz de haber vuelto.

Mi novia, la chica que me espera en Edimburgo (pronúnciese Edimborah), es una joya, un corazón de oro, un diamante en bruto. Eso opinan al menos todos los que la conocen.

Nació y creció en una granja cercana a Stirling, una pequeña localidad escocesa donde el agua se helaba en los jarrones, y que luego se haría tristemente famosa cuando un loco furioso se presentó en la escuela, la misma escuela en la que Caitlin había aprendido a leer, y se llevó por delante a tiros a casi veinte niños. Si conocieras Stirling, no te extrañaría nada, me decía Cat. Aquello es un infierno. Cualquiera se vuelve loco viviendo allí.

Me transmitió algunos recuerdos de su infancia: una madre permanentemente malhumorada; sabañones en los dedos todos los inviernos; el cobertizo de los cerdos, oscuro, húmedo y frío; el aire espeso y dulzón de los establos. El día que su padre la llevó de caza por primera vez y le enseñó a disparar un rifle. Una noche de invierno en que su madre le obligó a salir a la cuadra para comprobar si las vacas estaban bien, cómo Caitlin niña resbaló en la escarcha y se hizo un corte en una ceja, y cómo a su madre pareció no importarle su dolor. La ambulancia que vino a buscar a su padre, cuando Caitlin aún no había cumplido once años. Él nunca regresó del hospital, y su madre volvió a casarse al año, pues hace falta un hombre para llevar una granja. A partir de entonces, las cosas no pudieron ir peor. Las tensiones con su madre se agudizaron y su hermana mayor, el único apoyo con el que hubiera podido contar, anunció que se casaba con un gañán de manos rojas y cintura de barril cuyo único mérito aparente parecía ser la seguridad de que en un futuro sería capaz de llevar la granja, y se mostró mucho más interesada en ganarse el favor de la madre que en arreglarle los problemas a la pequeña.

Así que a los dieciocho años Caitlin se largó a Edimburgo. Después de pasar tres días durmiendo en la estación conoció a Barry, el Virgilio que la guió a través de los sucesivos círculos del infierno que bullían en los sótanos de la ciudad. Entre visita y visita a la ventanilla del subsidio de desempleo, Caitlin probó todas las drogas que cayeron en sus manos. Trapicheó con éxtasis, estafó a turistas, durmió en squats y en pisos de estudiantes y acabó trabajando en un peep show. De aquel trabajo obtuvo la seguridad de que nunca se acostaría con un hombre y el apodo con el que se la anunciaba a la entrada del garito y que aquella Pussycat Girl se había ganado por sus movimientos felinos: Cat. Gato. Aquello fue mucho antes de que yo la conociera, estable ya, con un domicilio fijo y un trabajo remunerado en el que la esperaban cada tarde.

Este apodo tan sugestivo y este pasado presuntamente borroso no dejaban de tener su gracia, porque, en realidad, Caitlin no era, al menos aparentemente, una mujer sexual. No exhibía su cuerpo, no llevaba nunca ropas que permitieran adivinar cómo eran sus músculos o sus curvas, no se maquillaba, no se arreglaba el pelo, no estaba tatuada, ni siquiera llevaba pendientes, y mucho menos piercing. En suma: nunca intentaba destacar ninguna parte de su anatomía. Su belleza -sus ojos, su piel, su pelo, su gracia- se imponía por sí sola, y su atractivo sexual no se limitaba a determinados órganos de su cuerpo, sino que era, más bien, como un aura que la rodeaba, una pulsación que la recorría. No hacía falta que destacase su cuerpo, que hiciera notar que participaba o que deseaba participar en coitos. Esa cualidad me enganchó inmediatamente.

Un dato gracioso que leí en un libro de texto: En la antigua Roma las bailarinas de Lesbos eran las preferidas para animar los banquetes, y muchas, por el solo hecho de proceder de la isla, se sentían autorizadas a cobrar una tarifa más alta que el resto de las mercenarias del amor profesional. Pero la fama erótica de las muchachas de Lesbos no se debía a sus habilidades acrobáticas, Pussycat Girl significa chica de striptease,sino a otra especialidad: el sexo oral, que según los griegos había sido inventado en la isla. Una habilidad que las lesbianas se enseñaban las unas a las otras.

Cualquier mujer -u hombre- en su sano juicio se hubiera sentido más que feliz de contar a su lado con una compañera como Cat. No sólo por su belleza sino porque era encantadora, con una simpatía, derivada de la naturalidad y no del esfuerzo, que la hacía irresistible.

Cuando la conocí, trabajaba como chef en un café «de ambiente», una mezcla de pub, restaurante y punto de encuentro que se pretendía muy sofisticado y continental. Cat había conseguido que la contrataran después de aprenderse de memoria un manual de nouvelle cuisine francesa y haciendo valer más su belleza y sus contactos que sus habilidades gastronómicas. La clientela era mayoritariamente gay, y allí se comía escuchando música de Orbital, The Shamen, The Prodigy, The Orb… Conocía los nombres de los grupos porque Cat traía cintas a casa de cuando en cuando. Atmósferas inquietantes creadas por ordenador, ritmos que se adaptaban al latido del corazón. Ambientes hormonales, secuencias ciberchic. Los habituales se saludaban con saludos sonoros y ofrecían al aire besos exagerados para hacer honor a su sobrenombre de alegres, un ritual de los besos que me recordaba a Madrid, porque en Edimburgo, como en toda Gran Bretaña, la gente no se besa al saludarse; pero los parroquianos de aquel café habían adoptado la costumbre continental para dejar patente su sofisticación y su carácter de colectivo unido ante el exterior.

Al principio le hacía visitas al café. Me sentaba en un taburete y disfrutaba contemplando cómo correteaba de un lado a otro de la barra, con la sonrisa siempre puesta y la gracia felina con la que disimulaba las prisas. Pero con el tiempo dejé de ir, porque me aburría. No conseguía entender a aquella panda de mariquitas histéricas y repintadas que gorjeaban tonterías entre risitas de damisela. En aquel café se me hacían eternos los minutos, y no veía la hora de marcharme a casa a leer un libro y disfrutar de la soledad. Pero cuando le decía a Cat que no aguantaba el exceso de frivolidad del local, ella se enfadaba como si el comentario estuviese directamente dirigido a ella. La frivolidad no tiene nada de malo, me decía. Además, la frivolidad es una característica esencial de la cultura gay; y es normal que lo sea, puesto que es la mejor forma de esconder el sufrimiento, o de sublimarlo. Me asombraba escuchar de sus labios tan encendida y apasionada defensa, puesto que ella no era nada frívola, aunque sí parecía haber sufrido mucho. No sé en qué se lo notaba. Quizá en aquella desesperada necesidad de gente a su alrededor, o en su incapacidad de quedarse a solas, como si en el fondo no se aguantara o se diera miedo a sí misma.

Me contó entonces, entre risas, que un grupo de jovencitas asiduas del local habían organizado un Club de Fans de Cat, y no me sorprendió en absoluto. A mí me gustaba tanto que me parecía que toda la ciudad debía acompañarme en esa euforia, compartir el sentimiento que Cat me inspiraba, y daba por hecho que todo el mundo habría de amarla como yo la amaba.

Al principio, era como si yo pudiera sentir en mí misma lo que le hacía a ella. Era una sensación desconocida y tremenda, a veces desgarradora: entendía perfectamente todas las necesidades de su cuerpo, me sentía sumergida en sus fluidos. Entonces, cuando sentí dentro de mí cómo ella también me quería, me asusté. Tuve miedo al advertir que, al contrario que Mónica en su día, Cat esperaba algo de mí. Y me aterré, porque no quería perderme a mí misma. Consideraba nuestra intimidad un tesoro, pero empecé a pensar que lo estaba pagando demasiado caro. Supongo que Cat me recordaba demasiado a mi madre, así que en seguida empecé a distanciarme e hice todo lo posible por no quererla, y a veces me pregunto si de verdad la quise mientras viví con ella. Pero recuerdo que la amé, o casi la amé, si esa palabra tiene algún significado, durante los primeros días, antes de encontrarme con aquellas fotos. Si Cat hubiese sido lista, habría aprovechado aquel momento. Debió explotar el instante primero en que me tuvo a su merced, debió haberme agarrado del corazón entonces, debió haber jugado las estrategias de seducción que suelen jugar los amantes, los celos, las inseguridades, los repliegues distantes sucedidos de sobredosis de sexo salvaje. Pero no lo hizo. No hubiese sabido. Ella era demasiado buena persona. Y me perdió.

He de hacer constar que en realidad, no planteamos nunca nuestra convivencia como una decisión trascendente, sino que surgió como una opción sensata, lo más razonable que convenía hacer dadas las circunstancias, puesto que el piso de Cat era suficientemente grande para alojar a dos personas y, como ya he dicho, a mí no me gustaba nada la residencia de estudiantes en la que vivía. Caitlin apareció como caída del cielo.

Me gustaba aquella chica dulce y amable que me encontró perdida, ávida de compañía. ¿Se me vino a la cabeza la palabra amor cuando trasladaba mis dos maletas? Por increíble que parezca, ni siquiera lo recuerdo. Ya se me había pasado la emoción de los primeros momentos, ya había edificado mi muralla de reserva, ya me sentía a salvo de la amenaza de la dependencia. Ella parecía encantada con la idea de tener garantizada mi presencia en su cama, pero tampoco aquella alegría significaba mucho si se tenía en cuenta que Cat había convivido con numerosos compañeros, amigos, amantes o relaciones sin especificar, y que, de hecho, en el momento en que conocí a Cat, la última inquilina, Shelli, acababa de dejar la casa para marcharse a emprender un viaje a Thailandia, una aventura en la que había invertido todas las propinas que había ahorrado trabajando de camarera durante un año, y en la que había depositado su última esperanza de encontrarse a sí misma, según me contó Cat con un deje irónico en la voz. Nunca me atreví a preguntar si la tal Shelli era o no su novia, y, en cualquier caso, mi estancia en la casa se revistió desde el principio de un aura de provisionalidad: la casa era de Cat, ella pagaba la hipoteca, y, además, yo no pertenecía a la ciudad. Había ido allí a estudiar. Y punto.

Cat necesitaba gente con la misma desesperación con la que otros requieren de alcohol, de drogas o de libros. No podía vivir sin el contacto humano. No sabía estar sola, y de hecho casi nunca lo estaba. Si estaba en casa, alguien debía estar cerca, fuese yo, por supuesto, o alguno de sus amigos. En el bar la rodeaba una horda de conocidos y admiradoras. Puesto que no practicaba ninguna actividad que requiriese de la soledad (no escribía, ni escuchaba música intentando descifrarla, ni estudiaba, ni conocía de ninguna tarea que precisase concentración o aislamiento), no la necesitaba. Es más, la temía. Si yo no estaba en casa, o si me encerraba en el cuarto a leer, como hacía tantas veces, se abalanzaba sobre el teléfono para llamar a alguien que se pasase a hacerle compañía. Odiaba quedarse sola. Repetía muchas veces que le daba miedo morir sola, y yo no podía comprenderla. ¿A qué venía semejante obsesión con la muerte? La muerte está casada con el género humano, y no existe el hombre que la haya engañado; hay que aceptarlo. Yo nunca la he temido. Es más, en muchos momentos la he deseado. La idea de la muerte se me aparecía como una promesa infinita de paz, una cálida nada donde ya no existirían las preocupaciones del día a día. Y tampoco tengo miedo a la soledad, que me parece, al igual que la muerte, un espacio acogedor.

Pensar en la muerte con tranquilidad sólo tiene valor si lo hacemos en solitario -le intenté explicar una vez-. La muerte en compañía no es la muerte, ni siquiera para los incrédulos, porque lo que más duele no es dejar la vida, sino abandonar lo que le da sentido.

No, no creo que sea eso lo que siento. Nunca lo he pensado así. Es algo más animal, menos elaborado: un terror básico, instintivo -respondió ella.

Por supuesto, ella no entendía lo que yo le decía. Ni siquiera sabía que yo estaba citando, que me había aprendido aquellas palabras de memoria, a los diecisiete años. ¿Qué iba a saber ella, que apenas leía? No, ella no me entendía, ni yo a ella. Quizá ella tenía razón y sus pies, bien pegados a la tierra, la conducían por territorios más seguros que los que yo conocía. Quizá yo no era sino una tonta pretenciosa condenada a tropezar y tropezar, una pedante que no podía comprenderla; y peor aún, creo que secreta, íntimamente, una parte de mí la despreciaba, aunque otra parte de mí la necesitara a su lado.

Cat atraía a la gente a su alrededor, como la luz atrae a las polillas; es decir: ejercía sobre la gente el mismo efecto que ejercía Mónica, pero por razones muy distintas. Cat despertaba afecto porque lo buscaba, porque estaba tan necesitada de compañía que sabía pagar bien por ella; y se mostraba siempre dispuesta a escuchar cualquier miseria ajena, a hacer lo que estuviera en su mano para aliviar la tristeza de un amigo o solucionarle un problema. La gente pensaba que Cat era buena. Mónica, sin embargo, no mostraba excesivo interés por nadie, pero poca gente sabía resistirse al influjo casi lunar que ejercía esa confianza en sí misma que transmitía: Mónica parecía capaz de triturar piedras con las manos de habérselo propuesto. Si a Cat se la amaba por razón de su bondad, a Mónica se la adoraba pese a su aparente maldad. Cat era pasiva y Mónica activa. Cat era mejor persona, en teoría. Mónica, mucho más interesante.

Nuestra casa estaba siempre llena de amigos y amigas, la mayoría de ellos gays, que venían a que Cat escuchara sus problemas. Ella irradiaba una serenidad especial que congregaba a la gente a su alrededor. Se convertía en su confidente, en su confesora, en su hermana. Jamás revelaba un solo secreto de los que le habían sido confiados, ni siquiera a mí, y eso la hacía merecedora de la gratitud y devoción incondicional de su panda de acólitos. Y digo su porque sus amigos siempre fueron sus amigos, no los míos, puesto que nunca llegué a intimar con ninguno de ellos. Me aceptaban en su círculo, es cierto, pero no creo que me hubiesen mirado jamás si yo no hubiese sido la pareja de Cat. Tengo la impresión de que de alguna manera se notaba mucho que no me sentía a gusto entre aquella congregación de petardas y marimachos que consumían comida macrobiótica y bebidas inteligentes, que llevaban el pelo rapado al uno y teñido con peróxido, que vestían camisetas de talla infantil y chaquetones de peluche y zapatillas de jugador de fútbol búlgaro, que se anillaban hasta la mortificación, que hacían exagerados esfuerzos por mostrarse originales y distintos cuando en realidad se parecían tanto los unos a los otros. Quizá se veían como un cuerpo de combate, la avanzadilla de lo chic y lo moderno, y por eso se empeñaban en lucir un uniforme.

Dos de ellos constituían el núcleo central de esta cofradía, el cuerpo de excelencia, la cabeza pensante del ejército. Eran los amigos más cercanos de Cat: Aylsa y Barry.

Aylsa era una muchacha pequeña y delgada, poco atractiva, de cráneo rapado sobre una frente amplia sobre la cual nada parecía haber sido escrito. Sus ojos azules resultaban prodigiosamente inexpresivos y apagados, un reguero de pecas surcaba su nariz respingona y su boca constituía una línea apenas dibujada que remataba aquella carita triste y anodina, un rostro que recordaba al portal del edificio donde yo había vivido en Madrid: largo, vacío y apenas iluminado, oscurecido por la sombra de tristeza que planeaba sobre él y que sugería desgracias y abandonos tempranos. Hablaba poco, y por lo general, en cualquier conversación no hacía sino subrayar las afirmaciones de Cat con un um o un mmm o cualquier otro monosílabo irrelevante mientras contemplaba a mi gata con la boca abierta de pura admiración. Se comportaba como si fuese un pedazo de arcilla que Cat hubiese moldeado con sus manos, y al que hubiera concedido después con su respiración el aliento de la vida; pero creo que a Cat le resultaba poco más que un insignificante mosquito que zumbaba a su alrededor. De vez en cuando, Aylsa pinchaba discos en algún club de ambiente -tenía bastante gusto, he de reconocerlo, y un excelente ojo para las novedades-, pero sospecho que la mayor parte de sus ingresos provenían del subsidio de desempleo. Creo que me detestaba y me temía a la vez. Si coincidíamos en algún sitio evitaba enfrentarse con mis ojos al saludarme y sonreía lastimeramente a sus zapatos, pero después solía pasarse la velada dirigiéndome de refilón miradas cautelosas y evasivas. A mí me parecía tan poca cosa que no me dignaba siquiera a sentir celos; pese a que yo supiera que estaba enamorada de Cat y que se había empeñado en conseguirla algún día.

Y luego estaba Barry, el proveedor. Proveedor de drogas para todos, proveedor de calma para Cat. Trabajaba de DJ en Negotians, un club de niños bien que estaba frente a la universidad, pero todos sabíamos que su principal fuente de ingresos se la proporcionaba el trapicheo.

Era un tío listo, poseedor de un sentido del humor muy escocés, sarcástico e incisivo. Indiscutiblemente atractivo, aunque quizá no se le notase mucho a primera vista, debido a su desaliño habitual. Era muy alto, tan alto que resultaba imposible no reparar en él. Su figura se erguía vertical e imponente sobre la marea humana de la pista de Negotians, y por las enormes espaldas le caía una descomunal masa encrespada de greñas rastas como alambres rojizos, a los que las luces del bar conferían reflejos tornasolados. Su boca fina y crispada dejaba entrever, cuando sonreía, dos pequeñas filas de dientecillos amarillos y puntiagudos, y en ella llevaba dibujada casi siempre una media sonrisa perezosa y fanfarrona, alumbrada por un desdén impersonal en la curva plácida de los labios. Sobre aquella sonrisita se erguía una naricilla chata y pecosa que separaba unos ojillos de ratón, pequeños y vivaces, brillantes en exceso, iluminados por fulgurantes chispas color esmeralda que hacían pensar en unos ojos simpáticos, o en unos ojos drogados. Sus facciones resultaban excesivamente angulosas debido a su extrema delgadez, que no conseguía ocultar ni siquiera con la superposición de camisetas y jerseys que acostumbraba a llevar. Esta delgadez excesiva, asociada a su altura exagerada, le concedía un aire deslavazado y levemente cojitranco, de forma que cuando andaba sus miembros parecían deslizarse de forma pendular, como si bailasen una extraña danza asincopada, adaptada a un ritmo propio que sólo Barry conocía.

Barry poseía el título de dentista, y eso le permitía hacerse legalmente con la novocaína que utilizaba para cortar la mierda de coca que pasaba. Yo desconfiaba de él como del fuego. Pero sus éxtasis, eso sí, eran excelentes. Lo mejor de Edimburgo. Barry no era tonto, ya lo he dicho. Tenía muchísimo cuidado con lo que hacía. Pasaba a poquísima gente, muy seleccionada; jamás a desconocidos. No tenía teléfono, y sólo se le podía contactar dejándole una nota en Negotians, el club en el que pinchaba y que le servía de tapadera para organizar sus trapicheos. Jamás se podía mencionar la palabra droga (o similares) delante de él, y mucho menos en las notas que se le dejasen en su lugar de trabajo. Si lo hacías, no te volvía a hablar más; en eso era tajante. Cat le solía dejar notas del tipo: Barry, ¿sabes dónde puedo encontrar discos antiguos de Harold Lewis? Una pregunta nada sorprendente, puesto que él era DJ. Entonces él nos llamaba y fijaba una cita. Una vez informado de lo que queríamos nos lo llevaba a casa al día siguiente. Te conseguía cualquier cosa, cualquier cosa que le pidieras, en veinticuatro horas, ya fuese equis, coca, costo o benzedrina. Lo que fuera. Era muy profesional. Eso sí, exigía pago al contado y nunca suministraba cantidades excesivas. No quería llevar encima nada con lo que le pudiesen empapelar de verdad. Pero algo fallaba en su imagen de tipo duro. Intentaba parecer encantado de haberse conocido, pero su constante nerviosismo delataba una escasa autoestima: fumaba un cigarrillo tras otro, se atropellaba al hablar y nunca mantenía la vista fija más de cinco segundos en un punto determinado. Su mirada huidiza negaba la aplastante seguridad que le hubiese gustado transmitir.

Cat le adoraba, de una forma muy distinta de la que quería a otros. Le admiraba profundamente; respetaba su criterio, sus ideas y sus actividades, y siempre se refería a él con una aprobación rayana en la reverencia. Barry cuidó de ella cuando llegó a la ciudad, le buscó su primer trabajo de camarera en Negotians, le presentó a la mayoría de los que acabaron siendo sus amigos. Yo sentía por Barry algo muy extraño. Le admiraba, le respetaba, le temía, le evitaba… Si hubiera existido un rival para mí, ése habría sido Barry. Pero yo contaba con una ventaja a mi favor: Que Cat no se acostaba con hombres. Ella era lesbiana, lo dejaba siempre claro. No era bisexual ni quería, en lo posible, contacto con mujeres bisexuales.

Eso es absurdo, le decía yo. No puedes ser tan drástica.

Me conozco ese tipo de gente, solía responder ella. Se aburren con sus novios, y les apetece probar cosas nuevas, pero en el fondo lo que quieren es un hombre, a ser posible un hombre que las mantenga. No se quitan de la cabeza lo que sus mamas les enseñaron, y, por absurdo que parezca, acaban mirando a las mujeres de la misma forma que nos miran los hombres: como juguetes sexuales. Pueden acostarse con ellas, pero no llegarán a amarlas.

Ella, decía, había sabido siempre, desde muy pequeña, que deseaba estar con una mujer. Nunca, nunca en la vida, habría dejado que un hombre la besara. A mí me resultaba un poco extraña esa compacta armadura de certeza sin fisuras, que no filtraba hacia el interior de Cat ni la sombra de una duda; una convicción más sorprendente, si cabe, en una mujer tan hermosa, que inevitablemente habría atraído a muchos hombres a su alrededor. No, me confirmaba ella cuando exponía mis reservas, nunca. Nunca he deseado a un hombre. Y no creas, no lo afirmo con orgullo. Al contrario, soy consciente de que se trata de una limitación; es más, cuando era más joven llegué a considerarlo como una especie de maleficio que alguien había conjurado sobre mí, porque tuve algún que otro pretendiente bastante forrado que me podía haber solucionado la vida y cuyos requerimientos no podía escuchar sin experimentar un íntimo estremecimiento de repulsión. Y cuando alguna de mis amantes me contaba que se había acostado con hombres me sentía sacudida en mi interior por una rabia furiosísima cuyo origen no podía determinar claramente, porque a veces no tenía muy claro si se trataba de celos o de envidia. Definitivamente, repetía, no me gusta acostarme con mujeres bisexuales.

Cat había tenido muchas amigas, muchas, y acababa salpicando cualquier conversación que mantuviera, respecto al tema que fuera -gastronomía, moda, jardinería, música tecno- con una referencia a alguna de ellas: by the way, I once had a girlfriend that… Una vez tuve una novia que era somelier, o modelo, o especialista en el cultivo de rosas, o camarera en un club acid de Londres. Ninguna de ellas tenía nombre, y, evocadas por la palabra de Cat, constituían meras referencias a un pasado borroso y errante del que yo nunca supe demasiado ni quise saber, a aquellos seis años transcurridos desde su llegada a Edimburgo hasta que se cruzó conmigo, una epopeya de drogas y amantes cuyo itinerario exacto sólo Cat conocía, o quizá ni siquiera Cat conocía.

Pero existía una presencia remanente de aquellos días que tenía nombre y apellido, e incluso entidad física: Katriona Mac Cabe, una rubia grandota de inmensos ojos azules y boquita de piñón, como una versión humana y femenina del pájaro Piolín, que presentaba un programa en la televisión escocesa, y que antaño fue amante de Cat, como ella misma se empeñaba en recordarme cada vez que la chica aparecía en la pantalla. Katriona Mac Cabe era espectacular y su imponente presencia catódica -aquellas piernas largas y lunares, aquella irreal sensación de poder que transmitía- me hacía sentirme, en comparación, tosca y sin pulir. Algunas veces, cuando no conseguía dormirme, las imaginaba a ambas, enlazadas, confundidas sus pieles blanquísimas, y creo que sentía lo mismo que le dolía a Cat por dentro cuando aquellas chicas le hablaban de sus novios: esa emoción universal, barata y sórdida, de los celos; y saberla un mal de muchos no me consolaba, porque quizá yo no soy tonta.

También Katriona era como Cat: no se acostaba con hombres. En fin, si Cat tenía tan claro el tipo de mujeres monocromas que buscaba, allá ella. No era yo quién para discutir sus ideas o para intentar averiguar las posibles causas de su resentimiento, pero, a pesar de que yo tampoco me había acostado con hombres -más por falta de experiencia que por una profunda convicción sobre mis preferencias-, demasiado a menudo experimentaba la sensación de haber caído en un sitio equivocado. Me hubiera apetecido, por ejemplo, descolgarme de vez en cuando por bares o clubes vulgares, en los que hinchas del Manchester abrazaran a camareritas teñidas de rubio champán, en los que el sida y los triángulos rosas no sobrevolaran todas las conversaciones, y a veces tenía la impresión de que vivíamos automarginadas en nuestro propio gueto, que habíamos renunciado, sin conocerlo, a un intercambio que quizá nos hubiera enriquecido. Nos movíamos en un universo limitado, en nuestra propia constelación de clubes de ambiente, y la gente a la que conocíamos, en general, tampoco había viajado a otras galaxias. Casi no nos relacionábamos con heterosexuales, a excepción, quizá, de Barry, cuyos gustos nunca estuvieron muy claros. Nuestros amigos y amigas hacían todo lo posible para hacerse fácilmente reconocibles: llevaban anillos en los pulgares, tatuajes en los antebrazos, pequeñas chapitas con triángulos rosas y collares con los colores del arco iris. La mayoría llevaba el pelo muy corto, sobre todo ellos, que además se lo teñían o lo remataban con un copete de Tintín. Todos los chicos tenían al menos un disco de Barbra Streisand; y las chicas, uno de K.D. Lang. Cualquier entendido hubiera identificado a cualquiera de ellos, a primera vista, como a un miembro de su minoría. Vivían de acuerdo a sus propias reglas; por ejemplo, cuando una pareja deseaba oficializar su relación lo normal era que se hicieran juntos unos análisis (para descartar la presencia del VIH) y después dejaran en el contestador un mensaje que incluyera sus dos nombres y una referencia clara a su convivencia. Entonces todo el mundo les consideraba un matrimonio.

Pero yo no desarrollé ningún tipo de intimidad con uno solo de los amigos de Cat. Mis problemas, mis dudas, mis inquietudes, me los guardaba para mí misma. Para aquel grupo variado que había hecho de nuestra casa su punto de encuentro yo no era sino La Novia De Cat, un elemento exótico y relativamente interesante. Guapa, lista y antipática. Sin comerlo ni beberlo, me había convertido en la mitad de una unidad, de una pareja; o así es como empezaba a vernos la gente: Caitlin y Bea. Yo encontraba aterradora esta noción y deseaba que una larguísima fila de puntos suspensivos se interpusiera entre nuestros nombres, que la gente dijera: Caitlin… y Bea.

Inevitablemente, y a no ser que se tenga una personalidad tan fuerte como la de Mónica, capaz de anular por completo a la de tu pareja, te acabarán definiendo por medio del otro. En cuanto te conviertes en la pareja de alguien, esa persona, y por extensión las demás, empezarán a pensar que siempre tienes que estar allí. Y yo quería definirme según mi deseo de estar allí, no según la imposición de estar.

Pero esa situación se decidió, creo que unilateralmente, desde el principio mismo de nuestra relación. Lo cierto es que, en cuanto Caitlin se metió en la cama conmigo, empezó a utilizar la palabra nosotras, y a mí me sonaba ridículo, porque no éramos «nosotras»: Cat era ella, y Bea era yo. Y yo no quería ser la mitad de una pareja.

El caso es que la comparaba continuamente con Mónica y en todas las comparaciones, era Cat la que salía perdiendo, aunque cualquiera argüiría, y con razón, que es fácil resultar desfavorecida cuando la rival es la imagen idealizada de una persona a la que ya no se puede ver, de quien resulta fácil, desde el recuerdo, destacar virtudes y eliminar defectos. Me parecía que Cat era demasiado dependiente, pero puede que me estuviera limitando a menospreciar su entrega. Echaba de menos el sentido del humor, la astucia y la rapidez verbal de Mónica. En comparación, Cat me parecía solemne y lánguida. Y débil. A veces, cuando ponía la vocecita de niña que le gustaba adoptar si se ponía mimosa, me entraban ganas de sacudirla. Llegó un punto en que ni siquiera la encontraba tan guapa. Sabía que lo era, porque la gente no dejaba de repetirlo, pero yo en seguida empecé a encontrarle defectos: me parecía tan delgada que me parecía que si algún día chocaba contra un muro, se llevaría el primer golpe en el hueso de la cadera. En otros momentos me acometía un terrible cargo de conciencia y me sentía culpable por no quererla de la manera en que ella se merecía, sobre todo teniendo en cuenta el grado de entrega y dedicación que me demostraba.

Yo no sabía qué quería hacer con mi vida, pero me apetecía hacer algo grande: viajar, conocer gente, escribir, qué sé yo. Los años que debería permanecer en Edimburgo los imaginaba como un sombrío paréntesis de inactividad, y solía pensar que la vida que llevaba no era sino un intermedio, un purgatorio obligado en el camino hacia algo maravilloso, definitivo e incluso convencional que acabaría por suceder. No me llenaba lo que hacíamos. Alquilar algún vídeo entre semana, recibir visitas de amigos y bailar trance los sábados en algún club de moda. ¿Eso era todo? Me parecía que no podía imaginar a Caitlin como la acompañante ideal para el resto de la travesía de mi vida, e, inevitablemente, acababa comparándola con Mónica. Porque hay grandes estrellas y pequeñas estrellas que coexisten en las mismas galaxias. En la Vía Láctea, por ejemplo, existe una tan grande que llenaría todo el espacio que abarca la órbita de la Tierra alrededor del Sol. Se llama Pistola y emite la energía de mil millones de soles, con erupciones cuyas nubes de gases alcanzan cuatro años luz. El problema de esta estrella mamut reside en su propia fuerza: sus fases eruptivas han creado una nebulosa de gas y polvo a su alrededor, que ha tornado irrespirable su atmósfera. Mónica, por supuesto, ha sido mi Pistola.

Cat, pensaba yo, habría sido un lastre; Mónica, en cambio, un motor. Porque Mónica inspiraba, proponía, actuaba, mientras que Caitlin se sentaba a ver la vida pasar y la vivía mediante experiencias vicarias: a través de los demás. Por eso, pensaba yo, se pasaba el día escuchando problemas y preocupaciones de otros, por eso se desvivía por saber lo que yo había hecho en la universidad, porque no tenía valor para vivir por sí misma, porque nos utilizaba a todos, y me utilizaba a mí, como una palanca para levantar el peso de su propia existencia. No sé si me equivocaba juzgándola, quizá tenía tanto miedo a repetir la relación con mi madre que confundía la generosidad de Cat con un grado de dependencia neurótica.

Yo no estaba enamorada, dirían algunos leyendo lo anterior. Es posible. No admiraba a Cat, no pensaba en ella a todas horas, no imaginaba un futuro compartido. Pero el caso es que he vivido a su lado durante tres años, así que cualquiera pensaría, y yo misma pienso, que debe haber algo que nos une; y lo hay. Existe una conexión química, un sentimiento de piel inevitable que me arrastra hacia Cat haciendo irrelevantes mis dudas o mis prejuicios. Porque de noche, junto a Cat, ya no importaba que fuera más o menos lista, más o menos fuerte. Ya no me importaba que no fuera Mónica.

Al fondo se escuchaba un murmullo de música, quizá una cinta que Aylsa nos había grabado, al que de cuando en cuando se añadía el crujido apagado de los muelles del colchón. A través de la ventana, desde la calle, nos llegaba un resto amarillento de luz de las farolas, que se dispersaba vagabundo por la habitación. Mares de sombra temblaban aquí y allá, en la oscuridad, y avanzaban hacia nosotras como olas inmensas en las que nos sumergíamos, ahogándonos en vacilantes dimensiones de abandono. El frío de la noche enardecía nuestros abrazos, los suspiros se estrellaban en el edredón, y ante mí se agrandaban aquellos ojos apenas perceptibles, la nariz que se frotaba con la mía. En medio del silencio nos susurrábamos promesas increíbles, niñerías absurdas, declaraciones tópicas de puro repetidas que reverberaban en múltiples vibraciones, y el tiempo se nos iba en hacer y deshacer la cama. La hice para ella alguna vez, tras descubrir un juego de sábanas que vete a saber tú de quién habría heredado, y le enseñé lo que era un embozo, algo desconocido en aquella tierra tan amiga de los edredones. Opinó que aquello era como un sobre, un sobre diseñado para guardar tesoros. Yo era un tesoro, supongo, desnuda y pura como un recién nacido, acogida en la frialdad y la blancura de las sábanas, en un útero de tela, y ella compartía conmigo aquel refugio, patinando hacia mí a través de la llanura de hielo resbaladizo que era la ropa de cama que yo había tendido y estirado. Deslizándose en mi búsqueda, chocaba en lo oscuro, de pronto, y yo sentía su piel en contacto con la mía. Brotaban chispas eléctricas. Ella susurraba arrastrando las palabras con su voz anaranjada y me contaba las cosas que iba a hacer conmigo. Me hacía reír y mis gorjeos rebotaban en la bóveda de lienzo que me cubría entera. Y entonces sentía cómo entraba en mí, un ataque luminoso que alumbraba las sábanas. Buscaba con mi lengua la huella de su lengua, hundida en mis salivas. La huella de su lengua que nuevamente en ella depositaba, entre sus ingles. Era como si yo tuviera una microcámara en las yemas de mis dedos, que me permitiera ver su interior. Avanzaba, la atravesaba, vadeaba lagos, sorteaba recodos, hasta llegar a una pequeña bolita brillante que se dilataba al contacto con la yema de mi dedo, y a continuación sentía cómo se expandía toda ella, cómo su túnel se ensanchaba y se contraía, aprisionando a mi dedo y a mí misma. Yo estaba en ella, y ella en mí. La amaba porque era distinta, porque no tenía nada que ver conmigo, porque no conseguía entenderla. Todo aquel envoltorio de pliegues y remetidos que había creado yo haciendo la cama, todo aquel aparato cartesiano se desmoronaba en cuestión de segundos y todo volvía al amasijo informe que había sido antes de que yo probase mis cualidades domésticas. Las mantas resbalaban perezosas, caían al suelo desde la cama, y un trozo de sábana permanecía enrollado entre sus piernas. Y yo no deseaba plantearme, como no me planteo ahora, las razones de aquella plenitud. Era feliz, pertenecía a aquella cama y a aquel espacio, como pertenecía a la dueña de aquella casa. Y, en aquellos momentos puntuales, no sabía por qué, ni lo necesitaba. Pero cada vez que hablaba, y me tocaba, y me rodeaba con sus brazos sólidos y presentes, sabía que estaba allí porque debía estar allí, porque aquél era el sitio, la cama, el espacio y el tiempo que me correspondían. Cuando no estaba allí seguía estando, cerraba los ojos y volvía a estar allí. Mi cuerpo, mi parte física, todo lo que en mí haya de irracional e incomprensible, todo lo que no se plantea razones ni futuros, ni compromisos, era suyo, a ella volvía en sueño y en vigilia, en un lugar intangible y supuestamente irreal, en un espacio y un tiempo no encuadrables en coordenadas; en mi cabeza, en lo más profundo de mi persona. Viajaba de mí a mí misma, hacia dentro, y la encontraba. Aquella parte de mí era suya, le pertenecía. Ella era un regalo entregado en un envoltorio de sábanas y mantas, así fue desenvuelta. Yo podía utilizarla o relegarla, aparcarla quizás en un cajón, olvidarla como olvidan los niños sus juguetes, y no por eso dejaba de ser mía, pues fue un regalo concebido especialmente para mí, y como suele suceder con los regalos, no podía devolverla. No en aquel momento.

Llevo ya cinco días en Madrid y tengo que reconocer que no he hecho gran cosa. He deshecho mis maletas, he puesto tres coladas, he colgado mi ropa en el tendedero y, ya seca, la he planchado y la he doblado y la he ido disponiendo -pantalones, camisetas, chaquetas y camisas- en las perchas que aleteaban como palomitas en mi armario vacío; y ahora mi ropa, suspendida floja en la oscuridad de la madera, construye sucesivos fantasmas de mí.

He escuchado interminables peroratas de mi madre sobre mi aspecto y sobre la necesidad de que compre faldas y me deje crecer el pelo, y sobre las revisiones médicas de mi padre, y sobre todas las hijas de todas sus amigas que se han casado felizmente. Recita nombres que no me dicen nada y que finjo reconocer por seguirle la corriente. Mientras ella sigue disertando sobre lo ideaaal que estaba menganita de cual el día de su boda, y sobre el traje de seda salvaje diseñado por Marilí Coll tan ideaaal que llevaba, yo intento abstraerme y no dejar que su cháchara me enrede, no ceder a la tentación de sentirme de nuevo feúcha y poca cosa, y fracasada, como me siento siempre que ella me habla de esas cosas filtrando a través de sus palabras el sentimiento de desencanto que sufre cuando me ve. Y he comprobado, no sé si decepcionada o aliviada, que la noto más feliz, que mi ausencia le ha sentado bien.

Pasan los días en Madrid y no me acostumbro. No me quedan amigos en Madrid. Ni uno solo. Nadie a quien llamar en una ciudad erizada de seis millones de personas. Doy largos paseos, leo, escribo a ratos. Poco más. La soledad no es mala, me repito. La soledad me ha concedido el regalo de aprender a tomar decisiones sobre cosas que me afectan, de aprender a analizar mis actos y a diseccionar las razones que los mueven con la aséptica precisión de un forense. En la oscuridad puedo colgar en las paredes de mi mente lienzos de colores, en la soledad puedo ver quién soy bajo la piel.

Bajo a comprar el pan y los periódicos, me acerco a verificar en el Instituto Británico los papeles y las diligencias necesarios para hacerme con una beca de doctorado, y me doy cuenta, en las aceras de asfalto a punto de derretirse, en el autobús vibrante de aire acondicionado, en las oficinas arrugadas de sudor, de que los hombres me miran y me sonríen de una forma especial. A ellos no parecen importarles, al contrario que a mi madre, ni mi pelo corto, ni mis botas ni mis pantalones.

Caitlin se preciaba de saber reconocer a una lesbiana en cuanto la veía. Me acuerdo de que una vez dictaminó que una presentadora de la MTV lo era, y yo me reí de ella, argumentando que, en primer lugar, resultaba completamente imposible que Cat pudiese determinar las preferencias de una persona sin conocerla en absoluto; y en segundo, que esa chica, tan maquillada, tan siliconada, tan repeinada, no tenía el menor aspecto de lesbiana. Pues bien, años después, cuando aquella mujer hizo públicas sus intimidades en medio de una campaña de outing, me tocó comerme mis palabras. Cat atribuía aquella especie de clarividencia a una especialización que había desarrollado durante años y que le permitía interpretar pequeños detalles de comunicación no verbal, invisibles para aquellos que no fueran buscándolos. Gestos inconscientes que delataban a los ojos de Cat las apetencias de cada persona. Observaba atentamente, recordaba con claridad; en silencio llevaba a cabo multitud de deducciones. Se fijaba en la diferente manera de mirar a hombres y mujeres, en el modo de colocar las piernas al sentarse, en las variaciones de expresión a medida que se avanzaba en una conversación. Una palabra casual o imprudente, una mirada de indiferencia o ansiedad; el embarazo, la vacilación, la vehemencia, la inquietud… Cada pequeño detalle aportaba a su percepción, aparentemente intuitiva, indicaciones acerca de los deseos de una persona. Caitlin era como un tahúr; y el juego de la seducción, una partida de cartas. A los pocos minutos de conocer a una persona Caitlin jugaba con cada uno de sus gestos como si fueran naipes, y los lanzaba al mundo con igual precisión y seguridad con los que una jugadora habría puesto sus cartas sobre la mesa si supiese exactamente qué mano de cartas llevaba cada uno de los demás jugadores que se sentaban con ella.

Durante mucho tiempo he pensado que una chica como yo, tan descuidada de su aspecto, estaba enviando al mundo un mensaje silencioso: machos, manteneos alejados. Pero todos estos hombres que me miran no parecen haberlo captado, y me digo que quizá yo no sea tan poco femenina como mi madre pretende. Es posible que haya que redefinir la acepción de semejante término.

Cada uno de los hombres que me mira y me sonríe oculta bajo sus pantalones un pene terso, un pecho plano, unos hombros compactos, un cuerpo de hombre, y podría tomarme entre sus brazos y clavarme las manos en la almohada. Esta áspera soledad me pesa de una forma casi física y a veces me pregunto qué sucedería si me dirigiera a alguno de esos chicos guapos del autobús y le dijera: aquí estoy, haz conmigo lo que quieras. ¿Hace eso una mujer? ¿O sólo lo hacen en los bares para chicas? Esos bares en los que pueden comportarse como un hombre y abordar directamente al objeto de su deseo; e incluso invitarle a una copa si les apetece, de la misma forma en que me abordó Cat la primera noche que me vio.

Escribo sobre un teclado, un ordenador portátil de segunda mano que compré en Edimburgo poco antes de regresar. Las veintitantas letras del abecedario se abrazan las unas a las otras para formar palabras; se ofrecen, cariñosas, el calor que a mí me falta. Todo lo que soy, lo que sólida o precariamente me define y me sostiene, regresa en el momento en el que escribo. Sólo sé ser sincera delante de un teclado. Echo tanto de menos la vida que tenía como en Edimburgo añoraba Madrid. Puede que sea mentira. Puede que sea memoria, religión o arte. Cuando cierro los ojos por la noche imagino los verdiazules ojos de Cat, capaces de inventar a cada instante una realidad. Una realidad bicolor como ellos, un espacio y un tiempo más dignos de mí. Esas pupilas traspasadas por la luz de los días y que irradiaban otra luz desde dentro. La realidad que escribo se remite a otro tiempo, otro paisaje, otros días; se aleja de este verano pegajoso y me conduce a través de horas en las que nos besábamos, recorriendo laberintos cercados por sus curvas, resonantes de ecos de su voz. Recorro sus pasillos y doblo sus esquinas, y llego al centro mismo escondido de su ausencia. Desciendo a las regiones más hondas y más negras, donde más infinito se haga mi haberme ido y más profundo sienta su haberse quedado. El suelo exhala un aroma dulzón.

Al otro lado del mar, en tierras verdes y húmedas, frescas de rocío y esmegma, Cat sigue esperándome, y en alguna parte de esta península bañada por el sol Mónica sigue viva, completamente olvidada, supongo, de los besos que me regaló hace tantos años. La inscripción de doctorado, en el caso de que decida volver a Edimburgo, puede esperar hasta septiembre, tengo tiempo para decidirme. Decidirme a quedarme y dejar atrás a Cat. Y Cat sería una etapa quemada, un rodaje, una preparación necesaria para una vida más plena que aún está por venir. Edimburgo no habría sido sino un refugio temporal, ajeno a mi verdadera naturaleza.

Durante estos cuatro años no he mantenido contacto alguno con Mónica. Y no porque yo no lo intentara. Fue ella la que se mantuvo apartada, quién sabe por qué. Pero lo cierto es que durante todo este tiempo ella no ha dejado de habitar mi recuerdo, ha estado alojada en mi cabeza como la obsesión que siempre fue. Y siempre pensé que al volver la buscaría, que intentaría como fuera volver a verla.

Al principio de llegar a Edimburgo la imagen de Mónica me perseguía, implacable, allá donde yo fuera. Todas las chicas de la calle se parecían, por milagro, a ella, y los rasgos de Mónica se superponían a aquellos rasgos desconocidos, convirtiendo en Mónica a cualquiera, a la cajera del supermercado, a la dependienta de Boots, a aquella chica morena que se sentó a mi lado en la biblioteca. No pretendía comprender todas las implicaciones de tal portentosa ubicuidad del objeto de mi amor. Sabía perfectamente que aquél era uno de los síntomas más claros del síndrome de la nostalgia. Pero no quería tenerla a mi lado a cada momento si había llegado allí exclusivamente para olvidarla, así que hacía ímprobos (e inútiles) esfuerzos por desterrar su imagen de mi imaginación.

Lo curioso es que fueron transcurriendo los días, las semanas y los meses y ella dejó de aparecerse a destiempo como una virgen milagrosa, y entonces fue cuando comencé a echarla de menos y a concentrarme en hacerla volver. Si veía a otra chica que me la recordaba, no intentaba ponerme a pensar rápidamente en cualquier otra cosa, sino que me esforzaba conscientemente por intensificar el parecido en mi imaginación. Evocaba sus rasgos con una mezcla agridulce de nostalgia y despecho y no podía evitar conmoverme cuando, por fin, conseguía tener ante mis ojos el perfil exacto de su rostro.

Pero cada vez se me hacía más y más difícil recordarla. Al fin y al cabo, había pasado dos años sin verla y sin tener noticias suyas. El espacio de mi cerebro había sido ocupado por otras preocupaciones más urgentes que acabaron por arrinconar la imagen de Mónica, perdida en un embrollado marasmo de recuerdos inútiles amontonados sin orden ni concierto en el fondo de mi cabeza.

A veces, cuando Caitlin se marchaba a trabajar, sola en casa de Cat, me concentraba en concederle a Mónica un espacio propio en el territorio de mi memoria. Me tumbaba en la cama, cerraba los ojos e intentaba vaciar mi mente, dejarla ajena a todo lo que no fuera su recuerdo. Pensaba en reunirme con ella de la única manera que sabía, en hacer el amor con ella de la única forma que podía. En la imaginación. Y trataba de recomponer su imagen. Intentaba primero definir los elementos (los ojos negros, los rizos rebeldes y atezados, la sonrisa que haría parpadear a una esfinge), para reagruparlos luego. Pero algo fallaba. La figura que surgía no era exactamente la suya. Lo que componía no era sino un esquerzo borroso de alguien que no era Mónica, que ni siquiera se le parecía. Me esforzaba todo lo que podía, pero acababa dándome por vencida al cabo de un rato. Aunque recordaba en abstracto sus rasgos esenciales, y podía describirlos con palabras, no podía verlos, no conseguía dibujarlos en mi cabeza. No encontraba dentro de mí el retrato perfecto que aparecía, que aún aparece de vez en cuando en mis sueños, el mismo retrato que me había perseguido cuando llegué a Edimburgo, el que yo evocaba con tanta facilidad hacía no tanto…

Y sin embargo, cualquier día, inesperadamente, o peor aún, cuando estaba pensando en algo que nada tenía que ver con ella, una sombra en la pared, una vaharada de perfume proveniente de alguna universitaria rubia y alicaída que se sentó a mi lado en el autobús, los acordes de algún disco que escuchamos juntas, la conjuraban; y Mónica se presentaba ante mis ojos, repentina y brutal como un disparo, perfecta, inmensamente Mónica, cuando no la había llamado. Su imagen se manifestaba frente a mí, tan visible como un holograma.

Perdí el poder sobre cómo y cuándo conjurarla.

Me hice entonces consciente del siniestro deslizarse de las horas, y de la fragilidad del deseo, ese endeble barquito amenazado de naufragio entre las olas del tiempo.

Lo primordial, me digo, es encontrar a Mónica. Marco su teléfono, el de su antigua casa y me responde un contestador automático. Pero no es su voz la que me habla, ni la de su madre, ni la de su padrastro. Sospecho que se han mudado de casa, porque Charo siempre hablaba de trasladarse al campo. Intento el teléfono de Javier y no obtengo respuesta. Tampoco me extraña. Hace cuatro años vivía en un apartamento alquilado y me sorprendería que lo hubiese conservado tanto tiempo. Hace cuatro años que no sé nada de Mónica, ni siquiera estoy segura de si se casó con él. Quizá haya estudiado una carrera. ¿Matemáticas, Físicas, Astronomía?

Llamo entonces a la redacción de la revista que Charo dirigía, donde me informan que Charo Bonet ya no trabaja allí. Comienzo a desesperarme. Y entonces se me ocurre que, por necesidad, Charo estará trabajando en otra revista de moda. Ése es su oficio, su especialidad, lleva más de veinte años viajando a París dos veces al año. Sabe diferenciar a primera vista un modelo de Montana de uno de Prada y predecir con exactitud qué tipo de pantalones se llevarán dentro de dos años. Es una especialista en cortes y formas, y tonalidades y materiales, y tejidos y texturas. No sabría escribir sobre otra cosa. Sí, estará trabajando en una revista femenina. ¿Pero cuál?

Así que bajo al quiosco y me hago con el Elle, el Vogue, el Marie Claire, el Dunia, el Telva y el Cosmopolitan. No soy capaz de esperar hasta llegar a casa y rápidamente corro a sentarme en un banco para examinar uno por uno cada panfleto de papel satinado a fin de averiguar los nombres del personal de cada equipo de redacción. Y por fin la encuentro, Charo Bonet, subdirectora. El número de la redacción viene impreso poco después.

No, no la llamo inmediatamente. Antes de llamar a Charo tengo que hacer acopio de fuerzas, como un nadador cansado que preparara su regreso a la playa, sabedor de que por un descuido podría resultar arrastrado por la corriente. Yo no quiero que Charo me arrastre, que se me lleve por delante con su tonillo de superioridad, que finja no recordarme, que no se digne a ponerse al teléfono, que corte la comunicación con una de sus frases secas, que me haga recordar que nunca le he gustado, que jamás alcanzó a comprender por qué su hija había elegido por amiga a una chica tan apagada y con tan poco gusto, y cómo no intentó esconder el hecho de que me consideraba una pésima influencia; así que durante más de una hora ensayo mentalmente el tono suficiente con el que me dirigiré a ella, la seguridad que impostaré en todas mis frases, la tranquilidad con la que me enfrentaré a su voz.

Y finalmente, cruzo el pasillo y marco el número. Charo Bonet está reunida, no puede ponerse, me dicen. No importa, replico, volveré a llamar. Y eso hago a lo largo de todo el día: repetir la llamada cada media hora exacta con meticulosa precisión, respetando, eso sí, el intervalo en el que calculo que Charo abandonará la redacción para comer. Cada una de las veces insisto en que la chica que coge el teléfono apunte mi nombre. Y finalmente, a las ocho y media de la noche, cuando casi había abandonado toda esperanza, me pasan con la mismísima Charo Bonet.

– ¡Bea…! No me lo puedo creer, qué sorpresa… -modula perfectamente el tono de su voz, sin permitirse estridencias, y suena exactamente igual a cualquier presentadora de cualquier informativo en la televisión-. Hacía años que no oíamos de ti.

Ojo al plural mayestático.

– Cuatro años, exactamente. Es que he estado cuatro años fuera, estudiando en Inglaterra.

– ¿De verdad? ¿Tanto tiempo? Si anteayer, como quien dice, te pasabas el día en nuestra casa… Y qué interesante suena eso de Inglaterra. Por cierto, ¿qué es lo que has estudiado?

– Me he graduado en literatura inglesa contemporánea.

– Ideal. Esas cosas siempre es mejor estudiarlas en el extranjero, dónde va a parar… Supongo que a estas alturas hablarás perfectamente inglés.

– Me las apaño.

Si ha captado la ironía, finge muy bien no haberlo hecho. El tono de su voz no ha variado un ápice.

– ¿Y tu madre? ¿Qué es de ella?

Mi madre, esa señora a la que usted no aguantaba y a la que ridiculizaba a la menor ocasión.

– Está muy bien, gracias. Los dos están bien.

– Fantástico. Cuánto me alegro. -Dudo de que se alegre lo más mínimo-. Y dime, Bea. ¿Llamas por algún motivo en particular?

Al grano, quiere decir. Es evidente que ya se ha cansado de la incómoda corrección del protocolo.

– Sí. En fin… Llamo para saber algo de Mónica. Me haría ilusión localizarla. Perdimos el contacto con la distancia, ya sabes, y, ahora que he vuelto, me gustaría saber cómo está.

Una pausa helada al otro lado, que se mantiene durante unos segundos que caen como bombas sobre el silencio de la línea.

– ¿Charo? -pregunto al aire.

– Sí, sí… sigo aquí. Perdona… Y dime, Bea… ¿hace cuánto que no sabes de Mónica?

– Mucho, casi desde que me fui. O sea, cuatro años. La escribí alguna vez, pero no me respondió.

– Ya… Comprendo.

Percibo un trasfondo de angustia en su voz. Me temo lo peor. Algo grave le ha pasado a Mónica, me digo.

– Charo… Dime la verdad: ¿Ha pasado algo? ¿Está bien Mónica?

– Escúchame, Bea. ¿Te apetecería pasarte a verme mañana? La verdad es que estoy liadísima, tengo un follón enorme de trabajo, pero te puedo hacer un hueco. ¿Podrías pasarte por aquí a tomar un café? Digamos, a las diez… si te viene bien, claro.

– ¿A las diez? Sí. Sí, por supuesto. Pero no me has contestado. ¿Está bien Mónica?

Un largo suspiro al otro lado de la línea.

– ¿Bien? Te diré… Pues sí, supongo que está bien. Aunque depende de lo que entiendas por bien.

La voz se le ha quebrado en la última frase.

– ¿Qué quieres decir? ¿Le ha pasado algo?

– Mira, lo mejor es que te pases a verme y ya hablamos, ¿vale? Mañana a las diez.

Me persono en la revista a las diez menos cinco. La recepcionista me ruega que espere y entretengo los minutos hojeando algunos ejemplares atrasados de la revista que coordina Charo; así me entero, embotándome la cabeza de intrascendencias de papel couché, de que esta temporada seguirán en la brecha los cortes y las formas asimétricas y el blanco se convertirá en uno de los colores líderes, como contrapunto del negro, el gris y el marrón. Al cabo de un rato se presenta ante mí una jovencita de cabello cortado a lo paje y andares sinuosos, sospechosamente parecida a las chicas que me miran desde las fotos, y me pregunta si he venido a visitar a Charo Bonet. Advierto que la chica me examina de arriba abajo con ojos escrutadores y no consigo decidir si es que le he gustado, si la he sorprendido o si me desaprueba, y eso que, intentando ganarme la confianza de Charo, me he vestido para la ocasión con un conjunto gris básico y sereno que reservo para ocasiones muy especiales, e incluso me he maquillado los ojos para suavizar el efecto estridente de mi pelo rapado al uno, aunque me da la impresión que mis cortísimos cabellos no serán interpretados en este ambiente como una provocación, sino más bien como un detalle modernísimo y ultra-chic. Cuando asiento, la chica me ruega cortésmente que la siga y me conduce hasta el despacho de Charo, en el que hago una entrada más deslucida de lo que habría deseado, con pasos cortos y tímidos.

Charo emerge de detrás de su mesa para ir a cerrar la puerta y yo me siento en una silla giratoria. Ella viste un traje sastre color chocolate de corte muy masculino cuya austeridad endulza una corbata rosa pálido anudada, para mayor informalidad, sobre un cuello abierto. Avanza hasta colocarse frente a mí, se sienta en su sillón giratorio, tapizado de azul, y me pregunta si quiero tomar algo, un café quizás. Asiento. Nos separa una mesa atiborrada de papeles. Charo descuelga el teléfono y pide que nos traigan dos cafés.

No ha cambiado mucho. Sigue llevando el pelo corto, pero ahora se peina de otra manera. Ha adoptado un look artísticamente desordenado, estilo golfillo, como si le hubieran cortado los cabellos con tijeras de pescado, que creo que ha puesto de moda una actriz norteamericana.

Charo no se distrae en divagaciones de cortesía y va directamente al grano.

– Bea, corazón, me vas a perdonar la impertinencia, y me vas a decir que me meto en tu vida… Pero dime: ¿Es cierto que no has visto a Mónica en cuatro años?

– Pues… creo que ya te lo dije por teléfono. No, no la he visto, porque he estado todo este tiempo fuera de España.

Agarra una cajetilla de cigarrillos desnicotinizados y me la tiende. Rehúso con la cabeza. Ella enciende un cigarrillo con un Dupont de oro y manos ligeramente temblorosas. Por supuesto, está impecablemente maquillada y su rostro mantiene un aire intemporal de replicante transgénico. No exhibe una sola arruga, pero en su piel tirante tampoco queda rastro de la tersura o la lozanía de esa juventud que le gustaría aparentar.

– Es que… Qué curioso, fíjate… ¿no resulta raro que no hayas vuelto a Madrid ni una sola vez en cuatro años, por vacaciones, o por Navidad, o a ver a tus padres…?

– Bueno… Mis padres han viajado a Londres alguna vez y les he visto allí, además de que no nos llevábamos muy bien, como sabes. Sí, supongo que resulta raro, ahora que lo dices, pero el caso es que estando allí no me planteé nunca volver. La universidad allí es muy dura, ya sabes… Exige mucha dedicación -miento- y, bueno, supongo que me he recluido mucho.

Pero me atrevería a afirmar que, si este rostro reconstruido es capaz de transmitir emociones todavía, puedo advertir un ligero aire melancólico, casi imperceptible, que no tenía hace cuatro años, y una preocupación delatada por unas minúsculas arruguitas que se le disparan en las comisuras de los labios cuando habla, y que la cirugía no ha conseguido eliminar.

– O sea… Eso quiere decir, si yo no me equivoco -dice ella-, que no has sabido nada, lo que se dice nada de nada de Mónica en todo este tiempo.

– No -confirmo, exasperada.

– ¿Y a qué viene -si se puede preguntar, claro- este interés por encontrarla ahora?

– Pues no creo que sea tan extraño, Charo. Fuimos amigas desde el colegio, tú lo sabes. Lo que sí resulta un poco raro es todo el misterio que estás organizando en torno a Mónica.

Charo tamborilea nerviosamente con los dedos sobre la mesa. Las uñas están impecablemente limadas y esmaltadas de un color coral, a juego con los labios.

– Sí, mujer, comprendo que te resulte extraño. Pero tienes que entender que soy la madre de Mónica y que me preocupo por ella. Está atravesando momentos muy difíciles, ¿sabes?, y debemos ser ex-tre-ma-da-men-te cuidadosos a la hora de vigilar las compañías con las que se relaciona.

Me ha venido a decir, en dos palabras, que no me considera compañía recomendable. La ansiedad me lleva a pasar por alto la insolencia. Me muerdo la lengua y procuro no replicar en el mismo tono para no dar pie a una batalla verbal.

– ¿Qué le ha pasado? -pregunto, aunque lo imagino perfectamente, y sé con qué tiene que ver.

Charo apoya los codos sobre la mesa y reclina la cabeza entre las manos como una estatua orante; luego se frota las sienes en un gesto de infinito cansancio.

– No sé ni por dónde empezar, Bea… Tú no sabes el calvario que me ha tocado aguantar estos dos años. Lo lees constantemente en los periódicos, pero nunca se te ocurre que te pueda pasar a ti…

Su tono de voz se ha hecho mucho más pausado, y habla con una voz terrosa que se desliza entre susurros, como si le costase un esfuerzo épico articular cada palabra. Poco a poco va devanando un discurso de monótona musicalidad, y las palabras van cayendo como fardos sobre su mesa. Todo el discurso es perfectamente predecible.

– Todo iba tan bien… Estaba estudiando físicas, ya te acuerdas de aquello que solía decir de que quería ser astrónoma… y parecía tomarse bastante en serio la carrera… y además salía con un chico monísimo y encantador…

– Javier -adivino.

– Ese mismo, Javier -confirma-. Un encanto de niño. Hacían una pareja ideal y supongo que había un montón de señales que no supe identificar, no sé… que adelgazó muchísimo de repente, que siempre parecía ir corta de dinero, a pesar de que yo le pasaba bastante y de que yendo con Javier no podía tener muchos gastos… Y luego empezaron a faltar cosas en casa, pequeños objetos de valor, ceniceros de plata, joyas, qué sé yo… fruslerías. Y de repente, de la noche a la mañana, la cosa se precipitó. Una madrugada, me despierta el teléfono y me pega un susto de muerte. Pensé que se trataría de uno de esos chalados que llaman para que escuches cómo se masturban, porque desde que salgo en televisión, hija, tengo dos o tres perturbados pesadísimos a los que les ha dado por enviarme cartas obscenas a la redacción…

– Vaya, lo siento… No sabía lo de la tele…

– Pero no, no se trataba de eso, sino de algo muchísimo peor. Me llamaban para decirme que la niña estaba ingresada en el Primero de Octubre. Una sobredosis. Y me entero, así, de golpe, de que es heroinómana. Y luego, los dos últimos años, todo lo que puedas imaginar: roba, miente, desaparece meses enteros… En casa ha organizado numeritos de todo tipo. Un horror, hija, qué te voy a contar… Una vez, en una crisis histérica, amenazó con un cuchillo a Manuel…

Vuelve a dar una calada nerviosa a su cigarrillo. El humo enturbia el aire tenue. Debía haber imaginado desde ayer lo que Charo iba a contarme, y reparo en que los cafés ya se habrán enfriado sin que los hayamos probado siquiera. Cómo fui tan idiota… Creer que lo inevitable no acabaría por suceder. Por muy Mónica que fuera no contaba con un Ángel de la Guarda especialmente encomendado para su custodia.

– Fatal… Imagínate la situación, y para colmo con dos niños pequeños en casa… Ahora está ingresada en una clínica de desintoxicación. Puede recibir visitas, y, entre tú y yo, creo que le vendría bien. Los doctores insisten mucho en que debe cortar con su antiguo ambiente. Qué quieres que te diga, Bea, al principio albergaba ciertos recelos cuando llamaste, si te digo la verdad. Pero está claro que tú has permanecido al margen de todo este asunto. No sé… quizá a Mónica le convenga verte. Sé que se siente muy sola. Pero, tú ya me entiendes, necesitaba hablar contigo antes de decidirme a contarte todo esto para comprobar…

– Que, efectivamente, yo estoy al margen del asunto -remato-. Que no estoy enganchada como ella. No, no lo estoy.

– Eso mismo. No creas, ya podía suponer que no tenías nada que ver con el tema porque sé que no os habéis visto en todo este tiempo. Tú dejaste de llamar, ella ni te mencionaba, ya sabes… Si te soy sincera, me sorprendió mucho saber de ti, así, tan de pronto.

– Lo entiendo. Si me dices dónde está ingresada, quizá pueda ir a verla.

– Sí, claro, mujer. -Garrapatea sobre un papel una dirección, luego lo dobla cuidadosamente y me lo pasa-. Debes llamarles antes. Hay que concertar las visitas.

– Gracias.

– Ahora, me vas a perdonar, no me queda más remedio que pedirte que te marches. Hoy tenemos muchas cosas que hacer. Me encanta haberte visto, de verdad.

Nos levantamos a la vez. Ella me tiende la mano que yo estrecho en un gesto típicamente sajón. A ninguna de las dos nos gustan las muestras de afecto y no seríamos tan hipócritas como para besarnos.

– Por cierto, que no te he dicho lo guapa que estás. Te queda ideal el pelo corto. Y oye, cielo, por favor, que si vas a verla, que me llames. Me tendrás informada… ¿verdad que sí?

Tiene la consideración de dedicarme -por primera vez en nuestra entrevista- una de sus inmensas sonrisas equinas, blanqueada por obra y gracia del láser.

– Descuida. Lo haré. Muchas gracias, Charo.

Ese papel que acababa de pasarme es el documento que certifica una tregua. Durante muchos años no nos soportábamos la una a la otra. Para ella yo era la amiga medio loca de su no menos loca hija. Para mí, ella era la insoportable madre de mi mejor amiga. Pero ahora yo he crecido y advierto que ella ya no puede tratarme como a una niña; y, en cuanto a mí, es la primera vez que he intuido un fondo humano bajo su máscara de silicona y maquillaje caro. No he visto a Mónica desde hace cuatro años. Desde aquella semana que lo desencadenó todo. En el recuerdo, cada minuto de esos diez días permanece grabado al fuego. Diez días que revivo con la intensidad de las pesadillas.

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