al cabo de tantos años como ha que duermo en el silencio del olvido
Cervantes, Don Quijote, I, Prólogo
Aún escuchaba el rumor cóncavo de las galerías, portillos de hierro cerrándose tras los pasos de alguien, taconazos de guardias, una espesura de voces que resonaban en las altas bóvedas como el mar en una caracola y parecían voces y pasos infinitamente lejanos, el mar oscuro que se escucha en los sueños. Había dejado atrás el portillo de la última galería, alto y pintado de negro, como la reja de una catedral, y ahora pisaba corredores usuales, pavimentados de baldosas y no de cemento húmedo, con puertas grises y oficinas tranquilas al otro lado de las puertas donde interminablemente esperé y asentí, firmé impresos escritos a máquina, dócil, cobarde, temiendo siempre no haber entendido del todo lo que me decían y repitiendo mi nombre sin eludir el recelo de que al oírlo el hombre inclinado sobre la máquina de escribir levantara la cabeza para ordenar al guardia que me acompañaba que volviera a esposarme. Las oficinas eran innumerables e iguales, y en todas ellas había alguien que movía la cabeza al oír mi nombre y no me miraba, sólo leía algo en una lista y preguntaba algo y abría con aire absorto un gran libro de registro para cerrarlo luego sin haber encontrado lo que buscaba en él o pedirme que firmara en alguna parte tendiéndome sobre el mostrador una pluma que yo ya no sabía sostener entre el pulgar y el índice, demasiado delgada y demasiado frágil para mis dedos torpes por el frío, por diez años de no tocar ni usar una pluma. Ahora el guardia caminaba delante de mí golpeando rítmicamente el manojo de llaves contra el costado de su pantalón y yo ya no esperaba que la libertad y la calle estuvieran al otro lado de ninguna puerta. Ahora las puertas eran de madera y no de hierro y estaban pintadas de verde como los postigos de las ventanas, pero seguían resonando del mismo modo hondo y definitivo cuando las cerraban y no había presos barriendo los corredores. Dije mi nombre otra vez, firmé un recibo, me dieron una maleta abierta y guardé en ella mis papeles y mi ropa mientras dos guardias con la guerrera desabrochada me miraban fumando, en una habitación sin ventanas donde había armarios metálicos numerados y una lámpara baja que oscilaba sobre la mesa adensando el humo de los cigarrillos en su cono de luz. El otro guardia, el que me había guiado hasta allí, dejó pesadamente el manojo de llaves encima de la mesa y me ordenó que le siguiera, pero esta vez la última puerta que cruzamos no tenía cerrojo y daba a un patio pequeño con muros muy altos de ladrillos ocres y garitas en las esquinas del tejado, alzadas contra un cielo bajo y pálidamente gris en el que se perfilaban como estatuas simétricas dos guardias civiles con relucientes capotes de hule. No miraban al patio, no hicieron nada cuando lo crucé temblando de miedo y de ignorada alegría y sosteniendo con los dedos crispados el asa de la maleta mientras me acercaba al portón cerrado y unánime como un muro en el que alguien, otro guardia civil, abría un portillo y se apartaba a un lado para que yo pasara, diciéndome algo que ya no me detuve a oír, porque el portillo se había cerrado a mi espalda con un largo estrépito de cerrojos y yo estaba solo ante la fachada de la cárcel, bajo la bandera amarilla y roja que restallaba en el viento como las alas de un gran pájaro. La cárcel era una alta isla ocre en el descampado y la niebla. Frente a ella, al otro lado de la carretera, había un edificio de largos muros encalados y ventanas con los cristales rotos que parecía una nave industrial o un almacén abandonado. Caminé hacia allí, pisando el barro cruzado por huellas de caballerías y automóviles, pero aún no vi el automóvil negro y parado junto a una esquina: tal vez lo vi, sin reparar en él, y sólo cuando escuché el motor que se ponía en marcha recordé que lo había visto y que se movían las varillas del limpiaparabrisas a pesar de que no estaba lloviendo. Para guardarme del viento caminaba muy cerca de la pared, con el ala del sombrero sobre los ojos y las solapas del abrigo levantadas, y no me volví cuando escuché el motor y luego los neumáticos que resbalaban en el barro. Lo sentía avanzar despacio tras de mí, como si no quisiera adelantarme, y yo apresuré el paso y me acerqué más aún al muro que no terminaba nunca, camino del árbol solo y de la barraca levantada con materiales de derribo que algunas veces, desde una ventana alta de la cárcel, había visto junto a la carretera, único indicio de que existía una ciudad más allá de la llanura baldía que vislumbraban mis ojos. Los hombres que abandonaban la ciudad al amanecer montados en lentas bicicletas se detenían en ella para beber una copa de aguardiente y salían luego frotándose las manos ateridas, expulsando el vaho caliente del alcohol mientras tomaban de nuevo los manillares y enfilaban la carretera pedaleando con las cabezas hundidas entre las solapas de los chaquetones oscuros, como si partieran hacia un destierro invernal y lejano. Del techo de hojalata subía una columna de humo que el viento desbarataba entre las ramas del árbol. Sin volverme a mirar el automóvil negro empujé la puerta de tablas mal unidas y entré en un lugar angosto y cálido y lleno de humo y cajas de botellas. El mostrador era un tablón dispuesto sobre dos barriles que olía intensamente a madera empapada en alcohol. Tras él, alumbrada por una lámpara de petróleo, una mujer muy gorda daba de mamar a un niño enrojecido por el llanto. Clavados en la pared había carteles amarillentos que anunciaban remotas corridas de toros y un almanaque de 1945 en el que una negra con un chal rojo ceñido a la cintura sonreía mostrando un bote de cacao. La mujer del mostrador, inmóvil sobre una caja vacía, examinó demorada y metódica mi cara, mi maleta, el barro de mis zapatos. Le pedí una copa de coñac y no desprendió al niño de su gran pecho blanco ni dejó de mirarme cuando se levantó para buscar la botella. No miraba mis ojos, sino los indicios de lo que había sabido desde que me vio entrar: la torpeza, el recelo no mitigado aún, el modo en que mi mano sostenía la copa y la alzaba, con un leve temblor. Bebí de un trago el coñac y asentí en silencio cuando la mujer me preguntó si quería otra copa. El cristal de la pequeña ventana que daba a la carretera estaba sucio y opaco por el vaho, pero pude ver tras él la silueta negra del automóvil, que se había detenido. El alcohol me ardía con violenta dulzura en la garganta y hacía más intensos los colores de las cosas. Con la segunda copa aún intacta fui a sentarme junto a la ventana, cobijado en el abrigo, en el desvanecimiento cálido del alcohol, levantando entre mis ojos y la puerta que tal vez iba a abrirse la tenue máscara del abandono y el humo. Fumaba con los ojos entornados, aguardando, no indolente, perdido, sintiendo en mis venas la crecida del alcohol como ondulaciones sucesivas en el agua de un lago, entornaba los ojos como si aguardara el sueño para no ver sino el humo ascendido y azul y la sucia penumbra de los barriles y las botellas alineadas, la mancha roja en el calendario cuyas hojas enumeraban los días de un tiempo en el que yo no había existido. Bebí un trago y cerré del todo los ojos y al otro lado de la ventana se cerró de un golpe la puerta del automóvil negro. Cuando volví a abrirlos, ella, Beatriz, estaba mirándome entre el humo que el aire exterior y helado había estremecido, más alta de lo que yo recordaba, como impasible al tiempo, como si acabara de cumplir los treinta años que tenía la última vez que la vi, alta y grave con su melena rubia y el abrigo gris y la boina que sostenía en las manos como si no estuviera segura del modo en que debía comportarse. La mujer gorda había acostado al niño y ahora limpiaba sobre el mostrador una fila de botellas. De soslayo la vi mirarnos mientras Beatriz me abrazaba rozándome con su pelo rubio del que ascendía un perfume desconocido y tomaba mi cara áspera entre sus manos para reconocer y tocar lo que veían sus ojos no empañados por el llanto. Nos contemplaba sin interés ni pudor, con inerte fijeza, limpiando el polvo de las botellas con un trapo sucio que a veces pasaba despacio sobre el mostrador, y cuando me acerqué a ella para pedirle otra copa estudió el abrigo y las medias y los zapatos altos de Beatriz mirándome luego, con expresión diferente, como si nos comparara, preguntándose tal vez por qué una mujer que vestía así había entrado en su taberna para buscarme.
No hablábamos al principio, o sólo decíamos, entre largos silencios, las palabras necesarias e inútiles, buscando la tregua de los cigarrillos y las copas, acodados bajo la luz gris que venía del otro lado de la ventana, de la llanura donde aguardaba el automóvil negro, ocupado ahora por un hombre solo que fumaba apoyando los codos en el volante. «Creíamos que estabas muerto», dijo Beatriz, acariciando su mechero de liso y dorado metal, muy cerca de mi mano, sobre la madera manchada, aproximando sus dedos, las uñas sin pintar que hendían las nervaduras de la mesa, deteniéndose luego, cuando parecían a punto de tocarme, para rozar el filo reconocido y metálico, el paquete de cigarrillos americanos que ahora formaban parte de su perfume y de su lejanía. «Nadie sabía dónde estabas. Nadie podía decirme si habías muerto o si estabas en la cárcel o habías conseguido huir a última hora por la frontera de Francia. Una mujer me dijo que le habían dicho que te vieron enfermo o herido en el campo de Argeles, pero también decían que habías huido hacia el mar y que te hicieron preso en el puerto de Alicante. Al cabo de un año empecé a escribir y a recibir cartas. Escribí a los amigos desterrados preguntando por ti, pero no estabas en Francia, ni en Méjico, ni en Argentina. No estabas muerto ni vivo ni en ninguna parte, pero yo esperaba todos los días que me llegara una carta tuya. El mes pasado vino a casa un camarada recién salido de esta cárcel. Fue él quien nos dijo que tú también ibas a salir muy pronto.»
De modo que el ambiguo, que el sagrado plural seguía siendo cierto, a pesar del mechero dorado y las medias de seda, y aún se llamaban camaradas y no sombras o supervivientes y en plural me habían esperado y creído muerto y ahora venían para recibirme y acogerme no en el cálido interior del automóvil ni en una casa probablemente clandestina, sino en ese plural antiguo, fracasado e intacto tras el que se escondían, en estancias sucesivas, la impotencia y el miedo, el fervor de los antiguos nombres, de las banderas perdidas, la ternura no confesada de Beatriz, que buscaba mi mano sobre la mesa y no se atrevía a tocarla, rozando siempre el límite del espacio que nos dividía como la hoja de un cuchillo, la pregunta desesperada y única que ya no me haría nunca. Desde muy lejos, tras el humo, yo la miraba hablarme y calculaba las palabras que había bajo cada irrupción del silencio, indiferente, como un médico que no precisa auscultar el cuerpo tendido junto a él para saber el lugar exacto donde se aloja la dolencia. Era como si el tiempo o el azar que rija tales transfiguraciones hubieran empleado los diez últimos años en culminar una obra -el rostro, las manos, la figura de Beatriz- que antes, cuando yo la conocía, sólo estaba anunciada, y que alcanzaba su plenitud en el preludio de la decadencia. Había algo seco o cruel en sus manos delgadas, acaso la sombra de una determinación obstinada e inútil, una dureza no asida a ningún propósito, leves arrugas, como hendiduras de cuchillas, junto a sus labios, en torno a los ojos codiciosos y firmes. La miraba, sin preguntar aún, la oía hablarme de su vida durante esos años percibiendo la misma zanja en el tiempo que me habían anunciado ya las fechas de los carteles de toros pegados en las paredes sucias de la taberna y aquel mes de julio de 1945 que permanecía inerte en el calendario como una desgarradura de mi memoria. Me había esperado, dijo, queriendo envolverme en la invocación de su espera y de su recuerdo, queriendo vindicar como atributos de un suplicio común las cartas que nunca llegaron a ninguna parte, el buzón desierto en el hueco de la escalera, el horror y el hambre y la soledad del invierno de 1941, y al recordar me reclamaba para sí misma y exigía la parte de mi dolor que yo le había negado. «Y mientras tú en la cárcel, condenado a muerte, y yo sin saber nada», dijo, como si no exigiera sólo el dolor, sino también la culpa de no haber acertado a encontrarme, pero entonces alzó los ojos húmedos hacia mí y súbitamente entendió que se iba volviendo vulnerable, porque estaba sola en su recuerdo, y para defenderse se obligó al orgullo, a la mentida serenidad. Se irguió ante la copa, ante mí, encendiendo un cigarrillo con resolución excesiva, firmes los dedos en el mechero dorado, como si en ese gesto empleara todo el brío que había necesitado para sobrevivir desde la noche de mayo de 1937 en que yo me marché a Mágina sin decirle una sola palabra. «Noto que te sorprende mi aspecto. A mí también me pasaba al principio, cuando me miraba en los espejos. No te he dicho que desde el cuarenta y dos trabajo en una tienda de modas, en la Gran Vía, vendiendo ropa cara a las mujeres más ricas de Madrid. A veces hasta diseño algún modelo. ¿Te extraña? Fue como un cuento o un milagro, yo hacía cosas para un taller de costura donde no ganaba ni para pagar el alquiler y un día apareció ese hombre, Ernesto, el dueño de la tienda, y me dijo que si quería trabajar exclusivamente para él, imagínate, con el hambre que pasaba, que casi no dormía para seguir cosiendo de noche. Me parece que está enamorado de mí, como un caballero antiguo, ya sabes, me invita al teatro y me toma del brazo casi sin tocarme cuando entramos en un restaurant, siempre me regala cosas, el mechero, este abrigo, el perfume, que es carísimo. Ése es su coche, él me ha traído hasta aquí.» El hombre solo, tras la ventanilla del automóvil, perfumado y cobarde, imaginé, golpeando los dedos nerviosos contra el volante, volviéndose de vez en cuando hacia el edificio de la cárcel para comprobar que no había en la puerta guardias civiles que hubieran sospechado y lo vigilaran, muerto de celos, sin duda, de dignidad y rabia, caballero cornudo. «Claro que le he dicho quién eres y por qué estabas en la cárcel. También sabe que pertenezco al Partido, y no le importa. Dice que se alegra de que yo trabaje con él porque así no corro tanto peligro. Imagínate, quién puede sospechar de mí, si le pruebo vestidos a la mujer del director general de Seguridad.» Pero eran pocos, me dijo, regresando inesperadamente al plural de persecución y secreto en el que sin contar conmigo me incluía, éramos, también yo, muy pocos y aletargados y dispersos, lentamente nos volvíamos a reconocer y agrupar tras el desastre en que se había deshecho el espejismo del maquis, sótanos, sigilosas células que se reunían para contar muertos y discutir consignas repetidas y exhaustas, tenían o teníamos que resistir sin que el silencio se pareciera a la rendición y en un lugar de Madrid me estaba esperando la misma casa que yo había abandonado diez años atrás. «Nadie ha entrado en ella, ni Ernesto, desde que tú te fuiste.» Bebí sin decir nada, volviéndome hacia el automóvil reluciente y quieto en el descampado, cobardemente supuse que Beatriz iba ahora a acusarme. La mujer del mostrador había conectado la radio y sonaba un bolero desde una sucia lejanía. Pero la obscena voz de la radio y las palabras de Beatriz me traspasaban como si yo no existiera, muerto ya en otro descampado del mundo, extraviado y muerto, por ejemplo, en cualquiera de los cuadriculados días iguales del mes de julio de 1945. «Me acuerdo como si fuera ayer del día en que te marchaste. El quince de mayo va a hacer diez años. ¿Te acuerdas tú?» Ahora Beatriz le hablaba a otro hombre que no era yo, y ella lo sabía, pero ya no le importaba, del mismo modo que había dejado de importarle que el otro la estuviese esperando en el automóvil negro. Imperiosamente le hablaba a una sombra, a alguien que tal vez fui yo trece o catorce años atrás, cuando aún no existía Mariana ni la vergüenza de desear lo que me había sido negado, esa clase de injusticia o error que nadie repara y nadie acepta. Pero ni Beatriz ni yo teníamos la culpa de que Mariana hubiera aparecido ante mí en el estudio de Orlando, desnuda frente a un lienzo recién iniciado, con las piernas cruzadas y una paciente sonrisa de modelo, como si estuviera en un café, inocente e impúdica, deslumbrando para siempre la médula más honda y ciega de mi deseo. «Tú no te acuerdas de nada, Jacinto. Volví a casa y no estabas, y al principio tuve un miedo atroz, porque temía que te hubiera sorprendido el bombardeo de aquella tarde. Era medianoche y todavía no habías vuelto, y yo salí a la calle para buscarte. Me encontré a Orlando en un bar de la Puerta del Sol, pero no oía lo que le preguntaba, porque estaba tan borracho que se apoyaba para caminar en uno de esos adolescentes que iban siempre con él. Por fin se me quedó mirando como si no supiera quién era yo y no entendiera lo que le decía, se echó a reír, con esa risa tan desagradable que tenía cuando estaba borracho, y me dijo que habías tomado el tren de Mágina. Seguía riéndose cuando me fui de allí.»
Había bebido demasiado coñac y ya se me disgregaban las fronteras del tiempo y los límites y los perfiles de los rostros. Mariana o Beatriz, mil novecientos treinta y siete o cuarenta y cinco o treinta y tres, años y cuerpos y culpa no rescatada de su propia ceniza, fervor de nada, lealtad de los muertos, duros ojos mirándose sin ternura para exigir y acusar, inmunes al presente, a la exacta mañana de enero en la que no había sucedido el reconocimiento imposible. Yo únicamente quería estar solo, emboscado en mi abrigo, bebiendo hasta que muy despacio se me anegara la conciencia, las piernas juntas bajo la mesa, las solapas alzadas, todas las cosas tan lejanas de mí como la ciudad cuyas primeras casas había visto desde la carretera. «Y a dónde vas a irte, entonces», dijo Beatriz, y yo no respondí nada, al principio, dejé la copa sobre la mesa y miré el descampado, el aire limpio de niebla como una lámina de hielo. «A Mágina. Voy a la casa de mi padre.» Se levantó sin apuro, guardando en su bolso de piel el mechero y el paquete de cigarrillos, y al inclinarse el pelo le cayó de un golpe a un lado de la cara. Desde la ventana la vi caminar a altas zancadas sobre el barro. Me levanté para pedir otra copa y cuando volví a la mesa el automóvil negro ya no estaba en el descampado.
Recuerda Manuel que estaba sentado junto a la mesa de la cocina, mirando, tras los cristales de las puertas blancas, la mañana oscura que se iniciaba en el jardín levantando una niebla tardía, agriamente erizada de lluvia. Amalia le había servido un tazón de café con leche que estaba tibio y tenía un sucio color de barro y una rebanada de pan desusadamente blanco que él deshacía despacio sobre la taza y rehundía en el café con una cucharilla. «Cómaselo usted todo, don Manuel, que es pan de verdad», le dijo Amalia, «a doce pesetas me lo ha vendido el del estraperlo». Delicia del pan blanco, del tazón de loza con dibujos azules, de la cucharilla de plata y la servilleta de lino sobre las rodillas. Por aquellos años, recuerda en voz alta ante su sobrino Minaya, se entregaba a los placeres menores del tacto como a la única y clandestina felicidad que nadie podía advertir ni arrebatarle. Tocaba las leales cosas a las que siempre perteneció buscando en ellas la posibilidad de una delgada huida sólo accesible para las yemas de sus dedos, y la presencia del lino, de la curvada loza, de los cubiertos de plata, secretamente lo salvaba del ingrato sabor del café al amanecer y del humo de la estufa, cargada con leña húmeda, que agrisaba el aire de la cocina como una prolongación de la intemperie y de la fría niebla donde tan lentamente iban emergiendo el jardín y la ciudad, su propia vida aletargada. Sonó en el patio la campanilla de la puerta, y era tan temprano aún que Amalia y Teresa, y el mismo Manuel, se quedaron inmóviles al oírla, sin decidirse a abrir y ni siquiera a reconocer que la habían escuchado, porque a esa hora, igual que durante la noche, el sonido de la campanilla parecía anunciar siempre una amenaza. Amalia dejó de remover platos en el fregadero y Manuel, con involuntaria cautela, salió al patio, haciendo un gesto silencioso a Teresa para que aún no fuera a abrir. En el cristal translúcido de la puerta del zaguán se dibujaba una alta figura masculina. «Abre», dijo Manuel, y volvió a la cocina. Un hombre solo no le daba miedo. Cuidadosamente ajustó en la boquilla el primer cigarro de la mañana y se dispuso a esperar y oír, de espaldas al patio y a la voz que tardó un poco en reconocer. «Don Manuel», dijo Teresa, «ha venido don Jacinto Solana».
Lo vio parado en el patio como en mitad del tiempo, no exactamente regresado de la cárcel, sino de la memoria y de la muerte y de los diez años que habían pasado desde la noche de 1937 en que tomó un tren para Madrid. El tiempo de su ausencia y el misterio de su destino durante aquellos años lo circundaban en el vacío como las losas y las columnas del patio para erigir su regreso con la calidad súbita de una aparición, porque parecía venido de ninguna parte, más fatigado y más viejo, pero indemne en su orgullo, en su soledad, en su manera irónica de decir «Manuel», sonriendo antes de abrazarlo, como si la ironía y la sonrisa mantuvieran la antigua virtud de eludir los filos atroces de las cosas y él no viniera de una cárcel donde le habían amputado ocho años de su vida. Tenía el pelo gris, cortado al rape, blanco en las sienes y en las puntas mal afeitadas de la barba. Tenía la voz más grave, pero tal vez siempre la tuvo así y era que Manuel no había sabido recordarla. «Pero es el mismo», pensó, viendo el modo en que se quitaba el sombrero y dejaba en el suelo la maleta de cartón atada con una cuerda para mirar con sus afilados ojos grises las columnas del patio, la galería, la gran vidriera de la cúpula. «A la izquierda la puerta de la biblioteca», dijo, como si repitiera una lección, «a la derecha la escalera de mármol con el espejo en el primer rellano. Me gustaba imaginarlo todo. Me imponía la disciplina de recordar todas las cosas con absoluta exactitud. Al fondo la cocina, y el salón del piano, y las puertaventanas pintadas de blanco que dan al jardín». No era su voz más grave, era el tono, la lentitud con que decía las palabras, como si no le importaran o no viera a quien se las decía: eran sus ojos, comprendió Manuel más tarde, ajenos a la sonrisa y a la voz y dotados de una expresión tan oscura como su conciencia, como la verdadera naturaleza de su desesperación. En la cocina Teresa y Amalia se acercaron reverencialmente a saludarlo. «Pero tiene usted las manos heladas, don Jacinto, acérquese a la estufa, que ahora mismo voy a ponerle el desayuno.» Las uñas sucias, las patillas de las gafas aseguradas con un hilo negro, los ojos ávidamente fijos en el café y el trozo de pan que Teresa disponía ante él. Llevaba un enfático abrigo que le venía grande, con cinturón y hebilla y faldones muy anchos, como los que se usaron algunos años antes de la guerra. Había dejado el sombrero encima de la mesa, pero no se quitó el abrigo ni se bajó las solapas para desayunar: se frotaba las manos grandes y desconocidas ovillándose en su vasto abrigo junto a la estufa, tan cerca de ella que lo sofocaba el humo, bebió el café sosteniendo la taza con las dos manos y no usó la servilleta para limpiarse la boca cuando hubo terminado. Apuró con la cucharilla las migas de pan que quedaban en el fondo de la taza y sólo entonces levantó los ojos hacia Manuel, que lo miraba fumando, desde el otro lado de la mesa, comprobando melancólicamente el impudor del hambre y los estragos del tiempo que los había derribado y los reunía ahora con la misma saña con que los dividió: no para ofrecerles el alivio del reconocimiento, sino la certeza de su imposibilidad. «Pan blanco», dijo Solana, «se me había olvidado hasta el sabor que tenía. ¿Sabes cuándo lo probé por última vez? En marzo del 39, el día antes de que los fascistas entraran en Madrid. Nos tiraban pan blanco desde los aviones, Manuel». Nunca, dice Manuel, nunca desde que regresó a Mágina lo escuchó complacerse en el dolor ni rememorar el odio o las batallas perdidas. En su voz, la guerra, cuando surgía, era tan lejana como todas las cosas, y nunca se detuvo a contarle por qué a principio de junio del 37 abandonó su trabajo en el Ministerio de Propaganda para alistarse voluntario en el ejército ni cuáles habían sido las circunstancias de su detención cuando acabó la guerra. Supo, únicamente, que cuando lo hirieron en el Ebro era sargento de ametralladoras, que' entre enero y marzo de 1939 estuvo en Madrid y vio a Orlando, que en 1940 compartió una celda de condenado a muerte con Miguel Hernández. Cuando terminó de desayunar se puso en pie y hundió las manos en los bolsillos del abrigo, y por un instante Manuel lo reconoció: era su antiguo gesto de resolución, la manera secreta y súbita que siempre tuvo de marcharse aunque permaneciera inmóvil. Había salido el sol en el jardín, y un viento helado golpeaba los cristales y estremecía el mecedor bajo la palmera. Lo miraron al mismo tiempo al oír el chirrido de las cadenas que lo sujetaban, y tal vez vieron los dos el mismo fantasma suspendido sobre el mecedor blanco, pero aún no hablaron de Mariana. «He empezado a escribir un libro», dijo Solana, señalando vagamente su maleta, en la que acaso guardaba ya los primeros borradores. «En la cárcel, como Cervantes», entreabrió los labios para sonreír y Manuel advirtió que le faltaban varios dientes. «Se llamará Beatus Ille. ¿Te gusta el título? Trata de Mágina, y de todos nosotros, de Mariana y de ti, de Orlando, de esta casa. Por eso necesitaba volver a verla. En enero del 39, cuando volví a Madrid, descubrí por casualidad dónde vivía Orlando, y fui a verlo. Era un piso muy oscuro y muy grande, en Arguelles, una casa antigua con todas las ventanas tapiadas que se mantenía en pie de milagro, porque estaba muy cerca del frente de la Ciudad Universitaria, era como una isla rodeada de escombros. Los bombardeos la alcanzaron una semana después, y supongo que Orlando murió sepultado entre las ruinas. Ya no vivía con aquel muchacho que vino con él a tu boda, y que tanto escandalizaba a Utrera y a tu madre. Se había casado, y no me preguntes el motivo, porque no lo sé. Lo vi muy enfermo, escupiendo constantemente en un pañuelo manchado de sangre, tiritando de frío sobre un colchón que parecía rescatado de algún muladar, porque en aquel piso no había camas ni muebles, sólo las baldosas desnudas y los radiadores helados de la calefacción. Su mujer era una especie de enfermera huraña que no dijo una sola palabra mientras yo estuve allí. Nos vigilaba en pie, desde la puerta de la habitación, y de vez en cuando le tomaba la temperatura y le traía tazones de caldo que él apuraba en seguida, como si tuviera miedo. Al principio no pareció reconocerme. Se reía mucho, con una risa tan extraña como su tos, se burlaba de mis galones de sargento llamándome "héroe comunista" y no sabía o no recordaba nada de la guerra, como si no le importara que estuviéramos a punto de perderla. "Los he engañado, Solana", me decía con aquella risa sórdida de moribundo, "querían llevarme al frente y han tenido que declararme inútil. Busca por ahí, entre esos papeles del suelo, busca uno donde dice que soy inútil para el servicio militar". Le pregunté por aquel cuadro que había decidido pintar cuando estuvo en Mágina, te acuerdas, el que imaginó en el cortijo el día antes de tu boda. Había decidido llamarlo "Une partie de plaisir", y nos decía a todos que iba a ser su obra maestra. No lo recordaba, por supuesto. "Me he retirado de la pintura, Solana. El arte y la felicidad son incompatibles". Pero yo vi en el suelo las últimas cosas que había pintado. Eran sólo acuarelas, y en todas se repetía el mismo paisaje. La colina de Mágina sobre los olivares, el perfil de la ciudad tal como aquel día lo vimos desde el cortijo. Las acuarelas tenían una belleza que no era de este mundo, que no era la perfección, sino algo que está más lejos y que ni siquiera pertenecía al arte, y menos aún al hombre que las había pintado. Entonces pensé que uno solo de aquellos paisajes bastaba para justificar a Orlando, y a todos nosotros, que fuimos cómplices de su deslumbramiento. Recordé con vergüenza todas las cosas que yo había escrito, los artículos en El Sol y en Octubre, los romances en el Mono Azul y en los murales de guerra, y me di cuenta de que necesitaba romperlo y olvidarlo todo para escribir algo que se pareciera a las acuarelas de Orlando.» Bruscamente Solana se quedó en silencio, dando vueltas aún a lo largo de las cristaleras del jardín, con la cabeza baja y las manos fieramente hundidas en los bolsillos del abrigo. «Ha vuelto a irse», pensó Manuel. Mientras hablaba, lentamente había ido recobrando los gestos, el modo de mirar y de mover las manos, el frío fervor de otro tiempo, pero ahora el silencio lo devolvía a su figura presente y desconocida y un poco temible: las duras mandíbulas sin afeitar, la nuca rapada y alta como un signo de obstinación o fracaso, los ojos miopes y enrojecidos de sueño que se posaron como dos espías en él cuando Jacinto Solana se quitó las gafas para limpiar los cristales empañados y le dijo lo que Manuel había adivinado y temido desde que lo vio en el patio: «Cuéntame cómo mataron a mi padre.»
Lo llamé desde lo alto de la vereda, pero el estrépito del agua que se desbordaba en la acequia desde la alberca no lo dejaba oírme, y entonces, en lugar de ir a donde él estaba o de llamarlo de nuevo, me quedé junto al álamo seco donde en mi adolescencia solíamos atar a la yegua para mirarlo largamente antes de que él pudiera advertir mi llegada, para mirarlo solo y absorto en su trabajo, como él siempre había querido vivir. Estaba en cuclillas, inclinado al filo de la alberca, bajo la sombra del granado, con el sombrero de paja que me ocultaba su rostro y la blusa negra y abrochada hasta el cuello que había vestido siempre. Vi sus grandes manos enrojecidas sacudiendo briosamente en el agua un haz de cebollas para limpiarles el barro de las raíces, y cuando se incorporó para poner el haz en una canasta de mimbre vi al fin su cara con la colilla del cigarro pegada a un lado de la boca. Desde la cima de la vereda la huerta descendía en una ladera de terrazas minuciosamente cultivadas, con ángulos tan precisos como los de una hoja de papel, limitados por las acequias y las higueras y granados en cuyos troncos tantas veces había hendido yo mi nombre con una navaja. Bajé la vereda y me detuve a la mitad para volver a llamarlo. Se levantó despacio, limpiándose las manos húmedas y rojas en el faldón de la blusa, y apagó cuidadosamente la colilla antes de besarme dos veces, como siempre había hecho, pero ahora era mucho menos alto que yo y tuvo que erguirse para alcanzar mi cara. «Anda que me has escrito una mala letra, malnacido.» Ante él siempre me paralizaba un antiguo pudor que no era del todo ajeno al miedo que le había tenido en otro tiempo, cuando era un hombre temible y grande como un árbol y me decía que iba a volverme idiota de tanto leer libros. «Es la guerra, padre», me disculpé, sin que él me atendiera, «que no me deja tiempo ni para escribirle». «¿La guerra?» dijo mirando en torno suyo, como si al no advertir sus señales en la tranquila tierra cultivada y en las acequias pensara que yo estaba mintiéndole. «¿Qué tienes tú que ver con la guerra?» Quise afirmar, y aun acusarle, quise decir algo con el preciso fervor, pero en mi propia voz, cuando le hablaba, reconocí el mismo tono vacuo de exageración o mentira que tenían entonces los comunicados oficiales. «Usted aquí no se entera o no quiere enterarse, pero les estamos dando un escarmiento a los fascistas» concluí. Recuerdo que se sentó, encogiendo los hombros, en el poyo de piedra que había bajo el granado, y que hurgó en la blusa buscando su colilla apagada, mirándome como si comprobara que al cabo de veinte años se había cumplido aquella sospecha suya de que los libros iban a volverme idiota. «Eso nos decían cuando nos mandaron a Cuba. Que íbamos a darles un escarmiento a los insurrectos. Y ya ves, un poco más y tú no naces.»
Vivía solo, en la huerta que él mismo había roturado, en la casa que levantó únicamente con sus manos antes de que yo naciera: un cobertizo con pesebres, una cuadra pequeña para los cerdos, una sola habitación donde estaba el fuego, la cama, los sacos de simientes y los aperos, los platos de barro donde cocinaba su comida exactamente con el mismo placer que hallaba en todos los oficios de la soledad, porque ahora, cuando está muerto, sé que era un hombre dominado por una fiera voluntad de estar solo, y que si se marchó de Mágina el 19 de julio de 1936 no fue porque tuviera miedo de la guerra, sino porque la guerra le ofreció el pretexto que siempre había deseado para abandonar la ciudad y huir el trato tedioso con los otros hombres. En la tarde de aquel 19 de julio salió a la calle y vio a un hombre que cruzaba corriendo la plaza de San Lorenzo y se apostaba en una de sus esquinas. El hombre, un desconocido, tenía la camisa empapada en sudor y miró a mi padre con la boca abierta, diciéndole algo que él no pudo entender, porque en seguida sonó un disparo en la plaza vacía y el desconocido, empujado contra la pared como por un golpe de viento, rebotó en ella sujetándose el vientre y cayó muerto sobre el empedrado.
A la mañana siguiente, sin hablar con nadie, mi padre cargó en la mula un colchón, una cama de hierro desarmada y el tomo segundo de Rosa María o la Flor de los Amores, un folletín en tres volúmenes de infinitas páginas y lóbregas litografías que había heredado de su padre y que muy probablemente no terminó de leer nunca. De niño yo me había internado en aquellos volúmenes con la exaltación y el horror de quien atraviesa de noche un bosque deshabitado, y muchos años después, cuando volví a Mágina para asistir al entierro de mi madre, descubrí que hacia la mitad del segundo tomo de Rosa María o la Flor de los Amores mi padre guardaba, cuidadosamente recortados y doblados, algunos de los artículos que por entonces yo había empezado a publicar en los periódicos de Madrid. Nunca le dije que los había visto: nunca él accedió a revelarme, siquiera indirectamente, que los leía y guardaba con un orgullo más fuerte que su voluntad de renegar de mí, que había huido de Mágina y del porvenir que él mismo me asignó aun antes de que yo naciera, cuando cavó un pozo en la roca viva y allanó una ladera de tierra estéril y levantó la casa que yo no quise compartir ni heredar y donde al fin pasó inflexiblemente solo los tres últimos años de su vida, lejos de una ciudad y de una guerra que no le importaban, del mismo modo que nunca le importó Alfonso XIII ni Primo de Rivera ni aquella vaga República que había cambiado las banderas de los edificios públicos y los nombres de algunas calles de Mágina. Porque yo le hablaba de ella y la defendía, debió pensar que la República pertenecía, como Madrid y la literatura, al mismo género de espejismos que me habían envenenado la imaginación desde que iba a la escuela e irremediablemente me volvían un extraño a sus ojos sin que él pudiera hacer nada por recobrarme.
Viejo y menudo bajo la blusa negra, pero dotado aún de una fuerza física que permanecía intacta porque era un atributo de su coraje moral, se cargó al hombro la canasta de cebollas y la subió a la casa sin permitir que yo le ayudara. Apilados bajo el cobertizo había canastas y sacos de hortaliza húmeda que me mostró con orgullo. «Fíjate lo que me importa a mí esa guerra. Cuando vi cómo mataban casi a nuestra misma puerta a aquel hombre me dije: "Justo, se han terminado de volver locos, y eso no es asunto tuyo." Así que cargué cuatro cosas en la mula, cerré con doble llave la casa y me vine a la huerta. No he vuelto a poner los pies en Mágina desde aquel día. La gente viene aquí y me compra la hortaliza, o me la cambia por lo que a mí me hace falta, que no es casi nada porque hasta el pan me lo hago yo. Y tú, ¿de qué vives?» «Tengo un empleo en el Ministerio de Propaganda.» Me miró en silencio moviendo la cabeza con un aire de desengaño que yo ya conocía: él, que nunca pidió nada ni obedeció a nadie, que nunca quiso trabajar sino para sí mismo ni tener nada que no hubiera ganado con sus propias manos. «Mira que comer del Gobierno… Vergüenza debiera darte, Jacinto.» Pero yo ya no podía explicar nada y ni siquiera defenderme, y no porque supiera que él no me iba a entender, sino porque yo mismo, en aquel lugar y en aquel instante, no era capaz de concebir una razón que me justificara. Las palabras usuales, las palabras todavía sagradas, la pura sensación de alegría y de furia que aún nos arrebataba en la primavera de 1937, eran aquella tarde cosas tan improbables y lejanas como la misma guerra en la conciencia de mi padre: un hombre desconocido y muerto en la claridad candente de la siesta de julio, un ruido de sirenas a medianoche que se confundían a veces con el pitido de los trenes que cruzaban el valle, una escuadrilla de aviones que volaban más alto que todos los pájaros y relumbraban al sol antes de perderse al otro lado de la sierra. Lo había sentido desde que crucé la puerta de la muralla y reconocí, junto a ella, el pilar donde cuando era un niño llevaba a la yegua blanca para lanzarla luego al galope por el camino de la huerta. Venía de casa de Manuel y tenía fijos en la memoria los ojos de Mariana, pero en cuanto dejé atrás la muralla y pisé el polvo delgadísimo de las veredas fue como si me despojara de mi figura presente para convertirme, a medida que descendía hacia el encuentro con mi padre, en la sombra de lo que yo había sido cuando aquellos caminos y el valle y la sierra azul eran el único paisaje de mi vida. Pensé que el tiempo no es sucesivo, sino inmóvil, que las regiones y los límites de su geografía se pueden dibujar con la precisión que tiene el mundo en los mapas escolares. Como las acuarelas de Orlando, la huerta de mi padre era una región indemne del tiempo, y yo no podía regresar a ella, igual que uno no puede cruzar un espejo o unirse a las figuras de un cuadro: podía, únicamente, si bien en ello no intervenía mi voluntad, aceptar el olvido, la transfiguración, el miedo y la imposible ternura que había sentido durante tantos años frente a mi padre, la parte de culpa que me correspondía por su desengaño o su vejez.
También entonces, como ahora, cuando tan inútilmente escribo para revivirlo, era imposible la gratitud. En la tibia tarde de mayo se prolongaba sobre nosotros la sombra de los terraplenes y de la muralla sur de Mágina, y el aire tenía el olor húmedo de las hojas de los granados, la transparencia fría del agua por las acequias. Ante mis ojos las terrazas de la huerta descendían hacia el valle como las estancias de un jardín sucesivo. Él estaba barriendo la tierra apisonada del cobertizo, y se detuvo al llegar a mi lado, mirando a donde yo miraba, como si hubiera adivinado la tentación que tan súbitamente me poseía, no como un deseo o un propósito, sino con la imperiosa certeza de un dolor que nos vuelve a herir cuando ya lo habíamos olvidado: «Que el mundo termine aquí, que no haya nada al otro lado de la sierra, sólo aquel mar de naufragios y acantilados oscuros que yo imaginaba entonces, porque lo había visto en un grabado de Rosa María.» Pero tal vez estoy queriendo corregir el pasado: es ahora, diez años después, encerrado como un fugitivo en esta habitación de ventanas circulares, cuando siento la ciega, la inútil tentación de arrancarme la conciencia como Edipo se arrancó los ojos para que no quede en mí sino la memoria de aquel jardín y de mi padre: alto, abotinado, asfixiado por el cuello duro y los botines que crujían de un modo extraño cuando caminaba por el corredor de la escuela, porque sólo se los ponía para asistir a los entierros, alto y de pronto cobarde cuando llamó a la puerta y pidió permiso sin atreverse a entrar antes de que el director se levantara para recibirlo. Yo acababa de cumplir once años, y una noche, después de echar el último pienso a los animales y atrancar la puerta de la calle, él se sentó frente a mí y apartó el libro que yo estaba leyendo para mirarme a los ojos. «Mañana voy a sacarte de la escuela. Bastante tienes con lo que sabes ya.» Detrás de mí, junto al fuego, mi madre cosía algo o simplemente lo miraba a él, no impasible, sino vencida de antemano, y aunque yo hubiera querido decirle algo o pedirle ayuda habría sido imposible, porque el llanto me detenía la voz y todo era muy lejano tras la niebla de las lágrimas. «No llores, que ya no eres un chiquillo. Los hombres no lloran.» Él recogió el candil de la repisa de la chimenea y le hizo una señal a mi madre. Me dejaron solo, alumbrado por las ascuas rojas de la lumbre, los ojos fijos en el libro y en las palabras que se deshacían como si estuvieran escritas sobre el agua. Al día siguiente, antes del amanecer, aparejé a la yegua blanca y la llevé a beber al pilar de la muralla. Amanecía cuando yo cabalgaba despacio por el camino de la huerta. Pensé no detenerme: seguiría hasta el fin el mismo camino blanco, más allá de las huertas, de los olivares, del río y de las remotas colinas azules que se ondulaban ante las primeras estribaciones de la sierra. Pero al llegar al álamo seco bajé de la yegua y la dejé atada de la brida, y me senté en el pesebre para esperar la plena luz del día, porque había traído mi cartera con los cuadernos escolares y quería terminar un ejercicio de aritmética, como si eso importara, como si tuviera ante mí un plácido porvenir de patios y pupitres y exámenes en los que siempre, no por amor al estudio sino por una especie de vengativa obstinación, conseguía la nota más alta. Esa mañana, sentado en el pupitre que compartía con Manuel, lo dejé copiar los ejercicios de mi cuaderno sin decirle una sola palabra, y no jugué con él ni con nadie cuando salimos al recreo. Con sus mandiles azules y sus cuellos blancos, los otros corrían gritando tras un balón o trepaban por las rejas del patio, pero yo no era como ellos. Yo miraba el gran reloj en la fachada de la escuela, parado desde siempre en las diez y cuarto, y esa hora detenida era más temible porque ocultaba el paso verdadero del tiempo, las otras agujas invisibles que aproximaban el momento en que mi padre, después de vender las últimas hortalizas y cerrar su puesto en el mercado, iba a ponerse el cuello duro y el traje y los botines de los entierros para informar al director de que yo, su hijo, Jacinto Solana, no iba a volver a la escuela porque ya era un hombre y él me necesitaba para trabajar en su tierra hasta el fin de mi vida. Pero cuando al fin llegó y entramos juntos en el despacho del director, lo vi infinitamente dócil, extraviado, vulnerable, murmurando «¿da usted su permiso?» con una voz que yo no le había escuchado nunca. Asentía, murmuraba cosas sosteniendo el sombrero con sus dos grandes manos que de pronto se me antojaron inútiles, difícilmente erguido en el filo del sillón donde sólo se había atrevido a sentarse cuando el director se lo indicó, y entonces yo sentí la necesidad de defenderlo o de apretar su mano y caminar junto a él igual que cuando era pequeño y lo acompañaba a vender la leche por las casas de Mágina. «Pero usted no sabe el disparate que está a punto de cometer, amigo mío»: defenderlo del director y de su blanda sonrisa y de sus palabras, que cobraban la misma cualidad hostil de la mesa de roble donde apoyaba las manos y del retrato de Alfonso XIII que había colgado sobre su cabeza. «Debo decirle que su hijo es el mejor alumno que tenemos en la escuela. Le auguro un porvenir magnífico, ya se incline por las ciencias o por las artes, caminos ambos para los que la naturaleza lo dotó de excepcionales cualidades. No, no es preciso que usted me lo diga: la agricultura es una profesión muy digna, y una gran fuente de riqueza para la nación, pero las jóvenes cabezas como la de su hijo están llamadas a profesar un destino, si no más digno, sí de mayor responsabilidad y altura.» Hizo una pausa para recobrar el aliento y se puso resueltamente en pie, posando en mis hombros sus manos blandas y pequeñas, con un gesto en el que al cabo de los años sospecho una vaga intención alegórica. «Su hijo, amigo mío, debe seguir aún bajo la custodia de sus maestros. ¿Quién le dice que no tenemos ante nosotros a un futuro ingeniero, a un médico eminente o, si me apura, a un tribuno de cálida oratoria? Muy grandes hombres salieron de un hogar humilde. Ahí tiene usted a don Santiago Ramón y Cajal.» Cuando al cabo de una hora salimos del despacho del director, caminamos en silencio por un corredor muy largo hasta la puerta de mi clase. Por encima del vago rumor que venía de las aulas alineadas yo escuchaba los pasos de mi padre y el crujido incómodo de sus botines, y recordaba su voz pronunciando al final las palabras que ni siquiera me había atrevido a desear -«Bueno, pues si usted lo dice lo dejaré aquí, con la falta que me hace, a ver si llega a ser algún día un hombre de provecho»-, pero no podía hallar en ellas la transitoria salvación que parecían prometerme, sino una culpa oscura y más cierta que la gratitud: la conciencia de una deuda que tal vez no merecía, que nunca iba a devolver. Antes de marcharse, mi padre se inclinó para darme un beso, sonriéndome de un modo que me hirió porque era la sonrisa de un hombre al que yo ya no conocía. «Anda, vuélvete a la clase, y no te entretengas al salir, que tienes que llevarme el almuerzo a la huerta.» Se volvió para decirme adiós desde la claridad última del pasillo, y cuando entré en el aula y Manuel se hizo a un lado para dejarme sitio en el pupitre me tapé la cara con las manos, para que no supiera que había estado llorando.
Como traída por la sombra inmensa de la muralla, en cuya cima se iban encendiendo las lejanas luces del mirador, había caído sobre la huerta y el valle una noche lentísima, perfumada y azul y honda como el brillo del agua inmóvil en las albercas. Él sacó el candil de la casa y lo colgó de una de las vigas del cobertizo. En las noches así se cocinaba la cena en un fogón al aire libre. Fuera del círculo de aquella luz, que relumbraba ante la casa como las llamas de los rastrojos quemados en las noches de verano, había una oscuridad de océano sin orillas, de cerros negros y árboles como aparecidos o estatuas. Pero él no temía a la oscuridad ni al inhabitable silencio. Limpió el fogón de ceniza, atizó la lumbre, se puso en pie con una agilidad que me desconcertaba para señalarme el lugar donde estaban la sartén y el aceite. En una torre de la ciudad habían sonado las campanadas de las diez. «Tengo que irme ya, padre.» Se quedó quieto, junto al fuego, movió la cabeza con aire de melancolía o fatigado desengaño. «Con todo el tiempo que hace que no vienes a verme y no te quedas ni a cenar. ¿Dónde paras en Mágina?» «En casa de mi amigo Manuel. Se casa pasado mañana. Me ha pedido que lo invite a usted de su parte.» «Pues le das las gracias y le dices que tu padre está malo. Yo no subo a Mágina mientras no terminéis esa guerra.» Al despedirnos me besó sin mirarme, y volvió en seguida a atizar el fuego que se apagaba. Desde el camino de Mágina lo vi absorto, reclinado, solo en el resplandor del fuego como en una isla, enconadamente solo contra la oscuridad y la rendición. Lo imaginé apagando el fuego cuando terminara de cenar, entrando en la casa con el candil en la mano, reconociendo la penumbra y el orden que él había elegido. Colgaría el candil junto a la cabecera de la cama y recostado en ella abriría el volumen segundo de Rosa María o la Flor de los Amores, que era un libro más largo que su paciencia y su propia vida, encontrando acaso los viejos recortes que estaban ya tan amarillos como las páginas de la novela. Pero él nunca dijo a nadie que sabía leer y escribir: le importaba no dejar señales de su presencia en el mundo, y en la escritura, como en las fotografías, sospechaba una trampa que siempre quiso eludir, la celada invisible que tienden las huellas digitales.
En la oscuridad el camino de Mágina brillaba como polvo de luna. Llegué a la puerta de la muralla, caminé solo por los callejones empedrados, hacia la casa de Manuel, pero no era mi voluntad el impulso que me conducía: era el deseo empujándome, la tibia y recobrada desesperación de saber que iban a recibirme los ojos de Mariana.
Tensa y tranquila, en el centro de las fotografías y en el dibujo de Orlando y en la médula de una memoria plural que se hacía única al entrecruzarse en ella como las miradas de los hombres en una muchacha que pasa sola entre las mesas de un café: firme en su desconocida voluntad, en la certeza de la fascinación que ejercía, igual que en la leve caída de su sombrero con un velo que le encubría los ojos y llegaba justo hasta la mitad de su nariz y sus pómulos: a un lado Solana, y al otro Manuel, mutuamente acogidos por ella, que los había tomado del brazo para no perderlos en la multitud que llenaba la Puerta del Sol y se sostenía entre su doble y negada ternura con una gracia tan indiferente como el perfil de una equilibrista que no mira la delgada cuerda ni el pozo ni el vértigo vacío sobre el que avanzan sus pies. «Pero cuando se tomó esa foto Manuel todavía no estaba enamorado de ella», explicó Medina. «O no lo sabía y sólo le faltaban unas horas para descubrirlo.» Con los años dejó de ser un solo rostro y una sola mujer para convertirse en lo que tal vez había sido siempre su destino, no interrumpido, sino culminado con la muerte: un catálogo de miradas y de recuerdos fijados a veces por una fotografía o un dibujo, perfiles de monedas incesantemente perdidas y recobradas y gastadas por la codicia del odio o de la rememoración, monedas de ceniza. Voces: la suya, inimaginable para Minaya, un poco oscura, según las palabras de Solana, las otras voces que aún siguieron nombrándola cuando ya estaba muerta, en soledad, delante de los espejos, diciendo su nombre contra las almohadas del insomnio, repitiendo por ella las tres sílabas en las que siguió cifrándose la calumnia con no menos fervor que el remordimiento o el deseo.
«Nacida de las aguas», dijo Medina jovial, riéndose, como solía, con la boca cerrada, «apareció pisando con sus tacones blancos los adoquines de Madrid, junto a Solana, surgida de las aguas o de aquella muchedumbre, la más grande y más alentadora que había visto Manuel en todos los días de su vida, que celebraba el triunfo del Frente Popular y daba gritos exigiendo amnistía y nuevo gobierno en la misma plaza donde habían recibido la proclamación de la República. Usted habrá leído libros, supongo, habrá visto fotografías, pero no puede saber lo que ocurría entonces. El domingo, el día de las elecciones, yo había estado con Manuel, aquí, en Mágina, y cuando nos dimos cuenta de que íbamos a ganar él tuvo un acceso de audacia y me dijo: "Esta misma noche me voy a Madrid." Eso fue el dieciséis de febrero, y un mes después Manuel iba a casarse con su novia de toda la vida, la señorita de López Cabana, a quien yo llamaba de López Carabaña porque era tan excitante como una botella de agua mineral. Ya estaba expuesto el ajuar en casa de la novia, como se hacía entonces, y Manuel recibía casi todas las noches la visita del sastre que estaba haciéndolé el chaqué. Por eso le he hablado de audacia: en vez de ir a casa de la señorita López Carabaña, que aquella tarde, después de votar virtuosamente por Gil Robles, me figuro, estaría rezando con su madre y sus infinitas hermanas Carabañas un rosario por la victoria de la CEDA, Manuel me tomó del brazo, no fuera a dejarlo solo, y me llevó con él a presencia de doña Elvira, a quien comunicó con toda la solemnidad que le permitía el vino, porque habíamos estado bebiendo en las peores tabernas de Mágina, que se iba urgentemente a Madrid para resolver no sé qué negocio de la familia. Su madre no dijo nada, pero se me quedó mirando como si yo fuera el responsable de esa calaverada de Manuel. Supongo que temía algo, pero ni ella ni nadie, ni tampoco yo, podía imaginarse lo que iba a ocurrir cinco días después, cuando Manuel volvió de Madrid con cierta foto en el bolsillo y fue a casa de la señorita López Carabaña para decirle a la pobre mártir y a su madre y hermanas, más Carabañas que nunca, que daba por cancelado su compromiso matrimonial, provocando un duelo de lágrimas de Carabaña que duró hasta 1941, cuando la señorita en cuestión se comprometió de nuevo con un ex capitán de Regulares que ahora dirige la fábrica de aceite de la familia».
Vino primero la fotografía, cuenta Medina, la vaga instantánea tomada en la Carrera de San Jerónimo por un fotógrafo ambulante que sorprendió la carcajada de Mariana y el paso de sus tacones blancos, pero también, como un testigo, el gesto ausente de Jacinto Solana, el modo en que Manuel volvía muy ligeramente la cabeza para mirarla sin que ella lo advirtiera, sus dos manos que se posaban en el brazo de cada uno con esa clase de equidad que no siempre puede distinguirse de la indiferencia. Manuel abrió su cartera de piel y le mostró a Medina la fotografía como un valioso documento secreto. «Se llama Mariana. Trabaja de modelo en la Escuela de Bellas Artes. Jacinto la conoció hace tres años, en el estudio de Orlando.» Medina examinó la fotografía y luego miró atentamente a Manuel, como si quisiera comprobar un parecido dudoso. «Pero es que era otro», recuerda, con exageración teatral, pasándose la mano por su propia cara, «y yo no hubiera podido decir en qué había cambiado, pero tenía la misma expresión que debió tener San Pablo al día siguiente de caerse del caballo. El amor, me figuro, esa cosa que hubiera debido deslumbrarlo cuando tenía dieciséis años, para dejarlo inmune, pero no a los treinta y dos, porque entonces ya no había modo de defenderlo o de evitar que anduviera llevando aquella fotografía en el bolsillo como un rizo del pelo de una dama medieval». Delicadamente Manuel volvió a guardar la fotografía en su cartera e interrogó a Medina. «Insuficiente, Manuel. Me refiero a la foto. Pero lo son siempre las pruebas de los milagros ¿no?» Manuel recibió como un agravio la ironía de Medina, pero no por eso dejó de hablar de Mariana: sus grandes ojos ovalados, su risa, su pelo ondulado y castaño, que ella se peinaba, precisó, con la raya a la izquierda, su manera de mirar y de hablarle como si se hubieran conocido siempre: su nombre, que él repetía aun cuando no era necesario por el sólo placer de pronunciar las tres sílabas que la aludían. «No me explico cómo puede haber en el mundo otras mujeres que se llamen Mariana», dijo una vez a Medina: pues entendía que Mariana no era un nombre que alguien le puso arbitrariamente cuando nació, sino una palabra tan definitiva y exactamente vinculada a ella como la luna a la palabra luna. Vinieron, pues, como emisarios secretos, la fotografía y el nombre, y sólo un año más tarde vino la misma Mariana acompañando como una enfermera silenciosa y atenta a Manuel, que convalecía de la herida que lo dejó al filo de la muerte en el frente de Guadalajara, pero mucho antes de que Mágina y el orgullo de Mágina conocieran al fin a aquella mujer que desde tan lejos y sin poner siquiera el pie en la ciudad los había insultado, en las casas cerradas, en los salones donde tan cautelosamente se sintonizaban de noche las emisoras del otro bando para escuchar la voz de Queipo de Llano y los himnos que aún tardarían tres años en sonar públicamente por las calles conquistadas de Mágina, voces asiduas repetían su nombre y el de Manuel y enumeraban los pormenores de la insolencia, de la indudable locura, con el mismo rencor que usaban para contarse la mala nueva de otra iglesia incendiada o de otra ejecución en las tapias del cementerio. Muy pronto ignoraron su nombre para llamarla únicamente la miliciana o la roja: contaron que bailaba desnuda en un café cantante de Madrid, y luego, cuando empezó la guerra, hubo un pariente de las señoritas López Cabana que aseguró haberla visto desfilar con mosquetón, canana, mono azul y gorro terciado de miliciano por la calle de Alcalá, en compañía de Manuel y de Jacinto Solana. Pero la parte de la historia que preferían contar, tal vez porque fue la primera que conocieron, o porque encontraban en ella una cierta cualidad escénica, era el momento en que Manuel se presentó en casa de la señorita López Cabana, alevosamente dotado de un ramo de violetas, y, luego de pedir a la madre y a las hermanas que lo dejaran solo con su prometida, en el -este añadido escénico era, por supuesto, falso, pero tenía una virtud de símbolo que nadie quiso desdeñar-, se sentó junto a ella, le ofreció las violetas con la impecable sonrisa de un impostor y le dijo en voz baja, mirando acaso sus propias manos que sostenían el sombrero entre las rodillas: «María Teresa, lo nuestro tiene que terminar, y va a terminar ahora mismo.»
Esa escena, intacta, y esas mismas palabras, con su blanda crudeza no nacida de la realidad, sino de ciertas comedias mundanas de Benavente, alcanzó Minaya a oírlas en su primera adolescencia: ahora, mientras escuchaba la narración de Medina, entendió tal vez que no eran una calumnia, que la mentira y los pormenores agregados eran los atributos irónicos de la verdad. «Pero a Manuel no le importaba nada», dijo Medina. «Al principio ni se le ocurrió pensar en la posibilidad de que Mariana lo quisiera. Yo creo que su sola existencia le bastaba para ser feliz. Era una diosa, ya sabes, y las diosas no se enamoran de uno. Le sonríen, si acaso, desde su pedestal, le permiten que mire su fotografía como si fuera una estatua, le rozan distraídamente una mano en el café, le ofrecen un cigarrillo manchado de lápiz de labios. La vieja escuela, amigo mío. No sé por qué me da la impresión de que usted también pertenece a ella. Así que Manuel, cuando abandonó a la inconsolable señorita López Carabaña, cosa de la que yo me alegré infinitamente, no lo hizo porque estuviera dispuesto a casarse con Mariana: uno no pide en matrimonio a Afrodita cuando la ve salir de las aguas, preferiblemente desnuda, como en las postales sicalípticas de mi juventud. Sólo que un día, a principios de julio, y sin que él supiera cómo pudo atreverse, Manuel la tomó de la mano en una alameda del Retiro donde no había nadie y le dijo de un golpe todo lo que no lo había dejado vivir ni dormir en los últimos meses, y ella, en lugar de reírse, se le quedó mirando como si no entendiera del todo lo que le decía, y le contestó que sí, que ella también, desde aquel día de febrero en que Solana los presentó. Y ya el único problema que les quedaba no era cómo decírselo a doña Elvira, sino a Jacinto Solana, con quien estaban citados una hora después, porque ambos sabían, y hubieran preferido morir antes de confesárselo el uno al otro, que Solana llevaba tres años enamorado de ella.»
Medina lo vio venir, pálido y todavía de uniforme, recién salido del hospital militar donde Mariana lo había acompañado durante los últimos meses, durante las noches de agonía y fiebre en las que tantas veces un dolor agravado por las pesadillas lo había hecho sentirse sumergido en la muerte, sin otro asidero con la lucidez y la vida que la mano que sostenía la suya y le enjugaba la frente y le acariciaba en sueños el rostro sin afeitar. La cara de Mariana se desvanecía en esfinges de animales, en caras de médicos que se inclinaban sobre él desde una altura infinita, en sombras sin cuerpos que las contuvieran, en una tranquila luz semejante a la de los amaneceres que poco a poco volvía a cobrar la forma y los rasgos de Mariana. Una vez, no podía recordar cuándo, porque en el hospital la medida del tiempo se deshacía y alargaba como los rostros de las pesadillas, despertó y Mariana no estaba sola junto a él, pero no era un médico quien la acompañaba. Alzándose ciegamente desde la oscuridad y el légamo de sábanas empapadas en sudor frío para no perder una delgadísima posibilidad de conciencia reconoció una voz que le decía algo, su olvidado nombre tal vez, un rostro afilado y el brillo de los cristales de unas gafas, y antes de desvanecerse de nuevo pudo saber quién era y decir «Solana», regresando en seguida a un asfixiado sueño en el que seguía oyendo su voz, las voces, como si ya estuviera muerto y ellos conversaran junto a su ataúd. Pero el día en que despertó por fin, libre del cieno de los sueños, Mariana estaba sola junto a la cabecera de la cama, con una blusa blanca y una cinta azul prendida en el pelo castaño, sonriéndole vencida por la felicidad. Así la vio Medina, en Mágina, una semana después, sentada junto a Manuel ante el velador del jardín, y en seguida pensó que no era la clase de mujer que él había imaginado mirando la fotografía, y menos aún la que Mágina había calculado y temido. «Tú eres Medina, ¿verdad?», le dijo, al levantarse, estrechándole la mano con un gesto absolutamente masculino, con la inmediata simpatía de ciertas mujeres hacia los amigos del hombre que aman. «Manuel y Solana me han hablado mucho de ti.» La piel clara, translúcida en las sienes, los ojos verdes o grises, la breve barbilla y la nariz como de pájaro atento que tan delicadamente supo dibujar Orlando. Era una mañana de abril muy cálida, y Mariana llevaba desabrochados los botones de la blusa blanca hasta el inicio de los senos.
«Así que esa era Mariana», dijo Medina, moviendo la cabeza como si aún le durara el asombro de aquella mañana remota. «Si usted la viera no la reconocería, porque no se parecía en nada a la foto de Madrid, ni siquiera a la que le tomaron el día de su boda. Sólo el dibujo de Orlando es aproximadamente fiel a la realidad. Pero es que los muertos dejan de parecerse en seguida a sus fotografías. Calculo que entonces Mariana debería tener veintisiete o veintiocho años, pero no los aparentaba en absoluto: su cuerpo se parecía un poco al de esa muchacha, Inés, pero no tenía el andar tan grave, ni esa reserva que se nota en los ojos de Inés cuando uno la mira. La mirada de Mariana era de una transparencia absoluta, cosa que a mí me inquietaba siempre, por algún motivo que nunca llegué a alcanzar. Era como si sus ojos pidieran algo, como si estuvieran vacíos, como si uno. con sólo mirarla, la viera desnuda. Al verla aquel día pensé que se parecía un poco a Hedi Lamarr. Por entonces a mí me gustaban las mujeres como Jean Harlow.»
Fue allí, en el jardín, a principios de mayo, cuando decidieron escribirle a Solana, y Medina supo que habían roto muchos borradores sobre el velador de hierro pintado de blanco antes de encontrar las palabras precisas, las cautas y fervorosas y cobardes palabras de invitación escritas con la caligrafía inglesa de Manuel que Solana leyó en su casa de Madrid jurándose que no habría tregua, que no accedería nunca a sonreír y a aceptar y a ser testigo de la culminación de su fracaso, rompiendo luego la carta con minuciosa rabia no hacia Manuel ni Mariana, sino hacia sí mismo, prometiendo a la pared vacía, a los trozos de papel que aún sostenía en las manos, que el veinte de mayo de mil novecientos treinta y siete no estaría en Mágina.
Abro los ojos pero todavía no puedo ver nada ni recordar nada. Boca abajo, la cara contra la sábana, las manos tensamente asidas a los barrotes de la cabecera, palpo el hierro frío y reconozco sus molduras como si reconociera y tocara los límites de ese cuerpo que lentamente va siendo el mío. En la primera oscuridad que han encontrado mis ojos se van precisando zonas de luz amortiguada, la mancha clara de las cortinas, la forma de la puerta, la ventana, circular como un ojo que me hubiera estado espiando mientras dormía, fijo en mí y en la plaza que el rumor del agua cayendo sobre el brocal de la fuente me trae ahora a la memoria, y la agrega al mundo. Parece como si al despertarme yo hubiera echado a andar de pronto el reloj que hay sobre la mesa de noche: verde pálido en la penumbra, esfera y agujas fosforescentes que señalan una hora vagamente suspensa entre las cuatro y las cinco de la madrugada. Rozo la pared con los dedos, tras los barrotes de la cabecera, en busca del interruptor de la luz, pero es inútil, porque la cortaron a las once. En la mesa de noche, junto al despertador, dejo siempre la palmatoria, el tabaco, una caja de cerillas, el papel y la pluma. A veces me despierto urgido por una intuición que en sueños me pareció memorable y que se deshace en nada cuando quiero escribirla. Sueño que escribo una página definitiva y perfecta, que no hay o no encuentro suficiente papel para recibir todas las palabras que siguen fluyendo y se derraman y pierden y desvanecen en el aire mientras yo busco una sola hoja en blanco, un papel, una superficie lisa donde pueda inscribirlas para salvarlas del sueño. Escribo y la tinta se deshace en grandes manchas azules, en papeles súbitamente líquidos, trazo signos con una navaja sobre la piedra húmeda de una pared que es la de cualquiera de las celdas donde me he despertado durante ocho años y la punta de acero se quiebra sin poder herir esa dura materia. Quiero escribir pero he olvidado cómo hacerlo y estoy solo ante el pupitre donde me sentaba en la escuela. Sueño el insomnio, el miedo, el papel en blanco. Enciendo a tientas la palmatoria: un punto de luz que asciende, cuando parecía extinguido, una lengua amarilla y picuda que alumbra el reloj, la mesa de noche, mis propias manos que lían un cigarrillo, porque ya sé que no volveré a dormirme. Llevo la palmatoria a la mesa, dispongo en torno mío el tintero, la pluma, el papel de fumar, las hojas blancas y apiladas, el cenicero. Trazo una larga línea sobre el papel no manchado y la miro como si fuera la escritura de un idioma que ignoro.
«Por qué no escribes un libro de verdad», decía él, «una novela como Rosa María, para que yo pueda leerla». Un solo libro que tuviera la misteriosa apariencia que habían poseído todos los libros en mi infancia: un objeto denso y necesario, un volumen grávido por la geometría de las palabras y la materia del papel, con duros ángulos y tapas gastadas por el largo trato con la imaginación y las manos. Tal vez ahora no estoy escribiendo para mí ni para salvar una memoria proscrita: oscuramente me conduce el deseo de tramar y hacer un libro igual que un alfarero modela una jarra de arcilla: para que lo toquen sus manos de muerto y lo lean y revivan sus ojos cegados por el miedo final y el estupor de un destino que no le pertenecía. Me dicen, dice Manuel, que nadie sabe por qué lo mataron, pero eso es un modo piadoso o cobarde de no decir que lo mataron porque era mi padre. Probablemente temían que yo hubiera logrado escapar: acaso calcularon que no bastaba una sola muerte para agotar mi castigo o mi culpa. Sé, me han dicho, que el segundo o el tercer día de abril de 1939 lo vieron llegar a la plaza de San Lorenzo exactamente igual que se había marchado tres años atrás. Ató la brida del mulo a la reja de la ventana, abrió la puerta con su gran llave de hierro, descargó el colchón y la cama desarmada y preguntó a un vecino quién había ganado la guerra, moviendo pensativamente la cabeza cuando se lo dijeron. Durante varios días no salió de la casa. Escuchaba la radio hasta muy entrada la noche, vigilaba la plaza tras los postigos de un balcón, y cuando alguien llamaba a la puerta se apresuraba a abrir, contra su antigua costumbre.
Al cuarto día llegó a la plaza una camioneta pintada de negro y se detuvo bajo los álamos, enfilando a la casa. Con estrépito de puertezuelas violentamente cerradas y botas militares bajaron cinco hombres uniformados de camisa azul y boina roja. Dentro de la camioneta, junto al conductor, quedó un hombre de paisano que hacia a los otros señales afirmativas indicándoles la puerta todavía cerrada. Cuando abrió para mirar quién llamaba le hincaron el cañón de una pistola en el pecho, obligándolo a retroceder hacia el interior del portal, gritándole que no bajara las manos de la nuca. «¿Eres tú Justo Solana?» dijo uno de ellos, el que le había apuntado por primera vez. Golpeándolo con las culatas de las pistolas lo empujaron hacia la calle, hasta que estuvo cerca de la ventanilla por donde lo miraba el hombre de paisano. Estuvo un rato así, inmóvil, cercado por las pistolas, con las manos unidas bajo la nuca, y al final el hombre de paisano, que había bajado el cristal de la ventanilla para mirarlo mejor, dijo: «Éste es. Lo he reconocido en seguida», y los otros, como si obedecieran una orden, lo hicieron subir a culatazos en la camioneta y luego saltaron a ella apuntando todavía hacia las ventanas cerradas de la plaza, que sólo volvieron a abrirse muy levemente cuando el ruido del motor se había perdido por los callejones.
He visto el lugar a donde lo llevaron. Un convento, ahora abandonado, que durante la guerra fue almacén y cuartel para las milicias anarquistas, en una de esas plazuelas sin árboles que uno encuentra a veces inopinadamente al final de una calle de Mágina. En 1939 blanquearon la fachada del convento para tachar los grandes rótulos pintados en rojo que la cubrían, pero los años y la lluvia han desleído tenuemente la cal y ahora pueden adivinarse de nuevo las iniciales, las palabras condenadas. F.A.I., debió leer en la fachada cuando lo hicieron bajar de la furgoneta. Loor a Durruti, pero sin duda ignoraba quién era Durruti y qué significaban las iniciales furiosamente escritas con brochazos rojos. Eran únicamente una parte de la guerra que al final lo había atrapado, tan indescifrables como la guerra misma y los rostros de los hombres que lo empujaron y el motivo que usaron para detenerlo. Los sótanos, la capilla, las celdas de los frailes, estaban llenos de presos, y habían tendido una alambrada espinosa entre las columnas del patio para alojar allí a los que ya no cabían en las celdas. Desde la calle se veía una niebla de rostros oscuros adheridos a las rejas de las ventanas, de ojos y manos asidas a los barrotes o surgiendo desde la penumbra como animales extraños o ramas de árboles que inútilmente se alargaran para alcanzar la luz. Había también, supongo, en los corredores altos, donde apenas llegaba el ruido de los tacones y las órdenes y los motores de los camiones cargados de presos que se detenían en la plaza, un atareado rumor de papeles y máquinas de escribir, ventiladores, tal vez, listas de nombres interminablemente repetidas en papel carbón y comprobadas por alguien que iba deslizando un lápiz por el margen y se interrumpía de vez en cuando para corregir un nombre o trazar a su lado una breve señal.
Sé que todos los días, a la caída de la tarde, llegaba a la puerta del convento una hilera de burros cargados con hojas de coliflor. Volcaban los serones en el zaguán, y una cuadrilla de presos vigilados por guardianes marroquíes recogía el forraje a grandes brazadas y lo arrojaba a los otros sobre la alambrada del patio. Las grandes hojas de un verde entre azulado y gris se derramaban entre las manos tendidas de los presos, que peleaban para conseguirlas y las desgarraban y mordían luego ávidamente sus nervaduras chupando su jugo pegajoso y amargo. Él no comió. Él no quiso humillarse entre los grupos de hombres que se disputaban una hoja de forraje de vacas y avanzaban a gatas buscando entre los pies de los otros un resto inadvertido o pisado. Después de comer esas hojas que crujían como papel de estraza y dejaban un sucio rastro verde y húmedo alrededor de la boca, algunos presos, tal vez los que más fieramente habían peleado para conseguirlas, se retorcían sobre las losas y vomitaban apretándose el vientre y amanecían muertos e hinchados en medio del patio o en el rincón de una celda. Silencioso y solo, él miraba los rostros desconocidos y las cosas extrañas que sucedían a su alrededor y pensaba que eso, al fin, era la guerra, la misma crueldad y desorden que había conocido cuando en su juventud lo llevaron a Cuba. De vez en cuando, a medianoche, escuchaba los retemblidos de un camión parándose junto a la puerta del convento. Entonces el silencio se imponía de golpe sobre el murmullo de los cuerpos amontonados en la oscuridad, y todas las pupilas quedaban fijas en el aire, nunca en los rostros de los otros, porque mirar a otro hombre era tener ante sí la prefiguración de la llamada y la muerte. Al ruido del camión sucedía el de los cerrojos y el redoble de las botas por los corredores. Entre dos columnas del patio, en el umbral de una celda, se detenía un grupo de figuras uniformadas, y una de ellas, alumbrando con una linterna la lista mecanografiada que sostenía en la otra mano, iba leyendo lentamente los nombres, equivocándose a veces al pronunciar un apellido difícil.
Una noche pronunciaron el suyo. Tenía los huesos entumecidos de humedad y un ingrato sabor como de ceniza en la boca. Dos guardias lo alzaron del suelo y le ataron las manos a la espalda con un alambre. Pensó en mí, de quien nada sabía desde dos años atrás, en su casa cerrada, en su tierra sola bajo la noche. Lo hicieron subir a la caja del camión y lo maniataron contra el espaldar de una silla, al lado de un hombre de cabeza derribada que se estremecía en sus ataduras con un llanto sordo y continuo. Habían clavado una doble fila de sillas de anea sobre las tablas del camión, y los hombres atados a los espaldares permanecían alineados y rígidos, como si asistieran a su propio velatorio, oscilando gravemente en las curvas de los callejones y rebotando convulsos cuando el camión dejó atrás las últimas esquinas alumbradas y se internó por un camino de tierra en los baldíos del norte de la ciudad. Sintió el ilimitado olor del aire y de los descampados en la noche que los faros hendían buscando el camino del cementerio. El camión avanzó al fin entre cipreses oscuros, y al llegar ante la verja de hierro giró a la izquierda continuando por una estrecha vereda a lo largo de las tapias bajas y encaladas. Alguien gritó al conductor que se detuviera, y el camión retrocedió hasta situarse frente a un tramo de la tapia donde la cal estaba picoteada de disparos. Dos soldados iban desatando las cuerdas que los sujetaban a las sillas y empujándolos luego para que saltaran del camión. Los alinearon ante la tapia, deslumbrados por los faros amarillos que alargaban sus sombras sobre la tierra removida y manchada. Mucho antes de que sonaran los cerrojos de los fusiles y la detonación única que no llegó a escuchar, él ya había dejado de tener miedo, porque se sabía al otro lado de la muerte: la muerte era esa luz amarilla que lo cegaba, era la sombra que se iniciaba tras ella y cobraba la forma de los olivos cercanos y de los hombres emboscados o confundidos con ellos que levantaban sus fusiles y permanecían inmóviles durante un tiempo sin fin, como si no fueran a moverse ni a disparar nunca. No el dolor del vacío ni el vértigo de caer con las manos atadas sobre la tierra o sobre otro cuerpo, sino una súbita sensación de lucidez y abandono y crudo sabor de sangre en la boca cerrada contra la oscuridad.
Enciendo un cigarrillo en la vela y la voy apagando despacio al expulsar el humo. El humo es azul y gris y queda suspendido en el aire como la luz gris en la que emergen la habitación pintada de blanco y la cama deshecha, la plaza azul bajo los tejados y las acacias. Tras las ventanas circulares, como en la cabina de un buque, presencio el amanecer de Mágina, fumando inerte, junto al cristal, como si amaneciera en una ciudad donde yo también estoy muerto.
«Y ahora está tendido en la habitación», pensó Manuel, «con los postigos cerrados, con los ojos cerrados, con las manos unidas sobre la hebilla de ese abrigo absurdo que huele a tren y que no se ha quitado porque tiembla de frío aunque Teresa haya encendido el fuego frente a su cama, las manos unidas, los dedos entrelazados sobre el abrigo y los pulgares chocando rítmicamente entre sí, como si contara el tiempo sin forma ni límites ni destino preciso igual que lo cuentan los latidos del corazón o la gota de agua que cae de noche de un grifo mal cerrado. Me ha oído cuando entré y ha fingido que dormía, o tal vez estaba dormido de verdad y es que su sueño se parece a un fatigado insomnio, vestido, sobre la cama, la maleta sin abrir en medio de la habitación, los zapatos con los cordones desatados manchando de barro el filo de la colcha, y ese olor a manta áspera y a madrugada fría que yo ya había olvidado»: aún antes de que su madre entrara en el comedor, examinándolo todo con una sola mirada en busca de alguna señal que denunciara la llegada del huésped y el enemigo, Manuel sabía que la presencia de Solana en la casa iba a gravitar sobre el previsible silencio en que sucedería la cena, aunque su nombre no fuera pronunciado, pues doña Elvira había sabido siempre usar el silencio como una acusación y un insulto, y el de Solana era uno de los nombres que ella no pronunciaba nunca, obedeciendo a una fiera norma de orgullo que le fue inculcada en su juventud. Cuando apareció al fin en el umbral del comedor, flanqueada por Amalia como por una antigua dama de compañía, Manuel y Utrera se pusieron en pie al mismo tiempo, pero fue Utrera quien se apresuró a apartar la silla destinada a ella en la cabecera de la mesa, sosteniendo el respaldo, mientras doña Elvira se sentaba, con una excesiva inclinación como de camarero de hotel. En aquellos años, dijo luego Medina, Utrera parecía empeñado en mantener un cierto aire de recepcionista de película, solícito siempre y un poco sudamericano, levemente aceitoso, con sus trajes a rayas y el pelo inflexiblemente ondulado por el fijador, con el delgadísimo bigote negro que le exageraba la sonrisa, la línea blanda de la boca.
«Señora», dijo, mientras doña Elvira desplegaba la servilleta y se la ponía en el regazo, mirando sin expresión hacia el otro lado de la mesa, pero también, muy de soslayo, a Manuel, que se sentaba a su izquierda, «no tengo palabras para agradecerle que haya aceptado mi invitación de esta noche. Con su permiso, diré a Amalia que empiece a servir la cena». El ayuntamiento de un pueblo cercano le había encargado una copiosa alegoría de la Victoria, y como le pagaban según el número de figuras, igual que a los pintores del Renacimiento, había decidido invitar a Manuel y a su madre a una cena que él mismo calificó de especial. Después de pedir permiso a Manuel, que se encogió de hombros, Amalia había accedido a servir la cena en la vajilla de plata, y a poner en la mesa dos candelabros de bronce que habitualmente estaban sobre el aparador y eran un testimonio parcial del tiempo en que aún vivía el padre de Manuel y se celebraban en la casa cenas de gala como aquella a la que asistieron Alfonso XIII y el general Primo de Rivera. A la luz de los candelabros, el comedor… y las tres figuras congregadas en torno a la mesa demasiado grande tenían la melancólica apariencia de un simulacro sin fortuna. Como en las cenas de protocolo de su adolescencia, Manuel se miraba obsesivamente los puños de la camisa y las manos que sostenían el tenedor y el cuchillo, alzando a veces la cabeza para asentir a lo que Utrera decía, a su solicitud y sonrisa, lejanas, como los gestos de un actor que se ha quedado solo en el escenario y trata de conmover al público de una sala medio vacía. Notó, de pronto, que Teresa había salido del comedor y tardaba en regresar, y una mirada al perfil de su madre le hizo adivinar que también ella había advertido la ausencia de la muchacha. «Teresa», dijo doña Elvira, interrumpiendo algo que le contaba Utrera. Amalia dio un paso y se acercó a ella, pero miraba a Manuel, como si le pidiera una señal. «Dígame, señora.» Doña Elvira dejó pausadamente el cuchillo y el tenedor sobre el mantel y habló separando apenas los labios. «No te he llamado a ti. ¿Es que no está Teresa?» Amalia aún miraba a Manuel, alisándose nerviosamente con los dedos el filo del delantal blanco. «Vuelve en seguida, señora.» Fue entonces cuando Manuel habló, entendiendo, aceptando la trampa que se le tendía, atreviéndose a mirar los ojos de su madre igual que los había mirado el día en que le dijo que iba a casarse con Mariana, imitando sin darse cuenta su misma fijeza azul, despojada de toda voluntad de explicación o desafío. «Teresa ha ido a subirle la cena a Jacinto Solana.»
También ella había oído la campanilla desde su dormitorio, adivinando en su largo sonido un peligro que no alcanzó a precisar, porque no pudo reconocer la voz del recién llegado, pero en seguida, cuando oyó que se cerraba la puerta de la calle, hizo sonar imperiosamente el timbre para que subiera Amalia, y preguntó y supo, mientras la criada le ayudaba a vestirse, que la antigua amenaza nunca había estado muerta, sólo incubada, durante diez años, dispuesta a regresar en cualquier instante de un porvenir que ella siempre había temido y que ahora se cumplía tan inevitablemente como la llegada del otoño o de la vejez. «Así que no lo mataron en la guerra ni después de la guerra», dijo, «así que lo condenaron a muerte y lo indultaron y ahora ha salido de la cárcel para venir a mi casa». «Le he oído decir que se marchará pronto», dijo Amalia, tras ella, poniéndole el peinador bordado sobre los hombros. «No importa que se quede o que se vaya hoy mismo. Ha venido y mi hijo lo ha visto. El mal ya está hecho.» Pero preguntaba todas las mañanas si se había marchado, sin decir su nombre, aludiendo con un gesto de la cabeza a la parte de la casa donde estaba alojado el extraño, y todos los días, durante la primera semana, recibió la misma respuesta, que no explicaba nada, porque nadie, ni el mismo Manuel, sabía el propósito de Solana. Le dijeron que probablemente estaría enfermo, porque tosía y le temblaban las manos y casi nunca salía de la habitación ni se levantaba de la cama, que cuando Teresa le subía la comida y la dejaba sobre la mesa de noche él hacía como si no la hubiera visto, pero luego, en cuanto la muchacha salía de la habitación, se incorporaba y comía sin quitarse el abrigo ni usar los cubiertos ni la servilleta, interrumpiéndose de golpe si escuchaba un ruido junto a la puerta, como si le diera vergüenza que alguien pudiera descubrir el hambre que había traído. «Aún no ha abierto la maleta», dijo Amalia en la mañana del cuarto día, «ni siquiera ha desatado la cuerda con que la trajo atada, ni la ha movido del sitio donde la dejó cuando vino». La maleta intacta, el abrigo, el armario vacío, incluso la actitud de Manuel, a quien muy pocas veces vieron conversando con Solana, se fueron estableciendo gradualmente como señales de una inmediata partida, de una tregua, al menos, porque al paso de los días la presencia del extraño parecía disolverse sin que ocurriera nada. Doña Elvira no llegó a encontrarse con él en el comedor, como había temido, ni pudo verlo en el patio o en el pasillo de la galería. Pero le bastaba saberlo muy cerca de ella, en la casa, en la misma habitación que había ocupado en 1937, imaginarlo solo, esperando algo, envenenado de un propósito que ella sólo descubriría cuando ya fuera demasiado tarde para atajar su maleficio. «Como entonces», dijo ante Utrera, «como cuando mi hijo se lo traía a merendar procurando, el muy infeliz, que yo no me diera cuenta. Pero en la biblioteca quedaba el olor de las alpargatas de goma». Comían solos, doña Elvira y Utrera, porque Manuel había dejado de asistir al comedor y pasaba el tiempo en el palomar, en las habitaciones altas, ocupado, según supieron por Teresa, en dirigir el trabajo de los albañiles a los que había contratado para que revisaran la techumbre. Eligió la vasta habitación de las ventanas circulares, que había sido durante treinta años almacén de muebles viejos y cuadros religiosos arrumbados contra las paredes y arcones como ataúdes donde se guardaban solemnes trajes de gala y disfraces de carnaval no usados desde el fin de siglo. Los albañiles lo trasladaron todo a un desván, cegaron las madrigueras de los ratones y pintaron de blanco el techo y las paredes de la habitación y los postigos de las dos ventanas que daban a la plaza. Con la ayuda de Teresa, a quien había sugerido que guardara silencio incluso ante su tía Amalia, Manuel limpió el piso de madera hasta devolverle su antiguo tono castaño y dispuso tan meditativamente los nuevos muebles en la habitación que Teresa sospechó que tenía el propósito de trasladarse a ella. Una cama con doble colchón de lana y sábanas limpias y mantas no usadas nunca, frente a las dos ventanas circulares, orientadas al sudeste, para que llegara a ellas la primera luz del día, un escritorio de roble, entre las dos ventanas, con molduras isabelinas recién barnizadas, una reluciente Underwood, una estilográfica inglesa y un tintero y un paquete de hojas en blanco cuidadosamente apiladas en el primer cajón, y en la pared, sobre el escritorio, un paisaje oscurecido y arcádico del siglo xviii en el que se adivinaba un arrabal ocre y una larga góndola cruzando las aguas de la laguna de Venecia. Pero si Manuel iba a confinarse en esa habitación adonde no llegaban las otras voces de la casa no sería únicamente para dormir, pensó Teresa: era como si hubiera decidido prepararlo todo para cortar definitivamente su trato con el mundo, porque tendió una cortina en uno de los extremos y guardó tras ella un infernillo de petróleo y una alacena con platos y cubiertos para una sola persona, embutidos, latas de conserva, botellas de vino que entre los dos subieron más o menos clandestinamente de la bodega y hasta un paquete de velas para alumbrar la habitación cuando a las once de la noche se cortara la luz eléctrica. A la luz de una de ellas, la noche del quinto día desde la llegada de Solana, Manuel y Teresa comprobaron una por una todas las cosas como si revisaran los camarotes y la bodega de un barco que está a punto de emprender su viaje, y Manuel, exhausto, porque no habían cesado de trabajar desde el amanecer, encendió un cigarrillo y se sentó frente a la máquina de escribir, rozando el teclado con la yema del dedo índice, sin atreverse a pulsar las letras agrupadas e iguales, sintiendo sólo su breve tacto metálico como una posibilidad de interminables palabras. Recordó entonces algo que Jacinto Solana le había dicho en una carta muy antigua: las palabras, la literatura, no están en la conciencia de quien escribe, sino en sus dedos y en el papel y en la máquina de escribir, igual que las estatuas de Miguel Ángel en el bloque de mármol donde se revelaban. A la mañana siguiente, cuando Teresa entró con la bandeja del desayuno en el dormitorio de Solana, lo encontró ya en pie, abrochándose frente al espejo el cinturón del abrigo que tal vez tampoco esa noche se había quitado para dormir. «Me ha dicho que se va hoy mismo», se apresuró a decirle a Manuel, cuando volvió a la cocina, y unos minutos más tarde Amalia ya repetía la noticia ante doña Elvira, que no mostró ni una señal de alivio cuando la supo. «Lo he visto en el corredor de la galería», dijo Amalia, «con el sombrero puesto y la maleta en la mano. No lo he oído toser, y ya no está tan pálido como cuando vino». Avanzaba por el corredor igual que había caminado desde que salió de la cárcel, despacio y muy cerca de la pared, como si quisiera abrigarse en ella, fatigado y tenaz, una mano en el bolsillo del abrigo y la otra asiendo la maleta con los crispados nudillos que sobresalían justo al filo de la manga sucia, y no era el olor a cárcel y a tren ni el agobio de los hombros lo que señalaba su porvenir de intemperie y de estaciones sin destino, sino ese gesto lívido de la mano que sostenía la maleta como si fuera un atributo aceptado y necesario de su condición, igual que la sumaria corbata, el cuello oscuro de la camisa, el abrigo de otra época y de otro hombre que tal vez aún estaba en la cárcel. Andaba con la cabeza baja, mirando tras los cristales de la galería la luz ámbar que descendía hacia el patio, pero no llegó a bajar las escaleras, porque Manuel lo estaba esperando y no pareció escucharle cuando él le dijo que se marchaba. «Ven. Quiero mostrarte algo.» «Tengo prisa, Manuel. Me han dicho que pasa un tren para Madrid a las once.» Le quitó la maleta, y lo hizo subir con él a una región de la casa que Solana nunca había visitado: escaleras oscuras, salones vacíos con espejos en las paredes y guirnaldas pálidas pintadas en las esquinas de los techos, hornacinas de vidrio donde brillaban los ojos fijos de santos modelados en cera con bucles de cabello humano. Llegaron al fin a la primera puerta de un corredor cuyo extremo se perdía en la oscuridad, y cuando Manuel la abrió fue como si la luz del día se derramara violentamente sobre ellos. La mesa, entre las dos ventanas, la alta máquina que relucía dorada y negra y metálica en el sol helado de la mañana de enero, las paredes blancas que aún olían tenuemente a pintura, el aire poblado de una fragancia de sábanas limpias y barnices que repetían en la memoria de Solana aquella lejana invitación que conoció como un agravio la primera vez que Manuel lo hizo entrar en la biblioteca de la casa, quedándose en el umbral, exactamente igual que ahora, para permitirle que se internara solo en el deslumbramiento de la delicia. Dio unos pasos, como entonces, sin atreverse a penetrar del todo, permaneció quieto ante la máquina, ante la claridad de las ventanas circulares, tomando la pluma y dejándola luego cuidadosamente, como si temiera dañarla con sus duras manos inhábiles, y acaso fue al ver el paquete de picadura y el papel de fumar cuando advirtió definitivamente que la habitación y la máquina y la cama con su embozo blanco habían sido preparadas para él, porque Manuel sólo fumaba cigarrillos rubios. «Sabes que no puedo aceptar, Manuel. Sabes que no podría pagarte nunca», dijo, mirando todas las cosas ofrecidas e intactas, e hizo un brusco ademán como para salir de allí y renegar de ellas cuando aún era posible no rendirse a su tentación, pero Manuel seguía ante la puerta y le cerraba el paso. «Escribe tu libro aquí. En el primer cajón de la mesa tienes todo el papel que puedas necesitar. Yo me ocupo de que no te moleste nadie.» Dejó la llave sobre la mesa y salió cerrando muy despacio. Oía los pasos de Solana, el silencio, luego los muelles de la cama y otra vez el silencio y los pasos sobre el entarimado, la máquina de escribir, sonando como si el dedo índice golpeara una y otra vez la misma letra elegida al azar y repetida con infatigable saña sobre el papel, sobre el rodillo negro y vacío.
Al oír el silbido todavía lejano Mariana avanzó hasta el filo del andén para mirar la vía desierta que iba a perderse entre los sembrados verdes y los primeros olivares, y el viento ábrego, el que anuncia la lluvia, le estremeció el pelo y la falda y la tela blanca de la blusa, como si estuviera asomada a un muelle junto al mar. «Ya viene», me gritó, señalando la columna casi inmóvil de humo que se inclinaba sobre las copas de los olivos, y luego volvió hacia mí alisándose el pelo y la falda que al levantarse había descubierto durante un instante delicioso sus rodillas, pero la sonrisa que ahora había en sus labios ya no me pertenecía, y su impaciencia por la llegada del tren donde venía Orlando era un agravio muy semejante al desasosiego de los celos. Odié el tren y odié a Orlando, porque venían para decapitar mi soledad con ella, emisarios del tiempo que me la arrebataba y de las horas futuras en que me arrasaría su ausencia. Despojado de la voluntad, de la resignación, del orgullo, yo ya no consistía sino en los dos ojos sedientos que miraban a Mariana y en la conciencia de la tregua última que se concedía envenenadamente a mi imaginación. Se estaba marchando ya, aunque pareciera inmóvil, yo la sentía perderse con la lentitud de las agujas de un reloj, de un tren que inicia su partida en silencio deslizándose hacia las luces rojas de la oscuridad, y la estación vacía, la quietud indolente de la mañana de mayo, fueron de pronto, cuando sonó el segundo silbido y vi la columna de humo que se aproximaba, el paisaje de una isla abolida donde yo me había quedado desertado y solo, mirando el reloj, que señalaba el mediodía, calculando el lugar y el destino de mi próxima huida, sin internarme en el porvenir más allá de tres días, porque tras ese límite no quedaría nada. La tregua, que para mí estaba deshaciéndose como un rostro de humo, duraba interminablemente para Mariana, y esa mutua discordia en la percepción del tiempo me hería como una deslealtad más cierta que su matrimonio con Manuel. «Cuento los días, Jacinto, no puedo vivir en esa casa, con esa mujer que no me mira y me odia sin decirme nada, con ese tipo, el escultor, que me mira siempre al escote y tiene las manos húmedas. Hasta Manuel se me vuelve un desconocido.»
Era al principio, esa mañana, cuando llegamos a la estación, en el Ford que había pertenecido al padre de Manuel, cruzando las calles iluminadas y vacías de la ciudad, la avenida de tilos que terminaba en la explanada alta de banderas donde un mozo de uniforme nos saludó levantando el puño. Había silenciosas mujeres de luto y soldados heridos en los bancos del andén y violentos carteles de guerra en todas las paredes que tenían un aire entre anacrónico y lejano, como si la guerra que exaltaban no tuviera nada que ver con la tranquila estación y la mañana de Mágina. Estábamos solos, Mariana y yo, habíamos estado solos en la casa cuando bajé a desayunar y la encontré esperándome en el comedor, recién bañada y liviana, con el pelo húmedo y la camisa blanca desabrochada hasta muy cerca del inicio de los pechos sueltos y pálidos que yo vislumbraba en su leve penumbra cada vez que ella se inclinaba hacia mí para decirme algo y que me devolvían con súbita claridad y dolor a la tarde de 1933 en que la vi desconocida y desnuda en el estudio de Orlando. Había sido siempre así, pensé, rozarla siempre con mis ojos y mis manos y no cruzar nunca el abismo que divide a los cuerpos cuando están tan cerca que un solo gesto o una sola palabra bastaría para rasgar la telaraña cobarde que anuda el deseo a la desesperación, cuatro años justos que se resolvían en ceniza y en nada, con la fría serenidad visible de lo que ya ha sucedido, igual que se deshacía en el café el azúcar que yo estaba vertiendo en la taza, frente a Mariana, moviéndolo con una cucharilla, impasible, atento, turbiamente absorto en mi desayuno y en su camisa entreabierta. Pero estábamos solos y el silencio de la casa era como un don último que yo nunca me hubiera atrevido a solicitar, y, del mismo modo que en Mágina parecía no existir la guerra, porque no sonaban sirenas nocturnas ni había escombros quemados en medio de las calles, la ausencia de los otros me permitía el privilegio clandestino de imaginar que nadie iba a venir para disputarme a Mariana, limpiamente ofrecida a mis ojos en el comedor vacío. Manuel se había marchado muy temprano al cortijo, usando el tranvía, y no el automóvil, para que Mariana y yo pudiéramos subir a la estación a recoger a Orlando. Cuando me acomodé junto a ella en el asiento de cuero y cerré de un golpe la portezuela al mismo tiempo que Mariana encendía el motor fue como si también a mí me arrebatara su empuje, muy violento al principio, muy duramente contenido por ella cuando doblábamos el primer callejón camino de la plaza del general Orduña, pasando luego como un rumor o un largo golpe de viento contra los cristales cuando enfilamos las anchas calles despobladas del norte y Mariana, que había permanecido inclinada y tensa sobre el volante, se echó hacia atrás y me pidió que le encendiera un cigarrillo. Ilimitadamente ahora me pertenecía, no a mí, que iba a perderla, sino a la ternura de mis ojos que agregaban en el interior cálido del automóvil nuevas imágenes desconocidas a la figura de Mariana. Mariana de perfil contra el cristal de la ventanilla, sus manos deslizadas o firmes en el volante, su pelo castaño levantado y luego caído sobre la frente y el gesto rápido de la mano que lo apartaba y en seguida volvía a posarse en la palanca del freno, su frente y su nariz y su boca y al otro lado las fugaces calles reconocidas de Mágina, el cementerio lejano entre los descampados, las sombras de los tilos que sucesivamente hurtaban su rostro y lo devolvían a la luz, su risa, cuando detuvo el automóvil frente a la estación, como si hubiéramos culminado una aventura.
Nos dijeron que el tren de Orlando tardaría dos o tres horas en llegar. El retraso contrarió a Mariana como si esa espera dilatara la suya para huir de Mágina, pero yo secretamente agradecí las horas inéditas que se me concedían. Hacía tanto tiempo que no estaba solo con ella que era incapaz de calcular la duración exacta del que ahora poseía: cada minuto futuro era una moneda de esos tesoros excesivos que encontramos en algunos sueños, un tenue hilo de arena vertiginosamente derramada al que yo me asía para recobrarla. La veía venir, volver desde el trance preciso en que supe que la había conocido únicamente para perderla, la Mariana recién aparecida de mil novecientos treinta y tres, la Mariana posible, no deseada aún, la muchacha sin nombre con el mechón recto sobre las cejas y los ojos pintados como Louise Brooks que yo había visto antes de conocerla en unas fotografías que me mostró Orlando. La veía volver mientras caminábamos a un lado de las vías, más allá del andén, por la larga orilla de jaramagos tiernos que lo prolongaba, con las cabezas bajas, un poco separados, mirando el avance lento de nuestros propios pasos o la lejanía gris de los olivares. «Estoy con Manuel a todas horas, fíjate que hoy es el primer día que nos separamos desde que salió del hospital, pero en esa casa es como si siempre estuviera sola. Me da miedo todo, hasta contar los días que faltan para que nos marchemos. Me da miedo pensar en el viaje a París, yo, tan aventurera, que la primera vez que salí de Madrid fue para venir a Mágina. No puedes saber cómo te agradezco que hayas venido. Desde que echamos la carta estuve esperando que nos contestaras y temiendo siempre que te quedaras en Madrid. Llamaban a la puerta y salía corriendo para ver si era el cartero, y si sonaba el teléfono cerraba los ojos esperando que fueras tú quien llamaba. Contigo en la casa ya no me da miedo esa mujer, ni esa gente. Medina estaba seguro de que no ibas a venir. Le tomé odio, por ese modo en que lo decía, tan de médico, como si él pudiera saberlo todo.»
Estábamos ya muy lejos del andén, y al llegar a los primeros olivos iniciamos demoradamente el regreso. Mariana me tomó del brazo y descansó su peso en mí con un gesto que en otro tiempo fue usual, en Madrid, antes de Manuel, en las calles inciertas de la madrugada y la tentación nunca cumplida de abrazarla. «Mañana», decía al sentir su mano y la proximidad de sus caderas, rígido y cobarde, mañana y luego nunca, la otra casa, el dormitorio oscuro, el insomnio, el silencio y la espera y la oscuridad donde Beatriz no dormía. «Casi no puedo recordar lo que hacía antes de conocerte a ti», dijo Mariana. A un paso el andén, los soldados perezosos que la miraban, el reloj, donde iban a dar las once. Pero ella seguía apoyada en mi brazo y cuando levantaba la cabeza para buscar mis ojos yo veía en la transparencia de los suyos algo que no tenía nada que ver con sus palabras, que no era mío, ni de Manuel, ni de nadie, que pertenece ahora únicamente a la memoria del hombre en quien se fijaron por última vez, la certeza de una cita y de un disparo en el palomar, la voluntad de morir, ahora lo sé, para no ser nunca más vulnerable al abandono ni al miedo. «Modelo», repitió riéndose, «quién se acuerda de eso. No debieras recordármelo ahora. Yo no era nadie, menos que nadie, yo no era nada cuando te conocí. Iba de un sitio a otro, sin pararme nunca, porque si me hubiera detenido en alguien o en algo me habría deshecho en seguida, como una cara en el agua. Cuando apareciste tú y me miraste fue como si al fin yo me encarnara en mí misma. Ahora mismo te estoy viendo, tan callado y tan firme, mirando el cuadro, y no a mí, porque te daba vergüenza mirarme desnuda. Aquel día fue como si me viera por primera vez en los espejos. Tú no necesitabas hablar, ni siquiera moverte, para que se supiera que estabas en el mundo. Nunca había leído nada con tanta atención como los poemas tuyos que me dejaba Orlando. "Mira, esto lo ha escrito Solana. Salvo para nosotros dos, es un secreto." No dormía de noche leyendo los libros que me regalabas tú. Traje conmigo el primero de todos, La voz a ti debida, con la dedicatoria que le pediste a Salinas que escribiera para mí. "Para Mariana Ríos, con afecto, septiembre de 1933." Al leer aquellos poemas tenía siempre la sensación de que eras tú quien los escribía».
Que hay otro ser por el que miro el mundo, repetí, pero Mariana ya no estaba a mi lado y miraba las cosas más allá de mi deseo de inmovilizarlas en ella, rasgado por las agujas del reloj que se aliaban para señalar las doce y por el pitido aún lejano y la columna de humo que se adensó en tiznada niebla cuando el tren se detuvo frente a nosotros, sucio de guerra y de banderas desgarradas que colgaban a los costados de la locomotora, obsceno como un viejo animal de piel húmeda. Entre el humo que se deshacía revelando oscuros rostros ansiosos que miraban el andén desde las ventanillas vi a Orlando, que le hacía señas a Mariana agitando su carpeta de dibujo sobre las cabezas agrupadas contra los cristales, más alto que los otros, y antes de que él me viera, porque yo aún permanecía sentado en el banco del andén, oí sobre el estrépito de los vagones y los gritos de los soldados su gran voz y su risa mientras abrazaba a Mariana, levantándola en vuelo alrededor suyo. «Solana, viejo sátiro, príncipe de tu tiniebla, estás más pálido todavía que el domingo pasado. ¿O fue el sábado cuando nos emborrachamos por última vez?» Grande, cansado, con la ropa en un desorden de borrachera nocturna y un escaso mechón húmedo sobre las sienes, oliendo a alcohol y a medicinas, porque sufría ataques de asma, riendo con una obstinación en los ojos ebrios que a veces se me antojaba próxima a la locura, Orlando bajó del tren trayendo consigo como un emisario toda la excitación de la guerra y la premura ciega de Madrid. Traía carpetas de dibujos que se le cayeron al suelo cuando abrazó a Mariana y que yo recogí de entre los pies de la gente y una maleta que había extraviado en algún lugar del pasillo o de su departamento. Cuando ya subíamos a buscarla, yo urgido por la desesperación de Orlando, que aseguraba haber guardado en ella los bocetos de una obra maestra, apareció con ella un muchacho delgado y de pelo largo y muy negro cuyo rostro reconocí lejanamente. «Dios, por fin ha aparecido», dijo Orlando de un modo que no dejaba saber si se refería a la maleta o al muchacho. «Temí haberlos perdido a los dos, y os juro que prefería perder la maleta que perderlo a él. Santiago, ésta es Mariana, que ha tenido la gentileza de invitarnos a su boda con un hacendado de la localidad. A Solana creo que ya lo conoces. Es el que escribe en Octubre esos artículos tan finos sobre el arte y la revolución proletaria. Aspira a un puesto en el buró político.»
Hablaba tanto y tan rápido y con tan malvadas aristas que calculé que había estado bebiendo hasta el momento justo en que el tren llegó a Mágina. La petaca de licor le abultaba un bolsillo de la chaqueta, pero cuando nos presentó al muchacho que había traído consigo entendí que era el orgullo y no el alcohol la razón más cierta de su exaltada alegría. «Solana, debes volver cuanto antes a Madrid. El frente va a desmoronarse si tú no vas a recitarles a nuestros soldados alguno de tus romances comunistas. Hasta los intelectuales claman por ti. El otro día me encontré a Bergamín, con esa cara de recién comulgado que tiene siempre, y me dijo que en cuanto volvieras iba a nombrarte secretario suyo para ese congreso que preparáis en Valencia. No te lo pierdas, Marianita, el Congreso de Intelectuales Antifascistas o algo parecido. Todo con mayúsculas.» Me pasó la mano por el hombro no tanto para congraciarse conmigo como para no perder el equilibrio, y apoyado en Mariana y en mí salió de la estación. Allí se detuvo, junto al automóvil abierto donde Santiago y yo guardábamos el equipaje, mirando como deslumbrado el vasto cielo azul y la doble avenida de tilos que cortaba la llanura en dirección a Mágina, cuyas torres más altas se divisaban como agujas picudas sobre el descampado. Orlando se quitó el pañuelo rojo y negro que siempre llevaba al cuello y se limpió con él el sudor de la cara, fijo en la claridad, con el pañuelo detenido junto a la boca, como una máscara que no se decidiera a arrancarse. «Solana», dijo, de espaldas a nosotros, «Solana infiel, tenías que habérmelo dicho, tenías que haberme advertido de esta luz. ¿No eras capaz de darte cuenta que ésta es la luz que yo estaba esperando? Hasta Velázquez es oscuridad comparado con ella». Se tambaleaba con la cabeza vuelta hacia lo azul, y cuando Santiago bajó del automóvil ya en marcha y lo tomó del brazo como a un ciego la abatió de golpe y cerró los ojos, y pareció dormirse contra el respaldo del asiento trasero, con la boca y las aletas de la nariz muy abiertas, como si soñara el inicio de un ataque de asma.
Cruzábamos ya las primeras calles de hotelitos bajos y jardines polvorientos donde termina Mágina por el norte cuando vi de nuevo en el retrovisor sus ojos abiertos y enrojecidos, fijos en los míos, en una lucidez ausente que el despertar o el silencio que nos había ganado a los cuatro desde que Mariana arrancó el automóvil despojaban de toda señal de burla o de orgullo. Dejó caer lentamente la cabeza sobre el hombro de Santiago, que permanecía grave y firme junto a él, mirando las largas casas alineadas, y al encender un cigarrillo sin apartar los ojos del retrovisor creí adivinar en su gesto una antigua contraseña de desolación o renuncia, como si bruscamente lo hubiera abandonado el espejismo del alcohol. Movió un poco la cabeza y entonces supe que aludía a Mariana y me preguntaba sin palabras por ella. «Estás guapísima conduciendo, Mariana», dijo, con los párpados entornados para apurar la indolencia, «me recuerdas a aquella heroína del Orlando Furioso que cabalgaba sobre un caballo alado con una armadura reluciente». Apoyó su mano en el respaldo de Mariana y le acarició el pelo con ternura fugaz, como un fauno adormecido, como tocando el aire o una líquida seda que se le deshacía entre los dedos grandes y manchados. Ella apartó un momento los ojos de la calzada para sonreírle en el espejo con aquella tranquila gratitud de cómplice que siempre hubo en su modo de mirar a Orlando. Tuve celos cuando sorprendí el cruce de sus miradas en el retrovisor, porque yo deseaba esa parte candida y ofrecida de Mariana que sólo se revelaba en su trato con Orlando tanto como la otra, la más oscura y carnal, que pertenecía a Manuel, y hubiera querido unir las dos en una sola mujer indudable y no hermética a mi inteligencia y mi deseo como la tercera Mariana, la única que yo conocía, sombra o reverso de las otras o de sí misma que estaba siempre como a un lado de las cosas, que a veces, esa misma mañana, me tomaba del brazo y se detenía para decirme las exactas palabras que me quemaban a mí y que yo nunca le diría. «Siempre estaré contigo. Haga lo que haga y esté con quien esté, aunque no vuelva a verte. Quiero que lo sepas y que no se te olvide nunca, ni siquiera cuando ya no te importe.»
Advertí de pronto que ahora avanzábamos cada vez más despacio, porque a medida que nos acercábamos a la plaza del general Orduña las aceras y la calzada se iban llenando de una lenta multitud. Salían de los callejones, primero en silencio, hombres desarmados con camisa blanca y pantalón de pana, tensas mujeres agrupadas en las esquinas que conversaban en voz baja y se volvían inquisitivamente para mirar el automóvil, que ya estaba casi detenido y rodeado por una muchedumbre unánime que caminaba hacia la plaza y parecía anegarnos y nos arrastraba luego al ritmo de su avance. Las voces tenían aún el mismo sonido vasto y amortiguado de los pasos, pero muy pronto, cuando al fin entramos en la plaza -entre las cabezas sobresalían las breves copas de los árboles que rodeaban el pedestal amputado del general Orduña- el gran rumor rompió en un escándalo de gritos y puños alzados que se inclinaban golpeando rítmicamente el aire hacia los balcones cerrados de la comisaría, hacia la torre cúbica donde colgaba una bandera roja y amarilla y morada sobre la esfera rota del reloj. Mariana hizo sonar varias veces el claxon, pero ya era inútil, porque no podíamos abrirnos paso y había rostros hostiles que nos miraban por las ventanillas como a los peces de un acuario, y puños furiosos que redoblaban sobre la carrocería acompasados a los gritos, al grito único en el que ya se congregaban todas las voces cuando Mariana paró el automóvil a un costado de la plaza y logramos salir empujando las portezuelas contra los cuerpos que parecían adherirse a ellas con tenacidad de moluscos. «Que nos lo entreguen», gritaban, «que nos entreguen al traidor», estremeciéndose en remolinos violentos hacia los balcones cerrados de la comisaría, y apenas salí del coche me vi perdido y alejado de los otros entre una densa palpitación donde se confundían cuerpos y voces impulsados por un instinto o una resolución de cólera tan indescifrable en su propósito como el brío del mar. Como nadando en arena avancé hasta alcanzar la mano que me tendía Mariana, pero ya no pude ver a Santiago ni a Orlando. Derivamos juntos hacia el centro de la plaza, donde los cuerpos ya borraban los bancos y la línea de los jardines y cubrían en su crecida el pedestal del general Orduña. Ahora veíamos las puertas cerradas de la comisaría y el único espacio aún no sumergido por la multitud: nueve guardias de asalto formaban un semicírculo ante la fachada, firmes, con las piernas abiertas, con las duras caras sombrías bajo las viseras relucientes y los fusiles asidos contra el pecho, como si no percibieran el empuje que los asediaba ni vieran los puños cerrados que se detenían tan cerca de sus fusiles. Se abrió entonces un balcón lateral y vi a un hombre de uniforme que miró la plaza sin asomarse del todo, fumando, protegido a medias tras los cristales opacos, pero esa imagen, dotada de la serenidad de un espejismo, se desvaneció cuando sentí que me empujaban y me dividían de Mariana porque una furgoneta policial estaba abriéndose paso sin escrúpulo entre la multitud para acercarse al semicírculo defendido por los guardias de asalto. La vi cómo se alejaba llamándome con la mano, como si la arrastrara el mar, temí ciegamente haberla perdido y grité su nombre sobre las cabezas encrespadas que ocupaban de nuevo la hendidura abierta en la plaza por el paso de la furgoneta y cuando ya no la veía una brusca ondulación de los cuerpos la arrojó en mis brazos volcándonos a los dos contra el tronco de un árbol. Como si despertáramos de un mal sueño nos vimos codiciosamente abrazados, sus piernas desnudas enredadas en las mías y mis manos temblando abiertas en su cintura y sintiendo por primera vez desde que la conocí el imán perfumado y tenue, el cuerpo ondulado y delgado y cierto de Mariana. Le rocé la frente, el pelo castaño con mis labios, alcé los ojos hacia el balcón de la comisaría y el hombre de uniforme seguía allí, tranquilo, sosteniendo a media altura el cigarrillo, mirando la plaza como si no hubiera nadie en ella o sólo nosotros, Mariana y yo, abrazados bajo la copa mustia del árbol.
«Vamos, camaradas», oí que alguien me decía, una sola voz muy próxima en el silencio donde habían estallado durante diez segundos todos los gritos de la plaza, una culata de mosquetón y un cuerpo que me desprendía de Mariana abriéndose paso entre nosotros dos, que ya eludíamos mirarnos y estábamos otra vez extraviados e inertes y queriendo fingir que no era cierta la vergüenza, que no había sucedido el abrazo como un relámpago de deseo. «Vamos, camaradas, dejadme pasar, que quiero verle la cara a ese espía cuando lo saquen», dijo la voz a mi lado, un muchacho sumariamente vestido de miliciano que avanzaba a codazos levantando como una bandera su mosquetón probablemente descargado e inútil. «¿Qué ocurre?», le preguntó Mariana, «¿a quién han detenido?», y él nos explicó, como excitado por la fiebre, que dos días antes habían detenido en un hotel de Mágina a un espía fascista, que ahora se preparaban para llevarlo en la furgoneta de la Guardia de Asalto a la prisión provincial. «Pero es aquí donde se le debe hacer justicia. Ese fascista es nuestro. Dicen que quería poner una bomba en la Casa del Pueblo, el asesino.» Se apartó de nosotros golpeando con la culata del mosquetón los cuerpos que le cerraban el paso, y lo vi desaparecer o hundirse entre las cabezas gritando como si estuviera solo y surgir luego encabalgado a la reja de una ventana muy próxima a la comisaría, con el mosquetón oscilando al final de la correa demasiado larga que lo sujetaba a su cuello. «Ahora van a sacarlo», gritó, señalando a los seis guardias que habían bajado de la furgoneta para formar una segunda línea más cerrada junto a la puerta de la comisaría, que alguien empezaba a abrir muy cautelosamente. «Ya sale», anunció el muchacho, y un gran bramido único se dilató en la plaza al tiempo que la multitud empujaba con oscura violencia contra el cordón de los guardias, «lo tienen en el portal, van a sacarlo ahora mismo». El hombre del balcón tiró desganadamente la colilla y desapareció tras los cristales, y como si eso fuera una señal los guardias se irguieron hasta parecer más altos en sus uniformes azules y soltaron al mismo tiempo los cerrojos de los fusiles. Cuando terminó de abrirse la puerta de la comisaría todas las voces se amortiguaron de golpe disgregándose en un rumor muy semejante al silencio. Ojos inmóviles, cabezas levantadas, banderas quietas entre los árboles, altas y rojas en el mediodía. Sin darse cuenta Mariana me apretaba dolorosamente una mano. «Hay un guardia en el umbral», le dije. «Apunta a alguien con una pistola.» El guardia caminaba de espaldas, diciendo algo que no llegué a entender mientras agitaba la pistola, vuelto a medias hacia el cerco de la multitud. Tras él salió un hombre con la cabeza baja y las manos esposadas al que los otros guardias empujaban hacia la furgoneta. Rodeado por ellos, el hombre no parecía caminar, sólo rendirse como aletargado al impulso de los fusiles que lo golpeaban, herido por la crueldad de la luz súbita que cegaba sus ojos al cabo de dos días de oscuridad, huraño a ella, muy pálido, sonámbulo ya de la muerte. Antes de subir a la parte trasera de la furgoneta se quedó inmóvil, como si no entendiera lo que le ordenaban, y levantó la cabeza por primera vez para mirar el muro de rostros que permanecían en silencio al otro lado de los fusiles. Se había erguido como quien oye pronunciar su nombre y no acierta a descubrir desde dónde lo llaman. El muchacho encabalgado en la reja gritó entonces, «asesino», y adelantó bruscamente la mano, pero ya no sostenía en ella su gorra militar, sino algo que yo no vi y silbó y derribó al hombre esposado entre las piernas de los guardias al tiempo que la muchedumbre revivida y el grito largo y la cólera nos arrastraban sin remedio hacia la puerta de la comisaría, derribando el límite de los fusiles y los uniformes y levantando en vilo el cuerpo sucio de sangre del prisionero que rebotaba contra la pared y caía sobre las losas y era de nuevo izado y desbaratado por las manos unánimes que ascendían abiertas para golpearlo o arañar su cara o su camisa desgarrada. Vi sus ojos, vi el brillo de la sangre que le manaba por las comisuras de la boca y el último jirón de una corbata negra alrededor del cuello, lo vi incorporarse jadeando sobre las rodillas y correr como un animal acuciado y herido hacia las columnas de piedra de los soportales. Se abrazó a una de ellas, la boca convulsa contra la piedra áspera y amarilla, vuelto hacia los perseguidores que se habían detenido y aguardaban algo o únicamente presenciaban su agonía formando un círculo de silencio alrededor de la columna. Sin cerrar los ojos, sin separar la boca de la arista de piedra donde parecía buscar el aire, se fue deslizando hacia el suelo con la misma lentitud con que descendía por la columna el hilo de su sangre, las manos juntas, como escondidas en las ingles, la lengua rota en un coágulo muy oscuro y no rojo que no llegó a derramarse del todo entre sus labios cuando dejó de moverse.
Recuerdo luego la plaza poco a poco vacía y el cuerpo encogido junto a la columna, pero esa imagen se pierde en la de otros cuerpos que yo no vi, el de mi padre, alumbrado por los faros de un camión al pie de la tapia del cementerio, el cuerpo muerto y solo que vio mi padre el diecinueve de julio de mil novecientos treinta y seis en una esquina de la plaza de San Lorenzo. Cuerpos sin cara como mordiendo la tierra agria o el pavimento de una calle, abandonados al sol, en la siesta vacía, muertos y solos, corrompidos y solos, sin nombre ni dignidad ni gloria, exactamente igual que animales muertos en el fango de un río. Silenciosamente entrábamos en el agua antes de amanecer levantando con las dos manos los fusiles sobre nuestras cabezas y pisábamos algo blando que se hundía, una materia cenagosa y corrupta, fango y cadáveres de mulos ahogados bajo el peso de una ametralladora y cuerpos humanos como despojados de los huesos. Recuerdo la plaza del general Orduña como si la viera desde muy alto, en una hora más desierta aún porque el reloj de la torre no podía anunciarla. El pedestal vacío, el automóvil de Manuel, el cuerpo que un guardia de asalto hurgaba con la punta de su fusil. Mariana y yo caminando muy separados y lentos hacia el automóvil, sentados en él, sin decir nada, sin preguntarnos dónde estarían ahora Orlando y Santiago. Mariana puso las manos tensas en el volante y miró la plaza sin nadie o sólo el cristal manchado que nos separaba de ella. El pelo despeinado y castaño le tapaba el perfil como un velo únicamente concebido para que yo no pudiera verla. Dije su nombre en voz baja, y ella me miró en el retrovisor sin volverse hacia mí. Puse una mano en su rodilla sin atreverme a reconocer o a sentir la forma del muslo bajo la falda tan liviana, como si desearla en ese instante hubiera sido una deslealtad. Cuando volvimos a la casa Manuel aún no había llegado del cortijo, y Orlando y Santiago estaban esperándonos en la biblioteca, un poco ebrios, muy juntos en el sofá, riendo por algo que se decían al oído, con las copas levantadas, como si no recordaran el motivo por el que iban a brindar.
La luz, todas las noches, redonda y amarilla y alta como una luna menor que sólo perteneciera a esa plaza, la única luz encendida a medianoche en la oscuridad de Mágina, la única conciencia, pensaba Manuel, no aletargada por el estupor todavía intacto de la guerra y del invierno larguísimo que al cabo de ocho años parecía prolongarla. Volvía a la casa al anochecer, tras visitar a Medina en su consultorio a dar un lento paseo que solía llevarlo hacia el mirador de la muralla, y antes de empujar la puerta se detenía un rato bajo las acacias para mirar la ventana iluminada de la habitación donde Jacinto Solana estaba escribiendo en ese instante. Imaginaba que oía entre la lluvia el rumor de la máquina de escribir, y lo seguía oyendo confundido con ella o con el murmullo de la voz de Jacinto Solana cuando se despertaba en mitad de la noche huyendo de la vasta mano que le abría el pecho para arrancarle el corazón como se arranca una raíz de la tierra grumosa y húmeda. Los golpes multiplicados y metálicos sonaban sobre su cabeza como la lluvia en los cristales del balcón y los pasos insomnes del hombre que no parecía dormir nunca ni abdicar ni un instante de su perpetua vigilia frente a la máquina de escribir o en torno a ella, destapada siempre, le contaba Teresa, desde el amanecer, al acecho, como un animal mecánico sobre la mesa que Solana rondaba cuando no podía escribir caminando a ciegas entre el humo de sus cigarrillos y el laberinto acuciado de su memoria, girando en círculos de geometría obsesiva como un insecto alrededor de una lámpara. A medianoche cortaban la luz eléctrica y todas las calles y las ventanas de Mágina eran borradas por la súbita crecida de la oscuridad, pero entonces, al cabo de unos minutos durante los que el círculo de la ventana se desvanecía en la alta negrura de la casa, aparecía una luz más amarilla y tenue y se perfilaba en ella la sombra del hombre solo que había encendido la primera vela de la noche para alumbrar su insomnio de palabras escritas o negadas, y a veces Manuel, oculto bajo las ramas de las acacias, veía a Jacinto Solana fumando inmóvil en el círculo de la luz, mirando la ciénaga de tiniebla donde arrojaba la colilla como quien tira una piedra al fondo de un pozo y aguarda a que se escuche su caída en el agua. Cerraba luego la ventana y Manuel volvía a oír los lejanos golpes metálicos de su escritura, tan usuales entre los rumores de la casa como el latido de la sangre en las sienes, y cobardemente se acercaba a ellos subiendo en silencio hasta la misma puerta de la habitación, pero cuando adelantaba la mano para golpearla se detenía y escuchaba los pasos sobre el entarimado o el ruido de la máquina de escribir, y nunca llamaba, porque temía que Solana no quisiera recibirlo. «Al principio, casi todas las tardes, yo subía a conversar con él, y le llevaba tabaco, un termo de café, alguna botella de coñac. Él salía entonces de la casa al amanecer, para no encontrarse con mi madre o con Utrera, y era entonces cuando Teresa limpiaba la habitación y le hacía la cama, pero poco a poco dejó de salir y hasta de abrirle a Teresa, y ella dejaba la bandeja del desayuno ante la puerta cerrada y cuando volvía para recogerla la encontraba intacta. Hubo una tarde en que tampoco me abrió a mí. Quise creer, y hasta se lo dije luego a Medina, que probablemente se había dormido después de varias noches de insomnio y no me oyó llamar. Pero un momento antes yo había escuchado la máquina de escribir y tenía mientras esperaba junto a la puerta, la absoluta certeza de que él estaba sentado frente a la máquina, conteniendo la respiración, con los índices de las dos manos inmóviles sobre el teclado, esperando a que yo me marchara. Oí el chasquido del encendedor, una respiración muy extraña, como la de un enfermo, y luego, cuando ya me iba pensando que Solana no podía escribir y estaba atrapado en el suplicio de una página en blanco, oí el roce áspero de la pluma sobre el papel, y supe que ni siquiera el silencio era señal de una tregua.»
Como la sangre en las sienes, como la carcoma en los anaqueles más inaccesibles de la biblioteca, como una araña que teje invisiblemente los hilos de su celada bajo la trampilla de un sótano: estaba allí, en la casa, en la habitación de las ventanas circulares, y algunas veces salía a la calle o deambulaba a las tres de la madrugada por el corredor de la galería, pero muy pronto, cuando pasaron los primeros días de solivianto que trajo consigo su llegada, pareció como si verdaderamente se hubiera ido de un modo irrevocable, porque nunca hablaban de él ni se encontraban con su huraña figura, y sólo las periódicas visitas de Teresa al último piso con la escoba y el trapo de limpiar el polvo o la bandeja de la comida indicaban que alguien vivía en aquella región de salones deshabitados durante tantos años: alguien, en todo caso, que iba perdiendo el nombre y el rostro que le asignaban los recuerdos de todos y poco a poco se reducía a una presencia oscura, a la certeza desdibujada y algunas veces temible de que el último piso no estaba vacío, y si pensaban en él, porque oían sus pasos en el entarimado o el ruido de la máquina de escribir, difícilmente podían vincular tales signos a la memoria del hombre que conocieron antes de la guerra o a su inexacta sombra detenida en el patio diez años después. Estaba en la casa como está la carcoma aunque uno no pueda oír su mordedura, y al cabo de un mes su presencia se había emboscado tan definitivamente tras los breves indicios que la revelaban que Manuel, cuando se decidió al fin a entrar en su habitación aunque él no quisiera recibirlo, porque temía que estuviera enfermo, esperó ante la puerta que había golpeado una y otra vez sin obtener respuesta sintiendo la incertidumbre atroz de que no fuera Jacinto Solana el hombre que descorría el cerrojo para abrirle.
«Porque lo que no entendí entonces, lo que únicamente entiendo ahora, cuando te lo cuento a ti, que no lo conociste y no puedes saber hasta qué punto había cambiado y lo imaginas, supongo, como un personaje literario, es que al perderlo a él yo no estaba perdiendo al único hombre a quien podía llamar mi amigo, sino el derecho a recordar o saber cómo había sido mi vida antes de que renunciara para siempre a ella. Las cosas existen sólo si hay alguien, un interlocutor o un testigo, que nos permita recordar que alguna vez fueron ciertas. Por eso él decía que la peor desdicha de un amante no es perder el amor, sino quedarse solo con su memoria, quedarse ciego, precisaba, recordando unos versos de don Pedro Salinas que recitaba siempre y que tal vez has visto subrayados en ese libro suyo que hay en la biblioteca. "Que hay otro ser por el que miro el mundo, porque me está queriendo con sus ojos." Ahora sé que al principio, cuando sin decirle nada limpié la habitación de las ventanas circulares y puse en ella la máquina de escribir, no lo hacía para ofrecerle un refugio o la posibilidad de que escribiera su libro, si no para tenerlo aquí, en esta ciudad y en esta casa, para tener a alguien a quien pudiera decirle lo que no había dicho en diez años y compartir la memoria del tiempo en que Mariana estaba viva. Era igual que antes de la guerra, cuando ella y yo nos enamoramos. Lo buscábamos siempre, porque su presencia nos hacía conscientes de nuestra felicidad de un modo más intenso que cuando estábamos solos. Pero él nunca me habló de Mariana en los meses que pasó aquí. Pronunció su nombre una sola vez, el primer día, cuando me dijo que iba a escribir un libro sobre todos nosotros. Yo imagino que aquel libro era como un vampiro que lo despojaba del uso de la palabra y de los recuerdos a medida que escribía. Le entregaba la vida exactamente como quien da su sangre en un hospital o se consagra al opio. Por eso no lo reconocí cuando aquella noche me abrió la puerta de su habitación. Llevaba por lo menos una semana sin afeitarse y sin comer los platos calientes que Teresa le dejaba en el corredor, y el aire de la habitación y su ropa olían como si no hubiera abierto la ventana ni se hubiera cambiado o lavado desde que llegó aquí. Abrió y se quedó mirándome con su abrigo caído sobre los hombros y me golpeó su sombra al misma tiempo que percibía el olor enrarecido del aire, porque la lámpara de la habitación oscilaba tras él como si hubiera chocado contra ella cuando se levantó para abrirme. Oscilaba él también, los brazos cruzados y las dos manos sujetando las solapas anchas del abrigo, y sonreía sin que yo pudiera ver sus pupilas tras los cristales de las gafas. Tardé un poco en comprender que estaba borracho y que se mecía en el alcohol como un pez tras el cristal de una pecera iluminada, más allá del pudor insolente de quien bebe solo hasta caer derribado y se levanta enseguida porque ha oído que lo llaman y debe fingir que está sobrio. Tienes fuego, me dijo, mostrándome una colilla apagada que olvidó muy pronto en el filo del cenicero, y me invitó a sentarme, repitiendo mi nombre como si acabara de recordarlo y aún no se hubiera familiarizado con él, y bruscamente me olvidó y me dio la espalda para mirar hacia la plaza desde una de las ventanas circulares. "Tienes que permitir que te vea Medina", le dije, pero él no me oyó o no me hizo caso, y se echó a reír con aquella risa fría que yo no le había conocido hasta entonces y que parecía la risa de un muerto. Para no caer se apoyó en el alféizar de la ventana, y caminó hacia mí siguiendo una difícil línea recta, sosteniendo ahora, al mismo tiempo que un nuevo cigarrillo una copa de coñac que se movía ligeramente con el temblor de su mano. "Teresa me ha dicho que casi no pruebas la comida. Medina está abajo, en el gabinete. Si tú quieres, subirá a verte ahora mismo." Se derrumbó en una silla, frente a la máquina de escribir y movió las manos y los labios para decir algo, dijo Mariana o Solana y me mostró con un gesto de fatiga las hojas ya escritas que había en el suelo y sobre la mesa y la hoja en blanco que estaba puesta en la máquina de escribir. "Perdona, Manuel", se disculpaba por cada gesto o palabra, "perdona que no haya limpiado esto para recibirte. Siempre fui muy desordenado, tú lo sabes. Ahora me parece que estoy volviéndome sucio. Pero no estoy enfermo. Tú te acuerdas de Orlando: cuando lo miraba a uno con aquellos ojos fríos de saurio era que se iba a morir de tanto como había bebido. Esta tarde empecé a escribir y no pude ir más allá de la segunda línea. El alcohol sirve alguna vez, pero no sustituye. Eso también lo sabía Orlando". Bebí con él, le pregunté por el libro inacabado y temible cuyas páginas tiradas junto a la mesa él mismo pisaba o apartaba con el pie con un aire de descuido en el que descubrí una parte de castigo voluntario y perversidad, pero ya no era Jacinto Solana el hombre con quien yo estaba hablando.»
Ya no volvió a subir, cuenta, como si relatara una despedida definitiva y larguísima, ya sólo volvió a hablar con él la tarde del primero de abril, cuando entró en la habitación de Solana y lo vio guardar sus papeles y su ropa en la maleta de cartón. Estaba recién afeitado y se había puesto una corbata, y el aliento no le olía a coñac. Como un viajero que está a punto de abandonar un hotel, ordenaba sus cosas en la maleta y había hecho la cama y limpiado los ceniceros y se movía desconocido y resuelto por la habitación. «Me voy a Madrid, Manuel. Allí no me conoce nadie. Estaré más seguro.» Luego Manuel recordaría como una culpa propia su invitación a que Solana se marchara a «La Isla de Cuba»: el río lento y pardo entre las adelfas, la casa sola en la colina, circundada de almendros, la cita exacta y nunca más postergada de Jacinto Solana con su deseo de morir. Manuel llamó a un taxi, y esperaron juntos en el zaguán, aceptando para siempre una inédita cortesía de desconocidos, subieron en el automóvil y cruzaron en silencio los callejones de Mágina y la plaza del general Orduña y luego las anchas calles rectas que dilatan la ciudad hacia el norte, y cuando llegaron a la estación ninguno de los dos tuvo que iniciar un gesto de despedida porque el tranvía amarillo del Guadalquivir ya avanzaba despacio sobre los raíles. Manuel lo vio parado y alejándose en el estribo, con la maleta en la mano y el sombrero sobre los ojos, y le hizo una señal de adiós que Solana no llegó a advertir, porque ya había entrado en el vagón y buscado un asiento cercano a la ventanilla para ver cómo las calles de Mágina se desvanecían para siempre en una ciudad alta y tendida sobre las ruinas de la muralla, suspendida como una línea de niebla azul sobre la lejanía ondulada de los olivares.
«Durante veintidós años he estado solo», dijo Manuel, mirando a Minaya como si se cifrara en su rostro la duración del tiempo, «desde que Solana se marchó hasta que tú llegaste». En el mismo taxi que los había llevado a la estación volvió a la casa cuando ya era de noche, y le extrañó no ver la luz encendida en las ventanas circulares. Estuvo en la habitación de Solana, que aún olía a humo de tabaco y a la presencia y a la usura de un cuerpo, cubrió la máquina de escribir y luego bajó al gabinete para mirarse a sí mismo en mil novecientos treinta y siete, para mirar su propio orgullo y su hombría exaltada por las botonaduras y correas del uniforme. En la fotografía oval, Mariana lo miraba como si estuviera adivinando al hombre futuro y muerto que ahora tenía ante sí. «Pero Mariana lo miraba a él, debes saberlo», dijo Manuel en la biblioteca, frente al fuego. «Estábamos en el estudio del fotógrafo, y yo me había puesto mi uniforme y las dos estrellas que nunca llegué a usar, porque me ascendieron a teniente cuando estaba muriéndome en un hospital de Guadalajara. Ella me tomó del brazo y miró al objetivo cuando el fotógrafo nos dijo que sonriéramos, pero Solana estaba detrás de él, con Orlando, y yo apenas podía verlos, porque me cegaban los focos. Al mismo tiempo que me apretaba el brazo, Mariana movió muy ligeramente la cabeza y encontró los ojos de Solana. Fue exactamente entonces cuando disparó el fotógrafo. Desde cualquier ángulo del gabinete que la mires, ella parece sonreír y mirarte a ti, pero a quien mira es a Jacinto Solana.»
Bruscamente y sin que nada lo anunciase había desaparecido la necesidad de huir, el miedo incesante a la fuga del tiempo. Ahora lo percibía todo tras la dulce niebla deseada del vino, que maduraba su efecto en el justo punto donde las cosas y los rostros que fluían al otro lado no importaban o parecían sucedidos muchos años atrás. Bebía despacio, desde el anochecer, cuando Manuel aún no había regresado del cortijo y Mariana deambulaba sola por las habitaciones, por el patio, por el corredor de la galería, ávidamente atenta al reloj de la biblioteca y a la puerta donde él iba a aparecer. Bebía el vino blanco subido por Amalia de la bodega en botellas polvorientas cuyas etiquetas leía Orlando con un asombro sagrado de alcohólico, reliquias guardadas en la oscuridad de los sótanos no para celebrar la víspera de la boda sino para permitirme únicamente a mí el privilegio de la serenidad y de la pálida luz dorada que ocupaba el lugar del aire y daba a todas las cosas una apariencia de prematura distancia muy semejante a la posibilidad cierta del olvido. Muy despacio, no entregándome, como hacía Orlando, a la fiebre inmediata del alcohol derramado en los labios y encendido en las venas, devanaba mis gestos como si me mirara en un espejo fingiendo que bebía, como quien prepara y se administra a sí mismo en la soledad una medicina o la dosis justa de veneno para lograr el suicidio. La copa entre los dedos, la botella sobre la mesa próxima, el filo curvo del vidrio en los labios, el tránsito del vino desde el paladar a la conciencia. Ahora, cuando escribo para recobrar aquella noche y el día y la noche que terminaron en dos cuerpos abrazados bajo la luz de una ventana súbitamente encendida sobre el jardín, muy cerca de la palmera y del columpio metálico cuyo chirrido, porque lo movía muy levemente el viento, no dejé de escuchar mientras cerraba los ojos para besar los pechos desnudos de Mariana, compruebo que apenas puedo establecer una cronología precisa de las cosas que hice y vi mientras el vino blanco lo envolvía todo en su niebla iluminada y clara como la transparencia que tanto amaba Orlando en los cuadros de Velázquez.
Oigo su voz, aquella noche, la risa bárbara de Orlando, veo sus ojos empapados en lucidez y crueldad y el perfil como de paje pintado en un fresco del Quatrocento que tenía Santiago, ausente y dócil junto a él, la indiferente ternura con que dejaba que Orlando le acariciara una rodilla o una mano propiciamente posada al filo del sofá. Oigo voces, veo rostros, pero tras ellos no hay nada que me permita fijarlos en una habitación o un paisaje, sólo un telón oscuro, tal vez un objeto que tocan o alzan como una señal para que pueda reconocerlos quien los mire muchos años después. Una noche y un día y la penúltima noche que vivió Mariana, imágenes rotas y fogonazos y palabras que permanecían en el aire después de haber sido pronunciadas, como el humo de los cigarrillos, como la indolencia que me dejaba tendido sobre la cama de mi habitación o meciéndome despacio en el columpio del jardín con la impúdica intención de que Mariana viniera a preguntarme por qué me había quedado solo, por qué parecía tan triste y me escapaba de los otros, de ella. Recostado en un sillón, junto a la chimenea, me emborrachaba con tranquila y sucia pulcritud escuchando a Medina, que nos explicaba algo sobre el espía al que habían linchado unas horas antes en la plaza del general Orduña, cuando Manuel entró en la biblioteca y Medina se quedó en silencio -sus últimas palabras fueron un nombre, Víctor o tal vez Héctor Vera, o Vega- porque Mariana se había levantado para abrazar a Manuel y ahora lo besaba en la boca, delante de todos nosotros, como si nos desafiara, delante de Utrera, de Medina, de Amalia, que acababa de entrar con una bandeja de aperitivos y botellas de vino y se quedó parada en medio de la biblioteca. Delante de mí y de Santiago y Orlando, que bebió un trago levantando su copa como una contraseña o un brindis malvado exclusivamente concebido para que yo lo advirtiera.
Orlando, máscara de la risa, dura voz de acusación y augurio. Cuando a la mañana siguiente bajamos todos al cortijo en el automóvil negro para celebrar la comida nupcial, Orlando, poseído por el fervor de la luz que lo había arrebatado desde que llegó a Mágina, tomó su carpeta y sus lápices y estuvo dibujando sin tregua cosas que sólo a Santiago y a Mariana les permitió mirar, pero no parecía que le importara el paisaje tendido ante él, alrededor de la colina donde se levanta la casa. Estaba sentado entre los almendros, con la carpeta abierta sobre las rodillas y su pañuelo rojo y negro y húmedo de sudor en torno al cuello, y si alzaba los ojos del papel y se quedaba mirando los olivares o el río o la línea remota y parda de los tejados de Mágina era como si no estuviese viendo lo que nosotros veíamos, sino la forma definitiva y futura del cuadro que en aquel instante había decidido pintar. A veces dejaba el lápiz para mirar hacia nosotros. Sonreía, sosteniendo la copa de vino que le había llevado Santiago hasta su retiro, bebiendo apenas de ella, como si le bastara para su felicidad la presencia del muchacho, el olor tibio del río entre los almendros, la sensación súbita de estar mirando una escena que obedecía secretamente a un propósito de su imaginación igual que el lápiz obedecía a su mano. Por eso ahora yo no sé si al escribir estoy contando lo que sucedió entonces o únicamente imagino el cuadro que Orlando no llegó a pintar, las acuarelas que vi en enero de 1939 en un piso funeral y helado de Madrid. Veo la explanada y la casa desde el lugar donde estuvo Orlando entre los almendros. El Ford negro de Manuel cubierto de polvo a un lado del portalón con herrajes barrocos, bajo la sombra de la parra, el gramófono obsesivo y absurdo donde sonaban tangos y larguísimos blues borrados por el viento, la mesa con manteles blancos, Mágina, en la lejanía, el verde pálido o gris de los olivares y el río y las colinas y barrancos lunares que prolongaban el mundo hacia el sur, hacia la sierra azul que yo no he pisado nunca.
Él sabía, él estaba a un lado, entre los almendros, con su lápiz de punta áspera y precisa como su pupila suspendida sobre el papel y su copa recién colmada de vino por la solicitud y la mano de la única criatura que le importaba en el mundo. Ahora sé que todos nosotros, Mariana, Manuel, yo mismo, sólo existimos aquel día para que Orlando dibujara su laberinto sabio de figuras trenzadas en la desesperación y el deseo. Frasco y su mujer habían retirado los platos al final de la comida, y ellos, no Orlando ni yo, hablaban del bombardeo de Guernica, porque una escuadrilla de aviones altísimos estaba cruzando sobre el cielo de Mágina, y de alguien, un espía -«Un quintacolumnista», precisaba Medina, como si dijera el nombre exacto de una enfermedad- que tres días atrás había sido detenido en Mágina. «Hay leyes», dijo Utrera: «Hay un código penal. Si un hombre comete un delito, se merece un juicio, y si hace falta se le condena a muerte, pero no hay derecho a que lo linchen. Es una barbaridad, como cuando quemaron las iglesias.» «Esas cosas le hacen más daño a la República que una ofensiva de los rebeldes. Teníais que haber visto cómo llegó al hospital el cadáver de ese hombre. Lo digo porque yo estaba de guardia, y me tocó hacerle la autopsia.» Medina, ecuánime, apurando el café, citando pormenores clínicos y discursos de don Manuel Azaña, cuya mano estrechó una vez, cuando aún no era presidente de la República y vino a dar una conferencia al Ateneo de Mágina. Sonó entonces la voz de Orlando como una severa invocación. «El pueblo español tiene derecho a quemar las iglesias y a linchar a los fascistas, porque será mucho peor lo que ellos hagan si tenemos la desgracia de perder esta guerra. Pensad en Guernica, o en la plaza de toros de Badajoz. El pueblo no espera la revolución, sino el Apocalipsis.»
Encabalgado en una silla, apoyándome en el respaldar como en el alféizar de una ventana, yo miraba el relumbre blanco del sol en las alas de los aviones silenciosos que ya se perdían al otro lado de los cerros, de espaldas a los otros, que aún seguían sentados alrededor de la mesa con un aire ensimismado o rígido de ceremonia desmentido por la luz y el viento que removía los manteles levantándolos a veces como velas de barcos. Pensé que mi padre tal vez había levantado la cabeza de la tierra en ese mismo instante para mirar el paso de los aviones, olvidándolos en seguida, como si fueran pájaros en retirada tras el primer frío de octubre y no emisarios de la guerra. El viento subía desde el barranco del Guadalquivir empapado de olor a cieno y tierra húmeda y se llevaba las voces y el sonido de la música en el gramáfono, un fox trot, un tango, una trompeta luego, entrecortada y alejándose lenta como el ritmo de un tren, con la lentitud de todas las cosas que uno va a perder para siempre. En el suelo, al alcance de mi mano, de tal modo que yo sólo tenía que inclinarme un poco para recogerla, estaba mi copa de vino blanco, delicado y lento como la música y el leve perfume de algas podridas que venía desde los remansos del río, alumbrando las cosas de una tibieza semejante a la de los hilos de luz que cruzaban el emparrado junto a la puerta del cortijo y flotaban sobre el polvo o el polen, en torno a la cruda mancha negra del automóvil, sobre la música recobrada y dispersa y el rumor de las voces que se confundían a mi espalda con el choque de las cucharillas contra la porcelana de las tazas de café y el delgado cristal de las copas que un golpe de viento volcó sobre los manteles. Vino Mariana, antes de verla supe que venía porque reconocí su paso y el modo en que su presencia estremecía el aire, para traerme un café y un cigarrillo encendido, y se quedó a mi lado, en cuclillas, de cara a la ciudad y a la brisa del río que le levantaba el pelo sobre la frente, como si viniera a una cita que sólo para nosotros dos no era invisible. Al darme la taza puso una mano en mi hombro y el pelo le tapó un lado de la cara. Exactamente así la dibujó Orlando: no un rostro, sino la forma pura de un deseo, y cuando esa noche, ya regresados a la casa, me entregó el dibujo, estaba ofreciéndome el signo de una tentación demasiado indudable para mi cobardía.
«Mariana está sola, en la biblioteca», dijo: «Está sentada, fumando, como tú, mirando el humo mientras oye la música, esperándote. Hasta Manuel sabe que si no se ha acostado todavía es porque quiere encontrarse contigo. Todo el mundo parece saberlo aquí, menos tú. Os he estado viendo desde que bajé del tren ayer por la mañana. Dais vueltas por toda la casa, buscándoos el uno al otro, y os cruzáis como dos sonámbulos, como si todavía os quedara tiempo. Hace tres años que os buscáis y os escondéis así, ¿no te acuerdas? Entraste en mi estudio y no te atrevías a mirarla porque estaba desnuda. Ni siquiera ahora te atreves a mirarme a mí. Y no finjas que estás borracho o que eres un adolescente despreciado por la mujer que amas. Abre los ojos, Solana. Soy yo, tu enemigo, soy Orlando.»
Cierro los ojos como aquella noche, cuando escuchaba a Orlando tendido en el sofá de flores amarillas del gabinete, y oigo de nuevo su voz murmurada y grave y como silbando en mi oído mientras desataba las cintas rojas de su carpeta y la abría para mostrarme el retrato de Mariana. Era ya medianoche y parecía que la casa y el mundo estuvieran deshabitados. Sólo nosotros, Orlando y yo, separados por la mesa del gabinete en la que yacía el dibujo bajo la luz de la lámpara, sólo el perfil de Mariana trazado sobre el papel y acaso sobre el fondo oscuro de las estanterías de la biblioteca, la voz de Orlando latiendo como la sangre en mis sienes con la indolencia pesada del alcohol. Me incorporé apoyándome en el filo de la mesa, torpe y cobarde frente a las pupilas no exactamente humanas de Orlando. «Déjame en paz», le dije, «vete y déjame solo», pero él aún no se movió ni apartó sus ojos de los míos. Rozaba, golpeaba muy quedamente la superficie de la carpeta con sus cortos dedos sucios de pintura, y el sudor le brillaba en el cuello y entre el pelo escaso de la frente como un maquillaje que se deshiciera bajo la luz demasiado próxima de la lámpara. «No es preciso que alces la voz así, Solana, yo no soy tu conciencia. No me importa lo que tú no hagas esta noche, ni lo que no haga ella. Cuando termine su cigarrillo o su copa se irá a dormir o a probarse otra vez el vestido de novia, y tú tendrás la ocasión de concederte otra noche de insomnio. No seré yo quien le discuta a nadie, y menos a ti, el derecho a labrarse su propio fracaso. Pero supongo que me entenderás si te digo que el amor me ha simplificado la vida. Lo único que me importa es pintar y tener conmigo a Santiago. Sé que se va a ir igual que vino, que muy probablemente me dejará cuando volvamos a Madrid y que voy a morirme cuando se vaya, pero ni siquiera eso me da miedo, Solana, el miedo es una trampa, como la vergüenza, y yo ahora estoy vivo y soy invulnerable.»
Orlando firmó el dibujo, puso la fecha al margen y se lo entregó con una sonrisa de claudicación y ternura dirigida a sí mismo, como si al oír sus propias palabras hubiera comprendido de un golpe la fiebre entera de su amor y la inminencia del tiempo en que sería otra vez desterrado a la soledad. Abrió la puerta del gabinete y antes de salir al corredor volvió a mirarme. «Todavía se oye la música en la biblioteca. Te está llamando.» Cuando me quedé solo, el dibujo cobró del todo su imperiosa cualidad de invitación y molde exacto y vacío para una ausencia. La melena ondulada y corta sobre los pómulos, la grave sonrisa pensativa, no en los labios, sino en la mirada fija en una lejanía de papel en blanco, de palabras no pronunciadas ni escritas y gestos congelados. Ya no existía el vino ni su disculpa o su niebla, sólo la línea clarísima del dibujo contra la luz de la lámpara, y tras ella los ojos, la presencia de Orlando, que ya no era un testigo, sino la figura y la voz en las que se encarnaba la única parte lúcida de mi pensamiento. Por eso, cuando apareció Manuel en la puerta de la biblioteca, recién regresado del cortijo, y Mariana fue hacia él y lo besó con la codicia de quien ha sobrevivido a una espera demasiado larga, yo supe que si levantaba la cabeza iba a encontrar los ojos cómplices o acusadores de Orlando, espía de mi rencor, de la trama oculta tras la quietud de las cosas tan impunemente como la geometría que ordena la disposición de las figuras de un cuadro para que parezca inducida por el azar.
Figuras inmóviles en la biblioteca, como en un escenario excesivamente iluminado o en el estudio de un fotógrafo donde la prolongada exposición al calor de los focos hiciera relucir sus rostros con un brillo de cera. Medina, de uniforme aún, porque había venido del hospital militar, como todas las noches, para reconocer a Manuel. Utrera sombrío y solo entre los otros, como un invitado en una casa hostil, reprobando en silencio todos los signos de desorden que habían traído a la casa las vísperas de la boda, el impudor de Mariana, el pantalón ceñido de Santiago, la risa obscena de Orlando. Amalia, parada junto a mí con una bandeja de aperitivos y botellas, recién venida de las habitaciones altas donde doña Elvira murmuraba cosas y maldecía y se miraba en los espejos con su vestido de luto retorciéndose las manos juntas en el regazo. Orlando, en el sofá, con las rodillas devotamente unidas a las de Santiago, permitiéndose indecencias menores, leves caricias de bujarrón en un parque furtivo, de viejo verde trémulo y enamorado que no se decide a tocar los muslos de una niña. Figuras vueltas hacia Mágina en la explanada del cortijo, de espaldas a la cercanía de la dispersión y la muerte, a la mano y a la pupila para las que sin saberlo posaban. El cuadro iba a llamarse Une paríie de plaisir, pero cuando dos años después le pregunté por él, Orlando ya no podía recordar su título y ni siquiera el propósito que alguna vez tuvo de pintarlo. No sonó la campanilla del zaguán cuando llegaron, sino una de las aldabas de la puerta exterior, que Manuel o Amalia cerraban siempre hacia la medianoche, cuando se marchaba Medina después de tomar una última copa en el gabinete y ya no quedaba nadie en los bajos de la casa. Manuel no se había acostado aún, estaba en el jardín, a oscuras, aguardando a que viniera el sueño en la delicada noche de principios de junio, y un viento con olor a glicinias le había traído las campanadas del reloj de la torre desde la plaza del general Orduña, pero sólo oyó los violentos aldabonazos cuando Amalia, alumbrándose con una lámpara de petróleo, abrió del todo las puertas encristaladas que comunicaban el comedor y el jardín. Venía descalza y en camisón y la claridad de la lámpara agrandaba en su rostro todavía entumecido por el sueño el espanto de quien ha despertado de una pesadilla. «Don Manuel», llamó, buscándolo en la oscuridad, «están llamando a la puerta. He preguntado quién es pero no dicen nada». Por un momento pensó o quiso pensar que era Solana que volvía, empujado por uno de aquellos arrebatos que mucho tiempo atrás habían sido rasgos usuales de su condición, y que venían siempre precedidos por un estado de singular desidia. «Ha terminado el libro», pensó antes de abandonar el jardín, a donde no llegaba sino muy amortiguado y lejano el estrépito de las aldabas de bronce, «ha terminado el libro y vuelve a Mágina para mostrármelo, o simplemente ha decidido que está harto del cortijo y quiere marcharse esta misma noche a Madrid o a alguna parte donde le proporcionen un pasaporte falso para marcharse de España», pero cuando salió al patio y oyó de cerca los golpes que estremecían los cristales de la galería y de la cúpula supo que en ningún momento había esperado que fuera Solana quien llamaba y que no le era preciso abrir la puerta para adivinar los rostros y los uniformes que iba a encontrar al otro lado. «No abra usted, don Manuel, que se lo van a llevar como cuando terminó la guerra.» Amalia, sosteniendo la lámpara a la altura del rostro de Manuel, de espaldas a la puerta, sujetaba su mano para impedirle que descorriera los cerrojos, y entre sus dos cuerpos temblaba la luz bajo la pantalla de cristal ahumado como si también en ella chocara el eco a cada instante más perentorio de los golpes. «Apártese, Amalia, suba ahora mismo a su habitación», dijo Manuel, y le quitó la lámpara, advirtiendo que sus propias manos sólo dejaron de temblar cuando asieron el hierro frío de los cerrojos, cuando dio un paso hacia el interior del miedo y vio ante sí a los hombres que habían venido a buscarlo. Más tarde, ya en el sótano del cuartelillo donde le ordenaron que mirase el cuerpo tendido sobre la mesa de mármol, recordó que antes de abandonar la casa había escuchado a sus espaldas unos pasos en la escalera y una voz o un grito que pertenecían a su madre. «No es nada, señora, no hay de qué preocuparse», había dicho uno de los hombres, el que vestía de paisano, volviéndose desde el zaguán hacia la figura, inmóvil por el estupor y la cólera que Manuel no quiso mirar, «se trata de una comprobación sin importancia. En un par de horas le devolvemos a su hijo». Antes de cerrar la puerta, saludó a doña Elvira tocándose con los dedos el ala del sombrero, miró luego la fuente sin agua y las copas de las acacias, sonriendo aún, como si íntimamente aprobara la quietud de la noche, tomó firmemente del brazo a Manuel y dio una orden en voz baja a los guardias civiles, que bajaron sus armas y caminaron tras ellos como un cortejo de silencio por los callejones vacíos donde resonaban sus botas y el roce de los fusiles contra los carruajes.
El hombre de paisano, a quien los guardias llamaban «mi capitán» adoptó desde el primer momento en su trato con Manuel un aire afable no malogrado del todo por su evidente voluntad de parecerse a Glenn Ford. Estaba calvo y usaba unas patillas demasiado largas y una gabardina desabrochada y absurda que no se quitó cuando fue a sentarse tras la mesa de su despacho, bajo un retrato ecuestre del general Franco. Antes de hablar torcía la boca y apretaba los labios mirando al suelo o a un papel escrito a máquina que había sobre la mesa y cuya única finalidad, supuso Manuel, era dilatar la cobardía y la espera de quien iba a ser interrogado. «Manuel Alberto Santos Crivelli», leyó el capitán, alzando luego los ojos del papel para mirarlo meditativamente, como si buscara en su rostro la confirmación de que era exacto el nombre que le atribuía, «propietario de la finca rústica denominada " La Isla de Cuba", sita en el término de Mágina, junto al río Guadalquivir. ¿Me equivoco?». Moviendo apenas la cabeza Manuel sostuvo la mirada del capitán. Estaba en pie, con las manos juntas y las piernas un poco separadas, y la mano oscura de su herida, avivada por el miedo, ascendía segura hacia el corazón sajando como un cuchillo el tejido húmedo de los pulmones, y cada silencio que se prolongaba entre las palabras del capitán era un foso que acrecía el vértigo y los latidos abriendo paso al filo ávido del cuchillo cada vez más próximo al corazón. «¿Es cierto que por invitación de usted el llamado Jacinto Solana Guzmán se trasladó a dicha finca el día uno de abril del presente año?» El capitán leía con dificultad, o acaso era que fingía estar leyendo y no recordaba del todo las palabras que precisaba decir ni el modo justo en que debía repetirlas. «Estaba enfermo», dijo Manuel en voz tan baja que no creyó que el capitán lo hubiera escuchado, «el médico le aconsejó que pasara una temporada en el campo». Como en algunos sueños, no le bastaba el aire para levantar la voz, y una sensación de asfixia o de légamo en la garganta borraba las palabras para dejar únicamente el movimiento breve y vacío de los labios. Bruscamente el capitán se puso en pie, dobló el papel y lo guardó en un bolsillo de la gabardina. «Está enfermo», repitió, la cara vuelta hacia el suelo, los labios apretados, fingiendo de manera inexacta la sonrisa triste que había visto en las películas. «Acompáñeme, si no le importa.»
El sótano olía a hospital y a piedra húmeda y a una cosa penetrante y corrupta que Manuel reconoció antes de que el capitán encendiera la luz quedándose junto a la puerta mientras él avanzaba. Olor de viejas ropas empapadas, de ovas o cieno o agua detenida. Bajo una luz como de quirófano de guerra el cuerpo estaba tendido en una mesa de mármol con los bordes manchados de sangre, como el mostrador de una carnicería. Los calcetines negros, húmedos todavía, se habían escurrido hacia los tobillos, mostrando una carne muerta y sucia como la luz y la superficie entre blanca y gris del mármol. La montura metálica de las gafas, recuerda Manuel, retorcida y rota, hincada en el coágulo donde la sangre era un poco más oscura que el barro, el agujero hondo como una tráquea rebanada del que apartó los ojos al descubrir que no era la boca, el hilo negro que había atado las varillas de las gafas. Como pormenores de un mal sueño reconoció el pantalón que él mismo había regalado a Solana cuando se marchó al cortijo y la chaqueta a cuadros con una quemadura de cigarrillo en la solapa. «No les bastó con matarlo. Tal vez ya estaba muerto cuando lo sacaron del río, pero ellos no podían resignarse a que la cacería terminara así. Estaba muerto y lo han pisado y alguien ha seguido disparando desde muy cerca hasta agotar el cargador.» Retrocedió sin volverse todavía hacia el capitán, sin mirar el rostro deshecho ni la mano que pendía entreabierta proyectando en el suelo una sombra parecida a la rama de un árbol, sólo los zapatos hinchados, los calcetines demasiado cortos en los tobillos puntiagudos y definitivamente helados en un luto de quirófano. Ahora el capitán fumaba recostado en el muro, con las manos en los bolsillos de la gabardina. «¿Reconoce usted a ese hombre?» Desde una distancia que ya sabía más duradera que el dolor, porque había habitado en ella, extranjero de todo, desde el día en que vio muerta a Mariana sobre las tablas del palomar, Manuel dijo el nombre de Jacinto Solana como una vindicación y un homenaje, y al pronunciarlo por un instante sintió que el hombre a quien aludía estaba a salvo del envilecimiento de la muerte, inmune a la soledad de su propio cuerpo tendido sobre una mesa de mármol.
«Así que era su amigo. Su amigo Jacinto Solana, dice usted. Usaba su cortijo para esconder a bandidos buscados por la Guardia Civil. ¿No lo sabía usted? Nosotros sí lo sabíamos. Ayer noche, cuando fuimos a interrogarlo, disparó contra nosotros. Hay un guardia muerto y otro gravemente herido. Debiera usted buscarse otra clase de amigos, señor Santos Crivelli. Puede que su apellido no vaya a servirle siempre para que olvidemos quién es.» El capitán apagó la luz y cerró con llave la puerta metálica al salir del sótano. Manuel caminó a su lado hacia los despachos y los interrogatorios vencido por una intensa sensación de deslealtad y de culpa, como si al apagarse la luz sobre la mesa donde yacía Jacinto Solana él lo hubiera dejado solo en el frío y la muerte. Pensaba en las gafas rotas, en las manos descoyuntadas y abiertas, en el cuerpo abandonado en la oscuridad, y no le importaban o no oía las preguntas del capitán ni los golpes de la máquina de escribir y ni siquiera las cosas que él mismo respondía, y cuando salió del cuartelillo y vio la claridad azul del amanecer fue como si el sótano, los interrogatorios, el humo y la voz del capitán, hubieran desaparecido al mismo tiempo que la noche inmediata y lejana en la que sucedieron: como si también su identidad y su vida hubieran sido canceladas al final de la noche, de tal modo que ahora, cuando caminaba hacia la plaza de San Pedro, cuando veía la fachada blanca y las ventanas circulares al otro lado de las acacias, percibía con una clarividencia sin inflexiones de compasión ni ternura el espacio vacío que lo circundaba para siempre, su límite tan delgado y preciso como una línea de compás, tan irrevocable como la puerta metálica tras la que había quedado el cuerpo de Jacinto Solana. Abrí temblando la puerta de la biblioteca, pero los pasos que desde el patio había oído que sonaban en ella no eran de Mariana. De rodillas junto a la mesa donde Manuel solía sentarse para clasificar los libros o fingir que revisaba las cuentas del administrador, Utrera buscaba algo en los cajones inferiores, entre un desorden de papeles tirados en torno suyo que se apresuró a recoger cuando me vio entrar. Precipitadamente cerró los cajones y se puso en pie, alisándose el pelo, la chaqueta, sonriendo como si quisiera disculparse o explicar algo. «No podía dormir», dijo, «he bajado para buscar un libro». Por un momento permanecía mudo en la puerta de la biblioteca, y no dije nada cuando Utrera pasó junto a mí explicándome otra vez su insomnio y moviendo la cabeza mientras se despedía con la deferencia servil de quien ha sido sorprendido cometiendo un acto reprobable y sonríe sabiendo que es inútil la simulación. Pasó ante mí y su rostro se desvaneció en mi conciencia como si lo hubiera visto desde la ventanilla de un tren. Así miraba todas las cosas entonces, todo huía devorado por el imán del tiempo y yo avanzaba inmóvil hacia el desierto porvenir donde Mariana no existía, donde yo no existía. «Mariana está sola en la biblioteca, te está esperando», había dicho Orlando, pero no había nadie en la biblioteca ni en el patio de losas de mármol y columnas ni en ninguna parte a donde yo pudiera ir. Estaba encendida la luz en el comedor y por las altas puertas de cristales pintadas de blanco venía el aire de la noche con olor a celindas y el ruido rítmico de la cadena del columpio. Sobre el piano había una caja con cigarrillos ingleses y una botella de whisky cuya presencia acepté como una invitación.
Bebí sentado frente a la puerta del jardín, frente al sendero amarillo que dibujaba la luz sobre la grava y que se detenía justo al pie del columpio y de la palmera. A Mariana le gustaba mecerse allí muy despacio, rozando el suelo con la punta de sus sandalias blancas, tan ensimismada y rítmica en su movimiento que sus gestos parecían una manera de medir el tiempo o de rendir la vida a su deshabitada duración. Cuando ella y Manuel entraron en el comedor yo había terminado mi cigarrillo y mi copa y me disponía a subir a mi dormitorio, calculando de antemano el miedo con que cruzaría otra vez el patio y subiría las escaleras donde tal vez ella iba a aparecer, el miedo a verla y a no saber decirle nada o a no verla y apurar el desengaño de cada uno de mis pasos por los corredores vacíos. Imaginaba que mi viaje de regreso hacia el dormitorio y el insomnio no iba a terminarse nunca porque no podía aceptar la posibilidad de no volver a verla aquella noche. Era igual que otras veces, en los años pasados, cuando la acompañaba hasta la puerta de su casa contando los pasos y los minutos que faltaban para llegar a ella y sabiendo que la dejaría sola mientras buscaba la llave de su portal y caminaría luego de regreso por las mismas calles esperando con una infinita sensación de deseo y fracaso que fueran sus pasos los que escuchaba a mis espaldas, que viniera su voz para pedirme que volviera con ella, inventando una excusa, ofreciendo una última copa. Igual que entonces, cuando me volvía creyendo que me llamaba alguien y que era su voz la que pronunciaba mi nombre, la oí ahora, próxima e imposible, oí su risa irrumpiendo en el comedor y cuando me volví hacia la puerta temiendo que el espejismo de su voz no fuera sino una de las usuales trampas del deseo, los encontré a ellos, a Mariana y a Manuel, que venían abrazados y se separaron al verme, porque nunca se abrazaban cuando estaban conmigo.
Huíamos cada uno de la mirada de los otros y nada era más temible que el silencio, o que una mirada detenida en el silencio. Mientras Manuel llenaba las copas y encendíamos los cigarrillos aún estábamos a salvo, no era del todo necesario hablar sin que quedara una sola tregua o un resquicio entre las palabras, pero luego, cuando nos sentamos los tres, la conversación adquirió el desasosiego de una huida contra un jinete que nos persiguiera sin apartarse nunca de nuestros talones, y escuchábamos nuestras propias palabras sintiendo la cercanía acuciante de su final, tras el que estaba el silencio y también las únicas palabras que nos importaban y que no íbamos a decir. Un segundo de silencio era tan intolerable como una copa vacía o una mano que no sostuviera un cigarrillo, y ese juego de palabras tranquilas y entrelazadas por la desesperación se hacía más arduo porque había muy pocas cosas de las que pudiéramos hablar que no contuvieran la posibilidad de un agravio o no aludieran al viaje que al cabo de dos días iba a separarnos. Igual que se habían apartado el uno del otro cuando me vieron en el comedor, ahora hablaban de su viaje a París eludiendo toda señal de entusiasmo excesivo, enumerando la probable incomodidad del avión que tomarían en Valencia, los trámites oficiales que les aguardaban en cuanto llegaran a Francia, el miedo a no saber instalarse en un país y en un idioma extranjero. «Yo», dijo Manuel, «que casi nunca he salido de Mágina», y bajó la cabeza como si de pronto lo hubiera vencido una melancolía que no formaba parte del juego de mitigar su felicidad para no excluirme de ella. «Manuel tiene miedo», dijo Mariana, mirándome por primera vez con tan intensa fijeza que vi un pozo de soledad en sus pupilas grises o azules. Ahora las palabras empezaban a nombrar las cosas oscuramente guardadas en el silencio, y por un momento adiviné que no era sólo de la culpa o del pudor de lo que estábamos huyendo. «Tiene miedo de que perdamos la guerra y no podamos volver a España.» Ella y Manuel y yo sabíamos que no era eso o no exactamente eso, pero lo estaba desafiando y me miraba para saberse más firme, con esa parte de frialdad que había en ella, esa manera suya -y de Beatriz, pensé de golpe, asombrándome de haber tardado tanto tiempo en descubrir esa similitud con Mariana- de no aceptar la cobardía y la dilación de los hombres, capaces, como Manuel, como yo mismo, de gastar la vida en una perpetua simulación de rebeldía o decencia que no les sirve para renegar del todo de los deseos que alguna vez merecieron e instalarse resignada o serenamente en la realidad ni para rasgar los límites de vergüenza y sucia desidia que no les permiten alcanzarlos. Al comprender me estremecí como si mientras me miraba Mariana estuviera usando mi presencia para transmitir a Manuel la herida de su desafío. Ahora yo, que tanto me había complacido en espiar su mutua ternura para ofrecérmela a mí mismo como el contrapunto de mi abandono, de mi desesperación y mi rencor, formaba parte de la misma trama enconada y oscura que latía bajo sus abrazos igual que las palabras no dichas en el silencio del que ya no sabíamos huir. «A Manuel le da miedo marcharse de Mágina», dijo Mariana, limpiándose los labios después de haber apurado su copa con premura excesiva, buscando aliento en el alcohol, entendí, no audacia, sólo la tentadora sensación de que las palabras no obedecen a la voluntad, sino a una especie de fatalidad o letargo que ellas mismas impulsan: «Le da miedo dejar su casa y su biblioteca y su palomar. A él le gustaría que no fuera preciso pagar para conseguir lo que uno desea. Quiere tenerlo todo al mismo tiempo, su casa, su mujer, su ciudad. Su amigo Jacinto Solana. Díselo ahora, Manuel. Dile que te gustaría que todo siguiera siendo como el día en que él nos presentó.» Cuando Manuel levantó la cabeza me di cuenta de todo el tiempo que hacía que no nos mirábamos a los ojos. Tomó aliento y entreabrió los labios pero no dijo nada, sólo llenó la copa de Mariana y la mía y volvió a dejar la botella en el suelo, mirando hacia el jardín, como si hubiera creído descubrir en la oscuridad una presencia furtiva. Bebí un trago y hablé para que el silencio no pudiera derribarnos del todo o para eludir el rostro sereno y frío y los ojos de Mariana tan cobardemente como aquella tarde de 1933, en el estudio de Orlando, me había puesto a mirar el lienzo recién empezado y los dibujos colgados en la pared para no ver a Mariana desnuda. «Qué más quisiera yo que poder marcharme. No a París, como vosotros, sino mucho más lejos, y no volver nunca, o únicamente cuando ya fuera un extranjero y lo pudiera mirar todo como un extranjero.» «Adonde», dijo Mariana, reclinada hacia mí. Con las dos manos mantenía su pelo castaño apartado de la cara y apoyaba los codos en las rodillas abiertas, como si el alcohol o una devastadora sensación de desarraigo no le permitieran sostener en alto la cabeza. Dijo adonde y la pregunta era una parte contenida y fiera de su desafío, pero yo no le respondí porque Manuel había empezado a hablar al mismo tiempo, y sus palabras no borraban la interrogación de Mariana, sólo la dejaron suspendida en el aire, en medio de nosotros, igual que la mirada gris o azul que permanecía firmemente detenida en mis ojos: «Siempre queríamos marcharnos. Mirábamos aquel mapa de la escuela, te acuerdas, muy agrietado, de hule, tan antiguo que en el centro de África seguía habiendo un gran espacio en blanco. Tú me lo señalabas y decías que nos escaparíamos de Mágina para descubrir las fuentes del Nilo.» «Jacinto se escapó», dijo Mariana, sonriendo, y por un instante su sonrisa nos absolvió a los tres. «No lo suficiente. Si lo hubiera hecho ahora no estaría aquí.» Premeditadamente callé y la pregunta de Mariana, que había permanecido en el aire como la nota de un violín que se prolonga en otra más aguda cuando ya su sonido se extinguía, volvió a su voz al tiempo que ella se levantaba sin motivo y daba unos pasos hacia las puertas del jardín, volviéndose desde allí para mirarnos como si nos hubiéramos quedado muy rezagados en el tiempo y nos invitara a seguirla. «Dónde estarías.» Recordé un mapa y un libro y una postal coloreada a mano donde se veían despedazadas escalinatas y columnas rojas. Nunca había sido un propósito, sino un nombre que relumbraba como cobre batido y un lugar imposible, encrucijada de longitud y latitud que señalaba el dedo índice sobre el azul inviolado de los planisferios. «En Creta, por ejemplo. O en la isla donde Ulises vivió siete años con la ninfa Calipso. Nunca entendí por qué la dejó para volver a Ítaca. Me gustaba imaginar que la Odisea es un poema incompleto, y que en el último canto, que debió perderse o que tal vez fue condenado al fuego, Ulises abandona Ítaca a las pocas semanas de dormir con Penélope y se hace al mar de nuevo para volver a la isla de Calipso. Debe ser intolerable vivir en el sitio que uno ha recordado sin tregua durante veinte años.» «Por qué», dijo Mariana, no mirándome a mí, sino a Manuel, que aún parecía perdido en el letargo de una meditación deshecha por el alcohol. «Porque no hay nada ni nadie que merezca tanta lealtad.» Mariana volvió hacia nosotros dejando gotear su vaso vacío junto a la cadera, oscilando un poco, como si estuviera bebida o intentara un paso de baile que no acertaba a recordar. Con ella venía el silencio a ocupar otra vez su sitio entre nosotros, el deseo inútil de adelantar mi mano para entreabrir un poco más la camisa de Mariana y rozar sus pechos que imaginaba tan tibios y translúcidos como la piel de sus sienes, y también la conciencia de cada uno de los minutos de la tregua secreta que me había ido concediendo yo mismo desde que los vi entrar en el comedor y supe que tenía que irme y que no podía irme. Tregua cada palabra, cada cigarrillo y bocanada de humo y trago crudo de alcohol quemándome los labios, tregua y límite y reloj detenido cuando ya no era posible intentar ninguna palabra contra el silencio. Por eso los tres nos sentimos ávidamente salvados cuando la voz y la risa de Orlando entraron en el comedor como un golpe de viento que estremeciera las ventanas. Él y Santiago traían el pelo húmedo y los ojos brillantes y olían a ropa limpia y a una colonia femenina que era como un aviso impúdico de su felicidad. «Traidores», dijo Orlando, apoyándose en el hombro desnudo de Santiago, apuntándonos con el dedo índice como un tirador ebrio que no logra detener su punto de mira en el blanco, «parecía que toda esta casa era ya un mausoleo pero vosotros seguíais aquí para beberos a nuestras espaldas la última botella». Buscaron copas en el aparador y al abrir la puerta de cristal derribaron una bandeja provocando un estrépito de vidrios rotos y agudos en el suelo que nadie fue a limpiar. Él y Santiago apartaron a puntapiés los cristales rotos y llenaron luego sus copas hasta que el whisky se derramó en los bordes y les manchó las manos que se limpiaron sin apuro en el costado de los pantalones, riéndose y apoyándose el uno en el otro como si la fatiga no les permitiera del todo estar borrachos, sólo fingir la ebriedad, una obstinada y vacua y desesperada alegría. «Te he estado oyendo, Solana», dijo Orlando, «estábamos Santiago y yo detrás de la puerta y te oíamos contar esas historias tuyas de viajes que no vas a hacer nunca. Solana, hermano mío, judío errante, ¿estás seguro de que tu padre no es cristiano nuevo? Porque si no lo es no me explico ese destierro tuyo, ese no ser de ninguna parte ni de nadie y ni siquiera de tu pudor y tu vergüenza que es judía y católica. Miradlo: míralo tú, Mariana. Todavía tiene vergüenza. Todos vosotros la tenéis. Y me parece que la República es el nombre que dais a vuestra vergüenza, aunque sabéis que esta República no es vuestra y que esta guerra que todos vamos a perder no hubiera sido nunca vuestra victoria. Gane quien gane, y no vamos a ganar nosotros o vosotros o quienquiera que sea esa República de las banderas y la Gaceta Oficial, tú habrás perdido, Solana, no porque tu bando sea más débil o porque esos hijos de puta de franceses e ingleses se hayan inventado ese sucio mandamiento católico de la no intervención, sino porque tu sangre de judío sin patria te impide la posibilidad de pertenecer a un bando de vencedores. No me miréis así. Pertenezco a la Federación Anarquista Ibérica porque me falta el pudor o la vergüenza que obligan a mi amigo Jacinto Solana a ser miembro del Partido Comunista. Si a principios de este mes yo hubiera estado en Barcelona y no en Madrid ahora estaría fusilado o encerrado en una de esas cárceles republicanas que defiende la vergüenza, pero Dios o el príncipe Piotr Kropotkin han querido que viviera en Madrid y que vosotros me invitaseis a esa boda de mañana en la que os vais a casar con la decencia, Mariana y Manuel, igual que mi amigo Solana se casó con el pudor cuando se afilió al Partido Comunista. Dicen, primero la guerra y luego la revolución, exactamente igual que una muchacha decente entretiene a su novio en el portal, porque primero son las caricias, y luego la entrega feliz en el matrimonio. Pero esa espera es un fraude: esta guerra es el acabamiento del mundo, y no vendrá un porvenir tras ella».
En los gestos de Orlando había una ficción de augur que recita versos por los teatros viejos de provincias. Con qué arrogancia se movía entre nosotros, libre, no atrapado por nuestro silencio, indemne a todo, incluso a la súbita vejez que ya adivinaba que vendría cuando lo desertara el amor, firme y cruel como un héroe recién regresado del infierno. «Tú nunca has descendido, Solana», me decía, «tú aún no has escrito lo que debes escribir porque no has bajado al infierno y no sabes lo que es volver y conservar el grado de razón preciso para recordarlo». Ahora Manuel y Mariana y yo nos diluíamos al contacto de sus palabras como se diluye un sueño cuando irrumpe en él victoriosa y obscena la realidad del despertar, el frío de los amaneceres más allá de las sábanas. Como si posara para un fotógrafo de postales levemente pornográficas, Santiago bebía y se acodaba en el piano con su camiseta roja de enamorado mercenario, y daba forma en los labios a un beso de turbia ternura cada vez que Orlando se callaba para recobrar el aliento y buscaba en sus ojos una confirmación que él no siempre concedía. Cuando lo vi bajar del tren llevando la carpeta y el equipaje perdido de Orlando creí que Santiago era un adolescente, pero ahora, aquella noche, víctima de las trampas sucesivas de desengaño y corrección que solía tenderme el conocimiento, lo descubrí más viejo que Orlando y que la ternura de Orlando, más viejo y vil que cualquiera de nosotros, anterior a todo, como una estatua de piedra con los labios pintados o una de las mujeres de muslos lívidos que me miraban desde los portales de ciertas calles la primera vez que llegué a Madrid. Vestía una camiseta roja que descubría su pecho débil y ensombrecido por un vello que le había crecido acaso en los últimos meses no para declarar ninguna clase de hombría sino para desmentir crudamente el espejismo de adolescencia que uno podía hallar en su rostro, y un pantalón blanco y muy ceñido a las caderas que se movían como moluscos o caderas de mujer. Orlando, extraviado en una borrachera que él debía imaginar sagrada, lo besó en los labios y con un salto de su cuerpo demasiado torpe fue a sentarse sobre la tapa del piano, provocando un eco de una sola nota baja y muy larga. Desde allí, balanceando las piernas, nos miró como desde el sitial de un orgullo no tocado por la vergüenza.
«Ya no hace falta fingir ni renunciar», dijo, señalándome, «porque lo que viene ahora es el Apocalipsis. Acordaos de lo que cuentan los periódicos sobre Guernica. Bombas de fósforo y tierra quemada, un incendio de azufre, como en las ciudades de la llanura. Os da miedo vuestro deseo porque aún no habéis aceptado que no es posible elegirlo sin elegir al mismo tiempo la indignidad y la traición. Eso que vosotros habéis descubierto ahora lo supe yo cuando tenía doce o trece años y me di cuenta de que me gustaban los hombres y no las mujeres. Por eso podéis enamoraros y seguir sintiendo la necesidad de la decencia. Deseáis a una mujer, a Mariana, por ejemplo, y os sentís un poco desleales y un poco adúlteros, pero no sabéis nada del miedo a una tentación que si fuese descubierta os haría recibir la palabra más sucia como una señal de vergüenza. Voy a pintar un cuadro: todos vosotros, esta mañana, en el cortijo, bajo esa luz que ni Van Gogh pudo imaginar, unidos por la culpa, y yo solo, a un lado, como Velázquez en Las meninas, mirándoos como si únicamente existierais en mi imaginación y pudiera borraros con sólo cerrar los ojos, como un dios».
Luego las cosas ocurrieron de un modo que ya he renunciado a ordenar o explicar. He recordado y he escrito, he roto hojas de papel donde sólo había trazado el nombre de Mariana, he acudido tenazmente a las supersticiones de la literatura y de la memoria para fingir que existía en los actos de aquella noche un orden necesario. En los insomnios de una celda de condenados a muerte me he sorprendido a mí mismo tratando de recobrar uno por uno los menores sucesos mordido por la perentoria urgencia de no rendir al olvido ni uno solo de los gestos casuales que más tarde, en el recuerdo, relumbraron como signos. He vuelto a mirar los ojos de Mariana, que diez años después, cuando volví a la casa, seguían tan fijos en mí como en el estudio del fotógrafo, cuando aún no sabía que era una despedida infinita e inmóvil lo que se me estaba revelando en ellos. Salgo afuera, a la explanada del cortijo, y la luna que vuelve blanca la tierra entre las copas de los olivos es la misma luna que aquella noche estaba detenida en el aire de mayo cuando di la espalda a los otros y salí al jardín, oyendo todavía la voz de Orlando y las notas de un aire de jazz que Manuel iniciaba en el piano. Mariana escribía algo en un papel y lo iba tapando con la mano izquierda como si temiera que alguien la estuviera espiando, y cuando levantaba los ojos miraba hacia las puertas del jardín, pero no podía verme, porque para ella eran un espejo. Sentado en el columpio, yo los veía en la luz cuadriculada y amarilla de los ventanales como si mirara una película desde la oscuridad impune, y como en los cines de mi adolescencia, la música del piano contaminaba a las figuras de su lenta melodía convulsa. Mariana dejó de escribir, miró el papel, lo desgarró por la mitad y luego lo hizo trozos muy pequeños que fue dejando caer de su mano cerrada cuando se levantó y cruzó el comedor y se detuvo en el umbral del jardín antes de caminar hacia donde yo estaba, pisando el sendero oblicuo de la luz.
La música que tocaba Manuel y los pasos de Mariana cobraron al mismo tiempo una dirección indudable. Con la cabeza hoscamente hundida entre los hombros Manuel miraba sus propias manos y el teclado como si se asomara al brocal de un pozo, urdiendo con violenta delicadeza el ritmo de aquella canción, Si no volvemos a encontrarnos nunca, que durante aquellos días yo oí incesantemente en el gramófono de la biblioteca. Puedo recordar tras la cuadrícula blanca de los ventanales la mancha roja de la camiseta de Santiago, que atendía en silencio, veo o muy probablemente imagino a Orlando parado junto a él sin atender a la música, mirando la espalda de Mariana cuando se detuvo en la puerta del jardín y adivinando paso a paso lo que iba a suceder cuando ella caminara de nuevo. Sentado en el columpio, inmóvil, la vi venir hacia mí y aparté los ojos de ella cuando estuvo a mi lado. Su mirada tenía un brillo oscuro de lago bajo la luna, una hondura intocada y lisa como sus sienes o sus pómulos o la piel tibia de sus muslos cuando ascendí mis manos bajo la falda para acariciarlos. «Orlando tiene razón», dijo, sentándose junto a mí, impulsando un poco el columpio con las puntas de los pies, «dice que eres intratable. Estamos todos en el comedor escuchando a Manuel y de pronto das media vuelta como si te marcharas para siempre y te vienes aquí, para mirarnos desde lejos». Estábamos juntos en el espacio del aire que delimitaba su perfume, y al empujar el columpio ella se reclinaba un poco sobre mí y me rozaba el rostro con su pelo, pero la cercanía de los cuerpos hacía más intensa y física la línea nunca vulnerable, la distancia justa en la que se detiene y niega una caricia. «He bebido mucho», dije, sin mirarla aún, «y ahí dentro hace demasiado calor». Mariana me tomó la cara entre las manos y me obligó a mirarla, quitándome luego de los labios el cigarrillo que yo estaba fumando y tirándolo al suelo, como si me desarmara. Ahora el brillo de sus ojos dilatados en la oscuridad parecía muy próximo a las lágrimas o a una forma de ternura que nunca hasta esa noche había yo sabido encontrar en ellos. «Siempre me hablas así, desde que llegaste a Mágina. Me dices que hace calor o que has bebido demasiado o que tienes prisa por marcharte a Madrid porque estáis preparando ese congreso de escritores pero si no te miro no puedo reconocer tu voz, como si fuera otro el que me habla, y si miro tus ojos para estar segura de que sigues siendo tú parece como si no me conocieras. No es que no me mires o que no me hables. Es peor aún, porque miras a través de mí y me hablas como a una estatua. Me he pasado dos meses en esta casa pensando en el día en el que tú vinieras, imaginando que iba a conocer contigo los sitios donde jugabas de niño, esa plaza con álamos de la que me habías hablado tantas veces, y ahora, cuando has venido, estás más lejos que si te hubieras quedado en Madrid. Antes de que vinieras a Mágina al menos tenía la esperanza de recibir una carta tuya. Pero no me has escrito en todo este tiempo.» A cada instante la música venía desde más lejos y se borraba a veces del todo tras la voz tan próxima y murmurada de Mariana, y mirar hacia el comedor mientras me hablaba ella era como pasar de noche junto a la ventana de una casa donde los postigos abiertos revelan una cena familiar sorprendida y remota. Pensé decirle que desde el día en que la conocí no había dejado de escribirle: que todas las cosas que desde entonces había escrito y publicado no eran sino los capítulos de una infinita carta únicamente dirigida a ella, que incluso cuando iba en aquellos turbulentos camiones de milicianos a recitar romances en el frente de Madrid y subía al tablado y oía el aplauso que levantaban mis versos estaba pensando en ella y buscaba su rostro y su sonrisa imposible de complicidad o aprobación entre las filas de soldados que permanecían en pie envueltos en sus hoscos capotes de guerra. Iba a decirle algo, tal vez una disculpa innoble, y es posible que estuviera a punto de proponerle que volviéramos al comedor con los otros, eligiendo el tono adecuado y neutro de la voz, pero Mariana buscó mi mano en la oscuridad y la apretó despacio, muy tenuemente, al principio, apresándola luego con una tranquila y sostenida violencia que no emergió a su rostro cuando volvió a mirarme. Abajo, sobre su falda, entre los dos cuerpos, las manos se trenzaban y asían emisarias del impudor y del deseo no pronunciado aún. «Te escribiré cuando vaya a Creta», dije, «te mandaré una postal únicamente por el placer de escribir tu nombre y tus apellidos en un lugar tan lejano. Yo creo que no pondré nada más: sólo aquel palacio de las escalinatas y las columnas rojas en un lado, y en el otro tu nombre, Mariana, Mariana Ríos». «Me gusta oírte decir mi nombre. Es la primera vez que lo haces desde que viniste aquí.» «Los nombres son sagrados. Cada cosa y cada uno de nosotros tiene su nombre verdadero, y es muy difícil descubrirlo y decirlo.» «Dime cuál es mi nombre. Dime cuál es el nombre de Creta.» Una sola palabra, pensé, lúcidamente supe, una sola palabra y el límite se rasgará y el miedo como si nunca hubieran existido, como si no sonara esa música interminable en el comedor y no estuvieran iluminados los ventanales frente a nosotros ni abiertas de par en par las puertas que daban al jardín. «Creta es Mariana», dije: en el silencio oí voces que conversaban y no supe a quién pertenecían. Lentísimamente, como si en cumplir aquel gesto tardara uno todos los instantes y días que habían pasado en balde desde que nos conocimos, Mariana aproximó sus labios a mi boca desde la lejanía de la otra esquina del columpio, desde la tarde en que la vi desnuda en el estudio de Orlando, desde cada una de las horas en que la tuve y la perdí sin saber que todos los actos de mi vida, también el miedo y la culpa y la postergación, se habían ido confabulando minuciosamente para preludiar aquella isla en el tiempo en la que yo la besaba y lamía sus lágrimas y me dejaba derribar atrapado en su cuerpo repitiendo su nombre igual que ella pronunciaba el mío como si todo lo que tuviéramos que decir se hallara cifrado en nuestros nombres. Rodamos sobre la tierra y sobre la hierba fría como animales ávidos de oscuridad, y yo abrí o desgarré su camisa para mirar sus pechos blancos en la claridad de la luna que relumbraba en ellos mientras sus manos buscaban y acariciaban, torpe, delicadamente ahondando entre el pantalón y la camisa, muy torpe y muy delicadamente ahondando entre la piel y el tejido áspero del pantalón.
Abrí luego los ojos y una violenta luz que no venía del comedor me obligó a cerrarlos. Estábamos tendidos y la luz de una ventana muy alta caía sobre nosotros tapándonos con la sombra de una figura sola que se perfilaba en ella. Sin levantarnos del suelo ni deshacer del todo el abrazo que mutuamente nos defendía de la fatiga y de la recobrada vergüenza huimos hacia la oscuridad, y por un momento la luz siguió encendida como un rectángulo amarillo y vacío sobre el lugar donde nos sorprendió, pero la sombra espía ya no estaba en la ventana. No tuvimos el arrojo de volver a mirarnos hasta que la luz no se apagó. Antes de que la culpa subiera hacia nosotros y nos anegara como una sucia marea nocturna, Mariana, arrodillada frente a mí, me tocó los labios, los párpados, la nuca, hundió sus dedos en mi pelo y otra vez me atrajo hacia su boca, repitiendo mi nombre con una entonación oscura que lo volvía desconocido, como si ya no aludiera a mí, sino a otro hombre cuyo rostro no alcanzaba ella a ver del todo en la oscuridad del jardín, porque estaba destinado a borrarse sin dejar cenizas o atributos de orgullo en la memoria en el momento justo en que nos levantáramos para volver al comedor.
«Se han ido todos», dijo Mariana, sonriéndome aún, mientras se abrochaba los botones de la camisa. Me peinó con sus dedos, y con un pañuelo que olía exactamente igual que su piel me limpió la boca manchada de carmín, y cada gesto era una leve señal de confabulación y ternura. Como si camináramos por una ciudad desconocida me tomó del brazo mientras cruzábamos el jardín, reclinada en mi hombro, y en el umbral del comedor se detuvo y me abrazó por última vez, alzando las caderas para adherir su vientre al mío. El piano estaba destapado y había vasos y botellas vacías sobre la mesa, en el suelo, junto a los cristales rotos y la mancha del alcohol derramado. Mariana encendió un cigarrillo y me rozó la cara al ponérmelo en los labios, y luego se marchó, con la cabeza baja, y estuvo a punto de volverse hacia mí cuando llegó a la puerta, pero no lo hizo, sólo permaneció quieta un momento y cerró muy cautelosamente al salir hacia el patio, como si no quisiera despertar a alguien. Desde el atardecer se levantaba la niebla sobre las barrancas rojizas y los cañaverales y las altas adelfas blancas de las orillas, aletargándose en los recodos del río. La niebla era densa y azul en las noches de luna y se volvía opaca, sólida, blanca o levemente amarilla cuando de madrugada empezaba a alumbrarla la claridad del sol, prolongándose sobre el curso del río, muy pegada a la tierra, igual que el humo de las hogueras que en los días helados de diciembre reptaba entre las carnadas de los olivares y no llegaba a alzarse sobre las copas grises de los olivos. En la niebla era más intenso y lejano el silbido de los trenes nocturnos, únicos relojes de medir la duración del insomnio, emisarios del mar, y desde la otra orilla del río, desde el otro lado de los raíles del ferrocarril, «La Isla de Cuba» emergía al amanecer como una isla en la niebla, que aún yacía en largos jirones entre los almendros y se desprendía muy lentamente de los tejados bajos de la casa, como las últimas aguas de una cautelosa inundación en retirada cuya crecida no hubiera advertido nadie. Desde la ventana de su habitación, alta sobre la niebla y las laderas del río como sobre el foso de un castillo, Jacinto Solana, recién despertado por el paso de un mercancías interminable y cerrado como los trenes de la guerra, miraba antes del amanecer una oscuridad que se iba volviendo plata y azul y ceniza con la disciplinada lentitud con que se mueve el tiempo en los relojes. Era, tal vez, porque la anotación de su diario carecía de fecha, una mañana de mediados de abril, cuando Solana aún no veía próximo el final de su libro y lo desesperaba el miedo a la posibilidad de no terminarlo nunca, desorden de páginas amputadas y noches sin dormir y ceniceros llenos de colillas mientras el silencio estéril era estremecido por los ladridos de los perros y el fragor como de tormenta lejana de algún tren que cruzara el puente de hierro sobre el Guadalquivir. Era sin duda el tiempo en que aún llevaba siempre consigo la pistola que vio Frasco el primer día en el fondo de su maleta de cartón, entre los fajos de cuartillas escritas a máquina que él ataba cuidadosamente con cintas rojas y el traje oscuro y la camisa que habían sido de Manuel el primer día, la primera tarde, cuando Frasco le mostró el antiguo pajar con la ventana sobre el río donde Minaya iba a encontrar veintidós años después el cuaderno azul y el casquillo de bala envuelto en un trozo de periódico, Solana desató las cuerdas de su maleta y fue sacando de ella su breve equipaje de fugitivo con una especie de metódico ensimismamiento que excluía la conversación y el desorden, como quien vive siempre en los hoteles y sabe de la desolación de llegar a ellos en una tarde de domingo. Y con la misma naturalidad con que dispuso su ropa sobre la cama y sus cuartillas manuscritas y en blanco en los ángulos de la mesa, Frasco lo vio sacar la pistola, que era muy grande y parecía recién engrasada, y ponerla encima de las cuartillas como un pisapapeles, al lado del tintero y de la estilográfica, como si no fuera un arma, sino un objeto neutro y de algún modo necesario para la escritura, y cuando aquella noche bajó a cenar a la cocina la pistola le abultaba el bolsillo derecho de la chaqueta. Al principio sólo escribía y esperaba, dijo Frasco, y la pistola y la pluma permanecían siempre al alcance de su mano, incluso cuando dejaba el espacio de su reclusión para dar un paseo muy breve entre los almendros o beber con él unos vasos de vino junto al fogón donde hervía el puchero de la cena. Como si nunca dejara de esperar a alguien, miraba el puente sobre el río y la vereda que terminaba ante la casa, y sentado junto al fuego se quedaba fijo en el resplandor de las llamas sin atender a Frasco, buscando acaso tras el crepitar de la leña un indicio de que al fin llegaban los pasos de sus perseguidores, calculando el tiempo aún no gastado de la tregua, las páginas en blanco que aún le faltaban por escribir.
«Luces de Mágina en la oscuridad, sobre la niebla, reflejándose en ella como en el agua de una bahía muy lejana. Brillo incierto y líquido, velas encendidas en las capillas últimas de las iglesias. Todo parece dormir, pero nada duerme, ni nadie. Luces de Mágina sobre una gran llanura de insomnio.» Más tarde, cuando empezaban a ladrar los perros y se oía removerse a los mulos en el vaho caliente de las cuadras, la ciudad iba naciendo en la cima de su colina al tiempo que se amortiguaban las luces, surgida de la nada, de la oscuridad o la niebla, concretándose como al azar en torno a una torre picuda y más alta que los tejados o sobre la línea exacta de la muralla. Desde la ventana de su habitación Jacinto Solana buscaba entonces en la lejanía la huerta de su padre, la mancha blanca y mínima de la casa junto a la alberca y el álamo, pero no podía distinguirla en la espesura unánime que se dilata y desciende entre las estribaciones de la muralla y las primeras líneas de olivos como un oasis que circundara a la ciudad, y poco a poco aquella claudicación de su mirada adquirió para él una tonalidad de alivio que también aludía a su memoria, como si la distancia que no podían descifrar sus ojos se estableciera igual entre su conciencia presente y la costumbre fatigada y culpable de los recuerdos. Mágina, desde «La Isla de Cuba», era un pormenor de un paisaje o de una acuarela de Orlando, no una ciudad, sino su estampa remota, un pretexto dócil para la contemplación, un recinto vacío y dispuesto a ser ocupado por la literatura, y quienes habían habitado en ella o la habitaban aún fueron perdiendo muy despacio y casi dulcemente su cualidad de criaturas reales para culminar del todo su transfiguración en personajes de un libro que a finales de mayo, según supo Minaya por el cuaderno azul, estaba muy próximo a sus páginas finales y no se alzaba ya como un propósito imposible o una forma íntima de asedio, pues había terminado siendo para Jacinto Solana un hábito casi apacible de su reclusión en el cortijo, igual que el vino y las conversaciones con Frasco y las caminatas sin norte entre los olivos que lo llevaban muy lejos de la casa, en dirección a la sierra, hasta laderas de pizarra desnuda y broncos valles de tierra roja o de color de azufre tan despojados de toda señal de presencia o de mirada humana como los mares de la Luna. Al cabo de dos meses de vivir en «La Isla de Cuba», el antiguo dolor y la antigua ternura envenenada de rabia y de remordimiento se mitigaban como la forma de un rostro que ya no es posible recordar, y por eso las páginas de aquel cuaderno que encontró Minaya en el forro de una chaqueta lúgubre contenían, entreveradas al relato atroz de la última noche que vivió Mariana y de la aparición de su cadáver en el palomar, anotaciones menores, escritas en los márgenes o en el reverso de las hojas cuadriculadas, en las que la voz del narrador hasta entonces entregado y apresado en la trama se desdoblaba como replegándose hacia una actitud de testigo. «28, mayo, 47. A mediodía hace mucho calor y bajo al río a bañarme. El agua helada. Dos páginas después de comer, sin una sola tachadura.» «30 de mayo, 9 de la noche, un aeroplano sobre la vertical de Mágina, cuando atardecía: largo rastro de humo tintado de un rosa más débil que el de las nubes. Incluirlo tal vez en el capítulo del cortijo, al final, cuando regresan a la ciudad y nadie habla en el coche.» En la madrugada del 30 de mayo. Solana estaba escribiendo probablemente un pasaje que Minaya no pudo encontrar, y al que aludían algunas anotaciones del cuaderno azul: Manuel entra en el dormitorio nupcial llevando en brazos el cadáver de Mariana y lo tiende sobre la cama deshecha. Minaya, que imaginaba aquella escena como un recuerdo propio, la encontró abruptamente convertida en una cuestión de estilo: «Corregir la caída del camisón, de modo que no descubra los muslos. Sólo las rodillas, muy delgadas, sucias de estiércol. Prohibida la palabra "exangüe".»
Dice Frasco que al final ya casi nunca escribía, o al menos no del modo obsesivo en que lo hizo durante las primeras semanas, y que incluso la pistola desapareció del escritorio y de su bolsillo, como si hubiera olvidado el miedo o ya no le importara. Casi al final, en el cuaderno azul, en las palabras de Frasco, el hombre a quien Minaya había perseguido y edificado hasta otorgarle un destino tan firme como las fechas de nacimiento y muerte que delimitaban su biografía, se escapaba de golpe y no dejaba tras de sí más que algunas notas triviales y el recuerdo de una tranquila indolencia, como un libro en cuyo mejor capítulo el impresor dejó por descuido algunas páginas en blanco: volvía luego, pero con otra voz y un rostro que en la imaginación de Minaya era tan desconocido como la frialdad de las últimas páginas de su diario, para contar la llegada de Beatriz a «La Isla de Cuba» y su partida hacia la serena certeza de la muerte que los estaba aguardando, a ella y a los dos hombres que la acompañaban, cuando cruzaron la puerta del cortijo y se internaron entre los. almendros, y ya no había nada después, sólo las hojas cuadriculadas donde Solana no llegó a escribir sino la fecha exacta del último día de su vida, subrayada con un trazo firme de la pluma, como una larga rúbrica final: 6 de junio de 1947, madrugada, apenas veinticuatro horas después de que consignara la terminación del último capítulo de su libro. Pero del mismo modo que de aquellas páginas en las que se había resumido y salvado no quedaron para el porvenir instaurado en la primavera de 1969 por Minaya sino algunos fragmentos y borradores, tan difíciles de ordenar o explicar como los escombros de un templo enterrado, así las últimas horas de su vida se emboscaban en una oscuridad sólo parcialmente desvelada por el testimonio de Frasco, que no lo vio morir, que únicamente oyó los disparos y los gritos de quienes lo perseguían por los tejados del cortijo y la ladera fangosa del Guadalquivir y pudo ver, cercado por los fusiles de los guardias, cómo arrojaban su cadáver a un camión como un saco de barro.
«Yo había subido a Mágina», dijo Frasco, «para ver a mi madre y arreglar de camino con el administrador las cuentas de unos jornales, y cuando aquella noche llegué de vuelta al cortijo vi que había luz en la ventana de don Jacinto, pero no quise molestarlo, porque me imaginé que estaría escribiendo, así que encerré la muía en la cuadra y me fui a dormir y a eso de las cuatro o las cinco de la madrugada me desperté sudando de miedo porque había soñado que estaba otra vez en la guerra y que me mataban. Entonces oí disparos muy cerca y pasos que subían por las escaleras y tres civiles entraron en mi habitación derribando la puerta y me hincaron en el pecho los cañones de los fusiles mientras uno de ellos me ponía una linterna tan cerca de los ojos que yo no podía ver nada. Por sus gritos y por el modo en que me miraban y me golpeaban me di cuenta de que esta vez no querían asustar a don Jacinto o llevárselo a la cárcel, sino matarlo allí mismo como a una alimaña. Pero él se defendió, él mató a uno de ellos y hasta cuando ya lo habían herido de muerte debió esconderse en los cañaverales y siguió huyendo río abajo, porque tardaron varias horas en encontrar su cuerpo y el sol ya estaba alto cuando lo trajeron arrastrando por la orilla y lo tiraron al camión».
A Frasco aquella inexplicada y súbita irrupción de la muerte, que venía como un golpe de viento invernal para cobrar su fruto y se alejaba luego al mismo tiempo que los retemblados del motor del camión sin dejar en las cosas señal alguna de su paso, sin que perdurase su infamia, en la mañana de junio, nada más que un charco de barro y ovas frente a la puerta del cortijo, le pareció la confirmación de un destino de luto iniciado ocho años atrás, cuando una patrulla de falangistas llegó a la plaza de San Lorenzo para llevarse a Justo Solana con las manos esposadas y una mancha de sangre en una esquina de la boca. Eran iguales, supo siempre, aunque no se hubieran hablado durante tantos años, aunque el padre no hubiera sabido escribir ni leer ni abandonado nunca no ya Mágina, sino la plaza de San Lorenzo y su huerta al pie de la muralla y el camino que conducía a ella, porque esos tres lugares constituían el único paisaje que le importaba en el mundo. Frasco, que había jugado de niño con Jacinto Solana y había oído en su primera juventud, en conversaciones de barbería o taberna, la historia del hijo levantado contra su padre y desertor de su tierra que huyó una noche para tomar un tren hacia Madrid, comprobó en «La Isla de Cuba» que Jacinto Solana vivía habitado por la sombra de su padre, y que la nunca clausurada huida o deserción que inició veintidós años atrás al subir por fin a uno de aquellos trenes cuyas sirenas como de buques invisibles lo habían soliviantado desde que tuvo memoria se convertía y terminaba en regreso. Su pelo gris, sus tensas quijadas sin afeitar, su duro gesto de soledad y desdén cobraban cada día una semejanza más interior y oscura con los rasgos de su padre, y aun el modo en que se entregaba a su devoción insomne por las palabras escritas repetía con misteriosa lealtad el vínculo obsesivo que desde principios de siglo había mantenido Justo Solana con la tierra que él mismo roturó y desbrozó y en la que edificó una casa y cavó un pozo de aguas hondas y heladas sin otra ayuda que la de sus propias manos ni otro impulso que no fuera el de su voluntad de no obedecer a nadie y su orgullo de fundador y único dueño de su tierra y su vida. De noche, cuando Frasco volvía a la casa y encendía el fuego y preparaba la cena en la vasta cocina donde en las madrugadas del invierno se congregaban las cuadrillas de hombres antes de salir con sus largas varas de brezo hacia los olivares, Solana bajaba de su habitación con un aire de extravío o fatiga y se sentaba junto a la chimenea para beber despacio un vaso de vino mientras miraba o atizaba el fuego y no decía nada aún, como si no hubiera regresado del lugar y del tiempo donde lo confinaba el ejercicio de la literatura ni restablecido el trato con la realidad: miraba entonces el fuego con el mismo lento estupor con que había mirado una cuartilla en blanco, buscando en su presencia vacía el indicio de una palabra futura, y sólo después de haber bebido unos vasos de vino que Frasco llenaba como un copero sigiloso parecía recobrar el uso de la palabra y la conciencia cierta del lugar donde estaba, simulacro o modelo de otra región y otra casa tan firmes en las páginas de su manuscrito como «La Isla de Cuba» sobre la orilla del Guadalquivir. Hablaba de su padre, de una manera indirecta, al principio, como rondando su recuerdo sin atreverse a invocarlo, con un pudor muy semejante al miedo o a la sensación de lejanía que lo injurió para siempre aquella mañana de su infancia en que se despidió de él en la penumbra de un corredor de la escuela, prefiguración o advertencia de la definitiva despedida, tantos años después, en la oscura noche de mayo de 1937, cuando se volvió desde la vereda para decirle adiós y lo vio viejo y vulnerado y solo a la luz ya remota del fuego que había encendido para cocinar la cena que él no quiso compartir. Hablaba al principio como para sí mismo y solía elegir las imágenes más antiguas que le quedaban de su padre, pero no tardó en comprobar que Frasco no era sólo un testigo, sino también un cómplice de su memoria, porque le contaba cosas del viejo Solana que él había olvidado o no había sabido nunca y desmentían bruscamente la figura fatigada y abstracta en la que el olvido había sedimentado sus recuerdos, de tal modo que cuando oía a Frasco hablarle de su padre era como si de pronto descubriese el verdadero rostro de un desconocido, como hallar una mirada fija y extraña y sin embargo familiar y descubrir al fin, tras un instante de irrepetible alucinación o lucidez, que es uno mismo quien sin advertirlo se estaba viendo en un espejo. Supo, por ejemplo, que en los últimos tiempos de su vida en Mágina, antes de que empezara la guerra, Justo Solana había dado en frecuentar, siempre solo y como clandestinamente, las tabernas de borrachos tristes cuyas luces se encendían de noche en las últimas casas del arrabal de la muralla, supo que la soledad, que su casa desierta y demasiado grande, que su fiera determinación de no aceptar la excusa de la vejez cuando el trabajo lo rendía, lo habían ido degradando con la lenta y ahincada constancia con que el paso del tiempo degrada y desfigura un rostro y arrasa los lugares donde nadie vive. Alguna vez lo vio Frasco caminar hacia la plaza de San Lorenzo tanteando las paredes, como si avanzara en la oscuridad, y dijo que en un bolsillo de su chaqueta solía llevar bien doblado y visible algún periódico de Madrid en el que venía la firma de Jacinto Solana. Lo recordaba una tarde, en un rincón de la barbería, impaciente y hosco, pasándose la mano por el mentón sin afeitar mientras aguardaba su turno y no atendía a la conversación de los otros. «Oye, Frasco», le dijo, y sacó el periódico desdoblándolo con extremo cuidado, como si temiera que sus grandes manos fueran a romper aquella materia frágil y desconocida, no el papel, sino la trama tenue de las palabras impresas, «tú que sabes leer, busca una cosa que me han dicho que ha sacado mi hijo. Pero no lo leas muy alto, que no quiero que se enteren ésos». Guardaba luego el periódico y se palpaba el bolsillo como quien se asegura de que no ha perdido una valiosa cartera, y volvía a sacarlo en las tabernas últimas de la noche, ya gastado, como su gesto, anacrónico, inútil, sucios los bordes por donde lo doblaba y las esquinas de las páginas donde dejaba la huella de su pulgar humedecido con saliva, y lo extendía y alisaba sobre el mostrador para preguntarle a alguno de los opacos bebedores si sabía leer y pedirle que buscara un nombre y un apellido en las hojas descabaladas que él tan secretamente conocía.
«Eran iguales», dijo Frasco, «y los mataron igual, como mataban entonces a la gente, sin preguntar ni explicar nada, llegaban un día a la casa de alguien y se lo llevaban en un coche y luego aparecía en una cuneta o al lado de la tapia del cementerio con un tiro en la nuca y las manos atadas con una cuerda o un trozo de alambre. De muchos decían que los mataban porque se habían señalado cuando la guerra, pero al padre de don Jacinto de lo único que lo podía acusar era de no haber pisado una iglesia en toda su vida, y lo fusilaron igual, como si hubiera hecho algo, y don Jacinto pensaba que había sido por su culpa, "para vengarse de mí, Frasco, nada más que para eso", me decía, y yo creo que si al principio de venir aquí tenía aquel desasosiego que no lo dejaba descansar ni dormirse por las noches no era por ese libro que estaba escribiendo, sino del remordimiento de conciencia que le daba al pensar en la muerte tan mala que había tenido su padre. Y mientras, el loco Cárdena allí, en la sierra, a un paso del cortijo, sabiendo todo lo que sabía y acordándose muy bien, aunque parecía que hubiera perdido el juicio, porque había sido miliciano, y no de los que se jugaban la vida en el frente, sino uno de aquellos que andaban siempre con el mono limpio y el gorro terciado y eran muy valientes cuando desfilaban por la plaza de Mágina o lo paraban de noche a uno para pedirle los papeles. El loco Cárdena era el único que sabía por qué mataron al padre de don Jacinto y quién lo denunció. Un día, que estaba borracho o loco de verdad me dijo que él estuvo en la patrulla que fue a buscar a aquel falangista, Domingo González, que llevaba casi un año escondido en el desván de la casa de unos parientes suyos, y que al final pudo escaparse aunque lo persiguieron a tiros por los tejados. Llegaron a la casa antes de que amaneciera, para cogerlos dormidos, pero la puerta era muy fuerte y tenía todos los cerrojos echados, así que les hizo falta un hacha para derribarla».
Los ojos de un azul tan pálido como el de las venas que se traslucían bajo la piel de las sienes, de un azul desleído y líquido como el de los ojos de los ciegos, la barba escasa en las mejillas, larga y ganchuda en el mentón, rígida, como postiza, cruzada por un hilo de saliva brillante que él relamía mientras miraba algo con sus pupilas de animal en acecho, parado entre los olivos, con su perro cojo y misántropo jadeando adherido a las perneras de su pantalón, inmóvil como un árbol en la lejanía, en la ladera que cada noche escalaba seguido por el perro y las cabras medio salvajes de su rebaño para volver al refugio de lajas de pizarra donde él y las cabras y el perro desdentado y cobarde vivían en una obscena confusión de muladar o de establo. Antes de que Frasco lo condujera a su choza y levantara la sucia cortina para penetrar en la oscuridad donde brillaban unas pupilas no animales ni humanas, sólo circulares y fijas, despojadas de toda pertenencia a un cuerpo, de todo vínculo con la luz que relumbraba afuera, en los hinojos amarillos y en las duras esquirlas de los acantilados, pupilas de fósforo encendidas por la sinrazón o el espanto, Solana había visto de cerca al loco Cárdena una sola vez, en la orilla del río, y fue como encontrar de frente a un animal que desafía quieto y luego huye como en un relámpago sin que perdure otro signo de su aparición que la punzada súbita de sus ojos. Indescifrable como un animal, como el perro cuyo bronco jadeo lo había impulsado a volverse urgido por la certeza de que no estaba solo, el loco Cárdena contemplaba a Solana con un gesto de atención impasible, y antes de huir lo estremeció una convulsión violenta y rápida como un escalofrío y dijo algo o simplemente abrió la boca y no pudo recordar cómo era el idioma de los otros hombres, porque decía Frasco que desde la primavera del 39, cuando se internó en la sierra huyendo de las tropas que ocupaban Mágina, el loco Cárdena no había mantenido otro trato en su soledad que el de las cabras y el perro cojo que caminaba siempre tras él como una prolongación de su sombra, de modo que su locura fingida había terminado por volverse cierta y ya no sabía hablar sino en bruscos monosílabos y breves frases sincopadas como jadeos o ladridos que casi nunca llegaba a concluir. La choza donde vivía, adherida a una pared vertical de pizarra, se prolongaba muy honda en una caverna en cuyo recodo último se había cobijado el loco Cárdena con su perro cuando Frasco y Solana entraron a buscarlo. Temblaba, sosteniendo sobre las rodillas muy juntas un viejo máuser que seguía guardando siete años después de terminar la munición, y acariciaba el lomo maltratado del perro mientras movía la cabeza sin atreverse a levantar los ojos y maldecía y negaba como si lo acusaran en un sueño. «Yo no me acuerdo de nada. Yo no tuve culpa. Fue el otro, paró al viejo, le dice, dame el hacha. Luego les dijo que fui yo.» Soltó el fusil, que cayó al suelo con el temblor de las rodillas, y se arañó la barba o arañó el aire con sus largas uñas curvadas y duras, como picos unánimes, retrocediendo hasta apoyar la nuca en la pared. «Cárdena», dijo Frasco, dando un paso hacia él, encorvado en la penumbra, porque el techo de la cueva era tan bajo que no les permitía erguirse, y aguardaban allí en una actitud como de vano acecho, agobiados por el hedor del aire, por la espera lentísima, «Cárdena, conmigo no te hagas el idiota, que sabes que no me puedes engañar. Cuéntanos lo mismo que me contaste ayer, cuando te di la garrafa de vino».
Rondaba las lindes de «La Isla de Cuba» y espiaba a Frasco desde muy lejos, sin atreverse casi nunca a pisar la frontera invisible que trazaban los mojones blancos sobre la tierra, pero algunas veces él y su perro se internaban en el cortijo con cautela de lobos y espiaban la casa desde el bosquecillo de almendros o perseguían a Frasco escondiéndose tras los olivos, saltando de uno a otro con una inquietante capacidad de silencio. «Cárdena, sal, que te he visto», gritaba Frasco, quedándose inmóvil, fingiendo que aún no sabía el lugar donde se apostaba el loco, igual que cuando iba de caza y advertía un rastro muy reciente, y al cabo de un rato el loco Cárdena y su perro emergían en medio de la carnada mirándolo con iguales ojos de enajenación y recelo y estremecidos por el mismo jadeo de animales acosados. El loco rondaba la casa y perseguía a Frasco para pedirle una garrafa de vino o un cuarterón de picadura, y cuando al fin se hallaba frente a él dejaba en el suelo, sin decir una palabra, una piel de carnero o un cabrito degollado, como un mercader que ignora el idioma de la lejana región a donde lo ha conducido su viaje, y volvía a esconderse y se quedaba al acecho hasta que Frasco regresaba con el tabaco y el vino. Salía entonces de su refugio como para alcanzar a una presa y cuando escapaba hacia los terraplenes del río iba gritando amenazas antiguas y maldiciones cobardes que en la distancia se confundían con los ladridos de su perro. Llamaba a Frasco traidor y judío y lacayo del capital y le auguraba una muerte de alimaña si se atrevía a denunciarlo a la Guardia Civil, cuyos tricornios y capotes oscuros se le aparecían cada noche en las sombras de los árboles como un ejército inmóvil contra el que libraba fantasmales batallas atrincherado en las bardas del corral donde encerraba a sus cabras, apuntando hacia el valle con su fusil sin munición y gritando blasfemias y desafíos que desbarataba el eco entre los precipicios de la sierra.
Algunas horas después de encontrarse con Jacinto Solana en la orilla del río, el loco Cárdena llamó a Frasco silbándole desde los almendros, pero aquella vez no llevaba un cabrito recién degollado en el morral ni lo amenazó de muerte si no le entregaba cinco litros de vino. «Yo conozco a ese que tienes escondido», dijo, sonriendo con sus ojos vacíos, con la boca abierta y húmeda como el hocico de su perro, que jadeaba junto a él, emboscado en sus piernas. «Aquí el único escondido que hay eres tú, Cárdena. Así que ya puedes irte por donde has venido o llamo a los que tú sabes.» El loco Cárdena y el perro se irguieron temblando al mismo tiempo, como si hubieran percibido el olor o los pasos de un enemigo que se les acercara en silencio. «Lo tienes escondido para que no lo maten como mataron a su padre.» Entonces Frasco se volvió: el loco, satisfecho de haberlo atrapado cuando se marchaba hacia la casa, no dijo nada aún, permaneció en cuclillas, mirándolo, mientras acariciaba al perro, que le lamía la mano, haciendo como que seguía el vuelo de un pájaro entre las ramas de los almendros. «No había forma de derribar aquella puerta», dijo, no a Frasco, tal vez al perro o a sí mismo, a la parte de su memoria no estragada por la locura, oscilando sobre sus rodillas flexionadas, como si oyera una música, «dábamos golpes y no abrían, cómo iban a abrir, si ya sabían lo que buscábamos, y entonces pasó el viejo, montado en el mulo, y ese malnacido que luego nos denunció vio el hacha que asomaba por el serón y dice, camarada, préstanos el hacha, que ahora mismo te la devolvemos, y el viejo se asustó, no quería, y el otro, sacando la pistola, si no quieres por las buenas te la quitamos por las malas, te denuncio, a ver qué haces tú a estas horas con un hacha, el viejo temblando, sin bajarse del mulo, me acuerdo como si lo viera, es para cortar un granado, dijo, para qué va a ser, he subido a Mágina nada más que a coger el hacha y ahora mismo me vuelvo a mi huerta, y el otro le puso la pistola en el pecho y le dice, pues ahora vas a echar abajo esa puerta, que ahí dentro hay unos señoritos que no nos quieren abrir, fíjate qué poca educación, y el viejo, que no se podía tener en pie del miedo que le daba la pistola bajó del mulo y sacó el hacha y al principio miraba como de soslayo y daba los golpes muy despacio, como si no supiera manejarla, hasta que el otro le volvió a acercar la pistola y le dijo que a ver si es que estaba de parte de los falangistas de allí dentro, y el viejo dio tres golpes por el lado de la cerradura y derribó la puerta, y en seguida volvió a guardar el hacha en el serón y sin montarse en el mulo lo tomó de la rienda y se fue calle abajo, pero luego, cuando entraron las tropas, a ese Judas le faltó tiempo para presentarse en Falange y decir que él sabía los nombres de los que mataron a la familia de Domingo González, y que yo mandaba la patrulla, y como se conoce que le pidieron más nombres, pues para congraciarse con ellos denunció al viejo como cómplice y nos buscó a los dos la ruina, ahora que ése no va a estar tranquilo mientras yo viva, porque cualquier día cojo el fusil y voy a Mágina y lo mato, y luego que vengan a buscarme, que no me cogerán vivo ni de noche ni de día, antes me ahorco que entregarme a ellos».
Había hablado como recitando una letanía interminable, en un tono monocorde, indiferente, sonámbulo, la barba rígida contra el pecho y las manos enlazadas sobre las rodillas como para ovillarse en sí mismo o mantener el impulso monótono de su balanceo, y bruscamente, sin que ninguna variación de su voz hubiera anunciado que estaba a punto de quedar en silencio, se mordió los labios y volvió a tomar el fusil incorporándose despacio contra la oquedad húmeda de la cueva, fijo ahora en Solana, con una atención agravada por el espanto, como si hubiera reconocido en él al otro hombre, al muerto, a quien no había vuelto a ver desde aquella madrugada de 1937, regresado de la muerte para perseguirlo hasta el último túnel de su refugio, hasta el final de su memoria o de su locura. No se marcharon aún: siguieron quietos, encorvados frente al hombre que ya no los veía, esperando palabras que no pudieron oír, que no significaban nada. «Cárdena», dijo Frasco, poniéndole la mano en el hombro, como para despertarlo, «Cárdena». «Vamonos», dijo Solana, tras él, en voz muy baja. Cuando lo dejaron solo, el loco Cárdena murmuraba lentos jirones de palabras abrazado al cuello de su perro y se arañaba la barba puntiaguda y rígida con rabia minuciosa, como si cumpliera en secreto una metódica flagelación. No me queda sino el fatigado privilegio de enumerar y escribir, de calcular el instante justo en que no hice lo que debí o pude hacer o el modo en que un gesto o una palabra mía hubieran modificado el transcurso del tiempo como las tachaduras o los pormenores añadidos a mi manuscrito modifican la historia que yo imagino y recuerdo tan despojado de todo propósito de sobrevivir por ella en la memoria de nadie como un escriba egipcio que culminara las figuras y signos de un papiro fúnebre para entregarlas a un cofre hermético y a la oscuridad de una tumba. Ahora sé que si en la madrugada del 22 de mayo de 1937, cuando vi a Mariana caminar descalza y como dormida hacia la puerta que conducía al palomar, hubiera permanecido unos segundos más tras la columna de la galería que a ella le impidió verme, habría visto a unos pasos de mí el rostro de su asesino. Ahora sé que mientras yo me miraba en el espejo de mi dormitorio y escribía a la luz del amanecer los últimos versos de mi vida, alguien empuñaba una pistola y subía silenciosamente los peldaños del palomar y mi padre, que había subido a Mágina en lo más oscuro de la noche para buscar un hacha y volver a la huerta antes de que se hiciera de día, se daba cuenta demasiado tarde de que hubiera debido obedecer el presentimiento de miedo que tuvo cuando vio a la patrulla de milicianos y estuvo a punto tal vez de sujetar la brida del mulo y encaminarse hacia otra calle. Tampoco él debió dormir aquella noche, mientras yo daba vueltas por el dormitorio que iba a abandonar a la mañana siguiente y me sentaba en la cama sin que me alcanzara la voluntad para quitarme las gafas o desatar los cordones de mis zapatos y volvía a levantarme como si hubiera oído que me llamaba alguien para caer de nuevo no contra la almohada, sino frente al escritorio donde una lámpara encendida abría en el espejo una hendidura de claridad en la que mi rostro era un retrato de tiniebla futura y una inerte adivinación del modo en que yo habría de recordarlo todo y del tiempo pasado que se cifraba y congregaba allí para velar mi insomnio y atestiguar el límite último de las simulaciones sucesivas de una biografía tan tenazmente sustentada en ellas que se deshacía de pronto, como la ceniza de un papel que no perdió su forma al consumirse en el fuego, cuando ya no era posible usar el antifaz de una nueva impostura. Sin escribir aún, sin atreverme a salir al corredor porque sabía que en cuanto pisara las baldosas blancas y negras como laberinto de ajedrez iba a caminar hacia el gabinete y la puerta del dormitorio nupcial para oír la risa de Mariana y la respiración oscura de Manuel y el rumor de los cuerpos infatigablemente entrelazados y adheridos, yo fumaba quieto ante el escritorio y me miraba en el espejo, igual que un actor tan poseído por el personaje a quien rinde su vida que cuando una noche, en el teatro vacío, después de la última función, se arranca las falsas cejas y la peluca y va limpiándose el maquillaje con rutinaria pericia, descubre que el algodón empapado en alcohol está borrando los rasgos de su rostro verdadero y único tras el que sólo queda una superficie ovalada y lívida, lisa y vacía como las lunas de dos espejos enfrentados. Como las fotos de Mariana o de nuestra mentirosa y mutua juventud que Manuel guarda y clasifica desde mucho antes de que terminara la guerra con la perseverancia melancólica de un guardián en un museo de provincias, colgándolas en las paredes o situándolas como al azar en los aparadores y en los anaqueles de la biblioteca según un orden tan cuidadosamente establecido en los catálogos de su memoria como invisible para nadie que no sea él, mi rostro, aquella noche, era una lúcida y cruenta profecía de mi pasado, y todas las cosas que nunca supe o nunca había querido saber se congregaban densamente en torno mío, a mis espaldas, en las sombras y esquinas de la habitación, en los corredores de la casa, como lejanos parientes que vuelven con sus trajes de luto para velar a alguien que nunca se acordó de ellos cuando estaba vivo y del que nada sabían desde muchos años atrás. Eran las cuatro o las cinco cuando salí del dormitorio, temiendo encontrarme a alguien en el corredor. Sin duda a esa hora él ya se había levantado y aparejaba al mulo y daba vueltas entre la cuadra y la habitación única que le servía de dormitorio y almacén con el desasosiego de los madrugadores excesivos: de niño, antes de que me llamara, yo me despertaba, alertado por el miedo, al oír sus pasos en la escalera o la violenta tos que le provocaba el primer cigarrillo, y me escondía desesperadamente bajo el embozo de la cama, como si al quedarme inmóvil y con los ojos cerrados pudiera detener o dilatar el tiempo o excavar en la hondura cálida de las sábanas una madriguera donde no llegara el olor agrio del tabaco y los pasos de mi padre que subía de nuevo las escaleras para golpear la puerta de mi dormitorio y arrojarme sin excusa a la ingratitud del frío y del amanecer. Recién peinado, inflexible, con la cara roja por el agua helada con que se había lavado a manotazos en el corral, tan inmune al sueño como a la fatiga o la ternura, renegando de mí, porque andaba todavía como dormido y no acertaba a encontrar la montura de la yegua blanca. Junto a él se agravaba mi torpe lentitud, mi cobardía física en el trato con los animales y las herramientas, de tal modo que su ciego brío en el trabajo me asustaba más que la posibilidad de un castigo. La forma de una azada era tan brutal e intratable como el hocico de un mulo. Él notaba la ineptitud, la cobardía de mis gestos, el aire ausente con que yo cumplía sus órdenes, y movía la cabeza como aceptando una ofensa que nunca hubiera merecido.
Pero yo no pensé ni una sola vez en él aquella noche. Traidoramente, mientras yo aplastaba un cigarrillo en el mármol de la mesa de noche y abría la puerta del dormitorio resuelto a apurar la indignidad o la vergüenza, a aproximarme como un lobo a la región de la casa donde era posible oír la risa y las sucias palabras invitadoras de Mariana, las perentorias órdenes, breves gritos sofocados de exaltación y agonía, el azar empujaba a mi padre como un lento imán hacia su casa de Mágina y modulaba su paso para conducirlo al lugar y al instante preciso en que una puerta cerrada y una pistola y un hacha harían germinar contra todos nosotros la confabulación de la muerte. Quiero detenerlo ahora, cuando escribo, quiero que elija otra calle para volver a la huerta o que tarde tanto en encontrar el hacha que cuando pase junto a la casa donde se escondía Domingo González ya esté derribada la puerta y él se haga a un lado para que el mulo no pise las astillas. Cualquier alteración menor en la arquitectura del tiempo puede o pudo salvarlo y salvar a Mariana y detener al asesino que ya sostenía la pistola y la espiaba acallando su aliento contra las tablas mal unidas de la puerta del palomar. La vio de espaldas, acodada en la ventana, mirando la línea de los tejados y las higueras de los patios sobre la que ascendía el humo lejano de las chimeneas y el helado azul del amanecer como si contemplara el mar desde la cubierta de un buque, serena y sola, como quien ha emprendido un viaje que le fue anunciado por un sueño, desnuda bajo la tela translúcida del camisón que dibujaba la forma de sus caderas y sus muslos en el tenue contraluz de un aire cernido por el silencio y el rumor de las palomas dormidas que despertaron de un golpe y volaron contra las esquinas y el techo del palomar cuando resonó en toda la casa el espanto brevísimo de los disparos. Yo entonces escribía. Ante el testigo que me miraba en el espejo con solemnidad impasible, yo había leído en voz alta, enfermo irremediable de la literatura, los versos que concebí como una frase murmurada y muy larga mientras rondaba sonámbulo el corredor de la galería y el dormitorio nupcial, y en mi voz envenenaba de sombra aquellas palabras que varios meses después habría de encontrar, desconocidas e impresas, indiferentes, definitivamente extrañas, como la belleza de una mujer a quien alguna vez quisimos y ya no puede conmovernos, en las páginas de un ejemplar sucio y descosido de Hora de España que un soldado olvidó en el tren donde nos llevaban al frente. «Mágina», escribí, «22 de mayo de 1937», y cuando iba a tachar una palabra para que se quebrara el ritmo excesivo de uno de los versos, fue como si estallaran todos los cristales de la galería y de la cúpula bajo el estrépito de una multitud de hombres o de animales perseguidos. Tuve un presentimiento de sirenas y de motores de aeroplanos ascendiendo sobre la oscuridad hendida por los reflectores y el relumbrar de la metralla, porque el instinto del miedo me devolvía a las noches atroces de los bombardeos sobre Madrid, pero tras el primer estampido, en cuyo recuerdo inmediato yo discernía ahora voces muy próximas que se alejaban y un tumulto de pasos sobre los tejados y disparos de fusiles, sólo vino un silencio muy semejante al que preludia el silbido de una bomba que no llega a estallar. Corrí hacia la ventana y aparté los visillos y pude ver al otro lado del callejón, muy alta, al filo del alero, a una sombra que corría inclinada y resbalaba sobre las tejas y se perdió al final como si bruscamente hubiera desertado del cuerpo al que perseguía. Luego nada, el silencio, un minuto vacío como la espesura de un bosque donde ha sonado el disparo de un cazador, luego los pasos y las voces y el llanto de una mujer que era Amalia y entraba sin llamar en mi dormitorio para decirme que Mariana estaba muerta en el palomar, y la memoria súbita de Mariana caminando descalza sobre las baldosas frías a un paso de mí, de mi vergüenza oculta tras una esquina de la galería -estaban echadas las cortinas sobre los ventanales del patio, y una figura invisible y simétrica a mi fascinación o a mi insomnio se apostaba tras ellas, tensa la mano en la culata de la pistola y el oído atento al rumor como de roce de seda de las pisadas de Mariana-, del estupor y el deseo acrecido hasta un límite ya indivisible de la voluntad de morir desde que supe cómo era el sabor de su boca y percibí en mis dedos la tibieza húmeda que los apresaba al final de sus muslos. Algunas noches, en la casa, este invierno, he abandonado la habitación de las ventanas circulares creyendo que huía de la máquina de escribir y sólo cuando he llegado a la puerta del gabinete y he visto, al encender la luz, el retrato nupcial donde Mariana me mira con la lealtad de los muertos desde la lejanía de aquella tarde indeleble en que se puso el vestido de novia y obligó a Manuel a ponerse su uniforme de teniente, ya inútil, para posar ante el fotógrafo, he comprendido y aceptado que estaba repitiendo los mismos pasos que di hace diez años para escuchar su voz tras la puerta cerrada del dormitorio donde ella se revolvía enredada a Manuel y respiraba con la misma fiebre que me había derribado bajo su cuerpo cuando decía mi nombre y tanteaba como un ciego mi rostro en la oscuridad perfumada y ávida del jardín. Igual que aquella noche, con el fervor de quien acude a una cita imposible, yo entraba en el gabinete y buscaba bajo la puerta del dormitorio que nadie ha ocupado desde entonces una raya de luz, indicio de la que alumbró el brillo de los cuerpos y siguió encendida cuando amanecía en la ventana, cuando Manuel quedó dormido de fatiga y felicidad y Mariana, apartando muy cuidadosamente el brazo abandonado al sueño que aún ceñía su cintura, se puso el camisón y cerró los postigos antes de salir, para que la claridad del día no despertara a Manuel. Me quedaba parado junto a la puerta de cristales del gabinete, y no había en el aire el olor ya olvidado del cuerpo de Mariana, sólo la discordia entre la inmovilidad de los lugares y la fuga del tiempo, la persistencia de la mesa con tapete verde y del reloj de bronce sostenido por una Diana cazadora y del sofá de flores amarillas que ya estaban allí mucho antes de que Mariana llegara a la casa y que tal vez permanezcan en la misma indiferente quietud cuando Manuel y yo hayamos muerto. Avanzaba, tras encender la luz, me servía acaso una copa de anís de la botella que Manuel y Medina dejaron sobre la mesa después de apagar la radio donde habían oído las músicas remotas del Himno de Riego y La Internacional, hurtaba un cigarrillo rubio de la pitillera de Manuel y cuando alzaba los ojos hacía la fotografía oval, desde cualquier ángulo de la habitación, Mariana estaba mirándome, fija en mí, como si me persiguieran sus ojos en el gabinete igual que me buscaron, sin que un solo gesto o un movimiento de la cabeza la delataran, mientras el fotógrafo preparaba su cámara y ordenaba las luces y Orlando y yo conversábamos en voz baja en la penumbra que cubría la otra mitad del estudio. Como la delicada huella del roce de una hoja que perteneció a un árbol extinguido en otra edad del mundo y sobrevive para siempre trasmutada en fósil, o las nervaduras de una concha fijadas en la roca que está muy lejos del mar con una precisión más inalterable que la de las efigies de las monedas antiguas, así el instante en que encontraron mis ojos la mirada de Mariana, después de todo un día en que nos eludimos como dos cómplices que no quieren ser vinculados a un crimen, perduró gracias al azar y al fogonazo del magnesio más firme que la memoria y tan indudable como el perfil o la leve túnica de bronce de la Diana cazadora que estuvo siempre sobre el aparador del gabinete. Oía desde allí el jadeo tenaz y fracasado de Manuel y la carcajada y la súplica rota por un largo quejido en el que no reconocía la voz de Mariana, y aún seguí sin moverme, atento como un espía y apoyado en la oscuridad, cuando se hizo el silencio y la respiración de los dos cuerpos rendidos llegó hasta mí como el sonido del mar que uno escucha y todavía no ve tras una línea de altas dunas. Yo escribía imaginariamente, contaba sílabas y palabras como si segregara una materia inevitable y ajena del todo a mi voluntad, largo hilo de baba y sucia literatura tan interminable como el flujo del pensamiento que me seguía a todas partes y trazaba la forma de mi destino y de cada uno de mis pasos. Seguido, empujado por la literatura, calculando bajo el remordimiento y los celos y el miedo a que alguien me sorprendiera en el gabinete la posibilidad espuria de contar aquel trance en el libro futuro que siempre estaba a punto de empezar a escribir, salí al corredor tanteando las paredes y los muebles, y ya volvía hacia mi habitación cuando el sonido de una baldosa suelta que alguien pisaba a mis espaldas me hizo esconderme tras una esquina de la galería. La vi pasar tan cerca que hubiera podido tocarla con sólo extender una mano impulsada por el instinto de repetir una sola caricia, pero su cercanía era tan remota y prohibida como la de los ciegos, y como a ellos la circundaba un espacio irremediable de soledad. Despeinada, descalza, con un cigarrillo recién encendido entre los labios muy pálidos, su cara alumbrada por el alba tenía la misteriosa intensidad de una mirada que lo adivinase todo, una serena luz entibiada por los estragos del amor y la melancolía de la fatiga y del conocimiento, como si al final de aquella noche su belleza y su vida se hubieran depurado de todo atributo banal para resumirse en la perfección de unos pocos rasgos indelebles, del mismo modo que a Orlando le habían bastado unas pocas líneas trazadas como al azar sobre el espacio blanco del papel para dibujar un perfil de Mariana que nunca pudo ser apresado por las fotografías.
Luego, cuando la vi tendida y muerta ante todos nosotros, entendí que tal vez no era la luz del amanecer lo que afilaba sus rasgos, sino una secreta adivinación de la muerte que ya la estaba llamando hacia el palomar con una voz que únicamente ella escuchaba. «¿No ha oído usted el tiroteo, don Jacinto? Han matado a la señorita Mariana.» Amalia lloraba tapándose la cara con las dos manos, y yo no entendía aún o no aceptaba, me levanté del escritorio y la sacudí por los hombros, le aparté las manos de la cara y la obligué a mirarme porque no comprendía sus palabras borradas por el llanto, y ella se limpió las lágrimas y señaló hacia arriba repitiendo que una bala perdida, que un disparo en la frente, que Mariana estaba muerta ante la ventana sin postigos del palomar, con las rodillas sucias de estiércol y el camisón levantado hasta la mitad de sus altos muslos blancos, con las manos extendidas y abiertas y la cara vuelta hacia un lado y medio tapada por el pelo. Cuando yo subí al palomar Manuel ya le había cerrado los ojos. Estaba arrodillado junto a ella y no lloraba, sólo adelantaba una mano casi firme en la que apenas se advertía el violento temblor que le estremecía los hombros para tocarle muy delicadamente las mejillas o apartar de su boca un mechón de pelo que había quedado prendido de sus labios entreabiertos. Parecía que temblaba de frío junto a un fuego apagado y que nunca iba a levantar la cabeza y a erguirse para volver hacia nosotros, que estábamos oscuramente agrupados ante la puerta del palomar como si un mandato no pronunciado o la línea de un círculo en cuyo centro exacto yacía la cabeza de Mariana nos prohibieran avanzar un solo paso hacia ella. Agrupados, inmóviles, cercados por un silencio en el que el llanto de Amalia latía contra nuestra conciencia unánime como la desgarradura de una herida, sólo nos disgregamos transitoriamente cuando Medina y el juez y un capitán de la Guardia de Asalto se abrieron paso entre nosotros para examinar el cuerpo de Mariana, y enseguida, como si el espacio por donde ellos pasaron nos hiciera vulnerables, nos agrupamos de nuevo para cerrarlo empujados sordamente por esa premura cobarde que reúne a una multitud rodeada por el miedo. Orlando, a mi lado, apretando mi mano, sin mirarme, sin mirar a Santiago, cuyos ojos todavía estaban aletargados por el sueño y acaso por el alcohol de la noche última, Utrera, que parpadeaba y tenía una respiración muy honda entrecortada a veces como por una punzada de dolor, doña Elvira, de perpetuo luto, fija no en Manuel ni en Mariana, sino en un lugar del aire donde no había nada, tal vez en la franja dorada y azul del cielo de mayo que delimitaba el rectángulo vacío de la ventana o en el tejado por donde unos guardias avanzaban a gatas buscando algo entre las tejas rotas, Amalia, que lloraba a gritos y se retorcía las manos grandes y rojas con las que a veces se arañaba el pelo o se limpiaba los ojos y la boca en un gesto sumario. Recuerdo su llanto largo como el gemido de un perro y el modo en que le temblaban a Manuel los hombros y las rodillas cuando Medina lo ayudó a levantarse y lo apartó hacia nosotros, llevándolo como a un sonámbulo o a un ciego que de repente se hubiera quedado solo en las calles de una ciudad desconocida. Me acerqué a él, dije en voz baja su nombre, «Manuel, soy yo, Solana», con desesperada ternura, con inútil pudor, tomándolo del brazo, con una torpe y ciega piedad que iba destinada a él y a mí mismo y al vínculo nunca desmentido de aquella mutua conjura de lealtad que se inició hacía veinticinco años en el patio de una escuela donde vestíamos mandiles azules y había perdurado para cifrarse al final en el nombre de Mariana, pero él no me reconoció o no me vio, extraviado y solo, y siguió temblando como sacudido por una fiebre que le cegaba y le dilataba las pupilas y moviendo los labios como si murmurara algo, como si asintiera a la voz de alguien a quien no veía y lo llamaba.
Como en los sueños, yo soy en el palomar una figura parcialmente ajena a mí mismo y más opaca que las otras. El dolor que recuerdo, la sensación súbita y amarga como el sabor de la sangre en la boca golpeada contra un suelo de humedad y cemento, pertenecen a esa sombra, y ya no puedo revivirlas, porque hay ciertas clases de dolor que actúan como una anestesia para la memoria. Al fondo de una gran oscuridad, el palomar iluminado por el impúdico sol de la mañana del 22 de mayo que se detenía en la cintura de Mariana como el filo bordado del camisón en la mitad de sus muslos, es un espacio cúbico y suspendido en el aire, tan lejos de la casa y de Mágina como yo lo estoy de aquellos días, como Mágina de mí, alta sobre la niebla de los atardeceres y el gris de bronce de los olivos, como las palabras que escribo de las cosas que ya he renunciado a recobrar y nombrar. Estoy solo, el palomar se ha quedado gradualmente y silenciosamente vacío, como una iglesia algunos minutos después de que termine la misa, y en el rellano de la escalera, a mis espaldas, Medina conversa con el capitán de la Guardia de Asalto, que antes de salir se asomó a la ventana para ordenar a sus hombres que lo esperasen en la calle. «Murió instantáneamente», dice Medina, y oigo el clic del resorte metálico que cierra su cartera con la misma inapelable certeza con que él y el capitán establecen el modo en que murió Mariana. «Oyó los tiros y se asomó a la ventana. O a lo mejor estaba asomada ya y el disparo le dio en la frente antes de que pudiera ver nada. ¿No le parece?» El capitán no dice nada, probablemente mueve la cabeza con la pesadumbre de quien acepta una desgracia que ha sucedido a otros. «Pero vamos a ver, Medina, usted que es amigo de la familia, ¿me puede explicar qué hacía esa mujer en el palomar, medio desnuda, y a esas horas? Se casaron ayer, ¿no?» Estoy solo, y por primera vez desde que entré avanzo hacia el lugar vacío donde estuvo el cuerpo de Mariana, sobre la breve capa removida de estiércol y plumas como vilanos o copos de algodón. Acodado en el alféizar de madera podrida donde Mariana puso tal vez sus manos antes de morir, miro el paisaje impasible, los tejados que se prolongan como dunas hacia una distancia de desvanecido azul donde se perfila la sierra casi borrada por un relumbre de sol que tiembla tan invisiblemente como el aire cálido sobre las chimeneas. Había subido al lugar más alto de la casa para despedirse de la ciudad en la que siempre se supo extranjera y mirar por última vez las cosas que Manuel y yo habíamos mirado desde que nacimos, porque hubiera querido, me lo dijo una vez, participar de los paraísos más antiguos de nuestra memoria, desalojar de la suya todos los recuerdos de una vida anterior que no le importaba, de modo que en su gran ámbito voluntariamente vacío quedara dispuesto para recibir una nueva memoria ya nunca dividida de la nuestra, un territorio tan íntimamente dibujado para la felicidad como el recuerdo de ciertas habitaciones de la infancia. Ella nunca nos habló de la suya, y ni siquiera Orlando, que era su amigo más antiguo y el confidente delicado y hermético de aquellas simas temibles de su corazón que no vislumbraba desde muy lejos cuando Mariana se transfiguraba por un instante ante mí en una mujer desconocida, sabía cómo vivió o qué hizo en los años anteriores a la primavera de 1933, al día preciso en que la encontró sentada en un café, frente a un velador en el que sólo había un vaso de agua, con el pelo liso y cortado como el de Louise Brooks y una resuelta disposición a posar como modelo de un pintor o un fotógrafo que no se apresurara a tocarle los pechos en cuanto se quedara desnuda. «Ha muerto igual que apareció ante nosotros», pensé, mirando los mismos tejados y la claridad azul que Mariana vio antes de morir como si pudiera encontrar en ellos la clave que siempre me negaron sus ojos, «ha muerto y se ha ido exactamente igual que vino, como si nunca hubiera estado aquí». No sintió nada, había dicho Medina, no oyó siquiera el disparo, ni supo que iba a morir: un golpe seco en la frente y luego la oscuridad y el olvido mientras caía de espaldas y su cuerpo ya inerte rebotaba sobre las tablas sucias. Pero yo recordaba que tenía las rodillas manchadas de estiércol, y que en su frente, adherida al pelo y al breve borde de sangre oscura que circundaba la herida, había una pluma de paloma, tan pequeña que el asesino no debió advertir cuando le limpiaba la cara. También olvidó recoger el casquillo de su disparo único o acaso no pudo encontrarlo, urgido por la necesidad de huir. Estaba junto al umbral de la puerta, en la hendidura entre dos tablas del suelo, duro y vil y escondido, como esos insectos que al notar un peligro se repliegan y curvan hasta tomar la forma de una pequeña bola gris. Antes de llegar al río apagaron el motor y los faros del automóvil y lo dejaron deslizarse sobre el polvo delgado y blanco donde a la luz de la luna se señalaban las huellas de los pájaros como caracteres de una extraña escritura. Muy despacio el automóvil se internaba en la húmeda niebla gris a medida que descendía hacia el final del camino, y las ramas bajas y flexibles de los olivos azotaban los cristales de las ventanillas y restallaban luego como lentos látigos cuando quedaban atrás, provocando acaso el vuelo y el grito de una lechuza que había mirado sin asombro el paso de la curvada carrocería negra en la que brillaba el polvo con una tonalidad un poco menos lívida que en el camino. Cuando llegaron a la vía del ferrocarril, junto al cobertizo de la estación levantado a la entrada del puente que prolongaba el camino hacia el cortijo, vieron sobre la niebla el bosquecillo de almendros y la explanada y el edificio irregular de «La Isla de Cuba», con sus frontones barrocos tapados por la cal donde resplandecía tenuemente la luna y sus tejados dispuestos a tan desiguales alturas que daban a la casa un aire como de accidentada ruina, igual que esos castillos cuyos escombros apenas resaltan en la ladera donde se alzaron y muestran, sin embargo, sobre todo desde abajo y en la lejanía, las trazas de una arquitectura concebida al mismo tiempo como laberinto y atalaya, un arco al aire, un alto muro de tierra, una techumbre cóncava bajo la que anidan los vencejos. Ya en el llano, muy cerca de las vías, apuraron el último impulso del automóvil para hacerlo virar entre dos olivos, y lo detuvieron allí, oculto bajo las duras ramas en cuyos extremos brotaban ya las aceitunas en perfumados racimos amarillos. Las hojas de los olivos arañaban los cristales de las ventanillas movidas por una brisa que ellos no percibieron al bajar del automóvil, y tenían, tan cerca, desde la oscuridad del interior, un brillo de acero semejante al de los raíles o al de las aguas del río. Sobre la tierra blanca y fría que relumbraba como azufre las sombras de los árboles tenían una precisión de siluetas recortadas en cartulina, y tras el caudal bajo de la niebla, más allá del río cuyo rumor aún confundían con el del viento entre las ramas, la colina de «La Isla de Cuba» preludiaba un espacio ilimitado y vacío, malva, gris y azul, violeta en sus confines últimos, dilatado y alto como una bóveda únicamente sostenida por la claridad de la luna sobre los olivos unánimes que se hundían en precipicios de torrentes secos señalados por las retamas amarillas y ascendían luego por los costados de la colina con la metódica obstinación del mar para detener su avance en las estribaciones de la sierra, adhiriendo aún sus raíces a la roca baldía, como moluscos asidos a la hendidura de un acantilado, en laderas de matorrales agrios a las que ni siquiera el lunático que los plantó allí subiría para arrancarles su fruto. Alarmados, exhaustos, inútilmente en guardia, vieron pasar ante ellos, como una larga y trémula cinta de luces amarillas, un tren nocturno cuya sirena advirtió a Solana que debían ser entre la una y las dos de la madrugada, porque Frasco le había enseñado a calcular la hora según la altura del sol o el paso de los trenes, y a distinguir, aunque no los viera, si eran mercancías o correos o expresos, si viajaban hacia Madrid o volvían a alguna de aquellas ciudades del otro lado de la sierra que Frasco no había visto nunca e imaginaba invariablemente muy grandes y muy próximas al mar. Tendido en la cama, sin apagar aún la luz que Beatriz descubrió antes de que se detuviera el automóvil sabiendo que era únicamente a él a quien alumbraba, reconociéndolo en ella igual que lo hubiera reconocido en otro tiempo en una chaqueta olvidada sobre el respaldar de una silla o en el perdurable olor de su cuerpo entre las sábanas del dormitorio, Jacinto Solana se complacía con la certeza de encontrarse solo en «La Isla de Cuba», y el tamaño de la casa vacía y los olivares y el paisaje que la circundaban acrecían el deleite de la soledad, ya no acuciada por la literatura, porque aquella tarde, lo consignó sin emoción en el cuaderno azul, había terminado la última página de su libro, Beatus Ille, y ahora tenía frente a él, sobre la mesa ya nunca más enturbiada de borradores y humo de colillas, un rimero de hojas tan impecablemente ordenadas como las que se ven en los anaqueles de las papelerías, pero cubiertas del todo por una escritura que apuraba avariciosamente los márgenes y había merecido la absolución del punto final. Tibiamente lo serenaba y exaltaba la sola presencia física de las hojas apiladas, el tacto sólido y cierto de sus ángulos, el olor del papel, como si el libro no fuera la partitura de una música posible que otras inteligencias y miradas futuras habrían de revivir, sino un objeto de antemano definitivo y precioso, ceñido a su peso y a la persistencia de su volumen en el espacio, cerrado en ella y en su forma como una figura de bronce: crecido, con la lentitud imperiosa de un árbol o de una rama de coral, mediante la añadidura del filo de cada una de las hojas que ahora atestiguaban la duración de su progreso, igual que los anillos concéntricos en el tronco recién cortado de un árbol. Pensó en su vida pasada y no pudo entender cómo había podido sobrevivir a tantos años de vacía desesperación en los que aún no existía aquel libro, y recordó con lejana gratitud las historias que escribía de niño en sus cuadernos escolares para mostrárselas luego a Manuel, pasándoselas clandestinamente bajo la tapa del pupitre que compartieron siempre, y cuya sombría madera manchada con lamparones de tinta era igual que la de la mesa sobre la que había escrito doblegado desde que llegó al cortijo. Ilustraba aquellas narraciones copiadas de las peripecias del cine mudo con dibujos premiosamente coloreados por él mismo, y en el pie de cada uno de ellos escribía una breve leyenda entre puntos suspensivos, como en las estampas de los folletines, y en la última página ponía «fin» con altas letras de imprenta, siguiendo cuidadosamente con el lápiz de humedecida punta la línea de las cuadrículas para que los firmes trazos no se desviaran. Como ensayos sucesivos que nunca llegaran del todo a satisfacerlo, escribió muchas veces la palabra «fin» en el cuaderno azul, fascinado acaso por su sonido y su forma como de punta de cuchillo, y probablemente la había escrito aquella misma noche en el centro de la página final de su libro, dos o tres horas antes de que el automóvil con los faros apagados se detuviera entre los olivos, al otro lado del río, trazando sus letras en el papel con la delicadeza y el alivio de un calígrafo chino que da fin, sobre un lienzo de seda, al manuscrito que le ocupó la vida.
Al oír la sirena del tren que al devolverlo al tiempo lo revivía de su fatigado letargo se levantó de la cama y tomó la vela que lo alumbraba para bajar a la cocina, porque había terminado una botella de vino y no se resignaba a no prolongar la solitaria celebración del final de su libro, tan dulce como el último día de la escuela y la estufa encendida en una esquina del aula, cuando miraba el patio nevado tras los ventanales del invierno y sabía que a la mañana siguiente su padre no iba a gritarle que se levantara antes del amanecer porque estarían cegados todos los caminos por la nieve. «Es él», dijo Beatriz, fija en la luz que ahora se apartaba de la ventana y oscilaba para perderse y regresar luego, más opaca y lejana, a un balcón de la fachada, a la puerta del zaguán, que la derramaba sobre el empedrado al entreabrirse. «Estoy segura de que es él», repitió, como si los otros no la hubieran oído o no creyeran lo que les decía. «Pero habrá más gente en esa casa tan grande. Habrá perros, supongo», dijo el hombre del traje claro, junto a ella, sin levantar los ojos, sin incorporarse en el asiento de cuero contra el que yacía su cara sin afeitar, como si hubiera renunciado a todo deseo o impulso no de sobrevivir, sino de prolongar la huida que transitoriamente habían detenido ante las vías del ferrocarril como ante un obstáculo definitivo y banal. Tras ellos, en el asiento posterior, el pasajero más joven se mordía los labios y jadeaba en voz baja asiéndose el muslo herido con las dos manos, derribado por la fiebre, por la certeza absurda de que la noche iluminada de luna y la casa donde los otros hablaban vagamente de encontrar un refugio eran la trampa última que les tendía la muerte. Fumaron, sin salir del coche, escondiendo cada uno de ellos la brasa de su cigarrillo en el hueco de la mano, como si esa precaución menor pudiera librarlos de los guardias civiles que indagaban el rastro del automóvil por las carreteras próximas o fuese ineludible aun entre la espesura de los olivos y la niebla. Tenían subidos los cristales de las ventanillas, y el humo, al adensarse, arrancó una tos lóbrega de la garganta del hombre herido, que se recostaba en el respaldar de su asiento con la boca abierta y el costado derecho del pantalón empapado en sangre, las pupilas brillantes bajo los párpados casi cerrados, un cigarrillo adherido al labio inferior como un hilo de baba. «Vamos», dijo Beatriz, tanteando en la penumbra para quitar la llave de contacto, «él nos ayudará. A lo mejor conoce algún modo de cruzar la sierra sin volver a la carretera general». Era ella quien conducía el automóvil, anotó luego Solana, quien había desgarrado una de sus camisas de seda para obtener vendas que detuvieran la hemorragia en el muslo, quien tomó el volante cuando el otro, el hombre del traje claro cuyo perfil vio Solana en la ventanilla de ese mismo automóvil seis meses atrás, rompió a llorar sin dignidad ni lágrimas en la cuneta de una carretera perdida y vomitó doblado sobre sí mismo al ver y oler la sangre y recordar el sonido seco y temible de los disparos que rasgaron como cornadas la cadera y el muslo del pasajero cuyo nombre no supo nunca. «Un camarada, dice, perfectamente seria», escribió Solana, «un fugitivo del Valle de los Caídos con documentación falsa y bigote postizo y el pelo de las sienes tintado de gris como para una mala función teatral, un muerto tan prematuro e indudable como ella misma o ese tipo de manos blancas y uñas rosadas y brillantes que les ha entregado su automóvil y ha venido con ellos no porque crea en la República ni en el Partido y ni siquiera en la posibilidad de que puedan terminar vivos su viaje, sino por la simple y obscena razón de que está enamorado de Beatriz y quiere casarse con ella aunque sabe que eso es imposible mientras yo esté vivo, que lo fue, incluso, durante los años en que pareció que yo estaba muerto. "Le pedí que me dejara el coche unos pocos días", dice Beatriz, revindicando ante mí como un reproche no formulado la abnegación, la caballerosidad del otro, su probable amante, "le dije que era un viaje muy largo y tal vez peligroso, y que no quería enredarlo a él en un asunto así, pero se empeñó en venir con nosotros, hasta llegó a decir que me denunciaría si no lo dejaba acompañarnos. Ahora está muerto de miedo, le da náuseas el olor de la sangre". Enamorado, de antemano rendido, dispuesto a esconder en el almacén de su tienda de modas paquetes de periódicos clandestinos o a llevarla en su propio automóvil a una ciudad lejana y a la puerta de la cárcel de donde iba a salir el fantasma sombrío que estuvo alguna vez casado con Beatriz y cuyo rostro sólo ha visto de cerca esta noche, enamorado y ávido de cumplir todo deseo de ella, de adivinar y adelantarse a cualquier deseo que Beatriz no le haya confesado aún, sea un pañuelo como los que ahora usa para limpiar la sangre y el sudor del herido o un perfume extranjero o un viaje temerario y letal a esa ciudad de la costa cuyo nombre ella no ha querido decirme donde los espera la barca de contrabandistas que pasará a Gibraltar o al norte de África al fugitivo, si es que le alcanza la vida para llegar allí o no caen antes en una emboscada de la policía. Muy pálido, con su entallada chaqueta de lino sucia de sangre como el mandil de un carnicero, me mira con rencor, con la parte de miedo que no pertenece a su huida o al recuerdo de los disparos y la sangre, sino a la evidencia de que es por mí por quien Beatriz le ha sido negada y de que un solo gesto mío o una palabra bastarían para que ella se marchara de su lado con la misma serena resolución con que aquella mañana de enero, frente a la cárcel, salió del automóvil y caminó con sus altos tacones sobre el barro de la carretera para entrar en la taberna donde yo bebía junto a la ventana empañada y lo miraba a él, que fumaba y contaba cada minuto apoyado en el volante y no podía vencer el miedo a que ella se hubiera ido para siempre».
«Vamos», dijo Beatriz, y abrió la puerta del automóvil, pero ni el herido ni el otro parecieron oírla, como si no creyeran en el espejismo que ella les anunciaba al señalarles la casa. Salió con la cabeza baja para que las ramas del olivo no se le enredaran en el pelo, y cuando buscó otra vez la luz que había visto deslizarse de ventana en ventana, como los fantasmas del cine, ya no pudo encontrarla, pero había una figura inmóvil en la mitad de la explanada, al filo del terraplén del río, y aunque desde tan lejos le era imposible descifrar su rostro, reconoció melancólicamente, como quien al oír una música recobra una íntima sensación olvidada, la forma de los hombros, el modo en que Jacinto Solana miraba a veces las cosas con la cabeza vuelta a un lado y las manos perezosamente hundidas en los bolsillos. «Iré yo sola», dijo entonces, «vosotros esperáis aquí». Cruzó las vías, el puente, se perdió en la niebla, emergió de ella al otro lado del río y desde allí se volvió para comprobar con alivio que el automóvil se disolvía en la sombra de los dos olivos que lo ocultaban. Indiferente y quieto como un árbol mineralizado por la luna, Solana no advertía su avance, y únicamente vio a Beatriz cuando ya casi al final del camino ella dijo su nombre, en voz baja, primero, como si temiera que aquella luz, que dilataba las formas y les otorgaba una dureza como de figuras de sal, pudiera también agrandar y desfigurar el sonido de las voces, gritando luego o tal vez oyendo su propia voz como los gritos pálidos de los sueños, porque el rumor del agua la borraba, y se desvanecía en el brillo de la luna y en el combado espacio de los olivares y la sierra líquida y azul, leve y tendida como la niebla. «Jacinto», dijo otra vez, más alto, pero a él su voz no le sonó como un grito, «soy yo, Beatriz».
«Están muertos los tres», escribió unas horas más tarde en el cuaderno azul, después de dejarlos escondidos en la bodega y de bajar la pesada trampilla con la sensación de que estaba ajustando la losa de un sepulcro, «están muertos y lo saben y tal vez yo mismo lo estoy, porque la muerte es una enfermedad contagiosa. Cuando guardaron el automóvil en el cobertizo y los llevé a la cocina daban vueltas como en una celda de condenados y comían con la misma agria codicia que yo vi tantas veces en aquellos hombres que sabían que a la madrugada siguiente los iban a fusilar. El herido tirita y suda de fiebre y Beatriz le pasa un pañuelo húmedo por la frente y luego vuelve a escarbar el fondo de una lata de sardinas con sus dedos sucios de aceite, con sus largas uñas pintadas. Me dicen que llevaban veinticuatro horas sin comer, que anoche, después del encuentro con los guardias civiles, huyeron por carreteras que no conocían y no se detuvieron hasta el amanecer, en una casa abandonada, en medio de una llanura rojiza en la que no había nada ni nadie, ni un árbol, ni un animal, ni un hombre, ni una sierra o una ciudad en la lejanía. Cuando anocheció partieron otra vez hacia el sur, y de pronto, dice Beatriz, cuando había perdido la conciencia de las horas que llevaba conduciendo, vio en la luz de los faros el cartel de una ciudad, Mágina, y luego una gasolinera iluminada y desierta donde tal vez habría un teléfono público. Como otras veces, en los años pasados, cuando no le bastaban las cartas y llamaba a Manuel para preguntarle si sabía algo de mí, pidió su número a la telefonista y aguardó largamente hasta oír la voz alarmada y entorpecida por el sueño que pronunció el nombre de " La Isla de Cuba" y le explicó el modo de llegar hasta aquí. " La Isla de Cuba", me dice, con fatigada ironía, "únicamente tú podías terminar viviendo en un sitio que se llamara así"».
Estaban muertos, aunque nadie viniera para descubrirlos en la bodega durante todo el día que pasaron allí, y lo seguirían estando si a la noche siguiente, cuando ya el herido había perdido el conocimiento y deliraba y gemía revolviéndose sobre los almohadones y las mantas que pusieron para él en el asiento posterior del automóvil, lograban cruzar la sierra por el camino que les señaló Solana desde «La Isla de Cuba», la vieja ruta de los arrieros que quedó abandonada cuando asfaltaron la carretera general, porque llevaban a la muerte consigo igual que fugitivos de una ciudad tomada por la peste. Estaban muertos desde el instante justo en que el pasajero, que no había dicho ni una sola palabra desde que salieron de Madrid, como si el silencio formara parte de su identidad clandestina, les pidió que detuvieran el automóvil en medio de una llanura por donde la carretera avanzaba ilimitadamente en línea recta hacia una oscuridad cuyo último límite no parecía que fueran a alcanzar nunca, y bajó de él, calándose el sombrero sobre los ojos, deteniéndose luego en la cuneta, de espaldas a ellos, como si buscara algo en el horizonte oscuro, con una mano en el bolsillo de la chaqueta donde probablemente guardaba una pistola. Beatriz vio en el espejo retrovisor unos faros amarillos que se fueron agrandando hasta cegarla y alumbraron de costado al hombre todavía inmóvil y más alto contra la línea de la oscuridad. Oyó puertas que se abrían y luego una voz lejana, un grito, una orden, y el pasajero se volvió hacia la luz y echó a correr resbalando sobre la grava de la cuneta, y cuando ya entraba en el automóvil quedó por un momento paralizado contra la ventanilla, estremeciéndose una vez, y luego otra, sujetándose al filo de la portezuela abierta cuando sonó el segundo disparo, cayendo derribado en el interior como un soldado herido cuando abandonaba la trinchera.
Muertos, pensó Solana, mientras los miraba comer, acodado en la repisa de la chimenea, presenciando desde la soledad no arañada por su aparición los estragos de la huida y del miedo, la perseverancia del fracaso, las ropas maltratadas y cubiertas de polvo, los rostros sin afeitar, el cerco de sudor en torno a los cuellos de las camisas blancas. A Beatriz se le torcían al andar los tacones de los zapatos y su alto peinado se le deshacía sobre la frente cuando se inclinaba hacia el herido. No era el fracaso y la desbandada unánime del final de la guerra, recordó, porque entonces los campos arrasados y el universo entero parecían compartir la derrota de los hombres que ocupaban las carreteras como rebaños de desesperación y silencio, sino una huida solitaria, impremeditada, absurda, la deserción de una lugar que fue ganado por el fuego y cuyos supervivientes escapaban vistiendo aún las ropas de la fiesta que estaban celebrando, las livianas chaquetas y pantalones para la noche de junio, las tenues medias desgarradas, los perfumados pañuelos que empapaba la sangre. Cuando terminó de comer, Beatriz se limpió la boca manchada de aceite con el dorso de la mano, dejando en ella un rastro de carmín. Fumaba con los ojos cerrados, expulsando largas bocanadas de humo, y el otro, el amante, el enamorado cobarde que ni siquiera se había atrevido a mirar a Solana cuando le estrechó la mano, se acercó a ella y permaneció de pie a su espalda, como si guardara su sueño, y al inclinarse para decirle algo al oído le puso una mano en el hombro y extendió muy débilmente los dedos hasta rozarle el cuello. «Yo los miraba, yo sabía que él no iba a decirle nada, que cualquier cosa que le dijera no sería sino un pretexto para acercarse más a ella y demostrar ante mí, o ante su propio miedo a perderla, que podía hablarle en un tono de voz que sólo usan los amantes y poner una mano en su hombro y acariciarle el cuello. Entonces Beatriz abrió los ojos y le apartó lentamente la mano mientras me miraba como si la inmovilidad de sus pupilas en las mías pudiera borrar la casa y la persecución y la noche y dejarnos solos en el principio del tiempo. Bruscamente fingí que atendía al herido, busqué agua, un vaso, le humedecí los labios y cuando miré de nuevo a Beatriz sus ojos ya no me buscaban y las manos del otro yacían blancas e inútiles en el respaldo de la silla donde ella estaba recostada.» Volvió a escribir esa noche, cuando al bajar la trampilla de la bodega recobró como un don el sentimiento o la apariencia de su soledad en la casa, cerró todos los postigos de la planta baja y comprobó el cargador y el seguro de su pistola y la dejó sobre la mesa mientras escribía en el cuaderno azul como si aún después de terminado su libro no pudiera eludir el instinto de la literatura, pensó Minaya, como si las cosas no sucedieran del todo hasta que él no las hubiera transmutado en palabras que no apetecían el porvenir ni la luz, sólo la intensidad no mitigada de su propio veneno, duras palabras escritas para el olvido y el fuego. Estuvo escribiendo hasta después del alba, y a la noche siguiente, cuando los otros se marcharon, antes incluso de que el automóvil se alejara por el camino de la sierra, cerró el portón de la casa y regresó a la pluma y al cuaderno azul para contar su partida, pero esa vez no tuvo tiempo de terminar ni una página, y las últimas palabras que logró escribir fueron el preludio de su propia muerte. Oyó ladridos de perros y al asomarse a la ventana vio los capotes que se movían subiendo cautelosamente por el terraplén, el brillo frío de la luna en el charol de los tricornios. Exactamente así lo imaginaba Minaya: súbitamente liberado del miedo y de la literatura, pensó en los otros, en la mirada de Beatriz, en su orgullo sin súplica y en su lealtad más firme que el desengaño y la traición. Más allá de la última línea del cuaderno azul, en un espacio limpio de realidad y de palabras, no recordado por ninguna memoria, Minaya quiso urdir la figura ambigua de un héroe: Solana oye todavía el motor que se aleja y calcula que Beatriz pisará más hondo el acelerador cuando escuche tras ella los primeros disparos. Mientras él siga en la ventana disparando contra los perseguidores el automóvil se internará en la sierra y ganará diez minutos o una hora o un día entero de acuciada libertad. Serenamente consigna la proximidad de las sombras que vienen por el lado del río y se despliegan sobre la greda roja del terraplén para cercar la casa, y luego, igual que ha cerrado el cuaderno y ajustado el capuchón de la pluma, apaga la vela, quita el seguro a la pistola, medio asomado a la ventana, todavía protegido por la oscuridad, esperando hasta que los guardias han llegado tan cerca que ya puede alcanzarlos con sus disparos.