Estaba tan fuera de lugar en la sección de artículos para bebés de los grandes almacenes Hager's como un canto rodado en un salón. Vestía pantalones vaqueros y botas de trabajo con los cordones desatados, una camisa de franela y un cinturón de cuero negro con la hebilla hacia el lado izquierdo, el de la buena suerte. Esta vez se había acordado del sombrero, el único que tenía con orejeras, y lo sujetaba en una mano. Estaba de pie en el centro de una sala pintada de color rosa y muy iluminada. Miró a su izquierda y vio las mesas para cambiar pañales. Miró a la derecha y vio los cochecitos de bebés. Se sentía como si hubiera aterrizado en el Planeta Bebé.
Había muchas mujeres. Algunas tenían una barriga muy grande y otras niños pequeños. Muchos de los niños lloraban y todas las mujeres miraban a Blaze con recelo, como si temieran que enloqueciera de un momento a otro y devastara el Planeta Bebé, despedazando cojines, destrozando ositos de peluche y lanzándolos por los aires. Una dependienta se acercó. Blaze se sintió agradecido. Temía tener que hablarle a alguien. Sabía cuándo la gente tenía miedo, y sabía que no pertenecía a ese lugar. Era bobo, pero no esa clase de bobo.
La dependienta le preguntó si necesitaba ayuda. Blaze respondió que sí. Por mucho que se hubiera esforzado, habría sido incapaz de recordar todo lo que necesitaba, así que recurrió a la única forma de subterfugio con el que se sentía cómodo: el engaño.
– He estado fuera del país -dijo, mostrando los dientes a la dependienta en una mueca que habría asustado a un puma. Ella le devolvió la sonrisa con valentía. La parte superior de su cabeza llegaba casi a la mitad del torso de Blaze-. Acabo de enterarme de que mi cuñada tuvo un crío…, un bebé…, mientras yo estaba fuera, ya sabe, y me gustaría equiparlo. Con todo lo necesario.
Ella sonrió.
– Ya veo. Es usted muy generoso. Y muy amable. ¿Ha pensado en algo en concreto?
– No lo sé. No sé nada… nada en absoluto… sobre bebés.
– ¿Qué edad tiene su sobrino?
– ¿Eh?
– El hijo de su cuñada.
– ¡Ah! ¡Claro! Seis meses.
– Qué monada… -Guiñó un ojo con profesionalidad-. ¿Cómo se llama?
Blaze titubeó un momento. Luego soltó:
– George.
– ¡Un nombre precioso! Es griego. Significa «labrar la tierra».
– ¿Sí? Es fantástico.
Ella seguía sonriendo.
– ¿Verdad? Bueno, ¿qué le ha comprado ella?
Blaze estaba preparado para esta pregunta:
– La cuestión es que nada de lo que compraron es lo bastante bueno. En realidad están sin blanca.
– Ya veo. Así que usted quiere… empezar desde abajo, por así decirlo.
– Sí, lo ha pillado.
– Muy generoso por su parte. Bien, deberíamos empezar por el final de la Avenida Pooh, en el Rincón de las Cunas. Tenemos unas cunas de madera muy bonitas…
A Blaze le sorprendió lo mucho que le costó equipar a un ser humano tan pequeño. Consideraba que gastaba en cervezas una suma considerable, pero abandonó el Planeta Bebé con la cartera casi vacía.
Adquirió una cuna País de los Sueños, un cochecito Seth Harney, una trona Hipopótamo Feliz, una mesa para cambiar pañales E-Z Fold, una bañera de plástico, ocho pijamas, ocho pares de pantalones impermeables Dri-Day, ocho camisetas interiores Hager's con estampados que no pudo reconocer, tres sábanas que parecían servilletas, tres mantas, un dispositivo anticaídas para la cuna que impediría que el niño, si se inquietaba, acabara con los sesos desparramados por el suelo, un suéter, un gorrito, botitas, un par de zapatos rojos con cascabeles en las lengüetas, dos pantalones con camisas a juego, cuatro pares de calcetines que ni siquiera le cubrían los dedos, un conjunto Playtex Nurser (las gasas sintéticas le recordaban las bolsas que George usaba para comprar narcóticos), un recipiente con una sustancia llamada Similac, un recipiente de Frutas Júnior, un recipiente de Cenas Júnior, un recipiente de Postres Júnior, y un juego de cubiertos con dibujos de los Pitufos.
La comida para bebés era asquerosa. La probó cuando regresó a casa.
A medida que los paquetes se iban acumulando en un rincón de la sección de artículos para bebés, las miradas de las tímidas y jóvenes matronas se hacían más largas y curiosas. Llegó a convertirse en un acontecimiento, un hito para el recuerdo: el gigante de hombros caídos vestido de leñador siguiendo a la dependienta de un lugar a otro, escuchándola, y luego comprando todo aquello que ella le decía que debía comprar. La dependienta se llamaba Nancy Moldow. Tenía comisión, y mientras la mañana avanzaba, sus ojos adquirieron un fulgor casi sobrenatural. Al final, el gasto total fue sonado, y cuando Blaze entregó el dinero, Nancy Moldow le regaló cuatro cajas de Pampers.
– Me ha arreglado usted el día -dijo ella-. De hecho, ha lanzado mi carrera en la venta de artículos para niños.
– Gracias, señorita -dijo Blaze. El detalle de los Pampers le alegró. Después de todo, se había olvidado de los pañales.
Y mientras él empujaba dos carritos de la compra (un chico del almacén llevaba las cajas con la trona y la cuna), Nancy Moldow le recordó:
– ¡Acuérdese de traer al niño para hacerle una foto!
– Sí, señorita -farfulló Blaze.
Por alguna razón, el recuerdo de su primera detención acudió de pronto a su mente. Un policía le decía: «Ahora date la vuelta y arrodíllate, Bolsillos Grandes. Por el amor de Dios, ¿cómo cono has crecido tanto?».
– ¡La fotografía es un obsequio de Hager's!
– Sí, señorita.
– ¡Qué de cosas, tío! -dijo el chico del almacén. Tal vez tuviera veinte años, el acné juvenil estaba remitiendo. Llevaba una pequeña pajarita roja-. ¿Dónde tiene aparcado el coche?
– En el aparcamiento de atrás -respondió Blaze.
Blaze siguió al chico, que insistió en empujar uno de los carritos y luego se quejó de lo difícil que era manejarlos sobre la nieve compacta.
– No echan suficiente sal, ya ves, y las ruedas resbalan y los malditos carritos patinan. Puedes acabar con una buena torcedura de tobillo si no tienes cuidado. Una de las gordas. No me quejo, pero…
¿Y qué estás haciendo entonces, Deportista? -Blaze oyó la pregunta de George-. ¿Comer comida para gato en un plato para perro?
– Es este -dijo Blaze-. El mío.
– Bien, vale. ¿Qué quieres que pongamos en el maletero? ¿La trona, la cuna, o las dos cosas?
De pronto Blaze recordó que no tenía las llaves del maletero.
– Pongámoslo todo en el asiento de atrás.
Los ojos del chico del almacén se abrieron con sorpresa.
– Eh, tío, no creo que quepa todo. De hecho, siendo positivos…
– También podemos poner algo delante. Podemos poner la caja de la cuna en los pies del asiento del acompañante. Echaré el asiento hacia atrás.
– ¿Por qué no en el maletero? ¿No sería lo más, digamos, sencillo?
Blaze consideró, vagamente, la posibilidad de contarle alguna historia acerca de que el maletero estaba lleno de trastos, pero el problema con las mentiras era que después de una mentira siempre seguía otra. Y enseguida es como si viajaras por carreteras que no conoces. Te pierdes. «Yo digo la verdad siempre que puedo -le gustaba decir a George-. Decir la verdad es como conducir cerca de casa.»
Así que se volvió hacia el inocente muchacho:
– Perdí las llaves -dijo-. Hasta que las encuentre, esto es todo lo que hay.
– Oh -dijo el chico. Miró a Blaze como si fuera bobo, pero eso estaba bien; ya lo habían mirado así antes-. Vaya rollo.
Al final consiguieron meterlo todo. Tuvieron que empujar y apretar, pero lo lograron. Cuando Blaze miró por el espejo retrovisor, incluso pudo ver algo del mundo exterior por la luna trasera. La caja de la mesa plegable para cambiar pañales ocupaba el resto.
– Bonito coche -dijo el chico del almacén-. Una vieja gloria pero de las buenas.
– Exacto -dijo Blaze. Y tal como George decía a veces, añadió-: Fuera de las listas de éxitos, pero no de nuestros corazones.
Se preguntó si el chico del almacén estaba esperando algo. Parecía que sí.
– ¿Qué lleva, un 302?
– Un 342 -dijo Blaze de forma automática.
El chico del almacén asintió. Seguía allí.
Desde el interior del asiento trasero del Ford, donde no había sitio para él, aunque estuviera ahí, de alguna manera, de algún modo, George dijo:
– Si no quieres que siga ahí parado lo que queda de siglo, dale una propina y deshazte de él.
Una propina. Sí. De acuerdo.
Blaze sacó su cartera, inspeccionó la limitada selección de billetes y con desgana eligió uno de cinco dólares. Se lo entregó al chico del almacén. El chico lo hizo desaparecer.
– Muy bien, hombre; arriba la paz.
– Eso -dijo Blaze.
Se montó en el Ford y arrancó. El chico del almacén comenzó a empujar los carritos de la compra de vuelta hacia el establecimiento. A medio camino se detuvo, se giró y miró a Blaze. A Blaze no le gustó esa mirada. Era una mirada para recordar.
– Debería haberme acordado antes de la propina. ¿Verdad, George?
George no respondió.
Una vez en casa, aparcó el Ford en el cobertizo y llevó toda la mierda del bebé al interior de la casa. Ensambló la cuna en el dormitorio e instaló la mesa para cambiar pañales al lado. No necesitó leer las instrucciones; observó las fotos de las cajas y sus manos hicieron el resto. Llevó el cochecito a la cocina, cerca de la estufa de leña… pero no demasiado cerca. Apiló el resto de los artículos en el armario del dormitorio, fuera de la vista.
Cuando terminó, en el dormitorio se había producido un gran cambio, algo más profundo que el añadido de un par de muebles. Había algo más. La atmósfera había cambiado. Era como si un fantasma deambulara libremente por la estancia. No el fantasma de alguien que se había ido, de alguien que hubiera muerto, sino el fantasma de alguien que estaba por llegar.
Eso hizo que Blaze se sintiera incómodo.