Klas Östergren
Caballeros

Caballeros

Estocolmo, otoño de 1978


Probablemente sea una apacible lluvia de primavera lo que se oye caer sobre Estocolmo en este momento, en el Año Internacional del Niño, en el año de las elecciones de 1979. No veo nada de eso y tampoco pienso ir a echar un vistazo. Las cortinas y los visillos están fuertemente cerrados contra las ventanas que dan a la calle Horn y este piso se siente, cuando menos, lúgubre. No he visto la luz desde hace muchos días, y fuera seguramente todo el Estocolmo de los años setenta vibra con la exaltación de la primavera, que a mí me trae por completo sin cuidado.

Este imponente apartamento es como un museo de algún tipo de viejo esplendor, de antiguos ideales, de caballerosidad desaparecida, quizá. La biblioteca es silenciosa y está impregnada de humo, los pasillos del servicio con oscuros aparadores y altos armarios son terroríficos, la cocina está muy sucia, en los dormitorios las camas están sin hacer, en el gran salón hace frío; a ambos lados de la chimenea -donde pasamos tantas horas sentados en las butacas de estilo Chippendale, con nuestros ponches de vino caliente, entreteniéndonos unos a otros con singulares anécdotas- hay una pareja de figuras elaboradas en Fábricas Gustafsberg a finales del siglo pasado. Las piezas son de medio metro de alto y la porcelana parece del mismo mármol que el que imitan. Una representa la Verdad, y adopta la forma de un musculoso hombre sin un solo pelo en todo el cuerpo, con unas exquisitas facciones esculpidas que, sin embargo, no son capaces de esconder algo indefinido, huidizo en la mirada. La otra figura representa, en consecuencia, la Mentira, un bufón apoyado descuidadamente contra una barrica de vino, sosteniendo un instrumento de cuerda y probablemente relatando con vitalista desenfado alguna escabrosa historia de pastores.

No es difícil sacar ciertas conclusiones acerca de los dos hombres que hasta hace muy poco ocupaban este apartamento. Lo abandonaron de forma precipitada, como alertados ante una sirena de bombardeo aéreo. Permanecía todo intacto; por lo demás, toda aquella casa museo estaba llena de aquellos extraños objetos, vestigios de tiempos desaparecidos. Y mis pensamientos se dirigen inevitablemente hacia el pasado.

Repulsivo, eso es lo que parezco. Bajo esta ridícula gorra de tweed, mi cabeza afeitada y maltrecha está recuperando lentamente su aspecto y proporciones de antaño. En la medida en que eso sea posible. Ya he envejecido a una velocidad sorprendente durante este Año Internacional del Niño y de las elecciones suecas de 1979. Me han salido más arrugas y tengo una especie de espasmos, de tics, bajo los ojos. Eso confiere a mi cara cierta dureza, aunque no es un rasgo totalmente desfavorecedor. Con apenas veinticinco años estoy envejeciendo como un Dorian Gray. No creí que fuera posible quemarse y marchitarse tan brutalmente en la oscuridad conservadora y antigua que siempre se ha cernido como una posibilidad aterradora sobre este apartamento. Haciendo acopio de mis últimas fuerzas, en cualquier momento puedo despejar la barricada de la puerta del recibidor -he arrastrado hasta allí un armario enorme de caoba maciza para sentirme seguro- y marcharme de aquí. Pero no lo hago. No hay vuelta atrás. Creo que he perdido la razón con todo este asunto.

Tengo una herida en la cabeza y al enemigo en mi garganta. Todo el mundo tiene un pequeño enemigo, pero yo comparto el mío con mis amigos, y mis amigos han desaparecido. Nunca me indicaron quién era el enemigo y no sé cómo es, ni si es él, ella o ello. Solo puedo adivinarlo. Probablemente esto no va a tratar tanto del retrato de un enemigo, una descripción del mal, como de un retrato de mis amigos, una descripción del bien y sus posibilidades. Será un relato oscuro, porque, me inclino a creer, el bien solo tiene imposibilidades. Tenemos que dejarnos llevar por la desesperación, al menos de vez en cuando. Si uno ha sido expuesto al ultraje y a una seria agresión y casi ha perdido la vida a causa de ello, es al menos disculpable.

Teniendo en cuenta mi condición física -mi cabeza no puede ser expuesta a un exceso de estrés y presiones, según la recomendación de los médicos después del tratamiento- y los tiempos que corren, cada vez más insoportables, debo ponerme manos a la obra de inmediato. Pienso erigir un templo, un monumento a los hermanos Morgan. Es lo menos que puedo hacer por ellos, dondequiera que se encuentren.


Ya era un poco fuerte estar plantado ante un espejo del Club Atlético Europa, en Hornstull, Estocolmo, una tarde de otoño de 1978, silbando desenfadadamente un solo al son de una canción de éxito que sonaba en el ruidoso gramófono de plástico y, al mismo tiempo, haciéndose concienzudamente el difícil nudo de corbata duque de Windsor; pero después, a punto de salir por la puerta, gritar a pleno pulmón «Adiós, chicas» era ya pasarse absolutamente de la raya.

Se hizo el silencio. Solo se rió Juan, y Willis, claro. Juan no era su verdadero nombre, pero tenía una camiseta de baloncesto con un 7 amarillo muy grande y, como era yugoslavo y parecía español, le llamaban Juan. Se reía de casi todo, no porque fuera especialmente adulador sino porque para sus oscuros ojos había mucho de lo que reírse en este país. Willis tenía un sentido del humor afín. Se quedó allí plantado riéndose en su despacho; había sido el jefe del Club Atlético Europa desde que se fundó y conocía a aquel hombre que se había pasado de la raya.

Pero todos los demás en el Europa se tomaron aquello bastante mal. Un forastero los había llamado «chicas» y aquello era un golpe bajo, no comme il faut. Fue especialmente duro para Gringo. En los últimos años había sido el rey sin corona del Europa y había podido reinar relativamente tranquilo y sin ser molestado. Nadie se había atrevido a plantarle cara. Salvo aquella tarde, cuando el forastero le propinó una buena paliza. Habían decidido subir al ring, más que nada para pasar el rato, pensando que la cosa no llegaría a tres asaltos. Gringo, con tranquilidad, fue sacando sus famosos ganchos de derecha que en un tiempo le habían servido para ganar los campeonatos nacionales, a lo que el forastero había respondido con un boxeo poco ortodoxo: lleno de fantasía, variado, como salido de una cuarta dimensión en la que nadie antes había pensado. Hasta que Gringo se vio obligado a abandonar el ring alegando que el contrario tenía un espantoso mal aliento. Había como un aroma de ajo flotando alrededor del forastero, así que Gringo no podía acercarse para atacar con sus conocidos y mortales ganchos de derecha. ¡Gringo se ablandaba por un poco de ajo! La gente se moría de risa.

Solo fue una excusa, todo el mundo lo vio, porque Gringo lo estaba pasando mal ya desde el segundo asalto. Las puntuaciones estaban anotadas, y Gringo estaba sentado en el banco bajo las perchas y, pese a la ducha y a la gran cantidad de agua fría, parecía bastante magullado. Tenía los pómulos rojos e hinchados y se había desvendado los puños con un dolor mal disimulado. No dijo nada, por una vez. Gringo estaba callado, pero se iba a resarcir, todos lo sabían. Gringo maquinaba la revancha.

– ¿Quién coño era ese? -preguntó uno de los jóvenes, un peso pluma que había permanecido pegado a las cuerdas mientras un forastero sin entrenamiento y que parecía haber nacido para boxear estaba apalizando a Gringo.

– Ese -dijo Willis cuando salió del despacho con puertas de cristal y lleno de retratos de boxeadores-, ese era Henry. Uno de mis viejos chicos. Henry Morgan. Uno de mis mejores muchachos de hace unos veinte años. Ha estado mucho tiempo retirado. Es pianista. Pero ha estado fuera.

Los muchachos escucharon admirados, y después se fueron a los sacos de arena para intentar pegar como lo había hecho aquel Morgan, pero no era lo mismo. Ahora tenían algo nuevo de que hablar; aparte de eso, lo único que importaba era el Alí-Spinks. En el Club Atlético Europa todos hablaban del combate. La vuelta entre Alí y Spinks.


Naturalmente, no pude evitar quedarme con el nombre de Henry Morgan en la mente: era uno de esos nombres especiales que la memoria tiene cierta disposición a retener, y la cuestión es si no me llegaría también al corazón ya la primera tarde. De hecho, tampoco creo que fuera el único.

Unos días más tarde estaba de nuevo en el Europa -me aburría bastante por las tardes y no soportaba quedarme sentado en mi piso vacío- para matar el tiempo y desfogar mi depresión golpeando un saco.

El hombre llamado Henry Morgan llegó casi al mismo tiempo que yo y saludó a Willis y a «las chicas», y en la mirada que intercambió con el jefe había mucho de esa relación paternofilial que Willis tenía solo con unos pocos muchachos escogidos en los que verdaderamente creía, invertía y por los que sería capaz de hacer cualquier cosa.

Al parecer, el tal Henry Morgan había estado por ahí un montón de años -simplemente había estado fuera, como decía Willis- porque los boxeadores van y vienen, y hacía mucho tiempo que Willis había comprendido que ese tipo iría y vendría a su antojo.

Empecé a saltar a la cuerda, y por desgracia es justo la cuerda lo que domino mejor de todo el programa. Henry Morgan también estaba saltando a la cuerda, y poco a poco nos enzarzamos en una especie de duelo de saltos dobles y con cruce de brazos a un ritmo realmente furioso.

Ya era tarde, y en menos de una hora solo quedábamos los dos, y Willis, claro. Estaba sentado en su despacho, detrás de las puertas acristaladas, intentando conseguir un par de muchachos para el próximo combate.

– Pareces un poco deprimido, chaval -me dijo el tal Morgan.

– Es que estoy bastante deprimido -contesté yo.

– Por lo visto no son solo los gobiernos los que se deprimen a estas alturas del año.

– En realidad, yo no tengo nada contra esta época del año -contesté.

El tipo llamado Henry Morgan se subió a la báscula para ver cuánto pesaba, murmurando algo sobre pesos ligeros. Tras ponerse un par de pantalones marrones, una camisa de rayas finas, un jersey rojo burdeos y una americana de paño de pata de gallo, fue hasta el espejo para hacerse el nudo de la corbata, aquel absurdo nudo duque de Windsor. Se peinó cuidadosamente y se miró al espejo durante un buen rato. Su imagen era la del perfecto caballero, un misterioso anacronismo: pelo corto y con raya, una barbilla poderosa, hombros rectos y un cuerpo que parecía macizo y flexible a la vez. Intenté calcular su edad, pero era difícil. Era un adulto con aspecto de joven. Me recordaba un poco al gentleman Jim Corbett, cuya fotografía estaba pegada en la puerta acristalada del despacho de Willis. O a Gene Tunney.

Después de admirar su propia imagen, empezó a observarme mientras yo permanecía sentado en el banco, jadeando. Estaba claro que había visto algo extraño porque, levantando las cejas, dijo:

– ¡Joder, mira que no darme cuenta antes!

Y se quedó callado, pero continuó escrutándome.

– ¿De qué? -pregunté.

– Eres clavado a mi hermano Leo. Podrías serme de ayuda.

– ¿Leo Morgan es tu hermano? ¿El poeta?

Henry Morgan asintió en silencio.

– Creía que era un seudónimo.

– ¿Quieres un papel en una película? -preguntó de pronto.

– Si pagan…

– Esto va en serio. ¿Quieres un papel en una película?

– ¿De qué trata?

– Vístete, vamos a tomarnos una cerveza y te lo explico. ¡Joder, mira que no darme cuenta desde el principio!

Me puse la ropa mientras Henry Morgan volvía a admirarse en el espejo.

– Vas a tener que aguantarme otra ronda -dijo.

– Eso me temo.

El tipo llamado Henry Morgan se echó a reír y me tendió la mano.

– Mi nombre es Henry Morgan.

– Klas Östergren -dije-. Encantado.

– No estés tan seguro -dijo echándose a reír de nuevo.

El Club Atlético Europa estaba en la calle Långholm, en Hornstull, frente al café Tjoget, pero nos fuimos porque allí se emborrachaba uno muy fácilmente y los dos estábamos de acuerdo en tomárnoslo con calma. Era un jueves lluvioso, como tantos otros, de septiembre de 1978, y no había ningún motivo en el calendario para estar por ahí. Llegamos a Gamla Stan y entramos en el Zum Franziskaner, pedimos una Guinness cada uno y nos sentamos en un sofá con las piernas doloridas.

Henry me ofreció un Pall Mall que sacó de un estuche de plata muy elegante, y lo encendió con un viejo encendedor Ronson, abollado y rallado, tras lo cual se puso a limpiarse las uñas con una pequeña navaja que guardaba en una funda de piel de color rojo burdeos en un bolsillo de la americana. Hacía tiempo que no había visto tal batería de artilugios y estaba bastante asombrado.

Pero el cigarrillo era fuerte, y me dediqué a mirar hacia Skeppsbron, donde la lluvia caía despacio y dejaba las calles resbaladizas, brillantes, sombrías y nostálgicas. Le dije a Henry Morgan que me sentía deprimido y triste y que tenía todos los motivos para sentirme así. Me habían robado casi todo lo que poseía.


Que te hayan robado casi todo lo que poseías constituye una situación existencial muy especial, y seguramente un gran moralista como William Faulkner podría decirle a la persona robada que gana lo que pierde el ladrón: la víctima procede a sumergirse dichoso en la misericordia total de su propia rectitud y complacencia, a la víctima se le perdonan de golpe todos sus pecados y la clemencia aparece como una cláusula no escrita en una póliza de seguros con validez divina inmediata.

El caso es que me sentía muy amargado pero totalmente íntegro ese jueves lluvioso de principios de septiembre. Quizá deba retroceder en el tiempo; no digo volver hasta el principio porque no creo que ninguna historia tenga un principio y un final, tan solo son cuentos que empiezan y acaban en un cierto punto, y esto no es en absoluto ningún cuento, aunque lo parezca.

Ya en el precioso y seductor mes de mayo -a principios «del más primoroso de los tiempos», como decía el poeta Leo Morgan- me encontraba sin blanca. En el banco me daban largas y no me quedaba nada que vender. Así pues, preveía atemorizado todo un verano sin dinero, lo cual significaba trabajar. Aunque pudiera parecerlo, no era el trabajo en sí lo que me asustaba. Lo que realmente me aterraba era pasar un verano sin blanca.

Un tanto desesperado, intenté vender unos relatos a un par de periódicos y revistas, pero los redactores estaban atiborrados de colaboraciones, rechazaron educadamente mis escritos y, en el fondo, no me sorprendió en absoluto. Eran mercancía burda.

Después, bastante más desesperado, intenté ofrecer mis servicios a la prensa diaria. Primero hurgué un poco en algunas polémicas por aquí y por allá, y luego me metí de lleno en debates sobre temas a los que nunca había dedicado un pensamiento y de los que no tenía ni idea. Esto era en la primavera del setenta y ocho, justo diez años después de la legendaria primavera revolucionaria. Es decir, era el momento oportuno para la celebración de aniversario cantada por un coro compuesto por talludos y ya algo canosos rebeldes, aunque sonara bastante desafinado. Una parte quería revitalizar la Revolución, que había perdido por completo su rumbo, y convertirla en una guardería para alevines académicos. Otros la veían como una época dorada de ambiente político-festivo. En resumidas cuentas, nuestra propia época se había convertido en un período en que convivían gente que despertaba y gente que dormía, dependiendo de la situación en la que cada cual hubiera estado en la década anterior.

Sabía muy bien que existía una mafia que se nutría de crear polémica y lanzarse al foro del debate público. Con frecuencia lo hacían con mucho éxito, y a veces la controversia podía prolongarse durante meses y extenderse como una especie de rabia intelectual entre los periodistas culturales. De repente todos se contagiaban y se cebaban en la polémica.

Sin embargo, aquel no era en absoluto mi estilo. Nunca conseguí desenvolverme bien en el terreno de la polémica. Los golpes bajos estaban completamente aceptados. Pero arrepentirse de algo, darle la razón al adversario, era como hacerse el haraquiri ante un millón de lectores. Necesitaba nuevos aires profesionales.

La solución llegó porque renuncié durante un par de meses a la escritura y porque, además, Errol Hansen, un amigo de la diplomacia danesa, me llamó y me comentó de pasada que se necesitaba a alguien para trabajar en el muy concurrido club de campo al que solía acudir en busca de solaz.

– A Wijkman, el hombre que está al frente del club -dijo Errol con acento danés-, le gustaría que fuera alguien recomendado. Han tenido problemas con los jardineros, que al parecer se echan a dormir cuando aún les queda todo el fairway por cortar. No es muy divertido, como ves. Pero si quieres te puedo recomendar.

– ¿Y qué tendría que hacer?

– Solo tienes que montarte en el tractor y cortar el césped. Es bastante tranquilo, leasure life, you know. Mucho sol, aire sano y las bonitas chicas del club.

En aquellos momentos me sentía bastante vulnerable y además necesitaba dinero y trabajo, así que no fue difícil convencerme. Al día siguiente ya estaba en la oficina del señor director Wijkman, en la calle Báner, para solicitar el puesto.

En cuanto entré en el lujoso despacho -era una auditoría- me vi asaltado por una elegante mujer de unos cuarenta años, que debía de ser la secretaria.

– ¡Por fin! -gritó, y yo no podía entender cómo podía ser tan esperado-. ¿Dónde te habías metido?

Miré el reloj para comprobar si me había retrasado muchísimo, pero no era así. Había llegado cinco minutos antes de la hora, pero no me dio tiempo de pensar mucho más en el asunto porque la elegante secretaria empezó a inundarme con varios montones de papeles. Como uno es de por sí servicial, fui cogiendo montón tras montón de los que ella me pasaba rápidamente.

– Esta vez hay más que nunca -dijo la secretaria-. Hemos tenido vacaciones y eso, ya sabes, ha hecho que la gente acumule bastante trabajo retrasado, pero espero que podáis encargaros de todo tan rápido como siempre, seguro que sí, diez ejemplares de cada uno, como siempre, y es que sois un cielo…

– Creo que ha habido un malentendido -pude decir al fin-. Tengo hora con el señor Wijkman sobre la solicitud de un trabajo como cortador de césped.

La secretaria se quedó estupefacta, y en ese preciso instante apareció el que resultó ser el señor Wijkman, el director, en la puerta de su despacho. Como era de esperar, adoptó la pose de un gran y bronceado interrogante cuando nos vio en aquella situación difícil de explicar. Se había producido un malentendido. La secretaria había creído que yo venía de la empresa que hacía copias de los expedientes estrictamente confidenciales.

Tanto el señor Wijkman como la secretaria se deshicieron en disculpas. Naturalmente, yo fingí haber sabido de qué iba todo aquello desde el principio, y creo que los dos pensaron que estaban tratando con un auténtico granujilla. De hecho, aquello era para mí como el pan nuestro de cada día. A menudo me ocurría que me confundían con otra persona, y la gente siempre estaba pidiéndome disculpas, lo cual solía darme una especie de ventaja. A veces incluso llegaba a convertirse en el principio de una muy interesante amistad. Como en este caso, resulta de gran ayuda solicitar un empleo cuando el futuro jefe tiene que empezar pidiéndote disculpas. Te hace sentirte fuerte.

Después de aquella pequeña farsa -una sutil demostración de la clase de confusiones que se convirtieron en el sello de identidad de Molière-, el señor Wijkman me hizo pasar a su elegante despacho. Al momento empezamos a charlar sobre la vida en el Estocolmo pre-veraniego, la vela, el golf, su hija y los impuestos.

El director y yo conectamos enseguida, pese a que él considerara que era un poco extraño que yo no tuviera trabajo y que tampoco estudiara. Era algo que no le cuadraba; en cualquier caso, no íbamos a hablar de política.

Al acabar la reunión había conseguido el puesto, y debía presentarme en el campo de golf la primera semana de junio, cuando el jardinero de plantilla cogía las vacaciones. Mi suplencia sería para todo el verano. El sueldo no era como para tirarse al suelo entre risas espasmódicas y, por otra parte, estaban incluidos comida y alojamiento en un pequeño bungalow a un tiro de piedra del edificio principal del club. Sonaba prometedor. Además, Wijkman insinuó -una insinuación de lo más discreta, de hombre a hombre- que en el club había un cierto ambiente de highlife del cual yo, con mi apertura de miras y mi refinado estilo, podría participar y obtener cierto beneficio.


La primera semana de junio empezó realmente bien. Hacía un tiempo espléndido y todo Estocolmo jadeaba por la ola de calor; las mesas de las terrazas de los cafés estaban llenas y todo el mundo esperaba que llegara el solsticio de verano, la noche de San Juan, cuando por fin podrían dejar la ciudad, que para esas fechas se llenaba de un extraño y discutible encanto. Todo el mundo se queja del calor, pero a todos les gusta mientras puedan ir al parque y tumbarse en el césped. Estar encerrado en una oficina o trabajando en un taller con el peor de los calores es algo completamente insoportable. Por lo que a mí respectaba, ya me daba por satisfecho con lo de poder irme al campo a unos veinte kilómetros al nordeste de Estocolmo, a un bungalow junto a un campo de golf.

Mi vecina se encargaría de mis plantas y del correo, y ya lo tenía todo listo y empaquetado. Errol me llevó en su selecto Mercedes con matrícula acorde a su rango diplomático. En el asiento de atrás había dejado su equipo de golf descuidadamente ladeado, y el maletero iba lleno con mi equipaje. Llevaba conmigo ropa de trabajo, atuendo de calle y algunas prendas más elegantes para las desenfadadas noches de verano en el club de campo.

– El peligro que tiene es que te bebas todo lo que ganes en el club -dijo Errol-. Es muy fácil.

– ¿Y te hacen algún descuento? -pregunté optimista.

– Igual sí. Aunque el del bar es un tipo duro. Cold type.

– Malo. Bah, no importa, ya me las arreglaré de algún modo. Había pensado pasarme las tardes leyendo y trabajando bastante.

Errol se echó a reír con su risa danesa.

– ¿Son los libros lo que pesa tanto?

– Puede que lleguen a quince kilos.

– Quince kilos -repitió Errol-. Eso es, así me gusta, pero creo que podrás darte por satisfecho si consigues leer el periódico.

– No tienes ni idea de mi determinación moral.

En el club fui presentado a todo el personal de servicio. Había algunos subordinados de Wijkman cuyas responsabilidades no parecían estar muy definidas, luego estaban los camareros, el personal de cocina del restaurante y el barman, que, conforme a lo referido, era un tipo duro y frío llamado Rikard, pero al que llamaban Rocks.

Después de dar una vuelta por el noble edificio principal del club, llegó el momento de ir a echar un vistazo a la flota de máquinas. Fui conducido por un tipo de unos treinta años con aspecto de trepa, cuyo nombre ni siquiera me molesté en recordar. Solo le interesaba enseñarme lo que no podía ni debía hacer. Todo el tiempo se expresaba con una extraña negación de la existencia, llena de prohibiciones y delitos. No debía cortar ni así ni asá, no debía cortar ni aquí ni allá, ni conducir demasiado cerca del club ni de los clientes importantes, no hacer pausas de más de cinco minutos seguidos y, sobre todo, no tumbarme a tomar el sol y a la vista en la zona agreste más allá del fairway. También era típico de aquel trepa el hecho de no tener ni idea de cómo funcionaban las máquinas. Había dos grandes tractores Westing con un remolque de sistema de palas segadoras para el fairway, un tractor Smith & Stevens más pequeño de ruedas extremadamente anchas y blandas para los greens, además de un par de cortacéspedes manuales para fines diversos y específicos.

Me quedó claro que el césped, especialmente el del campo de golf, es en sí mismo toda una ciencia, y que mi cometido era solo cortarlo. Si descubría algunos claros u otros fenómenos misteriosos debería contactar de inmediato con los consultores, expertos en el tema que proporcionarían el tratamiento apropiado.

Después de la flota de máquinas, por fin le tocó el turno al célebre bungalow donde me hospedaría. Resultó ser una edificación bastante elegante, larga y baja, a lo largo de una suave colina por detrás del club. Algunas habitaciones eran ocasionalmente utilizadas por los empleados, o the staff, como el muy americanizado trepa llamaba al personal de servicio. Sin embargo, la mayoría volvía a la ciudad después del trabajo, así que podría contar con disfrutar en general de bastante tranquilidad.

Mi habitación daba al este, tenía sol la mayor parte del día y una magnífica vista a una pequeña hondonada donde el verde oscuro del fairway descendía sinuoso hacia la bandera del hoyo quince. Un hoyo corto, para el que se utilizaba un hierro cuatro, según el trepa. Había estado a punto de hacer un hole-in-one justo en ese hoyo. En cualquier caso, se trataba de una vista bonita, tranquila, que despertó en mí bastantes esperanzas de cara al verano.

En cuestión de pocos días ya estaba metido a fondo en mi trabajo. Aprendí a venerar el césped y a despreciar a los golfistas. Su actitud me desquiciaba. Violaban mi césped. Pero no tiene sentido hablar de ellos. Lo único que importa es que el césped es verde. Enseguida me sentí como un piloto de carreras al volante de mi lujoso tractor de tres marchas Smith & Stevens, luciendo pantalón corto y camiseta y poniéndome moreno como un Adonis: me sentía genial. Al principio trabajé bastante bien para crearme una buena imagen, como suele decirse. Me desenvolvía de un modo sencillamente admirable con las máquinas, aprendí a distinguir los diferentes modelos y las características especiales que las dotaban de auténtica personalidad, tan personales e individuales como pueden serlo los caballos de un establo, tan anónimos para un profano en la materia. A esta se le tenía que dar una patada aquí o allá, y la otra tenía que cambiarse de marcha de una determinada manera en el momento preciso para que avanzara a un ritmo perfecto y continuo. Hubo un tiempo, cuando era joven, en que sabía todo lo que se podía saber sobre los dragsters americanos. Durante tres años me leí hasta la última letra de la revista Start & Speed. Ahora estaba obteniendo los beneficios.

Pero ya a la segunda semana me lo tomé con más tranquilidad. Todo fue un poco más «mañana, mañana». Cada cosa a su tiempo, hacía calor, bochorno, y un trabajador del césped, un proletario del golf, necesitaba hacer la siesta cuando el sol estaba en su cenit. Nadie podía reprochármelo. Tampoco nadie me lo reprochaba, porque yo hacía mi trabajo y lo hacía bien.


Algunas tardes caía una lluvia muy fina, relajante, una lluvia liberadora gracias a la cual yo también me sentía en armónica sintonía. Lógicamente la lluvia era un bálsamo para mi adorado césped, pero también confería cierta vitalidad lírica al paisaje. De pronto se instalaba sobre los jardines entre el club y mi bungalow un extraño ambiente colonial, como si fuera un club de campo británico en alguna provincia de té asiática. Había un camino de piedra caliza bordeado de rosales, lilas y jazmín. Bajo aquella fina llovizna podía quedarme sentado durante horas en un banco de aquel camino, solo para impregnarme al máximo de aquella refinada y sublime atmósfera con una taza de Oriental Evening Tea y un Camel sin filtro.

Era idílico, y algo idílico siempre representa un estado de inmovilidad. Me preguntaba cómo se denominaría a su contrario. No podía dar con otros antónimos para idílico que no fueran guerra, violencia física y desgracia: algún tipo de cambio físico en sí. Reflexioné sobre mi persona y comprendí que yo mismo, como organismo físico, era enormemente conservador. Cuando era niño nunca me lavaba hasta que me dijeron que las verrugas que tenía en los dedos se debían a la falta de higiene. Naturalmente, aquello no era cierto: después de lavarme y restregarme las manos cincuenta veces al día, me dieron un volante para el hospital, donde, con mucho dolor, me quemaron las verrugas. Todavía hoy sigue sin gustarme lavarme con agua fría por las mañanas. Siempre me afeito por la noche. Me mareaba en el coche hasta que fui casi adulto. En realidad, odio viajar y jamás me atrevería a acercarme a un avión. Mi cuerpo es enormemente conservador e interpreta el más mínimo cambio como un ataque. Preferiría vivir en un termitero, exactamente a la misma cálida temperatura todo el año. Odio los cambios repentinos de luz y sonido. En el cine a menudo me siento mal e intento evitar a la gente con la voz aguda o con un fuerte olor corporal. Se podría decir que todo mi cuerpo está predispuesto para lo idílico; pero cuando por fin estoy sentado en un balancín o bajo un emparrado de lilas, lo que se suele considerar idílico, me entran tics y espasmos y tengo que alejarme de allí lo antes posible. Aun así, conozco a individuos profundamente desarraigados y llenos de desasosiego que apenas saben hacer otra cosa que quedarse sentados justo bajo esos emparrados entre cerezos y lilas para imbuirse de la idílica fragancia dulzona de las flores y del café recién hecho.

Así pues, muy pronto me sentí desquiciado en aquel banco y me faltó la serenidad de ánimo para ponerme a leer todos los libros que había planeado. Fui a ver a Rocks al bar del club. Podía hacer un devastador Singapore Sling que, por aquella noche, haría desaparecer rápidamente ambiciones e intenciones.

La amenaza de un cambio brutal es una de las condiciones fundamentales de la existencia del ser humano y, considerando cuán a menudo la amenaza se convierte en realidad, se puede decir con toda razón que esta existencia es básicamente trágica. Pronto lo descubriría personalmente con meridiana claridad.


El verano acabaría siendo cualquier cosa menos idílico. Una de las primeras semanas de junio subí a la oficina del trepa para pedir fiesta. Estaba prácticamente devorando el teléfono que estaba sobre su mesa, hablando de una junta directiva de la que al parecer quería formar parte. Cuando acabó la conversación me pidió que me sentara con estas palabras:

– Siéntate, joder. ¿Cómo demonios dijiste que te llamabas?

Le dije cómo me llamaba, pero no pude evitar reírme porque yo tampoco recordaba su nombre. El trepa se rió, tan solo para guardarse las espaldas, y me preguntó qué quería.

– Voy a ir a un concierto en Gotemburgo la próxima semana. Necesito un par de días de fiesta.

– La cosa está algo peliaguda… -empezó a decir el trepa, rascándose la barbilla y aparentando estar presionado-. Estamos muy contentos contigo, quiero que lo sepas, pero…

Quizá fuera un día de mucho calor; quizá yo había dormido poco. El caso es que no me dejé intimidar y pasé directamente a la ofensiva.

– Oye -dije con voz gélida-, he conseguido entradas para Bob Dylan y me da lo mismo si te parece bien o no. Pienso ir la semana que viene. Eso es lo que hay. Deberías estar contento de que te haya avisado con tanta antelación.

El trepa se quedó con la boca abierta y asintió.

– Vale, vale. Si eso es lo que hay…

Así fue la cosa, y pasé unos días estupendos en Gotemburgo. Medio Estocolmo estaba en la costa oeste, los tranvías de Gotemburgo iban llenos de viejos hippies, beatniks, pequeños Bob Dylan y toda la élite de la canción protesta escandinava. Fue como un gran carnaval.

El concierto resultó magnífico. El mito había conseguido matar a su propio mito y sonaba casi como una nueva estrella del rock. Al final todo el mundo encendió cerillas, como velas en una inmensa catedral, haciéndonos sentir como una completa e inexpugnable unidad.

Acabé al lado de un joven flacucho que había permanecido sentado totalmente inmóvil durante horas. No había movido ni un solo músculo. Lo reconocí de verlo en Estocolmo, porque siempre estaba presente en todos los eventos, allí donde pasara algo. Quizá la primera vez que lo vi fuera en el concierto para salvar los olmos del Kungsträdgården, en 1971. Uno de los cantautores que iba a actuar saludó a aquel joven, y tal vez por eso me fijé en él. Siempre estaba solo, aunque todos lo saludaban. No sabía cómo se llamaba.

Pero aunque el concierto fue magnífico, el resto de mi tiempo allí ensombreció la experiencia de ver a Dylan. Al día siguiente de la actuación volví en autoestop a Estocolmo. Le había prometido al trepa estar de vuelta tan pronto como me fuera posible; la promesa que le hice tal vez no significara mucho, pero yo no quería traicionar al césped.

Fui a mi piso de Lilla Essingen para cambiarme de ropa y para hablar con la vecina que me había prometido regar las plantas, por si había llegado algo interesante por correo.

En la puerta no se veía ni la más mínima señal, pero en cuanto abrí percibí las vibraciones que habían dejado tras de sí los ladrones. Seguro que le pasa a todo el mundo cuando vuelve a su casa para descubrir que en su interior ha habido invitados no deseados. Quizá sea la culpa temblorosa de las huellas, quizá los ladrones segregan una suerte de fluido especial, una adrenalina de ladrón hasta ahora desconocida que se introduce en el sudor e impregna las habitaciones de una atmósfera singular; o tal vez sea simplemente porque el subconsciente puede registrar cualquier cambio, por pequeño que sea, y así preparar, advertir y dar la alarma a la conciencia antes de afrontar el gran shock.

De modo que, en cuanto entré en mi piso, se confirmó lo que hasta ese momento solo había sido una sospecha: mi querido hogar había sido prácticamente vaciado de cualquier objeto por el que se pudieran sacar un par de coronas en el mercado negro. No es que tuviera muchas cosas de valor, pero al hacer la estimación de pérdidas para la compañía de seguros resultó después de todo una cantidad considerable.

Me encendí de inmediato un cigarrillo y entré para echar un vistazo. Era exactamente como cuando te dan la noticia de una muerte: primero te pellizcas para despertar de la pesadilla, después sigues negándote a asimilarlo, pero te esfuerzas en ir digiriendo pequeñas porciones de verdad hasta que por fin aparece el consuelo como reacción de defensa.

De forma objetiva pude constatar que el ciudadano Östergren disponía a partir de ese momento de una superficie vacía de suelo de unos cuarenta y tres metros cuadrados, paredes completamente desnudas, una cocina limpiada y una librería despojada de valiosos objetos gracias al buen criterio e instinto literario de los ladrones. Solo quedaban el escritorio y mis dos máquinas de escribir. Me pareció un gesto de generosa humanidad. Pero, como bilis en este cáliz de misericordia, los ladrones habían metido una hoja de papel en una de las máquinas y habían tecleado: «Esperamos que Dylan estuviera bien. Te dejamos las herramientas de tu oficio para que puedas ganarte el sustento», justo como un codicioso comisario que no sabe en absoluto cómo se escribe el nombre de una estrella del rock.

Solo entonces abrí el cajón del escritorio donde guardaba los papeles importantes. Habían desaparecido el pasaporte y los documentos de identidad, pero los ladrones habían dejado las pequeñas cosas de valor puramente sentimental.

Mientras vagaba por mi piso completamente desvalijado, experimenté como nunca antes una terrible sensación de desolación. No se trataba de una ira extrema, todavía no. Más bien estaba tremendamente asombrado de que un par de laboriosos ladrones pudieran cargar todo un camión sin que ningún ciudadano se oliera algo e interviniera. Después de todo, la gente del edificio me conocía; había vivido allí prácticamente toda mi vida.

Salí al rellano y llamé a la puerta de la vecina. No se encontraba en casa, pero ella estaba libre de sospecha. Después vagué erráticamente hasta el desván, solo para comprobar que no habían encontrado y robado mis esquíes. Aún colgaban en su bolsa de un gancho, y aquello me alegró. De repente mis viejos esquíes adquirieron un valor incalculable para mí, y me imaginé derrumbándome por completo si hubieran desaparecido. Apagué la colilla en el suelo de cemento del desván, miré por la ventanilla y vi que volvía a llover.

Como los ladrones se habían llevado incluso el teléfono, tuve que ir a casa de una vecina. Le expliqué toda la historia a una ciudadana asombrada y aún más conmocionada, y después llamé a la policía y a la compañía de seguros.


Así pues, fue un muy afligido cortador de césped el que volvió al campo de golf. Se había puesto en marcha toda la maquinaria burocrática y tanto la autoridad policial como la compañía de seguros me insinuaron muy a las claras que aquello podría tardar bastante. Los robos en verano no eran algo excepcional, y los investigadores tenían mucho trabajo en aquella época del año.

Intenté alejar de mí toda aquella tragedia entregándome de pleno al trabajo: corté todo el puto campo de golf, rastrillé todos los caminos y removí la tierra de todos los parterres con una furia ciega. Al cabo de un par de días lo peor de la conmoción se había aplacado, y en ciertos momentos volví a sentirme lleno de una vertiginosa sensación de libertad e independencia. Ya no había nada que me atara a mi lugar en el mundo. Podía hacer justo lo que me apeteciera, una vez que contara con algo de dinero. Pero, en un instante, esa euforia podía convertirse en la más profunda de las amarguras. Sentía todo aquello como una especie de castigo.

De ese modo transcurrieron días y semanas. A principios de agosto por fin vi un poco de luz: me encargaron escribir un libro. Aquello coincidió además con varias celebraciones. En primer y destacado lugar, el club celebró su décimo aniversario, con banderas ondeando, mucha pompa y circunstancia. Tras una formal planificación, deliberaciones y discusiones, se organizó finalmente un pequeño y divertido torneo para equipos mixtos formados por júniors, damas, semiprofesionales y séniors, que tuvo como colofón un festivo cóctel por la noche. Acudió gran cantidad de gente, y también asistieron los personajes importantes que en alguna ocasión habían metido una bola en alguno de los dieciocho hoyos del club. Hacía una noche muy agradable y todo hacía presagiar que resultaría un acontecimiento memorable.

Naturalmente, dado el espíritu democrático de la época, yo también estaba invitado. A esas alturas ya me sentía bastante familiarizado con la gente del club. La mayoría eran aborrecibles, pero aun así te lo podías pasar bien con ellos mientras no tuvieras grandes expectativas. A última hora de la tarde bajé hasta el club, y adopté una pose relajada junto a la piscina con una copa en la mano mientras charlaba con el señor Wijkman sobre cómo iba el verano. Lamentó seria y profundamente el robo que había sufrido, y parecía verdaderamente preocupado. Quería que continuara en el club; simplemente podía irme a vivir allí, o al menos hasta que acabara el año. Pero le dije que se lo haría saber porque tenía que empezar a escribir de nuevo.

– Fan-tás-ti-co -exclamó Wijkman, que ya hablaba un poco lento a aquellas horas de la noche, dándome golpecitos en la espalda-. Es fan-tás-ti-co que uno pueda ponerse a escribir así sin más. En-tien-des, siempre he ad-mirado a la gente que cree en algo… -añadió con su habitual familiaridad.

Mientras Wijkman peroraba sobre la vida en general y la escritura en particular, intenté echar un vistazo al mar de gente lleno de celebridades. No había nadie que me atrajera especialmente, y di por sentado que allí se tenía que beber bastante para que la noche se presentara bien.

Al cabo de un rato, mientras charlábamos al lado de la piscina, se nos acercaron la mujer y la hija de Wijkman. No las había visto antes, pero ambas estaban tan bronceadas, maquilladas y enjoyadas como se podría esperar.

– Este es Klas -dijo Wijkman presentándome-. Un hombre que os resultará muy interesante a las dos. En realidad es es-cri-tor. Un granuja de lo más mis-te-rio-so, ja, ja, ja -cloqueó, y desapareció entre el hervidero de gente.

Las damas parecieron intrigadas al momento y me preguntaron por lo que había escrito. No habían oído hablar de mis libros, pero pensaron que sonaba realmente interesante. Prometieron encargarlos en cuanto pudieran en su librería.

– Y tienes que cortar el césped aquí todo el verano para sobrevivir…

– No puedo quejarme.

– Supongo que está muy bien hacer un poco de todo. Seguro que conoces a un montón de gente, ¿no? -dijo la madre, ladeando la cabeza.

– Oh, sí. Mi próximo libro estará ambientado en un campo de golf.

Tanto la madre como la enorme hija se echaron a reír, y después a la madre pareció ocurrírsele una idea en relación con lo ganar dinero.

– Espera aquí un momento -dijo, y desapareció entre la masa de invitados.

La seguí con la mirada y vi cómo se acercaba a un hombre de mediana edad que llevaba tejanos y jersey. Parecía algo bohemio, como un chico de anuncio que había ganado un montón de pasta y solo iba al club de vez en cuando para practicar con un cubo de bolas y darse un trago en el bar. La señora Wijkman intercambió unas palabras con el hombre, que asentía como hipando; después los dos miraron hacia donde estaba yo, él volvió a asentir con la cabeza y se acercaron.

– Te presento a Torsten Franzén -dijo la señora Wijkman cuando llegaron.

– Encantado.

Nos dimos la mano y la señora Wijkman explicó que Torsten y ella habían sido amigos desde la escuela, y que él me conocía porque era editor de una muy conocida editorial y siempre tenía un montón de ideas.

Torsten Franzén me pasó el brazo por los hombros y nos alejamos un poco. De camino hacia la periferia del gentío, nos hicimos con otro par de copas.

– En este sitio la gente es tan jodidamente estirada… -dijo Franzén-. ¿No te parece?

Asentí y encendí un cigarrillo.

– ¿Necesitas trabajo?

– Dinero, sobre todo.

– Tienes razón -dijo Franzén-. Nunca se debe trabajar gratis, ni siquiera cuando se es escritor. Verás, me gusta mucho lo que haces y tengo una idea que quizá te interese.

– Oigámosla.

Franzén me habló en confianza acerca de la otra gran celebración, el centenario de la publicación de La habitación roja de Strindberg. La idea de Franzén era que alguien -por ejemplo, yo- se decidiera a reescribir la historia, pero ambientada en nuestra época. La temática del libro seguía teniendo enorme vigencia, pero adaptado a nuestro tiempo podía ser un bombazo. Franzén tenía puestas sus esperanzas en que un talento joven, con un estilo un poco atrevido, podría hacer algo realmente bueno.

– La idea me atrae -reconocí.

– No me seas tú también un jodido timorato -dijo Franzén-. O te gusta o no te gusta, esa es la cuestión.

– Déjame pensarlo a solas unos minutos. No creo que este sea el lugar más apropiado para este tipo de negocios.

– De acuerdo -dijo Franzén, y volvió a darme unos golpecitos en la espalda-. Tienes un cuarto de hora, después tendrás que lanzarte a la piscina. A lo mejor te ayuda saber que estoy dispuesto a poner diez de los grandes sobre la mesa en cuanto firmes el contrato.

Franzén le echó un ojo a la mesa mejor surtida de bebidas y se alejó. Me quedé solo en un rincón más allá de la piscina, y me sentí a una distancia apropiada tanto del club como de la misma vida. Me fumé un cigarrillo mientras sopesaba con calma la propuesta. La idea era realmente atractiva y la verdad es que estaba buscando un nuevo proyecto. Reescribir La habitación roja ambientada en la actualidad era innegablemente tentador; había mucha gente a la que hincarle el diente y, además, era un género que nunca había probado.

Diez de los grandes tampoco le restaban atractivo a la propuesta.

No tardé mucho en buscar una mesa con bebidas y, tras tomarme de golpe un trago corto y seco, esperé a ver cómo me sentaba. Me sentó de maravilla, y entonces tomé una decisión. Fui a buscar a Franzén y le dije:

– Acepto el trato.

Franzén me estrechó la mano y pareció aliviado. El negocio había llegado a buen puerto y brindamos por La habitación roja.

– Si consigues sacarlo adelante, esta puede ser tu gran oportunidad.

– Siempre y cuando no se adelante nadie.

– Joder, deberías empezar esta misma noche. El manuscrito tiene que estar listo antes de Navidad.

– Supongo que estará.

– Tiene que estar. Eres el hombre perfecto para este trabajo.

– Te lo agradezco.

– Joder -dijo de pronto Franzén-. ¿Ves quién viene por allí?

Miré hacia el hervidero de gente, hacia la entrada, pero no pude ver a ninguna celebridad relevante en especial.

– ¿Quién? -pregunté.

– Sterner, Wilhelm Sterner. Aquel de la americana azul claro, con la mujer china, o de donde sea. Están hablando con Wijkman.

Apenas pude distinguir al hombre en cuestión; sin embargo, pude ver a Wijkman moviendo la cola como un cachorrito obediente.

– ¿Quién diablos es? -dije, porque nunca había oído hablar de Wilhelm Sterner.

Franzén me miró con desprecio y comprensión al mismo tiempo, y tal vez con cierta disculpa implícita.

– Si vas a escribir La habitación roja de nuestros días, tienes que saber quién demonios es Wilhelm Sterner. Es un pez gordo, uno de los grandes. Casi nunca se deja ver en estos niveles -dijo Franzén enfáticamente-. Fíjate muy bien, porque puede que sea la primera y la última vez que lo veas.

– ¿Y a qué se dedica?

– Él es quien está detrás del campo de golf -murmuró mi nuevo editor por la comisura de los labios, porque no quería apartar la vista de la bestia mitológica ni un solo segundo-. A decir verdad, él es quien está detrás de la mayor parte de la economía sueca actual. Hace diez años se hizo cargo de la Corporación Griffel. Dentro de poco será tan grande como Wallenberg. Por cierto, Wallenberg fue su maestro. Fue el viejo quien se lo enseñó todo. Y se nota. Antes ese traje le venía un poco grande, pero ya no. Ya era hora. El traje del viejo… Wilhelm Sterner, ya sabes… está pero no se ve.

– Non videre sed esse -intercalé.

Franzén dio un leve respingo y por un momento me miró fijamente.

– Exacto. Eso es, muchacho. Estar sin ser visto. Es su lema y el de Wallenberg. El gobierno está a punto de entrar en crisis, me apuesto mil rupias. Lo tienen muy jodido. Pero el año que viene hay elecciones. Tendrán que empezar a buscar nuevos ministros, carne fresca. No hay muchos tipos competentes y libres donde elegir, gente que no esté ya comprometida. Sterner nunca ha formado parte de ningún gobierno.

– ¿Y está limpio?

– ¿Limpio? -exclamó Franzén, haciéndome sentir de nuevo como un idiota-. ¿Es que hay algún peso pesado que esté limpio? Pero Sterner sabe cómo sanear y limpiar los trapos sucios. Eso sí sabe hacerlo. Hace poco se cargó a dos jefes de departamento. A uno se le paró el corazón y el otro se encontró por casualidad con una soga. Y del caso Hogarth seguro que ya nadie se acuerda. Cayeron como moscas; ni siquiera yo sé mucho del asunto. Pero Sterner es un diablo. Un auténtico lobo con piel de cordero. Una piel de primera.

Así que hice lo posible por dirigir mi zoom hacia aquel milagro financiero con muertos a sus espaldas para descubrir que, ciertamente, resultaba algo muy difícil. Estaba cerca de la entrada, con su inmaculado blazer azul claro, pantalones beige, zapatos country perforados y un favorecedor bronceado. Estaba claro que su esfera de malignidad era de ámbito internacional.

Podría tener unos sesenta años, pero solo era una suposición. Si no me equivocaba, jugaba a tenis con otros magnates para mantenerse en forma. Era el típico experto con el servicio, que demolía y machacaba a su oponente hasta dejarlo hecho trizas con su saque a lo Tanner, imbuido de la tenacidad y la contumacia que todo pez gordo debe poseer. Era difícil etiquetar a aquel hombre, cuya aura estaba compuesta a partes iguales de encanto y de maldad. Pesado y macizo, como corresponde a un magnate de ámbito internacional, y a la vez ligero y elástico. En general era tan irreal e indefinido como el muñeco Ken, emanando simplemente precisión y una impronta física inodora. Su americana se movía libremente por la sala, flotando como un zepelín sin contacto con el suelo.

Los mediocres de medio pelo y sus esposas querían acercarse a toda costa para tocar al Maligno, estrechar la mano del gran prócer. Muy pronto estaba allí Franzén, arrastrando los pies. Como un senador estadounidense, Sterner fue estrechando cumplidamente las manos de quienes se le acercaban, y su acompañante, la mujer de aspecto asiático, sonreía y lanzaba saludos de reconocimiento a diestra y siniestra, arriba y abajo. Sostenía un martini y sorbía elegantemente la bebida a la sombra de la bestia. Parecía acostumbrada a todo aquello, y adoptaba exactamente la pose de hastío indiferente permisible: dejaba ver que la fiesta era anodina sin ser mortalmente aburrida. También daba la impresión de que en su juventud había sido una hembra de bandera. Ahora era una mujer madura, pero no parecía lamentar ni uno solo de los días de su vida. De haber estado media hora más, podría haberme dejado hechizar por aquella mujer, pero no fue así. No esta vez.

El gran rey de las finanzas Wilhelm Sterner y su espléndida mujer tuvieron a bien retirarse bastante pronto, lo que testimonió su buen criterio porque el ambiente de la fiesta empezó a estar un tanto pasado por agua. Yo mismo tuve que ayudar a sacar de la piscina al menos a cinco invitados completamente vestidos; entre ellos, a mi nuevo editor, Franzén.


Esa era más o menos mi situación a principios del otoño de 1978. Eso fue también más o menos lo que le expliqué a Henry Morgan en el Zum Franziskaner a modo de presentación. De hecho, escuchó bastantes cosas más, pero no tienen nada que ver con esto.

La historia del robo causó una fuerte impresión en Henry. Estaba profundamente afectado, e incluso se le saltaron las lágrimas.

– Pobre tío -exclamó-. Me recuerdas tanto a mi hermano… -dijo con énfasis- Sois de un tipo de gente que parece gafada. ¿También eres Piscis?

– Pues sí.

– Me hubiera jugado el cuello. ¿Sabes? Tengo bastante de vidente. Puedo sentir cosas en los huesos. He presentido que eras Piscis.

A estas alturas ya no teníamos sed. Habíamos estado hablando durante horas y ya no nos quedaba dinero, así que solo nos restaba marcharnos.

– Podemos ir a mi casa -dijo Henry-. Seguro que me queda algo de beber.

– Debería irme a casa -dije, porque ya me conocía la historia. Habíamos desenroscado el tapón de la conversación y podíamos continuar así toda la noche, aunque fuera un jueves normal y corriente y no hubiera muerto ni nacido ningún santo en un día como aquel y, si lo había hecho, había sido en vano porque nunca se registró en nuestro calendario. Tal vez Lutero se había encargado también de que no apareciera-. De verdad que tendría que irme a casa. Pero, por Dios, si solo estamos a jueves…

– No hay peros que valgan. Aún no te he contado cuál sería tu papel en la película.

– Vale. Pero tendrás que ser breve.

Resultó que Henry Morgan vivía en la calle Horn. Justo enfrente del Puckeln, en una de esas casas viejas y de aspecto ruinoso, entre fachadas recién renovadas que parecen irreales, como terrones de azúcar adornados con nata.

Entramos en la portería, que estaba decorada con un mural de caza fechado en 1905.

– Espera aquí -dijo, parado delante del ascensor mientras sacaba el llavero-. Vivo en el piso de arriba, pero tengo que conseguir algo de bebida.

Henry buscó una de las llaves y abrió una puerta del vestíbulo. Después desapareció tras una cortina y todo quedó en silencio. La luz se apagó y me dirigí a tientas hasta el interruptor. El silencio se prolongó varios minutos. Por fin oí que se abrían y cerraban un par de puertas tras la cortina y apareció Henry Morgan con una botella a medias de whisky Doctors.

– Es bueno que confíen en uno -murmuró satisfecho abriendo las puertas del ascensor-. Pero no hagas preguntas.

La quinta planta consistía en un solo apartamento con dos entradas, y supuse que se trataba de una residencia bastante lujosa, pero aquella noche Henry no estaba para enseñarme la vivienda. Más bien al contrario, me hizo callar llevándose el índice a los labios.

– No debemos hacer mucho ruido. Hay gente durmiendo.

– ¿Tienes familia?

– Todos están durmiendo, todos -susurró-. Tendremos que ir a la cocina.

Entramos de puntillas en una cocina grande y cuadrada, con fogones de gas y de leña, viejos armarios mugrientos que llegaban hasta las vigas, molduras en las paredes y un impresionante aparador de madera oscura. Henry encendió un par de velas y sacó unos vasos de aspecto resistente.

– Siéntate, chaval -gritó señalando una silla-. Sí, joder, aquí vive más gente. ¿No tienes frío?

– No pasa nada. Podemos tomarnos algo que nos haga entrar en calor, ¿no?

Henry sirvió un par de vasos bien cargados y empezó a hablar del papel que tendría en la película. Resultó que él no era exactamente el director, sino más bien algo así como un figurante, aunque de hecho había actuado una vez como protagonista. Fue en Calle aprende el estilo crawl, una película didáctica sobre natación del año cincuenta y tres con la que el magnífico nadador de diez años Henry Morgan debutó en la gran pantalla. Me preguntó si me acordaba de la película, pero no era así. Yo era demasiado joven.

Así pues, Henry Morgan era figurante, uno de los mejores. Me enteré de que los figurantes eran como una gran familia, y casi siempre era el mismo grupo de extras el que participaba en todas las películas que se hacían en este país. Había abultados archivos con fotos y fechas de todos los figurantes, y Henry iba a encargarse de que yo apareciera en uno de aquellos archivos, porque era algo tan importante como estar en la lista de espera para conseguir una vivienda.

Aseguraba haber viajado en carretas, haber luchado y peleado, y haber estado en tabernas clandestinas en películas históricas; también haber hecho cola en el paro, tomado autobuses y haberse despedido en los andenes en películas modernas. La próxima vez que viera una película sueca filmada después del sesenta y ocho debería acordarme de él, porque era muy probable que él apareciera en un segundo plano.

La película en cuestión era un relato ambientado a principios de los sesenta, la ópera prima de un director novel.

– Se necesita a un joven delgado con corbata fina de napa y camisa de nailon, y tú serías perfecto -decía Henry-. Yo toco el piano… al fin y al cabo, soy pianista, y se supone que estaríamos ensayando un par de canciones al fondo de la imagen mientras una pareja empieza a discutir delante de nosotros. Puede ser divertido. ¿Sabes cantar?

– No mucho.

– Ya lo arreglaremos. Puedo enseñarte. Verás, si lo hacemos bien tendremos más ofertas. Así es como funciona en este gremio.

Lo cierto es que no me hacía una especial ilusión convertirme en figurante, cantando desafinado con el pelo repeinado, corbatín de napa y camisa de nailon. No era en absoluto lo que yo me había imaginado. Si iba a hacer una película, para empezar quería que fuera un buen papel.

Pero solo conseguí emitir débiles protestas. Henry Morgan era una persona muy entusiasta y tenía un fenomenal poder de persuasión. Probablemente el whisky también ayudara lo suyo. En algún momento al filo de la madrugada, después de haber hecho un recorrido entre susurros por una docena de nuestras películas favoritas, capitulé y prometí que al día siguiente acompañaría a Henry para conocer al equipo de la película y registrarme como posible figurante.

– Cojonudo -bramó Henry.

– Chsss… -susurré-. Que vamos a despertar a los otros.

– ¿Qué otros?

– Los que están durmiendo.

Al principio Henry Morgan se me quedó mirando, desconcertado, y después se echó a reír, una carcajada ruidosa y jovial que se elevaba desde el diafragma, como solo sabe hacerlo la gente realmente feliz o ebria. Estuvo riendo bastante rato, luego se secó las lágrimas y se tranquilizó.

– No hay nadie más. Vivo solo. Pensé que para variar sería divertido beber en silencio.

Empezaba a creer que aquel hombre era un auténtico idiota. Tampoco ayudó el hecho de que se dirigiera a la ventana de la cocina, la abriera y empezara a gritar en plena noche otoñal:

– ¡Spinks! ¡Spinks! ¡Spinksss!

En ese momento ya no me cabía ninguna duda de que aquel hombre era un idiota y de que aquello atraería a la policía. Henry seguía gritando por la ventana:

– ¡Spinks! ¡Spinks! ¡Spinksss!

Al cabo de unos minutos, un par de ojos emergieron de las profundidades de la noche y un gato negro saltó al alféizar de la ventana. Su pelo era tan negro que tenía un tono casi azulado. Henry cogió al grandote animal en brazos. Al instante el gato comenzó a ronronear y maullar, hasta que me vio.

– Este es Spinks, el gato negro de quién sabe dónde -dijo Henry-. Vaga por los tejados, pero no sé de quién es. Si es que un gato puede pertenecer a alguien.

– Hola, Spinks -dije.

Spinks se acercó como para saludar, y Henry le puso un plato de nata líquida que el animalote lamió haciendo bastante ruido.

– Apareció la misma noche que Spinks ganó a Alí, así que no dudé un instante en cómo llamarlo.

Henry se quedó sentado un rato jugando con Spinks mientras yo intentaba dirigir mis pasos hacia el baño. Cuando regresé a la cocina, vi una suave luz al final del estrecho pasillo que unía varias habitaciones. De allí llegaba el suave tintineo de unas leves y precisas notas de piano. Me dirigí hacia aquella estancia y allí dentro, tras unas puertas altas de espejo, estaba Henry Morgan tocando un reluciente piano de cola negro. Ocupaba la mitad de la sala y el resto -por lo que pude ver en aquella ocasión- consistía en varias palmeras sobre pedestales y un diván antiguo con borlas. Era una habitación decorada con gusto, impregnada de una singular espiritualidad con Henry sentado al piano, tocando unos acordes que sonaban como el respirar. Spinks y yo nos sentamos en el diván de borlas negras y nos sumergimos en aquella atmósfera.

Debí de quedarme traspuesto, porque di un fuerte respingo al oír una brusca disonancia y la voz de Henry diciendo:

– No te duermas ahora, muchacho. Tenemos que empezar a ensayar esta noche.

– ¿Qué prisa hay?

– No hay tiempo que perder. Acércate y ponte junto al piano.

Fui arrastrando los pies hasta el piano, y me costaba mantenerme derecho. Lo único que quería era dormir, pero Henry empezó a tocar una vieja y pegadiza canción para animarme, así que me aclaré la voz y comencé por el estribillo.

– Tú, que eres escritor, podrías escribir algunas letras para mí -dijo Henry-. Lo he intentado con Leo, pero es demasiado serio. Apuesto que contigo sería diferente. Podríamos convertirnos en una nueva pareja del mundo del espectáculo, escribir canciones. En la vida hay que probarlo todo.

– Una cosa detrás de otra.

– ¿Has oído «Droppen dripp», de Alice Babs y su hija? Empezaremos con esa. Es una pieza difícil. «Droppen-Dripp-ochdrippen-Drapp» -empezó a cantar-. Cuando vaya por la p de «drop-pen», entras tú, ¿entiendes?

– Sí, lo entiendo. Pero me parece una canción realmente estúpida -objeté-. ¿No podríamos empezar con algo más tranquilo a estas horas de la noche?

– No te preocupes por la hora. Vamos «Droppen-Dripp-ochdrippen-Drapp…» Ahora tú… «Drippen-Drapp.» Otra vez, desde el principio. «Drop-pen…»

Respiré hondo a la altura del «Dripp» y empecé a cantar, a pesar de ser una de las peores canciones que había oído en mi vida. Además, tampoco era fácil cantar una canción casi imposible como aquella a las tres de la madrugada, después de un montón de cervezas y algunos whiskys. Pero Henry era obstinado y poseía, como ya he mencionado, un fenomenal poder de persuasión.

Hacia las cinco de la mañana de aquel viernes de diario pudimos por fin cantar «Droppen Dripp och drippen Drapp» casi tan bien como Babs y su hija. Henry estaba sentado deleitándose con el resultado, y además con razón. Era un profesor excelente.

– Muy bien, vamos a dejarlo por hoy -dijo finalmente-. Pareces algo cansado.

– Cansado es poco.

– Puedes quedarte a dormir, si quieres.

– Podría dormir donde fuera.

Henry me indicó una habitación en el otro extremo del largo pasillo, que estaba tan oscuro como el pasaje del infierno. Abrió la puerta y apenas pude ver mucho más que una cama grande, en la cual me tendí cuan largo era sin quitarme siquiera los zapatos.

– Hay una cosa que deberías saber -dijo Henry.

– ¿El qué?

– Estás acostado en la vieja cama de Göring. Good night.


Ese ordinario viernes de principios de septiembre me desperté hacia las once, sintiéndome fatal y sin saber muy bien dónde me encontraba. Lentamente mi conciencia empezó a funcionar de nuevo, insuflando vida a los recuerdos de la noche, y, con ojos turbios, eché un vistazo alrededor de la habitación hasta llegar a la cama en que me encontraba y que supuestamente había pertenecido a Göring.

Era un día soleado, y la habitación daba al jardín interior, al este; el sol se reflejaba sobre los tejados, deslumbrándome. Por lo demás era una estancia muy agradable, con las paredes empapeladas en tonos suaves y cortinas claras, una chimenea, una cómoda de caoba, varios armarios, un par de grabados en cobre con escenas de obras de Shakespeare y una alfombra persa. La supuesta cama de Göring tenía un enorme armazón con nudos tallados en nogal. Por extraño que parezca, había dormido bastante bien en ella.

Al levantarme sentí frío, ya que había dormido con la ropa puesta y me había arropado con la colcha. En la cocina, Henry estaba preparando un consistente almuerzo a base de huevos, beicon y patatas salteadas. El mero olor me hizo sentir mal al momento, aunque en realidad tenía bastante hambre. Me sentía como si fuera a bordo de un barco.

– Morning -dijo Henry-. ¿Qué tal has dormido?

– Como un muerto.

– Aquí te está esperando un Réveil -dijo señalando un vaso largo con un líquido pálido y viscoso.

– ¿Qué es eso?

– ¿Un Réveil? Es un ponche, algo para combatir la resaca, un reconstituyente, simple y llanamente.

Olí la bebida para averiguar qué llevaba, porque no me fiaba del cocinero.

– Lleva yema de huevo, almíbar, una pizca de coñac, nuez moscada y leche -dijo Henry contando los ingredientes con los cinco dedos-. Alimenta mucho y es vigorizante. Revive a los muertos.

Respiré profundamente y di un trago, y descubrí que estaba bueno, aunque nunca he sido amante de los reconstituyentes: son demasiado «depravados» para mi gusto. Sin embargo, Henry se negó a servirme nada de comer antes de que me hubiera bebido todo el Réveil, así que decidí tomármelo de un trago. Obró maravillas. Después del consistente desayuno, me sentí resucitado, y hacía un día estupendo y soleado. Me sentía como un sultán.

– Algún día tienes que explicarme lo de la vieja cama de Göring -le dije más tarde, porque no podía quitármelo de la cabeza.

– Ya te lo explicaré -dijo Henry-. Pero ahora no. Tengo que afeitarme y arreglarme. Vamos a ir a ver al equipo de la película y después habrá que hacerte fotos. No te irás a echar atrás, ¿verdad?

– ¿Echarme atrás? ¿Yo? ¡Nunca!

– Bien. Puedes echarle un vistazo a la casa mientras me afeito. Deberías alegrarte de que la barba no te crezca como a mí.

Hice lo que me había dicho Henry y me di una vuelta por el piso. Me dejó bastante perplejo. No sabía qué pensar de aquel hombre. Cuando conoces a gente nueva siempre intentas etiquetarla, pero en el caso de Henry no había etiquetas que sirvieran. El mero hecho de ver dónde vivía lo hacía imposible.

Se trataba de un viejo apartamento doble, lujoso, frío y triste. Del gran recibidor salía un largo pasillo desde el que se entraba a cuatro estancias: dos dormitorios, una biblioteca y una sala de estar con chimenea. En los extremos del pasillo estaban la sala con el gran piano de cola y el dormitorio con la vieja cama de Göring. Desde el recibidor también se podía acceder a una sección independiente de la vivienda, pero una puerta cerrada me lo impidió.

Después de deambular por la vivienda regresé a la cocina y lavé los platos: era lo único que podía hacer. Lavar los platos es una buena ocupación si te entregas a ello en cuerpo y alma. Funciona como imagino que lo hacen algunos tipos de meditación. Después se siente uno tan limpio y reluciente como la porcelana.

Henry volvió tras haberse afeitado, arreglado y puesto ropa apropiada. Llevaba una camisa nueva azul de rayas finas, corbata burdeos y jersey, americana de pata de gallo con coderas de piel, pantalón marrón y calzado cómodo.

– ¿Qué, nos ponemos en marcha? -preguntó-. Ya les he llamado. Tenemos que irnos.

– Vale.

– Por cierto, gracias por haber fregado.

– De nada. Me gusta lavar los platos.

– Bien, lo tendré presente.

Fuimos paseando tranquilamente por Slussen y por Gamla Stan, donde la pequeña productora cinematográfica tenía sus oficinas. Henry entró con aire desenvuelto, sin llamar al timbre, y la gente lo saludó alegremente como si fuera una auténtica estrella. Fui presentado a una eficiente mujer a las puertas de la madurez; se llamaba Lisa y era la encargada de producción. Me observó con una mirada lenta y penetrante, como si en su mente ya me hubiera desnudado y vuelto a vestirme con mis incómodos pantalones de terylene, camisa de nailon y corbatín de napa.

– Yo te he visto antes -dijo-. ¿No has salido en alguna película?

– Creo que no.

– ¿Cómo te llamas?

Cuando le dije mi nombre, su rostro se iluminó, radiante como el sol. Pensé que probablemente habría leído alguno de mis libros.

– ¡Eso es! -dijo-. Aparecías en El arrepentimiento llega lentamente.

– No -suspiré-. Nunca he aparecido en ninguna película.

Henry me lanzó una furiosa mirada de soslayo, porque aquello no era algo que debiera admitir.

– Tanto da, creo que quedarás bien -dijo Lisa después de una larga pausa-. ¿También sabes cantar?

– Sí, sí, claro -intervino Henry, y de pronto se convirtió en Henry el manager-. Su voz es perfecta para este papel. Realmente tiene un gran potencial. Ensayamos solo un par de minutos, y encajaba a la perfección.

– Muy bien, vamos a hacer unas cuantas fotos -dijo Lisa mientras tomaba algunas instantáneas con una Polaroid.

Tras anotar mi nombre, mi número de la seguridad social y mi dirección, solo nos quedaba irnos.

– No debes preocuparte -dijo Henry al salir a la calle-. Tienes que aprender a tratar con este tipo de gente. No puedes ser tímido ni mostrarte indeciso, debes tener seguridad en ti mismo. Al igual que en la vida.

– Sí, entiendo.

– Ahora nos vamos al Kristina a tomar un café.

Pedimos una jarra de café en el Kristina, en la calle Västerlång, y encendimos los primeros cigarrillos del día. Enseguida empecé a sentirme mal. El corazón me latía con fuerza y tuve que apagar el cigarrillo. Extrañamente, Henry permanecía muy callado. Se fumó dos cigarrillos seguidos, taciturno y pensativo, mientras yo repasaba las opciones en la máquina de música que estaba frente a la mesa.

Henry parecía triste. Mientras recorría con la vista el local, encendió otro Pall Mall y se pasó una mano por la cara rasurada. Su humor podía cambiar de blanco a negro en un momento. Dos versos nostálgicos de una canción podían dejarlo amargado y sentimental en el mismo instante en que estaba acabando de explicar una historia divertida.

Me miró fijamente mientras encendía otro cigarrillo, pensando en irme a casa. Siempre cabía la posibilidad de que llegara por correo algo agradable que me animara. Quizá un pago del editor Franzén o noticias nuevas de la compañía de seguros.

– ¿Qué te parecería venirte a vivir conmigo? -preguntó Henry de repente.

Me quedé sorprendido y no supe qué contestar.

– Es que… no nos conocemos demasiado.

– Mucho mejor -contestó-. Por Dios, si soy vidente. Creo que sé exactamente cómo eres. Eres como mi hermano Leo, pero sin sus defectos.

– ¿Y cómo es él?

– No hablemos de eso ahora. En serio. Ahí arriba hay sitio de sobra para ti. Podrías trabajar en la biblioteca y dormir en la vieja cama de Göring. Ni siquiera tendríamos que molestarnos el uno al otro.

Tuve que admitir que estaba harto de mi piso, en el que además no quedaba nada de valor. La mudanza podría hacerse en un taxi.

– Bueno, no tengo mucho que perder.

– Yo tampoco -repuso Henry-. Además, sale mucho más barato si juntamos fuerzas. Ninguno de los dos somos especialmente ricos.

– Eso es verdad.

– Así pues, ¿qué me dices? No deberías dudar tanto cuando tengas que tomar decisiones importantes. Yo siempre tomo decisiones al momento. Así me ha ido, unas veces para arriba y otras para abajo. Pero sigo vivo, aunque me siento un poco solo.

– ¿Y tu hermano Leo? ¿No vive contigo?

– Ya nos las arreglaremos. Ahora está en Estados Unidos, en Nueva York. Por cierto, hace unos días recibí una postal. Aún falta mucho para su regreso.

– Qué demonios… Vamos a intentarlo.

– Pues choca esos cinco.

Henry me tendió la mano por encima de la mesa. Cerramos el trato. Iría a mi casa inmediatamente, empaquetaría las pocas pertenencias que los ladrones me habían dejado por pura humanidad, haría que me mandaran el correo a la nueva dirección e intentaría encontrar a una persona responsable que quisiera realquilar la vivienda. Podía arreglarse todo en una tarde.

Y así fue. Uno de los respetables amigos de Errol Hansen, de la embajada danesa, necesitaba un pequeño apartamento en una zona céntrica y el problema quedó solucionado.


En el centro de mi apartamento descansaban un par de maletas grandes con mi ropa, dos máquinas de escribir y un par de bolsas con libros, papeles y objetos de valor puramente sentimental: un cráneo de zorro que encontré en el bosque, el caparazón de un cangrejo que me dieron unos pescadores en las islas Lofoten, algunas piedras y un cenicero en forma de sátiro con la boca abierta, por donde se tiraba la ceniza.

El sol de otoño se colaba por las sucias ventanas, haciendo que la habitación se viera completamente blanca, y en silencio le di un par de caladas a un Camel sin filtro. El humo se esparció anillado en delgados jirones, como cirros en lo alto del cielo.

Sentí una gran melancolía. El piso se veía realmente lúgubre en aquel estado. Había sufrido la más pura angustia en aquel espacio, y ahora me entraba una especie de ansiedad por dejarlo. Había holgazaneado y trabajado, amado y odiado en aquella habitación, y me había convertido en parte de su atmósfera. De hecho, había escrito mis mejores líneas en aquel lugar. En ese momento, algunas ideas y personajes sueltos parecían revolotear por el suelo desnudo como fantasmas huidizos. Los años se condensaban en unos pocos detalles, un par de incidentes aislados. Estaba melancólico. Una nueva vida iba a empezar y no tenía ni idea de adónde me llevaría. Sin lugar a dudas, era una gran suerte.

Se oyeron las puertas del ascensor y los pesados pasos de Henry Morgan cruzando la puerta del apartamento.

– Servicio de Mudanzas Freys, buenas tardes -dijo echándose hacia atrás una gorra de visera.

– ¿Qué es esa gorra?

– Es una auténtica gorra de mudanzas. ¿Solo hay esto?

– Es todo lo que me queda. Todo lo que tengo.

Henry observó el modesto montón de maletas, bolsas y las dos máquinas de escribir que estaban en el centro de la sala. Sacudió la cabeza.

– Los que estuvieron aquí se emplearon a fondo.

– La culpa de todo la tiene el jodido Dylan.

– Vamos, muchacho, no te vengas abajo ahora. Ahora podrás empezar de cero. Muy pronto recibirás dinero de la compañía de seguros y podrás comprarlo todo otra vez. Podemos ir a las tiendas de segunda mano de Söder y recuperar todas tus cosas.

– No quiero toda aquella mierda -dije-. Estoy empezando una nueva vida.

– Así se habla. Venga, vamos.

Sacamos todas mis pertenencias al descansillo, las metimos en el ascensor y luego en la furgoneta Volkswagen Pickup que Henry había pedido prestada en Muebles Man. Acabamos en menos de una hora. Estaba listo para empezar una nueva vida.


Estaba claro que Henry había pensado en todo hasta el último detalle. Podría disponer de dos habitaciones más o menos a mi antojo: el dormitorio con la vieja cama de Göring y la biblioteca. Era mejor de lo que nunca hubiera soñado. Llevé mis dos máquinas de escribir a la biblioteca, donde pude constatar que había material de lectura de primer orden para unos cuantos años. Henry dejó mis maletas en el dormitorio. Había vaciado los armarios y había fregado todo con jabón. Olía casi a primavera.

– ¿Qué te parece? -preguntó.

Me senté en el alféizar de la ventana y eché un vistazo. Aquel lugar estaba hecho para mí.

– Es el mejor sitio en el que he estado nunca.

– Va a hacer frío, así que deberás estar preparado. Hay que recoger leña y encender la chimenea incluso en octubre. Los fusibles del sótano saltan en cuanto pones un radiador.

Mientras dábamos una vuelta por el apartamento, Henry me explicó que había pertenecido a su abuelo paterno. Hacía diez años que había muerto. Se llamaba Morgonstjärna y era de sangre noble. La estirpe estaba a punto de extinguirse. En Riddarhuset, la Casa de los Caballeros, había un escudo de armas de la familia, pero no quedaba mucho más. El abuelo Morgonstjärna solo había tenido un hijo, el padre de Henry, que también había muerto. Los únicos familiares que quedaban, aparte de Henry, eran su madre Greta y su hermano Leo. Pero ellos se llamaban Morgan.

– ¿Has oído hablar del Barón del Jazz? -preguntó Henry cuando entramos en la sala de billar.

– El Barón del Jazz -repetí, y lo cierto es que me resultaba familiar.

– Era mi padre -dijo Henry-. Se llamaba Morgonstjärna, claro, pero era pianista, pianista de jazz. Llegó a ser bastante conocido. Cuando empezó a tocar en serio no podía llamarse Morgonstjärna, porque ese apellido no quedaba demasiado bien en aquellos círculos. Tenía que sonar más americano, así que se lo cambió por el de Morgan. Fue durante la guerra, creo. La abuela rabió hasta enfermar y rompió todo contacto con él. Mi padre murió cuando Leo y yo éramos pequeños. La abuela murió no mucho después. Esta había sido su habitación. El abuelo la convirtió en una sala de billar poco después de su muerte.

El abuelo paterno de Henry siempre había sido un auténtico dandi, un playboy. El hecho de que finalmente se casara tampoco sirvió para cambiarle. Era algo que se apreciaba en el mobiliario: en él había algo aristocrático y coqueto. La biblioteca estaba llena de magníficos libros, volúmenes pesados y hermosamente encuadernados que con toda probabilidad se habían leído pocas veces. En ese espacio en concreto había una atmósfera opresiva e impregnada por el humo. Enseguida me sentí como en casa.

La sala de estar era una especie de museo. Sobre el parquet había alfombras persas de intrincados y relajantes estampados. El conjunto Chippendale estaba compuesto por un sofá y dos butacas de mimbre y caoba. Antiguamente habían pertenecido a Ernst Rolf. Como buena estrella de variedades, Morgonstjärna era aficionado al juego, y una noche en los alegres años treinta había ganado al póquer a Rolf, quien se vio obligado a firmar un pagaré por una pequeña suma. Cuando Morgonstjärna fue a cobrar la deuda, se encontró en posesión de un conjunto Chippendale en perfecto estado: había hecho un buen negocio.

También había unas cuantas mesas pequeñas de roble y caoba, algunas con sobre de mármol amarillento procedente de África, llamado giallo antico según Henry. Y encima de las mesas había grupos de pequeños bustos de yeso y estatuillas de porcelana, así como piedras y minerales desconocidos que el dandi había reunido a lo largo de sus incansables viajes alrededor del mundo.

Se veía claramente que había sido todo un trotamundos, un cosmopolita de mucha altura y dignidad, y los baúles de viaje que había en el desván lucían restos de pegatinas de los lugares más recónditos del mundo, siempre y cuando contara con un bar digno y un club de campo británico. De hecho había sido secretario permanente del club MMM -Muy viajado, Muy leído, Muy mundano-, un pequeño club a modo de divertimento formado por señores mayores y cultivados que jugaban al billar o a las cartas mientras bebían whisky.

– Me siento especialmente orgulloso de este televisor -dijo Henry dando golpecitos a un mueble macizo con puertas correderas-. Mi abuelo fue de los primeros en tener un televisor. Veníamos en peregrinación los sábados por la tarde para ser testigos del milagro. Nunca se compró otro. Todavía funciona de maravilla, aunque solo se ve la cadena estatal. Pero da igual. Nunca presto atención a lo que dan en las otras cadenas.

El resto del apartamento era del mismo estilo, un estilo lúgubre y oscuro donde el empapelado de principios de siglo, las sillas Biedermeier, las lámparas funcionales de acero inoxidable, las alfombras persas y los grandes muebles de nogal, mimbre y piel engullían la luz del sol que entraba por las ventanas. Quien viviera allí no podía tener tendencia a la depresión. En menos de un minuto podías correr de una habitación a otra, correr las gruesas cortinas de las ventanas y crearte tu propia noche en cualquier momento del día, en cualquier momento del año. Henry decía que a veces aquello llegaba a angustiarle.

– La noche existe en ese apartamento como una posibilidad perpetua. Tan solo hay que correr las cortinas e imaginarlo, es lo único que se necesita.

Recuerdo que parecía intranquilo, abatido.

Henry utilizaba principalmente su dormitorio y el estudio, que era como llamaba a la sala con el piano de cola. Era un viejo piano Malmsjö, y el sonido era igual de bueno que el de un Bösendorfer-Imperial, o eso era lo que él aseguraba. Quizá fuera por la acústica. Como he dicho antes, allí dentro no había más que un par de pedestales con palmeras y un diván con borlas negras. El sonido podía deslizarse a su antojo.

Regresé a mi habitación y empecé a colgar la ropa en los armarios. Puse mis sábanas en la vieja cama de Göring y colgué un par de fotografías mías y de mi familia. Recordé que debía telefonearles para decirles que me había mudado.


El amanecer se elevaba suave y agradable sobre los tejados. Henry había llamado a Spinks, que ahora estaba ronroneando sobre sus rodillas.

– Joder -dijo Henry-, menudo combate. Se va a hablar de esto mucho pero que mucho tiempo en el gimnasio de Willis. Él conoció a Alí. Este verano fue con la Federación y vio entrenar a Alí. En su despacho tiene una camiseta con su autógrafo. Se va a hablar mucho de esto en el Europa.

Henry estaba radiante de felicidad con lo del gran combate. Estábamos a mediados de septiembre y habíamos ido al Real Club de Tenis para ver la retransmisión del Alí versus Spinks. El maestro había derrotado a Spinks, el poseedor del título, valiéndose de todas las reglas del juego. Lo había mantenido a distancia mediante golpes cortos y fue sumando punto tras punto como un prestidigitador acumula aplausos. No fue un combate de estrategia, nada de revolotear contra las cuerdas, sino boxeo puro, un espectáculo sin trucos. El único secreto había sido la experiencia y la maestría.

Yo ya estaba completamente agotado después de los combates previos, y además nos habíamos tomado un par de cervezas antes del gran acontecimiento, y ahora, en la madrugada después del combate, la fatiga había dado paso a la desesperación. Parecía que Henry nunca hubiera oído hablar del cansancio. No paraba de hablar y hablar.

– ¿Has visto su gancho de izquierda? Quiero decir… ¿lo has visto realmente? Yo no, porque ha sido algo demasiado rápido, simple y llanamente. ¡Es increíble cómo Spinks podía mantenerse aún en pie!

– No, no he visto el gancho de izquierda. Pero muy pronto empezaré a ver las estrellas.

– Esta noche va a haber eclipse de luna -dijo Henry-. Me lo ha dicho el del estanco. Tenemos que verlo.

– Claro que lo veremos. Pero primero tengo que dormir un rato.

Así pues, la noche después del gran combate iba a haber un eclipse de luna. Cuando la oscuridad se hizo más profunda subimos al desván. Era un gran ático de techos altos, con trasteros independientes para cada vivienda. Henry tenía un caballete en su espacio donde podíamos serrar y cortar leña.

A la luz de una linterna, subimos una escalera que conducía hasta una trampilla en el techo. Henry la abrió y salió al tejado.

– Ve con cuidado, muchacho -me advirtió.

– Puedes estar tranquilo: tengo miedo a las alturas.

– Deben de tenerlo todos los poetas. A mi hermano Leo le entra vértigo con solo mirar un globo terráqueo. ¡Es verdad! Puede desmayarse en cualquier momento.

Trepamos por el tejado para contemplar la luna. Se veía espectral e inmensa. Mientras estábamos allí sentados tiritando, el satélite desapareció por completo tras la sombra de la Tierra. Solo se veía un débil contorno amarillo rojizo, y resultaba fácil de entender por qué aquellos fenómenos de la naturaleza hacían que la gente de antaño se desquiciara.

– ¿De antaño? -exclamó Henry-. ¿Es que no te está volviendo loco ahora mismo?

– No del todo.

– Me parece algo pavoroso, que pone los pelos de punta -dijo Henry, y, en el punto culminante del eclipse, empezó a aullar.

Henry lanzó sonoros y prolongados aullidos, como si fuera un auténtico lunático. Intenté acallarlo, pero no lo conseguí. Al cabo de un rato Spinks se acercó a nosotros en silencio y miró con perplejidad a Henry; con cautela, se apartó unos pasos.

Pero, en cualquier caso, es cierto que un eclipse lunar puede crear en cualquiera una ligera sensación de angustia. Es algo realmente definitivo y colosal.


El otoño se instaló con fuerza ya a mediados de septiembre, pero a mí me estaba costando mucho ponerme de nuevo en funcionamiento. Tenía serios problemas para empezar el pastiche de La habitación roja y ya me sentía estresado. Franzén, el editor, me llamaba de vez en cuando para espolearme. La verdad es que había cumplido su promesa y había puesto diez de los grandes sobre la mesa, así que al menos tenía dinero para vivir durante una buena temporada.

Henry hizo todo lo que estaba en su mano para que me sintiera como en casa. Permanecía casi todo el día en su parte del piso, deambulando con un mono de trabajo mugriento, y silbando. Aseguraba que silbaba mejor cuando llevaba su mono azul, y por eso se lo ponía. La realidad no era esa exactamente, pero cada cosa a su tiempo. Más adelante hablaré del mono azul de Henry.

Intenté instalarme en la biblioteca del viejo dandi, pero seguía sin sentirme completamente a gusto. Henry y yo nos esforzábamos por mantener el mundo exterior a distancia, aislarnos -él tenía una visión clara de nosotros dos como un par de dinamos creativas que necesitaban todo el silencio y la tranquilidad posibles para poder generar el Arte vital-, pero las puertas eran demasiado finas.

Un día de septiembre la policía decidió irrumpir por la fuerza en los edificios de okupas del distrito de Mullvaden, y como yo tenía amigos allí me acerqué hasta el lugar.

La policía había cortado la calle Krukmakar que atraviesa el distrito de Mullvaden, y se veía a agentes en las porterías hablando con ciudadanos que apoyaban o detestaban a las fuerzas del orden, o simplemente tenían ganas de hablar.

Al llegar la noche, la oleada de indignación creció y la gente empezó a empujar en masa contra el cordón policial. Aquello se convirtió en un auténtico circo. Tragafuegos y trovadores se encargaban del entretenimiento, los periodistas corrían de un lado para otro entrevistando a agentes enojados y los simpatizantes acumularon basura y le prendieron fuego. Los bomberos y la policía montada se presentaron de inmediato en el lugar, y de pronto pareció como si la zona hubiera sido invadida por grupos de imitadores de El rey de la Policía Montada. Los caballos pisoteaban a las masas de gente sentada y la histeria empezó a propagarse.

Como ya he mencionado, era una noche fría y el otoño había entrado con fuerza. Subí al apartamento para tomar un poco de sopa y calentarme antes de las batallas que se librarían más tarde. Henry estaba en casa frente al viejo televisor. Estaba viendo un programa sobre Jean-Paul Sartre, y en algunas escenas se veía al anciano existencialista en diversas manifestaciones. Henry empezó a alardear acerca del París del sesenta y ocho, cuando había visto a Sartre por la calle e incluso había hecho una pregunta al Oráculo.

– ¿Y por qué en vez de estar viendo eso no vas a Mullvaden? -le pregunté.

– ¿Es que aún están intentando echar a esa gente?

– Se ha montado un circo de la hostia, con montones de maderos y faquires. ¿Te vienes?

– Ya me las he visto demasiadas veces con la policía.

– ¿Eres un cobarde?

– ¿Un cobarde? ¿Yo?

– Pues eso parece -dije mientras salía al recibidor y me ponía un par de capas más de abrigo-. Está claro que tenemos que apoyar a los okupas -grité en dirección al salón, donde Henry permanecía repantingado enfrente de Sartre.

– Tú ve y encárgate de las cuestiones prácticas, que yo ya me ocuparé de los aspectos teóricos -murmuró malhumorado, porque no le gustaba que lo tacharan de cobarde. Aunque tampoco parecía tener mucha pinta de teórico.

Así que volví al barrio de Mullvaden justo cuando el Rey de la Policía Montada cargaba contra las pacíficas masas de gente sentada, y vi cómo a una muchacha que conocía le saltaba un diente por la coz de un excitado caballo castrado. El casco de otro de los animales destrozó la guitarra de un trovador, que se volvió loco y empezó a meterle por el culo al caballo las astillas que quedaban de su querida y vieja Levin. La muchedumbre empezó a correr por la calle, sus cuerpos moviéndose entre las patas de los caballos, las fustas restallantes de los policías y las porras que silbaban en el aire. Aquello empezaba a parecer un auténtico disturbio. Los periodistas se relamían de gusto.

Tras unas cuantas escaramuzas, la situación pareció normalizarse un poco. La policía se retiró a sus posiciones y los manifestantes volvieron a sentarse en silencio. Todo el distrito olía a boñiga de caballo.

Así permanecieron, hora tras hora, durante la larga espera que precedió a la confrontación final, que aún tardaría bastante en llegar. En ese intervalo, la resistencia fue anotándose un punto tras otro. La policía no podía hacer más que permanecer en su puesto. Desde un punto de vista moral, la resistencia pasiva era superior.

No pude evitar pensar en La habitación roja. Olle Montanus estaba dentro de uno de los edificios ocupados, temblando. Iba a seguir viviendo en mi versión de La habitación roja, o, mejor aún, un hijo suyo, un pequeño niño jorobado, una fea caricatura de su padre, que dejó el campo y se marchó a la capital para asistir al entierro de su progenitor. Mi pastiche de La habitación roja empezaría justo donde Strindberg la había dejado. Estaría situada entre 1978 y 1979, y el chaval de Olle, Kalle Montanus, viviría en uno de los edificios ocupados en el distrito de Mullvaden. ¡Era genial! El muchacho estaría profundamente dormido, soñando con un mundo mejor y sin ningún atisbo de preocupación, hasta que un jovenzuelo pueblerino, un paisano suyo con la cara llena de espinillas, irrumpiría por la puerta y despertaría al chaval que dormía apaciblemente en un banco de la cocina. Se reconocerían y empezarían a pelearse a causa de un viejo préstamo. Así es como comenzaría.

– Té con ron -dijo alguien detrás de mí, dándome un golpecito en la espalda. Mis ensoñaciones sobre La habitación roja se interrumpieron abruptamente. Me giré y vi a Henry con un completo equipamiento de combate-. Té con ron -dijo ofreciéndome un vaso de termo con una bebida aromática.

– ¡Así que al final has venido!

– Sartre es muy pesado. A la larga se hace jodidamente pesado. La verdad es que creo que estoy más por la práctica.


Habíamos ensayado una y otra vez «Droppen Dripp» y otras pegadizas canciones populares, y ya nos sabíamos el repertorio casi demasiado bien. Sonaba muy profesional, muy poco amateur, y Henry opinaba que deberíamos cometer algunas equivocaciones deliberadas para hacer que aquello sonara más auténtico.

Había llegado el día de nuestra participación en la película. Siguiendo las precisas órdenes de Lisa, de la productora, una mañana tomamos el tren hasta Söderhamn y llegamos hacia el mediodía.

Según Henry, las estrellas estaban de nuestra parte. Había leído en su horóscopo que algo grande y trascendental iba a pasar ese día. «Debes tener cuidado, ya que estás jugando con fuerzas poderosas.» Eso es lo que decía, y Henry lo interpretaba inequívocamente como algo favorable.

Todo un mundo nuevo se abría ante mí: el excitante y glamuroso mundo del cine. Henry era un maniático de la etiqueta, y por ello procuró que nos recibieran como correspondía a los auténticos grandes. Como era habitual en él, llevaba un atuendo que encajaba a la perfección con su papel, à la naturelle, por así decir. Los de atrezzo no tuvieron nada que añadir, quitar o retocar en su aspecto. Además, hacía poco que había ido a su barbero y se había cortado el pelo con ese estilo juvenil con raya en medio, que era el que llevaba desde principios de los años cincuenta.

Conmigo, la cosa fue bastante peor. Henry me dejó alegremente en manos de la maquilladora, pero antes mantuvo con ella una breve conversación en un aparte.

– No puedo, ya lo sabes -dijo la mujer repetidas veces, pero Henry le insistió y conminó tanto que al final ella accedió a prometerle algo. Podía imaginar de qué se trataba. Se conocían desde hacía muchos años.

Como es lógico, la maquilladora estaba un tanto irritada cuando volvió a mi insignificante persona y mi pelo. En cuestión de minutos, me cortó el pelo y me devolvió a principios de los años sesenta, antes de que los Beatles se hicieran ricos y los peluqueros pobres.

Tras la agresión a mi cabeza, tuve que ponerme unos desagradables pantalones grises de terileno, una incómoda camisa de nailon con camiseta de malla, la corbata de napa y los zapatos puntiagudos que tanto había temido desde el principio. Pero así son las cosas cuando se está metido en el mundo del cine. Algunos actores se matan de hambre durante semanas para conseguir el papel de un personaje delgado. Hay directores que torturan a sus actores, alternando críticas y elogios indiscriminados para lograr el efecto deseado. Sufrir ciertas penalidades formaba parte del trabajo. Las estrellas de cine no solo se sentaban en sillas de tijera con su nombre bordado en letras doradas, bebiendo champán. La Garbo fue seguramente la única que bajaba deslizándose de un taxi, perfectamente vestida, peinada y maquillada, justo antes de que la claqueta sonara. Eso era al menos lo que aseguraba Birger, de Muebles Man, un gran admirador de la Garbo. Pero hablaré de esto más adelante.

– ¡Qué puntazo! -dijo Henry de mi nuevo aspecto-. Estás hecho todo un punk. Pregunta si puedes quedarte con esos trapos. Se te ve up to date.

Henry se movía por el estudio como si nunca hubiera hecho otra cosa en la vida; conversaba con los cámaras, los de iluminación, los técnicos y los demás figurantes, a cuya familia pertenecía desde hacía muchos años. Todos parecían apreciarlo mucho y reían y saludaban con la cabeza en cuanto se acercaba.

– Este es Klasa, mi nuevo descubrimiento. Todo un talento natural -dijo, y me dio un empujón en presencia del director, un hombre llamado Gordon que me resultó bastante decepcionante.

No se correspondía en absoluto con mis expectativas. Siempre me había imaginado a los directores como demonios egocéntricos que fustigan y maltratan a sus colaboradores. Pero Gordon era de un tipo completamente distinto, seguramente de una nueva escuela. Se movía de puntillas, susurrando como si se avergonzara de que su insignificante persona fuera la responsable de todo aquello. Me estrechó la mano de una forma indecisa, torpe y sudorosa, y pensó que yo encajaba a la perfección.

– Tú, tú, tú… eres clavado a uno de mis amigos de infancia -dijo-. Ellos, esta… esta película es, en cierto modo, jodidamente personal, ¿entiendes? Tengo que capturar, atrapar esa parte de mí mismo -continuó, hasta que alguien requirió su atención.

Henry parecía compartir mi opinión sobre Gordon, pero mantuvimos el tipo y luego nos dimos una vuelta por el viejo auditorio para mirar a las chicas. Justo en aquella secuencia se mostraban los preparativos de un baile estudiantil y el ambiente tenía que reflejar excitación e inquietud. Precisamente nerviosismo y ansiedad eran las palabras que definían el espíritu que emanaba de Gordon. Nadie sabía nada de la película y, si Lisa no hubiera sido el tipo de persona que era, nunca se habría rodado.

Tras cerca de cuatro horas de espera y murmullos, llegó el momento de la primera toma. Las estrellas, los profesionales que atraerían al público, no se veían enojados en lo más mínimo. Era gente con experiencia que sabía que filmar equivale a esperar. Uno de mis actores preferidos interpretaba al director de la escuela. Salió de su camerino con gran solemnidad. Todos callaban en su presencia y bajaban la vista a su paso, y a pesar de ser absolutamente repelente en su soberanía, la gente se sentía atraída hacia él como a un peligroso precipicio al que no podían resistir asomarse.

Gordon musitó algunas indicaciones, a fin de que todos ocuparan sus respectivos puestos, y Henry y yo nos colocamos en el lugar del plató donde debíamos fingir que ensayábamos «Drop- pen Dripp» y otros éxitos obsoletos.

La primera toma fue un fiasco. Henry y yo estuvimos impecables, pero a la joven protagonista el vestido se le levantaba por detrás. Gordon opinaba que en realidad creaba un efecto sensacional, pero un tanto retorcido. Después de unas cinco tomas de la misma escena, el vestido se mantuvo en su sitio.

– Ha quedado de puta madre -dijo Gordon, y con eso lo dio todo por terminado.

Ni siquiera me había dado tiempo de hacerme una idea de cómo era aquello. Habíamos ensayado durante semanas y esperado durante horas, y todo para una escena que duraba apenas dos minutos escasos.

– Así es la vida del figurante -sentenció Henry-. Ahora nos vamos directos a cobrar.

Recibimos nuestra paga de un estresado factótum y descubrí que nuestra modesta contribución se saldó con dos mil coronas.

– Y después cortarán la mitad de la escena. En el mejor de los casos, apareceremos al fondo como un par de fantasmas. Pero así son las cosas. Hay que ser humilde cuando se es figurante. Estamos ahí, pero somos invisibles.

– Non videre sed esse.

Henry dio un respingo y me miró sin entender. Después se embarcó en un monólogo sobre la esencia del figurante, que resultó sorprendente. Lo que más se recuerda de una película es a menudo la presencia de un figurante o de algún tonto en un pequeño papel. Según Henry había algo grande en todo aquello, y se preguntaba si alguna vez aceptaría un personaje de verdad. Se sentía realmente satisfecho manteniéndose al fondo de la imagen. Era allí donde podía componer una música tan hermosa que se convertía en destructiva.

Entonces no lo entendí, pero puede que ahora lo comprenda mejor, mucho tiempo después. A Henry había algunas cosas que le ponían tan furioso que intentaba fingir que no le importaban en absoluto. La vida era un encogerse de hombros, algo que tomarse a la ligera. Pero sin duda aquello era solo una actitud provocadora. En realidad se sentía tan indignado que apenas podía soportarlo, y uno solo se indigna de verdad cuando algo le importa realmente. Para sobrellevar aquella pesada carga de responsabilidad moral debía aparentar que no tenía sentido de la responsabilidad hacia nada. Cada vez que alguien requería algo de él, se sentía aterrorizado y hostigado. Se ponía enseguida a la defensiva. Quería estar pero sin ser visto.

No lo entendí en absoluto mientras estábamos sentados en la sala de vestuario, fumando cigarrillos de su lujosa pitillera. Él se limpiaba las uñas con su pequeña navaja con la funda de piel color burdeos que siempre llevaba consigo. No lo entendí, y además me sentía un tanto aturdido. Lo que yo quería saber realmente era qué le había parecido mi debut.

– Has estado bien, Klasa -dijo Henry, interrumpiendo su manicura-. Has estado de puta madre.

– Gracias -dije en tono sensiblero-. Nunca podría haberlo hecho sin ti.

– ¿Sabes qué? Me voy un rato a casa de Karin.

– ¿Quién es Karin?

– La maquilladora. Tenemos que hablar de unas cosillas. Podemos encontrarnos en la estación a las dos y cuarto de la madrugada. A esa hora sale un tren para casa.

Henry desapareció con Karin en medio del ajetreo, y yo me despedí del equipo de rodaje, dándoles las gracias por todo. La ayudante de dirección me dijo que me llamarían si salía algo para mí. Aquello sonaba prometedor y, justo cuando me disponía a marcharme, me tropecé con la Estrella y sentí una especie de descarga eléctrica. Aquel hombre estaba cargado de irrealidad, de poderes antinaturales, cargado con lo que la gente denomina carisma, como el de un personaje magnético o un magnate influyente que está pero no se ve. Yo había crecido viendo a aquella estrella en la televisión, pero ahora me parecía que era la mitad de alto de lo que debería ser. A pesar de su modesta estatura, su talla espiritual era comparable a la del mismo César, si hemos de creer a los historiadores. Yo mismo me sentía como si hubiera alcanzado el punto álgido de mi existencia. Aquel sería el tipo de cosas que mis hijos se hartarían de escuchar de mi boca. Desgraciadamente, fui demasiado tímido para pedirle un autógrafo.

Söderhamn no tenía nada de metrópoli salvo por los motoristas. Soplaba un aire frío y cortante, y no me encontraba demasiado bien. Intenté calentarme un poco pensando en los saqueos que hicieron los rusos -era lo único que sabía de aquella ciudad costera del norte- y los incendios que provocaron en la ciudad en el siglo dieciocho. El lugar tuvo que ser tan hermoso entonces como gris y anodino era ahora. Me dirigí a la estación central, me derrumbé en un banco, fumé un cigarrillo y leí la prensa de la tarde. Me di cuenta de que odiaba Söderhamn.

Henry llegó puntual, unos minutos antes de que saliera el tren, y enseguida estuvimos rumbo a casa. Tampoco Henry parecía especialmente animado. Quizá fuera el anticlímax lo que nos había bajado la moral. Habíamos estado preparándonos a fondo para aquello, cargándonos de energía al máximo, y después descargamos y nos pagaron. Era algo así como el día de Año Nuevo, cuando uno ya no recuerda muy bien las doce campanadas ni ninguno de sus buenos propósitos.

Henry miraba ausente por la ventanilla, hacia el paisaje triste y pobremente iluminado, sin decir nada.

– ¿Qué tal te ha ido con Karin?

– Hablamos. Solo hablamos.

– ¿Te lo has montado con ella?

– No, joder -dijo Henry-. Nunca me lo he hecho con Karin.

No pareció muy entusiasmado con aquel tema, como si fuera algo que le gustaría pero que nunca tendría.

El revisor cortó nuestros billetes y yo intenté dormir en vano. Henry seguía sentado en silencio y alicaído, mirando fijamente el insípido paisaje. No dijo una palabra hasta Gävle.

– Tuve una sensación extraña -dijo en voz baja, casi para sí mismo-. Toda aquella gente, vestidos como en aquellos tiempos… Fue como si no pudiera distanciarme de aquello. Como un sueño. Yo viví esa época, tocaba en un grupo del colegio e iba a ese tipo de bailes. Ha sido casi fantasmagórico, como un sueño.

Unos treinta kilómetros al sur de Gävle, Henry añadió, todavía para sí mismo:

– Tengo que volver a ver a Maud. Tengo que ver a Maud.

Y luego, en voz alta y resonante, con una mirada ausente en sus ojos dirigida a Dios, a Satanás, a mí, al mundo entero, dijo:

– ¡Eso era lo que decía el horóscopo! Tengo que ver a Maud.


El barrio estaba agradablemente situado entre la iglesia de María, con su magnífico conjunto de tumbas -entre las que destacaban como lugar de peregrinación las lápidas de Lasse Lucidor el Desgraciado, Stagnelius y Evert Taube-, y la actualmente saneada y respetable plaza de María. Las casas se caracterizaban por su ajada belleza, cuando menos en contraste con las situadas en el Montículo en Söder, edificios del siglo dieciocho recién restaurados donde vivían ceramistas, galeristas e infinitud de poetas, y siempre según la fuente que respondía al nombre de Henry Morgan.

Las pequeñas empresas volvían a florecer. Desde la esquina de la calle Bellman se podían contar al menos una docena de pequeños negocios que aunque no podían considerarse boyantes, al menos tenían movimiento. En la antigua farmacia ahora estaba el Kafé Primal, también había una mercería, una tienda de marcos, un estanco, una tienda de libros de segunda mano, una de numismática, una verdulería, varias galerías de arte y tiendas de ropa de segunda mano y, por supuesto, Muebles Man.

El timbre sonó y el ruido interrumpió de golpe mi desayuno. Era mi quinto desayuno seguido a solas. No había sabido nada de Henry Morgan desde el día en que regresamos de rodar la película en Söderhamn. Había llegado a casa, se había duchado, había hablado por teléfono y después se había ido. Eso era lo que ponía en su horóscopo. Estaría fuera un par de días.

Cuando abrí la puerta, vi en el descansillo al chico de los recados de la lavandería Egon con un paquete de camisas y ropa blanca envuelto en papel de embalar.

– ¿Esto es para aquí?

– Morgan, diez camisas y cuatro sábanas, fundas de almohada y toallas. Es lo que pone en el albarán. Ciento doce coronas, gracias -dijo el recadero.

– Muy bien -dije con un suspiro, y fui a buscar el dinero.

– ¿Tienes algo para recoger? -preguntó el chico.

– ¿Para recoger? Ah, no sé. Voy a ver.

Después intercambiamos ropa sucia por limpia, gracias y adiós. Puse las camisas limpias de Henry encima de su cama y pensé que era bastante pretencioso por su parte enviarlas a la lavandería, pero era asunto suyo. Aunque tuviera que pagarlo yo. De todas formas me ayudó a sentirme mejor, porque lo tomé como una señal de que estaba vivo.

Por lo demás no había mucho de lo que alegrarse en ese momento, salvo por el total declive y derrumbe del gobierno de coalición de la derecha, tal como mi agudo editor Franzén había pronosticado medio año antes en el club de campo. Con Henry fuera el piso me parecía vacío y triste, así que me obligué a empezar a trabajar en serio y con rigor sistemático en mi pastiche de La habitación roja. Sea como fuere, conseguí escribir una docena de páginas que parecían tener algún fundamento.

Intenté conocer a los demás habitantes del edificio e incluso me hice bastante amigo del Estanquero. Era un señor muy correcto, de mediana edad, siempre vestido de traje con pajarita y muy al tanto de la situación política y de todo cuanto acontecía en el barrio. Me mantuvo al día de todo mientras mi anfitrión estuvo fuera.

En la tienda del Estanquero también trabajaba una ayudante muy interesante. Era una mujerona de muy buen ver, de unos treinta y cinco años, y cuando menos tan elegante como él. Llevaba vestido largo, una gruesa capa de maquillaje, rímel y lápiz de labios rojo pasión. Por lo que yo sabía, nunca le había dirigido la palabra a un cliente, y nadie tenía claro si estaba permitido dirigirle la palabra a ella. En cualquier caso, escuchaba lo que se decía en la tienda y salía disparada como un rayo hacia el almacén en cuanto faltaba algo. Fruncía los labios cuando te veía triste. No cabía duda de que su misión principal era básicamente estar impresionante. Y tal vez también la de dirigir los pensamientos de los clientes hacia el completísimo surtido de revistas pornográficas y eróticas, desde El Marqués hasta Amor 1 y demás, que el Estanquero tenía en venta. Así pues, había bastantes motivos para mantenerse alejado del estanco, a no ser que tuvieras un gran sentido de la curiosidad o fueras muy aficionado a los cotilleos. Por desgracia, yo nunca he sido de ese tipo de personas.

Evidentemente, el Estanquero me tenía al tanto de todo lo que ocurría en el vecindario.

– Puedo ver -dijo confidencialmente inclinándose sobre el mostrador- que eres un muchacho cabal. No creo que Morgan dejara vivir en su casa a cualquiera. Es un auténtico caballero. Pero esos túneles… Atraen a un montón de… bueno, ya sabes, gente rara, no sé si me entiendes.

No le entendía en absoluto, y lancé una rápida mirada hacia la mujer, que me dedicó una amplia sonrisa.

– Pero deberías pasarte por Muebles Man. Son buena gente. Deberías pasarte para conocerlos.

– Supongo que sí -contesté, sin decir una palabra del miedo que tenía de encontrarme mis muebles y pertenencias en cuanto me acercara a cualquier tienda de segunda mano.

Un hombre al que llamaban el Botella pasó por la acera y saludó a través del escaparate. El Botella también era un buen tipo, según el Estanquero. El Botella tenía la jubilación anticipada por problemas de espalda y complementaba su pensión recogiendo botellas vacías por los parques.

– Y mira… -dijo el Estanquero bajando la voz-. Creo que tiene… -añadió mojándose el índice y el pulgar con la lengua, frotándoselos y guiñándome un ojo.

– ¿De los envases vacíos? -pregunté incrédulo.

– ¡Oh, sí! ¡Claro que sí! Lleva un pequeño remolque en su bicicleta, y después de pasarse un día al sol vuelve a casa con botellas por las que se saca unas doscientas coronas. Libres de impuestos. Ese tiene dinero bajo el colchón, eso te lo aseguro. Pero no es el tipo de gente con la que te gustaría vértelas… más vale no interponerse en su camino.

– Te creo.

– Sí, ten cuidado, muchacho. Un día entraron aquí dos drogadictos y empezaron a juguetear con una pistola, y esa de ahí -dijo señalando con el pulgar a la sexy mujer, que le sonrió de inmediato- se escondió debajo del mostrador completamente aterrada. Alguien tenía que intentar tranquilizar a aquellos locos, porque estaba claro que querían llevarse la caja del día. Y entonces él entró caminando por esa puerta, justo así -dijo, dirigiéndose hacia la puerta, cruzándola e intentando sacar pecho como el Botella-. Y, como te lo digo, se lanzó sobre ellos hecho una furia y los sacó por la puerta uno tras otro gritándoles que se fueran al infierno. ¡Y creo que eso es lo que hicieron! ¡Ja, ja, ja!

– Menuda historia. Seguro que te han pasado unas cuantas como esa…

– Puedes jurarlo -dijo el Estanquero, satisfecho-. Y luego está el Lobo Larsson. ¿Le conoces?

– No. Tampoco conozco al Lobo Larsson.

– Fue Morgan quien le puso el apodo. Es todo un personaje, ya lo verás. Si sales una noche de bares te puedes apostar un billete de mil a que te encuentras al Lobo Larsson. Siempre sale con su pastor alemán, un ejemplar magnífico. La verdad es que parece un lobo…

– Morning, boys! -dijo Henry entrando por la puerta.

– Hola, hola -dije estrechándole la mano.

Henry me guiñó un ojo. Parecía satisfecho y descansado.

– Hello, Dolly! -dijo Henry a la mujer de detrás del mostrador, y ella le sonrió como siempre, con una sonrisa casta y santa, llena de piedad.

Henry había ido a echar la quiniela. Jugaba regularmente junto con Greger y Birger, de Muebles Man. Se gastaban unas veinte coronas por cabeza.

– Ese tipo es el mismísimo diablo -me dijo Henry cuando subíamos en el ascensor-. Ándate con cuidado con él. Cualquier cosa que le digas al Estanquero lo sabrá media ciudad al cabo de una hora. Es como un megáfono. Tiene línea directa con la TT, la agencia central de información.

– Yo no tengo secretos -contesté.

– Tú no, pero yo sí -dijo Henry-. Aunque ella está muy buena, la novia.

Henry había estado en casa de Maud, en la calle Frigga, y aún no había desayunado. Tenía hambre y necesitaba comer. No pensaba preguntarle nada. Debíamos respetar nuestra vida privada, ese era el plan.

Lo menos que se puede decir de los desayunos de Henry es que eran sustanciosos. Los fanáticos de la comida sana, los que cuentan calorías y los vegetarianos seguidores de Are Waerland se quedarían estupefactos y calcularían durante horas con largas fórmulas para llegar finalmente a dar con una receta nueva para suicidarse con alimentos. Por lo general uno se imagina que un soltero de la edad de Henry se tomaría una taza de Nescafé hecha con agua del grifo templada, de pie y fumando un cigarrillo rápido. Pero decididamente no era ese el estilo de Henry le gourmand. De joven, se había acostumbrado a tales ágapes en sus largos viajes por el continente. No sé si su desayuno podía calificarse de continental -y, en tal caso, si era danés, inglés, alemán o francés-, pero, en cualquier caso, era monumental.

Henry se puso un vistoso y grasiento delantal y, a un ritmo furioso, sus brazos de camarero se movieron por la cocina como baquetas, siguiendo la música de la radio, sacando a la luz lo que podía quedar en su siempre paupérrima despensa: primero, un par de vasos de zumo de guayaba espeso y nutritivo para apagar la necesidad más imperiosa; después, un par de rebanadas de pan francés casero, tostado para que la mantequilla salada se untara bien, el queso Emmental se fundiera y la mermelada de grosella Wilkin & Sons se extendiera; luego, un vaso de zumo de zanahoria, medio paquete de beicon y un huevo frito con ketchup alemán de canela, regado todo con mucho zumo de naranja para ayudar a tragar; después de todo aquello, engulló un plato de leche fermentada con un poco de nata agria y muesli; y, como colofón, una taza de café soluble Chicorée mezclado con leche entera caliente. El café era tan fuerte que muchos vendedores decían en tono vulgar que era «abortivo». Tras una visita rápida al cuarto de baño, estaba de nuevo en la mesa leyendo los dos diarios matutinos, no para obtener una información contrastada e imparcial, sino por el puro placer de hacerlo.

Probablemente yo solo podría haberme comido una cuarta parte de todo aquello, pero en cambio compartíamos la misma pasión por la lectura de la prensa. Henry y yo leíamos como mínimo cuatro diarios y unos cuantos semanarios en la tienda del estanquero. La lectura asidua de prensa -y el café Chicorée que compraba en alguno de los puestos del mercado- era una costumbre adquirida en el tiempo que estuvo en París. En aquella época era el joven Henri le boulevardier, rondando por los cafés siempre a la búsqueda de nuevos descubrimientos. En cierta manera seguía siendo el mismo, y nunca dejaron de sorprenderme su constante indignación o las oleadas de emoción que le embargaban en cuanto abría un periódico. Henry se conmovía fácilmente, y permanecía en silencio cuando el periódico traía alguna noticia deprimente. No tenía por qué tratarse del inevitable fin del mundo o de la fría constatación por parte del Instituto de Futurología de que a la humanidad le quedaban solo veinticinco años antes de la catástrofe final. Podía ser un artículo acerca de un simple asesino de gatos o de una nueva epidemia de gripe procedente de Extremo Oriente. Henry se deprimía de inmediato y llamaba a Zeus y a Spinks para tranquilizarse, o se tomaba la temperatura con una extraña cinta con cristales flotantes, que se presionaba sobre la frente y cuyo resultado se leía en el espejo.

Así que, en cuanto había leído las noticias del periódico, mascullando y lamentándose, retorciéndose las manos con la más profunda angustia ante toda la crueldad y maldad en el mundo, se le pasaba la crisis. Resbalaba por su cuerpo como el agua por el plumaje de un ganso. Para el siempre soñador Henry, el primer ministro seguía siendo Tage Erlander y el rey era Gustavo Adolfo VI. Ola Ullsten era poco menos que un enano saltarín y Carlos Gustavo XVI era y sería siempre Chabo, el príncipe heredero. Para más inri, estaba realmente encantado con la novia del heredero, Silvia, una chica hermosa y sexy, una auténtica nussika, como la hubiera llamado Karlsson en el tejado, el personaje de Astrid Lindgren. La visión del mundo de Henry estaba totalmente alterada, en un caos que amenazaba con desmoronarse.

Una mañana leímos acerca de un horrible accidente en la azotea de un rascacielos de Nueva York. En el helipuerto esperaba un grupo de gente para ser transportada hasta el aeropuerto Kennedy. Cuando el helicóptero se disponía a aterrizar, una ráfaga de viento desestabilizó el aparato, cuyas aspas se precipitaron sobre los que esperaban en la azotea. Algunos fueron cortados a lo largo, otros por en medio y otros, simplemente, decapitados. Se dijo que una cabeza había caído sobre la acera a varias manzanas de allí, provocando desmayos entre la gente. Un judío ortodoxo tuvo una revelación, se volvió loco y empezó a arrancarse la barba con las manos, mientras que un emprendedor hombre de negocios hizo el negocio del año vendiendo viejos binoculares a los curiosos que querían ver la cabeza caída.

Aquello era demasiado para Henry.

– ¿Puedes siquiera imaginártelo? -gritaba yendo de un lado para otro en la cocina-. ¡Una cabeza rodando por la acera a tus pies! Una cabeza cortada. Con esa expresión en la cara… Me juego lo que quieras a que antes de caer al suelo golpeó a Leo. Eso te lo garantizo yo, porque es un tío que atrae a la mala suerte. Tú no le conoces, pero yo sí.

El rostro de Henry estaba enrojecido por el sofoco, y no se calmó hasta meter la cabeza bajo el grifo. Después se quedó como si no hubiera pasado nada.

– Hablando de Leo -dijo tranquilamente-. Tenemos que decidir el movimiento de la semana. Leo juega al ajedrez por correo con un tío llamado Hagberg, de Borås.

– Ah, sí, ese tipo.

– Es contable y un fanático del ajedrez. Por lo visto, tiene partidas en marcha en medio mundo. Es como si el tipo solo viviera para eso. Pero, por otra parte, es el único capullo al que Leo parece prestar un poco de atención, y ahora que está fuera tengo que seguir con el paripé. Y soy jodidamente malo jugando al ajedrez.

– Yo también.

– Eso me temía -masculló Henry-. Joder. Bueno, dos son mejor que uno. Venga, vamos a decidir el próximo movimiento.

Entramos en el salón. Junto al televisor había una hermosa mesita de palisandro, con el dibujo de un tablero de ajedrez en el sobre. Cogimos un par de sillas y nos sentamos. Henry leyó en voz alta la brillante jugada de Hagberb, el fanático del ajedrez residente en Borås. Después movimos su caballo negro, tras lo cual nos encontramos en una situación bastante comprometida.

– No sé qué coño estaba pensando -dijo Henry avergonzado-. Por cierto, Hagberg no sabe que soy yo quien juega en lugar de Leo. Si lo supiera le entrarían ganas de vomitar. Hasta ahora solo ha hecho dos observaciones.

– Esto no tiene solución -dije, descorazonado.

– Todo tiene solución, Klasa. ¿Me das un cigarro?

Encendimos sendos cigarrillos, y nos quedamos mirando el tablero como cegados por aquel maldito caballo negro. Tras deliberar y rezongar durante un rato, llegamos a la conclusión de que un enroque era nuestra única posibilidad en aquella situación. Henry escribió la jugada a máquina -su letra infantil había hecho sospechar al contable-, y puso la carta en el recibidor, en el lugar del correo saliente.

Después nos retiramos cada uno a nuestra parte de la vivienda. Henry se fue a ensayar con el piano y yo me instalé en la biblioteca para leer una edición barata de La habitación roja, haciendo un uso bastante libre del lápiz rojo. Estaba decidido a hacer un profundo análisis de mi tarea.

Así es como solíamos pasar las horas de la mañana, hasta que nos encontrábamos en el recibidor para salir a almorzar. Entonces Henry abría un cajón del aparador, donde siempre había como una veintena de gruesos talonarios de tíquets de oficina para comer en restaurantes.

– Nada de preguntas -decía dándome uno-. Un talonario a la semana, sin preguntas y sin alcohol.

– Te doy mi palabra de honor -me vi obligado a prometer.

Solíamos ir con frecuencia al bar de comidas Costas, en la calle Bellman. A esa hora estaba todo el mundo: la Reina de los Peristas, Greger y Birgen de Muebles Man, algunos galeristas, el Estanquero y el Botella. El ambiente era muy bueno y la comida también, y cualquier guía turística le otorgaría sin dudarlo una de sus estrellas.


En octubre recuperé mi identidad, o al menos eso dijeron. Las investigaciones de la policía y de la compañía de seguros habían llegado a las mismas conclusiones favorables en el caso Klas Östergren, alias el Desvalijado. Un animoso y avispado agente de la compañía de seguros me llamó para comunicarme que de momento me entregarían un pago inicial de diez mil coronas. También se pusieron en contacto conmigo las autoridades policiales para informarme de que podía pasar a recoger mis nuevos documentos de identidad, pasaporte, DNI y otros papeles, que sin duda habían salido de mi casa para acabar en el mercado negro.

Una parte del dinero de la compañía de seguros fue directamente a Hacienda para pagar unos impuestos que tenía pendientes, así como otras deudas imperiosas, pero aun así sobró una buena cantidad. Organizamos una fiesta. En los puestos del mercado había langosta. Henry fue a un comerciante que conocía y volvió con dos de las grandes, vivitas y coleando, negras como el estiércol, agresivas y con unas antenas que se agitaban furiosas atrás y adelante dentro de la pequeña caja de madera.

Henry hizo un caldo de verduras, cerveza y especias en el que puso a hervir el marisco, que inmediatamente se puso rojo. Hacia las siete de la tarde ya estaban listas. Yo había preparado una mesa muy bien dispuesta, con porcelana elegante y copas altas de cristal para un par de botellas de Ruffino Toscano Bianco, seco y fresco.

Dimos buena cuenta de las langostas calientes, acompañadas con un poco de mantequilla y pan tostado. Comimos en un silencio reverente, ya que la langosta caliente y cocinada en su punto es uno de los mejores manjares que este mundo puede ofrecer. Después tomamos café en el salón y nos amodorramos en sendas butacas delante del fuego. Nuestra intención había sido recuperar energías para salir a dar una vuelta -últimamente habíamos llevado una vida bastante mísera y aburrida-; sin embargo, disfrutar de aquellas exquisiteces nos había dejado sin fuerzas y el vino italiano no nos había dejado un cuerpo tan italiano como esperábamos.

Henry puso un viejo disco de jazz, pero aquella música tampoco nos ayudó a espabilarnos. En aquel momento eché de menos más que nunca algo de rock clásico, cualquier cosa que tuviera ritmo y lo animara a uno a ponerse de nuevo en marcha. Sin embargo, me habían robado todos los discos y para Henry el rock y el pop no habían existido nunca. Como mucho había oído aquella música alguna vez sentado en un bar, pero eso era todo. Ya hacía más de un mes que vivía en su piso y empezaba a echar de menos mi música. Henry afirmaba que estaba desintoxicándome. Él conseguiría que escuchara música de verdad.

Me propuso componer una canción juntos. Trataría sobre dos gentlemen, algo alegre y dinámico con un estribillo pegadizo que se quedara enseguida, un tema de éxito.

Si las chicas nos fallan

y a dos velas estamos,

como gentlemen ricos

nos imaginamos.

Eso es lo que compuso Henry al mejor estilo de Karl Gerhard, ya que no era ajeno en absoluto a este tipo de trabajo artesanal, que los compositores serios y puristas consideraban una especie de prostitución. Pero en lo referente a su gran arte, del que hablaba constantemente, no había concesiones que valieran. Él no se vendía.

No seguimos con «Gentlemen» por aquella noche. Y tampoco nos comportamos como tales. Un relajante saxofón volvió a dejar nuestros ánimos por los suelos y nos hundimos aún más si cabe en las butacas. Fuera llovía y ninguno de los dos tenía muchas ganas de salir de juerga.

– Ni siquiera tengo la sensación de estar de celebración -bostecé.

– Me too -dijo Henry perezosamente y en un incorrecto inglés-. Es que hemos comido demasiado aprisa. La langosta debe saborearse despacio. Y deberíamos haber invitado a mujeres, entonces nos hubiéramos controlado un poco más.

– Yo no tengo a ninguna en reserva.

– Me too -repitió Henry sin ningún criterio gramatical-. A veces la vida es terriblemente aburrida.

Sigue siendo un misterio cómo dos boxeadores sanos y fuertes podían dejarse vencer tan fácilmente por el sopor después de una noche de langostas y unas cuantas botellas de vino blanco seco italiano. Desde luego, no estábamos así de cansados por trabajar.


Guardar un secreto exige cierta técnica, quizá incluso cierto talento. Pero no cabía duda de que Henry Morgan carecía tanto del talento como de la técnica. Un día de finales de octubre fui iniciado en el Secreto de Henry, lo cual aclaró muchas cosas.

No tenía trabajo; era un artista, al igual que Olle Montanus en La habitación roja, y de vez en cuando acababa en la más completa miseria. Pero siempre salía adelante. Así había sido desde que regresó del continente. Tenía su pequeña herencia -una asignación que le llegaba todos los meses y que estaba debidamente controlada por un gabinete jurídico- y en ocasiones vendía algún libro valioso e ilegible de su biblioteca. A veces aceptaba algún trabajo eventual en la ciudad o en el puerto. Siempre salía de apuros de una manera u otra.

Pero lo más extraño de todo es que fuera un tipo tan jodidamente enérgico y emprendedor, en la flor de la vida. Siempre se le veía pasar como una tromba por la casa embutido en su sucio mono de trabajo azul, y nadie se podía imaginar que fuera un sensible pianista que ensayaba para consagrarse como artista.

Henry tenía planeado alquilar una noche el teatro Södra para interpretar su gran obra para piano solo: «Europa, fragmentos en descomposición». Llevaba trabajando en ella desde hacía casi quince años y pensaba que había llegado el momento para presentarla de forma solemne. Yo estaba completamente de acuerdo con él, y lo de alquilar el teatro Södra no me parecía mala idea. Hacía unos años el fabuloso compositor húngaro había alquilado el teatro Dramaten y había cosechado un enorme éxito. ¿Por qué Henry Morgan iba a ser menos? Solo costaría unas cuatro o cinco mil coronas, incluido el personal, y en primavera siempre había días disponibles. Habría que enviar invitaciones -con un tipo de letra elegante y algo remilgada, según decía- a todas las personas importantes de los círculos musicales, lo que incluía críticos, productores y organizadores. ¿Qué podría salir mal?

El proyecto era bastante ambicioso, pero bajo las nubes había una tierra deseosa de germinar. Para acceder a aquel mundillo se necesitaba dar un audaz golpe de efecto. Yo apoyaba a Henry al cien por cien. Había escrito la obra en un enorme bloc de notas y todo lo que necesitaba, según decía, era practicar un par de horas al día para acabar de pulir los matices más sutiles. Sin embargo, ensayaba a lo sumo unos quince minutos al día; el resto lo dedicaba a tocar canciones ligeras, tomar café, comer, tomar más café y deambular continuamente por la casa.

Fueron aquel deambular constante y los portazos que daba los que despertaron en mí tanto la duda como la curiosidad. Henry correteaba arriba y abajo todo el tiempo -en horas de trabajo, claro- vestido con su mugriento mono de faena y asegurando que silbaba muy bien cuando lo llevaba puesto.

– Un mono azul con tirantes y bragueta de botones infunde armonía -decía-. Pruébalo y lo verás.

Dicho y hecho. Me puse su mono azul aún caliente y, aunque me venía un poco grande, tuve que admitir que era bastante cómodo. Naturalmente yo había trabajado antes con mono, pero nunca había reflexionado sobre el hecho de que, cuando te lo pones, automáticamente empiezas a silbar, como si fuera algo natural. Y es cierto que te hace silbar muy bien, no importa el aria que te venga a la cabeza.

– Caramba -dije-. Me voy a comprar uno.

– Pues claro que sí -dijo Henry volviendo a ponérselo-. Los venden en la sastrería Alberts. Y además muy baratos. Con él puesto tienes la sensación de que estás haciendo algo útil. ¡Con un mono azul te sientes un poco más trabajador de la cultura!

Estábamos completamente de acuerdo en aquello, pero la cuestión era cómo podía ensuciarse la ropa de aquella manera, que estaba incluso llena de barro, cuando solo salía un rato al mediodía. Por lo que yo sabía, no había ninguna zona de tierra en el patio comunitario.

Henry se daba perfecta cuenta de mi desconcierto, y fue entonces, a finales de octubre, después de haber vivido más de un mes en su casa, cuando consideró que había pasado la prueba, por así decirlo. Podía ser iniciado en el Secreto de Henry. En su opinión, había demostrado ser honesto, leal y digno de confianza. Había llegado el momento de ser admitido en el círculo de los elegidos, los iniciados. Y, por encima de todo, sabía trabajar y esforzarme, algo que sin duda había tenido muy en cuenta.


Cuando menos se podía decir que la suya era una historia fantástica. Henry había pasado gran parte de su juventud en Europa, en el continente. Desertó del servicio militar y se exilió. Su aventurero exilio duró cinco años, o eso afirmaba él, y llegó a su fin en la primavera revolucionaria del sesenta y ocho. En esa época se encontraba en París, en el auténtico meollo de los acontecimientos, como siempre, cuando recibió una carta de casa; era de su madre Greta, desde Suecia. Traía noticias de una muerte. En medio de la revolución que estaba teniendo lugar, el viejo abuelo Morgonstjärna subió la larga escalera del edificio de la calle Horn -la posibilidad de usar el recién estrenado ascensor no entraba en su cabeza- y se desplomó en el descansillo con el corazón destrozado.

Naturalmente, Henry tuvo que dejar su orgulloso exilio y volver a casa -las autoridades militares hacía mucho tiempo que se habían olvidado de él- para asistir al entierro en el panteón familiar del cementerio de Skog. El duelo por el viejo Morgonstjärna fue sincero y sentido, y acudieron también los restantes miembros del club MMM, que contribuyeron con una espléndida corona. El funeral se desarrolló en el más completo silencio, según la voluntad del difunto.

También hubo un testamento. Todos los miembros de la familia recibieron su parte correspondiente, y Henry recibió la suya con una curiosidad desmedida. Se componía de dos sobres. El primero se trataba de un asunto meramente económico, consistente en una asignación mensual de mil quinientas coronas «para que mi nieto Henry Morgan pueda cultivar su propia música sin preocuparse de las condiciones mercantilistas o las insípidas circunstancias de los tiempos modernos…», como lo expresaba el propio anciano. La cantidad se pagaba a través de un bufete de abogados y se revalorizaba con el coste de la vida, una estrategia hábilmente calculada para que nunca pudiera dilapidar su herencia o hacer el vago entregado a una vida de lujo.

El otro sobre era si cabe aún más sorprendente. Llevaba escritas con tinta las palabras «El Equipo», y debajo, a lápiz: «Para Henry Morgan». Quizá el anciano no estuvo seguro hasta el último momento de a quién dirigiría el contenido tan especial de aquel sobre.

Al abrirlo, Henry encontró un montón de papeles amarillentos, uno de ellos especialmente deteriorado: descolorido, manoseado y lleno de manchas. Se trataba de un viejo mapa. Leyó la historia de cómo una noche el viejo dandi -un jugador empedernido que había ganado muchas cosas a lo largo de su vida, entre ellas el lujoso mobiliario Chippendale de Ernst Rolf- estaba jugando al póquer con unos caballeros del club MMM. -Muy viajado, Muy leído, Muy mundano-. Eran «gente de formación universitaria, eruditos». Uno de aquellos caballeros por lo visto era historiador y había hecho investigaciones acerca del barrio del Gran Rosendal, donde vivía Morgonstjärna. El historiador había realizado descubrimientos sorprendentes. Había reconstruido las misteriosas galerías subterráneas de Bellman y, gracias a unos dibujos de la época, había localizado el lugar donde se escondía un tesoro.

Existían numerosos mitos sobre los túneles de Bellman. Todo el mundo en el barrio del Gran Rosendal conocía a alguien cuyo hermano había bajado a los pasadizos subterráneos para desvelar sus misterios. Y cuando preguntabas dónde estaba en la actualidad aquel hermano, aquel testigo, te podías encontrar con una mirada llena de horror, un suspiro, un silencio total o una escurridiza evasiva. Se decía que, en los años cuarenta, un aventurero había explorado los pasadizos y penetrado en el viejo edificio, hoy derribado, de la calle Bellman. Llevado por una malsana sed de conocimiento, fue adentrándose cada vez más y más abajo hasta que finalmente la tierra se lo tragó. Al cabo de una semana, sus colaboradores en la superficie empezaron a preocuparse y enviaron en su búsqueda a un médico y a una enfermera, pero ambos corrieron la misma suerte. En tiempos más recientes, cuando el denominado edificio Bellman ya estaba completamente abandonado, sus sótanos fueron utilizados como santuario por adoradores del diablo, cuyos sanguinarios ritos propagaron el terror por todo Söder. Más adelante, los subterráneos sirvieron de refugio a indigentes y gentes de mal vivir hasta que el edificio fue finalmente derribado a mediados de los años setenta.

No obstante, el socio historiador del club MMM tenía otra teoría acerca de las galerías subterráneas de Bellman. Según sus fuentes, la historia era la siguiente: el rey Adolfo Federico había ordenado que se construyera una ruta de huida para él y su familia desde el Palacio Real. En previsión de un asedio a la ciudad de Estocolmo, aunque no se supiera quién pudiera ser el enemigo, el monarca había hecho excavar un pasadizo subterráneo bajo la Ciudad Vieja. Esta vía de escapatoria estaría conectada con un túnel bajo Södra Malmen, lo cual aún no se había podido determinar a ciencia cierta; el historiador suponía que la construcción del metro había hecho imposible la investigación que lo verificara.

Sin embargo -y era aquí donde entraba el barrio del Gran Rosendal en toda aquella historia-, el pasadizo tenía necesariamente que llevar hasta la zona en torno a la iglesia de María y la actual plaza de María, donde antaño había habido un almacén y un establo bajo custodia permanente, completamente equipado con caballos, carros y demás suministros civiles y militares. Aquel era el barrio donde vivía el viejo Morgonstjärna, y donde Henry Morgan y yo residíamos ahora.

Esa noche el jugador y también historiador apostó una gran cantidad de dinero, y finalmente también su mapa secreto pasó a formar parte de la apuesta. Y después lo perdió todo, nunca mejor dicho. Al parecer había estado investigando todo aquel asunto a modo de hobby, pero nadie encontró ninguna razón para cuestionar sus afirmaciones. Examinándolo de cerca, todo aquello parecía una especie de sueño de críos, pero el hecho de que el erudito y perdedor se suicidara tras entregar muy honorablemente el mapa y sus notas otorgaba ciertas garantías de veracidad. Por lo visto había pensado hacer una gran fortuna con aquel asunto.

Así pues, en un determinado lugar bajo tierra a lo largo de la ruta de escape, probablemente vuelta a cubrir por el lodo, se supone que había una gruta donde el rey había depositado una enorme cantidad de objetos de gran valor. El soberano no habría podido huir del palacio con algo más que sus insignes pertenencias personales, por lo que había almacenado con anticipación una serie de cofres llenos de oro y riquezas.

Desde el momento en que el jugador Morgonstjärna tuvo en su poder el valiosísimo mapa, empezó, de forma lenta pero segura, a formar un equipo de buscadores de tesoros para trabajar en el edificio. En el sótano había muchas salas sin utilizar, y en especial una en cuyos cimientos se distinguía un portal tapiado cuyo origen podía remontarse al siglo diecisiete. Al golpear el portal se comprobó que detrás había un espacio hueco. Así pues, una noche de octubre de 1961, el señor Morgonstjärna empezó a derribar la pared y, para su gran satisfacción, encontró una galería que se adentraba en las profundidades. No resulta difícil establecer un paralelismo con el muro de Berlín: en épocas de inestabilidad, la gente suele interesarse por muros de los más diversos tipos.

Pero por entonces, en 1961, el señor Morgonstjärna era ya un hombre viejo y bastante cansado. Necesitaba ayuda, y de hecho consiguió involucrar en el proyecto a una serie de colaboradores. Mediante una especie de sociedad limitada y un voto de silencio total pudieron comprar parte del presunto botín, el dorado tesoro de varios siglos de antiguedad. El capital que invirtieron fue su propio trabajo.

Siete años más tarde, cuando el abuelo de Henry abandonó este mundo dejando tras de sí su extraño testamento, ya estaba formado el «Equipo», compuesto por una media docena de personas. Además del propio dandi, estaban el Filatélico, Greger y Birger de Muebles Man, el Botella y el Lobo Larsson. Ya habían excavado unos cinco metros hacia el sur y unos siete metros hacia el este, donde el túnel daba un giro de ciento ochenta grados y continuaba hacia el oeste. No se había encontrado oro alguno, pero ninguno de ellos dudaba de que estuvieran en el buen camino, ya que no habían faltado señales favorables.


– No esperarás que me crea todo eso -le dije a Henry cuando acabó de explicarme lo del Tesoro, emocionado como un pequeño boy scout.

Era un día de otoño húmedo y ventoso y estábamos tomando nuestro café de la tarde en el salón. Henry había hablado de forma entusiasta sobre la expedición de la caza del tesoro y me dijo que lo que acababa de escuchar era estrictamente confidencial, no debía salir de aquellas cuatro paredes, era solo para nuestros oídos, de hombre a hombre, o como quisiera llamarlo. Me había hecho una extraordinaria confidencia, sí, pero también me había dado una nueva oportunidad para preguntarme si el tal Henry Morgan estaría bien de la azotea. Aquello sonaba, sin ninguna duda, a una mala novela para niños.

– No puedes esperar que te crea -repetí.

– Si quieres te dejaré ver el mapa -dijo Henry, enojado-. Aunque no me gusta enseñárselo a nadie.

Se fue algo más que ofendido a su habitación y volvió enseguida con el mapa. Se trataba de una ilustración extremadamente detallada de toda el área, que mostraba los distintos sótanos, tanto los auténticos como los hipotéticos, así como los túneles que los conectaban formando toda una red subterránea. En alguna parte de aquel laberinto tenía que estar el acceso al pasadizo correcto, la ruta de escape del rey con su ingente tesoro oculto.

En silencio, examiné el mapa detenidamente. Henry daba caladas a un cigarrillo con aire satisfecho y podía percibir lo que estaba pensando: Te lo dije, cabrón.

– Mmm… ¿Y hasta dónde habéis llegado?

– Hasta aquí -dijo Henry poniendo su basto índice más o menos en el centro del mapa, debajo de la fuente del patio-. Los túneles se bifurcan en dos direcciones, una hacia el oeste y otra hacia el este. En principio vamos a continuar hacia el este. Tenemos que acercarnos a la iglesia.

– Sí, sí. Aunque todo esto parece un poco infantil.

– Infantil -repitió Henry-. Pues claro que es infantil. ¡Todo esto es jodidamente infantil! Tanto como ver un partido de fútbol. Pero espera a estar abajo, entonces no lo dudarás ni por un segundo. Eso te lo juro.

Resultó que Henry tenía toda la razón. Naturalmente insistí de inmediato en ir a inspeccionar las excavaciones y Henry no supo bien cómo negarse. Para bajar al sótano, entramos primero a través de la puerta que daba acceso a la casa del Filatélico. Era la puerta que Henry había abierto la primera noche que estuve allí, cuando, después de haber bebido bastante en el Zum Franciskaner llegamos sedientos y buscamos más bebida. Henry se había agenciado una botella de whisky del Filatélico, quien casi todas las noches se emborrachaba allí con sus colegas.

Atravesamos el almacén del Filatélico y bajamos por una escalera hacia el sótano. Si te movías con cautela, nadie en el edificio tenía por qué enterarse. Todo estaba dispuesto con gran astucia.

Desde el pequeño sótano -lleno de herramientas, palas, piquetas, azadas, martillos y palancas, así como una carretilla-, la primera galería se adentraba en las profundidades con una pendiente muy pronunciada. Algunas lámparas emitían una pobre luz, y el ambiente era frío, descarnado y húmedo. La galería desembocaba en la bifurcación que había mencionado mi guía.

– Y aquí es donde se bifurca -dijo Henry cuando llegamos-. ¿Tienes miedo?

– ¿Miedo?

– De que se derrumbe. La verdad es que puede venirse abajo. El año pasado tuvimos un pequeño derrumbe aquí. Pero no pasó nada. Por suerte no había nadie. Si te fijas bien, puedes ver que todo esto son pilotes viejos. Esta es una galería muy antigua.

Observé un viejo pilote en el que se apoyaba una viga transversal y rasqué la superficie con una piedra. La madera estaba gris y un poco podrida. Olía a moho y a tierra, como un terreno pantanoso.

– Te creo -reconocí-. Es una galería realmente antigua. Pero tengo mis dudas acerca de lo del oro.

– Bien, de acuerdo -suspiró Henry-. Es lógico que tengas tus dudas. Es lógico que te preguntes qué estamos haciendo realmente. Pero ¿de qué sirve eso? Hay que intentarlo. Hay que creer en algo.

– ¿Es que hoy no trabaja nadie?

– Creo que hoy le toca a Greger, pero debe de tener alguna otra cosa que hacer. Trabaja para la Reina de los Peristas.

– ¿La propietaria de Muebles Man?

– Yes. Guapa mujer. Es la jefa de Greger y Birger, y podría encontrar oro con una cuchilla de afeitar. Terrenos, trastos, basuras… lo que toca lo convierte en oro. Una mujer emprendedora.

– ¿Y todos ellos creen en esto?

– Al cien por cien. Birger, Greger y yo hacemos la mayor parte del trabajo. El Lobo Larsson y el Botella se sientan por aquí sobre todo a beber. Pero siempre hacen algo.

– Pero ¿es que no quieren ver algún resultado? Lo que no entiendo es cómo consigues que sigan creyendo en todo este asunto.

– La fe mueve montañas. Pero no soy yo quien los hace cavar. Tienen esperanzas y, joder, yo también. Además, de vez en cuando nos montamos alguna fiesta. Yo invito. Vamos a hacer una en noviembre… Por Dios, lo había olvidado. Tengo que conseguir dinero de alguna manera para la fiesta.


Es difícil precisar con exactitud qué era, pero había algo que me hacía creer en Henry. Parecía tan condenadamente convencido en cuanto empezaba a hablar del proyecto que su entusiasmo se contagiaba como una enfermedad infecciosa. Era evidente que el mundo de los negocios había perdido con el señor Morgan un vendedor de brillante futuro.

Así pues, hice lo que él me dijo: fui a la Sastrería Alberts y me compré un auténtico y basto mono de trabajo. Henry tenía razón cuando decía que al ponerte el mono azul silbabas muy bien. Había algo sereno y armonioso en la pose que adoptabas en cuanto te embutías en el mono azul: las manos hundidas en los bolsillos, el tabaco de mascar o los cigarrillos en los compartimentos apropiados, y espacio suficiente para herramientas y libros y todo lo que a uno se le ocurriera llevar.

En poco tiempo estuve totalmente integrado en el «Equipo». Fui presentado al Filatélico -un caballero menudo con lentes bifocales y un verdadero entendido en su campo- y a toda la gente de Muebles Man. La Reina de los Peristas era toda una autoridad en el gremio. Solo necesitaba echar un somero vistazo a cualquier pieza para estimar su precio en el mercado hasta el último céntimo, y además siempre obtenía el precio que pedía. Se movía entre todos aquellos trastos muy bien vestida, con el pelo recogido en un moño alto y un aire casi de dignidad espiritual.

Greger era bastante bobo y dependiente. Intentaba imitar en todo a Birger, quien en aquel contexto estaba considerado como bastante elegante… en la medida en que eso fuera posible. Se parecía a Gepetto, el que en el libro de mi infancia creó a Pinocho, aunque un poco más joven. Él también decía siempre la verdad.

Birger era todo un seductor. Se podía decir que era un hombre que iba con el signo de los tiempos, y a menudo se pasaba por la sastrería Alberts para comprarse un nuevo traje cuando el cuerpo se lo pedía. Siempre iba perfectamente afeitado, con el pelo engominado y la ropa recién planchada. Birger era un hombre educado y entendido, así como un aceptable poeta, un maestro de la rima de tercera categoría. Casi nunca tenía tiempo para tratar con los clientes.

El Lobo Larsson y el Botella también participaban en el proyecto. Ninguno de los dos era muy hablador, simplemente hacían su trabajo sin decir palabra. Solo Dios sabe en qué habrían ocupado su tiempo si no hicieran aquello. Ambos estaban jubilados.

El otoño se había asentado plenamente cuando empecé a trabajar en los pasadizos subterráneos. Fue como si los días adquirieran una estructura más consistente. Tras un temprano desayuno, dedicaba las mañanas a mi arte en la biblioteca trabajando en La habitación roja. Tras numerosas vacilaciones, el proyecto por fin había despegado; el análisis había adquirido forma y creía que de la máquina de escribir empezaban a salir algunos destellos de inconfundible genialidad. Gracias al licenciado Borg de la novela de Strindberg -a su forma burda y cínica de decir lo que pensaba-, había encontrado un catalizador natural. Después de todo, Borg ya mantenía una relación estrecha con Arvid Falk, y por ello, de una manera natural, podía situarse al margen y ofrecer sus comentarios. La presencia de Borg era absolutamente inestimable, pero aún tenía dificultades en aceptar que la historia pudiera salir adelante sin Olle Montanus. Por eso me aferraba a la idea de que su previamente desconocido hijo del campo, un muchacho llamado Kalle Montanus de dieciocho años, estuviera durmiendo en un banco de la cocina de la manzana de okupas. Era totalmente impensable escribir una historia sobre Estocolmo sin tener en cuenta a todos sus habitantes, incluyendo los rebeldes, los por así decirlo ciudadanos a contracorriente. Decidí que Arvid debía abandonar a su lánguida señorita de escuela y entregarse por completo a una vida bohemia, quizá en compañía de alguna cabaretera de Mullvaden. Sonaba genial.

Así pues, las páginas empezaban a sucederse una tras otra, a fluir, y el editor Torsten Franzén parecía bastante satisfecho, aunque algo agobiado.

Tras un par de horas de aplicado trabajo en la biblioteca en aquellas mañanas luminosas de otoño, llegaba la hora de almorzar. Comíamos en el Costas de la calle Bellman, con los vales de restaurante de la inagotable reserva que Henry guardaba en el cajón del aparador del recibidor. Había prometido no preguntar nunca de dónde procedían. Incluso hoy día todavía no lo sé.

Después del almuerzo pasábamos algunas horas trabajando en los túneles. Casi siempre trabajábamos en solitario: allí abajo había poco espacio. Por turnos, íbamos abriéndonos camino con el pico a través del barro, la arena, y la tierra. El trabajo podía resultar monótono y aburrido, pero siempre podías soñar con lo que harías con el dinero.

Después llegaba la hora de la cena, y hacíamos turnos para prepararla. Henry era un auténtico mago de la cocina y disponía de una considerable biblioteca de libros de gastronomía donde había de todo, desde exóticos y exquisitos bocados balineses hasta comida casera para buscadores de tesoros suecos.

Normalmente, después de cenar estábamos bastante cansados: el desgaste físico y psíquico pasaba factura. Jugábamos al billar, veíamos televisión, leíamos un buen libro o hablábamos. Henry relataba sus historias del continente, mientras que a mí -que ni de lejos tenía el mundo ni la experiencia de míster Morgan- me daba buenos consejos de cómo amueblar La habitación roja de nuestros días.

No se podía negar que lo habíamos conseguido: habíamos organizado nuestra vida justo como la vida debía organizarse. Era una cuestión de equilibro entre el cuerpo y el alma. Lo único que nos faltaba eran las chicas.


Los artistas son seres sensibles, eternos zíngaros. Henry Morgan no era una excepción. De un día para otro, su piano podía estar desafinado; y no solo eso, era imposible de tocar. Era el peor piano en todo el jodido mundo, ¿y cómo iba a poder alcanzar las máximas cotas de musicalidad con aquella mierda de instrumento? Incluso un sordo vomitaría ante su sola visión, en opinión del sensible compositor.

Este tipo de escenas se producía a intervalos regulares, tras lo cual Henry bajaba al sótano para excavar y desfogar así su ataque de ira y mal humor. Podía estar así durante casi una hora, y luego regresaba aún más enojado si cabe. El motivo era que había encontrado una roca en su camino que tenía que ser retirada mediante una palanca, y para ello necesitaba refuerzos.

– No vayas a hundirte ahora -le dije intentando aparentar ánimo-. Vámonos al Europa a boxear un rato. Seguro que nos va bien.

– Buena idea -dijo Henry con un suspiro-. El día de hoy está maldito, lo he leído en el horóscopo. Lleno de obstáculos a cada paso.

El deprimido pero siempre clarividente Morgan había visto de forma muy nítida que aquel iba a ser un día aciago, así que pensó que un buen ataque siempre era la mejor defensa. Íbamos a plantarle cara a aquel día, que era viernes, y a superar asimismo el resto de la semana, yendo a la ciudad a ejercitar un poco el cuerpo. Parecía un gran plan.

Estábamos decididos a tener el ánimo alto. Preparamos nuestras bolsas de deporte y fuimos a Hornstull, a la calle Långholm y al Club Atlético Europa. Era viernes por la tarde y los chicos se lo estaban tomando con bastante calma… todos menos Gringo.

– Hola, chicas -dijo Henry, como siempre.

Todos menos Gringo, el príncipe destronado, saludaron, y Willis salió de su despacho para charlar un rato sobre el Alí-Spinks. Nunca se cansaba de hablar de aquel combate y, naturalmente, tenía sus propias teorías respecto a la técnica de Alí. Incluso lo comparaba con Joe Louis, quien tuvo que retirarse invicto en el año cuarenta y nueve, porque era lo único que Alí podía hacer en su situación actual.

Gringo, por el contrario, tenía aquel día ganas de pelea. Se le veía hecho una auténtica furia, sirviéndole de sparring a Juan, que tenía un combate dentro de un par de días y necesitaba entrenamiento duro.

– ¡Tranquilo, tranquilo! -gritaba Willis-. ¡Tranquilo, Gringo! Juan sube el lunes al ring y necesita tener un careto digno. Ahorra tu munición.

Gringo pesaba por lo menos diez kilos más que el pequeño yugoslavo de aspecto español. El furioso boxeador tenía un tremendo gancho de derecha que se suponía que no debía utilizar cuando hacía de sparring. Era un arma mortal con la que había noqueado al menos a veinticinco adversarios en el pasado.

Por así decirlo, aquel parecía un día ideal para la revancha. No hacía mucho que Henry le había dado una buena lección a Gringo, pero Henry había estado muy liado, como siempre le decía a Willis, y no había tenido tiempo de entrenar como debiera.

Gringo quería que Henry subiera al ring, y este no pudo negarse. Mientras los más jóvenes se arremolinaban en una esquina del cuadrilátero, murmuró algo acerca de su mala condición física. Y así fue, Henry recibió de lo lindo. Gringo había estado entrenando duro y pasó al ataque directamente. Henry, defendiéndose casi mecánicamente, apenas consiguió esquivar los golpes.

Al cabo de dos asaltos, Henry dijo que ya tenía bastante. Pensé que aquello acabaría poniéndolo totalmente furioso tras aquel día lleno de adversidades, pero mis temores resultaron infundados. Henry seguía de muy buen humor, a pesar de que tenía que dolerle todo el cuerpo tras el demencial aluvión de ganchos de derecha que le había propinado Gringo.

– Gracias, Gringo -dijo Henry alargando su enrojecido puño-. Me has sacado del cuerpo a Satán y al infierno entero.

Gringo estaba contento y satisfecho tras la legítima revancha, y se permitió un apretón de manos y una sonrisa.

Después de un par de horas en el Europa, volvimos a casa pasando por la tienda estatal de bebidas alcohólicas. Compramos un par de botellas de vino, un pollo asado y unas cuantas patatas grandes para hacer en el horno.

Ya estaba oscuro y lóbrego cuando llegamos a casa. El enorme apartamento ya parecía bastante tétrico durante el día, pero al anochecer se veía desierto, silencioso y opresivo como un castillo medieval. Era necesario darse una vuelta por las salas encendiendo pequeñas lámparas aquí y allá para ir deshaciendo sus deprimentes y desoladores claroscuros.

– La noche existe en este apartamento como una posibilidad perpetua -había dicho Henry-. Tan solo hay que correr las cortinas e imaginarlo, es lo único que se necesita…

Había sonado algo intranquilo, abatido.


La velada se presentaba realmente bien. Después de cenar, empezamos a arreglarnos para una noche llena de festivitas.

– Tenemos que afeitarnos -dijo Henry-, y tenemos que hacerlo bien. Es muy importante…

Lo hicimos a conciencia. Henry convertía todos aquellos procesos cotidianos en actos solemnes llenos de refinamiento y sofisticación. Hablaba siempre del Arte de la Cocina, del Arte de la Limpieza y del Arte del Afeitado. Ver a Henry afeitarse con jabón, brocha, navaja y suavizador era un auténtico espectáculo.

Después era el momento de sacar nuestros trajes de la «confirmación». Henry eligió uno oscuro de franela mientras que yo saqué mi viejo traje negro mágico. Tomé prestado un lazo de Henry, y al final estaba bastante presentable.

Henry había decidido que debíamos ir a Baldakinen. Según él, había un club bastante decente. Yo no sabía muy bien de qué iba aquello, pero me aseguró que no habría ningún problema.

– Las chicas del Pelarsalen son listas y expertas. Saben muy bien lo que hay que hacer. Así que no tienes por qué preocuparte -decía Morgan.

Tomamos el metro hasta el centro, caminamos por la calle Vasa hasta la plaza Norra Ban y llegamos a Baldakinen a una buena hora. No tenía de qué preocuparme, me decía Henry, así que no estaba preocupado. Estábamos en buena forma, y mis pies empezaron a moverse solos en cuanto oí el ritmo de la sala de baile.

Nos dieron una mesa bastante buena en medio de todo aquel mar de gente, y pedimos whisky.

– La verdad es que nos lo merecemos, Klasa -dijo Henry encendiendo un cigarrillo con una floritura de refinamiento algo exagerada-. Hemos tenido una buena semana de trabajo.

– He escrito bastante -dije-. Por lo menos veinticinco páginas.

– A mí también me está yendo bastante bien. Ha sido una suerte que te vinieras a vivir conmigo, ¿verdad? La cosa funciona de maravilla.

– Sí. Nunca había vivido tan bien como ahora.

– Cuidado, muchacho -dijo Henry de pronto, dándome un puntapié bajo la mesa-. Llega el momento en que eligen las señoritas. Va a sacarte a bailar una chica de pelo negro, de unos cuarenta años y que lleva un vestido charlestón de color azul.

– Estás loco.

– No te vuelvas -dijo Henry-. No te vuelvas. Te ha echado la vista encima, su corderito, su presa. Dentro de poco te echará las garras encima. Te lo prometo. ¡Cincuenta pavos!

– Hecho. ¡Cincuenta pavos!

Entrechocamos nuestros whiskys y miramos a nuestro alrededor.

– Que sí, joder, ¿lo ves? A ti ya se te ha arreglado la noche. Acaba de rechazar a un contable gordo. Está allí sentada, al acecho. Me pregunto qué me espera a mí. Soy demasiado viejo para esperar que las chicas me saquen.

En ese momento mi curiosidad ya había sido puesta a prueba demasiado tiempo, así que fingí que tenía el cuello un poco dolorido y me giré para ver a la dama con vestido azul charlestón. Era cierto que sus oscuros ojos estaban fijos en mí, y parecía una mujer con bastante clase. Me sonrió, y en ese momento Henry volvió a darme un puntapié bajo la mesa.

– ¡Cincuenta pavos! -murmuró con satisfacción.

La banda seguía tocando su continuo y confortante ritmo «dunca-dunc» y la gente saltaba a la pista de baile embriagada de alegría. Me sentía un poco nervioso porque hacía mucho tiempo que no bailaba. Henry tenía el radar puesto a todo gas, controlando a todas y cada una de las chicas que había en la sala. No había mucho donde elegir, y las chicas más atractivas ya estaban siendo solicitadas por vendedores emprendedores, vestidos con americana de cuadros y enormes nudos de corbata que les colgaban bajo la barbilla como panes enormes.

No me di cuenta de que era el baile de las señoritas hasta que sentí que me tocaban en el hombro. Me di la vuelta y, así era, allí estaba la chica de pelo negro y vestido azul charlestón.

– ¿Quieres bailar? -me preguntó directamente.

– Supongo -dije, sintiendo de nuevo el dichoso zapato de Henry en la espinilla- Espero que sea algo tranquilo.

Por suerte, el grupo tocó una canción lenta de las de verdad, con «corazón» y «alma», y el vocalista fraseaba con una voz nasal, alargando todas las erres. Pronunciaba en una especie de sueco estándar, estilo banda musical, el más simple de los dialectos. No puede evitar reírme de sus erres, y la mujer con la que estaba bailando me preguntó qué era tan divertido. Se lo expliqué, pero no le encontró la gracia.

Pero la parte del baile fue bastante bien. Nos deslizamos con soltura y donaire por la pista, evitando chocar con unos cuantos patanes borrachos que estaban por allí haciendo el bestia.

La mujer se llamaba Bettan, y bailamos cinco largos bailes seguidos. Cuando volvimos a nuestra mesa, estábamos acalorados y algo sudorosos. Evidentemente, Henry estaba merodeando. Le pregunté a Bettan si quería sentarse un rato y ella aceptó. Hablamos un poco de esto y aquello, y resultó ser una mujer muy agradable. En la actualidad no tenía pareja, era madre de dos hijos y vivía en la calle Dala. No muy lejos de aquí, dijo.

Henry volvió a la mesa enseguida. Había estado jugando a la ruleta y había ganado, por lo que quería invitarnos a una copa. Se presentó muy cortésmente ante Bettan, con un golpe de talones y un beso en la mano, y la señorita aceptó encantada. Pidió un Gin fizz.

Henry empezó a charlar con Bettan de inmediato, como el caballero a carta cabal que era. Se enteró de todo acerca de ella sin parecer curioso ni indiscreto. A Bettan también le cayó bien Henry, y pasamos una velada magnífica. Bailó con los dos -le encantaba bailar- y era tan vital que casi acaba con dos boxeadores aparentemente en forma.

Más tarde Henry consiguió encontrar también acompañante para aquella sofocante noche de otoño -no pude verla bien-, y Bettan y yo empezábamos a sentir una necesidad imperiosa. No se molestó en dar rodeos, hacer insinuaciones o alusiones a tener sueño, cama y buenas noches. Fue directamente al grano:

– Te vienes conmigo a casa, ¿no? -dijo, como si una negación fuera impensable, una ofensa.

– Por supuesto. Voy a decírselo a Henry.

Mi buen amigo estaba en plena faena, bailando una lenta con una enorme mujer con un vestido de lentejuelas. Le grité al oído que nos íbamos.

– Vale -dijo guiñándome un ojo-. Nos vemos mañana.

– Aquí tienes cincuenta pavos -dije metiéndole un billete en el bolsillo.

Bettan trabajaba como secretaria para una gran empresa, y tenía muy buena mano para las plantas. Eran su hobby, y todo su piso olía como una jungla tropical. Estaba lleno de plantas de las que se sabía el nombre y el precio. He olvidado todos los nombres, pero aprendí que las plantas pueden ser tremendamente caras. Afirmaba que podría vender algunas de ellas por varios miles. Tal vez se refería a las palmeras que flanqueaban el tresillo de la sala de estar.

– ¿Quieres tomar algo? ¿Té, vino, o…?

– Me tomaría una taza de té -dije siguiendo a Bettan hasta la cocina.

En una de las paredes había un tablón con el menú de la escuela, así como direcciones y notas para los chicos. También había una foto de los chavales, que me cayeron bien enseguida. Tendrían entre doce y catorce años, con un aspecto de lo más punk. Uno llevaba el pelo teñido de color zanahoria y el otro lila. Eran como unos Zipi y Zape transgresores, como pequeños trolls.

– Qué chicos más majos -dije.

– Son menos peligrosos de lo que parecen -dijo Bettan.

– ¿Tienen algún grupo de música?

– Claro. Se llaman Piglets.

– Buen nombre -opiné-. Me gustaría verlos.

– Podemos entrar a verlos si quieres.

Entreabrimos la puerta de Zipi y Zape y allí estaban los dos trolls durmiendo, con sus pelos lila y zanahoria tiesos como los de un puerco espín. El de color zanahoria parecía casi albino, con la piel pálida y las pestañas blanquecinas.

– ¿Puedo comprarte uno?

Bettan se echó a reír y cerró la puerta para no despertar a los trolls.

– No podrías soportarlo. Tendrías que oírlos cuando ensayan en casa. No hay quien lo aguante.

Tomamos el té en la jungla de la sala de estar, y Bettan habló de sus plantas, mejor dicho, con sus plantas. Después llegó la hora de acostarnos.

– Eres el amante más joven que he tenido -dijo Bettan en el dormitorio.

– ¿Soy un amante?

– Pues claro. ¿Qué te creías? -dijo Bettan, desnudándome como una madre.

– Tienes hijos y amantes -dije.

– Debo tenerlos; si no, no lo soportaría -dijo Bettan-. Y, ahora, tómatelo con calma.

– Te lo prometo.


Henry el conquistador acababa de afeitarse -para mantener una buena imagen debía hacerlo varias veces al día- cuando llegué a casa el sábado. La mesa de la cocina estaba atiborrada con los restos de un desayuno para dos. Me serví una taza de café tibio, me desplomé en una silla y me puse a hojear el periódico.

– ¿Cómo te ha ido la noche? -preguntó Henry interrumpiendo su feliz serenata silbada.

– Fantástica. Aunque esta mañana ha sido algo agitada.

– ¿Es que ha llegado el marido?

– No, qué va, no había marido.

Pero, en cualquier caso, la mañana había sido mala. Todo empezó cuando me despertó el ruido infernal que hacían Zipi y Zape ensayando con el bajo eléctrico y la batería, haciendo temblar los cimientos de la casa. Bettan ya estaba despierta, vestida, arreglada y fresca como una rosa, y quería que fuéramos de compras por la ciudad, pero a mí me entró tal dolor de cabeza por culpa de los rockeros punk que no pude ni desayunar.

– Muy bien, pues. Llámame de vez en cuando -dijo Bettan, y me dio un beso en la boca.

No tenía nada de sentimental, y supuse que las mujeres de su edad no se hacían muchas ilusiones. Así es como fue.

– ¿Y cómo fue tu noche? -le pregunté a Henry.

– Me he vuelto a enamorar -dijo en su burdo inglés, con aspecto soñador y enamoradizo-. Está en el baño, maquillándose.

– Vaya, vaya -dije-. ¿Una valquiria?

– Sí, señor.

No nos dio tiempo de intercambiar más códigos cifrados, ya que el nuevo amor de Henry se presentó en la cocina. Estaba bastante rellenita, treinta y siete años, vestido largo con lentejuelas, zapatos de tacón y una capa de maquillaje gruesa y barroca.

– Hola -dijo tendiéndome la mano-. Sally Syrén.

– Hola, Sally. Bonito nombre. Yo me llamo Klas.

– Hola, guapito, ja, ja, ja -rugió Sally con su voz chillona y sexy, por llamarla de alguna manera.

Sally tenía la misma voz aguda y penetrante que la de la artista Truxa, una mujer que leía la mente y estaba en contacto telepático con El Mago.

Ahora parecía también como si las actividades nocturnas hubieran conferido a Sally y Henry una especie de conexión telepática, porque solo necesitaban intercambiar una mirada para echarse a reír nerviosa y discretamente por algo de lo que yo no tenía ni idea. Eran como dos adolescentes que se hubieran estado toqueteando en un ropero y ahora se sentían muy orgullosos de su proeza y querían que todo el mundo lo supiera, aunque no directamente. Todo estaba implícito en pequeños gestos y en largas y sostenidas miradas.

Sin embargo, Sally no parecía ser del tipo romántico, y empezó a afanarse por la cocina para recogerlo todo.

– Muy bien, muchachos -dijo apartando a Henry del fregadero-. Por lo que veo, sois un par de típicos solteros -continuó mientras apilaba los platos-. Ya me encargo yo de esto.

Sally se movía por toda la cocina como un tornado de lentejuelas, reprendiendo cariñosamente a Henry e increpándome a mí por ser tan desastres.

– Es que estos solteros… -repetía Sally una y otra vez.

De vez en cuando se daba un respiro en sus importantes quehaceres para sentarse en las rodillas de Henry y darle un beso. Se quedaban como dos tortolitos, riendo y pellizcándose las mejillas uno al otro.

– Mi gallito -dijo Sally.

– Mi corderita -dijo Henry pellizcándole las carnes; Sally dio un gritito y se levantó.

Yo me sentía bastante incómodo con sus arrumacos, así que los dejé allí. A pesar de cerrar dos puertas detrás de mí, aún seguía oyendo el eco de la voz de Sally Syrén desde la cocina, quien, con diligencia algo impertinente, daba consejos a Henry sobre cómo se tenían que hacer las cosas en una casa.

– Es que estos solteros… -repetía una y otra vez.

Durante un rato se hizo el silencio, y después oí cerrarse un par de puertas. De puntillas, se habían ido al dormitorio de Henry y, al cabo de unos minutos, volví a oír su voz.

– Oh, Heeenryyy… oh… oh… -gritaba lujuriosa desde el dormitorio, a través de cuatro puertas.

Siguieron así durante al menos un par de horas, hasta que Sally tuvo que irse a su casa por fin. Para entonces yo ya estaba sentado en la biblioteca y me esforzaba por trabajar un poco: era la única manera de pasar la resaca. Pero no resultaba fácil con los jadeos lujuriosos de Sally Syrén resonando por toda la casa, pese a haber encendido la radio.

Finalmente Sally asomó su cabeza llena de laca por la puerta, gritó «Chao, guapito», y desapareció radiante y saciada de su amante Henry Morgan.

Cuando por fin se restauró la paz, Henry el sibarita vino y me dijo que estaba enamorado, enamorado hasta la médula. Incluso parecía más joven, a pesar de haber estado una noche sin dormir. Iba recién afeitado y las bolsas bajo sus ojos habían palidecido como borradas por el torrente de besos de Sally.

– Además tiene un nombre bonito -añadió Henry-. Sally Syrén… -repitió varias veces para saborear las palabras, para revivir la memoria de sus besos evanescentes-. Le voy a escribir una canción -dijo el enamorado, y cerró la puerta con cuidado-. Una canción muy dulce -se oyó vagamente desde el pasillo.

Me mostré bastante escéptico acerca de la pasión de Henry. Sally Syrén era demasiado burda, y supuse que tras un breve tiempo de desenfreno aquel hombre despertaría de su arrebato de dicha, arrepintiéndose de lo que había hecho, dicho y prometido, y ella se convertiría en una carga difícil de sobrellevar. Henry Morgan era de ese tipo de hombres, y no era ninguna sorpresa.

Al mediodía Henry ya tenía compuesta la canción. La había titulado «Radiante Sally Syrén», y cuando escuché la melodía ligera y vaporosa y el acompañamiento punteado y remilgado, me resultó difícil imaginarme al impertinente y rellenito tornado embutido en un vestido largo de lentejuelas, con zapatos de tacón y una gruesa capa de maquillaje, que hacía solo unas horas había estado dando vueltas por nuestro piso.

– Bonita canción -dije-. Muy bonita. Aunque me pregunto si no es demasiado romántica. Sally parece… tener los dos pies en el suelo, por así decirlo…

– No me desmoralices, Klasa -dijo Henry en un tono de decepción-. ¿Por qué siempre tienes que desmoralizarme?

– No quería desmoralizarte. A lo mejor es que tengo resaca.

Henry se apoyó sobre el piano y gimió. Dio un suspiro muy profundo y pude ver que todo había pasado. Henry había hundido la cara entre sus brazos cruzados sobre el piano y lo oí llorar, sollozando calladamente, resignado. Las teclas estaban mojadas entre el do y el fa.

Me senté en el diván y también suspiré. Aquel era sin duda el día de la angustia y la amargura en este valle de resaca y lamentos.

– Perdóname si he mostrado poco tacto. Creo que debería habérmelo callado…

Henry asintió con la cabeza.

– Nosmal firlo veznando -gruñó sobre el piano.

– No entiendo ni una palabra de lo que dices.

Henry levantó la cabeza y miró por la ventana hacia el sucio gris de la calle Horn. Se volvió hacia mí con las lágrimas corriéndole por las mejillas.

– No está mal fingirlo de vez en cuando -repitió-. Nadie puede negarnos que queramos fingirlo de vez en cuando.

– Por supuesto.

Henry sacó un pañuelo recién planchado y se sonó, y luego de repente empezó a reír con una risa amarga.

– Son tan crueles… -dijo sonándose-. Son tan jodidamente directas y sinceras…

– ¿Quiénes?

– Sally me dijo que estaba casada y que quería a su marido y a sus hijos más que a nada en el mundo. No mentía… pude ver que no mentía. No, maldita sea, no volveré a enamorarme. Y, por cierto, tampoco es que esté enamorado. Solo lo estaba fingiendo, para saber qué se sentía. Ha pasado tanto tiempo…

– Igual que yo. Ha pasado muchísimo tiempo desde la última vez.

Henry empezó a tocar las teclas del piano, esta vez mucho más sereno, más tranquilo y con menos felicidad simulada. Sonaba como si Mozart tratara de interpretar un blues. Henry tocaba ahora de forma más sincera, y yo me hundí en el diván, cerré los ojos y escuché.

– «In the mood for Maud» -cantó Henry en voz baja-. «In the mood for Maud» -gimió como un genuino cantante negro de blues.

Comprendí que iba a marcharse por un tiempo. Esa misma noche se marcharía. Sally Syrén sería solo un recuerdo del Amor.


Siguió un período de laborioso trabajo en el santuario que habíamos intentado crear en la casa: unas cuantas horas a la máquina de escribir, unas cuantas horas en los túneles, y después las tranquilas y frías noches de otoño delante del hogar. Cumplía mi horario voluntariosamente, a pesar de que Henry estuvo en casa de Maud un par de días.

De vez en cuando bajaba a los túneles a excavar. Greger y Birger estaban de turno, pero tampoco es que trabajaran mucho. Se pasaban el tiempo peleándose y tomando vino dulce. Birger estaba en plena creación de un nuevo poema largo, y tenía problemas para concentrarse. Greger tuvo que hacerse cargo de la carretilla.

– También hay que vivir -dijo Birger cuando bajé una tarde-. Una persona tiene que vivir incluso cuando trabaja, ¿no crees?

Asentí.

– ¿Sabes? Greger es un hombre simple -dijo Birger mientras aquel resoplaba empujando la carretilla cargada-. Es un poco inocentón, pero jodidamente bueno. Siempre te echa una mano, ¿sabes? Siempre. Pero es un hombre simple.

– Hasta ahora nunca he conocido a nadie especialmente simple -dije.

– No, así es -dijo Birger en tono conciliador-. Es exactamente así, y eso es lo que dice mi nuevo poema. «Simplicidad es la forma en que Maja/esparce la ciénaga oscura/cuando el crepúsculo vence al día/y la vida se revela dura» -leyó Birger en voz alta.

– Bonita rima. Puro Hjalmar Gullberg.

– Gracias -dijo Birger tendiéndome una mano sucia de tierra.

– ¿Queda algo? -preguntó Greger cuando volvió.

– ¿De qué? Tierra hay a montones.

– Quiero decir de vino dulce -respondió Greger.

Birger sacó la pequeña botella y tomamos un reconfortante trago en reverente silencio.

– ¿Habéis hecho algún progreso? -pregunté.

– Joder, tío -repuso Birger enfáticamente-, solo esta mañana habremos excavado al menos medio metro.

– Hemos trabajado como burros -afirmó Greger-. Pero es que hay demasiada tierra, y además me duele la espalda, aquí, en los riñones…

– ¡Oye eso! -exclamó Birger-. ¡A ti te duele la espalda! Deja de hacer teatro. Eres un pésimo actor, Greger. Un puto Garbo.

Y Birger aprovechaba la ocasión para hablar sobre el tiempo que había pasado con la Garbo. Afirmaba haber vivido, como lo digo, en el mismo edificio de la calle Blekinge 32 en que Greta Gustafsson había vivido. Birger había sido empujado en su cochecito de bebé por la bella Greta en el gran año de la paz, 1918, y se acordaba de ella perfectamente porque era algo tímida y audaz al mismo tiempo. Greta llevó al pequeño Birger a la iglesia de Todos los Santos y se sentó en un banco del cementerio chupando una piruleta, y la joven también le dejó lamer el caramelo. ¡Birger había chupado la misma piruleta que Greta Garbo! Naturalmente, después ya no reconoció a su cuidadora en las películas que Hollywood había hecho con la chica de la calle Blekinge. La habían transformado, arruinado y estropeado. Ya no quedaba nada de la chica de la piruleta de la iglesia de Todos los Santos. El mundo se había vuelto loco.

– Y te voy a decir una cosa -dijo Birger-: en cuanto encontremos ese tesoro, hay alguien que va a presentarse en América para hacerle una visita a Greta. No lo dudes ni por un momento. Seguro que me recuerda, seguro que sí.

– Eso lo llevas diciendo desde hace cincuenta años -dijo Greger.

– Todo llega para quien sabe esperar… -declaró Birger.

Los hombres se sacudieron la tierra y el polvo de la ropa y me pasaron el pico, debatiendo acalorados sobre si la Garbo estaba reconocible o no en la gran pantalla. Seguramente continuaron discutiendo el asunto durante el resto del día.

Así pasaron un par de días, y luego Henry regresó tras su estancia en casa de Maud. Una mañana apareció en el recibidor, saludando con la cabeza y preguntando si había llegado correo.

– Solo de Borås, del contable Hagberg, creo.

– ¿Has pensado ya en el siguiente movimiento?

– Creo que deberíamos hacerlo juntos.

Al parecer, Lennart Hagberg se sentía amenazado por aquel genial enroque, y en general podíamos sentirnos satisfechos con nuestra estrategia.

– Leo nos tiene que estar sumamente agradecido por esta brillante partida -dijo Henry-. El ajedrez es lo único que ha dominado en la vida.


Llegó el día de Todos los Santos, y se supone que íbamos a llorar a nuestros muertos. O, mejor dicho: íbamos a honrar a nuestros muertos, tal como lo expresó Henry.

Yo nunca he sido un hombre de iglesia, aunque sí profundamente religioso, lo que es muy diferente. Henry puso una cara larga cuando le expliqué que no había recibido la confirmación, que nunca había ido a misa y que, además, había hecho retirar mi nombre del registro eclesiástico. No podía entender que se pudiera llevar una vida tan absolutamente secularizada. Él no era lo que se dice un teólogo de primer orden, pero como romántico a ultranza y creyente en el más allá, sentía cierta inclinación hacia la liturgia. Yo estaba de acuerdo en que existía un componente emocional en los ritos, pero para mí no era suficiente.

– Y Lutero era un diablo con mal genio -afirmé-. Suprimió un montón de festividades…

– No me digas… -dijo Henry ofreciéndome una nueva mirada de ojos saltones a causa de la indignación-. Pues… maldita sea. Nunca lo había pensado… Lo cierto es que en Francia pensé seriamente en convertirme, pero me parecía algo demasiado complejo. No soy de esa clase de tipos…

– A mí Lutero no me gusta, eso es todo.

– Es algo sobre lo que vale la pena reflexionar -dijo Henry.

La conversación tenía lugar en el autobús camino del Cementerio del Bosque. Era el día de Todos los Santos e íbamos a encender unas velas para honrar a nuestros muertos. El atardecer caía sobre la autovía y Henry inició una especie de angustioso examen de conciencia respecto a Lutero.

– No pienses en eso ahora -le dije-. No dejes que te estropee este día.

Al llegar al Cementerio del Bosque las tumbas ya estaban iluminadas. Nos sentimos imbuidos de una profunda espiritualidad y una emoción ritual cuando compramos unos hachones en la entrada. Reinaba una gran quietud y la gente hablaba en voz baja, y ni siquiera los floristas parecían especialmente animados, pese a que estaban haciendo un buen negocio con las velas y las ramas de abeto.

– Impresionante -dijo Henry en la entrada-. Hace que a uno le tiemblen las piernas.

Las llamas de los hachones y las velas iluminaban las tumbas, y los nombres emergían en la oscuridad, del silencio, del olvido. Las luces ardientes se esparcían por las colinas y las hondonadas, por el bosque y los claros. El resplandor de las velas crepitaba en la eternidad… por un instante, una solemne eternidad flotaba entre los nombres individuales y las fechas objetivas. Durante unas horas de aquella tarde de noviembre, el trabajo de los marmolistas resplandecía como la luz eterna en nuestras oraciones.

La gente vagaba como espíritus con abrigo por los senderos que discurrían entre las tumbas. Hablaban en susurros y encendían velas, meditando con las manos cruzadas y el rostro iluminado. Las tumbas refulgían y los alientos emanaban entre plegarias y vaho.

Estuvimos allí un buen rato, observando todo aquel solemne esplendor, hasta encontrar el sendero correcto, el que conducía al panteón de la familia Morgonstjärna. Era un conjunto bien cuidado, con una alta lápida que mostraba el escudo de armas grabado y erosionado.

Henry encendió el hachón con su Ronson, abierto al máximo como un soplete, y lo colocó en la base de la lápida. Leyó todos y cada uno de los nombres en voz alta, acabando con su padre, Gus Morgan, 1919-1958, y su abuelo Morgonstjärna, 1895-1968.

Cuando acabó de leer los nombres, permaneció un rato en silencio, con las manos en los bolsillos del abrigo -hacía frío y soplaba un desagradable viento del norte- y la gorra bien calada para meditar con tranquilidad. Yo, naturalmente, no podía sentir aquella profunda aflicción, pero me sentía sobrecogido ante aquel mar ondulante de llamas vacilantes que llegaban hasta el bosque y hasta la misma eternidad.

– ¡Hola a todos! -exclamó Henry rompiendo de golpe el ambiente de recogimiento-. Espero que estéis bien, dondequiera que estéis.

Miraba fijamente la luz, la lápida y el pequeño rosal congelado que trepaba sobre los dorados nombres.

– Seguramente todos vosotros coincidís conmigo en que es muy absurdo lo que estamos haciendo aquí abajo, o aquí arriba, depende de desde donde lo veáis, estéis donde estéis. Es realmente absurdo, pero ¿qué otra cosa se puede hacer?

Se volvió hacia mí y repitió:

– ¿Qué otra cosa se puede hacer?

– Tenemos que seguir adelante -declaré-. Es lo único que podemos hacer: seguir adelante.

– En momentos así -dijo Henry mirando el mar de luces-, en momentos así es tan fácil dudar de todo… Todo parece tener tan poco sentido… Resulta tan absurdo luchar y esforzarse en estos escasos años que se nos han concedido; muy rara vez nos paramos a mirar a nuestro alrededor para darnos cuenta de lo que realmente estamos haciendo… Es una sentencia, una dura sentencia, una condena…

– No deberías verlo así.

– No, es justo así. Hay que rendirse a la evidencia. Ya hay otros que lo han hecho, que…

Un viento helado recorrió el cementerio y empezamos a temblar de frío.

– Hace frío en la tierra -prosiguió Henry, como presentando una excusa para marcharnos.

– Dices unas cosas… -se oyó una voz en la oscuridad junto a la tumba-. Pareces un auténtico sacerdote.

Una chica, mejor dicho, una mujer, surgió de detrás de la lápida sonriendo y continuó elogiando la elocuencia de Henry.

– No he podido evitar escuchar -dijo-. Sonabas como un auténtico sacerdote, y ha sido tan hermoso que casi se me saltan las lágrimas.

La mujer salió hasta el sendero y resultó ser una elegante dama de unos veinticinco años, vestida de negro riguroso y con una cinta de luto en el cuello del abrigo.

– Mi padre murió hace un mes.

Henry sacó un paquete de tabaco y nos ofreció. Encendimos los cigarrillos, sin apenas hablar. Ella fue la que rompió el silencio.

– ¿Vais al centro?

Asentimos los dos, tiritando.

– ¿Tenéis coche? Si no, os puedo llevar.

– Muchas gracias, mi indefensa niña -dijo Henry, con la esperanza de que aquel tono sacerdotal y paternal surtiera efecto.

Pero no fue así. La mujer en cuestión resultó no ser en absoluto un corderillo indefenso. Tenía una furgoneta de brillante color amarillo en la que ponía «pickos». Desde luego no era una de esas chicas que han nacido ayer. Era más del tipo de jóvenes que recorren la ciudad a toda velocidad en las furgonetas de reparto de Pickos. Creo que la suya era la número 8, igual que el de un famoso jugador de baloncesto.

Henry perdió por completo la cabeza cuando la mujer nos llevó hasta su llamativo y sorprendente vehículo.

– ¿Conduces una furgoneta de reparto? -exclamó sorprendido-. Es lo más…

– ¡Arriba, chicos! Por cierto, ¿cómo os llamáis?

Henry se presentó como siempre, con gran formalidad, estrechándole la mano y juntando los talones. Me señaló con la cabeza y dijo mi nombre sin dar más explicaciones.

– Yo me llamo Kerstin Bäck.

– Muy bien, muchacha -dijo Henry-. Y, ahora, despacito. Seguro que hay hielo en la carretera.

La joven condujo como un angelito, cambiando de marchas con brío como un piloto de carreras. Tenía un extraordinario dominio de los pedales y Henry lanzaba miradas subrepticias al cuentakilómetros y, hacia abajo, a su vivo juego de pedales. O tal vez a las rodillas de la mujer, aunque eso son solo suposiciones mías.

– Es verdad lo que estabas diciendo -dijo Kerstin cuando el vehículo alcanzó la velocidad deseada-. Lo que decías de que nada tiene sentido. Es tan absurdo todo esto… esta lucha continua en la que estamos metidos. La verdad es que no sé por qué luchamos tanto.

– ¿Y quién lo sabe? -replicó Henry.

– Pero hay que seguir luchando. No puede ser que veamos vacío en todo.

– Hay que fingir -dijo Henry-. Uno tiene que fingir todo el tiempo que hay algo más allá de las montañas. Si no, todo parece vacío y maldito…

Por lo demás, Kerstin no parecía precisamente paralizada por el miedo a morir. Muy cerca estuvo de enviarnos a los tres de vuelta al Cementerio del Bosque mediante unos cuantos adelantamientos que desafiaban a la muerte.

– ¿Y qué vais a hacer ahora? -nos preguntó cerca de Slussen.

– No lo sé muy bien -dijo Henry-. Tal vez tomar un café.

– Bien -dijo Kerstin-. ¿A Gamla Stan?

Sin esperar contestación, pisó el acelerador y subió por Slottsbacken, aparcó la furgoneta en un espacio reservado para motos y discapacitados, y salió.

Fuimos andando hasta el Kristina y pedimos tres cafés con bollos de canela y pastas de té. Había bastante gente y mucho ruido, y nuestro reverente estado de ánimo se desvaneció pronto. La vida nos había vuelto a atrapar con la sed, el apetito y el deseo.

Sin embargo, Henry no pudo dejar aquel tono sermoneador -estoy convencido de que todavía creía que Kerstin sucumbiría de ese modo- y dijo que respetaba mucho a las mujeres de luto; en su opinión, tenían una especial dignidad.

– Pienso quitarme este lazo en cuanto pueda -dijo Kerstin-. No soporto seguir escuchando pésames.

– ¿Y te has quedado sola?

– Mi madre murió hace cinco años. Creía que no podría superarlo. Pero lo hice. Mi padre lo llevó bastante peor. Y ahora él también se ha ido. No puedo imaginármelo… muerto. Era tan grande…

Llegaron nuestros cafés y Henry nos ofreció otra ronda de cigarrillos. Para variar, se mantuvo callado con delicadeza y discreción.

– Mi padre era un hombre lleno de ideas -prosiguió Kerstin-. Fundó una empresa privada de apuestas y quinielas en los años veinte. En Gotemburgo. La gente apostaba como posesa. Después llegaron malos tiempos, cuando el Estado creó el Patronato de Apuestas, y mi padre tuvo que ingeniárselas para inventarse algo nuevo. Así que se pasó a las bicicletas y a los coches. Fue uno de los primeros vendedores de coches de la ciudad. Tendríais que haberlo conocido; habría sido una experiencia que nunca olvidaríais.

– Seguro que no -convino Henry.

Kerstin volvió a ponerse triste y se echó a llorar. Hundió el rostro en sus manos, sin dejar de gemir y sollozar.

– No… puedo… evitarlo… uh, uh, uh -decía entre sollozos.

– Vamos, vamos -dijo Henry, y le ofreció un pañuelo recién planchado.

– Gracias -dijo Kerstin sonándose a fondo-. ¡Oooh! ¡Oh, mierda! -gritó-. ¡MIERDA!

– ¿Qué te pasa? -preguntamos Henry y yo al unísono.

– He perdido una lentilla -dijo Kerstin-. La lentilla del ojo derecho. ¡QUEDAOS QUIETOS, ABSOLUTAMENTE QUIETOS, QUE NADIE SE MUEVA!

Henry y yo nos quedamos sentados a la mesa como congelados, casi sin atrevernos a respirar, mientras Kerstin desdoblaba cuidadosamente el pañuelo de Henry examinando cada pequeño pliegue, para luego pasar a inspeccionarse a sí misma, su ropa de luto, la mesa, las sillas y el suelo. Con cautela se puso de cuclillas en el suelo, y empezó a andar a gatas por la alfombra como un sabueso miope, lanzando exabruptos sin parar.

– Me cago en la puta lentilla -maldecía, y Henry empezó a reírse-. Cuesta más de quinientos pavos cada puta lentilla.

Finalmente Kerstin encontró la lentilla en su taza de café. La sacó con la cucharilla y se fue al lavabo para limpiarla en la medida de lo posible.

– Una tía de lo más rara -dijo Henry-. Rara de verdad.

– No tengo palabras.

– Estoy enamorado -dijo Henry lánguidamente-. «I’m in love again» -canturreó en voz baja.

No me atreví a decirle que yo también. Quizá no de la cabeza a los pies, pero sí hasta medio camino, hacia los hombros más o menos.


Naturalmente, aquello también se convirtió en una canción. Cuando le pasé a Henry la letra amorosa y perfectamente rimada de «Muchacha con lentillas y brazalete de luto», se dio cuenta de que yo también había caído. En la cafetería de Gamla Stan le había dado a Henry su número de teléfono y nos dijo que tenía que vernos otra vez sin falta, y pronto. De vuelta a casa, Henry se había sentido como en una nube. Yo me había guardado mi amor para mí, aunque la canción que había escrito y entregado a Henry para que le pusiera música hablaba por sí misma. No cabía duda al respecto: algo así solo podía escribirlo un poeta realmente enamorado.

Henry se pasó como una hora al piano con la nueva canción. Después me llamó y me dirigió una sonrisa socarrona en cuanto aparecí.

– Esta letra es buena, Klasa. Muy buena.

– Gracias, Hempa. Me alegra mucho que te guste -dije mientras me sentaba a fumarme un cigarrillo en el diván con borlas negras.

– Pero tengo la sensación de que el poeta alberga un profundo sentimiento hacia el objeto, si me permites decirlo… Es puro panegírico.

Me sentí avergonzado y expulsé el humo hacia aquel cabrón sentado al piano.

– Puede ser.

– Oh, oh -exclamó Henry en dirección al piano-. Creo que tendremos que compartirla. Casta e inocentemente. Jules y Jim… -añadió, y empezó a tocar la canción que Jeanne Moreau cantaba en la película y de la que incluso se sabía parte de la letra.

– ¡No te hagas el gracioso! -exclamé enojado, porque no quería que se mofara de mi tierna canción de amor-. Tócala en serio.

– Muy bien, perdona -dijo Henry comportándose-. Es así.

Y tocó la canción, que era lo mejor que habíamos compuesto juntos hasta la fecha: una balada nostálgica acerca de una chica con lentillas y un brazalete de luto, afligida por la muerte de su padre, el rey de las quinielas de Gotemburgo.

Era tan fácil y gratificante hacer rimas con el nombre de aquella ciudad…


La fiesta del ganso fue, sin duda, el punto álgido del año para los buscadores de tesoros. Un día, a principios de noviembre, Greger subió para preguntar por los preparativos -naturalmente, enviado por Birger- y Henry le comunicó que se haría como siempre. A Greger se le encargó que hiciera extensiva la invitación a los demás convidados.

El hecho de que todo se haría como siempre significaba un acontecimiento muy ceremonioso, con la llamada sopa negra preparada con menudillos de gansos, un par de gansos bien asados, un vino suficientemente fuerte, postre y coñac para el café. Era un ágape costoso, así que Henry me sugirió que eligiera unos cuantos volúmenes de la biblioteca que pudiéramos vender por un par de miles de coronas.

Dado que yo iba bastante por librerías de anticuarios y leía siempre los informes del Libro de Subastas, tenía bastante idea de cómo estaban los precios en el mercado. Elegí unos cuantos libros de referencia y especializados, y estuve valorándolos, calculando, sumando y restando. Llamé a diversos tratantes, que me recomendaron vender algunos libros franceses imposibles de encontrar, L’histoire de la Comédie Française, en cuatro gruesos volúmenes.

Pero después tuve una idea brillante: los anuarios de la Asociación Sueca de Turismo, recogidos en unas ediciones muy bien conservadas que iban de 1886 a 1968. Era una magnífica colección, que casi ocupaba dos metros de estantería y que trataba numerosos aspectos del territorio sueco, paisajes, historia, miscelánea cultural, expediciones en canoa y excursiones en bicicleta por todo el reino. Seguro que nos darían como mínimo mil quinientas coronas.

Maravilloso, genial, opinó Henry, cargamos con los ochenta y dos volúmenes en un par de cajas de cartón y nos fuimos a Muebles Man para que nos prestaran un vehículo. No necesitábamos ir muy lejos para recibir una buena oferta, pero Henry quería un anticuario respetable y de categoría, así que nos dirigimos a Ramfalk, en la calle Hamn.

– Mil -dijo el hombre que había tras el mostrador mientras hojeaba un par de ejemplares.

– ¿Sabe qué? -dijo Henry el marchante-. Nos han hecho una oferta telefónica por dos mil quinientas, pero ha sido en Uppsala. Y maldita la gracia que me hace conducir hasta el campo por unos cientos de más. Así que me das mil setecientas cincuenta…

– No sé… -decía a regañadientes el librero-. Me parece demasiado. Claro que… son unos volúmenes hermosos…

– ¿Hermosos? -repitió Henry-. Son libros de primera, joder. No los ha tocado nunca nadie. Bueno, ¿qué? ¿Lo dejamos en dos mil?

No hubo más discusión: el librero no tuvo más opción que cerrar el trato cuando Henry el marchante le hizo ver muy claramente que ningún anticuario de libros que no tuviera en su poder los anuarios de la Asociación Sueca de Turismo desde el año 1886 en adelante era digno de llamarse así.

Con los dos suculentos billetes en la mano, nos fuimos directamente al mercado cubierto de la plaza Hö, donde Henry tenía un amigo que vendía carne normal y de caza. Era un tipo corpulento que sobrepasaba los cien kilos, con los brazos musculosos de un lanzador de peso y el delantal manchado de sangre. Resultó que en el pasado había sido boxeador, y además de los buenos.

– ¡Qué alegría, muchacho! -dijo el carnicero-. ¿Viste el Alí-Spinks? ¡Qué jodida pelea! ¿Gansos? ¿Dos? Deberías haber llamado antes, Hempa. Uno nunca sabe contigo… ¿Dos gansos? ¿Al momento, sin avisar? Imposible.

– ¿Qué carajo…? -gritó Henry completamente pálido.

Pero el carnicero se echó a reír. Sacudió la cabeza, sacó dos hermosas piezas del frigorífico y las arrojó sobre el mostrador con tanta fuerza que salpicaron.

– Vinieron ayer volando desde Scandia, ja, ja, ja -rió el carnicero.

– Muy bueno -masculló Henry-. Muy bueno para un idiota como tú.

Tras aquel intercambio de gentilezas, compramos algunas cosillas más en el mercado y volvimos a Muebles Man cargados con seis voluminosas cajas de cartón. Todo había ascendido a mil cuatrocientas coronas y Henry estaba bastante satisfecho.

Asar un ganso no es trabajo para un novato, y asar dos gansos tampoco es trabajo para dos novatos. No obstante, con sentido común, un buen libro de cocina y una paciencia infinita logramos llevar aquella empresa a buen puerto. Henry lo había hecho antes, pero siempre se olvidaba de algún paso de un año para otro.

Acabamos hacia las tres de la madrugada: allí estaban los dos espléndidos gansos asados, rellenos de carne picada, rezumando grasa y humo y desprendiendo un aroma tan intenso que casi nos sentíamos saciados con el olor.


La fiesta del ganso resultó una celebración memorable. Habíamos preparado una larga mesa en uno de los habitáculos del sótano y parecía auténticamente una bóveda medieval, con paredes encaladas, pequeños nichos para las velas de estearina y bancos collados a lo largo de las paredes. Habíamos dispuesto vajilla de porcelana fina, servilletas enrolladas y un mantel de lino grueso.

Arriba, en el apartamento, la cocina era un auténtico caos. Henry aleteaba con sus brazos de camarero, luciendo un delantal manchado de grasa de ganso, salsa, sopa de menudillos, especias y harina. Se sentía totalmente a sus anchas, disfrutando como nunca. Pensé que sería mejor quitarme de en medio y encargarme de los detalles, die Stimmung, abajo en el sótano.

La ceremonia daría comienzo en cuanto el cocinero diera la señal. La mesa estaba puesta y había velas encendidas en los candelabros, que iluminaban un par de ramos de tulipanes rojos que anunciaban la cercanía de la Navidad. Abajo en el sótano reinaba un ambiente de impresionante solemnidad.

– Habíamos dicho a las siete y son las siete -dijo Greger, el primero en llegar.

– Bienvenido, Greger -dijo Henry-. ¿Puedo ofrecerte una copa?

– Sí, por favor -respondió, y tímidamente se apartó a un lado con su copa en la mano.

Llevaba puesto su mejor traje, incluso se había prendido una rosa roja en el ojal.

Después llegó el resto del grupo, todos bastante puntuales. El Botella lucía una americana y una camisa a cuadros; el Lobo Larsson, en blazer azul, dejó a su pastor alemán en un rincón; el Filatélico llevaba un viejo traje gris de empleado de banco; Birger, luciendo pajarita, y la última en llegar fue la Reina de los Peristas, que levantó silbidos y un amago de aplauso a su paso. La reina de la noche llevaba una falda larga negra y un top brillante de Lurex, collar de perlas y pendientes largos.

El ambiente se caldeó rápidamente, densas nubes de humo flotaban entre las bóvedas de piedra y Birger realizó una larga y académica evaluación del ponche de bienvenida de Henry. Recibió la puntuación más alta -no en vano era un gran conocedor de casi todo- y los ojos de Greger resplandecieron de admiración.

Henry subió a la cocina mientras los demás nos calentábamos con la bebida y charlábamos por los codos. El Filatélico había hecho un par de buenas ventas aquel otoño y Muebles Man iba mejor que nunca. Las cosas parecían marchar bien para los negocios en el barrio de Gran Rosendal y brindamos todos juntos por los buenos tiempos que se avecinaban.

– ¡La cena está lista! -gritó Henry cuando bajó con la aún humeante sopa negra, que acababa de retirar del fuego-. ¡Por favor, todos a la mesa!

Se produjo una ligera conmoción cuando los caballeros procedieron a sentarse a la mesa. La Reina de los Peristas ocupó un puesto de honor, justo enfrente del anfitrión, de modo que todos pudiéramos verla bien. El resto del grupo nos sentamos como pudimos. Yo acabé entre el Lobo Larsson y Birger.

La sopa negra estaba exquisita, el vino soltó más las lenguas, y los invitados no paraban de dar largos suspiros ante el aroma de la sopa, que era a la vez amargo y delicado. Birger era uno de esos tipos con estilo que comía la sopa al revés, solo porque quedaba más refinado. Era como si todo el tiempo estuviera apartando la sopa con la cuchara.

– Joder, qué forma más finolis de comer -dijo el Lobo Larsson.

– Cada año lo mismo -replicó Birger.

– No os peleéis, chicos -dijo la Reina de los Peristas, que nunca perdía el control sobre sus admiradores.

– No, por favor. Salud, y bienvenidos un año más -dijo Henry levantando su copa.

– Por nosotros, condes y barones -dijo Birger.

– Por nosotros -gritó el grupo al unísono.

Más tarde, el anfitrión y yo desaparecimos cuando llegó el gran momento de los gansos, el plato principal, que crepitaba en el horno de la cocina. Fuimos recibidos con un aplauso atronador cuando pusimos los dos gansos sobre la mesa y el exquisito olor se esparció por todo el sótano.

– ¡Viva! -gritó Greger.

– Sois fabulosos -dijo la Reina de los Peristas.

– Bravissimo! -exclamó Birger.

Henry trinchó los gansos y repartió los exquisitos pedazos a todos por igual. Acompañados de patatas de Hasselbak, compota de manzana, coles de Bruselas, cuatro clases de gelatina, zanahorias, guisantes y una salsa hecha con el líquido segregado por la cocción mezclado con dos litros de crema de leche, la cena fue una exquisitez gastronómica sin parangón. Comimos a placer, suspiramos, resoplamos, lamentamos las limitaciones de nuestros estómagos, suspiramos aún más y disfrutamos hasta la saciedad.

Los brindis se hacían cada vez más frecuentes, el calor más opresivo; empezamos a deshacernos los nudos de las corbatas, nos quitamos las americanas y el sudor nos caía por la frente. El sudor se mezclaba con la brillante grasa de ganso, y los suspiros fueron interrumpidos por el entrechocar de mandíbulas, las lenguas saboreando y el constante deglutir del vino.

Greger fue el primero en desabrocharse el cinturón; después lo hicimos los demás y, hacia la tercera ronda, la Reina de los Peristas era la única que aún se comportaba con cierta dignidad. Además, aguantaba el alcohol bastante bien porque todos los hombres, cómo no, querían brindar con ella.

Naturalmente, Birger había compuesto un poema en honor a tan señalada ocasión y, en cuanto estuvo suficientemente achispado, dio unos golpecitos en el cristal de su copa, se oyeron unos cuantos «¡chsss!» para conseguir algo parecido al silencio y todos prestamos atención.

– He eschcrito un pequeño poema, en honor… al ganchso y al cochcinero -empezó, medio farfullando.

– A ver, escuchémoslo.

– Silencio… Voy a reschitarlo de… de memoria. «Qué importanchcia tienen las palabras del poeta / cuando el ganso de Martín está sobre nuechstra mesa…» -empezó Birger, y lo cierto es que he olvidado el resto, porque en aquel momento ya nadie estaba especialmente lúcido.

Con el vino, el calor y la comida, me había entrado la modorra, y ya no podía ni con mi alma. Creo que Birger empezó a lamentarse -eso sí me atrevería a asegurarlo- por la escasez y la limitación de las palabras ante una mesa dispuesta para un festín a base de ganso, y no perdió la ocasión de hacer rimas con «ganso», «salsa» y «menudillos», tras lo cual alguien señaló que era lo que hacía año tras año y que en realidad las rimas pertenecían a Povel Ramel.

Birger se molestó un poco ante el desconsiderado comentario, pero mantuvo la compostura. Siguieron los brindis y un agradable resplandor conciliatorio se instaló en las bóvedas del sótano. En la pausa entre los gansos con el vino y el café con el coñac, los hombres fuimos a aliviarnos junto a la fuente, bajo el arce del patio comunitario. Fuera hacía un clima suave de otoño y el cielo estaba despejado. El aire fresco nos sentó bien, y podíamos ver un cuadrado de cielo estrellado por encima del patio, un pequeño trozo de universo enmarcado por cuatro fachadas. Si te quedabas allí quieto mirando fijamente, sentías que podías salir volando del patio hacia la eternidad. Eso era lo que el Botella aseguraba que le había pasado una vez.

– Estuve mirando hacia arriba como una media hora, directamente al cielo. Después perdí el contacto con el suelo y me pareció salir volando. Cuando me desperté varias horas más tarde estaba en el aparcamiento de bicicletas. Claro que era bastante tarde, je, je, je…

Reímos a carcajadas por la Ascensión a los cielos del Botella, y luego regresamos de nuevo al infierno para añadir una capa de helado con confitura de jengibre sobre toda la grasa de ganso ingerida.

Estábamos sentados saboreando el coñac en un ambiente de lo más distendido. La mesa, como solía pasar todos los años, parecía un campo después de una batalla, lleno de tazas de café, platos de helado, ceniceros, botellas vacías caídas y servilletas sucias. Abruptamente, una corriente de viento helado irrumpió en la estancia, un soplo del mundo exterior, como un ángel caído que abriera la puerta y dispersara la neblina, el humo, los vapores etílicos, las risas, die Stimmung… en otras palabras, el buen ambiente.

De repente allí estaba, en la sala abovedada. Yo no sabía quién era, claro está, pero lo reconocí de inmediato de haberlo visto muchas veces por la ciudad. Y también lo reconocí del concierto de Bob Dylan en Gotemburgo en verano. Acabamos sentados uno junto al otro y aquel tipo delgado e introvertido se había limitado a mirar fijamente con los ojos entornados, inmóvil y ausente. Pero también lo reconocí de todos aquellos años en la ciudad y de todos los lugares donde hubiera ocurrido algún acontecimiento. Había estado en los festivales de Gärde y en la manifestación de los Olmos, y se debaja ver frecuentemente por la Academia de las Artes y por todo tipo de eventos.

Lógicamente, yo no entendía qué hacía allí aquel hombre, en nuestra fiesta privada del ganso en el sótano. Primero pensé que habría oído ruido desde el patio y había venido en busca de una copa. Pero, por lo visto, estaba completamente equivocado.

– ¿Leo? -dijo Henry sorprendido-. ¿Leo? -repitió varias veces antes de levantarse de la mesa para estrechar la mano a su hermano y darle la bienvenida-. Pero ¿qué demonios…? -continuó; su figura parecía un gran interrogante.

Leo no era en absoluto como yo me había imaginado. Según Henry, él y yo éramos muy parecidos. Pero en mi opinión no era así. Leo era mucho más alto que Henry y se le veía casi demacrado. Tenía las mejillas hundidas y la piel grisácea de fumador muy tirante sobre los pómulos. Sus ojos se movían nerviosamente bajo el pelo negro y rizado que le caía sobre la frente. Respondió a la bienvenida de Henry con bastante reticencia.

Así que aquel era Leo Morgan, el niño prodigio que se convirtió en el poeta de la juventud a principios de los sesenta, hippie, okupa, músico de vanguardia, escritor y fustigador de las corruptas fuerzas sociales. Lo que fuera ahora, en ese momento, yo no lo sabía. Por suerte para mí, probablemente.

El resto del grupo conocía bien a Leo Morgan. Lo saludaron con un respeto difícil de explicar, como si se tratara de alguna especie de inspector social. Leo me saludó con la cabeza cuando Henry me presentó.

Henry pareció de repente algo desanimado y alicaído por la interrupción, que había sido toda una sorpresa. No esperaba que Leo viniera a casa. Se sentaron a una de las cabeceras de la larga mesa, conversando en voz baja y con semblante grave sin que nadie pudiera oír de lo que hablaban. Imaginé que Leo tenía bastante que explicar de América, aunque la escena no parecía como se supone que debe ser cuando alguien llega de un largo viaje y cuenta sus aventuras en el país lejano. Entonces la gente gesticula y ríe estrepitosamente, pero aquella conversación recordaba más a las deliberaciones en la sede de un partido acerca de las futuras estrategias en los debates electorales.

Los dos hermanos se mantuvieron apartados hablando durante bastante rato, y la fiesta fue recuperando su espíritu poco a poco, con constantes brindis por los condes y los barones. Henry se había encargado especialmente de comprar varias botellas de Grönstedts Extra, un coñac muy suave que pronto dio nuevas alas a la celebración. Los hombres se enfrascaron en acaloradas discusiones acerca de la situación del mundo y la Reina de los Peristas se soltó la melena y empezó a bailar claqué para demostrar que había sido bailarina en el pasado.

Ya era tarde cuando Leo finalmente se sentó a mi lado. Había bebido bastante; parecía tranquilo, pero cansado y algo ebrio. Me preguntó qué tal estaba y a qué me dedicaba. Le expliqué que estaba escribiendo una versión moderna de La habitación roja, de la que estaba bastante satisfecho, y que me encontraba de puta madre.

– ¿Qué tal te ha ido por Nueva York? -le pregunté-. Henry ha estado esperando carta, pero no llegaba ninguna…

La expresión de Leo se volvió oscura y lúgubre, tan amenazadora como impasible. Fijó la mirada en un candelabro que había sobre la mesa. Se quedó un rato en silencio.

– Bueno. Ha sido un poco fuerte. Jodidamente fuerte. Los edificios estaban llenos de magma, como si la ciudad entera hubiera sido construida sobre un volcán. Resplandecía y se desparramaba por las ventanas y las fachadas, y no dejaba de pensar que tenía que filtrarse por algún sitio. Me pasaba la mayor parte del tiempo en el cine…

– Ya veo -dije un tanto desconcertado-. Entiendo.

– ¿Te lo has creído? -preguntó Leo sin apartar la vista de las velas.

– ¿El qué? ¿Si me he creído qué?

– Lo de los edificios -repuso Leo sonriendo.

– ¿Y por qué no debería creerlo?

– Porque nunca he estado allí. Nunca he estado en América.

Reí nerviosamente, sintiéndome un tanto bobo, porque no sabía de qué iba aquel hombre.

– ¿De qué cojones te ríes? -inquirió con acritud.

– No lo sé.

– He estado encerrado en un manicomio -declaró Leo-. He estado encerrado en un manicomio…

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