El cortesano

(Henry Morgan, 1961-1963)


Todo el mundo hablaba del combate allí en el Club Atlético Europa. Todo Estocolmo, toda Suecia, tal vez el mundo entero, hablaba del combate aquel día. Henry, como de costumbre, silbaba «Putti Putti», que se encontraba en la zona intermedia del Top Ten, mientras se sacudía la nieve pesada, húmeda y resbaladiza de sus zapatos y saludaba a Willis, que estaba cambiando una bombilla que se había fundido.

– Ahora eres nuestra última esperanza -dijo Willis-. Tardaremos mucho en tener un nuevo campeón.

– Si es que alguna vez lo tenemos -dijo Henry-. Ingemar nunca se recuperará de ésta, never.

Todo el mundo había escuchado el combate por la radio, la tercera y definitiva pelea entre Ingo y Floyd: el «Momento Decisivo», como se anunciaba el espectáculo en Miami Beach. El KO en el séptimo asalto cayó como un rayo a través de un brillante cielo azul. Floyd había besado la lona en dos ocasiones en el primero, y había recibido bastante en el sexto y también en el último. Los periódicos hablaban de un cuarto combate, pero la gente del mundillo pugilístico sabía que no habría revancha por parte de Ingo. Era demasiado inteligente para ello.

Henry se había pasado casi media noche tumbado delante de la grande y magnífica Philips de Leo. Leo se había quedado dormido antes de que empezara el combate porque el boxeo no le interesaba en absoluto. A Leo le gustaban las flores.

A pesar de la derrota de Ingo, los muchachos del Europa entrenaban como siempre. Se trataba de llegar a convertirse en un nuevo Ingo, como decían los carteles, y quizá aquello ahora adquiría un nuevo significado para algunos. Ahora había realmente un «viejo» Ingo.

– ¡Venga, vamos! -le urgía Willis mientras Henry se ponía los guantes-. Tienes que seguir con el programa. Últimamente no se te ha visto mucho el pelo por aquí.

– He estado estudiando -repuso Henry a modo de disculpa.

– Ya no me creo la excusa de los estudios -dijo Willis-. Tendrás que inventarte algo mejor.

– Lo haré -contestó Henry.

Sonrió entre orgulloso y avergonzado, y empezó a golpear las almohadillas que Willis sostenía en las manos. Willis dedicaba bastante tiempo a Henry Morgan porque ya desde el primer momento había visto algo muy especial en aquel granuja. Era como si Henry hubiera nacido para el boxeo. No era un boxeador bruto; tenía un cuello y unos hombros de constitución fuerte, pero eso no era un lastre. Poseía elasticidad, agilidad, brío y una apropiada dosis de fantasía: sin esas cualidades, se habría convertido simplemente en un toro, un bruto. Además, Henry tenía ritmo. Su padre, el Barón del Jazz, había sido amigo de Willis, porque la ayuda del antiguo campeón había sido requerida para mantener el orden en la entrada de algunos clubes y bares de baja estofa. El Barón del Jazz había actuado en todos los bares de la ciudad. Willis no era ningún experto en jazz, pero cuando el Barón tocaba no podía dejar de escuchar. Tenía algo realmente especial. Todo el mundo sabía que era de familia bien, pero él era muy sencillo, una persona muy normal. Su muerte supuso una gran conmoción. Los periódicos escribieron sobre un accidente, y no había razón alguna para pensar de otra manera.

Willis se hizo cargo de Henry y lo inició en el mundo del boxeo para ayudarle a superar la muerte de su padre. Cuando Henry se ponía los guantes, era casi como si tocara el piano: su estilo era totalmente armónico y sobrio. No había brusquedad, desesperación, sufrimiento o superfluidad en el estilo pugilístico de Henry. Willis nunca había tenido necesidad de ir detrás de él con las tijeras de podar, como solía decir. Cuando los novatos llegaban al Europa, siempre sacaba las tijeras. Tenía que podar y recortar como el jardinero hace con sus arbustos para que adquieran la forma adecuada.

Pero Henry Morgan ya estaba bien podado y recortado; los guantes le encajaban a la perfección, tal como debía ser. En su caso eran otros los motivos de preocupación, porque también era un pupilo problemático. El principal problema era que, en cuanto se programaba un combate con Henry, siempre tenía que haber alguien de reserva a mano. Entrenaba a fondo para la pelea, se preparaba como nunca y alcanzaba su mejor forma física, pero justo antes del combate simplemente desaparecía, se lo tragaba la tierra. Nadie sabía dónde estaba, y lo único que se podía hacer era sacar al mejor reserva disponible, que siempre perdía y sumaba otra derrota para el Club Atlético Europa.

Pero, en las ocasiones en que Henry había llegado hasta el final, lo había dado todo. De la docena de combates más o menos en que había participado, solo había perdido uno. Fue en Gotemburgo, contra un chaval de Redbergslid. Era un club muy esnob.

– ¡Venga, no pares! -gritaba Willis-. ¡Aún te queda un minuto!

En la pared había un asqueroso reloj de cocer huevos, que Willis ponía a tres minutos para que los muchachos entrenaran el tiempo que duraban los asaltos. En las pausas, Henry seguía saltando como impulsado por un muelle para mantener el ritmo cardíaco. Se sentía un poco pesado, pero no quería que se le notara porque había estado fumando y trasnochando demasiado, algo que a Willis no le haría mucha gracia escuchar. Henry no quería reconocer que no se encontraba bien porque no quería defraudar al viejo. Había otro combate en perspectiva.

– Tengo planes para ti, Hempa -dijo Willis-. Deberías volver a pelear en Gotemburgo.

– No me gusta esa gente de Gotemburgo -repuso Henry-. No pelean limpio.

– No quiero escuchar más lloriqueos, joder -dijo Willis enojado-. Hay una velada dentro de unas semanas. Podría conseguirte un buen sparring hacia el final. Y después vienen los campeonatos de Suecia. Ya estás apuntado, así que no hay nada más que hablar, ¿estamos?

– Supongo -dijo Henry suspirando.

Después del entrenamiento, se ató meticulosamente la corbata con su habitual y elegante nudo Windsor y examinó su imagen en el espejo. Tenía un pequeño arañazo en el cuello, que se extendía unos centímetros desde la oreja hacia abajo. Sabía que aquello no se lo había hecho ningún guante.


En la calle todo estaba oscuro y húmedo, y había empezado a helar de nuevo. La nieve caía pesada y sorda. Tranvías, coches y autobuses avanzaban a duras penas por la calle Långholm, donde el número cuatro enfilaba hacia el puente de Väster. Henry se caló la gorra sobre su pelo mojado y sacó una elegante pitillera de plata del bolsillo de la americana. Con un mechero Ronson igual de elegante, encendió una colilla color champán que desentonaba bastante con el sofisticado estuche. Este estaba destinado a acoger solo cigarrillos largos, frescos e inmaculados, como lo había estado mientras era propiedad del hombre que respondía a las iniciales W.S.

Henry fue dando un paseo por la calle Horn hasta Zinkensdamm, donde compró el periódico de la tarde, y después giró hacia la calle Brännkyrka. Delante de su edificio, cogió un puñado de nieve, hizo una bola y la tiró contra la ventana de Verner, en el segundo piso. Verner había cambiado mucho, se había vuelto muy raro, como decían algunos. Henry esperó un rato y al cabo vio aparecer la cabeza de Verner en la ventana. La estaba sacudiendo en gesto de reproche por haber sido molestado mientras realizaba concienzudamente sus deberes. Tendría que dejarlo. A Verner no le hizo ninguna gracia.

Henry y Verner habían sido amigos desde pequeños. Por aquel entonces, la habitación de Verner -tenía su propia habitación porque era hijo único y su madre también estaba sola- olía a pastillas Meta para máquinas de vapor. Un año, por Navidad, le regalaron una auténtica máquina de vapor. Inventor por naturaleza -aunque aquello fue mucho antes de que el jovenzuelo con granos Verner Hansson fundara el Club de Jóvenes Inventores en el instituto Södra Latin-, construyó una serie de accesorios que podían acoplarse al aparato de vapor. Se trataba de sierras, cepillos, cascabeles y toda una serie de aparatos carentes por completo de sentido, que lo único que hacían era básicamente moverse.

Henry no tenía ni de lejos el talento tecnológico de Verner, pero poseía un auténtico don para hacer chapuzas con cualquier cosa que se moviera. Por su parte, Verner y Leo podían pasarse días y semanas seguidas construyendo realistas maquetas de casas, aviones y automóviles -fue justamente aquella tenacidad fraternal y obstinada lo que los unió, aunque también fue lo que los separó de los chavales impacientes, distraídos y peleones del barrio-, para después colocar en estantes sus modelos meticulosamente montados y de vez en cuando lanzarles miradas satisfechas.

Henry no tenía paciencia para aquellas cosas. Sus maquetas siempre quedaban como desgarbadas, como monstruos a medio acabar. Los aviones debían ser inexorablemente probados, y los lanzaba desde la ventana del cuarto piso, de modo que acababan hechos añicos en la acera, siempre para gran sorpresa de Henry. Las maquetas de automóviles eran colocadas entre el tráfico, donde acababan pulverizadas bajo las ruedas de los auténticos vehículos, y en consecuencia Henry no poseía ninguna maqueta montada por él mismo. Por otra parte, no merecía la pena conservar ninguna de sus creaciones. Siempre creyó que se podía aplicar pintura sobre los ensamblajes mal hechos y otros fallos cometidos por haber cortado, serrado o limado con demasiada prisa y avidez. Pero eso solo conseguía empeorarlo. Extrañamente, la pintura y el barniz tenían el efecto de hacer resaltar el fallo de manera aún más evidente.

Así que Henry era un tramposo y un chapucero y, por lo que sé, con los años no mejoró apenas. Aunque cuando alguien lo pillaba y descubría el truco, ya fuera el profesor de trabajos manuales o algún jugador de póquer, siempre sabía salir del atolladero hablando: podía llegar a desquiciar a cualquiera. Ahí radicaba su gran talento. Tal vez el Arca -el gran barco que había empezado a construir junto a su abuelo en la isla de Storm, en el archipiélago- fuera la única excepción. Aunque tampoco llegaría a terminarla.

Es probable que Verner fuera la única persona totalmente inmune a los subterfugios y las excusas de Henry. Verner lo veía venir. Por eso nunca le perdonó que desmontara aquella impresionante máquina de vapor para una limpieza innecesaria e inútil, después de la cual nunca más volvió a funcionar. Verner se puso hecho una furia y dijo que jamás le perdonaría, pero eso poco preocupó a Henry. Siguió jugueteando con todo aquello que se moviera, y además había descubierto algo con movimiento mucho mejor que la máquina de vapor. Henry había comenzado a tocar dixieland. Formó un grupo en la escuela, que pronto se ganó bastantes admiradoras que se movían de forma considerablemente más excitante que una trivial y pueril máquina de vapor.

Henry llegó a casa justo para la cena. Leo salió de su habitación, dejando atrás los libros o la colección de sellos o el herbario, y no saludó a nadie. Tenía muchas cosas en la cabeza. Greta se quedó mirando a Henry cuando este se sentó a la mesa de la cocina. No necesitaba decir nada: él sabía exactamente lo que su madre quería escuchar, pero no pensaba complacerla. Greta solo quería escuchar unas pocas palabras acerca de dónde había pasado todas aquellas noches que no había ido a casa. La noche anterior había llegado justo a la hora del combate entre Ingo y Floyd, y al parecer era el único motivo que había tenido para ir a casa. Simplemente quería escuchar unas sucintas palabras para asegurarse de que no estaba haciendo nada malo por las noches. Últimamente se estaban cometiendo muchas fechorías nocturnas en la ciudad. Había leído en los periódicos acerca de la horrible banda de Spilt en Östermalm, cuyos miembros asaltaban y robaban a la gente, se drogaban, perpetraban atracos y toda suerte de delitos. En los jardines de Björn había otra banda, mientras que la banda del Metro centraba sus actividades delictivas en la red metropolitana. Parecía como si toda la ciudad hubiera sido tomada por gánsteres. La policía estaba desbordada y era incapaz de mantener el orden. La cosa estaba tan mal que incluso los rockeros tenían que reunirse en la iglesia de Liljeholmen.

Greta quería tener una mínima garantía de que Henry iba por el buen camino, porque no quería enterarse por terceros de posibles descarríos. Si estaba pasando algo, quería ser la primera en saberlo. Era lo menos que podía esperar, como solía decir una y otra vez desde que se había quedado sola con los chicos. Henry le había prometido que la mantendría informada. Y casi siempre lo hacía, pero de un tiempo a esta parte se había mostrado menos comunicativo y entre semana pasaba muchas noches fuera. Eso no le gustaba nada a Greta.

En los últimos tiempos algo había ocurrido con Henry: de repente, se había hecho muy mayor. De pronto parecía como si hubiera pasado mucho tiempo desde que fuera aquel chiquillo lleno de grandes ideas. Siempre había sido el que vendía más cupones para la rifa navideña de la Asociación Atlética, que empezaba ya en agosto. Era el que repartía más propaganda por los buzones y el que recogía más botellas vacías. Había organizado a los chicos del edificio para la recogida de cascos de una forma más eficiente. Les habían dejado un lugar en el sótano, donde guardaban cientos de botellas antes de llevarlas en cochecitos de bebé a la tienda estatal de bebidas para canjearlas por dinero.

Pero de aquello hacía ya mucho tiempo. Henry continuaba boxeando, pero lo que más le interesaba eran el dixieland y las chicas. Eso podía verlo Greta. De repente, Henry se había convertido en un hombrecito.

Pero aquella noche de invierno de finales 1961 estaba cenando en casa, comiendo como un animal, y eso era suficiente para tranquilizar un poco a cualquier madre preocupada. Henry se metió entre pecho y espalda cinco rollos de col con confitura de arándanos rojos y como mínimo otras tantas patatas. Leo se limitó a picar un poco, mientras Henry cortaba entre bufidos unas lonchas de queso Raket gruesas como listines telefónicos. Pero, por lo menos, Leo hacía los deberes. Era tan brillante que lo habían pasado a un curso superior en la escuela. «Imagina por un momento que esos dos hubieran sido un chico solo», solía decir el abuelo. Aquel horrible pensamiento encerraba mucho.

– Comed las hetwäggen, hijos -dijo Greta poniendo sobre el hule un par de platos con bollos rellenos de nata y unos vasos de leche caliente. Seguramente era la única en toda Suecia, aparte de los extranjeros y la familia que aún vivía en la isla de Storm, en el archipiélago, que decía hetwäggen en lugar de semla.

Henry se zampó las dos semlas con leche caliente mientras al mismo tiempo escuchaba la radio y leía el periódico vespertino. Todo el mundo comentaba el combate, y Henry se limitaba a cabecear. Ingo estaba acabado, para siempre. Y a Henry tampoco le iba mucho mejor. También se sentía acabado, y se acostó muy temprano. Leo se quedó haciendo sus deberes en la cocina, mientras Greta planchaba camisas. Encontró una que Henry afirmaba haber comprado. Llevaba las iniciales W.S. por dentro del cuello. Como estaba tan abstraída en sus pensamientos, aquella camisa quedó especialmente bien planchada. No me sorprendería que aquí o allá el algodón se hubiera humedecido con sus lágrimas, aunque pueda sonar demasiado empalagoso.


«Todo ocurría como aquí en la Tierra… Mi escritura era la misma a pesar de que mis manos no pesaban nada. Pero tenía que agarrar fuerte el cuaderno para que no saliera flotando», dijo Gagarin. Sucede lo mismo con los hermanos Morgan. Tienes que aferrarlos, fijarlos en escenas para que no se alejen flotando en la memoria y en el espacio eternamente helado de la mente… como en una terrible pesadilla de la que quieres liberarte, una y otra vez.

Tal vez fuera el extraordinario talento de Henry para vincular su vida con los grandes acontecimientos históricos lo que le llevó a asegurar que se encontraba tendido en el regazo de Maud la mañana en que el mundo supo que Yuri Alekséievich Gagarin había dado una órbita alrededor de la Tierra. En cualquier caso, a ninguno de ellos le importaba un carajo el tal Gagarin.

Maud se levantó y se dirigió a la ventana, subió la persiana y miró hacia la calle Östermalm y la iglesia de Engelbrekt, cuyas campanas daban las nueve. Vivía en un edificio de ladrillo inglés cubierto por la hiedra en la calle Frigga, en el barrio de Sånglärkan. Tenía un bonito apartamento, lleno de tallas de madera eróticas procedentes de Indonesia.

– Ya es primavera, Henry -dijo-. ¡Escucha! -Abrió la ventana. Los pájaros trinaban y los tejados y la acera olían exactamente como deben oler al ser calentados por el sol de abril-. Dentro de poco empezarán a caer los carámbanos -dijo mirando uno enorme que apuntaba como una lanza hacia la calle-. Me dan miedo los carámbanos…

– Es solo agua. Y están de muerte en las copas.

– Eres un tipo muy duro, ¿verdad?

– No puedo negar que tengo algunos músculos -dijo Henry masajeándose el bíceps derecho-. Al menos, no tengo miedo de los carámbanos. Pero a mi hermano Leo… a ese sí que le aterran. Tiene miedo de casi todo. A veces le dan auténticos ataques y tiene que meterse en cama, y se pasa delirando toda la noche. Mi madre tiene que ponerle toallas frías sobre los tobillos y la frente para calmarle.

– ¿Solo por unos carámbanos?

– ¡Por lo que sea! No necesita mucho… -contestó Henry-. Hace una semana llegó corriendo, se quitó el abrigo en el recibidor y se metió en la cama, temblando de fiebre y escalofríos, y también delirando. Dijo que venía caminando por la acera de la calle Horn detrás de una señora que llevaba un cochecito de niños, cuando de pronto cayó un alud de carámbanos. Al menos una tonelada de carámbanos, dijo. Y que había caído justo encima del cochecito. Quedó completamente destrozado, y la mujer, histérica, se puso a escarbar en el hielo para encontrar al crío. Se despellejó y se cortó las manos, que empezaron a sangrar y a congelarse, hasta que finalmente sacó a la criatura. «¡Está vivo!», gritó, aun cuando el bebé era solo un amasijo sangriento.

– ¿Y vio también al niño muerto? -preguntó Maud realmente conmovida.

– No había ningún crío. Solo era un delirio de Leo… todo había ocurrido en su fantasía. Creo que está empezando a volverse loco. Demasiados deberes y lecturas…

– Creo que eres tú el que está loco -dijo Maud.

– En tal caso, ambos estamos locos -dijo Henry-. Me refiero a ti y a mí.

Maud se sentó para disfrutar del sol de primavera. Henry la observó durante un buen rato mientras ella se asomaba por la ventana. Era la única mujer que había visto moverse desnuda sin ningún pudor y sin afirmar que hacía frío como pretexto para cubrirse con algo. Tenía un cuerpo que no coincidía exactamente con la percepción habitual del cuerpo femenino, la percepción que tenían Rubens o Zorn -dos nombres que ella le había enseñado a Henry el bastardo- y que también compartía la revista Pin- Up, un nombre que Henry había aprendido por sí solo.

Maud no encajaba en ese estereotipo. Había algo de asiático en su aspecto, con sus pechos pequeños y sus caderas estrechas, su pelo negro y unos extraordinarios ojos felinos que se veían bien con cualquier maquillaje. Las mujeres con las que Henry había estado no eran muchas, la verdad sea dicha; además, eran muy tímidas para dejarse observar tanto como él, en su insaciable deseo, hubiese querido. Se trataba tan solo de chicas infantiles de la escuela que se pasaban el día pegadas a la radio escuchando canciones de éxito; chicas que se sabían de memoria el «I’m gonna knock on your door, ring on your bell» de Eddi Hodges; chicas que solo querían hablar de los estudios, de labrarse un futuro y de tener niños. Hoy todas ellas estarían hablando de Gagarin. A Henry todo aquello le traía al pairo. Todos hablaban de Gagarin, salvo Maud y él.

Ella estaba sentada en la cómoda que había debajo de la ventana, dejando que el sol bañara su cuerpo. Henry podía quedarse tumbado en la cama y mirarla sin ambages cuanto le apeteciera. Maud cerró sus oscuros ojos, volvió su rostro hacia el sol y dejó que la contemplara cuanto quisiera.

– Lo único de ti que me recuerda a Sofia Loren son tus ojos -le dijo.

– Me trae sin cuidado si te recuerdo a Sofia Loren, a la tía Fritzi o a la Virgen María -le contestó Maud-. No te pongas pesado.

– Pero es que soy un tipo pesado. Lo sé. Y tú me recuerdas a todas ellas. Sofia Loren es la madre primigenia, la tía Fritzi es la madrastra y la Virgen María es el útero. Aunque, realmente, no me recuerdas a ninguna de ellas.

– Me va muy bien sin parecerme a ellas.

– En eso tienes mucha razón -dijo Henry-. ¿Tienes un cigarrillo? Se me han acabado los míos.

– Se me han acabado los míos -lo remedó Maud con una sonrisa sarcástica-. No has comprado tabaco desde que el rey de bastos era cabo.

Maud abrió la cómoda sobre la que se sentaba, que estaba llena de cartones de tabaco con el sello del duty free. W.S. los compraba en sus viajes alrededor del mundo. Henry lo sabía muy bien, aunque no dijera nada. Había aprendido que Maud estaba mucho mejor sin que nadie le recordara nada. No quería que él le recordara nada cuando estaban juntos. No iban a hablar ni de W.S. ni de Gagarin.

Henry encendió un Pall Mall extralargo y le dio unas cuantas caladas. Exhaló un par de densos círculos de humo en dirección a Maud y arrojó la ceniza en un plato que había debajo de la cama.

– En ti puedo amar a todas las mujeres en una -afirmó, totalmente serio-. Para mí eres más persona que mujer. Hubo un tiempo en que pensé que sería gay.

– Eso lo piensan todos los críos en su adolescencia.

– Tienes los pechos tan pequeños…

– Si no te bastan, ya sabes dónde está la puerta. También este piso es pequeño.

– Tengo un amigo -dijo Henry- que una noche se despertó completamente aterrorizado. Había tenido una pesadilla y estaba empapado en un sudor frío. Había soñado con un hermafrodita. Había conocido a la hembra más fabulosa del mundo y cuando estaban a punto de hacer el amor descubrió que la tía tenía huevos. Entonces se despertó presa del pánico y se descubrió acostado en la cama con una mano sobre el pecho y la otra entre las piernas. Era como si en el sueño se hubiera producido un cortocircuito.

– ¡Sí, claro! Deja ya de inventarte cosas… -exclamó Maud, riendo a carcajada limpia.

– Ven aquí, Fritzi -dijo Henry, apagando la colilla.

– Eres un tipo muy raro -dijo Maud, y se metió de nuevo bajo el edredón.

Como ya he mencionado, aquella mañana no dijeron ni una palabra de Gagarin. Les traían sin cuidado los rusos locos que escribían notas en el espacio. Del mismo modo, tampoco les importaba para nada W.S.


Habían pasado ya unos meses desde la noche en que se conocieron, y ambos pensaban en aquello como en algo envuelto en una aureola romántica, como en una de las nuevas películas francesas, en un libro de Salinger o en una canción melosa.

Una noche, algunos de los mejores grupos de los institutos de la ciudad tocaron en el Gazell, en Gamla Stan, y Henry se había presentado con un cuarteto del que no estaba nada satisfecho, pero no podía hacer otra cosa. Era su segundo cuarteto, y anteriormente habían interpretado una docena de canciones para un baile del instituto. Se trataba del típico conjunto de piano, bajo, batería y clarinete. Para el baile habían planeado tocar temas variados, pero lo que todos querían era música bailable. De modo que, para no decepcionar al público, tuvieron que tocar piezas moviditas.

Pero en el Gazell podrían explayarse a gusto. El público era mayor, más maduro, y quería oír música de verdad, auténtica, a la que pudieran entregarse y buscar su esencia. Los que iban al Gazell eran gente de enjundia, entendidos. Henry estaba encantado con la idea, y su intención era tocar buena música, pero los demás miembros del grupo no estaban a la altura. El clarinete sonaba demasiado agudo y estridente, y ni siquiera funcionaba cuando el solista intentaba imitar a Acker Bilk. Henry les gritaba a sus compañeros y les decía que tenían que pensar en algo más que en el dixieland, porque ese estilo podría desaparecer algún día, por muy inverosímil que les pudiera sonar.

Aun así, su actuación en el Gazell resultó bastante bien… aunque puede que el público no esperara gran cosa de ellos. Más tarde iba a actuar el Bear Quartet. Era un grupo muy conocido entre los aficionados, aquellos que profundizaban realmente en la esencia del jazz, sentados con los ojos cerrados, balanceando lentamente la cabeza mientras fumaban un cigarrillo, bebían vino tinto y todo eso. El Bear Quartet también era conocido porque sus componentes eran unos tipos muy profundos… al menos en las entrevistas que aparecían en el Orkester Journalen. Todos habían tocado bop y dixieland, y dominaban toda la gama de estilos. Por aquel entonces tocaban música un tanto vanguardista, lo que significaba básicamente que hacían solos más largos.

Sea como fuere, una irrefutable atmósfera de misterio rodeaba a los componentes del Bear Quartet. Henry no los conocía en persona, pero sabía que su padre, el Barón del Jazz, había tocado con ellos en una sesión y había dicho que, cuando les llegara el momento, aquellos muchachos se convertirían en algo grande. Tal vez su momento llegara esa noche.

Era innegable que tenían una imagen de grupo de culto. Dos de ellos lucían boina negra, y otro llevaba barba y el pelo largo por debajo de la nuca. Pero el cuarto no aparecía. Tres cuartas partes del Bear Quartet estaban allí sentadas sobre el escenario: el batería, el bajo y el saxo tenor, pero faltaba el pianista. Debía de estar en algún lugar del club, pero nadie sabía exactamente dónde.

De pronto el saxo tenor, que era bastante alto, se levantó y empezó a avanzar entre las mesas y el público, y se dirigió directamente hacia Henry, que se estaba tomando una cerveza Kornett para apagar su sed tras la actuación.

– Tú eres Henry Morgan, ¿verdad? -preguntó el tipo desde detrás de sus gafas de sol.

– Sí, soy yo -dijo Henry.

– Conocí a tu padre. Habíamos pensado dedicarle una canción a su memoria esta noche. Era muy bueno. Uno de los mejores.

Henry no sabía muy bien qué decir. Tampoco sabía muy bien qué hacer cuando poco después volvió a subir al escenario para tocar con el grupo.

– Bueno -dijo el saxo tenor al público-, el caso es que nuestro pianista acaba de ponerse indispuesto en el bar y ha tenido que marcharse. No sabemos bien adónde -continuó-, pero por suerte hemos encontrado a alguien para cubrir su hueco, alguien a quien ya habéis visto antes. -Al parecer, era el único miembro del Bear Quartet que se dirigía al público. El batería jugueteaba con las baquetas por encima de la cabeza, mientras que el bajo se apoyaba con aire meditativo en su contrabajo. Henry estaba nervioso, pensando que se olvidaría de los acordes garabateados en un trozo de papel que descansaba sobre el piano-. Esto va a ser un poco ad lib -dijo el tenor al público-. Ya saben, improvisado. Vamos a empezar con una pieza titulada «The Baron», que está dedicada al Barón del Jazz.

El saxofonista dio la entrada al cuarteto, y empezaron a tocar. Era un tema suave y elegante, justo como Henry quería que sonara, y solo se perdió en una ocasión. Tras un largo solo de saxo, volvió a entrar y lo hizo realmente bien. El público vibraba y aplaudió con ganas. Henry continuó tocando toda la noche con el Bear Quartet, tomándose todo aquello como la gran oportunidad que en realidad era.

La velada llegó a su fin a eso de las dos de la madrugada. Solo quedaba un puñado de auténticos entusiastas cuando el saxofonista con boina y gafas de sol tocó el último solo, al más puro estilo vanguardista.

A Henry le invitaron a una Kornett, y se sentó a una mesa con un cigarrillo para relajarse un poco. Se sentía exhausto, y aún no comprendía muy bien el alcance de todo aquello.

– Ha salido condenadamente bien, muchacho -dijo el saxo tenor sentándose a su mesa-. Me llamo Bill.

Se estrecharon la mano, y el saxofonista llamado Bill se echó a reír, revelando una gran dentadura blanca en medio de su cara sin afeitar. Fue en ese momento, lejos de las luces del escenario, cuando se quitó las gafas de sol para apoyar un momento la fría botella de cerveza contra sus párpados.

– Una gran noche, Bill -dijo una chica en la oscuridad-. Una gran noche.

– Claro -dijo Bill-. Creo que no conocéis a Henry Morgan -continuó, señalando a Henry con la cabeza-. Ha sido nuestro ángel de la guarda esta noche. Te presento a Eva y a Maud.

La chica llamada Eva se acercó a la mesa de los músicos llevando consigo a la llamada Maud. Las dos parecían tener la edad de Henry, auténticas chicas dixieland con pantalón elástico negro y jersey islandés. Seguro que también llevan trencas con capucha cuando hace frío, pensó Henry.

– Se te ve muy gracioso con esa corbata -dijo Eva. Henry se sintió un tanto avergonzado y ofendido, y ella lo notó inmediatamente-. No te lo tomes a mal. Bill no tiene mucho mejor aspecto.

– Bueno… ¿qué hacemos ahora? -dijo Bill.

– Podemos ir a mi casa, si queréis -dijo la chica llamada Eva mirando a los que estaban en la mesa.

– Pues claro que queremos -dijo Bill-. ¿Tú qué dices, Henry?

– Muy bien -contestó Henry-. Pero antes tengo que comprar cigarrillos.

Se acercaron a los otros miembros del cuarteto, que estaban bebiendo una botella de vino con un aspecto aún más introspectivo si cabe, y Bill estableció la hora del siguiente ensayo. Después dijo algo sobre Henry que este no pudo oír.

Aquella madrugada de principios de marzo hacía un frío desapacible y opresivo. Eva y Maud, efectivamente, llevaban trencas con capucha, pero aun así tenían frío. A aquellas horas no había autobuses ni tranvías, pero por suerte Eva vivía en Odenplan, así que solo tuvieron que subir por la calle Drottning. Estaban hablando de París; todos habían estado allí… salvo Henry.

– París es la ciudad, sin duda -decía Bill tiritando-. Allí nunca hace este jodido frío. Y si hace una noche fría, siempre hay un montón de bares para entrar en calor. Mucho calor…

– El pasado otoño vi una noche a Sartre -dijo Eva-. Era muy bajito y encantador.

– Sartre es lo más fuerte -dijo Bill-. Las manos sucias, ¡joder, menuda obra! Tan poderosa…

– ¿Has leído algo de Sartre? -preguntó la chica llamada Maud, cogiendo a Henry del brazo.

– Leo muy poco -dijo-. Bueno… Damon Runyon, quizá. Ellos y ellas, ese me gusta.

Comprendió que Bill y aquellas chicas no eran como la gente con la que estaba acostumbrado a tratar. Eran gente muy puesta, que había leído a aquel francés pelmazo del que siempre hablaban los profesores en el instituto. Henry leyó Ellos y ellas y le pareció bueno, pero nunca había abierto un libro de Sartre. Y tampoco pensaba que fuera a hacerlo nunca.

– Ellos y ellas no está mal -dijo Bill-. Pero tienes que leer a Sartre. Las manos sucias. Si lees a Sartre, entenderás mejor de qué va el jazz.

– ¿Y eso? -dijo Henry un tanto molesto.

– Bueno… trata de los temas fundamentales. Como el jazz auténtico. No el dixieland. ¿Sabes?, sientes que tienes que elegir una cosa u otra. Te enfrentas a una elección con varios caminos que pueden ser el correcto, y te sientes angustiado porque justo en ese momento no sabes qué camino tomar. El que parece bueno hoy puede ser erróneo mañana, y te quedas allí plantado como un idiota, desconcertado. Siempre y cuando no creas en Dios, claro está.

– Me duele el estómago -dijo Eva-. Me duele el maldito estómago.

– Es por el frío -dijo Bill metiendo una mano por dentro de su trenca-. Ojalá estuviéramos en París.

El apartamento de Eva era frío y anticuado. Encendieron inmediatamente la estufa, usando cajas de azúcar vacías. Bill empezó a hojear uno de los muchos libros que había de Dostoievski, y Henry echó un vistazo a los discos. Enseguida se sintió como en casa.

La chica llamada Maud trajo una bandeja con tazas de té y panecillos suecos y la colocó enfrente de la estufa.

– ¿Qué haces cuando no estás tocando? -le preguntó a Henry.

– Todavía voy al instituto -dijo Henry, irguiéndose un poco.

– ¿Cuántos años tienes? -preguntó ella un tanto sorprendida.

– En junio cumpliré dieciocho.

– ¡Un pipiolo! -gritó Bill-. Tienes toda la vida por delante.

– Y tú, ¿cuántos años tienes?

– Eso no se le pregunta a una señorita -dijo Maud.

– Estos vejestorios tienen veinticinco años -dijo Bill-. Ya están muy pasadas.

Maud sonrió y se fue a la cocina a decirle algo a Eva. Henry supuso que tenía que ver con él, porque ambas se echaron a reír. Se sintió definitivamente como un pipiolo dentro de aquel grupo. Pero también se sentía como en casa.

Al cabo de un rato, Bill puso un disco de absoluta novedad en el que, según dijo, tocaba un saxofonista tenor condenadamente bueno llamado John Coltrane. Era My Favourite Things, y sonaba como algo que nunca hubiera escuchado. Los cuatro se tumbaron en el suelo delante del fuego de la estufa y cerraron los ojos para impregnarse del nuevo John Coltrane, que soplaba de forma tan elegante y vaporosa como era posible a aquellas horas de la madrugada. Bill dijo que sonaba como en París. Henry se quedó adormilado. Sintió que una mano le acariciaba el pelo, pero no se preocupó en saber de quién era. Se quedó mirando el paisaje que las llamas formaban en la estufa. Era un paisaje oscuro y ardiente de lava que latía de forma constante y cambiante. Y el aire del instrumento de Coltrane insuflaba vida a las brasas hasta llegar a ese calor blanco que convierte las ascuas en nada, en cenizas.


Hacía ya bastante que había amanecido, y Henry hubiera seguido durmiendo de no haber sido por el maldito frío. Se despertó por el castañeteo de sus propios dientes, ya que había corriente de aire por el suelo. Alguien le había puesto una manta por encima, pero no era suficiente.

Estaba tumbado en el suelo solo. Bill y Eva se habían acostado en la cama. Bill era el único músico de jazz que Henry conociera que llevaba calzoncillos largos.

Henry se arregló un poco la corbata. Se levantó casi arrastrándose, cerró el tiro de la estufa y se dirigió a la cocina. Desayunó leche de una botella de la despensa, cogió su abrigo y se marchó. En la calle se cruzó con la gente que iba al trabajo. La ciudad empezaba a despertar malhumorada por el frío, las nubes de vaho de los alientos se entremezclaban sobre las aceras y Henry se sintió lleno de vida. Con la espalda un poco rígida, pero agradablemente somnoliento y cansado.

Hundió las manos en los bolsillos del abrigo y echó a caminar de vuelta hacia Gamla Stan. De pronto, encontró en uno de los bolsillos una nota que no tenía por qué estar allí. Sacó el papel y lo leyó: «Rendez-vous hoy a las 13.00. Maud. P. D. Por mí, puedes seguir llevando la corbata. D. S.».

Henry casi se había olvidado de Maud; tampoco le prestó mucha atención cuando ella se marchó del apartamento. Se dio media vuelta y siguió durmiendo a pierna suelta en el suelo. Quizá fuera ella la que le había cubierto con la manta. De todos modos, aquello le puso contento y apretó el paso en dirección al instituto. Se preguntaba dónde estaría el Rendez-Vous y qué clase de sitio sería aquel. Sonaba a restaurante, y no le quedaba mucho dinero. Pero ya se las ingeniaría. «Señor es mi nombre, aunque la pobreza me oprima, dijo el mendigo», solía decir la madre de Henry. Y también él lo decía.


Henry no era de los que suelen llegar a la hora, pero por una vez estaba decidido a ser puntual. Saltó del tranvía en la plaza Norrmalm, caminó por la calle Bibliotek hasta la esquina con la calle Lästmakar y dobló por la subida que llevaba al Rendez-Vous. Había encontrado la dirección en el listín telefónico del instituto.

Maud no ofrecía en absoluto el aspecto que él había esperado. Incluso le llevó un tiempo reconocerla. La noche anterior parecía una jovencita dixieland, pero ahora llevaba un traje marrón con falda plisada. Se había pintado los labios de un rojo oscuro, y su pelo no era para nada negro, además de tenerlo completamente lacio. Fumaba mucho. En el cenicero había ya tres colillas, manchadas de rojo del carmín.

De hecho Maud ofrecía el aspecto que tendría una mujer de bandera con un envoltorio de lujo, como la hubiera descrito la canción de éxito. Cuando Henry la vio, sostenía un pequeño espejo y se estaba retocando los labios de un rojo intenso, justo como una mujer de bandera con un envoltorio de lujo lo haría.

Henry no tenía ni idea de adonde podía conducirle aquel encuentro. No tenía ni idea de casi nada en la vida: no era del tipo analítico, como el repelente de su hermano. Los sucesos le afectaban como le afectan a un auténtico derrotista: se limitaba a aceptar la situación como una sentencia sin juicio.

Pero al menos tenía una pista. Maud estaba allí sentada, absorta como una narcisista contemplándose en un estanque de bolsillo, y Henry se hizo una pequeña idea de que a aquella mujer le importaba sobre todo la apariencia física y no los logros personales. Podía hablar sobre Sartre y el arte, pero lo que quería era transformar los grandes pensamientos y hallazgos en cualidades físicas en lugar de acciones. Las cualidades físicas eran reemplazables, como el color del pintalabios, o como un chal que, según una determinada tendencia de moda, debía atarse de una cierta manera en la correa del bolso.

– Llegas muy puntual -dijo empujando una silla con el pie.

– ¡Qué arreglada vas! -no pudo evitar exclamar Henry.

– ¿Arreglada?

– Ayer por la noche no ibas así.

– Bueno, eso es asunto mío -contestó Maud, cortante.

– Claro. Solo pensé que…

– Puedes pedir lo que quieras. Yo invito -dijo Maud pasándole la carta.

Henry tenía las ideas muy claras acerca de cómo debía comportarse un caballero en un almuerzo con una dama, e intentó insistir en que él invitaría, pese a que apenas tenía para pagar su parte. Maud fingió no escuchar lo que le estaba diciendo, ajena a cualquier tipo de caballerosidad, y Henry lo dejó estar.

Maud tenía el pelo castaño peinado con raya en medio, bastante corto en la nuca y con dos mechones en punta balanceándose sobre las mejillas. Cuando estaba pensativa, se metía una de las puntas en la boca. Si no, se metía un cigarrillo. Fumaba más que Henry, lo cual era decir mucho. A él le costaba concentrarse en la elección de la comida; estaba totalmente hechizado ante la presencia de Maud, y no dejaba de preguntarse si el lunar que tenía en la mejilla derecha era auténtico o pintado. No se atrevió a preguntarlo.

Así se comportó durante todo el almuerzo, bajo el signo de torpe admiración de Henry el amateur. Era incapaz de explicar una sola anécdota sobre sí mismo -ni siquiera sobre el mundo del boxeo, que fascinaba increíblemente a Maud- sin pararse en mitad de una frase, mirar fijamente a Maud y después intentar retomar el hilo. No sabía si se trataba de alguna especie de amor hasta ahora desconocida para él. Pero intentó mantener el tipo como pudo, hasta que Maud puso una mano sobre la de él y le dijo:

– Henry, pareces un poco nervioso.

– Solo estoy algo cansado -repuso-. No debería haber bebido vino con la comida. Esta noche he dormido poco.

– ¿No seré yo la que te pone nervioso?

– No eres exactamente como te había imaginado.

– ¿Te he defraudado?

– Al contrario.

– Pues no pienses más en eso. Todo tiene un motivo.

– ¿Y qué hacemos ahora?

– Podemos ir a mi casa, si te apetece. Vivo cerca de aquí.

Maud pagó la cuenta, y después fueron paseando tranquilamente por la calle Birger Jara, donde Maud entró en la tienda de Augusta Jansson, como solía hacer, para comprar una bolsa de golosinas por dos coronas con cincuenta. Le encantaba el regaliz salado. A Henry le parecía maravillosamente infantil.

Maud vivía en una casa de ladrillo rojo en Lärkstan, en un piso de dos habitaciones escasamente amueblado, justo bajo los aleros del tejado y con vistas a la iglesia de Engelbrekt.

– Pon un disco -dijo-. Voy a preparar algo de beber.

Henry colgó el abrigo y la gorra en un perchero con cuatro brazos. Al hacerlo, el perchero se balanceó y quedó recostado contra la pared. Siempre pasaba eso, como aprendería con el tiempo.

Entró en la sala de estar, que tenía ventanas con parteluz y estaba amueblado con un sofá bajo, un par de sillones, un televisor y un pequeño banco con un tocadiscos y discos. El suelo estaba enmoquetado, y era la primera vez que Henry ponía los pies sobre una moqueta. Le confería una atmósfera muy especial a la sala, un ambiente íntimo y privado, relajante y excitante a la vez, como lo expresaría un catálogo de mobiliario moderno.

Había mucho jazz moderno en el montón de discos: MJQ, Miles Davis, Thelonius Monk, Duke Ellington, Charles Mingus, Arne Domnérus, Lars Gullin y Bengt Hallberg. En la parte inferior de la pila había un montón de álbumes de Elvis the Pelvis. Casi la mitad de los discos eran de música clásica, y Henry puso uno de Sibelius. No sabía mucho sobre Sibelius, solo que al finlandés le gustaba bastante empinar el codo y que murió un año antes que su padre. ¿Qué más había que saber?

Maud regresó de la cocina llevando una bandeja con whisky, cubitos de hielo, soda, ginebra y grappa. Podía escoger lo que quisiera. Henry eligió whisky.


– Ahora quiero escuchar este -dijo Maud levantándose del sofá.

Había estado tumbada con la cabeza sobre las rodillas de Henry, escuchando a Sibelius, y casi se quedan dormidos los dos. Henry se había adormilado por el whisky, y olvidó preocuparse por lo que hacían sus manos. Cuando Maud se tumbó con la cabeza apoyada en su regazo, él no había sabido qué hacer con las manos. ¿Debería acariciarle el pelo, rozarle las mejillas, posarlas sobre su pecho? Pero entonces se había quedado casi dormido, sumido en la música y sintiéndose muy relajado.

– Esta es mi canción favorita -dijo Maud, y puso «Haz girar mi mundo», de Jan Malmsjö.

La canción era todo un éxito, pero a Henry nunca le había gustado demasiado; además, nunca había estado en ningún cabaret o teatro donde se tocara ese tipo de canciones francesas. Esos lugares eran frecuentados principalmente por intelectuales que hablaban de París y de Sartre, gente como Maud y Eva y Bill del Bear Quartet.

Maud se sabía la letra y la cantó bajito, mirando a Henry sin pestañear. Él encendió un cigarrillo y pensó que la canción no estaba mal.


En esta ocasión no estaba amaneciendo, sino anocheciendo. Se habían quedado dormidos en la cama, y Henry se despertó cuando empezaba a oscurecer. Apartó con cuidado a Maud, que se había quedado dormida sobre su brazo, encendió un cigarrillo y se quedó mirando por la ventana.

Debían de ser las cinco de la tarde. La gente volvía a su casa del trabajo. Maud y Henry habían almorzado, habían ido al apartamento, se habían tomado un par de copas, escuchado música y hablado un poco sobre saltarse las clases del instituto. Después habían hecho el amor. No habían tardado ni cuatro horas en hacerlo todo. Debe de ser mi récord, pensó Henry.

Exhaló el humo hacia el techo, sintiéndose más asocial que nunca. En una época había faltado mucho al instituto, pero había sido para trabajar, entrenar boxeo o ensayar con el grupo. De pronto, todo aquello le parecía banal e inocente comparado con esto. Hasta ahora nunca se había acostado con una mujer en pleno día, y aquello le hacía sentirse muy bohemio.

El lunar en la mejilla derecha de Maud no era auténtico. Henry se lo había quitado a besos.


– Tienes que irte -dijo Maud en cuanto se despertó, se levantó y se puso un albornoz.

– ¿Irme?

– Sí, irte -contestó secamente-. No preguntes tanto, ya te lo explicaré después. Tienes que irte. Ya es muy tarde.

Henry no entendía en absoluto lo que estaba pasando. Le parecía que aquella chica cambiaba de humor muy deprisa. ¡vete! Sonaba como una orden. ¡vete! Con un gran signo de exclamación.

– ¿Estás casada? -le preguntó mientras se ponía los pantalones.

Maud se echó a reír, no con una risa nerviosa ni maliciosa, sino con una risa franca y cálida.

– No me había dado cuenta antes -dijo sin dejar de reír-. No me había dado cuenta de que llevas una bragueta con botones.

Henry también rió y empezó a toquetearse la bragueta más de lo necesario.

– No, jovencito -dijo Maud-, no estoy casada. -Alzó su mano izquierda para mostrar que no llevaba anillo. Llevaba otros muy elegantes, pero ninguno de casada-. No estoy casada y tampoco pienso hacerlo, al menos de momento.

Henry se sentó en el borde de la cama y se puso la camiseta y la camisa, abrochándose los botones más despacio de lo necesario.

– ¿Estás enfadado? -preguntó Maud.

Él contempló su espalda mientras se peinaba sentada frente al tocador. Tenía un porte magnífico, como una amazona erguida de uno de los cuadros que había en casa del abuelo en la calle Horn.

– Claro que sí. No me gusta que me echen.

– Nadie te está echando, Henry, pero tienes que irte.

– ¿No puedes decirme por qué?

– Ahora no. No lo entenderías. Más adelante. En otro momento.

– Muy bien -dijo Henry, abatido-. Me voy, pero…

– ¿Pero…?

– Pero no pienso volver.

– ¡No digas tonterías! -dijo Maud, sin parecer preocupada en lo más mínimo.

La amenaza no cuajó, ya que Henry no logró que sonara convincente porque él mismo no estaba convencido.

– All right, he dicho una estupidez -reconoció.

Maud se volvió de espaldas al espejo del tocador cuando él empezó a hacerse el nudo de la corbata.

– Esa corbata… -empezó-. Puedo darte una nueva, si quieres.

– ¿Tienes corbatas en casa? ¿Y no estás casada? Realmente eres bastante excéntrica.

Maud se echó a reír de nuevo con su risa desenfadada.

– Mira en ese cajón -dijo señalando un cajón de la cómoda que había debajo de la ventana que daba a la iglesia.

Henry encontró que estaba lleno de corbatas, corbatas exclusivas de Morris & Silvander, así como de Inglaterra y de Francia. Corbatas caras, sin las arrugas ni los pliegues de los nudos que llevan hechos varios días.

– Debe de cambiarse de corbata cada día, como mínimo -dijo Henry-. Además, tiene muy buen gusto. Un buen sueldo, viaja mucho, y mide alrededor de un metro ochenta, descalzo.

– Perry Mason nunca se pone celoso -dijo Maud.

– Ni yo tampoco. Solo soy curioso por deformación profesional.

Era curioso por deformación profesional, y también un mentiroso de cuidado. Por supuesto que Henry estaba celoso, pero no sintió aquella punzada en el pecho que había experimentado anteriormente. Esa vez era diferente. Maud era una mujer adulta, de veinticinco años, aun cuando con unos suaves brochazos muy bien estudiados y calculados, unos cuantos toques de pintalabios y la ropa adecuada podía parecer una quinceañera. También podía comportarse como una señorita y una chiquilla al mismo tiempo. Henry no lograba entenderla, y tampoco podía comprender sus sentimientos hacia ella. El amor era odio y celos, pero él nunca había sido capaz de experimentar una pasión ciega hasta que se encontró en la misma cama con ella, la vio retorcerse debajo de él y la contempló asombrado como un niño. Ahora solo le quedaba su sabor en la boca. De repente, ella se había convertido de nuevo en una criatura práctica, racional y sin sentimientos.

– Bueno… ¿Quieres una corbata sí o no?

Henry se había sumido en una especie de compostura pragmática y mantuvo su actitud desinteresada.

– No quiero ninguna corbata. La mía ya sirve. No quiero ir por ahí con la ropa de otro. ¡Especialmente la de él!

– Pero si tu camisa está hecha polvo… -dijo Maud-. ¡Mírate los puños!

Henry se examinó los puños por encima de la muñeca. Efectivamente, estaban muy gastados.

– ¿Y qué? -preguntó enojado.

– Toma -contestó Maud sacando del armario una camisa que olía a recién planchada-. Ponte ésta.

Era una elegante camisa de algodón a rayas, y Henry no pudo resistirse. Siempre le habían gustado las camisas recién planchadas, y en este caso la prenda parecía algo menos personal que la corbata. Una corbata es como una firma, como una placa sobre la camisa. Una corbata dice más de su propietario que la pechera misma. Henry no se dio cuenta de que llevaba las iniciales W.S. bordadas bajo el cuello de la camisa, ni de que estaba confeccionada en Inglaterra y era una prenda muy exclusiva.

– Muy bien -dijo cuando estuvo completamente vestido-. Me voy.

Maud salió del cuarto de baño y le dio un abrazo, demasiado ligero y superficial. Él empezó a morderle el cuello, pero ella se liberó de sus brazos.

– ¿Puedes venir el domingo?

– ¿Se habrá ido ya?

– Déjate de tonterías -contestó ella irritada-. No pienses más en él.

– Así pues, el domingo por la mañana. Temprano.

– Temprano -repitió Maud-. Despiértame y desayunamos juntos.

Ya en la escalera, Henry descubrió que llevaba algo en uno de los bolsillos del abrigo. Se trataba de una estilizada pitillera oval de plata. Estaba llena de cigarrillos largos. En la tapa llevaba grabadas las iniciales W.S. Qué manía con lo de meterle cosas en los bolsillos, pensó Henry, mientras encendía un Pall Mall libre de impuestos. Sabía de maravilla.


Al salir a la calle, Henry tuvo la sensación de que algo extraño pasaba. Aquella mañana de domingo se había vestido rápidamente porque iba a desayunar con Maud, y procuró no despertar a Leo ni a su madre. No tenía ganas de que le bombardearan a preguntas, y se escabulló.

Pero en la calle flotaba una sensación extraña, y en la estación de metro de Slussen había bastante ajetreo. Familias enteras estaban en el andén con cestas de comida, periódicos matutinos, bolsas y mochilas; los críos gritaban y chillaban, sosteniendo pelotas de fútbol y cuerdas de saltar. Al principio Henry pensó que se trataba de gente normal que aprovechaba el domingo para irse de excursión, ya que ni siquiera recordaba cuándo fue la última vez que se había levantado tan temprano un domingo por la mañana.

Llegó el metro y los vagones se llenaron de gente bulliciosa. Henry se encontró arrinconado por una anciana sonriente que llevaba una gran cesta y sus cuatro nietos.

– Hemos salido bien de tiempo -dijo la anciana-. Escopeteados, como suele decirse -añadió, cabeceando conspiratoriamente.

El vagón entero parecía bullir en un aquelarre de complicidad. Henry no entendía en absoluto de qué iba todo aquello, por qué estaban todos tan excitados. Lo que él tenía era sueño, y a punto estuvo de quedarse dormido porque el tren permaneció bastante rato parado en la estación.

Por fin el tren empezó a traquetear a paso de tortuga sobre el puente hacia Gamla Stan, y entonces, de repente, sonó el disparo de salida, o la señal de inicio, o como quiera llamársele. Toda la ciudad empezó a gritar, bramar, chillar, silbar, y Henry se despertó de golpe. No entendía lo que estaba pasando. Se quedó jadeando como un bobo, mirando hacia Riddarfjärden completamente atónito.

Todas las alarmas de la ciudad, el sistema conocido como «Fredrik el Afónico», se pusieron en marcha de repente. Sirenas de ataque aéreo que gritaban de terror y anunciaban guerra y apagones y racionamiento. Un respetable padre de familia bajó una ventanilla y asomó la cabeza, porque el tren se había detenido en medio del puente.

– ¿Le ha despertado la alarma telefónica? -preguntó la anciana de la cesta de comida.

– ¿La alarma telefónica? -repitió Henry.

– Entonces deben de haber sido los altavoces de la furgoneta -dedujo la anciana, cabeceando de nuevo con aire conspiratorio.

Henry, muy lentamente, empezó a entender lo que estaba pasando. Aquello ocurrió mucho antes de Henri le boulevardier, el lector de periódicos, mundano, libertino y vividor. En esa época Henry estaba flotando en una nube de atracción y deseo por Maud, soñando despierto en el instituto y tocando el piano hasta bien entrada la noche. No estaba al tanto de lo que acontecía, y no sabía que justo aquel domingo era el día del gran simulacro de evacuación. Todos los habitantes de Estocolmo -tal como habían ideado y planificado el vicegobernador y sus ayudantes desde sus seguros cuarteles generales- debían salir en desbandada hacia los refugios, el metro y los autobuses para ser evacuados hasta la zona rural de Uppland. No se trataba de Si estalla la guerra. Era como si la guerra hubiera estallado de verdad, al menos para los dirigentes en el centro de operaciones para la evacuación. Sin embargo, el pánico y el miedo a la guerra no parecían especialmente evidentes entre los pasajeros del vagón: era más un ambiente de carnaval, de participar en un gran evento propagandístico o de asistir a una excursión de domingo gratuita. La gente se apretujaba con sus balones de fútbol, cestas de comida y termos, hablando y bromeando en un ambiente cordial.

Cuando el tren entró en la estación de Rådmansgatan, un murmullo se extendió desde el andén hasta el interior de los vagones. Empezó a correr el rumor de que el rey, Su Majestad el rey Gustavo Adolfo VI, así como embajadores, príncipes y princesas de tez oscura, estaban de camino. El vagón se llenó aún más, si es que aquello era posible. Henry estaba ahora apretujado en un rincón y, caballero como era, tenía la cesta de la señora mayor en los brazos. Había observado que todos los hombres, todos los varones cabales, se comportaban de forma atenta y caballerosa con las mujeres y los niños, interpretando el papel de héroes experimentados y criticando a los dirigentes del centro de operaciones para la evacuación por su mala planificación. Los hombres contaban historias sobre su servicio militar y les parecía que todo se estaba haciendo muy lentamente: aquello no funcionaría si la cosa iba alguna vez en serio.

– El rey -dijo la anciana, asombrada y con los ojos brillantes-. El rey…

– Solo es un rumor -dijo Henry.

– Seguro que nunca ha viajado antes en metro.

– Supongo que no. Pero yo tengo que bajar ahora -añadió intentando devolverle la cesta a la anciana.

– ¿Bajar? -dijo la señora de nuevo asombrada-. Pero este tren va hasta Hässelby. Desde allí tomaremos un autobús hasta el campo.

– Tengo que bajar en Odenplan -dijo Henry, porque había pensado ir andando por la calle Oden hasta Lärkstan, donde Maud vivía. No tenía ninguna intención de viajar hasta Hässelby.

Se abrieron las puertas y el andén estaba lleno de gente que empujaba, porque todos querían entrar y nadie salir. Henry no se podía mover. Intentó revolverse y avanzar, pero estaba atrapado en un amasijo de carne de evacuación.

– ¿Qué intentas hacer, muchacho? -preguntó uno de aquellos héroes, un padre de familia orgulloso de su voz de barítono.

– Quiero bajar aquí -repuso Henry tranquilo.

– ¿Bajar? -exclamó Voz de Barítono-. Maldita sea, chaval, vamos a Hässelby y después continuamos en autobús hasta el campo. ¡Aquí no se baja nadie!

Henry empezaba a desesperarse. La gente del andén seguía empujando hacia dentro y no pudo apearse allí. Cuando por fin comprendió que solo era un prisionero de unas maniobras de evacuación, volvió a cogerle la cesta de comida a la anciana y suspiró profundamente. Lo único que quería, lo único en que había estado pensando en los últimos días, era ver a Maud. Y justo cuando estaba a punto de bajar de aquel maldito vagón de metro, toda la ciudad se había puesto a jugar a la guerra, fingiendo que todo Estocolmo debía ser evacuado. Henry se echó a reír. Rió tanto que el sudor empezó a caerle por la frente, y la anciana lo miró desde abajo un tanto incómoda mientras Voz de Barítono lo observaba desde arriba cabeceando.

Henry viajó aprisionado en el vagón hasta llegar a Hässelby. Para entonces, la «guerra» ya estaba en pleno apogeo. En silencio, había pronunciado para sí todos los juramentos habidos y por haber, y estaba terminantemente decidido a coger el primer metro de regreso. En cuanto puso el pie en el andén, Voz de Barítono le agarró.

– Eh, muchacho, ¿puedes echarme una mano? ¿Te importa? -dijo señalando la maneta de un enorme baúl que había llevado consigo en el metro.

– ¿Qué hay dentro? -preguntó Henry.

– Ropa, utensilios de cocina, artículos de primera necesidad -dijo solemnemente Voz de Barítono-. Estoy haciendo una prueba.

– Vaya -dijo Henry.

Voz de Barítono parecía tan grave y serio que Henry no se atrevió a negarse. Juntos llevaron el pesado y aparatoso baúl hasta la plaza, donde había gran cantidad de autobuses esperando. Voz de Barítono dio a su mujer y a sus tres hijos unas breves y precisas instrucciones, izquierda y luego derecha, de lo que debían hacer para llegar a su autobús. Al parecer, le gustaba dar órdenes. Metieron el baúl en el portaequipajes del autobús y Voz de Barítono intercambió unas palabras con el chófer acerca de las características generales del vehículo y cuáles de estas no le parecían especialmente satisfactorias. A Voz de Barítono también le gustaban los autobuses.

– ¿Estamos todos? -gritó echando un vistazo al interior del vehículo.

Toda su familia contestó al unísono: «Sí». Al momento, las demás familias siguieron su ejemplo, con los padres preguntando y los niños y las esposas respondiendo. Aquello se convirtió en un hervidero de gritos.

Henry emprendió el regreso hacia el metro. Justo en la entrada de la estación se encontró con Leo y Verner. Habían cogido el siguiente convoy después del de Henry e iban equipados hasta los dientes. Verner se había tomado completamente en serio aquello de la evacuación, y Leo se limitaba a acompañarlo. Llevaban en la mano el folleto de Si estalla la guerra, y le mostraron que llevaban consigo todo lo que debían llevar. Parecían muy satisfechos con toda la operación y desaparecieron entre la multitud de evacuados. Henry cogió el tren de vuelta hasta Odenplan. Iba a llegar muy tarde.

Maud no estaba en casa. Henry llamó una y otra vez al timbre de la puerta, pero nadie contestó y empezó a proferir juramentos de nuevo hasta que se puso a sudar otra vez. Maldijo todas las guerras y a todos los héroes de pacotilla que iban por ahí con baúles llenos de plomo, y odió a todo Estocolmo como si fuera la peste. Tenía ganas de marcharse de allí. A París. Allí era adonde iría, antes o después. Allí no te jodían con jueguecitos de guerra. Si allí estallaba alguna guerra, era de verdad.

Henry suspiró por vigesimoquinta vez aquel día y, resignado, empezó a bajar la escalera. En el portal, la fortuna le acompaño: oyó voces que procedían del sótano. La necesidad es la madre del ingenio y de algunos inventores. Henry ató cabos y dedujo que también los habitantes del edificio estarían en el sótano jugando a la guerra.

Así era. Henry bajó al sótano y allí estaban todos los inquilinos, tomando café con pastas y pasándolo en grande. Dieron a Henry una calurosa bienvenida.

– Es tan excitante esto de la guerra… -le susurró Maud al oído-. Es como si tuviéramos solo unas horas antes de que partas hacia el frente.

– Eso es exactamente lo que es -dijo Henry.

– Muy bien, señoras y señores -dijo el conserje del edificio, alzando ligeramente la voz-. Todo ha salido muy bien, y me gustaría dar las gracias a la señora Lindberg por sus deliciosas pastas y a las señoras Bäck y Hagström por el café. Esperemos que nunca tengamos que pasar por esto en la realidad, pero de este modo nos hemos conocido mejor unos a otros en la vida civil. Esto es lo más importante que hemos aprendido.

Los invitados -es decir, los evacuados- aplaudieron con efusión el breve discurso del conserje, y la maniobra se dio por finalizada oficialmente. Maud y Henry subieron al apartamento. Mientras Henry colgaba el abrigo en el perchero, que se tambaleó contra la pared, Maud ya iba camino del dormitorio.


Era una mañana a finales de abril de 1961 -la mejor época de aquella extraña relación-, y después de desayunar Maud se había sentado en el suelo delante del televisor, con el albornoz puesto y una taza de té entre las piernas. Henry estaba completamente absorto viendo cómo el buque real Wasa emergía de las aguas. Se pudo ver cómo Fälting, el jefe del comando de submarinistas, jadeaba en busca de aire a través de su tubo, y a la banda de la marina entonar una pieza musical con renovado vigor. La gente vitoreaba y aplaudía. Los cámaras de televisión en Lodbrok no paraban de filmar.

Para casi todo el mundo, aquello era una revelación que emergía desde las profundidades de la historia de hacía trescientos treinta y tres años: un casco de roble chorreante de limo y agua, lleno de cañones, barriles de aguardiente, monedas de cobre, vasijas de cerámica, jarras de vidrio soplado, cubiertos y esculturas. Y, mientras emergía a la superficie, era como si se oyeran las órdenes y contraórdenes proferidas por el capitán de fragata, lanzadas cuando el navío se dirigía hacia la bocana del puerto en plena guerra de los Treinta Años en Estocolmo. El agua había empezado a entrar por las cañoneras y el pánico se desencadenó con toda su virulencia. La catástrofe fue inevitable.

Pero para Henry aquel no era un momento de revelación. En absoluto. Más bien, todo lo contrario. Cuando el buque real Wasa emergió a la superficie aquel día, él estaba completamente absorbido por el acontecimiento histórico, pero a sus ojos no era algo que estuviera siendo sacado del pestilente cieno de las profundidades. En su lugar, algo se estaba sumergiendo, hundiendo, siendo consignado para la historia. Contemplaba aquello con su insaciable curiosidad, pero sus pensamientos estaban lejos, muy lejos. Estaba pensando en el Arca, el barco que habían intentado construir en la isla de Storm. Su abuelo materno, el constructor de barcos, puso el proyecto en marcha y todos los veranos trabajaron en aquella nave con la que pensaban dar la vuelta al mundo. Henry leía acerca de Joshua Slocum y Hornblower y se sumergía en sus ensoñaciones. Mientras soñaba iba cepillando todos los maderos, haciendo encajar cada vez más las juntas, hasta que se produjo la catástrofe y todo terminó allí en la isla de Storm.

El Arca nunca llegó a acabarse. Permanecía aún en uno de los cobertizos, a medio terminar, descarnada e irreal, como un monumental esqueleto de alce que encuentras en el bosque y cuyas entrañas han sido devoradas por los zorros hasta dejar sus costillas desnudas y apuntando hacia el cielo como las cuadernas de una quilla. El Arca seguía en la isla de Storm, donde los últimos componentes de la familia de su madre vagaban perplejos y confusos como locos degenerados, esperando a los visitantes estivales, el correo y las provisiones frescas. Henry había albergado el sueño de volver algún día, como si nada hubiera ocurrido, dar aguardiente a su abuelo hasta emborracharlo, insuflarle algo de vida al viejo, hacer que se pusiera los malolientes calzoncillos largos y llevarlo hasta el cobertizo para acabar el Arca. Pero el agua que rodeaba la isla de Storm estaba envenenada para siempre, pútrida y estancada en las ensenadas, donde flotaban las algas muertas que se descomponían lentamente en la profundidad, en la oscura profundidad. El Arca permanecería por siempre como un esqueleto de alce, descarnado por voraces hienas que dejaron sus costillas apuntando hacia el cielo como las cuadernas de una quilla, como una acusación, como un recordatorio de la tristeza y de la imposibilidad del descanso eterno.

Solo entonces, mientras estaba tumbado junto a Maud viendo cómo el buque real Wasa afloraba a la superficie en medio de los vítores del gentío, pudo Henry hundir el Arca, dejar que llegara hasta el fondo, posarse sobre la tumba de cieno que había dejado vacante el Wasa. El sueño del Arca pertenecía a su infancia, y Henry quería dejarlo atrás porque en ese momento se sentía fuerte y ebrio de amor.

Henry empezó a reír cuando de pronto cesó la música y la multitud se quedó callada. Durante un perturbador instante todos se quedaron en silencio, como preguntándose: ¿Qué es lo que hemos hecho?, casi avergonzados por haber despertado a una dama de su letargo de trescientos treinta y tres años, en el que hubiera preferido seguir. Henry reía cada vez más fuerte, hasta que la risa dio paso a un callado sollozo; las lágrimas empezaron a aflorar de sus ojos y se sintió liberado, limpio y exonerado.

El apartamento estaba lleno de narcisos trompeta amarillos, que desprendían un fuerte olor a martirio y a sufrimiento. Henry había sufrido, y creía que siempre iba a sufrir, que nunca alcanzaría el perdón y el consuelo del gran amor. Pero ahora le había llegado, mientras permanecía allí sentado mirando cómo sacaban a la superficie un barco antiquísimo. Los narcisos olían a sufrimiento, pero Maud olía a vida y a deseo.

Ella no notó que había estado llorando cuando él se le acercó por detrás. Estaba tumbada sobre la moqueta frente al televisor con la vista fija en el buque real Wasa, mientras Henry descubría cuidadosamente su cuerpo, del modo en que solo puede descubrirse el mascarón de proa de un viejo balandro hundido.


Henry iba al instituto Södra Latin. Había ingresado como un joven pupilo varios años después del suicidio de su famoso alumno Stig Dagerman, y el pánico que le habían producido la película Hets y el libro La serpiente aún acechaba en las sombras terroríficas que la barandilla de hierro forjado proyectaba sobre las paredes. Henry había crecido en sus filas de muchachos sometidos a la rígida disciplina docente, en las colas de gruesos jerséis y cazadoras de gamuza y cuellos bien restregados, muchachos que con los años se van haciendo más grandes y fuertes, sus cazadoras son reemplazadas por abrigos y juegan a ser hombres jóvenes que van a los bares y fuman. Rondaban por los alrededores de la escuela para señoritas de la calle Göt, a la que asistían las muchachas de las zonas residenciales al sur de Söder, que se asomaban y se reían detrás de las cortinas a la espera de ser invitadas al baile del Södra Latin. Era este un instituto lleno de disciplina y rituales masculinos, e imagino que a Henry le fue bastante bien allí. Era pianista y boxeador, pero también fue uno de los que más ruidosamente celebró la llegada, gracias a la nueva ordenanza docente asistida por el derecho parlamentario, de la primera jovencita que cruzaría con sus delicados pies las macizas puertas de aquel instituto para recibir una enseñanza que hasta entonces solo estaba reservada a varones. Aquello fue en el otoño de 1961.

Pero en la primavera de aquel último año de instituto exclusivamente masculino, Henry deambulaba por los pasillos silbando «Tutti Tutti», y se dormía más profundamente de lo habitual durante las clases. El joven Morgan estaba disfrutando de una vida azarosa con una mujer madura.

Su cuarteto, claro está, debía actuar en las fiestas de graduación. Morgan no quería ni pensar en cómo podría soportar otro año más allí cuando aquellos vocingleros recién graduados atravesaron corriendo las pesadas puertas y descendieron al trote las escaleras que había bajo el reloj del instituto, borrachos y alegres, con las lágrimas mezclándose con polvos de tocador, perfume y ponche. Los orgullosos padres daban instrucciones al cuarteto sobre cómo debían sentarse en el tradicional camión que, a modo de carroza, llevaría a los homenajeados por la ciudad, y también que no empezaran a tocar antes de tal o cual momento, pero Henry se pasaba todo aquello por el forro. Tenía que tocar la guitarra porque nadie se atrevía a subir el piano a la caja del camión, y eso lo había puesto de muy mal humor. Por eso le traía sin cuidado si la actuación gustaba o no a quienes la pagaban. Había decidido que esa noche comería y bebería cuanto pudiera, completamente gratis, y después se dirigiría a casa de Maud. Ella se marchaba. Había llorado y había hecho llorar también a Henry. Maud se marchaba y estaría fuera todo el verano.

El cuarteto de Henry tocó todo el repertorio previsto de canciones estudiantiles, y nadie notó lo desafinados que sonaron ni le importó a nadie. Uno de los graduados, un anodino muchacho de Enskede, dio una gran fiesta en su casa. El grupo tocó en ella, y durante las pausas Henry engullía cuanto podía, siempre acompañado de una buena copa situada tras el atril del piano. Se trataba del típico piano de fabricación en serie, comprado para aparentar, que le habían prestado y estaba completamente desafinado.

Después del banquete habría un baile, y todos coincidieron en que querían bailar swing y foxtrot y Elvis, así que el cuarteto podía marcharse. Henry recibió cincuenta coronas del orgulloso padre que, lloroso, agradecido y solemne a la vez, intentó articular unas cuantas frases corteses de agradecimiento hacia los músicos y les deseó buena suerte para el futuro.

Henry consiguió que lo llevaran hasta Hötorget en el coche de unos familiares igualmente llorosos y sentimentales, que llevaban sus birretes de graduación amarilleados por el tiempo. Tomaron por la carretera del túnel, y justo en su interior Henry empezó a silbar «Haz girar mi mundo». El eco hizo que sonara grandiosa, como anunciando una despedida final y definitiva.

Maud llevaba puesto un traje, un traje muy elegante, y un chaleco de polo. Al momento, Henry comprendió que «él» había estado allí. Henry estaba un poco borracho y desesperado, pero intentó ocultarlo. No quería estropear aquella noche, que sería la última durante un período indefinido.

– Pero no se trata de «un período de tiempo indefinido» -dijo Maud, imitando el tono enojado de Henry-. Volveré en agosto o septiembre.

– No me has dicho ni siquiera adónde vas -dijo Henry, hundiéndose en el sofá sin prestar atención al tocadiscos. Estaba harto de música, cansado, hastiado de cualquier tipo de sonido.

– Por cierto, ¿cómo ha ido la fiesta?

– ¿Qué más da? -gruñó Henry-. ¿Tienes algo de beber?

Maud fue a la cocina y regresó con una bandeja con ginebra y grappa.

– No bebas demasiado -dijo.

Henry cogió un paquete de John Silver, encendió un cigarrillo y se recostó en el sofá.

– No utilizas la pitillera… -dijo Maud-. ¿La has vendido?

– No la he vendido -dijo Henry, algo incomodado-. Pero la he empeñado. En cuanto consiga un poco de dinero la recuperaré.

– No importa -repuso Maud-. Tal vez tenía que ser así… De todos modos, ya lo sabe todo.

– ¿Y…?

– Le da igual. O al menos eso dice.

– ¿Te vas con él?

Maud asintió con la cabeza y se sirvió un trago corto. En el estado en que se encontraba, Henry no estaba especialmente inquisitivo. Solo sentía una leve y amortiguada sensación de celos, porque ya desde el principio había recibido un ultimátum y sabía que nunca conseguiría tenerla para él solo. W.S. estaría siempre allí como una sombra, una eminencia gris que nunca dejaría una tarjeta de visita completa. Henry había acabado por acostumbrarse a ello. No amaba a Maud de aquella forma apasionada con que imaginaba que debía hacerlo. La amaba de una manera completamente diferente, tal vez de un modo más serio y profundo que aún no lograba entender, y que tampoco quería entender.

Maud había decidido poner todas las cartas sobre la mesa, proporcionarle a Henry todos los datos sobre el caso, explicarle quién era W.S. y por qué ella los necesitaba a los dos.


Érase una vez, hace muchos años, un enorme baúl americano y un par de maletas en un sofocante vestíbulo, lejos, muy lejos. Maud había colocado con sumo cuidado las etiquetas con su nombre y después la palabra «Suecia». Durante mucho tiempo se estuvo preguntando por qué había escrito «Suecia», porque del mismo modo podría haber puesto «Yakarta» o «apátrida», porque así era como en realidad se sentía. Había vivido en tantos lugares que ya no se sentía sueca. Pero en ese momento el destino era «Suecia», justo en aquel fatídico día de hacía ya tanto tiempo.

Maud y todo el mundo sabían que su madre se olvidaba fácilmente de las cosas. Se debía a las pastillas que tomaba para los nervios. Si le decías algo por la mañana, a la hora de comer ya lo había olvidado. No siempre era así, pero casi. En ese momento no recordaba dónde estaba el padre de Maud. Esta le contestó que estaba en la Casa de Té.

Su madre se veía un tanto demacrada, aunque todavía conservaba gran parte de su encanto. Era la más hermosa de todas las esposas de los diplomáticos de Yakarta, incluidas las femmes fatales de la delegación francesa. De alguna manera, la madre de Maud había sido víctima de su propia belleza: la había hecho infeliz.

Le pidió a Maud que le sirviera una copa, una suave, porque ya habían dado las dos de la tarde. Le preguntó a su hija si sabía algo de Wilhelm.

Maud se dirigió hacia el carrito del té con las bebidas que estaba apoyado en la pared, cerca de la ventana. Miró hacia fuera, pero solo vio lluvia, la lluvia del monzón que caía sin cesar desde hacía una semana. Claro que sabía algo de Wilhelm. Había ido a la Casa de Té con papá. Querían comprar porcelana, y regresarían sobre las tres.

La madre de Maud se sentía molesta. No sabía si era por la lluvia, pero suponía que debía de ser eso. Le dolían los hombros, lo cual se debía probablemente a la humedad. Se sentía molesta y también quería volver con ellos a Estocolmo. En Suecia era primavera, y podías comer alcachofas en las terrazas de los restaurantes. Echaba de menos las verduras suecas.

Su madre seguía parloteando, pero Maud no la escuchaba. Solo escuchaba la lluvia incesante, mientras intentaba discernir si se sentía nerviosa por el viaje y añoraba el «hogar» en Suecia, o si realmente echaba de menos algo de allí, pero no logró dar con lo que podía ser.

Aproximadamente al mismo tiempo que Maud colgaba su ropa en el gran baúl americano con la etiqueta «Suecia» y colocaba sus últimas cosas en las maletas, su padre, consejero de la embajada sueca en Yakarta, y su gran amigo Wilhelm Sterner estaban sentados en la Casa de Té charlando. La Casa de Té era el nombre de un pequeño refugio, o, mejor dicho, una cabaña de sencilla construcción, que habían alquilado para escapar de la ciudad de vez en cuando. Estaba ubicada en la ladera de una montaña a las afueras de un pequeño pueblo situado a unos treinta kilómetros al sudeste de Yakarta.

Las magníficas vistas daban a un extenso valle y a un antiguo y extinto volcán. El bosque tropical trepaba por las laderas del volcán en colores verdes apagados; densas nubes rodeaban la cima y ocultaban un monasterio budista. Más de una noche habían permanecido sentados allí, escuchando a los animales, bebiendo whisky y conversando.

Wilhelm Sterner y el consejero eran viejos compañeros de estudios. Los dos habían estudiado derecho y se habían especializado en derecho internacional, y ambos habían acabado en el cuerpo diplomático, la buena vida. Ahora, en el año 1956, Sterner había aceptado una propuesta para ocupar un alto cargo en el sector privado. Iba a dejar la buena vida diplomática y regresaba a casa, a Suecia. Pero el consejero pensaba seguir con su carrera.

Estaban sentados en la terraza de la Casa de Té, charlando acerca de la lluvia tropical. Sin duda duraría un par de semanas más, y Wilhelm Sterner no veía ninguna objeción en volver a casa. Prometió cuidar de Maud. El consejero se lamentaba: le parecía que se había alejado mucho de su familia y que las cosas no marchaban como deberían.

Wilhelm Sterner estaba algo incómodo. Nadie podría decir si el consejero sabía lo que los demás sabían: era, en cierto sentido, un idealista como Dag Hammarskjöld. El consejero y Hammarskjöld habían coincidido en Nueva York, y el padre de Maud se refería constantemente a aquel encuentro. Le costaba mucho explicar lo que había sentido en realidad. Se había sentido inferior y a la vez fortalecido, como si hubiera encontrado un hermano del alma en Hammarskjöld, como si sus visiones del mundo fueran exactamente la misma. El padre de Maud siempre había sido una persona abierta y cerrada a la vez, una figura pública pero muy celosa de su privacidad. De todos era sabido que su mujer no soportaba aquello. Ella había buscado sus propias vías de escape, y él parecía haber deseado y aceptado de buen grado la carga de esa cruz de Cristo tan pronto como tuvo la oportunidad de echársela al hombro.

Le confió a Wilhelm Sterner que estaba pensando en solicitar un puesto que se había anunciado para Hungría. Quería un cambio, y tal vez podría ser de utilidad en Hungría en ese momento.

Wilhelm Sterner intentó dirigir su atención hacia otros problemas, como las dificultades por las que atravesaba en su propio hogar. Lo primero y más importante era aclarar la situación con su familia. Y estaba claro que también podría resultar de gran utilidad en Yakarta. Se estaban produciendo movimientos en aquellas islas, aquellas tres mil islas volcánicas en ebullición que querían ver la cabeza de Sukarno en una bandeja. Entonces tendría la oportunidad de volver a interpretar el papel de héroe, si era eso lo que quería. Sterner había hablado con Maud y ella había llorado: no porque se marchaba, sino porque estaba asustada y preocupada.

Wilhelm Sterner percibió que el consejero oía lo que le estaba diciendo, pero no escuchaba. El padre de Maud parecía muy concentrado, y aun así totalmente ausente. Le recordaba a un animista que intentara escuchar la lluvia, escuchar a las gotas de lluvia hablar, cantar y predecir las cosechas.

El padre de Maud miraba obstinadamente la lluvia que caía afuera, asegurando que en Hungría sería de mayor utilidad. Iba a solicitar el puesto.

Ya era muy tarde, y debían volver a la ciudad. Maud y Wilhelm Sterner iban a tomar un vuelo que llegaría a Suecia hacia el mediodía. Sus dos coches estaban estacionados en la cuesta de delante de la Casa de Té. El del consejero era un potente vehículo inglés con grandes ruedas de tractor, mientras que Wilhelm Sterner había alquilado un jeep, un viejo jeep colonial con capota. Para conducir por aquellas pistas se requerían coches duros y pesados. La lluvia había penetrado en la tierra, totalmente anegada de agua, y en algunos lugares debían atravesar lagunillas de un metro de profundidad, mientras que en otros puntos se producían pequeños deslizamientos de lodo. El camino que conducía a la Casa de Té nunca era el mismo, cambiaba constantemente. No importaba las veces que se hubiera hecho: allí nunca se estaría completamente seguro.

El vehículo del padre de Maud iba lleno de porcelana de las Indias. Había comprado una partida a muy buen precio, y quería que Maud se llevara una caja a Suecia. Lo mejor era llevarse los objetos valiosos poco a poco.

El jeep de Wilhelm Sterner iba detrás, y estaba teniendo algunos problemas para seguir al consejero. Derrapaba y patinaba en las curvas, y Sterner estaba sorprendido al ver que el padre de Maud conducía a bastante velocidad. Los dos eran buenos conductores, pero en aquel terreno no se aplicaban las reglas habituales. El camino era totalmente imprevisible, y al salir de cualquier curva podían encontrarse con follaje colgando sobre la carretera, azotando el parabrisas, oscureciendo el camino, lo cual era suficiente para perder el control del coche.

Ocurrió como a unos diez kilómetros de Yakarta. Wilhelm Sterner se había quedado rezagado, avanzando muy lentamente, y al acercarse a una curva vio a gente gritando y haciendo aspavientos de forma angustiosa y alarmante. Algunos bajaban corriendo por una pendiente embarrizada y de maleza tupida, chillando, tirándose de los pelos, gimiendo y vociferando.

Wilhelm Sterner pisó los frenos con una ominosa sensación de lo ocurrido. Más tarde afirmaría que lo había presentido todo el tiempo. El padre de Maud conducía condenadamente rápido, innecesariamente rápido, porque en realidad no tenían tanta prisa.

El coche se había salido de la carretera y había rodado por la pendiente hasta quedar empotrado en el tronco de una palmera. El cuerpo del padre de Maud estaba cubierto por fragmentos ensangrentados de porcelana de las Indias.

Tras el ceremonioso entierro, como correspondía a un consejero diplomático, la madre permaneció ingresada el resto del verano en un sanatorio de la zona de Leksand, en Suecia. Se sentía culpable por lo ocurrido a su traicionado y enterrado marido. Su histeria, hasta entonces más o menos controlada, había evolucionado a una psicosis aguda ya en Indonesia, durante los frenéticos días en que prepararon su vuelta a casa. Maud tuvo que hacerse cargo de todo, además de controlar que su madre no tomara demasiadas pastillas.

Wilhelm Sterner se convirtió en alguien imprescindible. Fue él quien les dio la noticia de la muerte. También fue quien se encargó de la repatriación del cadáver, de todos los preparativos del servicio funerario, así como de alojarlas en Estocolmo.

Así pues, durante todo aquel caluroso verano de 1956 la madre de Maud estuvo ingresada en el sanatorio de la provincia de Dalarna. Su psicosis pasó por diversos estadios, pero en el fondo de todo subyacía una culpa irreparable e incurable que se extendió como una plaga después de la muerte de su marido. La mujer, tras el terrible shock, estaba completamente convencida de que debía morir, quería morir. En ocasiones se pasaba las noches enteras profiriendo lamentaciones acerca de los bultos de la muerte que se notaba en sus maltrechos senos.

Gracias a un muy paciente psiquiatra y con la ayuda de Maud, su madre fue dada de alta y consiguió llevar una vida más o menos decente en un apartamento bastante amplio de la calle Karla. Maud también consiguió un buen trabajo como secretaria en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Aquel era el motivo por el que en un principio había pensando dejar Yakarta, antes de que ocurriera la tragedia.

También fue Wilhelm Sterner quien le consiguió el pequeño apartamento de dos habitaciones en Lärkstaden. Él había vivido allí disfrutando de su soltería empedernida, pero con el tiempo y a medida que iba accediendo a cargos de mayor importancia necesitó más espacio. Había entrado en el mundo de las altas finanzas y, según muchos rumores insistentes pero sin confirmar, se había convertido en una especie de delfín de Wallenberg.

Maud se mudó a aquel encantador apartamento en otoño de 1956. Lo redecoró completamente, convirtiéndolo en un lugar adaptado a sus necesidades. Lo amuebló de forma espartana pero con un gusto exquisito, colgó en las paredes tallas de madera del Lejano Oriente e hizo que lo enmoquetaran, algo extremadamente inusual y exclusivo en aquella época.

Maud era una mujer joven de su tiempo. Se las arreglaba muy bien viviendo sola. Se compró un tocadiscos, y era tan moderna que incluso adquirió un televisor. Eran los primeros días de la televisión, y ver imágenes en pantalla tal vez no fuera exactamente una experiencia trascendente para una joven de mundo como Maud, pero aun así seguía siendo algo extraordinario.

Probablemente estuviera viendo la televisión una tarde de aquel otoño cuando oyó que alguien abría la puerta y entraba en el vestíbulo. Estaba aterrorizada y ni siquiera le dio tiempo a decidir si debía fingir que no había oído nada y seguir mirando la televisión, o si debía levantarse y ponerse a chillar como una loca.

Era Wilhelm Sterner quien entró en la sala de estar. Saludó a la aterrada Maud y le explicó que aún tenía una copia de la llave y que quería entregársela al propietario.

Suspiró aliviada y le dijo que no hubiera estado de más llamar al timbre antes de entrar. Sterner se disculpó y se encogió de hombros para mostrar su pesar. Preguntó a Maud si podía ofrecerle un café.

Mientras Maud hacía el café, Sterner se quedó sentado en el sofá, todavía con el abrigo puesto y con un aspecto afligido y triste. Naturalmente ella le preguntó qué pasaba, si había ocurrido algo en especial.

Wilhelm Sterner la miró fijamente con sus ojos melancólicos y claros, que también infundían respeto. Reconoció que no había ido a visitarla por la maldita llave. Era por algo más importante.

Maud ni siquiera tuvo tiempo de encenderse un cigarrillo cuando Wilhelm Sterner se arrojó de rodillas sobre su regazo, llorando desesperado. Le confesó que había estado enamorado de ella desde que la vio en Yakarta. Que estaba dispuesto a hacer lo que fuera por ella: sacrificar su carrera o hacer lo que ella le pidiera.

Curiosamente, a Maud no le sorprendió aquello en lo más mínimo. Ella no buscaba nada de él. En realidad ya lo había notado, pero no había sabido qué actitud tomar. Wilhelm Sterner era un hombre maduro de las altas esferas del mundo financiero, y un buen amigo de su difunto padre. Desde que podía recordar, había visto a aquel hombre a intervalos regulares en diversos lugares del mundo. No estaba claro si podría pensar en él como algo más que un sustituto de su padre.

Pasó una mano por el espeso cabello de Wilhelm Sterner y le acercó la cabeza contra su pecho, seguramente sin tener ni idea de que en el futuro repetiría aquel gesto muchas veces.

Su relación se convirtió en lo que habitualmente se califica de «aventura». Oficialmente, sus encuentros se llevaron tan en secreto como las «aventuras» de su madre. Había muchas hienas que aseguraban que esas tendencias son hereditarias.


– Quiero ver una foto de él -dijo Henry-. Debes de tener alguna foto de él.

– ¿Es realmente necesario? -repuso Maud-. Mira que eres complicado…

Para entonces ya era bastante tarde; era la noche en que Henry fue a casa de Maud después de la fiesta de graduación y ella le explicó de qué manera se había convertido en la amante de Wilhelm Sterner: ella siempre lo llamaba «mi amante». Y es muy probable que la historia fuera bastante menos banal que como yo la refiero. La explico conforme a la narración dramatizada de Henry, sin duda tergiversada por sus celos crecientes. En aquella época de principios de los años sesenta, Henry se había obsesionado con su rival, al que nunca había visto: solo podía imaginárselo. Wilhelm Sterner era un magnate financiero de la escuela de Wallenberg. Non videre sed esse, estar sin ser visto: ese era su eslogan para la vida.

– Tengo un álbum de fotos -dijo Maud, cediendo-. Pero ¿tenemos que verlas ahora? Estoy cansada. Mañana tengo que salir temprano.

– Quiero ver una foto de él -dijo Henry-. Lo necesito.

Maud fue al dormitorio y volvió con un álbum de fotos. Empezaron a hojearlo. Se trataba del típico álbum de familia con pies de foto escritos por ella misma, excepto en las imágenes de los primeros años. Su madre se lo había regalado cuando cumplió diez años, con las primeras fotografías que mostraban a Maud de bebé vestida con puntillas blancas, y a un orgulloso padre de uniforme que se inclina sobre la cuna en el convulso año de 1936.

Maud se reía mientras leía en voz alta sus infantiles comentarios a las fotografías captadas mientras paseaban por Nueva York, Londres y París. Retratos en blanco y negro tomados en Suecia a principios de los años cuarenta, cuando su padre, vestido de uniforme, volvía a casa de permiso. Henry observó que el hombre había llegado a sargento, y que en aquella época la madre todavía era feliz, sentada en casa y escuchando a Ulla Billqvist con las cortinas echadas.

– Aquí hay una fotografía de mi padre y de Wilhelm Sterner -dijo finalmente, mostrándole una foto de Yakarta en el año cincuenta y seis-. Fue tomada poco antes del accidente…

Henry no sentía tanta curiosidad por el padre como por Sterner. Tenía el aspecto que había imaginado, con un traje de raya diplomática y americana cruzada. Parecía a la vez pesado y fornido de una manera indefinible. Parecía un hombre en la cumbre de su vida, un hombre con ideas, iniciativa y creatividad, de trato afable en los momentos apropiados, y serio y grave cuando la situación lo requería. Parecía estar en muy buen forma: seguro que de joven había sido lanzador de jabalina, porque tenía un cuello poderoso. Por eso sus camisas le quedaban tan bien a Henry.

– ¿Ya estás satisfecho? -preguntó Maud.

– Es exactamente como me lo había imaginado -dijo Henry-. Tenía muy buen aspecto.

– Y todavía lo tiene.

– ¿Le haces feliz?

– Creo que sí.

– ¿Y qué hay de ti?

– La verdad es que os quiero a los dos -dijo Maud-. Sois tan diferentes, y no solo por la edad. Contigo me siento una persona completamente distinta. Eres tan… inexperto, tan inocente… Pero con él es diferente. Es un hombre muy reservado y trabajador, aunque en realidad no me interesa nada su trabajo. Lo cierto es que es muy… ingenioso, aunque suene ridículo. Dice que le hago olvidarse de la muerte…

– ¿Y cuánto tiempo crees que puedes seguir con esto? -preguntó Henry-. No creo que puedas dividirte en dos toda la vida…

– ¿Por qué no? -dijo Maud-. Ahora vamos a estar un tiempo sin vernos, tú y yo. Tal vez ya hayas encontrado a otra cuando yo regrese.

– No cuentes con ello. ¿Y qué opina él de mí?

– Dice que me comprende. Y quiere saberlo todo de ti, hasta el último detalle.

– ¿Y tú se lo cuentas?

– Por supuesto. ¿Tendría que mentirle?

– No -dijo Henry-, eso no.

Maud encendió su último cigarrillo de la noche, y en cierto modo parecía aliviada, como si hubiera despejado el ambiente.

– Ahora ya sabes todo lo que querías saber de mí. Después de esto, tal vez ya no me quieras.

Henry le cogió el cigarrillo de la mano y lo apagó escrupulosamente en el cenicero.

– Claro que sí, más que nunca.


Una vez más, Willis y el Club Atlético Europa fueron su salvación de la perdición total. Henry ahogó sus penas y sus anhelos en sudor y linimento. Consagró el verano a entrenarse para el combate con el que Willis llevaba insistiéndole tanto tiempo. Se trataba de los campeonatos nacionales en Estocolmo, y Henry había peleado en un par de combates preparatorios y lo cierto es que lo había hecho bastante bien. El amargo verano le había traído también un trabajito extra en la línea de tranvías, además de los largos y ascéticos entrenamientos en el Europa. Durante este período de total abstinencia, Henry había alcanzado un óptimo estado de forma. El campeonato nacional tendría lugar justo cuando empezaran las clases, e incluso había obtenido un permiso para poder entrenar de forma apropiada y sin presiones hasta el último momento. El director del Södra Latin no era un gran entusiasta del boxeo, pero no podía dejar que un alumno tan popular como Henry Morgan perdiera la oportunidad de triunfar. Tampoco le haría ningún mal al instituto tener a un campeón sueco andando por sus pasillos. Willis había llamado personalmente al centro docente para agradecer la exención y había hablado en términos muy elogiosos de Henry, prácticamente garantizando que les devolverían a un campeón nacional junior de peso wélter.

Solo alguien que haya entrenado o preparado a un púgil para una competición tan importante como el campeonato nacional puede entender cómo esa tensión afecta a la mente. Willis le animó a que por las mañanas y por las noches saliera a correr, y Henry así lo hizo, ejercitándose a lo largo del Söder dos veces al día. Cumplió rigurosamente con todo el programa de entrenamiento hasta el último momento.

Sin embargo, nunca llegó «el último momento». El primer combate debía tener lugar una noche a finales de agosto, y justo aquella tarde, cuando Henry estaba en casa haciendo una comida apropiada y con tiempo suficiente antes del combate, sonó el teléfono. Henry se encontraba solo en casa. Greta estaba trabajando en las clases municipales de costura y Leo había ido a la escuela. Y la fortuna quiso que fuese Maud la que llamaba. Había regresado.

Henry había recibido muchos golpes aquel verano, golpes muy fuertes de algunos sparrings de sucias tácticas, pero en su lucha incansable los había olvidado rápidamente. Pero aquel golpe era demasiado fuerte para él. Una hora más tarde estaba tendido en la cama de Maud en Lärkstaden, y todo quedó perdonado.

Cuando el gong sonó, Willis estaba allí plantado, maldiciendo.


El último año de Henry Morgan en el instituto estuvo marcado por el signo de la indignación. Los profesores llevaban los periódicos del día a las clases, y eso solo podía significar que algo histórico estaba sucediendo. No se trataba solo de que las chicas fueran admitidas en el Södra Latin, sino de algo mucho más extraordinario que eso: se estaba construyendo un muro en Berlín. Kilómetros y kilómetros de alambrada en grandes cantidades -¿o era una forma de densidad extremadamente cargada?- que habían alcanzado una magnitud propia: un muro infranqueable, el muro de Berlín, Die Mauer. Había una extrema tensión en las relaciones diplomáticas, los agentes realizaban labores de espionaje como nunca antes y los comunicados hablaban de graves altercados, refugiados y tragedias. El ambiente se volvía cada vez más tenso y menos diplomático, y nadie sabía a ciencia cierta cuál era la potencia del ejército ruso, que estaba tras el Telón de Acero.

Los profesores del instituto hablaban del Die Mauer desde sus distintas perspectivas docentes. Se podía ver el Muro como un ejemplo matemático: ¿cuántos ladrillos serían necesarios para su construcción? Se podía ver el Muro como un paralelismo histórico con la Gran Muralla China: ¿qué tenía en común Ulbricht con Shi Huang-Ti o con el terror de los antiguos césares a los hunos? Se podía ver el Muro desde un punto de vista puramente filosófico: como un símbolo de la eterna escisión occidental entre el bien y el mal, el cuerpo y el alma.

El profesor que se lo tomó más en serio fue el de filosofía, el señor Lans. Solo podía contemplar el Muro desde una perspectiva: la moral. Había perdido por completo el oremus y no conseguía ver ninguna pequeña grieta, ningún rayo de luz a través del Muro. Convertía cada clase en una larga e incoherente arenga basada en los artículos de la prensa de Berlín y en el Muro. Al parecer, le costaba enormemente comprender el concepto de la división de una entidad orgánica como una ciudad en dos partes, dado que ambas partes se presuponen entre sí y, una vez separadas, se convierten inevitablemente en simples mitades, incompletas. Y, en consecuencia, los habitantes de una ciudad cuyo flujo natural de comunicación se ve cortado se encuentran con obstáculos constantes, confrontados con una frontera artificial que los hace sentirse también cortados por la mitad, como individuos incompletos.

Los alumnos estaban de acuerdo y maldecían a los rusos. Henry también coincidía absolutamente, porque él mismo se había sentido como una mitad, como una persona incompleta todo el verano. Maud había estado fuera, en Río de Janeiro, donde vivía su madre, que había vuelto a casarse. Henry había estado trabajando para la compañía de tranvías y había entrenado en el Europa, lleno de una añoranza como nunca pensó que podría sentir. Esa fue la razón de lo que ocurrió en el campeonato nacional.

La añoranza había acabado convirtiéndose en unos celos terribles. Le resultaba totalmente imposible aceptar a W.S., y Henry aún seguía viendo la imagen de aquel viril, enérgico y, a su especial manera, imponente hombre en la cumbre de su carrera. Y supuso que él, a su vez, veía a Henry como a un mequetrefe, un muchacho al que le permitía jugar con la caprichosa Maud mientras él quisiera, porque era él quien tenía el dinero y el impagable poder paternal sobre Maud. Era a W.S. a quien ella acudía cuando se sentía débil y desgraciada, porque él era un hombre experimentado con los pies sobre la tierra, un hombre tanto con futuro como con pasado.

Henry se ponía furioso solo de pensar por lo que tenía que pasar. No le entraba en la cabeza por qué no exigía algo más que aquello, por qué parecía aceptar el hecho de compartir una mujer con otro hombre: era como si un muro de Berlín pasara justo a través de Maud, como si ella tuviera sus propias secciones este y oeste en las cuales estaban confinados los hombres de su vida, sin que se les permitiera mirar por encima del muro al otro lado.

A lo largo del verano Maud le había escrito algunas cartas desde los parajes de infinita belleza de Río de Janeiro; en ellas decía que le echaba de menos y que volvería hacia finales de agosto. Regresó a casa el mismo día en que Henry tenía previsto convertirse en campeón sueco de pesos wélter, en el punto culminante de la crisis de Berlín, cuando la balanza del terror parecía inclinarse hacia el desmoronamiento de Europa una vez más. Y Europa se desmoronó… o, más bien, el Club Atlético Europa de Hornstull. Willis hizo saber a Henry que a partir de ese momento se mantuviera alejado tanto del Europa como del boxeo. Willis estaba realmente indignado, y Henry también. Pero en la vida había cosas más importantes que el boxeo.

Por supuesto, nada ocurrió como Henry había imaginado. Después del encuentro con Maud, Henry se quedó totalmente extenuado, como si todas sus fuerzas y recursos hubieran caído por tierra. Maud estaba muy morena y ofrecía en conjunto un aspecto oscuro, casi irreal. De pronto se había convertido en una mulata, y tuvo que volver a reconocerla toda ella, explorarla y averiguar tanto como pudo. No montó ningún escándalo ni dio ningún ultimátum, como había planeado. Se limitó a rascar la puerta, y en cuanto lo dejaron entrar fue recompensado como un gran perro, húmedo y leal.

Así transcurrió aquel otoño, bajo el signo de la indignación. Al poco de regresar Maud y de que Henry recuperara su buena forma, al poco de que el muro de Berlín penetrara en la indignada conciencia de la gente como una realidad tangible de ladrillos y alambradas, la terrible desgracia de Hammarskjöld compuso su funesto titular.

De repente toda Suecia se sumió en un duelo nacional, y si Dan Waern, privado de ganar la medalla de oro en los Juegos Olímpicos de Roma, había parecido hasta entonces un santo en desgracia, pasaba ahora a ser considerado como uno de segundo orden. Cuando el avión de Dag Hammarskjöld se estrelló y su cadáver reposaba en la iglesia de Ndola Free, en la jungla del África central, fue como si toda esperanza hubiera desaparecido del mundo. La única criatura de Cristo de cierta trascendencia, con una aureola suficientemente poderosa y las credenciales necesarias para ser secretario general de las Naciones Unidas, se estrelló de la forma más prosaica en los bosques africanos como cualquier músico popular, dejando tras sí un mundo cuya estupefacción inicial se convirtió pronto en la más profunda amargura y desamparo. ¿Hacia dónde podían encaminarse ahora las esperanzas de la gente cuando un espíritu tan bello, un genio, un alma entusiasta llena de pureza y honradez, un ejemplo de lo mejor de la humanidad, podía simplemente abandonarnos sin previo aviso?

El profesor de filosofía del instituto de Henry, el señor Lans, poseía un espíritu sensible. Como un sismógrafo programado en Weltschmerz, había sufrido todos los tormentos del infierno durante la crisis del muro de Berlín, hundiéndose cada vez más y más con cada ladrillo que se añadía al Muro, como si estuviera obligado, por una necesidad puramente mecánica, a reaccionar, a contestar, a responder, como él mismo formulaba en su total perplejidad. Estaba tan poco curtido como un poeta joven, y tampoco la guerra fría había logrado hacerle más fuerte. Al contrario, el hombre había profundizado aún más en la miserable condición de la humanidad, tan inocente como un liberal de buen corazón. Y, justo cuando se había lamido las peores heridas recibidas tras la construcción del Muro de la Vergüenza, Dag Hammaskjöld se sube a un avión con destino a Moise Tshombe y a una posible paz, y el aparato se estrella en la jungla como si hubiera estado pilotado por el mismísimo Satán. Aquello fue demasiado para el señor Lans. Ya no podía ver ningún atisbo de luz en la vida: no había misericordia, consuelo ni ayuda a la vista. Mientras los regentes, jefes de Estado, arzobispos y reyes se pusieron de luto, mientras los estudiantes y toda la población sueca iniciaron el período de duelo con las banderas a media asta y se colocaron en fila para guardar unos minutos de silencio para honrar la memoria del santo, el profesor Lans estaba de baja por enfermedad. Nadie sabía a ciencia cierta dónde se encontraba. Alguien afirmaba haberlo visto en la procesión de ciudadanos que iba hasta Gärdet, pero debía de haber sido solo un rumor. Apenas se habían dado sepultura a los restos de Hammarskjöld cuando en el instituto hubo que volver a bajar la bandera a media asta, esta vez para honrar la memoria del profesor Lans. Y el revuelo que aquello causó fue cuando menos similar. Se decía que se había quitado la vida, y los rumores apuntaban en varias direcciones, desde el haraquiri japonés -después de todo, hablaba mucho acerca de la filosofía del Lejano Oriente- hasta ahorcarse, cortarse las venas o una sobredosis de pastillas.

En el fondo, nadie quería saber la verdad. Muy pronto el profesor Lans fue canonizado como un santo local y se convirtió en una especie de héroe entre los estudiantes, la combinación perfecta de valor y debilidad. Había reaccionado con fuerza ante la maldad en el mundo, reconociendo su debilidad, y aun así había sido tan valiente como Hemingway, que recientemente se había colocado una escopeta debajo de la barbilla y había apretado el gatillo. En realidad nadie lo había explicado así, pero cualquiera con una pizca de fantasía podía leer entre líneas. Eso era lo que tenía que haber ocurrido. Un cazador como Hemingway no muere por un disparo fortuito de su propia escopeta. Lo mismo servía para el profesor Lans. Había sido «un matador gentil en la plaza de la vida», como escribió en su obituario el sensiblero poeta Henry Morgan.


Al joven Henry le afectó mucho la muerte de su profesor, pero no pensó en el suicidio durante aquel otoño de 1961. No le importaba no acabar convirtiéndose en un nuevo Ingo o un Lennart Risberg en el mundo del boxeo. Pero sí pensaba en el asesinato, simple y llanamente. De nuevo se veía a merced de los caprichos de Maud, quien le abría las puertas de su casa solo cuando les iba bien a ella y a su arreglo con W.S. Aquello era más de lo que Henry el cachorrillo podía soportar, aunque Maud, tanto por su credibilidad como por su integridad, aseguraba a su joven amante que las cosas no eran así en absoluto.

El otoño transcurrió marcado por aquella extraña suerte de pasión, y el invierno estaba ya a las puertas. En noviembre nevó, pero fue algo excepcional. Parecía como si aquella Navidad no fuera a haber nieve en las calles, pero por entonces Henry no era de los que andaban preocupándose por el tiempo que hacía. Henry estaba completamente bloqueado: se sentía incapaz de dar respuesta a su pregunta de si debía soportar la sombra constante de W.S. Había visto a aquel hombre en una fotografía -a veces, cuando estaba seguro de no ser descubierto, volvía a echar un vistazo al álbum de Maud-, y ella continuaba regalándole ropa y objetos de valor que, ineludiblemente, acababan en la casa de empeños. A aquellas alturas ya habían sido bastantes los obsequios, desde la elegante pitillera hasta gruesas pulseras de oro, gemelos y agujas de corbata con piedras preciosas. Sabía que todo aquello ascendía ya a una suma considerable, sin duda más de dos mil coronas, y empezaba a estar un poco preocupado. De alguna manera, había vendido su honor.

Henry podía ir a casa de Maud una noche sintiéndose atraído por una fuerza desconocida y que a veces no tenía nada que ver con el amor o el deseo, casi como si W.S., el hombre en las sombras, lo empujara hacia delante.

Pero en cuanto llegaba al apartamento de Maud todo cambiaba. Se sentía como en casa y desaparecían todas sus dudas. Se sentaban y hablaban frente al televisor como si fueran un matrimonio. Maud decía que era feliz. Ella lo deseaba, halagaba su vanidad y lo llenaba de regalos, y él sentía la suave caricia de sus favores sobre el pecho cada vez que estaba allí, como el cosquilleo de una pluma de pavo real: placer y desagrado se convertían en una escolástica incomprensible.

Al principio Henry se sentía completamente inferior e inculto, lo que en cierto modo era verdad: no era sino el hijo de una criada que ni siquiera abrigaba la ambición de llegar a ser alguien, luchar, lamentarse por su situación o esforzarse por mejorarla. Solo quería divertirse, tocar el piano con su cuarteto, boxear y vivir la vida. Pero se arredraba ante cualquier prueba de su fuerza, retrocedía ante las vastas profundidades, ante una posible derrota. Pero Maud le tomó de la mano y con el tiempo le enseñó que una derrota no significaba el fin. Llevó a Henry el bastardo al Museo de Arte Moderno y confrontó su salvaje mente a la disciplinada intoxicación del arte más moderno. En el museo había actuaciones de jazz, y en ocasiones Henry tenía que tocar allí con el Bear Quartet, que poco a poco se iba convirtiendo en un grupo legendario. Sobre todo, desde que el pianista al que sustituía Henry estaba viviendo una existencia abocada a una profunda angustia, una Weltschmerz, y a una convulsa y desesperada creatividad.

La ambición de Maud era educar a Henry, usar con él las tijeras de podar, como hubiera dicho Willis. Henry tenía con este una deuda de gratitud, y ahora también la tenía con Maud, aunque esta aseguraba que era ella la que estaba en deuda en él. Le decía que sin él sería solo la mitad de una persona, y que sería incapaz de soportarlo. Se lo decía tan a menudo y le regalaba tantas cosas que él casi llegó a sentirse algo cansado de todo aquello. Su generosidad podía convertirse fácilmente en una forma de ofrenda sin sentido, un derroche atolondrado.

De vez en cuando lograba percibir un atisbo de la fragilidad de la que Maud hablaba con frecuencia, pero que conseguía ocultar estupendamente. Podía suceder cuando se descubría una espinilla en la cara y de inmediato cogía un espejo y el estuche de maquillaje para camuflar la imperfección. Lo hacía de forma asustada y angustiada, como temerosa de ser descubierta en algo embarazoso y denigrante.

Quizá fuera aquella fachada de perfección que ocultaba su desesperado deseo de eternidad lo que tenía tan fascinado a Henry; exactamente como los decorados de Scott Fitzgerald en un Hollywood al borde del colapso: un sueño puesto de manifiesto y un aviso de la destrucción, todo al mismo tiempo.


Esprit d’escalier era la definición más exacta y precisa de lo que Henry experimentaba cada vez que dejaba a Maud para ir al instituto o a su casa o a donde fuera, porque no podía quedarse en su apartamento. Esprit d’escalier significa que se te ocurre lo que deberías haber dicho cuando ya estás en el portal y es demasiado tarde; algo que has ido pensando y madurando mientras bajabas la escalera. Como cuando te encuentras a un auténtico cretino por la calle, maleducado e insolente, y a los cinco minutos te viene a la mente la réplica perfecta, aguda y contundente, que lo hubiera puesto en su sitio.

Cuando Henry dejaba a Maud, casi siempre quería decirle que ya no soportaba más aquella situación. Henry nunca había sentido tantos celos, y jamás habría creído que pudiera sentirse así. Hasta entonces había carecido de motivos para ello, pero ahora los celos se habían apoderado de él, de forma inapelable. Estaban allí como una voz machacona, una sombra, una ráfaga de viento que le envolvía en la acera por donde caminaba, algo que le acompañaba a cada paso que daba: no podía detenerse y dejarlo pasar, y tampoco podía escapar corriendo.

Mucha gente ha intentado llevar una relación de triángulo amoroso, pero me pregunto si eso es siquiera posible. Ya resulta bastante complicada una relación normal entre dos individuos, tan difícil de conservar, con lo desesperantemente impredecibles que pueden ser dos personas. Si, además, hay que tener en cuenta a alguien más, la situación es doblemente compleja. Especialmente cuando, como en mi caso, solo se conoce a una de las personas implicadas: Henry, el narrador, el mentiroso, el traidor traicionado.

Pensar en W.S. era como imaginar a un hermano al que nunca había conocido. En alguna ciudad de algún país había una persona que compartía su misma sangre, la sangre que él pensaba que compartía con Maud. Existía otra persona que conocía a Maud del mismo modo en que él la conocía, que hablaba de él, que pensaba en él y que quizá incluso estuviera celoso de él, pero a la que nunca había visto.

Henry llevaba camisas con las iniciales W.S. bordadas por dentro del cuello, debajo de la etiqueta del fabricante. Henry recibía objetos pertenecientes a W.S. que inmediatamente empeñaba y gracias a los cuales podía vivir bastante bien. Maud afirmaba que ni Henry ni W.S. eran hombres tan completos como para poder ser suficientes por sí solos. Los necesitaba a los dos.

Durante los primeros meses del invierno de 1962 -cuando se firmó la paz en Argelia y el equipo sueco de hockey sobre hielo Tre Kronor ganó la medalla de oro en los campeonatos mundiales celebrados en Colorado Springs-, Maud y Henry empezaron a enzarzarse en violentas discusiones que tenían su origen en auténticas nimiedades. Henry tocaba con frecuencia junto al Bear Quartet en las nuevas galerías de arte que se estaban abriendo en la ciudad. Los artistas modernos que exponían insistían en que fuera el Bear Quartet el que tocara en las fiestas de inauguración, y Henry iba con ellos, ya que su pianista habitual parecía abocado sin remedio a su propio destino -que coincidía en muchos aspectos con el de otras estrellas del jazz-y su única misión en la vida se había convertido en planificar, con siniestra minuciosidad, su propio final, como un mapa con una gran X que señalara al cementerio de Norra.

En aquellas elegantes inauguraciones en las que se servía vino tinto y canapés, Maud se paseaba haciendo comentarios bastante ácidos sobre el Arte, ya que el único artista que aún seguía contando era Pollock, y sus epígonos suecos eran incapaces de aportar nada nuevo, al menos en opinión de Maud. Henry el crítico de arte sentía cierta debilidad por aquel tipo de arte moderno, y no podía entender la urgencia de Maud por encontrar algo nuevo. Así es como estallaba la discusión, que a menudo desembocaba en una gran escena que era especialmente apreciada por los artistas, aunque bastante menos por los galeristas, preocupados por sus clientes y por mantener un ambiente tranquilo para sus compras. En algunos eventos Maud llegó incluso a arrojarle copas y platos de porcelana a su joven amante, porque, en el fondo de todas aquellas discusiones, lo único que subyacía eran los celos de Henry. Estaba convencido de que Maud solo asistía para exhibirse y desplegar sus encantos, algo en lo que había parte de razón. Y eso otorgaba mayor fervor a sus argumentos. La pasión con que Henry defendía su adhesión a los pintores modernos se basaba en su deseo de encontrar a iguales, bohemios, creadores escogidos que pudieran amar a una mujer de una manera mucho más profunda que los ricos hombres de negocios que viajaban por el mundo y mantenían a sus amantes a una prudente distancia. Maud conocía perfectamente las intenciones de Henry, como también sabía que el resto del público -los buitres, la hidra que asistía a todas las inauguraciones en busca de una aceituna y algo de diversión- entendía a qué se refería Henry.

Después de aquellas confrontaciones, Henry resbalaba y daba trompicones en la nieve hasta caer de bruces en algún ventisquero, en espera de misericordia, de que Maud lo perdonara y lo rescatara de una muerte segura, o cuando menos de una pulmonía. Esperaba de ella que lo llevara a casa, le preparara un caldito y metiera en la cama al pianista, artista y crítico de arte. Y, al filo de la madrugada, se reconciliaran en susurros.


Durante aquella primavera, Lily Berglund cantaba «Cuando es primavera y hace sol y tienes diecisiete, hay tantas cosas que no comprendes». Y Henry entendía tanto del Gran Jazz y del Gran Arte como sabía poco del Gran Amor. Al igual que la chica traicionada de la canción, él se había despojado del manto de inocencia infantil que lo había protegido de acusaciones y responsabilidades. Solo le quedaban unos miserables años de adolescencia, y ya se sentía como un hombre completamente adulto.

Una tarde de abril fue convocado por la junta de servicio militar para una entrevista. Puesto que había pasado las pruebas físicas con una destreza excepcional y tampoco podía ser considerado mentalmente incapacitado, él y los futuros mandos coincidieron en que sus aptitudes deberían ser aprovechadas en alguna actividad de guardia. Después de todo, también Ingmar Johansson había estado en los comandos de montaña. Por su parte, Henry habría preferido ser destinado en el archipiélago, como guardia marina. A los oficiales les pareció estupendo, y el asunto quedó zanjado. No tenían ni idea de lo que hacían.

Aquella tarde memorable llamó a Maud porque quería cenar con ella. La primavera estaba en el aire, y él se sentía de buen humor, tan ingenuo como Sven Dufva, el valiente y leal soldado de la obra épica de Runeberg, a quien siempre se había parecido. Ya hacía un año que estaba con Maud y aquello tenía que celebrarse con la debida pompa y circunstancia.

Maud acababa de llegar de trabajar y le insistió en que se pasara por casa. Ella le dijo por teléfono que tenía algo importante que contarle. Parecía seria, decidida y ansiosa. Henry esperaba que hubiera estado considerando su propuesta de intercambiarse los anillos, y además que hubiese decidido aceptar aquella oportunidad que le deparaba la vida. Sería el regalo ideal para su primer aniversario.

Maud tenía una expresión sombría cuando abrió la puerta. Parecía haber estado llorando. Henry colgó su abrigo en el perchero, que se inclinó contra la pared. Como sorpresa, le había comprado una bolsa de de regaliz salado de a dos cincuenta en Augusta Jansson. Maud sonrió y pareció conmovida.

– Henry. Estoy embarazada.

Henry sintió de pronto una ligera sensación de mareo, y se sentó en el sofá de la sala de estar. Serio y solemne, encendió un cigarrillo y dijo:

– Voy a pedir inmediatamente una prórroga del servicio militar.

Maud no pudo evitar reírse.

– Eres maravilloso, Henry. Pensé que lo primero que preguntarías era quién era el padre.

Henry no había llegado a pensar tanto. Lo primero que le había venido a la cabeza era si podría hacerse cargo económicamente.

– ¿Es eso lo que pensabas de mí? No es muy considerado de tu parte.

– Una chica nunca sabe -repuso Maud-. Has sido siempre tan celoso. Pero no va a haber ningún problema…

– ¿Cómo dices?

– Tengo hora con un médico. Pasado mañana. Es un buen médico.

Henry comprendió a lo que se refería, y se derrumbó como un saco, como si le hubieran asestado un golpe duro y directo en el plexo solar.

– ¿Te sientes aliviado? -preguntó Maud.

– ¿Es que no entiendes nada?

– Ahora no vayas a enfadarte. Ya está decidido. Hemos llegado a un acuerdo.

– ¿Quiénes?

– Wille y yo -dijo Maud encendiendo un cigarrillo.

Henry sintió que se le revolvía el estómago. No quería oír mencionar aquel nombre ahora, y menos en un tono tan familiar como «Wille».

– ¿Así que se lo has explicado primero a él?

– Henry, tienes solo dieciocho años…

– ¡A la mierda! Yo puedo encargarme de esto. ¡No me jodas con lo de la edad!

– Cálmate -dijo Maud pacientemente-. No tienes que enfadarte por esto. Lo primero y más importante, soy yo quien tiene que decidirlo, ¿estamos? Y ahora no quiero tener niños. Hay un montón de cosas que quiero hacer antes, y quiero seguir siendo libre durante un tiempo…

– ¡Para poder seguir jugando con tipos como yo!

– ¡No digas tonterías! Intenta ser un poco sensato.

– ¡Un poco sensato…! -repitió Henry-. Frío y cínico, eso es lo que es.

– Estás siendo terriblemente inmaduro enfadándote así.

– No soy para nada inmaduro. Quiero asumir mi responsabilidad -dijo Henry intentando sonar serio-. Acabo el instituto dentro de un mes. Buscaré un buen trabajo y no hay más que decir.

– No hay discusión que valga, Henry. Me alegra que quieras asumir responsabilidades, de verdad, pero… Esta vez, no.

– ¿Cómo puedes hablar siquiera de «esta vez»?

– Henry -dijo Maud, poniendo una mano sobre la rodilla de él-. Estás aún más enfadado que yo. Pero no es algo tan extraordinario. Ocurre cada día, en todas partes.

– Para mí es algo extraordinario -replicó Henry-. Realmente extraordinario.


Para Henry aquello era realmente extraordinario, pero sabía que no lograría convencer a Maud de que tuviera a la criatura. Había tomado una decisión, y no pensaba cambiarla.

Tal como me lo contó dieciséis años después, no se trataba solo de una mujer que acudió a un frío consultorio de la ciudad y dejó que un médico extrajera un organismo en gestación de su cuerpo, tras lo cual se fue a casa, se tomó unas cuantas pastillas y permaneció varios días en estado de letargo. También se trataba de un joven al que se denegó para siempre la posibilidad de convertirse en un ciudadano normal y decente.


Bajo la superficie de amargura y reproches, Henry sintió que aquella primavera algo mucho más grave que lo ocurrido a Maud le había sucedido a él. No tuvo lugar en la clínica abortista: fue en el interior de Henry. Afirmó sentirse como si nunca más pudiera querer nada, significara aquello lo que significase.

Aquella tarde en que había previsto celebrar su primer aniversario y en cambio Maud le contó que pensaba abortar, la velada acabó con Henry marchándose dando un portazo, herido en su orgullo y vagando por la ciudad como un personaje atormentado de Dostoievski. Los pensamientos se arremolinaban en su cabeza y, aunque sabía que la batalla estaba perdida, se negaba a darse por vencido. Tenía que dirigir aquellas fuerzas en apariencia invencibles contra algo. No le bastó con arrastrarse y pedirle a Willis que le perdonara y preparara su regreso al ring con sesiones dobles de entrenamiento en el Club Atlético Europa. No era suficiente. Dirigió toda su ira contra W.S. Imaginó su maldita cara de adonis justo en el centro del saco, y recompuso sus rasgos tal y como hubiera querido que fuesen. Para Henry, W.S. era un rostro lleno de promesas ya cumplidas acerca de su creatividad y su actitud emprendedora dentro del mundo de los negocios, y que estaba subiendo como la espuma. Y dentro de poco, sin ninguna duda, aquel magnate se convertiría en uno de los ejecutivos más influyentes del reino de Suecia. ¿Cómo sería Maud entonces? ¿Seguiría en un futuro deslizándose por los salones, sosteniendo con aire desenfadado un dry martini mientras devoraba con los ojos a jovencitos que la desearan, la adoraran, la veneraran como a un símbolo de la eterna juventud?

Si en todo aquel asunto había una fuerza maligna oculta, esa era Wilhelm Sterner. A fin de cuentas, era él quien estaba actuando irresponsablemente. Cuando por fin Henry tenía una oportunidad de demostrar que no era solo un bufón, un necio que nunca se responsabilizaba de nadie salvo de sí mismo, le negaron aquella posibilidad. El pequeño embrión de una vida decente fue arrancado en una clínica detrás de cortinas corridas.

Las iniciales W.S. se convirtieron en una especie de invocación, un misterioso anagrama, un código críptico, una señal de alarma. Henry no se había puesto en contacto con Maud desde hacía días, y ella tampoco lo había intentado. Después de la operación, había pasado la mayor parte del tiempo tumbada y durmiendo. Henry simplemente se plantó en el portal que estaba enfrente del edificio de Maud. Se descubrió a sí mismo allí, en un oscuro umbral, en una portería que olía a periódicos viejos apilados y a frituras nauseabundas. Del mismo modo que se decía que algunos asesinos y otros criminales despertaban a un nuevo tipo de conciencia tras el crimen cometido, de alguna manera Henry empezó a conocerse a sí mismo mientras estaba allí, oculto en el portal. No podía explicar cómo había acabado allí, ni tampoco por qué. Tomó conciencia de su propio aliento, del latido de su corazón, como si hubiera reconocido a un viejo amigo de la infancia, o a aquel hermano que has tenido toda la vida pero al que nunca has conocido.

Algunas personas solitarias salieron del portal de su edificio, pero no les prestó mayor atención. Hacia las nueve de la noche -había sido una larga tarde de primavera y ahora ya estaba bastante oscuro-, W.S. salió del edificio. Henry lo reconoció al instante, pese a que solo había visto su cara en una fotografía. En cuanto W.S. empezó a caminar por la calle, Henry salió de su escondite y le siguió. Henry quería acercarse más, ver cómo se movía y averiguar lo que iba a hacer después de haber estado unas horas en casa de Maud.

W.S. tenía un andar muy flexible. Llevaba un gabán azul oscuro, sombrero de ala bastante ancha y zapatos ligeros, probablemente italianos. Iba muy elegante, y sorteaba con presteza los ventisqueros que aún no se habían deshecho. Cerca de la calle Birger Jarl sacó un cigarrillo y lo encendió. Henry vio cómo se iluminaba su rostro al resplandor del mechero, e intentó recordar cuántos encendedores de plata con las iniciales W.S. había empeñado. Había perdido la cuenta. ¿Es que aquel tipo no se cansaba nunca de comprar nueva parafernalia?, se preguntó.

El hombre atravesó Engelbrektsplan, continuó hacia Stureplan y entró en el bar Sturehof, o pub, como se le llamaba a la manera inglesa. Henry esperó bastante rato afuera en la fría noche. Después se hartó y se fue a casa. No tenía dinero ni valor suficientes para entrar.

A la tercera noche, aquel proceso se había convertido en rutina. Henry la sombra conocía ya el patrón, como un auténtico detective. Se deslizaba fuera del portal de enfrente del edificio de Maud y seguía el rastro de W.S. Incluso se atrevía a silbar por lo bajo «Putti Putti», caminando con las manos en los bolsillos y el cuello del abrigo levantado. En una ocasión estuvo a punto de salir disparado a encenderle el cigarrillo a W.S. con su propio mechero. Pero se contuvo.

Aquella noche en concreto se armó de valor y entró en el Sturehof detrás de su presa. Incluso encontró un sitio a su lado en la barra del bar. Solo entonces empezó a sentir la excitación, el estímulo perturbador del perro de caza. Haciendo acopio de todas sus fuerzas, Henry fue capaz de controlarse. A punto estuvo de lanzarse a su cuello, echarle las manos alrededor de la garganta y apretar hasta que el cartílago se rompiera entre sus dedos. En cambio, se limitó a mirar fijamente las botellas que había tras la barra, suspirando profundamente. Intentó percibir el olor de W.S. ¿Olería a Maud? ¿Utilizaría la loción para después del afeitado que había en el cuarto de baño de Maud? Pero Henry no consiguió oler nada.

W.S. sacó un cigarrillo y Henry aprovechó la ocasión.

– ¿Fuego? -preguntó, girándose hacia W.S. y alargando un encendedor que pertenecía al hombre.

– Gracias -respondió W.S.-. Una Guinness -continuó, dirigiéndose al camarero de la barra.

– Sí, señor -dijo este-. ¿Y por aquí?

– Lo mismo -contestó Henry, a pesar de que no sabía lo que era una Guinness.

Henry observó a W.S. por el espejo que había detrás de la barra. El hombre ofrecía el aspecto que debía tener, es decir, estupendo. A pesar de moverse de forma ligera y flexible, había algo de pesado y contundente en él. Henry supuso que eso era lo que Maud llamaba el peso de la experiencia.

W.S. sacó un diario vespertino del bolsillo de su gabán y empezó a hojearlo distraídamente. Se echó a reír leyendo un reportaje acerca del campeonato nacional de twist, que se estaba celebrando en la sala Nalen.

– Supongo que tendré que aprender a bailar twist para estar al día -dijo en voz alta.

– No creo que el twist tenga mucho futuro -murmuró Henry.

– Creía que a todos los jóvenes les gustaba bailar el twist -dijo W.S.

– Yo odio bailar -repuso Henry.

W.S. se echó a reír de nuevo y observó a Henry con una mirada larga y penetrante, como si de pronto se le hubiera hecho la luz. A Henry le entró un poco de miedo, y empezó a preguntarse si Maud también tendría una foto de él, cosa que dudaba. No podía ser identificado. Simplemente W.S. tenía una mirada de acero, de las que haría falta un martillo para penetrar. Pero en realidad no había maldad en sus ojos; más bien cierta curiosidad, un interés compasivo. Tal vez fuera esa mirada la razón de su éxito tanto con las mujeres como con los hombres de negocios.

Bajo la mirada de su antagonista, Henry se sintió algo débil y menos rencoroso. O tal vez fuera aquella cerveza irlandesa, fuerte y oscura, la que lo hacía sentirse más benévolo y laxo. En cualquier caso, permaneció sentado bastante tranquilo y relajado en la barra del bar. Ya no tenía miedo de lo que pudiera hacer a continuación. Con la segunda Guinness, Henry comenzó a charlar con W.S. sobre la primavera y el tiempo, y luego se presentaron.

– Wilhelm Sterner -dijo W.S. muy cortésmente.

– Peter Morén -dijo Henry estrechándole la mano.

No hubo ningún parpadeo que delatara en W.S. la más mínima sospecha ni ningún tipo de reacción similar, algo que en una situación como aquella un mentiroso como Henry hubiera captado en su presa. El menor atisbo de sospecha hubiera hecho retroceder a Henry, pero W.S. interpretaba meticulosamente su papel, formado como había sido en el mundo de la diplomacia y los negocios por Wallenberg. Más tarde, cuando rememoraba aquel encuentro y me explicaba la historia, Henry aún no lograba entender cómo aquel hombre que de forma tan fría y calculadora se sentaba en el taburete del bar siguiéndole el juego, sintiera tal angustia y miedo ante la muerte, como Maud afirmaba. W.S. parecía el hombre con mayor dominio de sí mismo en todo el mundo empresarial.

– Puedo invitarte a otra cerveza, si te apetece -dijo W.S.

– Estaría muy bien -contestó Henry-. Estoy sin blanca.

– Yo no -dijo W.S., y pidió otras dos Guinness.

Brindaron y W.S. le preguntó a Henry en qué trabajaba. Henry contestó que era carpintero, ya que había trabajado un par de veranos en la construcción y sabía algunas cosas del oficio. W.S. parecía muy interesado, y por supuesto estaba familiarizado con aquella profesión. Sabía cómo funcionaba el sector de la construcción y los dos coincidieron plenamente en que a los constructores se les podía augurar un buen futuro, a la vista de lo que se estaba demoliendo en el centro de la ciudad.

Henry y W.S. siguieron conversando de diversos temas, pero Henry no estaba lo suficientemente sobrio para darse cuenta de que le estaban conduciendo a un callejón sin salida, en el que un experto y avezado hombre de negocios con gabán lo esperaba apuntándolo con una Luger.

– Ahora tengo que irme, Henry -dijo W.S. de pronto, bajándose del taburete-. Pero te propongo que nos veamos mañana por la noche en casa de Maud. Tenemos muchas cosas de que hablar, ¿no crees?

Henry ni siquiera tuvo tiempo de pensar en una respuesta cuando W.S. ya se había marchado, dejándolo allí con su vergüenza, su sorpresa y su miedo insondable. Ya no se trataba de simple esprit d’escalier. Aquello era puro pánico.


Se cuenta que el célebre conde guerrero Moltke solo se rió dos veces en toda su vida: la primera fue cuando murió su suegra; la segunda, cuando durante una visita ceremonial contempló la fortaleza de Waxholm, el castillo de Oscar Fredrik.

Aquella era una de las historias favoritas de Henry, que en su versión adquiría mayores dimensiones que como yo la presento. Escuchar las historias del servicio militar de Henry podía resultar bastante tedioso, y no pienso entretenerme mucho tiempo en ese período.

Por su parte, Henry tampoco se reía mucho en aquel agosto de 1962, cuando el sol caía implacable en el patio del cuartel quemándole la nuca, y sudaba copiosamente. Los abanderados desfilaron hasta quedar en posición de firmes, el polvo se arremolinaba a la luz del sol, el ruido de los tambores reverberaba en ondas expansivas que retumbaban en las paredes del fuerte. Se dio la orden y la compañía entera de guardiamarinas y artillería de costa se puso firme.

El coronel leyó el Credo del Guerrero en un ambiente grave, solemne y grandilocuente. Resonaban las arcaicas terminaciones de las palabras: Carlos XII, triunfo, honor, honradez y responsabilidad. Aquellos hombres jóvenes, entre ellos Henry Morgan, en posición de firmes con sus uniformes caquis tras largos días de rigurosa preparación física en la isla de Rind, asumían ahora una gran responsabilidad en el momento de iniciar su instrucción militar, ser entrenados para convertirse en soldados de élite, ser asignados a puestos de servicio en tiempos de guerra, recibir nombres en clave y, como mínimo, en los próximos veinticinco años, estar preparados para el combate si las cosas empezaban a ponerse feas… cuando se pusieran realmente feas.

El coronel entregó a su adjunto el Credo del Guerrero, un gran cuaderno con una magnífica encuadernación en piel color burdeos, y empezó a pasar revista a las tropas junto al jefe de la compañía, un comandante muy bronceado. Los soldados saludaron. Y pareció que el coronel se paraba un par de segundos escasos frente a Henry Morgan para examinar más de cerca el saludo del recluta.

Podría pensarse que ya entonces el coronel se dio cuenta de que aquel sujeto en particular -cuyo saludo era, de hecho, correcto- se trataba de un caso completamente perdido, que aquel muchacho estaba muy quemado y que ningún mando podría amedrentarlo porque ya estaba tan hundido, tan profundamente hundido, que ningún arresto, castigo o retirada de permiso haría mella en él. Podría pensarse que el conocimiento de la naturaleza humana que en ocasiones atesora un militar del rango del coronel le habría indicado inequívocamente que el soldado Morgan iba a traer problemas.

Solo se puede suponer lo que el resto, los demás soldados, vieron. Quizá lo que vieron fue a un camarada raro que siempre era el último que quedaba en pie en el campo y que les ganaba a todos al póquer; alguien que era el último en levantarse por las mañanas pero el primero en completar todas las tareas; alguien que nunca se echaba atrás cuando un comandante furioso y con mal aliento le gritaba a la cara escupiendo saliva; y alguien que siempre defendía a algún crápula hasta lograr que los mandos se ablandaran. En cualquier caso, aquella era la imagen que Henry quería proyectar de sí mismo, así como la imagen que me presentó a mí.

Después de la cena del día en que escucharon el Credo del Guerrero, les concedieron unas horas libres y, como de costumbre, se tumbaron en la playa para contemplar la puesta de sol mientras saboreaban un café y un cigarrillo. Henry había hecho unos cuantos amigos, que compartían su deseo de mantener su integridad frente al Sistema: un atleta de élite que pensaba rechazar por motivos religiosos el uso de las armas cuando recibieran su metralleta; un batería potente pero muy malo al que Henry conocía del Gazell, en Gamla Stan, así como un par de muchachos que pasaban bastante inadvertidos.

En aquel celibato uniformado las noches podían ser bastante apacibles. Henry había sufrido. Se había graduado en el instituto, se había emborrachado y había dado tumbos por ahí para intentar superar lo de Maud. Pero sabía que todo había sido en vano. No podría superarlo nunca. Ella lo tendría en su poder para siempre, y la única alternativa que le quedaba era no volver a verla, alejarse de la ciudad tanto como le fuera posible.

Ahora estaban tumbados como de costumbre en la playa, contemplando la bahía. La puesta de sol era indescriptiblemente bella, y hablaban en voz baja de asuntos serios como llevar o no un arma. De pronto se acercó un soldado corriendo y gritando:

– Henry, tienes visita. Una chica, allá en la verja -resolló el soldado.

– ¿Visita? -preguntó Henry un tanto distraído.

– ¡Date prisa! Lleva esperando media hora.

Henry se dirigió arrastrando los pies hasta la verja y vio a Maud apoyada contra el reluciente radiador de un Volvo. Se esforzó en lo posible por no sentir nada, no mostrarse afectado. El uniforme le había curtido.

– ¡Cuánto tiempo…! -dijo Maud, y Henry se dio cuenta de que era la primera vez que la veía realmente nerviosa e inquieta.

Henry convenció al centinela para que le dejara acercarse al coche y sentarse dentro unos minutos. El guardia les pidió que se alejaran un poco para no ser vistos en caso de que apareciera algún oficial.

Henry llevaba un uniforme de campaña cómodo y ancho, con cinturón y botas de marcha. Maud lo miró detenidamente sin hablar, con expresión afligida. Parecía cansada. Él se sentó a su lado en el asiento de delante y miró por la ventanilla. Intentó que los ánimos se enfriaran un poco, porque de lo contrario tenía miedo de desmoronarse. Encendió un cigarrillo y permaneció en silencio.

– ¿De quién es el coche? -preguntó al cabo de un rato.

– ¿Qué tiene eso que ver con…? -dijo Maud, y se interrumpió-. Lo cierto es que es un regalo -reconoció.

Maud cogió la cabeza de Henry y la giró hacia ella. Su mirada ya no era asustada o afligida, sino tranquila y con los ojos llenos de lágrimas. Se mordió los labios hasta que palidecieron, y luego se echó a llorar. Henry no podía tocarla.

– ¿Qué tal está W.S.? -preguntó, tragándose el nudo que se le hizo en la garganta.

– Bien -sollozó Maud.

– Salúdalo de mi parte y dale las gracias por no haberme denunciado.

Maud asintió con la cabeza sin dejar de llorar.

– ¿Y cómo le quedó la boca?

– Dos dientes -contestó-. Tuvieron que ponerle dos nuevos…

– Yo tengo esta cicatriz -dijo Henry, levantando el puño derecho y enseñando una profunda cicatriz dejada por dos afilados dientes en sus nudillos.

– Pero… -murmuró Maud-. Necesito un… un pañuelo -dijo abriendo torpemente su bolso y sacando uno-. ¿Y cómo te va por aquí?

– ¿Tú qué crees? Pero no puedo quejarme. Estoy viendo agua todo el santo día y además tengo comida gratis. Podría estar peor… en la cárcel.

– ¿Por qué no me has llamado? Eres muy cruel, Henry. ¡Cruel y egoísta!

– Solo quiero que me dejéis en paz. Y de egoísmo es mejor que no hablemos, Maud.

– ¿Es que te doy miedo, Henry? Tienes que perdonarme… He intentado olvidarlo todo, pero no puedo.

– ¿Yo? ¿Perdonarte? -gritó Henry-. ¿Estás segura de que no sois vosotros dos, tú y W.S., los que deberíais perdonarme a mí?

Maud sacudió la cabeza sin preocuparse del maquillaje que le caía por las mejillas, dándole un aspecto entre grotesco y trágico. A Henry le pareció más hermosa que nunca.

– Ya todo ha pasado -dijo-. Y tú lo sabes. El mismo Wille dijo que se había comportado mal, que debería haber pensado mejor las cosas.

– Llámale como quieras, menos «Wille» -dijo Henry-. Y a mí aquello no se me olvidará nunca.

– ¿Por qué tienes que ser tan rencoroso?

– Yo no soy rencoroso, pero algo ha ocurrido. Necesito estar lejos de vosotros dos. Necesito tiempo…

– ¿Cuánto tiempo? Estás siendo tan duro, Henry. Duro y frío.

Había un paquete de cigarrillos en la guantera abierta y Henry cogió uno, lo prendió con el encendedor del coche y aspiró profundamente.

– Eso es lo que tú crees. Soy como todos los que estamos aquí. Muy pronto sabré cómo cargarme a cualquiera. Quizá de eso es de lo que se trata.

– ¿Y no me echas de menos? -suplicó Maud-. No puedo soportarlo más.

– No, no te echo de menos. Es algo mucho más grande que eso, mucho más grande…


En cuanto les dieron permiso, la fiesta empezó ya en el barco rumbo a Estocolmo. Al igual que los demás jóvenes reclutas, y tal vez por una especie de instinto provinciano de supervivencia, Henry había adoptado una jerga vulgar e insolente que podía resultar repulsiva para los no iniciados. Se pinchaban unos a otros con lo del calibre de tal o la punta de cual, lo cual podía sonar bastante ridículo a un oyente ajeno. Pero Henry se sentía a sus anchas.

Cuando llegó a la ciudad, fue a casa para enseñarles a Greta y Leo su uniforme caqui de gala. A Greta se le llenaron los ojos de lágrimas en cuanto vio aparecer a Henry. Ella pensaba que estaba francamente elegante, y esperaba que aquella fuera la prueba de fuego que por fin hiciera de Henry un ciudadano sensato, maduro y responsable. Después de todo, era un soldado de élite y estaba recibiendo entrenamiento especial. Y además había sido el único en el barrio seleccionado para ello.

Aquel otoño Leo Morgan cumpliría catorce años y estaba a punto de hacer su sensacional debut como joven poeta con la colección de poesía Herbario. El libro todavía no había llegado a las tiendas, pero al chico le habían enviado unas cuantas copias, y cuando Henry apareció por allí un fin de semana su hermano pequeño le regaló un ejemplar. Henry se sintió profundamente conmovido y, por una vez en la vida, se quedó sin palabras. Comprendió que había perdido totalmente el contacto con su hermano pequeño y que, de alguna manera, tenía que reparar el daño, aunque no sabía cómo. Se sintió torpe e incómodo, y se limitó a aceptar el libro en silencio, tal vez dándole a su hermano un suave golpecito en la barbilla como solía hacer. Seguro que Leo lo entendería.

Pero de todos es sabido que un joven mocoso de permiso no se queda en casa sentado matando el tiempo. En cuanto se quitó la ropa militar y se puso su vieja americana de tweed, una camisa a rayas con las iniciales W.S. y una corbata de estilo jazzy, Henry el recluta se lanzó a la calle. Había quedado con Bill, el componente del Bear Quartet, en el estudio de un atormentado pintor en el distrito de Klara.

Una sensación lúgubre se cernía sobre el estudio. La muerte se había ensañado con el mundo bohemio, llevándose a sus víctimas y separando a los sanos de los enfermizos. Bill se veía muy demacrado. Henry había subido al taller sintiéndose en plena forma y muy animado porque estaba de permiso y se había tomado unas cuantas cervezas. Pero Bill y el pintor tenían la moral por los suelos. El pianista de Bear Quartet había muerto por una transfusión de sangre, y Marilyn Monroe había acabado con su vida voluntariamente. El pintor había sido colega de Pollock en el pasado, pero había abandonado el action painting por un enfoque más reflexivo, entre cuyos frutos se incluía un retrato extremadamente sensible de M. M. Se trataba de un panegírico en toda regla, y ahora Bill, Henry y el pintor estaban allí sentados, escuchando a Coltrane junto a unas velas que lanzaban sus reflejos sobre Marilyn, por siempre jamás, como labrada en mármol.

Se bebieron un par de botellas de vino y superaron la peor parte del dolor. Bill ya se había hecho a la idea de que había perdido a su pianista, y quería que Henry se uniera al Bear Quartet, pero Henry estaba en plena instrucción militar y no podía comprometerse. Según Bill, solo era cuestión de ausentarse sin permiso, pero aquella idea nunca se le había pasado a Henry por la cabeza. Ausentarse era lo mismo que desertar. Era prácticamente como la muerte.

Bill tenía planes para él y el Bear Quartet. Ese invierno ensayarían duro para actuar como artistas invitados en Copenhague, en el club Montmartre y en el museo de arte de Louisiana, actuaciones que estaban ya cerradas para abril. Sería una especie de lanzamiento internacional para el grupo, y Henry podía acompañarlos si quería. Henry quería, pero no podía. No se licenciaría hasta finales de verano. No podía ser.

Después de un par de botellas de vino, cuando Henry, algo insensiblemente y sin pensar, comenzó a explicar historias de la mili, se pusieron a discutir. Bill y el pintor pensaban que Henry era un idiota, un don nadie que podía quedarse en el ejército para siempre. Henry se sintió profundamente dolido y se marchó del taller muy enojado. Estaba perdido. Y esa fue la última vez que vio a Bill del Bear Quartet durante los siguientes cinco años.


Es cierto que los recuerdos de Henry sobre su época en el ejército sugieren heroísmo y hazañas en las que él, ante el asombro de sus oficiales, se distinguió como un prodigio de coraje y fortaleza. Aseguraba haber rescatado una canoa y a dos de sus compañeros en una larga maniobra a remo realizada en noviembre; también haber acarreado la mitad de la carga de un soldado extenuado durante una larga marcha, sin decir ni una sola palabra. Aunque se trata de anécdotas míticas que no tienen mayor interés para esta historia.

De cualquier forma el año pasó, y se puede suponer que Henry se sintió bastante amargado a la vez que también muy cómodo en su papel como soldado de élite. De hecho, Henry tuvo que sentirse muy amargado pensando en lo que había sucedido.

El frío invierno del sesenta y tres se acercaba a su fin. La primavera liberó los hielos de ensenadas y bahías con crujidos desoladores y lastimeros. Había sido el invierno más largo y terriblemente duro que se recordaba. El hielo había alcanzado la costa, destrozando embarcaderos y cobertizos y causando grandes pérdidas a los pescadores, que ahora tenían que reparar lo que les había arrebatado el mar.

Al parecer, los mandos estaban muy satisfechos de sus tropas. Habían machacado a sus soldados, los habían sometido a penalidades que resultarían insoportables para alguien ajeno a la idiosincrasia militar, pero los muchachos habían respondido bien, empujados por un extraño sentido del orgullo. Como he mencionado, el invierno había sido muy duro, y con la primavera llegó el momento de darles alguna gratificación. Los superiores decidieron hacer la vista gorda si los soldados se relajaban un poco después de todo aquel esfuerzo. Solo era cuestión de humanidad.

Una semana después de la larga marcha, a principios de abril, un par de rufianes habían ido a Vaxholm y compraron vodka de estraperlo para todo el pelotón. Habían ocultado el cargamento en unos barracones y, después de cenar, empezó la fiesta permitida de manera no oficial.

Al cabo de un par de horas, el pelotón al completo estaba ya cerca de la inconsciencia. Henry era un poco reticente, aunque finalmente se unió a la fiesta. Después del primer trago, se dio cuenta de que no le había sentado nada bien, de que no le aliviaba en absoluto, sino más bien al contrario: sentía una especie de retortijón convulso en el estómago, que se iba haciendo cada vez más fuerte con cada trago que daba.

Hacia las diez de la noche, algunos soldados enajenados irrumpieron en las letrinas del ala oeste. Pataleando y rugiendo, destrozaron todos los baños hasta hacerlos añicos. Después salieron de allí y se dirigieron a los barracones, rompiendo todo lo que encontraban a su paso con la efectividad para la que habían sido entrenados.

En los momentos iniciales, Henry se dio cuenta de cómo iba a acabar aquello y fue entonces cuando algo empezó a tomar forma en su interior. Llevaba allí casi diez meses y sentía que ya había cumplido con todo aquello. Últimamente se notaba cada vez más inquieto y nervioso, y todavía le quedaban cuatro meses, cuatro largos y calurosos meses de verano. Cuando oyó a sus compañeros gritando y aullando como animales salvajes, yendo de barracón en barracón y destrozando todo lo que encontraban a su paso, entendió que una fuerza superior se estaba desencadenando aquella noche. No había marcha atrás.

En el barracón de Henry dos soldados vomitaban en sus cascos. Aparte de ellos, no había nadie más. Actuó como si lo llevara planeando desde hacía tiempo, aunque no era así. Había surgido de golpe en su cabeza, y media botella de alcohol de contrabando había acabado con todas sus inhibiciones. En lugar de participar del vandalismo, recogió sus cosas, hizo un pequeño montón con sus objetos personales y los envolvió con su abrigo grande e impermeable. Se puso unos calzoncillos largos, una camiseta y el uniforme de campaña. En la parte de abajo de su taquilla dejó un pequeño paquete con una carta, en la que escribió que no tenían que preocuparse por él: no se había suicidado, pero era inútil que trataran de buscarlo. Conocía aquellas aguas mejor que nadie.

Salió a hurtadillas poco después de medianoche. Había suficiente oscuridad, y se dirigió hacia el cobertizo del embarcadero, donde se guardaban las pequeñas canoas canadienses, un modelo más ligero que podría llevar remando él solo sin dificultad.

Aquella noche de primavera también se celebraba una fiesta en el comedor de oficiales, así que el campamento entero parecía una auténtica locura. Nadie se dio cuenta de que un soldado había robado una canoa canadiense, se había alejado remando como un indígena y había desaparecido para no volver jamás.

A Henry le quedaba aún media botella de vodka, y mientras remó durante una hora seguida sin parar fue dando algún trago para calmarse un poco. La canoa se deslizaba bien y el mar estaba tranquilo. Una ligera brisa nocturna soplaba a sus espaldas, y puso rumbo al nordeste, hacia la isla de Storm. Calculó que tendría que remar unas tres horas más para llegar a su destino. No empezarían a buscarlo en serio hasta las siete, como mínimo. Era un margen tranquilizador.

Sus cálculos también fueron bastante acertados. Henry había mantenido el rumbo previsto en la medida de lo posible, y en el momento en que el sol salía por el horizonte al este vio la negra silueta de la isla de Storm perfilarse como una nube baja, una nube negra y pesada.

De pequeño, la isla de Storm había sido para Henry como su segundo hogar: conocía cada roca y escollo, cada pequeña lengua de terreno que entraba en el mar, cada arbusto que azotaba el viento. La gente que seguía viviendo allí, la familia de su madre, podría reconocerle a kilómetros de distancia. Se referían a él como «el vendaval», en parte por la ventisca que presumiblemente azotó la isla el día en que vino al mundo, y en parte por su temperamento.

Era importante permanecer oculto. Los habitantes de Storm podían parecer estúpidos, pero aun así atarían cabos. Si alguien viera a Henry remando en las aguas de Storviken en una canoa canadiense de camuflaje, la noticia no tardaría en correr por el pueblo y, pese a no haber ni un solo teléfono en toda la isla, el viento, las olas o los peces propagarían el rumor hasta tierra firme con mayor rapidez que el telégrafo.

Al amanecer, Henry desembarcó en una pequeña ensenada de la parte norte de la isla. Estaba extenuado y tenía mal cuerpo a causa del vodka. Quería dormir, estirar las piernas y dormir, descansar. Sabía que la docena aproximada de personas que vivían en la isla no solían salir de sus tierras y apenas iban a la parte norte de la isla. Así que empujó la canoa hasta una hendidura entre las rocas y, a solo unos metros de distancia, la pintura de camuflaje surtió su efecto: la embarcación dejó de verse.

A unos cientos de metros de la pequeña ensenada estaba el faro, que proyectaba sus luces blancas y rojas sobre el insondable mar. El faro estaba deshabitado, y Henry no desaprovechó la oportunidad.


Todo le salió a pedir de boca. Tras varios días de azarosas tribulaciones, una noche ya bastante tarde entró en su apartamento. Estaba de vuelta en su casa de la calle Brännkyrka, en pleno centro de Estocolmo. Greta y Leo dormían. Henry colgó su pesado abrigo en el recibidor, acomodó el equipaje en un armario y se dirigió a la cocina.

– ¿Eres tú? -balbuceó Greta, medio dormida y abrochándose el cinturón de la bata-. Pero, hijo, ¿es que te has vuelto loco? -continuó, dándole a su hijo un abrazo amargo-. ¿Te puedes hacer una idea de lo preocupada que me has tenido? Los oficiales llamaron y dijeron que te habías marchado… Sabía que no corrías ningún peligro… ¡Pero estás loco! ¡Acabarás en la cárcel!

– Eso no va a suceder, mamá -dijo Henry-. No volverán a cogerme.

– Estás realmente loco, Henry -prosiguió Greta con un gemido, pero enseguida se puso a calentar algo de comida para el desertor.

– He venido a despedirme -dijo Henry muy serio.

Greta no apartó su atención de la comida, negándose a comprender lo que su hijo intentaba decirle.

– ¿Despedirte? -repitió amargamente-. ¿Es que no vas a darme otra cosa que problemas?

– Me marcho del país -dijo Henry-. A Copenhague. Si quiero puedo tocar en un cuarteto allí. Ya sabes cómo han ido las cosas… Ha sido un infierno para mí.

– Sí, lo sé -dijo Greta dejando de preparar la comida-. Pero ¿por qué no has dicho nada hasta ahora?

– He intentado arreglármelas solo. Y esta es la única solución.

– ¿Huir? ¿Esa es la solución? Bueno, supongo que esa ha sido siempre tu forma de solucionar las cosas. Eres igual que tu padre. Pero tú estás completamente loco. Me vas a echar a la policía encima…

– No voy a echarte a la policía encima. Me marcho del país y estaré fuera hasta que… hasta que…

– ¡Marcharte del país!

Greta se derrumbó sobre la mesa de la cocina, y a Henry se le ocurrió que siempre se aseguraba de que todas las mujeres lloraran por su culpa, aunque no sabía muy bien por qué.


«Estos siete años pasarán rápido, dijo el niño al que habían dado una paliza el primer día de clase.» Esas fueron las últimas palabras que supuestamente dijo Greta a su hijo.

Henry estaba en el recibidor, ataviado para el viaje y sosteniendo una maleta y el abrigo. No quería prolongar más aquello, porque sabía que empezarían a asaltarle dudas. Había entreabierto la puerta de Leo y había visto a su hermano pequeño por última vez en mucho tiempo. Leo ya era un niño prodigio de la poesía y había salido en televisión, en El Rincón de Hyland. Henry iba a echar de menos a su hermano, pero dudaba de que Leo lo echara de menos a él.

Greta pronunció uno de sus viejos proverbios para darse fuerzas tanto a ella como a Henry, y él se marchó. Bajó por la calle de Horn y llamó al timbre de la casa de su abuelo. Necesitaba dinero.

Desde que murió su esposa, el abuelo permanecía despierto hasta muy tarde. Había empezado a vivir la vida de nuevo junto a su peculiar club de caballeros MMM, y se había embarcado en proyectos secretos de los que nunca hablaba.

– Henry, muchacho -dijo el abuelo-. Estás completamente loco, pero siempre he tenido debilidad por los locos. Anda, pasa.

Henry entró en el apartamento, impregnado de olor a puro. Su abuelo estaba leyendo en el salón, sentado ante las brasas de un fuego que se extinguía. Estaba a punto de acostarse.

– Copenhague, dices -dijo el viejo Morgonstjärna-. Una ciudad muy agradable, pero deberías ir a París, por supuesto. Allí es donde estuve por última vez, veamos…

Y el anciano empezó a explicar anécdotas de su vida disipada en el continente, que Henry se sintió obligado a escuchar.

Dos horas más tarde estaba de nuevo en la calle. El abuelo Morgonstjärna le había dado a su nieto mil coronas en metálico, junto con su bendición y una insinuación de que a la larga sería necesario que el muchacho volviera a la casa. Solo más adelante sabría la razón.

Henry se despidió de Estocolmo, de Greta y de Leo, de su abuelo, de Maud y de W.S., y de todo lo que hasta entonces lo había retenido allí.

Se dio prisa para no arrepentirse ni verse embargado por la duda.

Загрузка...