1 Una fiesta imposible

El narrador termina de narrar una noche de septiembre en La Coupole y decide emplear el apolillado recurso del epígrafe. Sentado en la mesa de al lado, Alain Jouffroy le tiende un ejemplar de Le temps d’un livre:


… comme si nous nous trouvions à la veille d’une improbable catastrophe ou au lendemain d’une impossible fête…


Terminado, el libro empieza. Imposible fiesta. Y el Narrador, como el personaje del corrido, para empezar a cantar pide permiso primero.


Hoy, al entrar, sólo vieron calles estrechas y sudas y casas sin ventanas, de un piso, idénticas entre sí, pintadas de amarillo y azul, con los portones de madera astillada. Sí, sí, ya sé, hay una que otra casa elegante, con ventanas que dan a la calle, con esos detalles que tanto les gustan a los mexicanos: las rejas de hierro forjado, los toldos salientes y las azoteas acanaladas. ¿Dónde estarían sus moradores? Tú no los viste.

Él ve a cuatro macehuales que llegan a Tlaxcala sin bastimento, con la respuesta seca. Los caciques están enfermos y no pueden viajar a presentar sus ofrendas al Teúl. Los tlaxcaltecas fruncen el entrecejo y murmuran al oído del conquistador: los de Cholula se burlan del Señor Malinche. Los tlaxcaltecas murmuran al oído de Cortés: guárdate de Cholula y del poder de México. Le ofrecen diez mil hombres de guerra para ir a Cholula. El extremeño sonríe. Sólo precisa mil. Va en son de paz.

Pero alrededor de ellos, en estas calles polvosas, sólo pululaba una población miserable: mujeres de rostros oscuros, envueltas en rebozos, descalzas, embarazadas. Los vientres enormes y los perros callejeros eran los signos vivos de Cholula este domingo 11 de abril de 1965. Los perros sueltos que corrían en bandas, sin raza, escuálidos, amarillos, negros, desorientados, hambrientos, babeantes, que corrían por todas las calles, rascándose, sin rumbo, hurgando en las acequias que después de todo ni desperdicios tenían: estos perros con ojos que pertenecían a otros animales, estos perros de mirada oblicua, mirada roja y amarilla, ojos irritados y enfermos, estos perros que renqueaban penosamente, con una pata doblada y a veces con la pata amputada, estos perros adormilados, infestados de pulgas, con los hocicos blancos, estos perros cruzados con coyotes, de pelambre raída, con grandes manchas secas en la piel: esta jauría miserable que acompañaba, sin ningún propósito, el pulso lento de este pobre pueblo, el viejo panteón del mundo mexicano. Un pueblo miserable de perros roñosos y mujeres panzonas que ríen al contarse bromas y noticias secretas, en una voz inaudible, de inflexiones agudas, de sílabas copuladas. No se oye lo que dicen.

Las huestes españolas duermen junto al río. Los indios les hacen chozas y las vigilias se prolongan. Escuchas, corredores de campo, noche fría. En la noche llegan los emisarios de Cholula. Traen gallinas y pan de maíz. Cortés, con la camisa abierta al cuello y d pelo desarreglado, se sujeta el cinturón y ordena a sus lenguas agradecer las ofrendas de Cholula, colocadas alrededor del fuego de la choza del capitán. Jerónimo de Aguilar, botas cortas y pantalón de algodón. Marina, trenzas negras y mirada irónica.

¿No vieron hoy a sus hijos? Mujeres de frente estrecha y encías grandes y dientes pequeños, mujeres envejecidas prematuramente, peinadas con trenzas cortas y chongos secos, envueltas en los rebozos, barrigonas, con otro niño en los brazos, o tomado de la mano, o cargado sobre la espalda, o sostenido por el propio rebozo. Esos hombres con sombrero de paja tiesa y barnizada, camisas blancas, pantalones de dril, que pasaban lentamente sobre las bicicletas o caminaban con los manubrios entre las manos, esos jóvenes de un color chocolate parejo y cabello de cerdas tiesas, esos hombres gordos de bigotes ralos, botas de cuero gastado, camisas almidonadas, esos soldados con la pistola a la cintura, las gorras ladeadas, los rostros cortados por un navajazo, esas cicatrices lívidas en la mejilla, el cuello, la sien, esas nucas rapadas, esos palillos entre los dientes; reclinados contra las columnas del larguísimo portal de la gran plaza pobre y vacía.

Al amanecer, salen de la dudad. Desde lejos brillan las cuarenta mil casas blancas de la urbe religiosa. Recorren una tierra fértil, de labranza, en torno a la dudad torreada y llana. Desde el caballo, Hernán Cortés aprecia los baldíos y aguas donde se podría criar ganados pero mira también, a su alrededor, la multitud de mendigos que corren de casa en casa, de mercado en mercado, la muchedumbre descalza, cubierta de harapos, contrahecha, que extiende las manos, masca los elotes podridos, es seguida por la jauría de perros hambrientos, lisos, de ojos colorados, que los recibe al entrar a la ciudad de torres altas. Han dejado atrás los sembradíos de chile, maíz y legumbres, los magueyes. Cuatrocientas torres, adoratorios y pirámides del gran panteón. Desde las explanadas, las plazas y las torres truncas, se levanta el sonido de trompetas y atabales. Los caciques y sacerdotes los esperan, vestidos con las ropas ceremoniales. Algodón con hechura de marlotas. Braseros de copal con los que sahuman a Cortés, Alvarado y Olid. Pero dejan caer los braseros y agitan las insignias al percibir la presencia de los tlaxcaltecas. Los enemigos no pueden penetrar el recinto de Cholula. Cortés ordena a los tlaxcaltecas hacer sus ranchos fuera de la ciudad y entra con la guardia de cempoaltecas, la hueste española, y las piezas de artillería. Desde las azoteas, la población se asoma, en silencio, con espanto y alborozo, a ver los caballos, los monstruos rubios y alazanes, las piezas de fuego, las ballestas y cañones, las escopetas y los falconetes. Y los atabales chillan y rasgan el aire.

¿Para qué? ¿Para salir a ese jardín seco con una pérgola al centro donde una banda cacofónica tocaba interminablemente chachachás y, al descansar, era sustituida por los altoparlantes que alternaban los discos de twist con esa voz del locutor que los dedicaba a señoritas de la localidad? ¿Para ver esas horripilantes estatuas frente al portal? Hidalgo en bronce con el estandarte de la Guadalupe en la mano y ese letrerito. Recuerdo a los venideros. Y Juárez en baño de oro con esa cara solemne. Fue pastor, vidente, y redentor.

Cortés hace su discurso. No adoren ídolos. Abandonen los sacrificios. No coman carne de sus semejantes. Olviden la sodomía y demás torpedades. Y den su obediencia al rey de España, como ya lo han hecho otros caciques poderosos. Los de Cholula responden: No abandonaremos a nuestros dioses, aunque sí obedeceremos a vuestro rey. Los dignatarios sonríen entre sí. Conducen a los españoles a las grandes salas de aposento y durante dos días reina la paz. Pero al tercero ya es día sin comida. Los viejos sólo les llevan agua y leña. Se quejan y dicen que no hay maíz. Los indios se apartan de los españoles. Ríen y comentan en voz baja. Los caciques y los sacerdotes han desaparecido. El enviado de Moctezuma les dice: no lleguen a México. La ciudad silenciosa flota en rumores, gritos quedos y un lejano hedor de sangre. De noche, han sido sacrificados siete niños a Huitzilopochtli; han sido ofrecidos para propiciar la victoria. Cortés da la alerta y manda traer, a la fuerza, a dos sacerdotes del Cu mayor. Enfundados en sus ropas de algodón teñido de negro, los sacerdotes revelan a doña Marina los propósitos ocultos de Moctezuma y los cholultecas. Los españoles han de ser acapillados y se les dará guerra. Moctezuma ha enviado a los caciques de Cholula promesas, joyas, ropas, un alambor de oro y una orden para los sacerdotes: sacrificar a veinte españoles en la pirámide. Veinte mil guerreros aztecas están escondidos en los arcabuesos y barrancas cercanos, en las casas mismas de Cholula, con las armas listas. Han hecho mamparas en las azoteas y han cavado hoyos y albarradas en las calles para impedir la maniobra a los caballos de los teúles.

Hoy, al llegar, caminaron a lo largo del portal, bajo la arcada desteñida, verde, gris, amarillo pálidos, descascarados, entre los olores de la tienda de abarrotes, estropajo, jabón, queso añejo, y la ostionería que estaba al lado, donde el dueño había dispuesto dos mesas de aluminio y siete sillas de latón al aire libre, aunque nadie consumía las ostras sueltas que nadaban en grandes botellones de agua gris. Las oficinas ocupaban la parte central de la arcada. La Presidencia Municipal, la Tesorería, la Comandancia del Tercer Batallón. Los tinterillos vestidos de negro, los soldados de rostros fríamente sonrientes, lejanos, despreocupados. Un piso de mosaico rojo frente a la Comandancia de Policía. Escobas y cepillos, costales, hilos y cables, petates, chiquihuites en la jarciería de los Hermanos García, precavidos, con un rótulo sobre la entrada de su almacén: «Sin excepción de personas no quiero chismes».

Cortés toma consejo. Uno; se debe torcer el camino e irse por Huejotzingo a la Gran Tenochtitlán, que está a veinte leguas de distancia. Otro: debe hacerse la paz con los de Cholula y regresar a Tlaxcala. Este: no debe pasarse por alto esta traición, pues significaría invitar otras. Aquel: debe darse guerra a los cholultecas. El extremeño de quijadas duras decide: simularán liar el hato para abandonar Cholula. Pasan la noche armada, con los caballos ensillados y frenados. Las rondas y vigías se suceden. La noche de Cholula es callada y tensa. Las fogatas se apagan. Una vieja desdentada penetra en el aposento de los españoles y aparta a Marina. Le ofrece escapar con vida de la venganza de Moctezuma y, además, le promete a su hijo en matrimonio. Todo está preparado para dar muerte a los teúles. Marina agradece, pide a la vieja aguardar y llega hasta Cortés. Revela lo que sabe.

Caminaron sin hablar, cansados, contagiados por la vida muerta de este pueblo, acentuada por el intento falso de bullicio que venía del altoparlante con su twist repetido una y otra vez, en honor de la señorita Lucila Hernández, en honor de la simpática Dolores Padilla, en honor de la bella Iris Alonso; en la bicicletería del portal, tres jóvenes con el torso desnudo engrasaban, hacían girar las ruedas, canjeaban albures y sonreían idiotamente cuando pasaron Franz e Isabel, Javier y Elizabeth. Los olores del azufre emanaban de esos baños donde una mujer, en el umbral, mostraba sus caderas floreadas mientras azotaba con la palma abierta a un niño que se negaba a entrar y en el registro de electores un pintor pasaba la brocha sobre la fachada, borrando poco a poco la propaganda electoral antigua, la CROM con Adolfo López Mateos, y la reciente, la CROM con Gustavo Díaz Ordaz y el salón de billares “El 10 de Mayo” estaba vado, detrás de sus puertas de batientes, debajo de un aviso: “se prohíbe jugar a los menores de edad”, y un viejo con chaleco desabotonado y camisa a rayas sin cuello frotaba lentamente el gis sobre la punta del taco y bostezaba, mostrando los huecos negros de su dentadura y una mujer se mecía en un sillón de bejuco frente al consultorio médico que ocupaba la esquina y se anunciaba con letras plateadas sobre fondo negro, enfermedades de niños, de la piel y venéreo-sífilis, análisis de sangre, orina, esputo, materias fecales…

Los despiertan las risas de los indios. Con la aurora, todo Cholula ríe. Cortés se desplaza al Gran Cu con sus tenientes y parte de la artillería. Se enfrenta a los caciques y sacerdotes. Los reúne en el patio central del templo. Están listas las ollas con sal, chile y tomates: las ollas para los veinte españoles cuyo sacrificio ha ordenado el Emperador de la Silla de Oro, el Xocoyotzin. Cortés les habla desde su caballo y da la orden de soltar un escopetazo contra los dignatarios. Los caciques caen con el algodón manchado; la sangre se pierde en la pintura negra de los cuerpos y los trajes de los sacerdotes. Relinchan los caballos en las calles. Truenan las escopetas y ballestas. Las yeguas de juego y carrera; los alazanes tostados; los overos; los caballos zainos embisten contra los guerreros de Cholula y de México; los penachos surgen de las barrancas y el ruido ensordecedor de tambores, trompas, atabales, caracolas y silbos sale al encuentro del estruendo de la pólvora, las pelotas del cañón, los tiros de bronce, las ballestas armadas y sus nueces, cuerdas y avancuerdas: los tlaxcaltecas entran a Cholula, aullando, armados de rodelas, espadas montantes de dos manos y escudos acolchados de algodón: prenden fuego, raptan a las mujeres, las violan en las azoteas mientras en las calles se libra la lucha cuerpo a cuerpo, entre penachos de pluma y cascos de fierro, entre las flechas zumbonas y los arcos fatigados; la trenza de cuerpos oscuros y cuerpos blancos, los jubones y las pecheras de acero, las mantas de chinchilla rasgadas, las hondas y piedras, los falconetes y las ballestas tirando a terrero, los gritos, las trompetas, los silbos, el copal incendiado en los templos, las barricas de pulque rotas a hachazos y las calles empapadas de alcohol espeso y repugnante mezclado con la sangre, los costales de grano rasgados a espadazos y vaciados en los umbrales, el cazabe y el tocino en los hocicos de los perros rápidos y silenciosos, las varas tostadas clavadas en los pechos, las hondas y piedras silbando por el aire y, al fin, las divisas que caen, blancas y rojas, mientras los tlaxcaltecas corren por las calles con el oro, las mantas, el algodón y la sal, con los esclavos reunidos en muchedumbres desnudas y Cholula hiede, hiede a sangre nueva, a copal eterno, a tocino babeado, a pulque impregnado de tierra, a vísceras, a fuego. Cortés manda incendiar las torres y casas fuertes, los soldados vuelcan y destruyen los ídolos, se encala un humilladero donde poner la cruz, se libera a los destinados al sacrificio y las voces corren, después de cinco horas de lucha y tres mil muertos que yacen en las calles o se queman en los templos incendiados.

– Son adivinos. Los teúles adivinan las traiciones y se vengan. No hay poder contra ellos.

Se abre la ruta de la Gran Tenochtitlán y sobre las ruinas de Cholula se levantarán cuatrocientas iglesias: sobre los cimientos de los cúes arrasados, sobre las plataformas de las pirámides negras y frías en la aurora humeante del nuevo día.

Los vi cruzar la plaza hacia San Francisco, el convento, la iglesia, la fortaleza rodeada del muro almenado, antigua barrera de resistencia contra los ataques de indios, y entrar a la enorme explanada. Tú, Elizabeth, te hiciste la disimulada cuando pasaste junto a mí, pero tú, Isabel, te detuviste, nerviosa, y lo bueno es que nadie se fijó porque todos estaban admirando el espacio abierto, uniforme, apenas roto por tres fresnos, dos pinos y una cruz de piedra en el centro y al fondo el ángulo recto de la iglesia y la capilla. La iglesia tiene una arquería y una portería tapiadas, con más almenas en el remate de la portada, el frontispicio amarillo y los contrafuertes almenados, de piedra parda moteada de negro. Javier indicó hacia el ojo de buey de la fachada: los motivos de la escultura indígena -la sierpe, siempre, dos veces, habrás pensado, dragona- rodeaban, en piedra, la claraboya. Javier leyó la inscripción labrada sobre la puerta, encima de las urnas en relieve.


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sportahecapertaitpecatoribuspenitentia


El día de la resurrección, los indios llenan el inmenso atrio. Avanzan lentamente con las ofrendas dobladas: mantas de algodón y pelo de conejo, los nombres de Jesús y María bordados, caireles y labores a la redonda, rosas y flores tejidas, crucifijos tejidos a dos haces. Frente a las gradas, extienden las mantas y se hincan; levantan las ofrendas hasta sus frentes e inclinan la cabeza. Rezan calladamente. En seguida impulsan a los niños para que ellos también muestren sus ofrendas y les enseñan a hincarse. Una multitud espera el tumo, con las ofrendas entre las manos. Por toda la explanada se levantan los humores del copal y el olor de las rosas, mientras la multitud espera en silencio, con los rostros oscuros y los restos de los trajes ceremoniales, cuando no las propias ropas de labor, cuidadosamente lavadas y zurcidas, y los pies descalzos.

Encendí un cigarrillo y seguí sus movimientos; Isabel trataba de evitar mi mirada; recorría con ustedes las tres capillas pozas, pintadas de amarillo, a lo largo de la muralla de la fortaleza. La simplicidad de las capillas contrasta con el ornamento de la puerta lateral de la iglesia. Novedad impuesta a la severa construcción del siglo xvi, puerta renacentista de columnas empotradas y vides suntuosas, de espíritu prolongado en las tumbas románticas que los ricos de Cholula mandaron colocar, hace un siglo, en este terreno sagrado: cruces de piedra con simulación de madera, ramos de piedra, cartas de piedra dirigidas al ausente y detrás los contrafuertes oscuros y las altas ventanas enrejadas y los niños descalzos que pasan en fila con sus catequistas armados de varas para pegar sobre las manos de los olvidadizos y las voces agudas que repiten. Tres personas distintas y un solo Dios verdadero.

Los niños aprenden a hincarse. Ofrecen copal y candelas, cruces cubiertas de oro y plata y pluma: ciriales labrados, con argentería colgando y pluma verde. Se reparte y ofrece la comida guisada, puesta en platos y escudillas. Se conducen corderos y puercos vivos, atados a palos. Los indios toman a sus animales entre los brazos cuando ascienden por las gradas a recibir la bendición, y se levanta una oleada de risas al ver los esfuerzos de un devoto por contener las patadas del cordero o sofocar los chillidos del marrano.

Avanzaron hacia la capilla real y yo apagué el cigarrillo en la suela del zapato. Isabel giró fingiendo que admiraba esa que originalmente fue una capilla árabe de arcadas abiertas en sus siete naves, en la que se representaban autos sacramentales frente al atrio lleno de indios que venían a aprender, deleitándose, los mitos de la nueva religión, y en realidad sólo querías ver si yo seguía allí y los dos nos escondimos detrás de las gafas negras. Ahora las naves habían sido tapiadas y la capilla tenía almenas, remates góticos y gárgolas de agua. Del viejo linaje arábigo sólo quedaban, por fuera, las cúpulas de hongo múltiples, con cuadros de cristal que dejaban pasar la luz al interior. La larga capilla culminaba en una torre final, un campanario amarillo, y se penetraba en ella por un portón de madera con doble escudo: el de San Francisco, los brazos cruzados del indigente y el fraile; y el de las cinco llagas de Cristo, extraña rodela con cinco heridas estilizadas a la manera indígena, la mayor coronada de plumas y las gotas de sangre, siempre, como un puñado de moras silvestres.

Entraron en la capilla real.

Los seguí y me detuve en la puerta.

Mojaste los dedos, dragona, en una de las dos enormes pilas bautismales a la entrada. Te vi sonreír ante esa incongruencia fantástica: no eran sino urnas de piedra indígenas, viejas, labradas, corroídas, antiguos depósitos de los corazones humanos arrancados por el pedernal en los sacrificios de Cholula. Y este símbolo de recepción, aunado a la luz color perla que se filtraba por las bóvedas mozárabes y apagaba el color quemado del piso de tezontle, daba su tono de estadio intermedio, de lugar de tránsito entre la luz del infierno en llamas y la opacidad del cielo de aire a todo el vasto aposento, casi desnudo: un Cristo vejado, cubierto con el manto de la burla, con la corona de un imperio de espinas: los labios vinagrosos y las gotas de sangre en la frente y los ojos entornados al cielo y la peluca cuidadosamente rizada y la faldilla de encaje y la vara del poder bufo entre las manos: era otra figura de humillación sin gloria, alejada de los cuatro arcángeles policromos que guardaban el altar pero cercana a los símbolos del purgatorio que constituían los mayores elementos de la capilla: un retablo en relieve en el que la Reina del Cielo, coronada de ángeles, preside los sufrimientos de los caballeros bigotudos, las damas de torso desnudo y senos rosados, los frailes tonsurados, el rey y el obispo que son acariciados por las tibias llamas del arrepentimiento; y, enfrente, la tela de las ánimas en pena que se consumen en fuego sobre el cadáver del obispo enterrado, una calavera con la mitra caída y los intestinos descubiertos;


statum est hominibus semel mori amp; post hoc iudicium


Los indios sentados en el gran atrio sonríen ante la representación del juicio de Dios contra los primeros padres, los sin ombligo. Entre los arcos de la capilla, se han construido peñones, árboles, todo el jardín de la primera felicidad. Aves de oro y pluma se posan en las ramas. Los papagayos hacen ruido. Los ocelotes asoman entre las ramas del Edén. En el centro, el árbol de la vida con las manzanas de oro. Un paraíso de abril y mayo. Los guajolotes se esponjan y agitan la guedeja del papo rojo. Los niños vestidos de animales hacen cabriolas en el escenario. Adán y Eva aparecen en la inocencia del albor. Eva molesta a Adán. Le ruega, lo atrae; él la rechaza con aspavientos. Eva come del árbol y Adán acepta morder la manzana. Los indios ríen por un momento, pero sus rostros se llenan de espanto cuando descienden Dios y sus ángeles. Dios ordena a los ángeles vestir a Adán y Eva. Los ángeles muestran a Adán cómo ha de labrarse la tierra; entregan a Eva husos para hilar. Adán es desterrado y puesto en el mundo: los indios lloran y los ángeles se dirigen a la concurrencia, cantando:


Para qué comió

la primera casada,

para qué comió

la fruta vedada.


I’ll give you back

your time


El viejo Lincoln convertible se detuvo frente a las arcadas de la plaza. El joven rubio y barbado metió el freno de mano y abrió la portezuela; a su lado la muchacha vestida con pantalón negro, suéter y botas negras se desperezó y el negro con sombrero de charro le besó el cuello y rió. Del asiento de atrás saltó a la calle empedrada, con la guitarra en la mano, el muchacho alto con el pelo largo y revuelto y las mallas color de rosa y la chaqueta de cuero y la otra muchacha, casi escondida detrás de los espejuelos oscuros, el sombrero de alas anchas y caídas, la trinchera con las solapas levantadas, se puso de pie y se quitó los anteojos para conocer la fisonomía de Cholula: despintada, sin cejas, con los labios borrados por la pintura pálida, guiñó los ojos y le ofreció la mano al joven que cerraba su portafolio de cuero amarillo y, en contraste con los demás, vestía un saco de tweed marrón y pantalones grises. Lo comentó al cerrar el portafolio:

– Algún día los he de convencer.

– No tiene importancia-. La muchacha vestida de negro se encogió de hombros y tomó posesión de los portales.

– Sí, sí tiene-. El joven cerró el portafolio. -La música se trae por dentro. No hay necesidad de disfrazarse. La verdadera révolte se hace vestido como yo.

– Oye hombre: así lo asustamos más-. El muchacho alto se desarregló la cabellera lacia.

– ¿Es aquí? -preguntó la muchacha de las cejas depiladas, indefensa como un albino ante la plaza seca, desnuda, aplastada por la intensa resolana.

– Apuesta tu alma -dijo el negro.

En la calle, la muchacha vestida de negro encendió su radio transistor y buscó una estación.

El conductor, el rubio barbado, garabateó con un lápiz blanco sobre el parabrisas del convertible:


property of the monks


y la muchacha encontró la estación en el cuadrante y el muchacho alto se secó el sudor de la frente y empezó a acompañar la música de la radio con la guitarra y los seis se fueron caminando bajo las arcadas y cantando juntos, abrazados.


I’ll give you back your time.


Yo sólo escuché el gruñido y el llanto unidos, inseparables, que quise localizar en el cofre del automóvil.

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