Tercera Parte Fiat Voluntas tua

24

En aquel siglo había nuevamente naves espaciales, y las naves estaban tripuladas por imposibilidades peludas que caminaban sobre dos piernas y a las que les crecían mechones de cabello en inverosímiles regiones anatómicas. Eran una especie habladora. Pertenecían a una raza muy capaz de admirar su propia imagen en un espejo e igualmente capaz de cortarse su propio cuello ante el altar de cualquier dios tribal, tal como la deidad del Afeitado Diario. Era un espécimen que a menudo se consideraba, básicamente, una raza de fabricantes de herramientas de inspiración divina; cualquier ente inteligente de Arturo instantáneamente se habría dado cuenta de que eran básicamente una especie de apasionados oradores de banquete.

Era inevitable, era su destino manifiesto, presentían — y no por primera vez — que tal especie avanzaba a la conquista de las estrellas. Para conquistarlas varias veces, si era necesario, y para ciertamente hacer discursos sobre las conquistas. Pero también era inevitable que la especie sucumbiese otra vez a la vieja enfermedad en un nuevo mundo como antes había ocurrido en la Tierra, en la letanía de la vida y en la liturgia especial del hombre: versículos por Adán, respuestas del Crucificado.


Somos los siglos.

Somos los charlatanes y los fanfarrones, y pronto hablaremos de cortarte la cabeza. Somos tu coro de desperdicios, señor y señora, y marcamos el paso detrás de ti, cantando tonadas que algunos creen extrañas.

¡Un, dos, tres, cuat!

¡Izquierda!

¡Izquierda!

Te-ní-a-u-na-bue-na-es-po-sa-pe-ro-él.

¡Izquierda!

¡Izquierda!

¡Izquierda!

¡Derecha!

¡Izquierda!

Wir, como dicen en la vieja patria, marschieren weiter wenn alles in Scherben fällt.

Tenemos tus eolitos y tus mesolitos y tus neolitos. Tenemos tus Babilonias y tus Pompeyas, tus Césares y tus artefactos cromados (impregnados-de-ingrediente-vital).

Tenemos tus sangrientas hachas y tus Hiroshimas. Avanzamos, a pesar del infierno, hacemos…

Atrofia, Entropía y Proteus vulgaris.


Contando chistes obscenos acerca de una granjera llamada Eva y un agente de ventas llamado Lucifer.

Enterraremos a tus muertos y sus reputaciones. Te enterraremos a ti. Somos los siglos.

Nace, pues, respira viento, chilla al golpe del cirujano, busca la virilidad, prueba un poco de bondad, siente dolor, da a luz, lucha un poco, sucumbe.

(Al morir sal silenciosamente por la salida de atrás, por favor.)

Generación, regeneración, otra vez, otra vez, como en un ritual, con investiduras manchadas de sangre y manos sin uñas, hijos de Merlín persiguiendo un resplandor. Hijos también de Eva construyendo para siempre paraísos… y destrozándolos con furia enloquecida porque no resultan ser lo mismo. (¡Ah!, ¡ah!, ¡ah!, un idiota grita su necia angustia en medio de los desperdicios. ¡Pero aprisa! Que el coro lo apague, cantando aleluyas a noventa decibelios.)

Oíd, entonces, el último cántico de los hermanos de la Orden de San Leibowitz, como cantado por el siglo que se tragó su nombre:

V: Lucifer ha caído

R: Kyrie eleison

V: Lucifer ha caído

R: Christie eleison

V: Lucifer ha caído

R: Kyrie eleison, eleison ¡mas!

«Lucifer ha caído»; las palabras cifradas, enviadas eléctricamente a través del continente, eran susurradas en salas de conferencias, donde circulaban en forma de memorandos con el título de «Supreme secretissimo» y eran prudentemente ocultados a la prensa. Las palabras se alzaban como una marea amenazadora detrás de un dique de secreto oficial. Había varios agujeros en el dique, pero quedaban impávidamente obturados por los burocráticos mentores cuyos dedos índices se volvían excesivamente henchidos mientras esquivaban los proyectiles verbales disparados por la prensa.


PRIMER REPORTERO: ¿Qué tiene que decir su señoría sobre las declaraciones de sir Rische thon Berker de que el índice de radiaciones en la costa noroeste es diez veces superior al nivel normal?

MINISTRO DE DEFENSA: No he leído la declaración.

PRIMER REPORTERO: Aceptando que fuese verdad, ¿cuál podría ser la causa de este aumento?

MINISTRO DE DEFENSA: La pregunta da lugar a conjeturas. Quizá sir Rische descubrió un rico depósito de uranio… No, borre esto. No tengo nada que decir.

SEGUNDO REPORTERO: ¿Considera su excelencia a sir Rische como un científico competente y responsable?

MINISTRO DE DEFENSA: Nunca ha sido empleado en mi departamento.

SEGUNDO REPORTERO: Esto no contesta a mi pregunta.

MINISTRO DE DEFENSA: La contesta aunque sólo sea en parte. Como nunca ha sido empleado por mi departamento, no tengo modo de conocer su competencia o responsabilidad. Mi campo no es la ciencia.

SEÑORA PERIODISTA: ¿Es cierto que en algún punto del Pacífico se produjo hace poco una explosión?

MINISTRO DE DEFENSA: Como usted sabe, las pruebas con armas atómicas de cualquier clase se consideran criminales y un acto de guerra bajo la presente ley internacional. No estamos en guerra. ¿Contesta esto a sus preguntas?

SEÑORA PERIODISTA: No, su excelencia, no lo hace. No he preguntado si se había efectuado una prueba. Pregunté si había ocurrido una explosión.

MINISTRO DE DEFENSA: Nosotros no la hemos producido. Si los otros lo hicieron, ¿cree usted que aquel Gobierno nos lo diría?

(Risa educada.)

SEÑORA PERIODISTA: Esto no contesta a mi…

PRIMER REPORTERO: Su excelencia, el delegado Jerulian ha culpado en la reunión a la Coalición Asiática de fabricar proyectiles de hidrógeno en el espacio profundo y dice que nuestro Consejo Ejecutivo lo sabe y no hace nada. ¿Es verdad esto?

MINISTRO DE DEFENSA: Creo que es verdad que la portavoz de la oposición hizo estos ridículos cargos, sí.

PRIMER REPORTERO: ¿Por qué es ridículo el cargo? ¿Porque no hacen misiles espacio — tierra en el espacio? ¿O porque se hace algo al respecto?

MINISTRO DE DEFENSA: Ridículo por las dos cosas. Quisiera señalar, sin embargo, que la fabricación de armas nucleares ha estado prohibida por tratado desde que fueron redescubiertas. Prohibida en todas partes, en la tierra y en el espacio.

SEGUNDO REPORTERO: Pero no hay ningún tratado que proscriba la puesta en órbita de materiales fisionables, ¿verdad?

MINISTRO DE DEFENSA: Claro que no. Los vehículos espacio — espacio funcionan con energía atómica. Tienen que ser propulsados.

SEGUNDO REPORTERO: ¿Y no hay ningún tratado que prohíba poner en órbita otros materiales con los que las armas nucleares pueden ser fabricadas?

MINISTRO DE DEFENSA (irritadamente): Que yo sepa, la existencia de la materia fuera de nuestra atmósfera no ha sido considerada ¡legal por ningún tratado o acto parlamentario. Tengo entendido que el espacio está atiborrado de cosas como la Luna y los asteroides, que no están hechos de queso verde.

SEÑORA PERIODISTA: ¿Sugiere, su excelencia, que las armas nucleares pueden ser fabricadas sin materiales extraídos de la tierra?

MINISTRO DE DEFENSA: No sugería eso, no. Aunque, por supuesto, es teóricamente posible. Decía que ningún tratado o ley prohíbe la puesta en órbita de cualquier material especial en estado natural, sólo armas nucleares.

SEÑORA PERIODISTA: Si se hubiese producido un disparo de prueba recientemente en Oriente, qué considera más probable: ¿una explosión subterránea que salió a la superficie o un misil espacio — tierra con una cabeza de torpedo defectuosa?

MINISTRO DE DEFENSA: Señora, su pregunta es una hipótesis tal, que me obliga a decir: «Sin comentarios».

SEÑORA PERIODISTA: Me limitaba a repetir las palabras de sir Rische y del delegado Jerulian.

MINISTRO DE DEFENSA: Ellos tienen la libertad de exponer los puntos de vista más extravagantes. Yo, no.

SEGUNDO PERIODISTA: A riesgo de desagradarle, ¿qué opina su excelencia del clima?

MINISTRO DE DEFENSA: Bastante caluroso en Texarkana, ¿no le parece? Tengo entendido que tiene algunas fuertes tormentas de polvo en el sudoeste… Quizá nos lleguen aquí algunos resabios.

SEÑORA PERIODISTA: ¿Está a favor de la maternidad, lord Tagelle?

MINISTRO DE DEFENSA: Me opongo severamente a ella, señora. Ejerce una influencia maligna sobre la juventud, particularmente sobre los nuevos reclutas. Los servicios militares tendrían soldados superiores si nuestros luchadores no hubiesen sido corrompidos por la maternidad.

SEÑORA PERIODISTA: ¿Podemos citar estas palabras?

MINISTRO DE DEFENSA: Por supuesto, señora… pero sólo en mi obituario, no antes.

SEÑORA PERIODISTA: Gracias, lo tendré preparado.


Como otros abades antes que él, dom Jethrah Zerchi no era por naturaleza un hombre contemplativo, aunque como maestro espiritual de su comunidad estaba comprometido a fomentar el desarrollo de ciertos aspectos de la vida contemplativa entre su rebaño, y, como monje, a intentar cultivar una disposición contemplativa en su propio ánimo. Dom Zerchi no lo hacía demasiado bien. Su naturaleza lo empujaba a la acción aun de pensamiento; su mente se negaba a quedarse tranquila y contemplativa. Había en él una cualidad de impaciencia que le condujo al mando del rebaño; lo convirtió en un gobernante audaz, en ocasiones un superior de mayor capacidad que algunos de sus antecesores, pero la misma impaciencia podía fácilmente convertirse en un riesgo y hasta en defecto.

La mayoría de las veces, Zerchi vagamente se daba cuenta de su propia inclinación hacia la prisa o la acción impulsiva cuando se enfrentaba a dragones invencibles. En aquel momento, de todas maneras, la conciencia de ello no era vaga sino aguda. Operaba en infausta retrospectiva. El dragón ya había mordido a san Jorge.

El dragón era un abominable autoescriba, y su maligna enormidad, electrónica por disposición, llenaba varias unidades cúbicas del hueco de la pared y un tercio del volumen de la mesa del abad. Como de costumbre, el artefacto estaba oscilando. Quitaba mayúsculas, puntos e intercambiaba las palabras entre sí. Hacía un momento había cometido una lése majesté eléctrica en la persona del soberano abad, quien, después de llamar a un técnico en computadoras y esperar durante tres días a que apareciese, decidió arreglar él mismo la abominación estenográfica. El suelo de su estudio estaba cubierto de hojas de prueba con dictados. Típica entre ellas era la que tenía la información:

pRobando proBando, ¿probaNdo? ¿conDenacióN? que sE debe IA locUra de las mayúSCUlas = ahora, ¿ha llegaDo, el MoMENto paRa que toDos lOs buenos memorizADORES se Unan al, DOLOr de lOs conTRabanDIsTas De liBRos?, ¿pueDEs hAcERlo MeJOR en lAtín? = ahOrA traDuce; nECCesse Est epistULam sacri coLLegio mittendAm esse statim dictem? ¿Qué le oCurre a esTa malDita cOSA?


Zerchi se sentó en el suelo en medio de los papeles y trató de cortar el temblor involuntario de su antebrazo, que acababa de recibir una sacudida eléctrica al explorar las regiones intestinales del autoescriba. El temblor muscular le recordó la respuesta galvánica de una pata de rana seccionada. Ya que prudentemente se había acordado de desconectar la máquina antes de meter mano en ella, sólo pudo suponer que el malvado que había inventado el artefacto le había proporcionado el modo de electrocutar a los clientes aún sin estar conectada. Mientras torcía y tiraba de las conexiones en busca de cables sueltos, fue asaltado por un filtro de alto voltaje, que se aprovechó de una oportunidad para descargarse a tierra a través de la persona del reverendo padre abad, cuando el codo de éste rozó el chasis. Pero Zerchi no tenía modo de saber si había sido víctima de una ley de la naturaleza para los filtros o de una trampa para incautos, astutamente planeada, colocada para desanimar a los clientes manipuladores. Fuese como fuere había caído en ella. Su postura en el suelo se había producido de modo involuntario. Su única muestra de competencia en el arreglo de aparatos para la traducción polilingüística se basaba en su orgulloso registro de haber extraído una vez un ratón muerto del circuito del almacenamiento de informes, corrigiendo con ello una tendencia misteriosa de la máquina a escribir sílabas dobles (sísilalabasbas dodoblesbles). El haber encontrado aquella rata muerta, le autorizaba ahora a buscar a tientas cables sueltos y esperar que el cielo le hiciese el don del carisma de un curador electrónico. Pero evidentemente no era así.

— ¡Hermano Patrick! — llamó hacia la oficina exterior, poniéndose trabajosamente de pie.

— ¡Oiga, hermano Pat! — gritó de nuevo.

Esta vez la puerta se abrió y su secretario miró los compartimientos abiertos con su impresionante amasijo del circuito computador, observó de reojo el suelo tapizado y después estudió cautamente la expresión de su director espiritual.

— ¿Debo llamar de nuevo al técnico en reparaciones, padre abad?

— ¿Por qué molestarse? — gruñó Zerchi —. Los ha llamado tres veces. Han hecho tres promesas. Hemos esperado tres días. Necesito un estenógrafo. ¡Ahora! Preferiblemente que sea cristiano. Esta máquina — hizo un gesto irritado hacia el abominable autoescriba — es una maldita infiel o algo peor. Deshágase de ella. La quiero fuera de aquí.

— ¿El APLAC?

— El APLAC. Véndasela a un ateo. No, esto no sería justo. Véndala como chatarra. Estoy cansado de ella. ¿Por qué, por el amor del cielo, el abad Boumous, Dios se apiade de su alma, compró este absurdo aparato?

— Pues, dómine, dicen que su predecesor era un enamorado de los aparatos y es muy conveniente poder escribir cartas en idiomas que uno no domina.

— ¿De verdad? Querrá decir que sería. Este aparato… Oiga, hermano, aseguran que piensa. Al principio no lo creía. El pensamiento implica una idea racional, implica alma. ¿El principio de una «máquina de pensar» hecha por el hombre puede ser un alma racional? ¡Bah! Al principio me pareció una noción completamente pagana. Pero ¿sabe qué?

— ¿Padre?

— ¡Nada podría ser tan perverso sin premeditación! ¡Debe pensar! Conoce el bien y el mal, se lo aseguro, y escoge el último. Deje esa sonrisita, ¿quiere? No es divertido. La idea ni siquiera es pagana. El hombre hizo el instrumento, pero no creó su principio. ¿No es verdad que hablan del principio vegetativo como de un alma? ¿Un alma vegetal? ¿Y el alma animal? Entonces el alma humana racional, y es todo lo que registran en el modo de encarnar principios vivificantes, ángeles con el alma separada del cuerpo. Pero ¿cómo sabemos que este registro es comprensivo? Vegetativo, animador racional, pero después, ¿qué más? Aquí tiene el «qué más». Este aparato. Y siente. Sáquela de aquí. Pero primero tengo que conseguir que salga un radiograma hacia Nueva Roma.

— ¿Traigo un bloc, reverendo padre?

— ¿Habla alleghiano?

— No.

— Yo tampoco, y el cardenal Hoffstraff no comprende más que este idioma.

— ¿Por qué no lo envía en latín?

— ¿Qué latín? ¿El vulgar o el moderno? Yo no me fío de mi propio anglo — latín, y si lo hiciese, lo más probable es que él no se fiase del suyo.

Miró ceñudo la mole del robot estenógrafo.

El hermano Patrick frunció el ceño con él, después se adelantó hacia los compartimientos y empezó a escudriñar entre el amasijo de los diminutos elementos del circuito.

— No hay ningún ratón — le aseguró el abad.

— ¿Para qué sirven todos estos botones pequeños?

— ¡No los toque! — gritó el abad Zerchi cuando su secretario tocó con curiosidad una de las varias docenas de la serie de «Controles del subchasis».

Los controles del «subchasis» estaban montados en perfecto orden encuadrados en una caja, la cubierta de la cual el abad había quitado y que llevaba el aviso irresistible: «Sólo para ajustar por la fábrica».

— No lo movió, ¿verdad? — preguntó, yendo al lado de Patrick.

— Quizá lo moví un poco, pero creo que está de nuevo en su sitio.

Zerchi le mostró el aviso sobre la tapa.

— ¡Oh! — dijo Pat, y ambos se quedaron mirándolo.

— ¿Se trata de la puntuación, reverendo padre?

— Eso y algunas mayúsculas y palabras un poco confusas.

Contemplaron aquella serie de artefactos en un silencio mistificado.

— ¿Oyó hablar alguna vez del venerable Francis de Utah? — preguntó por fin el abad.

— No recuerdo el nombre, ¿por qué?

— Espero que en este momento esté en condiciones de rezar por nosotros, aunque no creo que haya sido canonizado. Mire, vamos a tratar de levantar un poco ésos; al azar.

— El hermano Joshua tenía algo que ver con la ingeniería, no recuerdo qué. Pero estaba en el espacio. Tiene que saber mucho sobre computadoras.

— Ya lo he llamado. Teme tocarlo. Mire, quizá se necesite…

Patrick se apartó.

— Si me perdona, reverendo, yo…

Zerchi miró retroceder a su secretario.

— ¡Qué poca fe! — dijo moviendo otro «ajuste de fábrica».

— Me parece que he oído a alguien afuera…

— Antes de que el gallo cante tres veces… Además, tocó el primer botón, ¿verdad?

Patrick se acobardó.

— Pero había quitado la cubierta y…

— Hinc igitur effuge. Fuera, fuera, antes de que decida que ha sido culpa suya.


Lo intentó una vez más. Zerchi cogió la clavija de la pared, se sentó ante su mesa, y después de rezarle una pequeña oración a san Leibowitz (que en los últimos siglos había alcanzado una mayor popularidad como patrono de los electricistas que la lograda como fundador de la Orden Albertiana de San Leibowitz), deslizó el conmutador. Oyó unos ruidos chisporroteantes y silbantes, pero no salió nada. únicamente le llegó el débil chasquido de los relés de detención y el ronroneo familiar de los motores cronometradores cuando tomaban velocidad. Los olisqueó. No pudo detectar ni humo ni ozono. Finalmente abrió los ojos. Hasta las luces indicadoras del cuadro de controles que tenía sobre la mesa estaban encendidas como de costumbre. ¡Vaya con los «sólo para ajustar por la fábrica»!

Algo tranquilizado, insertó el selector de formato en «radiogramas», le dio la vuelta al selector de programa hasta «grabación de dictado», la unidad de traducciones del Sudoeste a Allegheniano, se aseguró de que el interruptor de transcripciones estuviese apagado, giró el botón de su micrófono y empezó a dictar:


Prioridad urgente: A su reverendísima eminencia, sir Eric cardenal Hoffstraff, designado vicario apostólico, vicariato provisional extraterrestre, Sagrada Congregación de Propaganda, Vaticano, Nueva Roma…

Eminentísimo señor: En vista de la reciente renovación de la tensión mundial, de las insinuaciones de una nueva crisis internacional y hasta informes de una carrera clandestina de armamento nuclear, nos honraría en gran manera que su eminencia considerase prudente aconsejarnos con referencia al estado actual de ciertos planes mantenidos en suspenso. Tengo noticias de los que fueron esbozados en el Motu proprio del papa Celestino VIII, de feliz memoria, dados en la Festividad de la Divina Protección de la Santísima Virgen, anno Domini 3735 — hizo una pausa y rebuscó unos papeles en su mesa — y que empezaban con las palabras: «Ab hac planeta nativitatis aliquos filios Ecclesiae usque ad planetas intelligimus». Referencia también del documento confirmativo del anno Domini 3749 Quo peregrinatur grex, pastor secum, autorizando la adquisición de una isla, uh… y ciertos vehículos. Finalmente referencia del Casu belli nunc remoto, del papa Paul, anno Domini 3756 y la correspondencia que siguió entre el padre santo y mi predecesor, culminando con una orden en la que se nos transfería la obligación de mantener el plan Quo Peregrinatur en un estado de, uh… animación suspendida pero sólo en tanto su eminencia lo aprobase.

Nuestra preparación absoluta para el Quo Peregrinatur ha sido mantenida, y en caso de que fuese necesaria la ejecución del plan, necesitaríamos quizá saberlo con unas seis semanas de anticipación.


Mientras el abad dictaba, el abominable autoescriba no hizo más que grabar su voz y traducirla a un fonema cifrado sobre una cinta. Cuando terminó de hablar, conectó el selector de programas a «análisis», presionó un botón marcado «proceso de textos». La luz indicadora parpadeó apagándose. La máquina empezó su trabajo. Mientras tanto, Zerchi estudió los documentos que tenía ante sí.

Un timbre sonó. La luz indicadora se encendió de nuevo en un parpadeo. La máquina se había detenido. Con sólo una mirada nerviosa al «sólo para ajustar por la fábrica», el abad cerró los ojos y presionó el botón de «escribir».

Claterli-chap-chap-spat-pit poperti cac-jub-clo. La máquina automática de escribir parloteó lo que él esperó fuese el texto del radiograma. Escuchó esperanzado el ritmo de las teclas. El primer claterli-chap-chap-spat-pip le pareció muy seguro. Trató de oír el ritmo de la lengua allegheniana mezclado con el sonido de las teclas, y después de un rato decidió que había verdaderamente un cierto tono allegheniano en el tecleteo. Abrió los ojos. Al otro lado de la habitación, el robot estenográfico trabajaba briosamente. Dejó su mesa y se acercó a observarlo. Con suma claridad, el abominable autoescriba escribía el equivalente allegheniano de:



— Oiga, hermano Pat.

Apagó molesto la máquina. ¡San Leibowitz! ¿Hemos trabajado para esto? No creía que se hubiese prosperado mucho desde los tiempos de la pluma de ganso perfectamente afilada y el bote de tinta de zarzamora.

— ¡Oiga, Pat!

De la otra oficina no le contestaron de inmediato, pero al cabo de unos segundos un monje de barba roja abrió la puerta, y después de mirar los compartimientos abiertos, el suelo cubierto de papeles y la expresión del abad, tuvo el descaro de sonreír.

— ¿Qué le ocurre, magister meus, no le gusta nuestra tecnología moderna?

— No, en particular, ¡no! — exclamó Zerchi —. ¡Oiga, Pat!

— Ha salido, reverendo.

— Hermano Joshua, ¿no puede arreglar esto? De verdad.

— ¿De verdad? No, no puedo.

— Debo enviar un radiograma.

— Lo siento, padre abad. Tampoco puedo hacerlo. Acaban de quitarnos el cristal y clausurarnos la cabaña.

— ¿Acaban?

— La zona de Defensa Interior. Todos los transmisores privados han sido precintados.

Zerchi fue hacia su silla y se dejó caer en ella.

— Defensa de alerta. ¿A qué se debe?

Joshua se encogió de hombros.

— Se habla de un ultimátum. Es todo lo que sé, a no ser que se trate de lo que he oído de los contadores de radiaciones.

— ¿Siguen subiendo?

— Siguen subiendo.

— Llame a Spokane.


A media tarde, el viento polvoriento había llegado. El viento se presentó sobre la meseta y la pequeña ciudad de Sanly Bowitts. Barrió ruidosamente los alrededores a través de los altos maizales, rasgando banderolas de arena, soplando las cordilleras estériles. Silbó entre los muros de piedra de la abadía y entre las paredes de vidrio y aluminio de los anexos de la abadía. Mancilló al sol enrojecido con el polvo de la tierra y envió diablos de arena deslizándose a través del asfalto de la carretera de seis pistas que separaba a la antigua abadía de sus modernos anexos.

En la carretera lateral, que en un punto flanqueaba la carretera que iba del monasterio a un suburbio residencial de la ciudad, un viejo pordiosero vestido de arpillera se detuvo para escuchar el viento. Éste le trajo el vibrar de las explosiones de las pruebas de cohetes que se efectuaban en el sur. Los proyectiles interceptores eran disparados hacia blancos orbitales desde un campo de lanzamiento al otro lado del desierto. El anciano observó el débil disco rojo del sol mientras se apoyaba sobre su báculo y murmuraba para sí o para el sol:

— Presagios, presagios, presagios.

Un grupo de niños jugaba en el patio lleno de hierba de un cobertizo al otro lado de la carretera lateral, sus juegos tenían lugar bajo los muros, pero perspicaces auspicios de una encorvada mujer negra, que fumaba una pipa bien repleta en el rellano y daba una palabra ocasional de apoyo o amonestación a uno u otro lloroso jugador que llegaba quejándose ante su corte en el quicio del cobertizo. Uno de los niños descubrió pronto al viejo parado al otro lado de la carretera y se oyó un grito:

— ¡Mirad, mirad! ¡Es el viejo Lázaro! ¡Mira, tiíta, ahí está el viejo Lázaro, el mismo a quien el Señor Jesús levantó! ¡Mirad! ¡Lázaro! ¡Lázaro!

Los niños se agolparon junto a la cerca rota. El viejo vagabundo los miró malhumorado y continuó su camino. Un guijarro saltó por la carretera a sus pies.

— ¡Oye, Lázaro…!

— ¿Verdad, tía, que lo que el Señor Jesús levanta se queda de pie? ¡Miradlo! ¡Ja! Todavía sigue buscando, porque el Señor sólo lo levantó. Mira, tía…

Otra piedra saltó tras el viejo, pero él no miró hacia atrás. La anciana asintió medio dormida. Los niños volvieron a sus juegos. La tormenta de polvo se hizo más violenta.

A través de la carretera desde la antigua abadía, en la cima de uno de los nuevos edificios de aluminio y vidrio, un monje estaba en el tejado haciendo pruebas con el viento. Lo hacía con un aparato aspirador, que tragaba el aire polvoriento y lo exhalaba filtrado en el dispositivo de un compresor que estaba en el piso inferior. El monje no era un muchacho, aunque no había llegado aún a la mediana edad. Su corta barba roja parecía estar cargada de electricidad, pues acumulaba hilos y corrientes de polvo; de vez en cuando se la rascaba irritado, y una de las veces la metió en el extremo del tubo de succión. El resultado le hizo lanzar un denuesto y persignarse inmediatamente.

El motor del compresor tosió y se apagó. El monje desconectó el aparato de succión y el tubo exhalador y empujó el instrumento por el tejado hacia el ascensor. En todos los rincones había polvo. Cerró la puerta y presionó el botón de bajada.

En el laboratorio que había en el piso más alto, miró el calibrador del compresor — marcaba MAX NORM —, cerró la clavija y guardó el aparato aspirador. Después, dirigiéndose al profundo depósito de lámina de acero que había al final del banco de trabajo del laboratorio, abrió el grifo de agua fría y la dejó caer sobre la señal de 200 JUG. Metió la cabeza debajo del grifo y se limpió el lodo de su cabeza y barba. El efecto fue agradablemente refrescante. Goteando y salpicando miró hacia la puerta. La aparición de algún visitante parecía dudosa. Se quitó la ropa y se metió en el tanque, acomodándose en él y lanzando un suspiro de satisfacción.

La puerta se abrió abruptamente y la hermana Helene entró con una bandeja de utensilios de vidrio recientemente desembalados. Sobresaltado, el monje se levantó de un salto de su bañera.

— ¡Hermano Joshua! — gritó la monja, y media docena de vasos de precipitados fueron a dar al suelo.

El monje se sentó con rapidez, salpicando la habitación. La hermana Helene cloqueó, se atragantó, lanzó la bandeja sobre el banco de trabajo y salió corriendo. El hermano Joshua, salió de un salto del depósito y se puso el hábito sin ni tan siquiera preocuparse en secarse o en ponerse la ropa interior. Cuando llegó a la puerta, la hermana Helene había desaparecido del pasillo — probablemente ya había salido del edificio y corrido a la capilla de las monjas en la avenida lateral —. Mortificado, se apresuró a terminar su labor.

Vació el contenido del aparato aspirador y depositó una muestra de polvo en una redoma. La llevó al banco de trabajo y se colocó un par de auriculares. Mantuvo la vasija a una distancia media del elemento detector y se quedó a la escucha consultando su reloj de vez en cuando.

El compresor tenía un contador interior. Presionó un botón marcado «borrar» y el vibrante registro de decimales retrocedió hasta el cero y empezó de nuevo su cuenta. Cuando se detuvo, después de un minuto, el monje escribió el resultado en el reverso de su mano. En su mayor parte era aire puro filtrado y comprimido; pero había un ligero rastro de algo más.

Cerró el laboratorio por la tarde y bajó a la oficina que estaba en el piso inferior, escribió la cifra en un tablero mural, observó su curioso aumento y después se sentó ante su mesa y descolgó el fonovisor. Marcó el número de memoria, sin apartar la vista del tablero. La pantalla se iluminó, el teléfono sonó y el visor enfocó el respaldo de una silla vacía. Después de unos segundos un hombre se sentó en la silla y miró hacia la cámara.

— El abad Zerchi al habla — gritó el hombre —. Ah, hermano Joshua, iba a llamarle. ¿Se ha bañado?

— Sí, padre abad.

— ¡Por lo menos podría sonrojarse!

— Lo estoy.

— Pues no lo aparenta. Escuche, en este lado de la carretera y justo en nuestra entrada, hay un letrero. ¿Lo ha notado? Dice: «Atención mujeres. No entréis para que no…» y demás. ¿Lo ha visto?

— Claro que sí, reverendo.

— Tome sus baños en este lado del letrero.

— Muy bien.

— Mortifíquese por haber ofendido la modestia de las hermanas. Me doy cuenta de que usted no tiene conciencia de este problema. Tengo entendido, además, que le es muy difícil pasar junto a los depósitos de agua sin echarse a nadar tal como Dios lo trajo al mundo.

— ¿Quién se lo ha dicho, reverendo? Quiero decir… Yo sólo he vadeado.

— ¿Ah, sí? Bueno, olvídelo. ¿Por qué me llamó?

— Usted quería que me comunicase con Spokane.

— Sí, ¿lo ha hecho?

— Sí. — El monje se arrancó un trocito de papel de la comisura de los labios resecos por el viento e hizo una pausa incómoda —. He hablado con el padre Leone. También lo han notado.

— ¿El aumento en las radiaciones?

— Y no sólo eso… — El monje dudó de nuevo, no le agradaba tener que decirlo. Comunicar un hecho parecía otorgarle siempre una existencia total.

— ¿Y bien?

— Tiene que ver con el mismo incidente sísmico de hace unos días. Los vientos altos lo traen hacia esta dirección. Considerados todos los datos, parece un Fallout a baja altura de una explosión de varios megatones.

— ¡Oh! — Zerchi suspiró y se cubrió los ojos con una mano —. ¿Luciferum ruisse mihi dicis?

— Sí, dómine, me temo que se trate de un arma.

— ¿No puede haber sido un accidente industrial?

— No.

— Pero de haber una guerra, lo sabríamos. ¿Una prueba ¡lícita? Tampoco puede ser, podrían haberla hecho en la otra cara de la Luna o mejor en Marte y nadie se habría enterado.

Joshua asintió.

— ¿Adónde nos lleva esto? — continuó el abad —. ¿Una demostración? ¿Una amenaza? ¿Un tiro de aviso lanzado sobre el arco?

— Es lo único que se me ha ocurrido.

— Esto explicaría la alerta de la defensa. De todas maneras, los periódicos no hablan sino de rumores y negativas a hacer comentarios. Y Asia mantiene un silencio de muerte.

— Pero el disparo tiene que haber sido detectado por alguno de los satélites de observación. A menos… no me agrada sugerir esto, pero…, a menos que alguien haya descubierto un sistema para disparar un misil espacio — tierra y capaz de pasar los satélites sin ser detectado hasta dar en el blanco.

— ¿Es posible esto?

— Se ha hablado un poco de ello, padre abad.

— El Gobierno sabe lo que ocurre, tiene que saberlo. Varios de ellos lo saben y sin embargo no oímos nada. Se nos protege de la histeria. ¿No es así cómo lo llaman? ¿Maníacos? En los últimos cincuenta años el mundo ha vivido en un estado permanente de crisis. ¿Cincuenta? ¿Qué es lo que digo? Ha estado así desde el principio… pero desde hace medio siglo es casi insoportable. Por el amor de Dios, ¿cuál es la causa de ello? ¿Cuál es la base de la irritación, la esencia de la tensión? ¿Filosofías políticas? ¿Economía? ¿Presión de la población? ¿Disparidad de culturas y credos? Pregunte esto a una docena de técnicos y obtendrá una docena de respuestas. Ahora, de nuevo Lucifer. ¿Está la especie humana congénitamente insana, hermano? Si hemos nacido locos, ¿dónde queda la esperanza del cielo? ¿Sólo a través del cielo? ¿O es que ya no existe? Que Dios me perdone, no quise decir esto. Escuche, Joshua…

— ¿Padre?

— Tan pronto como termine venga aquí… Este radiograma… Tengo que enviar al hermano Pat a la ciudad para que lo traduzcan y lo envíen por cable regular. Quiero tenerlo a usted aquí cuando llegue la respuesta. ¿Sabe de qué se trata?

El hermano Joshua denegó con un gesto.

— Quo Peregrinatur Grex.

El monje fue palideciendo lentamente.

— ¿Para ser cumplido, dómine?

— Quiero enterarme de las condiciones del plan. No se lo mencione a nadie. Como es natural le afectará a usted. En cuanto acabe, venga a verme.

— De acuerdo.

— Chris'tecum.

— Cum spiri'tuo.

El circuito se abrió y la imagen se desvaneció. La habitación estaba caldeada, pero Joshua se estremeció. Miró por la ventana hacia un prematuro atardecer oscurecido por el polvo. No podía ver más allá de la valla protectora cercana a la carretera, donde una procesión de faros producía una serie de halos en movimiento en el aire polvoriento. Pasado un rato se dio cuenta de que había alguien de pie cerca del puente, donde la carretera se unía a la autopista. La silueta era apenas visible cuando la aureola de los faros la iluminaba al pasar.

Joshua se estremeció de nuevo.

No había duda de que se trataba de la señora Grales. Sólo ella podía ser reconocida con tan poca luz: la forma del bulto encapuchado en su hombro izquierdo y el modo de inclinar la cabeza hacia la derecha convertían las líneas de su cuerpo en algo inconfundible. La anciana señora Grales. El monje corrió las cortinas y encendió la luz. La deformidad de la anciana no le repelía, el mundo estaba ya cansado de ver tales abortos genéticos y reacciones de genes. Su propia mano izquierda lucía aún una tenue cicatriz, donde un sexto dedo le había sido amputado en su infancia. Pero la herencia del Diluvium Ignis era algo que en aquel momento prefería olvidar y la señora Grales era una de sus más conspicuas herederas.

Pasó las manos por un globo terráqueo que había sobre su mesa. Lo hizo girar hasta llegar al océano Pacífico y al este de Asia. ¿Dónde? ¿En qué punto preciso? Hizo que el globo girase más aprisa, empujándolo ligeramente de vez en cuando, hasta que el mundo giró como una ruleta, más aprisa y más aprisa, hasta que los continentes y los océanos se convirtieron en una masa borrosa. «Hagan juego, señoras y señores, ¿dónde?» Detuvo abruptamente el globo con el pulgar. «Banco, la India paga. Cobre, señora.» El resultado era descabellado. Hizo girar de nuevo el globo hasta que su armazón empezó a vibrar. Los días se deslizaron como breves instantes. De pronto, se dio cuenta de que lo hacía girar en sentido contrario. Si la madre Gaia hacía piruetas en el mismo sentido, el Sol y otros paisajes en tránsito saldrían por el oeste y se pondrían por el este. ¿Retrocedería así el tiempo? Dijo el homónimo de mi homónimo: «No te muevas, oh Sol, hacia Gabaón, ni tú, Luna, hacia el valle…», un buen truco, pensándolo bien, y además conveniente en esta época. «Levántame de nuevo, oh Sol, et tu, Luna, recedite in orbitas reversas…» Siguió haciendo girar el globo al revés, como si esperase que el simulacro de tierra poseyese el poder de remontar el tiempo. Un tercio de un millón de vueltas podían ser suficiente para hacerlos volver al Diluvium Ignis.

Sería mejor colocarle un motor y hacerlo retroceder hasta el principio del hombre.

Lo detuvo de nuevo con el pulgar, y el resultado fue otra vez absurdo.

Sin embargo, se entretuvo en el despacho, pues temía el momento de volver a casa. La «Casa» estaba únicamente al otro lado de la carretera, en los embrujados vestíbulos de aquellos antiguos edificios, cuyas paredes contenían aún piedras que habían sido los restos de hormigón de una civilización desaparecida hacía ya dieciocho siglos. Cruzar la carretera hacia la vieja abadía era como cruzar un eón. Allí, en los nuevos edificios de vidrio y aluminio, él era un técnico en su mesa de trabajo, en la que los acontecimientos eran sólo fenómenos, para ser observados atendiendo a su cómo sin preguntarse su por qué. En este lado de la carretera la caída de Lucifer era sólo una inferencia derivada por fría matemática del decir de los contadores de radiaciones o de la súbita oscilación de la pluma del sismógrafo. Pero en la vieja abadía, dejaba de ser un técnico para convertirse en un monje de Cristo, un contrabandista de libros y un memorizador de la comunidad de Leibowitz. Allí, la pregunta sería: «¿Por qué, Señor, por qué?». La pregunta había llegado y el abad había dicho: «Venga a verme».

Joshua asió su zurrón y fue a obedecer la llamada de su superior. Para evitar encontrar a la señora Grales, salió por el paso inferior de peatones. No era un momento para conversaciones agradables con la bicéfala vendedora de tomates.

25

El dique del secreto se había roto. Varios periodistas intrépidos fueron barridos por la marea enfurecida que los había expulsado de Texarkana hacia sus países de origen, donde se mostraron reacios a los comentarios. Otros permanecieron en sus puestos y trataron lealmente de obturar nuevas filtraciones, pero la caída de ciertos isótopos traídos por el viento creó una contraseña universal, murmurada por las esquinas y gritada por los titulares: «Lucifer ha caído».

El ministro de Defensa, con su uniforme inmaculado, su maquillaje perfecto y su serena ecuanimidad, se enfrentó de nuevo con la hermandad periodística. Esta vez la entrevista de prensa fue televisada a través de la Coalición Cristiana.


SEÑORA PERIODISTA: Su excelencia parece tomar con mucha calma los acontecimientos. Dos violaciones de la Ley Internacional, ambas definidas por tratado como actos de guerra, han ocurrido recientemente. ¿No preocupa esto en absoluto al Ministerio de la Guerra?

MINISTRO DE DEFENSA: Señora, como usted sabe muy bien, aquí no tenemos un Ministerio de la Guerra; tenemos un Ministerio de Defensa. De acuerdo con la información que poseo, sólo ha ocurrido una violación de la Ley Internacional. ¿Le molestaría informarme cuál es la otra?

SEÑORA PERIODISTA: ¿De cuál de las dos no está al corriente? ¿Del desastre de Itu-Wan o del disparo de aviso en el lejano Pacífico del Sur?

MINISTRO DE DEFENSA (con súbita sequedad): ¡Con seguridad, señora, no intenta usted nada sedicioso, pero su pregunta parece dar apoyo, si no crédito, a los cargos totalmente falsos de Asia de que el llamado desastre de ltu-Wan fue provocado por un arma probada por nosotros y no por ellos!

SEÑORA PERIODISTA: Si es así, le invito a encarcelarme. La pregunta se basa en una noticia facilitada por un país neutral del Cercano Oriente, que informó del desastre de Itu-Wan como resultado de una prueba subterránea asiática que se descontroló. La misma información dijo que la prueba de ltu-Wan fue captada por nuestros satélites e inmediatamente contestada por un disparo de aviso espacio-tierra al sudeste de Nueva Zelanda. Pero, ahora que lo sugiere, ¿fue el desastre de ltu-Wan también resultado de una prueba nuestra?

MINISTRO DE DEFENSA (con forzada paciencia): Reconozco el derecho de los periodistas a la objetividad, pero sugerir que el Gobierno de su supremacía violaría deliberadamente…

SEÑORA PERIODISTA: Su supremacía es un muchacho de once años… Hablar de su Gobierno no es únicamente arcaico sino muy poco honorable… ¡Es despreciable! Tratar de echar sobre sus hombros la responsabilidad por una completa negación de su propia…

MODERADOR: Haga el favor de restringir el tono de sus…

MINISTRO DE DEFENSA: ¡Olvídelo! ¡Olvídelo! Señora, si necesita dignificar los fantásticos cargos, tiene mi completa negativa. El llamado desastre de ltu-Wan no fue resultado de un arma probada por nosotros ni tengo noticia de otra explosión nuclear reciente.

SEÑORA PERIODISTA: Gracias.

PRESENTADOR: Creo que el editor del Texarkana Star-Insight ha pedido la palabra.

EDITOR: Gracias… Quisiera preguntarle, excelencia, ¿qué ocurrió en ltu-Wan?

MINISTRO DE DEFENSA: En aquella área no tenemos nacionales; no hemos tenido observadores allí desde que se rompieron las relaciones diplomáticas durante la última crisis mundial. Puedo, de todas maneras, hablar basándome únicamente en la evidencia directa y en las narraciones, en cierto modo contradictorias, de los neutrales.

EDITOR: Lo tendremos en cuenta.

MINISTRO DE DEFENSA: Muy bien, tengo entendido que hubo una explosión nuclear subterránea de varios megatones y se les escapó… Sin duda se trataba de una prueba de algún tipo. Si se trataba de un arma o, como claman algunos «neutrales» de la frontera asiática, de un intento de cambiar de rumbo un río subterráneo, fue claramente ¡legal y los países vecinos están dispuestos a protestar ante la Corte Mundial.

EDITOR: ¿Hay peligro de guerra?

MINISTRO DE DEFENSA: Yo no lo veo… Pero, como sabe, tenemos a ciertos destacamentos de nuestras fuerzas armadas que están sujetos a reclutamiento por la Corte Mundial para reforzar sus decisiones si es necesario. Yo no preveo tal necesidad, pero no puedo hablar por la Corte.

PRIMER REPORTERO: Pero la coalición asiática ha amenazado con un inmediato ataque total contra nuestras instalaciones espaciales si la Corte no actúa en contra nuestra. ¿Qué ocurrirá si la Corte tarda en decidirse?

MINISTRO DE DEFENSA: No se ha dado ningún ultimátum. La amenaza fue dada únicamente en bien del interior de su país; para cubrir su error en Itu-Wan.

SEÑORA PERIODISTA: ¿Cómo está hoy su fe permanente en la maternidad, lord Tallege?

MINISTRO DE DEFENSA: Espero que la maternidad tenga por lo menos tanta fe permanente en mí como yo la tengo en ella.

SEÑORA PERIODISTA: Estoy segura de que, por lo menos, merece esto.


La conferencia de prensa, radiada a través del satélite retransmisor a treinta y cinco mil kilómetros de la Tierra, cubrió la mayor parte del hemisferio occidental con la vacilante señal del VHF, que transmitía informaciones a las grandes pantallas murales de las multitudes. Uno entre las multitudes, el abad dom Zerchi, apagó el televisor.

Dio unas cuantas vueltas por la habitación esperando a Joshua, mientras trataba de no pensar. Pero le resultó imposible.

Escucha, ¿somos impotentes? ¿Estamos predestinados a hacerlo otra vez, otra vez y otra vez? ¿No nos queda más remedio que hacer de ave fénix en una interminable secuencia de alzamientos y caídas? Asiria, Babilonia, Egipto, Grecia, Cartago, Roma, los imperios de Carlomagno y los turcos. Caer en el polvo y cubrirlo de sal. España, Francia, Inglaterra, América… quemadas en el olvido de los siglos. Y otra vez, y otra vez, y otra vez.

¿Estamos predestinados a ello, Señor, encadenados al péndulo de nuestro propio reloj enloquecido e incapaces de detener su vaivén?

«Ésta vez — se dijo — nos enviará directamente al olvido.»

El sentimiento de desesperación desapareció abruptamente cuando el hermano Pat le trajo el segundo telegrama. El abad lo abrió, lo leyó sin interrupción, y esbozó una sonrisa.

— ¿El hermano Joshua no ha llegado aún, hermano?

— Espera fuera, reverendo padre.

— Que entre.

— Bien, hermano, cierre la puerta y conecte el silenciador. Después lea esto.

Joshua miró el primer telegrama.

— ¿Una respuesta de Nueva Roma?

— Llegó esta mañana. Pero primero conecte el silenciador. Tenemos cosas que discutir.

Joshua cerró la puerta y conectó un interruptor. Los altavoces ocultos protestaron levemente. Cuando la protesta terminó, las propiedades acústicas de la habitación parecieron haber cambiado de modo súbito.

Dom Zerchi le indicó que se sentase. Joshua leyó para sí parte del telegrama y terminó haciéndolo en voz alta:

— «… No debe tomar ninguna decisión en lo que se refiere al Quo Peregrinatur Grex.»

— Tendrá que hablar más fuerte con esto en funcionamiento — dijo el abad indicándole el silenciador —. ¿Qué ha dicho?

— Leía. ¿El plan ha sido cancelado?

— No se sienta tan seguro. Esto llegó esta mañana, pero éste ha llegado esta tarde. — El abad le tendió el segundo telegrama.


IGNORE EL MENSAJE ANTERIOR DE ESTA MISMA FECHA. QUO PEREGRINATUR DEBE REACTIVARSE DE INMEDIATO POR PETICIÓN SANTO PADRE. PREPARE AL PERSONAL PARA PARTIR EN TRES DÍAS. ESPERE CABLE CONFIRMANDO ANTES DE LA PARTIDA. INFORME DE CUALQUIER PLAZA SOBRANTE EN LA ELECCIÓN DEL PERSONAL. EMPIECE EJECUCIÓN CONDICIONAL DEL PLAN. ERIC, CARDENAL HOFFSTRAFF, VICARIO APOST. EXTRATERR. PROVINCIAE.


La cara del monje perdió su color. Dejó el telegrama sobre la mesa y se sentó de nuevo con los labios muy apretados.

— ¿Sabe lo que es el Quo Peregrinatur?

— Sé de qué se trata, dómine, pero no conozco los detalles.

— Bueno, se proyectó como un plan para enviar a algunos sacerdotes con un grupo de colonizadores a Alfa Centauro. Pero no dio resultado porque se necesitaban obispos para ordenar sacerdotes, y después de la primera generación de colonizadores habría que enviar más sacerdotes y así sucesivamente. La cuestión se complicó con discusiones acerca de si las colonias se mantendrían y, de ser así, había que hacer arreglos para asegurar la sucesión apostólica en los planetas colonizados sin necesidad de recurrir a la Tierra. ¿Sabe lo que esto significa?

— Supongo que enviar a por lo menos tres obispos.

— Sí, y esto parecería un poco absurdo. Los grupos colonizadores han sido siempre muy reducidos. Pero durante la última crisis mundial, el Quo Peregrinatur se convirtió en un plan de emergencia para la perpetuación de la Iglesia en los planetas colonizados si lo peor llegase a ocurrir en la Tierra. Tenemos una nave.

— ¿Una nave interestelar?

— Exactamente. Y tenemos una tripulación capaz de manejarla.

— ¿Dónde?

— Aquí mismo.

— ¿En la abadía? ¿Pero quién…? — Joshua se calló. Su cara tomó una tonalidad grisacea —. Pero, dómine, mi experiencia en el espacio ha sido únicamente en vehículos orbitales, no en naves interestelares. Antes de que Nancy muriese y yo entrase en el Císter…

— Lo sé. Hay otros con experiencia en naves interestelares. Ya les conoce. Hasta se hacen bromas acerca del número de ex espaciales que parecen sentir la vocación por nuestra orden. No es accidental, claro. Y recuerde cuando usted era postulante cómo se le embromaba acerca de su experiencia en el espacio.

Joshua asintió.

— También debe recordar que se le preguntó si aceptaría ir al espacio si la orden se lo pedía.

— Sí.

— ¿Entonces no ignoraba totalmente que se le había asignado condicionalmente al Quo Peregrinatur si llegaba a suceder?

— Creo… creo que me lo temía, reverendo.

— ¿Temía?

— Mejor dicho, sospechaba. Pero temer también, un poco, porque tenía la esperanza de poder terminar mis días en la orden.

— ¿Cómo sacerdote?

— Esto… pues no lo había decidido aún.

— El Quo Peregrinatur no significa que se libere de sus votos o deba abandonar la orden.

— ¿La orden también va?

Zerchi sonrió.

— Y la Memorabilia con ella.

— Todos los… ah, se refiere a los microfilms. ¿A qué lugar?

— La colonia Centauro.

— ¿Cuánto tiempo estaremos fuera, dómine?

— Si se van, será para no volver.

El monje respiró profundamente y miró sin verlo el segundo telegrama. Se rascó absorto la barba.

— Tres preguntas — dijo el abad —. No las conteste ahora, pero empiece a pensar en ellas y hágalo seriamente. Primera, ¿quiere ir? Segunda, ¿tiene vocación para el sacerdocio? Tercera, ¿acepta conducir al grupo? Y al decir quiere no me refiero a la obediencia sino al entusiasmo o la voluntad de entusiasmarse. Piénselo, tiene tres días para hacerlo… quizá menos.


Los cambios modernos habían hecho pocas variaciones en los edificios y terrenos del antiguo monasterio. Para proteger a los edificios antiguos de la intrusión de una arquitectura más impaciente, se habían hecho nuevas adiciones extramuros y también al otro lado de la carretera… a veces a expensas de la conveniencia. El viejo refectorio fue desechado debido a un techo pandeado, y para llegar al nuevo era necesario cruzar la carretera. La inconveniencia se veía algo mitigada por el paso subterráneo, a través del cual los hermanos se dirigían diariamente a efectuar sus comidas.

Con siglos de antigüedad, pero recientemente ampliada, la carretera era la misma empleada por los ejércitos paganos, peregrinos, campesinos, carros de mulas, nómadas, jinetes salvajes del este, artillería, tanques y camiones de diez toneladas. Su tráfico había fluido, escurrido, goteado según la época y la estación. Una vez, hacía mucho tiempo, tuvo seis pistas y tráfico computerizado. Este tráfico desapareció, el suelo se cubrió de grietas y la hierba se había abierto paso entre ellas después de alguna lluvia ocasional. El polvo lo cubría todo. Los moradores del desierto excavaron su destrozado hormigón para construirse chozas y barricadas. La erosión lo convirtió en una senda en el desierto, que cruzaba terrenos salvajes. Pero ahora había seis pistas y un robot dirigiendo el tráfico, como antes.

— Esta noche hay poco movimiento — dijo el abad cuando salía por la antigua entrada —. Vamos a cruzar por arriba. Este túnel puede resultar sofocante después de una tormenta de polvo. ¿No tiene ganas de pasar entre los coches?

— Vamos — aceptó el hermano Joshua.

Camiones de suspensión baja con las luces cortas — útiles sólo como aviso — pasaban raudos por su lado, con las ruedas chirriantes y las turbinas ruidosas. Con sus antenas cóncavas vigilaban la carretera y sus calibradores magnéticos medían las bandas — guías de acero colocadas en la base de la carretera — Así se les guiaba cuando pasaban presurosos a lo largo del rojizo y fluorescente río de grasiento hormigón. Corpúsculos económicos en una arteria de la humanidad, los monstruos cargaron descuidadamente hacia los monjes, que los evitaron de una pista a la otra. Ser derribado por uno de ellos era ser aplastado por un vehículo tras otro, hasta que la patrulla de seguridad encontraba la huella de un hombre estampada en el piso de la carretera y se detenía para limpiarla. Los sensibles mecanismos de los autopilotos eran mejores detectando masas de metal que masas de carne y hueso.

— Fue un error — dijo Joshua cuando llegaron al islote central y se detuvieron para descansar —. Mire quién está ahí.

El abad hizo un esfuerzo para distinguirla y después se dio un golpe en la frente.

— ¡La señora Grales! Lo olvidé. Es su noche para acecharme. Ha vendido sus tomates al refectorio de las monjas y ahora viene de nuevo a por mí.

— ¿A por usted? Estaba aquí anoche y anteanoche también. Creí que esperaba que alguien la llevase. ¿Qué quiere?

— En realidad no es nada. Estafó a las hermanas en el precio de los tomates y ahora me dará la ganancia extra para mis pobres. Es un pequeño ritual. Esto no tiene importancia, lo malo es lo que sigue después. Ya lo verás.

— ¿Nos volvemos atrás?

— ¿Y herir sus sentimientos? Tonterías. Ya nos ha visto. Vamos.

Se hundieron de nuevo en la tenue corriente de coches.

La mujer de las dos cabezas y su perro de seis patas esperaban junto a la puerta nueva, al lado de una canasta vacía de verduras. La anciana le cantaba suavemente al perro. Cuatro de las patas del animal eran perfectas, pero un par extra colgaban inútiles a los lados. En cuanto a la mujer, una cabeza era tan inútil como las patas extras del perro. Era una cabeza pequeña, una cabeza querubínica, que nunca abría los ojos. No daba señales de compartir el aliento o la comprensión. Se balanceaba inútil sobre un hombro, ciega, muda, sorda y sólo vegetativamente viva. Quizá carecía de cerebro, pues no mostraba ningún signo de conciencia independiente o de personalidad. Su otra cara había envejecido, se había arrugado, pero la cabeza superflua retenía las facciones de la infancia, aunque endurecidas por el viento arenoso y oscurecidas por el sol del desierto.

La anciana se inclinó al verles acercarse y su perro se echó hacia atrás dando un bufido.

— Buenas, padre Zerchi — dijo arrastrando las palabras —, buenas noches para usted… y para usted, hermano.

— Buenas noches, señora Grales.

El perro ladró, se erizó y empezó una danza frenética, saltando hacia los tobillos del abad con los colmillos dispuestos a clavarlos.

La señora Grales golpeó inmediatamente al perro con su canasta y el animal la aferró con sus dientes volviéndose contra su ama. Ella lo mantuvo lejos con la cesta. Después de recibir algunos golpes resonantes, el perro se retiró para sentarse gruñendo junto a la entrada.

— Vaya un humor tiene hoy Priscilla — dijo Zerchi, animadamente —. ¿Va a tener perritos?

— Perdonen, excelencias — dijo la señora Grales —, pero no es su condición de madre lo que la vuelve de este modo. ¡Se irrita como un demonio! Es culpa de mi hombre. Ha embrujado al pobre animal, lo ha hecho… sólo para divertirse. Hace que todos la teman.

— Les pido perdón a sus excelencias por su maldad.

— Está bien. Vaya, buenas noches, señora Grales.

Pero escapar no era tan fácil. La mujer asió al abad por la manga y sonrió con su irresistible sonrisa desdentada.

— Un minuto, padre, sólo un minuto para la vieja vendedora de tomates, si pudiese dedicármelo.

— ¡Claro que si! Estaré encantado…

Joshua le hizo una ligera mueca al abad y fue a negociar con el perro el permiso de entrada. Priscilla lo observó con sencillo desprecio.

— Tenga, padre, tenga — decía la señora Grales —. Tenga algo para sus pobres. Mire… — Las monedas sonaron mientras Zerchi protestaba —. No, tenga, lléveselas — insistió ella —. Ya sé lo que siempre dice, pero yo no soy tan pobre como parezco. Y usted hace un buen trabajo. Si no las acepta, el vago de mi hombre se las quedará y las gastará con el demonio. Vea… vendí mis tomates a buen precio, ya he comprado comida para la semana y hasta un adorno para Rachel. Quiero que usted se lo quede. Tenga.

— Es muy amable…

De la entrada les llegó un ladrido imperativo, seguido por una larga secuencia de ladridos y quejidos de Priscilla que aullaba en plena retirada.

Joshua se volvió lentamente, con las manos metidas en las mangas.

— ¿Está usted herido?

El monje contestó con un gruñido.

— ¿Qué le hizo a la perra?

El hermano Joshua lanzó un par de gruñidos más y después explicó:

— Priscilla cree en el hombre lobo. Los ladridos eran suyos. Ahora podremos pasar con toda tranquilidad.

El perro había desaparecido, pero la señora Grales se aferró de nuevo a la manga del abad.

— Sólo un minuto, padre, no lo molestaré más. Quería verle acerca de la pequeña Rachel. Debo pensar en el bautismo y la comunión y quería pedirle que me hiciese el honor…

— Señora Grales — dijo él suavemente —, vaya a ver al cura de su parroquia. Es él quien debe arreglar estos asuntos, no yo. No tengo parroquia, sólo la abadía. Hable con el padre Selo en San Miguel, nuestra iglesia no tiene siquiera pila bautismal. Las mujeres no pueden penetrar en ella, excepto en la tribuna…

— La capilla de las monjas tiene una pila y las mujeres pueden…

— Esto tiene que resolverlo el padre Selo, no yo. Tiene que quedar registrado en su parroquia. Sólo en un caso de emergencia puedo…

— Ya lo sé, ya lo sé, pero vi al padre Selo. Llevé a Rachel a su iglesia y el viejo loco no quiso ni tocarla.

— ¿Se negó a bautizar a Rachel?

— Eso hizo el viejo loco.

— Está hablando de un sacerdote, señora Grales, y no es ningún loco, lo conozco bien. Debe tener sus razones para negarse. Si usted no está de acuerdo con ellas, entonces vea a alguien más, pero no a un sacerdote monástico. Hable con el pastor de Santa Maisie, tal vez…

— Ya lo he hecho…

Se lanzó en lo que prometía ser una prolongada narración de sus escaramuzas en beneficio de la no bautizada Rachel.

Los monjes la escucharon pacientemente al principio. Mientras hablaba, Joshua se quedó mirándola y asió el brazo del abad por encima del codo; sus dedos se fueron clavando lentamente en él, hasta que el abad dio un respingo de dolor y se los apartó con su mano libre.

— ¿Qué le pasa? — susurró.

Pero entonces notó la expresión del hermano Joshua. Mantenía su mirada fija en la vieja mujer como si se tratase de un basilisco. Zerchi siguió su mirada, pero no vio nada que fuese más extraño de lo habitual: la cabeza extra quedaba oculta por una especie de velo, pero el hermano Joshua ya la había visto otras veces.

— Lo siento, señora Grales — la interrumpió Zerchi tan pronto ella hizo una pausa para tomar aliento —. Ahora debo irme. Le diré lo que haremos, llamaré al padre Selo en su nombre. Es todo lo que puedo hacer. Ya nos veremos de nuevo, estoy seguro.

— Muchas gracias y discúlpeme por haberle entretenido.

— Buenas noches, señora Grales.

Cruzaron la entrada y fueron hacia el refectorio. Joshua se golpeó varias veces las sienes con la palma de la mano, como si tratase de hacer volver algo a su sitio.

— ¿Por qué la miraba de aquel modo? — le preguntó el abad —. Fue muy poco amable por su parte.

— ¿No se dio cuenta?

— ¿De qué?

— Entonces no lo notó… Bien, olvidémoslo. Pero… ¿quién es Rachel? ¿Por qué no la bautizan? ¿Es la hija de esa mujer?

El abad sonrió sin humor.

— Esto es lo que la señora Grales pretende, pero existen dudas entre si se trata de su hija, su hermana o simplemente una excrescencia que le ha crecido en un hombro.

— ¡Rachel! ¿Su otra cabeza?

— No grite tanto, que todavía puede oírle.

— ¿Y quiere que la bauticen?

— Y con mucha urgencia, ¿no le parece? Es como una obsesión.

Joshua agitó los brazos.

— ¿Cómo se resuelven esa clase de asuntos?

— No lo sé ni quiero saberlo. Le doy las gracias al cielo por no ser yo quien deba pensarlo. Si fuese un caso simple de gemelos siameses sería fácil. Pero no lo es. Los viejos dicen que cuando la señora Grales nació, Rachel no estaba.

— ¡Un cuento de campesinos!

— Quizá, pero algunos están dispuestos a decirlo bajo juramento. ¿Cuántas almas tiene una anciana con una cabeza extra? Una cabeza que se limitó a crecer. Estas cosas producen úlceras en las altas esferas, hijo mío. Ahora, ¿qué fue lo que vio? ¿Por qué la miró de aquel modo y trató de arrancarme el brazo?

El monje no contestó de inmediato, pero finalmente dijo:

— Me sonrió.

— ¿Qué fue lo que sonrió?

— Su cabeza… uh… Rachel. Sonrió. Me dio la impresión de que iba a despertar.

El abad lo detuvo en la entrada del refectorio y lo estudió con curiosidad.

— Sonrió — repitió ansiosamente el monje.

— Lo imaginó usted.

— Sí, padre.

— Entonces ponga cara de haberlo imaginado.

El hermano Joshua trató de hacerlo, pero terminó por confesar:

— No puedo.

El abad dejó caer las monedas de la anciana en la hucha de los pobres.

— Entremos — dijo.

El nuevo refectorio era funcional, de muebles cromados, estaba acústicamente confeccionado y germicidamente iluminado. Las piedras oscurecidas por el humo habían desaparecido, al igual que las lámparas de sebo, los tazones de madera y el queso curado en la alacena. Excepto por la disposición cruciforme de las mesas y una hilera de imágenes a lo largo de una de las paredes, el lugar parecía un comedor industrial. El ambiente había cambiado al igual que el de toda la abadía… Después de siglos de esforzarse en preservar los restos culturales de una civilización desaparecida hacía mucho, los monjes vigilaron el crecimiento de una nueva y más poderosa civilización. Las viejas tareas fueron completadas. Nuevas labores encomendadas. El pasado era venerado y exhibido en vitrinas de cristal, pero ya no era el presente. La orden estaba a tono con la época, con la era del uranio, el acero y los cohetes rutilantes, en medio del retumbar de la industria pesada y el alto y agudo plañido de los transformadores de las naves interestelares. La orden se adaptaba, por lo menos aparentemente.

— Accedite ad eum — entonó el lector.

Durante la lectura, la legión de monjes descansaba en su lugar. La comida todavía no había hecho su aparición. Las mesas estaban limpias de platos, pues la cena había sido retrasada. El organismo, la comunidad, cuyas células eran hombres, cuya vida fluyó a través de setenta generaciones, parecía estar tenso aquella noche; daba la sensación de sentir que algo iba mal; captaba, a través de la connaturalidad de sus miembros, lo que había sido confiado a unos pocos. El organismo vivía como un cuerpo, oraba y trabajaba como un cuerpo, y a veces parecía ser oscuramente consciente como una mente que inculcaba a sus miembros y murmuraba para sí y para otro en lingua prima, el idioma infantil de las especies. Quizá la tensión se veía aumentada tanto por el débil ronroneo de las prácticas de cohetes en el distante campo de tiro de misiles antimisiles, como por la inesperada tardanza de la cena.

El abad pidió silencio, e hizo un gesto a su prior, el padre Lehy, indicándole el facistol. Antes de hablar, el prior se mostró apenado.

— Todos lamentamos la necesidad — dijo finalmente — de tener que interrumpir a veces la tranquilidad de la vida contemplativa con noticias del mundo exterior. Pero también tenemos que recordar que estamos aquí para rogar por el mundo y su salvación al igual que por la nuestra. Especialmente ahora el mundo necesita de las oraciones — se calló y miró a Zerchi.

El abad asintió.

— Lucifer ha caído — dijo el sacerdote y permaneció en silencio. Miraba el facistol como si súbitamente hubiese perdido el habla.

Zerchi se levantó.

— Se trata de una conclusión del hermano Joshua — intercaló —. El Consejo de Regencia de la Confederación Atlántica no ha sido nada. La dinastía no ha hecho declaraciones. Sabemos poco más de lo que sabíamos ayer, a no ser que la Corte Mundial se halla reunida en una sesión de emergencia y que los encargados de la Defensa del Interior se mueven aprisa. Hay una alerta de defensa y nos afectará, pero no debéis preocuparos. ¿Padre…?

— Gracias, dómine — dijo el prior, que parecía haber recobrado la voz, cuando dom Zerchi se sentó de nuevo —. El reverendo padre abad me ha pedido que os diga lo siguiente: «Primero: durante los tres próximos días cantaremos el oficio menor de Nuestra Señora antes de maitines, pidiéndole interceda por la paz. Segundo: las instrucciones generales para la defensa civil en caso de ataque espacial o una alerta de ataque por misiles están preparadas en la mesa de entrada. Que todo el mundo tenga una. El que ya la haya leído que la lea de nuevo. Tercero: en caso de que suenen las sirenas de ataque, los siguientes hermanos deben presentarse inmediatamente en el patio de la vieja abadía para recibir instrucciones. Si no hay aviso de ataque, los mismos hermanos se presentarán igualmente pasado mañana por la mañana enseguida después de maitines y laúdes. Nombres: hermanos Joshua, Christopher, Augustin, James, Samuel…».

Los monjes escucharon con silenciosa tensión, sin mostrar emoción alguna. Se dieron en total veintisiete nombres, pero entre ellos no había ningún novicio. Algunos eran sabios eminentes; también figuraban un portero y un cocinero. Al oírlos por primera vez se podía suponer que los nombres habían sido echados a suertes. Cuando el padre Lehy hubo terminado la lista, algunos de los hermanos se miraban entre sí con curiosidad.

— El mismo grupo se presentará mañana después de primas en el dispensario para hacerles un reconocimiento médico completo — dijo el prior para terminar. Se volvió para mirar interrogador a dom Zerchi —. ¿Dómine…?

— Sí, sólo una cosa más — dijo el abad acercándose al facistol —. Hermanos, no demos por sentado que habrá guerra. Recordemos que Lucifer ha estado con nosotros, esta vez, por casi dos siglos. Y sólo ha sido lanzado dos veces, con potencia inferior al megatón. Todos sabemos lo que podría suceder si hubiese guerra. La ulceración genética todavía está entre nosotros desde la última vez que el hombre trató de erradicarse a sí mismo. Quizás en tiempo de san Leibowitz no sabían lo que ocurriría o tal vez lo sabían, pero no podían creerlo hasta probarlo… como un niño que sabe lo que puede hacer una pistola cargada aunque nunca antes haya apretado el gatillo. Todavía no habían visto un billón de cadáveres. No habían visto a los abortos de la naturaleza, los monstruos, los deshumanizados, los ciegos. Tampoco habían visto la locura, el crimen y el embotamiento de la razón. Entonces lo hicieron y entonces lo vieron.

»Ahora… ahora los príncipes, los presidentes, los presidiums lo saben… lo saben más allá de toda duda. Pueden saberlo con los hijos a los que dan vida y envían a asilos para deformes. Lo saben y han mantenido la paz. No la paz de Cristo, ciertamente, pero la paz, hasta hace poco; con sólo dos incidentes casi bélicos en dos siglos. Ahora tienen la amarga certidumbre. Hijos míos, no pueden hacerlo de nuevo. Sólo una especie de locos podría repetirlo.

Dejó de hablan Alguien sonreía. Era sólo una pequeña sonrisa, pero sobresalía como una mosca muerta en un tazón de crema. Dom Zerchi frunció el ceño, pero el anciano siguió sonriendo torcidamente. Se sentaba en «la mesa de los pordioseros», junto a otros tres vagabundos. Era un viejo de barba hirsuta manchada de amarillo en la barbilla. Por chaqueta llevaba un saco de arpillera con agujeros para los brazos. Siguió sonriendo a Zerchi. Parecía tan viejo como un risco erosionado por la lluvia y un buen candidato para un lavatorio de pies. Zerchi se preguntó si pensaba levantarse y anunciarles algo a sus anfitriones o quizá lanzarles una maldición; pero fue sólo una ilusión generada por la sonrisa. Desechó rápidamente la idea de que había visto al hombre en alguna otra ocasión y dio fin a sus palabras.

Al volver a su sitio, se detuvo. El pordiosero lo saludó amablemente. Zerchi se le acercó.

— ¿Puedo saber quién es usted? ¿Le he visto antes en algún sitio?

— ¿Qué?

— Latzar shemi — repitió el pordiosero.

— No acabo de…

— Entonces llámeme Lázaro — dijo el anciano. Y sonrió.

Dom Zerchi agitó la cabeza y se alejó. ¿Lázaro? Corría en la región un viejo cuento que decía que… pero, vaya, era una impostura. Resucitado por Cristo y, sin embargo, no era cristiano, decían. A pesar de todo no pudo abandonar la idea de que había visto al hombre en algún otro sitio.

— Que traigan el pan para la bendición — dijo, y el retraso de la cena terminó.

Después de las oraciones, el abad miró de nuevo hacia la mesa de los pordioseros. El anciano se limitaba a abanicar su sopa con un viejo sombrero de paja. Zerchi lo apartó de su mente encogiéndose de hombros, y la cena comenzó en un solemne silencio.

Las completas, la plegaria nocturna de la Iglesia, parecía aquella noche especialmente profunda.

Pero más tarde, Joshua durmió mal y en sus sueños encontró de nuevo a la señora Grales. Un cirujano afilaba su bisturí diciendo:

— Esta deformidad debe ser extirpada antes de que se haga maligna.

La cara de Rachel abría los ojos y trataba de hablar a Joshua, pero sólo podía oírla débilmente y no la comprendía en absoluto.

— Perfecta soy la excepción — parecía decir —. Yo conmesuro el engaño. Yo.

No lo comprendió, pero trató de adelantarse y salvarla. En su camino parecía haber un muro de cristal elástico. Hizo una pausa y trató de interpretar el movimiento de sus labios.

— Soy la… soy la… Soy la Inmaculada Concepción — le llegó el susurro del sueño.

Trató de abrirse paso a través del vidrio elástico para salvarla del bisturí, pero era demasiado tarde. Despertó de la pesadilla, blasfemó con un estremecimiento y se quedó un rato rezando; pero tan pronto se quedó dormido, allí estuvo de nuevo la señora Grales.

Fue una noche agitada, una noche que pertenecía a Lucifer. Fue la noche del asalto Atlántico contra las instalaciones espaciales asiáticas.

En un ágil contraataque. Una antigua ciudad murió.

26

«Ésta es su red de Aviso de Emergencia — decía el locutor cuando Joshua entró en el despacho del abad después de maitines al día siguiente —, emitiendo para ustedes el último boletín sobre el Fallout del asalto enemigo con misiles sobre Texarkana…»

— ¿Me ha mandado llamar, dómine?

Zerchi le hizo un gesto indicándole silencio y un asiento. La cara del sacerdote parecía seca y sin sangre, una máscara acerada y grisácea del helado autocontrol. A Joshua le dio la impresión de haber disminuido de tamaño, de haber envejecido desde la caída de la noche. Escucharon sombríos la voz, que aumentaba y disminuía a intervalos de cuatro segundos cuando las estaciones transmisoras eran conectadas y desconectadas para impedir que el enemigo detectase el lugar donde estaba situado el equipo.

«…pero en primer lugar, una noticia proporcionada hace unos instantes por el Mando Supremo. La familia real está a salvo. Repito: se sabe que la familia real está a salvo. Se dice que el Consejo de Regencia estaba ausente de la ciudad cuando el enemigo atacó. Fuera de la zona de desastre no se han producido desórdenes civiles y no se espera ninguno.

»Una orden de cese el fuego ha sido dada por la Corte Mundial de Naciones, con orden de sentencia de muerte contra los jefes del Gobierno de ambas naciones. La sentencia se hace aplicable sólo en caso de que el decreto sea desobedecido. Ambos gobiernos cablegrafiaron a la Corte su inmediato reconocimiento de la orden y hay, además, una probabilidad de que el conflicto haya terminado unas horas después de haber empezado como descarga preventiva contra ciertas instalaciones espaciales ilegales.

Dando un golpe por sorpresa, las fuerzas especiales de la Confederación atacaron anoche tres puntos ocultos de misiles asiáticos localizados en el lado oculto de la Luna y destruyeron totalmente una estación espacial enemiga que se dedicaba a conducir un sistema de misiles espacio — tierra. Se esperaba que el enemigo se vengaría en nuestras fuerzas en el espacio, pero el bárbaro asalto de nuestra capital fue un acto de desesperación que nadie anticipó.

»Boletín especial: Nuestro Gobierno acaba de anunciar su intención de hacer honor al alto el fuego durante diez días si el enemigo acepta una inmediata reunión de ministros de Relaciones Exteriores y comandantes militares en Guam. Se espera que el enemigo acepte.»

— Diez días — dijo roncamente el abad —. No nos dan demasiado tiempo.

«La radio asiática, sin embargo, sigue insistiendo en que el reciente desastre termonuclear de Itu-Wan, que ha causado unas ochenta mil víctimas, se debió a un proyectil atlántico fuera de control. Y que la destrucción de la ciudad de Texarkana fue, por lo tanto, una especie de represalia…»

El abad apagó de un golpe el receptor.

— ¿Cuál será la verdad? — preguntó en voz baja —. ¿Qué hay que creer? ¿Tiene importancia? Cuando al asesinato en masa se contesta con el asesinato en masa, violación por violación, odio con odio, no sirve de mucho preguntar qué hacha es la más ensangrentada. Mal en el mal y sobre el mal. ¿Cómo justificar nuestra «acción policíaca» en el espacio? ¿Cómo podemos saberlo? Ciertamente no hay justificación para lo que han hecho… ¿o la hay? Sólo sabemos lo que esa cosa dice y esa cosa es un prisionero. La radio asiática tiene que decir lo que desagradará menos a su Gobierno y la nuestra tiene que decir lo que desagradará menos a nuestro buen y patriótico pueblo obstinado. Lo cual es por coincidencia lo que el Gobierno quiere que sea dicho. Así que, ¿dónde está la diferencia? Dios mío, debe de haber medio millón de muertos, si le dieron a Texarkana con una de las grandes. Tengo ganas de decir palabras que ni siquiera había oído antes. Estercolero de sapos, pus asquerosa. Gangrena del alma, podrido cerebro inmortal. ¿Me comprende, hermano? Y Cristo respiró con nosotros el mismo aire de carroña. ¡Qué sumisa la majestad de nuestro Dios Todopoderoso! ¡Qué infinito sentido del humor! ¡Que Él se convirtiese en uno de nosotros! Rey del Universo, clavado en una cruz como un Yiddish Schlemiel por alguien como nosotros. Dicen que Lucifer fue expulsado por negarse a adorar al Verbo Encarnado. ¡Al loco debía faltarle el sentido del humor! ¡Dios de Jacob e incluso Dios de Caín! ¿Por qué lo hacen de nuevo?

»Perdóneme, deliro — añadió, dirigiéndose, no tanto a Joshua como a la talla de madera de san Leibowitz que estaba en un rincón de su despacho.

Se había detenido en la mitad de su paseo para observar la cara de la imagen… Era una talla vieja, muy vieja. Algún superior anterior de la abadía la había enviado al sótano para que se quedase entre el polvo y la oscuridad mientras una ávida podredumbre corroía la madera, comiéndose el grano de primavera y dejando el de verano de tal modo que la cara parecía estar profundamente marcada. El santo sonreía de modo ligeramente satírico. Zerchi la rescató del olvido debido a aquella sonrisa.

— ¿Vio anoche al pordiosero del refectorio? — preguntó de pronto sin dejar de mirar con curiosidad la sonrisa de la estatua.

— No, dómine, ¿por qué?

— No tiene importancia, deben de ser imaginaciones mías.

Pasó los dedos por los haces de leña sobre los que estaba colocado el santo.

«Aquí es donde nos hallamos todos ahora — pensó —. En la gran fogata de los pecados pasados. Y algunos de ellos son míos. Míos, de Adán, de Herodes y judas, de Hannegan y míos. De todos. Siempre se culmina en el coloso del Estado, tendiendo sobre sí el manto de la bondad, siendo abatidos por la ira del cielo. ¿Por qué? Lo dijimos lo suficientemente alto… Dios debe ser obedecido tanto por las naciones como por los hombres. César debe ser el policía de Dios, no su sucesor plenipotenciario, no su heredero. En todas las épocas, todos los pueblos. «Quien exalte a una raza o un Estado de credo particular, a los depositarios del poder… quien eleve estas nociones sobre su valor común y las divinice hasta el nivel idólatra, distorsiona y pervierte un orden del mundo planeado y creado por Dios…» ¿De dónde había salido esto? De Pío XI — se dijo aunque no estaba seguro —, hacía dieciocho siglos. Pero cuando César obtuvo los medios para destruir el mundo, ¿no estaba ya divinizado? Sólo con el consentimiento del pueblo, la misma chusma que gritó: «Non habemus regem nisi Caesarern», cuando enfrentándose con Él, el Dios Encarnado, se burlaron de él y le escupieron. La misma chusma que martirizó a Leibowitz…»

— La divinidad de César aparece de nuevo.

— ¿Dómine…?

— No me hagas caso. ¿Están los hermanos todavía en el patio?

— Cuando pasé había más de la mitad. ¿Quiere que vaya a verlo?

— Vaya y vuelva. Antes de que nos unamos a ellos quiero decirle algo.

Antes de que Joshua volviese, el abad sacó los documentos del Quo Peregrinatur de la caja de seguridad.

— Lea la compilación — le dijo al monje —. Vea la tabla de organización y lea las bases del procedimiento. Más tarde tendrá que estudiar detalladamente el resto.

El interfono sonó con fuerza mientras Joshua leía.

— Por favor, con el reverendo padre Jethra Zerchi, abad — zumbó la voz del operador robot.

— Al habla.

— Cable de prioridad urgente de sir Eric, cardenal Hoffstraff, Nueva Roma. No hay servicio de correo a esta hora, ¿se lo leo?

— Sí, lea el texto. Más tarde enviaré a alguien a buscar una copia.

— El texto es como sigue: «Grex peregrinus erit. Quam primum estfactum suscipiendum vobis, jussu Sanctae Sedis. Suscipite ergo operis partem ordini vestro propriam…».

— ¿Puede leerlo de nuevo traducido al idioma del sudoeste? — preguntó el abad.

El operador consintió, pero en ningún caso pareció el mensaje contener nada inesperado. Era una confirmación del plan y una petición de urgencia.

— Enterado — dijo finalmente.

— ¿Hay respuesta?

— La respuesta es como sigue: «Eminentissimo Domino Eric Cardinal Hoffstraff obsequitur Jethra Zerchius A.O.L. Abbas. Ad has res disputandas iam coegi discessuros fratres ut hodie parati dimitti Roman prima aerisnave posinst». Fin del texto.

— Se lo leeré de nuevo: «Eminentissimo…».

— Está bien, esto es todo, retírese.

Joshua había terminado el compendio. Cerró la carpeta y levantó lentamente la mirada.

— ¿Está preparado para ser clavado en ello? — preguntó Zerchi.

— No estoy seguro de comprender — dijo el monje palideciendo.

— Ayer le hice tres preguntas. Necesito las respuestas ahora.

— Estoy dispuesto a ir.

— Pero aún quedan dos para ser contestadas.

— No estoy seguro acerca del sacerdocio, dómine.

— Mire, tendrá que decidirse. Usted tiene menos experiencia con naves interestelares que cualquiera de los otros. Ninguno de ellos ha sido ordenado. Alguien tiene que ser parcialmente liberado de los deberes técnicos para cumplir con los deberes pastorales y administrativos. Le dije que esto no significa abandonar la orden. No es así, pero su grupo se convertirá en una parcial dependiente de la orden, bajo una regla modificada. El superior será elegido por votación secreta de los profesos, claro, y usted será el candidato más evidente si además tiene vocación para el sacerdocio. ¿La tiene o no la tiene? Ha llegado su inquisición y su momento. Un momento muy breve, además.

— Pero, reverendo padre, no he terminado de estudiar…

— No importa. Además de la tripulación de veintisiete hombres, toda nuestra gente, irán otros: seis monjas y veinte niños de la escuela de San José, un par de científicos y tres obispos, dos de ellos recientemente consagrados. Pueden ordenar y, ya que uno de ellos es delegado del santo padre, tendrán hasta el poder de consagrar obispos. Ellos podrán ordenarle cuando consideren que está preparado. Pasarán años en el espacio, ¿sabe? Pero necesitamos saber si tiene vocación y necesitamos saberlo ahora.

El hermano Joshua permaneció un momento pensativo y finalmente dijo:

— No lo sé.

— ¿Quiere media hora? ¿Desea un vaso de agua? Está muy pálido. Le diré algo, hijo mío, si debe dirigir al grupo tiene que ser capaz de decidir las cosas al instante. Ahora tiene que hacerlo. Bueno, ¿puede hablar?

— Dómine… no estoy seguro…

— De todas maneras puede chillar, ¿no es así? ¿Se someterá al yugo? ¿No se rinde aún? Se le pedirá que sea el asno en el que Él entró en Jerusalén, es una carga pesada y le romperá la espalda porque Él lleva los pecados del mundo.

— No me creo capaz.

— Chille y jadee, también puede gruñir, y esto está bien para el jefe del grupo. Escuche, ninguno de nosotros ha sido realmente capaz, sin embargo lo hemos intentado y hemos sido probados. Se le escoge para la destrucción, pero es por esto por lo que está aquí. Esta orden ha tenido superiores de oro, superiores de duro y frío acero, superiores de cuero corroído, y ninguno de ellos ha sido capaz, aunque algunos lo han sido más que otros y hemos tenido hasta santos. El oro fue batido, el acero se hizo quebradizo y se partió y el cuero corroído fue convertido en cenizas por el cielo. Yo he tenido la suerte de ser mercurio, avanzo a trompicones, y me rompo, pero siempre me recompongo. Siento que se avecina otra avanzada, y esta vez, hermano, creo que será la última. ¿De qué está hecho, hijo? ¿Qué será lo probado?

— Colas de perro faldero. Soy carne y tengo miedo, reverendo padre.

— El acero grita cuando se le forja, jadea cuando es templado y rechina cuando debe soportar una carga. Creo que incluso el acero tiene miedo, hijo mío. ¿Necesita media hora para pensarlo? ¿Un poco de agua? ¿Aire? Se tambalea un poco. Si se marea, sea prudente y vomite. Si se siente atemorizado, grite. Si le produce cualquier cosa, rece. Pero vaya a la iglesia antes de la misa y díganos de lo que está hecho un monje. La orden se divide y la parte que se va al espacio lo hace para siempre. ¿Se siente o no llamado a ser pastor? Vaya y decídase.

— Supongo que no hay salida.

— Claro que la hay. Tiene tan sólo que decir: «No me siento llamado a ello», y elegiremos a otro, es todo. Pero vaya, cálmese y después reúnase con nosotros en la iglesia con un sí o un no. Yo voy allí ahora. — El abad se levantó y se despidió con un gesto.


La oscuridad en el patio era casi total. Sólo una delgada línea de luz se filtraba por debajo de la puerta de la iglesia. La débil luminosidad de las estrellas aparecía borrosa debido a la neblina de polvo. En el este no había aún rastro de la aurora. El hermano Joshua vagaba silencioso. Finalmente se sentó en el bordillo que cerraba un parterre de rosales. Apoyó la barbilla en la mano y empezó a mover un guijarro con un pie. Los edificios de la abadía se mostraban como sombras oscuras y dormidas. Una pequeña rebanada de Luna colgaba baja en el sur.

De la iglesia le llegaba el eco de los cantos: Excita, Domine, potentiam tuam, et venit, ut salvos, poneos en movimiento, Señor, y venid a salvarnos. El aliento de esta oración seguirá adelante y adelante, mientras haya aliento con que susurrarla. Aunque la hermandad lo considere fútil…

Pero no podían saber que era fútil. ¿O podían? Si Nueva Roma tenía alguna esperanza, ¿por qué enviar la nave? ¿Por qué si creían que las oraciones por la paz en la Tierra serían siempre contestadas? ¿No era la nave espacial un acto de desesperación? «¡Retrahe me, Satanus, et discende!», pensó. La nave es un acto de esperanza. Esperanza para la humanidad en otro sitio, paz en otro sitio, dado que ahora y aquí no era posible: quizá los planetas de Alfa Centauro, Beta Hidra o una de esas débiles colonias desparramadas en aquel planeta, como se llamase, de Escorpión. La esperanza y no la futilidad envía la nave, loco seductor. Tal vez se trate de una esperanza cansada y rendida, una esperanza que dice: «Sacúdeles el polvo de tus sandalias y ve a predicar a Sodoma y a Gomorra». Pero hay esperanza o no darían la orden de salida. No hay esperanza para la Tierra, pero sí para el alma y la sustancia de la humanidad en otro sitio. Con Lucifer amenazando, no enviar la nave sería un acto de presunción, «como el tuyo, el más sucio de todos, tentando a Nuestro Señor: si eres Hijo de Dios, arrójate de la cima para que los ángeles te protejan». Demasiada esperanza para la Tierra había conducido al hombre a tratar de convertirla en un paraíso y era mejor que perdiese toda esperanza de ello en el momento que iba hacia la consunción del mundo…

Alguien había abierto la puerta de la abadía. Los monjes se dirigieron en silencio hacia sus celdas. Un débil reflejo de la puerta de entrada se diluía hacia el patio. La luz era opaca en la iglesia. Joshua sólo podía distinguir unas velas y el tenue ojo rojizo de la lámpara del altar. Los veintiséis miembros de su grey ocupaban arrodillados el campo de su visión. Alguien cerró de nuevo la puerta, pero no tanto para que a través de una rendija no pudiese ver la mancha roja de la lámpara del altar. El fuego ardía con veneración, orgullo, quemaba suavemente en adoración allí en su receptáculo rojo. El fuego, el más hermoso de los cuatro elementos y sin embargo un elemento del infierno. Mientras ardía en adoración en el centro del templo, también había abrasado aquella noche la vida de una ciudad y había trasladado su veneno a la Tierra. Qué extraño era que Dios hablase desde los arbustos en llamas y que el hombre convirtiese un símbolo del cielo en un símbolo del infierno.

Levantó de nuevo la vista hacia las polvorientas estrellas de la mañana. Bien, allí no encontrarían paraísos. Sin embargo, allí había hombres ahora, hombres que miraban a soles extraños en cielos extraños, respiraban un aire extraño y trabajaban una tierra extraña. En mundos de helada tundra ecuatorial, mundos de humeante jungla ártica, un poco parecida a la Tierra, tal vez; lo suficientemente parecida a la Tierra para que, de algún modo, el hombre pudiese seguir trabajando con el sudor de su frente. Pero aquellos colonizadores celestiales del Homo loquax nonnumquam sapiem eran sólo un puñado de colonias de humanos que hasta el momento había obtenido poca ayuda de la Tierra y ahora ya no tendría por qué esperarla, allí en sus nuevos no — paraísos, todavía menos parecidos al paraíso a como la Tierra lo había sido. Tal vez afortunadamente para ellos. Cuanto más se acercaba el hombre a perfeccionar un paraíso, más impaciente parecía por destrozarlo y acabar igualmente con él mismo. Crearon un jardín de placer y progresivamente fueron en él más miserables, cuanto más aumentaba su riqueza, poder y belleza; porque entonces, quizás, era más fácil para ellos ver que en el jardín faltaba algo, algún árbol o arbusto que ya no crecería. Cuando el mundo estaba en la oscuridad y desdicha, podría creer en la perfección y desearla. Pero cuando el mundo brilló por la razón y la riqueza empezó a notar la estrechez del ojo de la aguja y esto, enconado por un mundo que ya no deseaba creer o desear. Bueno, lo destruirían de nuevo, ese jardín de la Tierra, civilizado, y que sabía iba a ser destrozado una vez más par una miserable oscuridad que el hombre nuevamente esperase en ¡Pero la Memorabilia iría en la nave! ¿Era una maldición? ¡Discede seductor informis! Aquel conocimiento no era una maldición a no ser que fuese pervertido por el hombre, como el fuego lo había sido aquella noche…

«¿Por qué debo irme, Señor? — se preguntó —. ¿Tengo que hacerlo? ¿Qué es lo que trato de decidir? Ir o negarme a ir. Pero esto ya está decidido, hace mucho se hicieron llamadas para ello. Egrediamur tellure, entonces, porque fui ordenado por un voto que yo empeñé. Así es que debo ir. ¿Pero apoyar las manos en mí y llamarme sacerdote? ¿Llegar incluso a llamarme abbas y hacer que vigile las almas de mis hermanos? ¿Debe insistir en ello el reverendo padre? Pero él no insiste, sólo quiere saber si Dios insiste en ello. Aunque tiene demasiada prisa. ¿Está en realidad tan seguro de mí? Para hacer esto tiene que estar más seguro de mí de lo que lo estoy yo mismo.

»¡Habla, destino, habla! El destino parece estar siempre unas décadas más lejos; pero de pronto no está una década más lejos sino que es ahora. Pero tal vez el destino sea siempre ahora, aquí, en este mismo instante, quizá.

»¿No es suficiente que él esté seguro de mí? Pero no, no del todo. Sea como fuere, debo estar seguro yo mismo. En media hora, menos de medía, ya. Audi me, Domine — por favor, Señor —. Es sólo uno de tus gusanos de esta generación que te pide algo, una señal, un signo, un Portento, un amén No tengo tiempo para decidirme.»

Se sobresaltó nervioso. ¿Había algo arrastrándose?

Le pareció oír como un suave susurro entre las hojas secas, bajo los rosales que había a su espalda. Aquello se detuvo, susurró y se arrastró de nuevo. ¿Una señal del cielo podía arrastrarse? Un omen o un portento podían hacerlo. El salmista negotium perambulans in tenebris podía. Una serpiente podía hacerlo.

Tal vez se trataba de un grillo. Sólo susurraba. Pero el hermano Hegan había matado una serpiente en el patio, una vez… ¡Ahora se arrastraba de nuevo! Un suave deslizarse entre las hojas. ¿Sería un signo adecuado que se arrastrase fuera de las hojas y le mordiese la nuca?

El sonido de las oraciones le llegó de nuevo procedente de la iglesia: Reminiscentur et convertentur ad Dominum universi fines terrae. Et adorabunt in conspectu universae familiae gentium. Quoniam Domini est regnum; et ipse dominabitur…

Extrañas palabras para aquella noche: Todos los extremos de la Tierra deberían recordar y volverse hacía el Señor…

El susurro se detuvo súbitamente. ¿Estaba tras él? «Verdaderamente, Señor, una señal es realmente necesaria. En realidad yo…» Algo rozó su muñeca y él se apartó de un salto de los rosales. Se apoderó de una piedra y la lanzó contra los arbustos. El ruido fue más fuerte de lo que había supuesto. Avergonzado, se rascó la barba. Esperó. No salió nada de entre los arbustos. Nada se deslizó. Lanzó una nueva piedra, que también sonó con fuerza en la oscuridad. Siguió esperando, pero nada se movió. «Pide una señal y cuando llegue, lánzale una piedra… de essentia hominum.»

La lengua sonrosada de la aurora empezó a lamer las estrellas. Pronto tendría que ir a contestar al abad. ¿Contestar qué?

El hermano loshua apartó los mosquitos de su barba y fue hacia la iglesia, pues alguien había salido a la puerta y había mirado hacia el exterior. ¿Le buscaban a él?

«Unus panis, et unum corpus multi sumus, llegó el murmullo de la nave, omnes qui de uno… Un pan y un cuerpo, aunque muchos, somos nosotros, y hemos compartido un pan y un cáliz…»

Se detuvo en la entrada para mirar hacia los rosales. «Era una trampa, ¿verdad? La enviaste sabiendo que tiraría piedras, ¿no es así?»

Penetró en el interior y se arrodilló junto a los demás, uniendo su voz a la de sus compañeros para la petición. Durante un rato dejó de pensar, en compañía de los viajeros del espacio allí reunidos. «Annuntiatibur Domino generatio ventura… Y le será mostrada al Señor una generación a venir y los cielos mostrarán su justicia. Para un pueblo que nacerá, el cual el Señor ha creado…»

Cuando tuvo de nuevo noción de las cosas, vio que el abad le llamaba con un gesto. El hermano Joshua fue a arrodillarse a su lado.

— Hoc officium, Fili… tibine imponem us oneri? — susurró.

— Si me quieren — contestó suavemente el monje —, honores accipiam.

El abad sonrió.

— Me ha oído mal, he dicho carga, no honor. Crucis autem omus si audisti ut honorem, nihilo errasti auribus.

— Accipiam — repitió el monje.

— ¿Está seguro?

— Si me escogieron, lo estaré.

— Es suficiente.

Así quedó decidido. Mientras el sol se alzaba, un pastor era escogido para conducir el rebaño.

Después, la misa conventual fue dedicada a peregrinos y viajeros.


No había sido fácil fletar un avión para Nueva Roma y aún más difícil fue obtener el permiso de vuelo, una vez conseguido el avión. Durante la emergencia, todos los vuelos civiles pasaron a la jurisdicción de los militares, y se necesitaba un permiso especial. La ZDI local lo había negado. Si el abad Zerchi no hubiese sabido que cierto mariscal del aire y cierto cardenal arzobispo eran amigos, la ostensible peregrinación a Nueva Roma por parte de veintisiete contrabandistas de libros con su zurrón habría podido muy bien esfumarse, debido a la falta de permiso para emplear un transporte rápido. A media tarde, sin embargo, el permiso fue otorgado. El abad Zerchi subió al avión, poco antes del despegue, para despedirse.

— Sois la continuación de la orden — les dijo —, con vosotros va la Memorabilia. También con vosotros va la sucesión apostólica y quizá la Silla de Pedro.

»No, no — añadió en respuesta a los murmullos de sorpresa de los monjes —. No su santidad. No os había dicho esto antes, pero si en la Tierra ocurre lo peor, el Colegio de Cardenales o lo que quede de él, se reunirá. Puede que entonces la colonia Centauro sea declarada un patriarcado separado, con jurisdicción patriarcal absoluta que recaerá sobre el cardenal que os acompañará. Si el azote cae sobre nosotros, el patrimonio de Pedro pasará a él. Porque aunque la vida en la Tierra sea destruida, Dios no lo quiera, mientras el hombre viva en otro sitio, el oficio de Pedro no puede ser destruido. Hay muchos que piensan que si la maldición cae sobre la Tierra, el papado recaerá sobre él por el principio de Epikeia si aquí no hubiese supervivientes. Pero, hermanos, esto no os atañe directamente, aunque estaréis sujetos a vuestro patriarca bajo votos especiales como los que atan a los jesuitas al Papa.

»Pasaréis años en el espacio, por lo tanto la nave será vuestro monasterio. Cuando la sede patriarcal se haya establecido en la colonia Centauro, crearéis un convento de religiosas de la Visitación de San Leibowitz de Tycho. Pero la nave permanecerá en vuestras manos al igual que la Memorabilia. Si la civilización, o un vestigio de ella, puede mantenerse en Centauro, enviaréis misiones a los demás mundos colonizados y quizás, eventualmente, a las colonias de sus colonias. Donde quiera que el hombre vaya, vosotros y vuestros sucesores le acompañaréis. Y con vosotros, los restos y recuerdos de más de cuatro mil años. Algunos de los que estáis aquí o de los que os sucederán serán mendigos y vagabundos que enseñarán las crónicas de la Tierra y los cánticos del Crucificado a los pueblos y culturas que puedan crecer fuera de los grupos de colonizadores. Porque algunos pueden olvidan Pueden apartarse de la fe. Enseñadles y recibid en la orden a los que se sientan llamados. Cededles la continuidad. Sed para el hombre el recuerdo de la Tierra y el origen. Recordad esta Tierra, no la olvidéis nunca, pero… no volváis nunca a ella — la voz de Zerchi se hizo débil y ronca —. Si alguna vez lo hacéis, tal vez os encontréis con el arcángel en el extremo este de la Tierra, guardando su entrada con una espada de fuego. Lo presiento. A partir de ahora, el espacio es vuestro hogar. Es un desierto más solitario que el nuestro. Dios os bendiga y rogad por nosotros.

Avanzó lentamente por el pasillo, deteniéndose ante cada asiento para bendecir y abrazar a su ocupante, antes de abandonar el avión.

La nave rodó hasta tomar pista y se elevó rugiendo. La observó hasta que se perdió de vista en el cielo del atardecer. Después, regresó a la abadía y al resto de su rebaño.

En el avión habló como si el destino del hermano Joshua y su grupo fuese tan claro como las oraciones de la misa del día siguiente; pero todos, por supuesto, sabían, que sólo presentaba un plan, describió una esperanza y no una seguridad. Porque el grupo del hermano Joshua sólo había dado el pequeño primer paso de un largo viaje dudoso, un nuevo éxodo de Egipto bajo los auspicios de Dios que, con seguridad, estaba ya muy cansado de la estirpe del hombre.

Los que quedaban tenían la parte más fácil: esperar el final y rezar para que no llegase.

27

«La zona afectada por el Fallout local permanece relativamente estacionaria — dijo el locutor —, y el peligro de una mayor contaminación atmosférica casi ha desaparecido…»

— Bien, por lo menos no ha sucedido nada peor — recalcó el huésped del abad —. Hasta ahora, aquí nos hemos visto libres de ello. Si la conferencia no se divide, parece que estamos a salvo.

— ¿Lo estaremos? — dijo Zerchi con un gruñido —, pero escuche un momento.

«La última lista estimada de muertos — continuaba el locutor —, en este noveno día después de la destrucción de la capital, da dos millones ochocientos mil muertos. Más de la mitad de las víctimas pertenecen a la población de la ciudad, el resto es sólo un cálculo basado en el porcentaje de población en el borde y áreas del Fallout, que se sabe han recibido dosis críticas de radiación. Los expertos predicen que la cantidad aumentará a medida que se produzcan más casos de radiación.

»La ley obliga a esta emisora a emitir el siguiente comunicado dos veces al día durante la emergencia: «Las previsiones de la Ley Pública 10-WR-3E no dan, bajo ningún concepto, poder a los ciudadanos privados para practicar la eutanasia a las víctimas de envenenamiento por radiación. Las víctimas que hayan sido expuestas o que crean haberlo estado en mayor margen que la dosis crítica, deben presentarse a la estación de ayuda de la Estrella Verde más cercana, donde un magistrado tiene poder para otorgar un mandamiento de Mori Vult a cualquiera que certifique adecuadamente ser un caso sin esperanza, si la víctima desea la eutanasia. Cualquier persona afectada por las radiaciones que se quite la vida en cualquier circunstancia que no sea la prevista por la ley será considerada suicida y comprometerá los derechos de sus herederos y dependientes para reclamar los seguros y otros beneficios legales debidos a la radiación. Lo que es más, cualquier ciudadano que ayude a tales suicidios puede ser acusado de criminal. El Acta de Desastre Radiactivo autoriza la eutanasia sólo después del debido proceso legal. Los casos serios de enfermedad por radiactividad deben presentarse inmediatamente a la Estación de Ayuda de la Estrella Verde»

Abruptamente, y con tal fuerza que arrancó el botón de su perno, Zerchi apagó el aparato de radio, se levantó dando un salto de su sillón y fue hacia la ventana para mirar el patio, donde una multitud de refugiados daba vueltas alrededor de unas mesas de madera rápidamente colocadas. La abadía, la vieja y la nueva, estaba llena de gente de todas las edades y procedencias, cuyos hogares se encontraban en las regiones afectadas. El abad hizo un reajuste temporal de las zonas de claustro de la abadía para dar a los refugiados acceso a todos los sitios, excepto a los dormitorios de los monjes. Retiraron el letrero de la puerta, pues había mujeres y niños que debían ser alimentados, vestidos y cobijados.

Vio a dos novicios sacando un caldero humeante de la cocina de emergencia. Lo colocaron sobre una de las mesas y empezaron a repartir la sopa.

El visitante se aclaró la garganta y se removió inquieto en su sillón. El abad se volvió.

— Dicen «después del debido proceso» — gruñó —. El debido proceso de suicidio en masa bajo el apoyo del Estado y con las bendiciones de la sociedad.

— Bien — dijo el huésped —, es evidentemente mejor que dejarles morir poco a poco, de modo tan horrible.

— ¿Lo es? ¿Mejor para quién? ¿Para los que limpian las calles? ¿Mejor para que sus cuerpos vivos vayan por sí mismos a una estación central cuando todavía pueden caminar? ¿Para evitar espectáculos públicos? ¿Para no verse rodeados de tanto horror? Unos millones de cuerpos tirados por ahí podrían dar lugar a una rebelión contra los responsables. Esto es lo que usted y el Gobierno consideran mejor, ¿verdad?

— No sé lo que piensa el Gobierno — dijo el visitante, con un ligero rastro de dureza en la voz —, lo que quise decir es más piadoso. No tengo intención de discutir de filosofía moral con usted. Si cree tener un alma a la que Dios enviará al infierno si escoge morir sin dolor en vez de horriblemente, adelante, créalo. Pero ya sabe que forma parte de una minoría. No estoy de acuerdo con usted, pero no tengo por qué discutirlo.

— Perdone — dijo el abad Zerchi —, no tenía intención de hablar con usted de teología moral. Hablaba únicamente del espectáculo de la eutanasia en masa en términos de motivación humana. La simple existencia del Acta del Desastre de Radiación y las leyes parecidas en otros países es la evidencia más palpable de que los Gobiernos estaban perfectamente al tanto de las consecuencias de otra guerra, pero en vez de tratar de hacer imposible el crimen, trataron de prevenir por adelantado las consecuencias del mismo. ¿Las implicaciones de este hecho no tienen ningún significado para usted, doctor?

— Claro que lo tienen, padre. En lo personal soy un pacifista, pero por el momento nos encontramos atascados en el mundo tal como es, y si no pudieron ponerse de acuerdo en el modo de convertir el acto de la guerra en algo imposible, es mejor hacer algunas previsiones para luchar con las consecuencias, que no prevenir nada.

— Sí y no. Sí, si se trata de anticiparse al crimen de otro. No, si se trata de la anticipación del crimen propio. Y especialmente no si las previsiones para suavizar las consecuencias son también criminales.

El visitante se encogió de hombros.

— ¿Como la eutanasia? Lo siento, padre, me parece que las leyes de la sociedad son las que dicen si algo es o no criminal. Sé que usted no está de acuerdo. Es verdad que puede haber leyes mal concebidas, pero en este caso, creo que es una buena ley. Si creyese que tengo una cosa como el alma y que en el cielo hay un Dios furioso, quizás estuviese de acuerdo con usted.

El abad Zerchi sonrió débilmente.

— No tiene un alma, doctor, usted es un alma y lo que tiene temporalmente es un cuerpo.

El visitante rió cortésmente.

— Una confusión semántica.

— Es verdad. Pero ¿cuál de los dos está más confundido? ¿Está seguro?

— No discutamos, padre. No estoy en el campo de Misericordia. Trabajo en el equipo de Vigilancia y Protección. Nosotros no matamos a nadie.

El abad Zerchi lo miró por un momento en silencio. El visitante era un hombre bajo y musculoso con una cara redonda y agradable y una cabeza calva curtida por el sol y cubierta de pecas. Llevaba un uniforme de sarga verde y tenía sobre las rodillas una gorra con la insignia de la Estrella Verde.

Era cierto, no tenía por qué discutir. El hombre era un médico, no un verdugo. Parte del trabajo de ayuda de la Estrella Verde era admirable. A veces llegaba a ser heroico. Que en ocasiones trajese consigo el mal, de acuerdo con las creencias de Zerchi, no era razón para que sus buenas obras se viesen disminuidas. La mayor parte de la sociedad los favorecía y trabajaban de buena fe. El doctor había tratado de ser amistoso. Su petición era simple. No había sido ni autoritario ni oficioso. Sin embargo, el abad dudó antes de aceptan.

— ¿El trabajo que quiere hacer aquí le llevará mucho tiempo?

El doctor movió la cabeza.

— Creo que a lo sumo dos días. Tenemos dos unidades móviles, podemos trasladarlas a su patio, unir los dos remolques y empezar a trabajar enseguida. Tomaremos a los casos evidentes de radiación y a los heridos. Trataremos únicamente a los más urgentes. Nuestro trabajo es sólo de diagnóstico. Los enfermos obtendrán tratamiento en un campo de emergencia.

— ¿Y los más enfermos pueden obtener alguna otra cosa en el campo de misericordia?

El trabajador social frunció el ceño.

— Sólo si quieren ir, nadie les obliga.

— Pero usted firma el papel que les permite ir.

— Es verdad que he dado algunas tarjetas rojas y quizá tenga que darlas de nuevo. Aquí está… — Se rebuscó un bolsillo y sacó una cartulina roja parecida a una tarjeta de embarque con un pedazo de alambre para colgarla de un ojal o de una presilla del cinturón. La dejó sobre la mesa —. Es la tarjeta de dosis crítica. Tenga, léala. Dice que la persona está enferma, muy enferma. Y aquí tiene una etiqueta verde, dice que está bien y que no tiene por qué preocuparse. ¡Mire cuidadosamente la roja! «Cálculo estimativo de la exposición de unidades radiactivas», «Análisis sanguíneo», «Análisis de orina». Por una cara dice lo mismo que la verde; por la otra, la verde está en blanco, pero mire detrás de la roja. Las letras pequeñas… están directamente tomadas de la Ley Pública 10-WR-3E. Tiene que estar aquí, es obligatorio. Tenemos que leérselo, decirles cuáles son sus derechos. Lo que haga con ellos es cosa suya. Ahora, si prefiere que coloquemos las unidades móviles en la carretera, podemos…

— Dice que se limitan a leérselo, ¿no es así? ¿Nada más?

El doctor permaneció un momento en silencio.

— Si no lo entienden, tenemos que explicarlo. — Volvió a callarse, acumulando irritación —. Buen Dios, padre, cuando se le dice a un hombre que es un caso sin esperanza, ¿qué va a hacer? ¿Leerle algunos párrafos de la ley, acompañarlo a la puerta y decir: «¡El siguiente, por favor!»? Claro que no les leemos esto y nada más, no si se tienen sentimientos humanos de alguna clase.

— Comprendo esto, lo que quiero saber es algo más… Ustedes, como médicos, ¿les aconsejan a los casos sin esperanza que vayan a un campo de misericordia?

— Yo… — el médico calló y cerró los ojos; apoyó la cabeza en una mano y se estremeció ligeramente —, claro que lo hago… Si usted viese lo que yo he visto haría lo mismo… Por supuesto que lo hago.

— No lo hará aquí.

— Vaya… — El médico contuvo una exclamación de furia. Se levantó y empezó a ponerse la gorra, pero se detuvo, la dejó sobre un sillón y se acercó a la ventana. Miró ceñudo hacia el patio y después hacia la carretera. Señaló -: Allí hay un aparcamiento. Podremos instalar allí nuestras tiendas, pero son más de tres kilómetros. La mayoría de ellos tendrá que caminan — Estudió al abad y después miró de nuevo el patio con el ceño fruncido —. Mírelos… Están enfermos, heridos, destrozados y asustados. Los niños también se sienten cansados, estropeados y desdichados. ¿Dejará usted que los llevemos por la carretera, que se sienten en el polvo, el sol y…?

— No quiero que sea de este modo — dijo el abad —. Mire… acaba de decirme que una ley hecha por el hombre hace obligatorio que les lean y expliquen esto a los casos de radiación crítica. No tengo nada que objetar a eso en sí mismo. Ya que la ley se lo pide, ríndase hasta este extremo al César. ¿No puede entonces comprender que yo me vea sujeto a otra ley y que ésta me prohíbe permitirle a usted y a cualquiera en esta propiedad y bajo mi gobierno aconsejarle a nadie que haga lo que la Iglesia considera pecado?

— Oh, lo comprendo muy bien.

— Bien. Tiene tan sólo que hacerme una promesa y podrá hacer uso del patio.

— ¿Qué promesa?

— Que no le aconsejará a nadie ir a un campo de misericordia. Que se limitará al diagnóstico. Si encuentra algún caso de radiación sin esperanza, dígale únicamente lo que la ley le obliga a decir, sea tan consolador como quiera, pero no les diga que vayan a matarse.

El doctor dudó.

— Creo que podría prometerle esto para los pacientes que pertenecen a su credo.

El abad Zerchi bajó los ojos.

— Lo siento — dijo finalmente —, pero no es suficiente.

— ¿Por qué? Hay muchos que no se rigen por sus principios. Si un hombre no pertenece a su religión, ¿por qué se niega a permitir…? — calló, furioso.

— ¿Quiere que se lo explique?

— Sí.

— Porque si un hombre ignora el hecho de que algo está mal y actúa en esta ignorancia, no es culpable, ya que la razón natural no fue suficiente para mostrarle que aquello estaba mal. Pero si la ignorancia puede excusar al hombre, no excusa el acto que es equivocado en sí mismo. Si yo permitiese el acto tan sólo porque el hombre ignora que aquello está mal, entonces yo incurriría en la culpa porque yo sé que lo está. Es así de dolorosamente simple.

— Escuche, padre. Se sientan allí y lo miran. Algunos lloran, otros gritan, otros se quedan simplemente allí sentados; pero todos dicen: «¿Qué puedo hacer, doctor?». ¿Qué es lo que debo contestar? ¿Debo callar? Puedo decir: «Puede morir, esto es todo». ¿Qué les diría usted?

— Que rezaran.

— Sí, claro que sí. Escuche, el dolor es el único mal que yo conozco. Es el único con que puedo luchar.

— Entonces que Dios le ayude.

— Los antibióticos me ayudan más.

El abad Zerchi buscó una respuesta contundente, encontró una, pero decidió tragársela. Buscó una hoja en blanco y después una pluma y se las tendió al hombre.

— Escriba: «Mientras esté en la abadía, no recomendaré la eutanasia a ningún paciente». Fírmelo, y entonces podrá hacer uso del patio.

— ¿Y si me niego?

— Tendrán que arrastrarse tres kilómetros por la carretera.

— De todos los crueles…

— Al contrario, le he dado una oportunidad de cumplir con su trabajo del modo requerido por la ley que usted reconoce, sin pisotear la que reconozco yo. Que vayan o no por la carretera, está en sus manos.

El doctor miró la hoja en blanco.

— ¿Qué hay de mágico en ponerlo por escrito?

— Lo prefiero así.

Se inclinó silenciosamente sobre la mesa y escribió. Leyó lo que había escrito y después estampó su firma al pie de la nota. Se enderezó.

— Está bien, aquí la tiene. ¿Cree que tiene más valor que mi palabra verbal?

— No, claro que no. — El abad dobló la nota y se la metió en un bolsillo —. Pero está aquí en mi bolsillo, usted lo sabe, y yo de vez en cuando puedo leerla. Esto es todo. Por cierto, doctor Cors, ¿acostumbra a mantener sus promesas?

El médico se quedó mirándolo.

— La mantendré — contestó con un bufido.

Se volvió sobre sus talones y salió de la habitación.

— ¡Hermano Pat! — llamó débilmente el abad —. Hermano Pat, ¿está ahí?

Su secretario apareció en la puerta.

— Diga, reverendo padre.

— ¿Lo oyó usted?

— Sólo en parte. La puerta estaba abierta y no pude evitar oírlo. No había conectado usted el silenciador…

— ¿Le oyó decirlo? «El dolor es el único mal que conozco.» ¿Lo oyó?

El monje asintió solemnemente.

— ¿Y que la sociedad es la única que determina si un acto es o no correcto? ¿Esto también?

— Sí.

— Dios del cielo, ¿cómo es posible que esas dos herejías vuelvan al mundo después de tanto tiempo? El infierno tiene poca imaginación. «La serpiente me engañó y comí.» Hermano Pat, es mejor que se vaya usted o empezaré a desvariar.

— Dómine, yo…

— ¿Qué le detiene? ¿Qué es esto, una carta? Está bien, démela.

El monje se la tendió y salió. Zerchi la dejó sin abrir y leyó de nuevo el escrito del doctor. Quizá no valía nada, pero el hombre era sincero y dedicado a su labor. Tenía que serlo por la clase de paga que daba la Estrella Verde. Parecía falto de sueño y rendido. Era probable que estuviese viviendo a base de bencedrina y galletas desde el momento en que el disparo había destruido a la ciudad. Viendo la miseria en todas partes y detestándola, fue sincero al querer hacer algo al respecto. Sincero… aquél era el problema. De lejos, los propios adversarios parecían espíritus malos, pero al verlos de cerca se descubría su sinceridad que era tan grande como la propia. Quizá Satanás era el más sincero de todos. Abrió la carta y la leyó. Se le informaba que el hermano Joshua y su grupo habían salido de Nueva Roma hacia un punto no especificado del oeste. La carta también le prevenía que los informes acerca del Quo Peregrinatur se habían filtrado hasta el ZDI, que había enviado investigadores al Vaticano para hacer preguntas acerca de los rumores del lanzamiento de una nave interestelar no autorizada… Era evidente que la nave no estaba todavía en el espacio.

Se habían enterado pronto de ello, pero con la ayuda del cielo, la encontrarían tarde. ¿Qué ocurriría entonces?

La situación legal era confusa. La ley prohibía la salida de naves espaciales sin la aprobación de las comisiones, y esta aprobación era difícil de obtener y se demoraba mucho tiempo. Zerchi estaba convencido de que la ZDI y las comisiones considerarían que la Iglesia transgredía la ley. Pero hacía un siglo y medio que existía un concordato con el Estado por el que se eximía a la Iglesia de todos los procedimientos de licencia y se le garantizaba el derecho a enviar misiones a cualquier «instalación espacial y/o bases planetarias que no hubiesen sido consideradas por la antes mencionada comisión como ecológicamente críticas o cerradas para las empresas no reguladas». Todas las instalaciones del sistema solar eran «ecológicamente críticas» y «cerradas» en la época del Concordato, pero éste sostuvo más adelante el derecho de la Iglesia de poseer naves espaciales y viajar sin restricción a las instalaciones abiertas o a las bases. El Concordato era muy antiguo, había sido firmado en los días en que el motor espacial Berkstrun era sólo un sueño en la gran imaginación de algunos que pensaron que los viajes interestelares abrirían el universo a una corriente no restringida de gente.

Las cosas habían resultado de otro modo. Cuando la primera nave estelar surgió como un modelo de ingeniería, quedó en claro que ninguna institución, a excepción del Gobierno, tenía los medios o fondos necesarios para construirla y que no se ganaría nada transportando colonias a planetas extrasolares con propósitos de «intercambio mercantil interestelar». Sin embargo, los gobernantes asiáticos enviaron su primera nave colonial. Entonces en el Oeste se dejó oír el grito: «¿Vamos a dejar que las razas inferiores hereden las estrellas?». Hubo una breve fiebre de lanzamiento de naves espaciales como colonias de negros, morenos, blancos y amarillos, que eran enviados hacia el cielo, rumbo a Centauro, en nombre del racismo. Después, los genetistas habían demostrado fríamente que cada grupo racial era tan pequeño que a menos que sus descendientes se casasen entre sí, cada uno experimentaría deterioraciones genéticas debidas a la endogamia de las colonias planetarias… Los racistas habían hecho necesaria la unión interracial para poder sobrevivir.

El único interés que la Iglesia había tomado en el espacio fue preocuparse por los colonizadores, que eran hijos de la Iglesia y que estaban separados del rebaño por las distancias interestelares. Y sin embargo, no había sacado provecho de la previsión del Concordato que le permitía enviar misiones. Había ciertas contradicciones entre el Concordato y las leyes del Estado, que le daban poder a la comisión, en la medida en que esas leyes podían afectar el envío de misiones. La contradicción no había sido nunca fallada por las Cortes, pues nunca fue causa de litigio. Pero ahora, si la ZDI interceptaba al grupo del hermano Joshua en el momento del lanzamiento de una nave interestelar sin el permiso de la comisión o sin plan de vuelo, habría causa. Zerchi oró para que el grupo pudiese salir sin necesidad de ser probados en la Corte, lo cual suponía perder semanas y hasta meses. Claro que después habría un escándalo. Muchos los acusarían de que no sólo la Iglesia había violado las reglas de la comisión, sino también las de la caridad, enviando dignatarios eclesiásticos y un puñado de monjes truhanes cuando habría podido emplear la nave como refugio para colonos pobres ansiosos de un pedazo de tierra. El conflicto de Marta y María siempre se repetía.

El abad Zerchi se dio súbitamente cuenta de que el tono de sus pensamientos había cambiado durante las últimas cuarenta y ocho horas. Hacía unos días, todo el mundo aguardaba que el cielo estallase sobre sus cabezas, pero habían transcurrido nueve días desde que Lucifer prevaleció en el espacio y arrancó a una ciudad de la existencia. A pesar de los muertos, los mutilados y los moribundos, transcurrieron nueve días de silencio. Si la furia pudo ser contenida hasta aquel momento, quizá lo peor pudiese ser evitado. Pensaba en cosas que podían ocurrir al cabo de una semana o un mes, como si después de todo pudiese haber realmente una semana siguiente o un mes siguiente. ¿Y por qué no? Haciendo examen de conciencia, encontró que no había abandonado para siempre la virtud de la esperanza.


Aquella tarde, un monje volvió de cumplir un encargo en la ciudad e informó que estaban instalando un campo para refugiados en el parque, a tres kilómetros carretera abajo.

— Creo que lo avala la Estrella Verde, padre.

— Bien — dijo el abad —. Aquí estamos superpoblados y tengo que despedir a tres camiones cargados de ellos.

Los refugiados hacían ruido en el patio y aquel rumor alteraba los nervios en tensión. La perpetua quietud de la abadía se veía quebrantada por extraños sonidos: la risa ruidosa de los hombres contando historias jocosas, el llorar de los niños, el batir de ollas y cazuelas, los quejidos histéricos, un médico de la Estrella Verde, gritando:

— ¡Oye, Ralph, tráeme un tubo de lavativa!

Varias veces el abad tuvo que contenerse para no asomarse a la ventana y ordenarles que callasen.

Después de soportarlo el máximo de tiempo posible, asió un par de binoculares, un viejo libro, un rosario y subió a una de las antiguas torres de vigía donde una gruesa pared de piedra evitaba la mayoría de sonidos del patio. El libro era un pequeño volumen de poesías, realmente anónimo, pero que la leyenda atribuía a un santo mítico, cuya «canonización» tenía lugar únicamente en la fábula y la tradición de las Llanuras y no por la Santa Sede. Nadie, ciertamente, había encontrado evidencia de que el Santo Poeta del Milagroso Ojo de Cristal hubiese existido: la fábula nació probablemente de la historia de que a uno de los primeros Hannegan le fue entregado un ojo de cristal por un brillante físico teórico que era su protegido. Zerchi no podía recordar si el físico había sido Esser Shon o Pfardentrott, el cual contó al príncipe que el ojo pertenecía a un poeta que había muerto por la fe. No especificaba por qué fe murió el poeta, la de Pedro o la de. los cismáticos de Texarkana, pero era evidente que aquel Hannegan le dio valor, pues lo hizo engarzar en la palma de una pequeña mano de oro, que todavía era empleada en ciertas ocasiones por los príncipes de la dinastía Harq-Hannegan. Se le llamaba de varios modos, el Orbis Judicans Conscientias o el Oculus Poetas Judicis, y los restos del cisma texarkano todavía lo veneraban como una reliquia. Alguien, hacía unos años, había expuesto la hipótesis bastante absurda de que el santo poeta era la misma persona que el «insolente versificador» mencionado en el diario del venerable abad Jerome; pero la única evidencia sustancial para esta idea era que Pfardentrott — ¿o fue Esser Shon? — visitó la abadía durante el gobierno de Jerome, aproximadamente en la misma fecha en que el «insolente versificador» aparecía en el diario y que el regalo del ojo de cristal a Hannegan ocurriera poco después de su visita a la abadía. Zerchi sospechaba que el pequeño volumen de poesías fue escrito por alguno de los científicos seglares que acudieron a la abadía para estudiar la Memorabilia en aquella época, y que uno de ellos podría ser con seguridad identificado como el «insolente versificador» y posiblemente con el santo poeta de la tradición y la fábula. Los versos anónimos eran demasiado atrevidos, se dijo Zerchi, para haber sido escritos por un monje de la orden.

El libro trataba de un diálogo satírico en verso entre dos agnósticos que intentaban establecer solamente por medio de la razón que la existencia de Dios no podía ser establecida únicamente por medio de la razón. Se las arreglaban tan sólo para demostrar que el límite matemático de una secuencia infinita de dudar de la certidumbre con la que algo dudado se conoce como desconocido cuando «el algo dudado» es aún una afirmación anterior de «desconocimiento» de lo dudado, que el límite de este proceso tan sólo puede ser equivalente a una afirmación de absoluta certidumbre, aun cuando mencionada como una infinita serie de negaciones de certidumbre. El texto mostraba la influencia del cálculo teológico de san Leslie y hasta como un diálogo poético entre un agnóstico llamado «poeta» y otro llamado thon parecía sugerir una prueba de la existencia de Dios por un método epistemológico. Pero el versificador había sido satírico, y ni el poeta ni el thon abandonaban sus premisas agnósticas después de llegar a la conclusión de absoluta certidumbre. En vez de ello, llegaban a la conclusión que: Non cogitarnus, ergo nihil sumus.

El abad Zerchi se cansó pronto del intento por determinar si el libro era una comedia altamente intelectual o una bufonada epigramática. Desde la torre podía ver la carretera y la ciudad con la meseta tras ella. Enfocó sus binoculares sobre la meseta y observó las instalaciones de radar durante un rato, pero allí parecía que no sucedía nada fuera de lo común. Bajó ligeramente los lentes para observar el nuevo campamento Estrella Verde en el parque, al borde de la carretera. Aquella zona había sido vallada y se estaban montando las tiendas. Equipos utilitarios colocaban conducciones de las líneas de gas y electricidad. Varios hombres se afanaban en colocar un letrero en la entrada del estacionamiento, pero lo sostenían de lado y no podía leerlo. En cierto modo, la agitada actividad le recordaba un «carnaval nómada» acercándose al pueblo. Había una enorme máquina roja que parecía tener una caldera y algo parecido a un quemador, pero al principio no pudo comprender su utilidad. Un grupo de hombres con los uniformes de la Estrella Verde parecían instalar algo parecido a un tiovivo. Se veían estacionados allí por lo menos una docena de camiones. Unos estaban cargados de combustible, otros con tiendas y catres plegables. Uno parecía cargado de ladrillos refractarios y otro lo estaba de cerámica y paja.

¿Cerámica?

Estudió cuidadosamente la carga del último camión. Una ligera arruga se formó en su frente. Era una carga de urnas o vasos, todos semejantes, y envueltos con paja, que actuaba como amortiguador. En algún sitio los había visto parecidos, pero no recordaba dónde.

Otro de los camiones no llevaba sino una gran estatua de «piedra» — probablemente hecha de plástico reforzado — y una loseta cuadrada sobre la cual, sin duda, debía ser montada la estatua. La figura estaba apoyada sobre la espalda soportada por un marco de madera y un lecho de material de embalaje. Podía ver únicamente sus piernas y una mano extendida, que asomaban a través de la paja del embalaje. La estatua era más grande que el fondo del camión, y sus pies, desnudos, se proyectaban más allá de la puerta trasera. Alguien había atado una bandera roja de uno de sus enormes dedos. Zerchi la estudió con curiosidad. ¿Por qué desperdiciaban un camión con una estatua cuando probablemente era más necesario llevarlo cargado de comida?

Observó a los hombres que colocaban el letrero. Al final uno de ellos apoyó en el suelo su extremo del tablero y subió a una escalera para efectuar un ajuste de los soportes más altos. Con sólo un extremo apoyado en el suelo, el letrero se inclinó y Zerchi, con un esfuerzo, pudo leerlo.


CAMPO DE MISERICORDIA NÚMERO 18

ESTRELLA VERDE

PROYECTO DESASTRE


Miró de nuevo a los camiones. ¡Los recipientes! Los reconoció. Una vez había pasado con su coche frente a un crematorio y vio a un hombre descargar la misma clase de urnas de un camión que llevaba la misma marca de fábrica. Levantó de nuevo los binoculares buscando el camión cargado con los ladrillos refractarios. Éste se había desplazado. Por fin lo localizó estacionado detrás de la zona. Descargaban los ladrillos cerca de la gran máquina roja. La inspeccionó de nuevo. Lo que a primera vista le había parecido una caldera, ahora le parecía un horno.

— ¡Evenit diabolus! — gruñó el abad, y empezó a bajar la escalera del muro.

Encontró al doctor Cors en la unidad móvil del patio. El hombre estaba colgando una etiqueta amarilla en la solapa de la chaqueta de un hombre de edad mientras le decía que debía ir una temporada a un campo de descanso y seguir las indicaciones de las enfermeras; si se cuidaba un poco, mejoraría.

Zerchi se quedó allí de pie con los brazos cruzados, murmurando y mirando fríamente al médico. Cuando el anciano se hubo marchado, Cors levantó cansadamente la cabeza.

— ¿Si? — Fijó su mirada en los binoculares y en la cara de Zerchi —. Oh, no tengo nada que ver con ello, nada en absoluto.

El abad lo miró fijamente unos segundos, después dio media vuelta y salió. Fue a su despacho e hizo que el hermano Patrick llamase al oficial de mayor graduación de la Estrella Verde.

— Quiero que lo quiten de nuestro vecindario.

— Me temo que la respuesta es un categórico no.

— Hermano Pat, llame al taller y haga que el hermano Lufter venga aquí enseguida.

— No está aquí, dómine.

— Entonces que me envíen a un carpintero y a un pintor. Inmediatamente, que venga cualquiera.

Unos minutos más tarde entraron dos monjes.

— Quiero que hagan enseguida cinco letreros de poco peso — les dijo —, los quiero con empuñaduras largas. Tienen que ser lo suficientemente grandes para poder ser leídos a una manzana de distancia, pero lo suficientemente ligeros para que un hombre pueda cargarlos durante varias horas sin quedar derrengado. ¿Pueden hacerlo?

— Claro que sí, padre. ¿Qué quiere que digan?

El abad Zerchi lo escribió.

— Que sean grandes y brillantes — les dijo — para que llamen la atención. Esto es todo.

Cuando hubieron salido, llamó de nuevo al hermano Patrick.

— Hermano Pat, vaya y encuentre a cinco novicios buenos, jóvenes y sanos, preferentemente con complejo de mártires. Dígales que quizás obtengan lo que obtuvo san Esteban.

«Y quizá yo salga peor parado cuando Nueva Roma se entere», se dijo.

28

A pesar de haber cantado ya las completas, el abad permanecía en la iglesia, arrodillado en el tenebroso anochecer.

Domine, mundorum Omnium Factor, parsurus esto imprimis eis filiis aviantibus ad sideria caeli quorum victus dificilior…

Oró por el grupo del hermano Joshua, por los hombres que habían ido a abordar una nave interestelar para subir al cielo hacia una mayor incertidumbre que la que el hombre vivía en la Tierra. Necesitaban mucho de la oración. Nadie es más susceptible que el vagabundo a los males que afligen al espíritu para torturar la fe y atizar una creencia asediando a la mente con las dudas. En casa, en la Tierra, la conciencia tiene sus capataces y sus patronos exteriores, pero estando lejos, la conciencia estaba sola, rasgada entre señor y enemigo. Rezó para que fuesen incorruptibles y mantuviesen la verdad como la entendía la orden.

El doctor Cors lo encontró en la iglesia a medianoche y le pidió con un gesto que saliese un momento. El médico parecía macilento y totalmente enervado.

— ¡Acabo de romper mi promesa! — declaró, retador.

El abad permaneció un momento en silencio.

— ¿Se siente orgulloso de ello?

— No especialmente.

Fueron hacia la unidad móvil y se detuvieron en el baño de luz azulada que iluminaba la entrada. La bata del médico estaba empapada de sudor y se secó la frente con la manga. Zerchi lo miró con la piedad que puede sentirse por los descarriados.

— Nos iremos ahora mismo, claro está — dijo Cors —. Pensé que debía decírselo. — Se volvió para entrar en la unidad móvil.

— Espere un momento — dijo el abad —. Quiero que me diga el resto.

— ¿Lo haré? — dijo de nuevo retador —. ¿Por qué? ¿Para que vaya a amenazarlas con el fuego del infierno? Ya está enferma ella al igual que la niña, no le diré nada.

— Ya lo ha hecho, sé a quién se refiere. ¿La niña también?

Cors dudó.

— Enfermedad por radiación, quemaduras, la madre tiene una cadera rota. El padre murió. Los empastes de los dientes de la mujer son radiactivos. La niña casi brilla en la oscuridad. Empezó con vómitos poco después de la explosión. Náuseas, anemia, folículos en descomposición. Ceguera en un ojo. La pequeña llora constantemente debido a las quemaduras. Es difícil comprender cómo han podido sobrevivir a la onda de choque. No se puede hacer nada por ella, excepto el equipo Eucrem.

— Las he visto.

— Entonces sabe por qué he roto mi promesa… ¡Después tengo que seguir viviendo conmigo mismo! Y no quiero hacerlo con la carga de la tortura de esa mujer y su hija.

— ¿Soportará mejor vivir como su asesino?

— No se puede razonar con usted.

— ¿Qué le dijo?

— Que si ama a su hija le evite la agonía. Que vaya a dormir el sueño de la misericordia lo más pronto posible. Esto es todo. Nos iremos inmediatamente. Ya hemos terminado con los casos de radiación y los peores de los demás. A los que faltan no les hará ningún daño caminar dos o tres kilómetros. Ya no hay más casos de dosis críticas.

Zerchi se alejó después, y, deteniéndose, dijo:

— Terminen — graznó —. Terminen y váyanse. Si le veo de nuevo, tengo miedo de lo que puedo hacer.

Cors dio un respingo.

— Me gusta tanto estar aquí como a usted le gusta soportarme. Nos iremos ahora, gracias.

Encontró a la mujer y a la niña tendidas en un camastro en el pasillo del superpoblado pabellón de los huéspedes. Se acurrucaban juntas bajo una manta y ambas lloraban. El edificio olía a muerte y antisépticos. Ella levantó la vista para observar su silueta que se recortaba a contraluz.

— ¿Padre? — Su voz parecía aterrorizada.

— Sí.

— Estamos listas. Mire lo que me han dado.

Él no pudo ver nada, pero oyó que sus dedos frotaban un pedazo de papel. La tarjeta roja. No tuvo la fuerza necesaria para hablarle. Se acercó al camastro, se rebuscó el bolsillo y encontró el rosario. Ella oyó el sonido de las cuentas y tendió la mano.

— ¿Sabe lo que es?

— Ciertamente, padre.

— Entonces, consérvelo y úselo.

— Gracias.

— Sopórtelo y rece.

— Ya sé lo que tengo que hacer.

— No se convierta en cómplice. Por el amor de Dios, criatura, no…

— El doctor ha dicho…

Se calló. Esperó que ella terminase, pero no dijo nada.

— No sea cómplice.

Siguió callada. Las bendijo y salió de allí lo más aprisa que pudo. La mujer había tocado las cuentas con manos conocedoras. No podía decirle nada que ella no supiese ya.


«La Conferencia de Ministros de Relaciones Exteriores celebrada en Guam acaba de terminan Todavía no se ha hecho ninguna declaración conjunta de la política a seguir, los ministros regresan a sus capitales. La importancia de esta conferencia y la ansiedad con que el mundo espera su resultado hacen que este locutor considere que la conferencia no ha terminado todavía, sino que ha entrado en un compás de espera durante unos días para que los ministros puedan hablar con sus gobiernos. Un informe anterior que alegaba que la conferencia se desmoronaba en medio de amargas invectivas ha sido desmentido por los ministros. El primer ministro Rekol ha hecho una única declaración para la prensa: «Voy a hablar con el Consejo de Regencia. El clima ha sido muy agradable aquí; puede que regrese más adelante para pescar».

»El período de espera de diez días termina hoy, pero en general se espera que el acuerdo de cese el fuego seguirá siendo observado. La alternativa es la mutua aniquilación. Dos ciudades han desaparecido, pero hay que recordar que ninguna de las dos partes contestó con un ataque de saturación. Los gobernantes asiáticos aseguran que se atuvieron al derecho de represalia. Nuestro Gobierno insiste en que la explosión de Itu-Wan no la provocó un misil atlántico. Pero en general hay un silencio sobrenatural y malhumorado por parte de ambas capitales. Se ha enseñado poco la camisa ensangrentada y ha habido pocos gritos de venganza total, Prevalece una especie de furia callada, porque el asesinato ha tenido lugar, porque reina la locura, pero ninguno de ambos bandos quiere la guerra total. La Defensa permanece en estado de alerta de batalla. El cuartel general ha lanzado un aviso, casi una llamada, a efecto de que no emplearemos lo peor, si del mismo modo Asia se refrena. Pero el anuncio dice más adelante: «Si emplean el sucio fallout nosotros haremos lo mismo y con tal fuerza que ninguna criatura podrá vivir en Asia en los próximos mil años».

»Curiosamente, la nota menos esperanzadora de todas no viene de Guam sino de Nueva Roma. Cuando la conferencia de Guam. hubo terminado, se informó de que el papa Gregorio había dejado de orar por la paz en el mundo. En la basílica fueron cantadas dos misas especiales: la Exsurge quare obdormis, misa contra los paganos, y la Reminiscere, misa en tiempo de guerra; después, el informe dice que su santidad se retiró a las montañas para meditar y rogar por la justicia.

»Y ahora una palabra de…»

— ¡Apáguelo! — exclamó Zerchi.

El joven sacerdote que estaba con él obedeció y miró al abad con los ojos muy abiertos.

— ¡No lo creo!

— ¿Qué es lo que no cree? ¿Lo del Papa? Yo tampoco, pero lo he oído antes y Nueva Roma ha tenido tiempo para negarlo y no ha dicho una palabra.

— ¿Qué significa?

— ¿No es evidente? El servicio diplomático del Vaticano está trabajando. Con seguridad envió un informe de la conferencia de Guam, y sin duda ésta horrorizó al santo padre.

— ¡Qué aviso! ¡Qué gesto!

— Fue más que un gesto, padre. Su santidad no canta misas de batalla por simple efecto dramático. Además, la mayor parte de la gente creerá que se refiere a «contra los paganos del otro lado del océano» y la «justicia» por nuestro lado. O si saben algo más, seguirán pensándolo por su cuenta. — Hundió la cara entre sus manos y se la frotó —. El sueño. ¿Qué es el sueño, padre Lehy?. ¿Lo recuerda? Hace diez días que no veo una cara que no tenga círculos negros bajo los ojos. Anoche casi no pude ni dormitar debido a los gritos que alguien lanzaba en la casa de huéspedes.

— La verdad es que Lucifer no es ningún somnífero.

— ¿Qué mira por esta ventana? — preguntó Zerchi, secamente —. Éste es otro asunto, nadie deja de mirar al cielo, mirarlo interrogadoramente. Si viene, no tendrá tiempo de verlo hasta que explote, y entonces será mejor que no mire. Déjelo, no es saludable.

El padre Lehy se apartó de la ventana.

— Sí, reverendo padre, pero no miraba eso; vigilaba los buitres.

— ¿Buitres?

— Todo el día han estado rondando. Docenas de ellos volando en círculos.

— ¿En dónde?

— Sobre el campamento de la Estrella Verde en la carretera.

— Entonces no se trata de ningún aviso, sino de simple apetito de los buitres. Voy a salir a despejarme.

En el patio encontró a la señora Grales. Llevaba una canasta de tomates, que dejó en el suelo al verle acercarse.

— Le he traído alguna cosilla, padre Zerchi — le dijo —. Vi que su letrero ya no estaba, y a una pobre muchacha al otro lado de la verja; así que supuse que no le importaría una visita de la vieja vendedora de tomates. Le he traído algunos, ¿ve usted?

— Gracias, señora Grales. Lo del letrero se debe a los refugiados, pero está bien. Para lo de los tomates tendrá que ver al hermano Elton. Él es quien está a cargo de las compras para nuestra cocina.

— Oh, no tiene que comprarlos, padre; se los he traído de regalo. Tiene que alimentar a todos los pobrecitos a quienes recoge. Así que se los doy. ¿Dónde quiere que los ponga?

— La cocina de emergencia está en el… Pero no, déjelos aquí. Haré que alguien los lleve al pabellón de los huéspedes.

— Si los he traído hasta aquí, yo misma puedo llevarlos. — Levantó de nuevo la canasta.

— Gracias, señora Grales — dijo él, volviéndose.

— ¡Espere, padre! — llamó la mujer —. Sólo un minuto, su señoría, sólo un minuto de su tiempo.

El abad contuvo una exclamación.

— Lo siento, señora Grales, pero es como le dije. — Se calló y miró la cara de Rachel. Por un momento le había parecido… ¿Habría tenido razón el hermano Joshua? No, no podía ser —. Es un asunto… un caso para su parroquia y diócesis, y no hay nada que yo pueda…

— No, padre, no se trata de esto; quiero hablarle de otra cosa.

Vaya, había sonreído, estaba seguro de ello.

— ¿Puede oír mi confesión, padre? Le pido perdón por molestarle, pero estoy triste por mis pecados y me agradaría que fuese usted quien me los perdonase.

Zerchi dudó.

— ¿Por qué no va con el padre Selo?

— Le diré la verdad, señoría, es que el hombre es una ocasión de pecado para mí. Cuando me acerco lo hago con buena intención, pero al ver su cara me olvido de mí misma. Que Dios le ame, pero yo no puedo.

— Si la ha ofendido tendrá que perdonarlo.

— Lo perdono, lo perdono, pero a distancia. Le digo que es para mí como una ocasión de pecado, sólo de verle ya no puedo dominarme.

Zerchi contuvo una sonrisa.

— Está bien, señora Grales, oiré su confesión; pero antes hay algo que debo hacen Nos encontraremos en la capilla de Nuestra Señora dentro de media hora. En el primer confesionario, ¿le parece bien?

— ¡Dios le bendiga, padre! — se inclinó profusamente.

El abad Zerchi habría podido jurar que Rachel había apoyado ligeramente las inclinaciones.

Apartó de sí aquella idea y fue hacia el garaje. Un postulante le sacó el coche. Subió en él, marcó su destino y se dejó caer pesadamente en el asiento mientras los controles automáticos ponían las marchas en funcionamiento y dirigían el coche hacia la entrada. Al cruzarla, el abad vio a la mujer de pie al lado de la puerta. La niña estaba con ella. Zerchi presionó el botón de «cancelar», el coche se detuvo y el robot de control dijo: «Espero».

La muchacha estaba enyesada desde la cintura hasta la rodilla izquierda, se apoyaba en un par de muletas y respiraba ahogadamente mirando al suelo. Había podido arreglárselas para salir del pabellón de los huéspedes y llegar hasta la entrada, pero era evidente que era incapaz de seguir adelante. La niña se cogía de una de sus muletas y miraba el tráfico de la carretera.

Zerchi abrió la portezuela y bajó del coche, ella lo miró y apartó rápidamente la vista.

— ¿Qué hace fuera de la cama, criatura? — dijo en un susurro —. Se supone que no tiene que levantarse, teniendo así su cadera. ¿Adónde quiere ir?

Ella se enderezó e hizo una mueca de dolor.

— Voy a la ciudad — contestó —. Tengo que hacerlo, es urgente.

— No tanto como para que alguien no pueda ir en su lugar. Llamaré al hermano…

— ¡No, padre, no! Nadie puede ir en mi lugar. Tengo que ir a la ciudad.

Mentía, estaba seguro de ello.

— Está bien — dijo —. Yo la llevaré, ahora mismo me dirigía hacia allí.

— ¡No! ¡Iré a pie! Yo…

Dio un paso y respiró con fuerza. Él la sostuvo antes de que cayese.

— Ni con san Cristóbal sosteniéndole las muletas podría llegar caminando a la ciudad, muchacha. Vamos, vamos, deje que la lleve de nuevo a la cama.

— ¡Le digo que tengo que ir a la ciudad! — gritó, furiosa.

La niña, asustada por la furia de su madre, empezó a llorar monótonamente. Ella trató de calmar su miedo, y de pronto se amansó.

— Está bien, padre. ¿Me llevará a la ciudad?

— No debería ir.

— ¡Le digo que tengo que hacerlo!

— Está bien, voy a ayudarla a entrar… Primero la niña, ahora usted…

La niña gritó histéricamente cuando el sacerdote la colocó en el coche al lado de su madre. Se aferró a la mujer y reanudó su monótono lloriqueo. Debido a lo suelto de su vestido y al pelo corto, era difícil determinar su sexo a primera vista.

Marcó de nuevo y el coche esperó un claro en el tráfico, se deslizó sobre la pista y pasó a la vía de velocidad media. Cuando dos minutos más tarde se acercaron al campamento de la Estrella Verde, presionó el botón de la pista de velocidad mínima.

Cinco monjes desfilaban frente a la entrada del estacionamiento en una solemne línea encapuchada. Marchaban de dos en dos, bajo el letrero del Campo de Misericordia, pero tenían cuidado de no apartarse del sitio permitido al público. Sus letreros, recién pintados, decían:


«VOSOTROS, QUE ENTRÁIS AQUÍ

ABANDONAD TODA ESPERANZA»


Zerchi había tenido la intención de detenerse para hablar con ellos, pero con la muchacha en el coche, se contentó con mirarlos al pasar. Con su hábito, sus capuchas y su lenta procesión de funeral, los novicios daban, en realidad, el efecto deseado. La posibilidad de que la Estrella Verde se sintiese lo suficientemente molesta para alejar su campamento del monasterio era dudosa, especialmente desde que un pequeño grupo de hombres, según se había informado a la abadía, apareciera a primera hora del día para insultar y tirarles piedras a los signos llevados por los piquetes. Había dos coches de la policía parados a un lado de la carretera y varios oficiales estaban vigilando desde allí con caras inexpresivas. Debido a que el grupo atacante apareció de súbito y que los coches de la policía lo habían hecho inmediatamente después, justo a tiempo para ver a uno de los hombres tratar de quitarles a los monjes uno de los letreros, y ya que un oficial de la Estrella Verde marchó inmediatamente y furioso a solicitar una orden de la Corte, el abad sospechó que el grupo de interruptores había sido tan cuidadosamente preparado como el piquete de monjes para permitirle al oficial de la Estrella Verde conseguir su mandamiento. Con seguridad se lo darían, pero hasta que le fuese presentado, el abad Zerchi tenía la intención de mantener a los monjes donde estaban.

Miró la estatua que los trabajadores del campo habían erigido junto a la entrada y dio un respingo. La reconoció como una de las imágenes humanas compuestas, derivadas de las pruebas psicológicas en masa en las que a los sujetos se les daban esbozos y fotografías de gente desconocida y se les hacían preguntas del tipo: «¿A cuál le agradaría conocer? ¿Cuál le parece que sería un mejor padre?», o bien: «¿A cuál le agradaría evitar? ¿Quién le parece que es el criminal?» De las fotografías seleccionadas como las «más» o las «menos», según las preguntas, series de «caras comunes», cada una capaz de evocar una personalidad distinta, habían sido construidas por ordenador basándose en los resultados de las pruebas en masa.

Aquella estatua, notó Zerchi desazonadamente, era marcadamente similar a algunas de las imágenes más afeminadas con las que los artistas mediocres, o peor que mediocres, habían tradicionalmente mal representado la personalidad de Cristo. La cara dulce y enfermiza, ojos en blanco, labios sonriendo tontamente y brazos abiertos en un gesto de abrazo. Las caderas eran amplias como las de una mujer y el pecho insinuaba senos a menos que fuesen los dobleces del manto.

«Querido Señor del Gólgota — suspiró el abad Zerchi —, ¿es esto lo que la chusma imagina que eres?» Se le hacía difícil imaginar a la estatua diciendo: «Dejad que los niños vengan a mí»; pero no podía imaginarla de ningún modo, diciendo: «Apartaos de mí y caed en el fuego eterno, vosotros los perversos», o echar del templo a latigazos a los mercaderes. Se preguntó cuál debía ser la pregunta formulada para conjugar aquella cara. Se trataba tan sólo de un christus anónimo. En el pedestal habían escrito «ALIVIO». Con seguridad, la Estrella Verde tenía que haber visto el parecido con los tradicionales bellos christus de los malos artistas. Pero la habían metido en la parte de atrás de un camión, con una bandera roja atada en su dedo gordo, y el parecido intencional será difícil de probar.

La mujer tenía una mano en la manivela de la portezuela y miraba los controles del coche. Zerchi marcó rápidamente «vía rápida» y el coche se lanzó de nuevo a toda velocidad. Ella apartó la mano de la puerta.

— Hay muchos buitres — dijo él suavemente, mirando al cielo a través de la ventanilla.

La cara de la muchacha permanecía inexpresiva Él la estudió un momento.

— ¿Le duele, hija?

— No importa.

— Ofrézcaselo al cielo, criatura.

Ella lo miró fríamente.

— ¿Cree que le agradaría a Dios?

— Si usted se lo ofrece, sí.

— ¡No puedo comprender a un Dios que se complace en el dolor de mi niña!

El sacerdote respingó.

— ¡No, no! No es el dolor lo que le place a Dios, criatura. Es la fortaleza del alma en la fe, la esperanza y el amor, a pesar de las aflicciones del cuerpo, lo que le place al cielo. El dolor es como la tentación negativa. A Dios no le placen las tentaciones que afligen a la carne, se complace cuando el alma se eleva sobre la tentación y dice: «Vete, Satanás». Con el dolor sucede lo mismo; a menudo es una tentación a desesperarse, enfurecerse y perder la fe…

— No hable en vano, padre, yo no me quejo; es la niña quien lo hace. Pero ella no comprende su sermón. Puede sufrir. Puede sufrir, pero no puede comprender.

«¿Qué puedo responder a eso? — se preguntó paralizado el sacerdote —. ¿Decirle de nuevo que al hombre le fue dada una vez la impasibilidad preternatural, pero que la apartó de sí en el Paraíso? ¿Que su hija es una célula de Adán y además…? Era cierto, pero tenía una niña enferma y ella también lo estaba; no escucharía.»

— No lo haga, hija, no lo haga.

— Lo pensaré — dijo ella, fríamente.

— Cuando era niño, tuve un gato — murmuró lentamente el abad —, era un enorme gato gris, con unas patas como las de un pequeño bulldog y una cabeza y un cuello en consonancia. Tenía esa especie de insolencia oculta que hace que algunos de ellos se parezcan al propio diablo. Era un verdadero gato. ¿Conoce a los gatos?

— Un poco.

— Los que aman a los gatos no los conocen. No se puede amar a todos los gatos si se les conoce, y a los que uno puede amar si los conoce son aquellos que no agradan ni a los que aman a los gatos. Zeke era un gato de éstos.

— Esto tiene una moraleja, claro está — dijo ella, mirándolo suspicaz.

— Sólo que lo maté.

— No siga, sea lo que fuere lo que quiera decir, no lo haga.

— Un camión lo atropelló y le rompió las patas traseras. Se metió a rastras debajo de la casa. De vez en cuando hacía un ruido parecido al de una pelea de gatos y se agitaba por allí un rato, pero la mayor parte del tiempo se quedaba muy quieto, esperando. «Hay que matarlo», no dejaban de decirme. Después de unas horas se arrastró de debajo de la casa pidiendo ayuda. «Hay que matarlo», dijeron. No les permití hacerlo. Alegaban que era cruel dejarlo vivir, así que finalmente dije que si había que matarle, lo haría yo. Conseguí una escopeta y una pala y lo llevé a la orilla del bosque. Lo tendí en el suelo mientras cavaba un agujero. Después le disparé un tiro en la cabeza. Era una escopeta de poco calibre. Zeke se removió un par de veces, se levantó y empezó a arrastrarse hacia unos arbustos. Disparé de nuevo. Lo dejé tendido suponiendo que estaba muerto, lo metí en el agujero, después de echarle un par de paletadas de tierra, Zeke se levantó, salió del agujero y fue de nuevo hacia los arbustos. Yo gritaba más fuerte que el gato. Tuve que matarlo con la pala y meterlo de nuevo en el agujero empleando la hoja del apero como hacha y mientras yo cortaba, Zeke seguía revolviéndose. Después me dijeron que sólo se trataba de un reflejo vertebral, pero no les creí. Conocía al gato. Quería llegar a los arbustos y tenderse a esperar. Deseé que Dios me hubiese permitido dejarle llegar hasta allí para morir del modo en que lo hace un gato si se le deja solo… con dignidad. Nunca pude olvidarme de ello. Zeke sólo era un gato, pero…

— ¡Cállese! — susurró ella.

— …Pero si hasta los antiguos paganos descubrieron que la naturaleza no te impone nada que la misma naturaleza no te haya preparado a soportar. Si esto es cierto, incluso para un gato, entonces, ¿no es absolutamente cierto en una criatura con un intelecto racional y una voluntad…, sea lo que piense del cielo?

— ¡Cállese, maldita sea, cállese! — dijo ella en un susurro.

— Si soy un poco brutal — dijo el sacerdote —, es con usted, no con la niña. Ella, como usted dice, no puede comprender, y usted, como también ha dicho, no se queja… Además…

— Además, me está pidiendo que la deje morir lentamente y…

— ¡No! No se lo pido. Como sacerdote de Cristo, le ordeno por la autoridad de Dios Todopoderoso no poner las manos sobre su criatura, ni ofrecer su vida en sacrificio a un falso dios de misericordia expeditiva. No se lo aconsejo, se lo ordeno y conjuro en nombre de Cristo Rey. ¿Está claro?

Dom Zerchi nunca antes había hablado con aquella voz, y la facilidad con que las palabras acudieron a sus labios sorprendió al propio sacerdote. Se quedó mirándola y ella bajó la vista. Por un instante había temido que la muchacha se echase a reír en su cara. Cuando en aquella época la santa Iglesia dejaba ocasionalmente entrever que todavía consideraba suprema su autoridad sobre las naciones y los estados, los hombres reían burlonamente. Sin embargo, la autenticidad de la orden podía aún ser captada por una muchacha amargada con una hija moribunda. Tratar de razonar con ella había sido brutal y lo lamentó. Una simple orden directa podía obtener lo que la persuasión no lograba. En aquel momento necesitaba más la voz de la autoridad que la de la persuasión. Podía verlo en el modo que había tenido de rendirse, aunque él había dado la orden en el tono de voz más suave que había podido.

Fueron a la ciudad. Zerchi se detuvo para echar una carta al correo, y en San Miguel, para hablar con el padre Selo acerca del problema de los refugiados. Se detuvo de nuevo con el ZDI para pedir una copia de las últimas directivas de la Defensa Civil. Cada vez que volvía al coche había supuesto a medias que la muchacha no estaría allí, pero la encontraba sentada muy quieta con la niña entre los brazos y mirando ausente hacia el infinito.

— ¿Va a decirme dónde piensa ir? — preguntó él, finalmente.

— A ningún sitio, he cambiado de idea.

Él sonrió.

— Pero tenía tanta prisa en llegar a la ciudad…

— Olvídelo, padre, he cambiado de idea.

— Bien, entonces volveremos a casa. ¿Por qué no deja que las monjas cuiden a su niña durante unos días?

— Lo pensaré.

El coche tomó velozmente la carretera de la abadía. Cuando se acercaban al campamento de la Estrella Verde, pudo ver que algo iba mal. Los piquetes ya no desfilaban. Se habían reunido en un grupo y hablaban o escuchaban a los oficiales y a un tercer hombre que Zerchi no podía identificar. Hizo pasar el coche a la pista lenta. Uno de los novicios lo vio, y al reconocerlo empezó a agitar su letrero. Dom Zerchi no tenía intención de detenerse llevando a la muchacha en el coche, pero uno de los oficiales avanzó hacia la pista lenta frente a ellos y levantó su porra frente al detector de obstrucción de vehículos; el autopiloto reaccionó de inmediato y el coche se detuvo. El oficial lo hizo salir de la carretera. Zerchi no podía desobedecer. Los dos oficiales se acercaron, examinaron el número de la placa y le pidieron sus documentos. Uno de ellos miró con curiosidad a la muchacha y a la niña y se fijó en las tarjetas rojas. Los otros fueron hacia el grupo de monjes que ahora permanecían quietos.

— ¿Así que usted es el responsable de todo esto? — le gruñeron al abad —. Bien, el caballero del uniforme marrón que está allí tiene algo que decirle. Creo que será mejor que lo escuche. — Hizo un gesto con la cabeza indicándole a un rechoncho secretario del juzgado, que avanzó pomposamente hacia ellos.

La niña empezó de nuevo a llorar y su madre se agitó nerviosa.

— Oficiales, esta mujer y esta niña no están bien. Aceptaré el proceso, pero por favor, déjenos volver ahora a la abadía. Después regresaré solo.

El oficial miró de nuevo a la muchacha.

— ¿Señora?

Ella miró el campamento y la estatua que adornaba la entrada.

— Voy a bajar aquí — dijo átonamente.

— Será mejor que lo haga — dijo el oficial, mirando las etiquetas.

— ¡No! — Dom Zerchi la asió por el brazo —. Le prohíbo…

El oficial se aferró a la muñeca de Zerchi.

— ¡Suéltela! — gritó para después añadir suavemente -: Señora, ¿está usted bajo su custodia o algo así?

— No.

— ¿Cómo se atreve a prohibirle a la señora que baje? — preguntó el oficial —. Estamos un poco cansados de usted, señor, y será mejor que…

Zerchi le ignoró y habló rápidamente con la muchacha. Ella denegó con un gesto.

— La niña, entonces. Deje que les lleve la niña a las monjas. Insisto…

— Señora, ¿esta niña es suya? — preguntó el oficial.

La mujer ya había bajado del coche, pero Zerchi retenía a la niña. Ella asintió.

— Es mía.

— ¿Las ha tenido prisioneras?

— No.

— ¿Qué quiere hacer, señora?

Ella calló.

— Vuelva al coche — dijo Zerchi.

— ¡Será mejor que adopte otro tono! — exclamó el oficial —. Señora, ¿qué decide hacer con la niña?

— Las dos nos bajamos aquí — dijo ella.

Zerchi cerró la puerta y trató de poner el coche en marcha, pero la mano del oficial presionó velozmente el botón de «cancelar» y quitó la llave.

— ¿Trató de raptarla? — le preguntó uno de los oficiales al otro.

— Tal vez — dijo éste, abriendo la puerta —. Ahora, ¡deje a la hija de la señora!

— ¿Para que la asesinen aquí? — preguntó el abad —. Tendrán que emplear la fuerza.

— Ve al otro lado del coche, Fal.

— ¡No!

— Ahora, sólo un ligero golpe en los sobacos. Esto es, tira de ella. Muy bien, señora, aquí está la niña… No, me imagino que no puede, no con esas muletas. ¿Cors? ¿Dónde está Cors? ¡Oiga, doctor!

El abad Zerchi pudo ver al conocido rostro avanzando entre el grupo.

— Llévese a la niña mientras aguantamos a este loco, ¿quiere?

El doctor y el sacerdote se miraron en silencio y la niña fue sacada del coche. Los oficiales soltaron las muñecas del abad. Uno de ellos dio la vuelta y se encontró rodeado por los novicios con sus letreros alzados. Los consideró como armas en potencia y su mano se aferró a su pistola.

— ¡Atrás! — gritó.

Sorprendidos, los novicios obedecieron.

— Baje.

El abad bajó del coche. Se encontró frente al rechoncho secretario del juzgado, que le dio unos golpecitos en un brazo con un pliego de papeles.

— Se ha extendido una orden en contra suya que, a requerimiento de la Corte, debo leerle y explicarle. Aquí está su copia. Los oficiales son testigos de que le ha sido entregada, así que no puede oponer resistencia…

— Está bien, démela.

— Ésta es la actitud correcta. Ahora la Corte se dirige a usted en los siguientes términos: «En vista de que la parte demandante alega que una gran molestia pública ha sido…».

— Tirad los letreros a ese barril de cenizas que hay allí — les dijo Zerchi a los novicios —, a no ser que alguien tenga algo que objetar. Después meteos en el coche y esperad.

No prestó atención a la lectura de la orden, sino que se dirigió a los oficiales mientras el alguacil le seguía leyendo en monótono staccato.

— ¿Estoy arrestado?

— Lo estamos pensando.

— «…y aparecer en esta Corte en la fecha arriba mencionada para demostrar el motivo…»

— ¿Algún cargo en particular?

— Si así lo prefiere, podemos hacerle cinco o seis cargos.

Cors volvió a la entrada. La mujer y su hija fueron acompañadas al centro del campo. La expresión del doctor era grave y hasta culpable.

— Escuche, padre — dijo —, ya sé lo que piensa de todo esto, pero…

El puño del abad Zerchi se dirigió en un golpe directo a la cara del doctor. Cors quedó sentado en la acera mirándolo sorprendido. Resopló un par de veces y de pronto empezó a salirle sangre por la nariz. El policía mantuvo el abad con el brazo doblado en la espalda.

— «…y no debe faltar — siguió farfullando el secretario del juzgado —, no sea que un decreto pro confesso…»

— Llévenselo al coche — dijo uno de los oficiales.

El coche hacia el cual el abad fue conducido no era el suyo sino el de la policía.

— El juez se llevará una desilusión con usted — dijo burlonamente el oficial —. Ahora, quédese aquí quieto. Un movimiento y lo encierro.

El abad y el oficial esperaron junto al coche mientras el secretario del juzgado, el doctor y el segundo oficial conferenciaban junto al camino. Cors mantenía un pañuelo apretado contra la nariz.

Hablaron durante cinco minutos. Terriblemente avergonzado, Zerchi apoyó la frente contra el metal del coche y trató de rezar. No le importaba lo que pudiesen decidir. Sólo podía pensar en la muchacha y su hija. Estaba seguro de que había estado a punto de cambiar de idea, sólo había necesitado la orden, yo un sacerdote de Dios te conmino, y la gracia de oírlo si…, si sólo ellos no le hubiesen obligado a detenerse donde ella pudo ver al «sacerdote de Dios» sumariamente vencido por la «policía de tráfico del César». Nunca para él había quedado tan distante la majestad de Cristo.

— Muy bien, señor, es un hombre con suerte, ésta es la verdad.

Zerchi se quedó mirándolo.

— ¿Qué?

— El doctor se niega a presentar cargos. Dice que se lo merecía. ¿Por qué le pegó?

— Pregúnteselo a él.

— Ya lo hemos hecho. Estoy tratando de decidir si nos lo llevamos o nos limitamos a citarle. El oficial de la Corte dice que es usted muy conocido. ¿A qué se dedica?

Zerchi enrojeció.

— ¿Esto no le dice nada? — dijo tocándose la cruz pectoral.

— No cuando el hombre que la usa le pega a otro en la nariz. ¿A qué se dedica?

Zerchi se tragó el último rastro de su orgullo.

— Soy el abad de los hermanos de San Leibowitz, de la abadía que ve allí, en la carretera.

— ¿Y esto le da permiso para asaltar a la gente?

— Lo siento, si el doctor Cors quiere oírme, le pediré perdón. Si me cita usted, le prometo que acudiré.

— ¿Fal?

— La cárcel está repleta de D. P.

— Mire, si nos olvidamos de todo, ¿se mantendrá lejos de aquí y alejará a su grupo llevándolo adonde pertenece?

— Sí.

— Está bien, váyanse, pero si algún día pasa por aquí y escupe, podrá considerarse hombre perdido.

— Gracias.

Cuando se alejaron, Zerchi miró hacia atrás y vio que el tiovivo giraba. Un oficial se secaba el sudor de la cara, le daba un golpecito a la espalda del secretario del juzgado y todos se dirigían a sus coches y se alejaban.

A pesar de los cinco novicios, Zerchi se sintió solo con su vergüenza.

29

— Creo que no es la primera vez que se le previene contra su mal genio — le dijo el padre Lehy al penitente.

— Sí, padre.

— ¿Se da cuenta de que el intento fue casi criminal?

— No había intención de matar.

— ¿Trata de excusarse? — le preguntó el confesor.

— No, padre. La intención era herir. Me acuso de violar el espíritu del quinto mandamiento de pensamiento y obra, y de pecar contra la caridad y la justicia, trayendo la desgracia y el escándalo sobre mi cargo.

— ¿Se da cuenta de que ha roto la promesa de no recurrir nunca a la violencia?

— Sí, padre, y lo lamento profundamente.

— Y la única circunstancia mitigante es que lo vio todo rojo y pegó. ¿Deja a menudo que la razón le abandone de este modo?

Continuó el interrogatorio con el superior de la abadía arrodillado y el prior sentado como un juez por encima de su maestro.

— Está bien — dijo finalmente el padre Lehy —. Ahora para su penitencia, prometa decir…

Zerchi llegó con una hora y media de retraso a la capilla, pero la señora Grales seguía esperándolo. Estaba arrodillada en un banco cerca del confesionario y parecía estar medio dormida.

Molesto consigo mismo, el abad había esperado que la mujer se hubiese marchado. Antes de escucharla tenía que cumplir con su propia penitencia. Se arrodilló cerca del altar y pasó veinte minutos rezando las oraciones que el padre Lehy le había asignado como penitencia para aquel día, pero cuando se dirigió al confesionario, la señora Grales seguía allí. La llamó dos veces antes de que ella contestase, y cuando se levantó, se tambaleó ligeramente. Se detuvo para tocar la cara de Rachel explorando sus párpados y labios con dedos marchitos.

— ¿Ocurre algo malo, hija mía? — preguntó él.

Ella miró hacia los altos ventanales y dejó vagar su mirada por el techo abovedado.

— Ay, padre — susurró —. Presiento el mal, de verdad. El mal está cerca, muy cerca de nosotras. Siento la necesidad de perdón, padre, y de algo más.

— ¿Algo más, señora Grales?

Se acercó para susurrar detrás de su mano.

— Necesito también perdonarle a Él.

El sacerdote se echó ligeramente atrás.

— ¿A quién? No la comprendo.

— Perdonarle… por haberme hecho como soy. — Comenzó a lloriquear. Pero después, una lenta sonrisa afloró en sus labios —. Nunca se lo perdoné.

— ¿Perdonar a Dios? ¿Cómo puede…? Él es justo, es la justicia y el amor. ¿Cómo puede decir…?

Sus ojos le rogaron.

— ¿No puede una vieja vendedora de tomates perdonarle un poco por su justicia? ¿Antes de pedirle su perdón para mí?

Dom Zerchi trató de tragar saliva. Miró al suelo, hacia su sombra bicéfala. Sugería una terrible justicia… la forma de aquella sombra. No podía culparla por emplear la palabra perdón. En su mundo simple era tan concebible perdonar a la justicia como a la injusticia, y que el hombre perdonase a Dios al igual que Dios al hombre. «Que así sea, entonces, y compártelo con ella, Señor», pensó, ajustándose la estola.

Antes de entrar en el confesionario, ella hizo una genuflexión ante el altar y el sacerdote vio que, al persignarse, su mano tocó la frente de Rachel al igual que la suya. Él corrió la pesada cortina, se introdujo en su mitad del cubículo y susurró a través de la rejilla:

— ¿Qué es lo que buscas, hija?

— Bendiciones, padre, porque he pecado…

Ella habló de modo vacilante. No podía verla a través de la malla que cubría la rejilla. Le llegaba únicamente el bajo y rítmico plañido de una voz de Eva. Lo mismo, lo mismo, siempre lo mismo, y ni siquiera una mujer con dos cabezas era capaz de inventar nuevos medios de cortejar al mal, sino que sólo podía seguir una imitación no intencionada del original. Sintiendo todavía la vergüenza de su propio comportamiento con la mujer, los oficiales y Cors, se le hacía difícil concentrarse. Sin embargo, sus manos temblaban al oírla. El ritmo de las palabras le llegaba monótono y apagado a través de la rejilla, como el ritmo de martillazos distantes. Clavos pesados de madera taladrante a través de las palmas. Como alter Christus captó el peso de cada carga durante un instante antes de pasársela al que las llevaba todas.

Estaba el asunto de su hombre, estaban las cosas oscuras y secretas; cosas para ser envueltas con periódicos sucios y enterradas de noche. El que sólo pudiese comprender muy poco de ello parecía hacer del horror algo peor.

— Si trata de decir que es culpable de aborto — susurró —, debo decirle que la absolución está reservada al obispo y yo no puedo…

Hizo una pausa. Se oyó un fragor distante y el débil y corto rugido de los misiles al ser disparados desde las rampas de lanzamiento.

— ¡El mal! ¡El mal! — gimió la anciana.

El cuero cabelludo del abad se erizó en un súbito estallido de alarma desquiciada.

— ¡Rápido! ¡Un acto de contrición! — exclamó —. Diez avemarías y diez padrenuestros de penitencia. Más tarde repetirá la confesión, pero ahora un acto de contrición.

La oyó murmurar al otro lado de la rejilla y rápidamente le dio la absolución: «Te absolvat Dorninus Jesus Christus; ego autem eius auctoritate te absolvo ab omni vinculo… Denique, si absolvi potes, ex peccatis tuis ego te absolvo in Nomine Patris…».

Antes de poder terminar, una luz brilló a través de la espesa cortina de la puerta del confesionario. Fue cada vez más potente, hasta que la cabina relumbró con la luminosidad del mediodía y la cortina empezó a humear.

— ¡Espere, que…! — susurró —. Espere a que se desvanezca.

— Espere, espere, espere a que se desvanezca — repitió una voz extraña y suave al otro lado de la rejilla. No era la voz de la señora Grales.

— ¿Señora Grales? ¿Señora Grales?

Ella le confesó en un susurro lento y adormilado.

— Nunca quise… nunca quise… nunca amar… Amor… — desapareció.

No era la misma voz que un poco antes le había contestado.

— ¡Ahora, rápido, corra!

Sin esperar a ver si lo seguía, salió de un salto del confesionario y corrió por el pasillo hacia el altar. La luminosidad se había atenuado, pero todavía quemaba la piel con el reflejo del mediodía. ¿Cuántos minutos quedaban? La iglesia estaba llena de humo.

Dio un salto hacia el altar, tropezó con el primer escalón, lo consideró como una genuflexión y siguió adelante. Con manos frenéticas quitó el copón lleno del Cuerpo de Cristo del sagrario, dobló de nuevo la rodilla ante la Presencia, levantó el Cuerpo de Dios y echó a correr.

El edificio se le derrumbó encima.

Cuando volvió en sí, no había nada sino polvo. Estaba atrapado en el suelo hasta la cintura. Su pecho estaba contra el polvo, trató de moverse con su brazo libre, pero el otro había quedado apresado bajo el peso que lo mantenía en tierra. Su mano libre se aferraba todavía al copón, pero al caer lo había volcado, la tapa se había soltado, desperdigándose algunas de las pequeñas hostias.

Supuso que la explosión lo había lanzado fuera de la iglesia, estaba tendido en la arena y vio los restos de un rosal atrapado bajo un alud de piedras. En una de sus ramas había quedado prendida una rosa, vio que era una de las salmón armenias con sus pétalos requemados.

Se produjo un fuerte rugido de motores en el cielo y unas luces azules parpadeaban continuamente a través del polvo. Al principio no sintió dolor. Trató de torcer el cuello para poder ver el montón de ruinas que tenía encima y todo empezó a dolerle. Sus ojos se nublaron y se quejó en voz alta. No volvería a mirar hacia atrás. Lo habían apresado cinco toneladas de roca, reteniendo lo que quedaba de él de cintura para abajo.

Empezó a recoger las pequeñas hostias, podía mover con facilidad su brazo libre, y con cuidado las fue levantando de la arena. El viento amenazaba con llevarse los pequeños copos de Cristo.

«De todas maneras, Señor, traté de hacerlo. ¿Alguien necesita los últimos sacramentos? ¿El viático? Si es así, tendrán que arrastrarse hasta mí. ¿No queda nadie?»

Por encima del terrible rugido, no le llegaba ninguna voz.

Un hilillo de sangre seguía penetrándole en los ojos. Se lo limpió con el antebrazo para evitar manchar las hostias con los dedos ensangrentados.

«La sangre equivocada, Señor, la mía, no la tuya Dealba me.»

Devolvió la mayor parte de las formas desperdigadas al copón, pero algunas fugitivas eludieron su alcance. Se estiró para recogerlas, pero se desmayó de nuevo.

— ¡Jesús, María y José! ¡Ayuda!

Débilmente le llegó una respuesta distante y apenas audible bajo el cielo aullante. Era la voz suave y extraña que había oído en el confesionario, y de nuevo repitió sus palabras.

— Jesús, María y José! ¡Ayuda!

— ¿Qué? — gritó.

Gritó varias veces, pero ya no obtuvo respuesta. El polvo había empezado a depositarse. Colocó de nuevo la tapa del copón para evitar que la arenisca se mezclase con las hostias. Se quedó un momento tendido con los ojos cerrados.

El problema de ser sacerdote es que eventualmente había que tomar el consejo que se daba a los demás. «La naturaleza no impone nada que no haya preparado a soportar Esto es lo que consigo por decir lo que dijeron los estoicos antes de decir lo que dijo Dios», pensó.

Tenía poco dolor, sólo sentía un escozor feroz procedente de su parte cautiva. Trató de rascarse, y sus dedos encontraron únicamente la piedra desnuda. Se aferró a ella un momento, se estremeció y apartó la mano. El ardor era enloquecedor. Los nervios destrozados se encendían en dementes peticiones de que se rascase. Se sintió muy indigno.

«Bien, doctor Cors, ¿cómo sabe que el escozor no es un mal más básico que el dolor?»

Rió ligeramente con la idea y la risa le provocó un súbito desvanecimiento. Se abrió paso a través de la oscuridad hacia la compañía de alguien que gritaba. Y de pronto se dio cuenta de que los gritos eran suyos. Zerchi tuvo miedo. El escozor se convirtió en agonía, pero los gritos habían sido de miedo a la oscuridad, no de dolor. Ahora sentía agonía hasta en el acto de respirar. La agonía persistió, pero podía soportarse. El terror se había alzado de la última prueba de líquida oscuridad y ésta parecía planear sobre él, desearlo, esperarlo hambrienta… un gran apetito negro con una predilección por las almas. Podía soportar el dolor, pero no la Terrible Oscuridad. O bien había algo en ella que no tenía que estar allí o había algo aquí que tenía que ser hecho. Una vez se rindiese a aquella oscuridad no habría nada que pudiese hacer o deshacer.

Avergonzado de su temor, trató de rezar, pero las oraciones parecían ser impracticables… como disculpas; pero no como peticiones… como si la oración ya hubiese sido dicha y el último cántico entonado. El miedo persistía. ¿Por qué? Trató de razonar con ello.

«Has visto morir a la gente, Jeth, has visto morir a mucha gente. Parece fácil. Se apagan como un cirio y entonces se produce un aham y Asti… la más negra Estigiax, el abismo entre el Señor y el hombre. Escucha, Jeth, tú crees que en el otro lado existe algo, ¿verdad? Entonces, ¿por qué tiemblas tanto?»

Un verso de la Dies Irae le vino a la mente y se aferró a él.


Quid sum miser tunc dicturus?

Quem patronum rogaturus,

Cum vix justus sit securus?


— ¿Qué debo decir, desdichado de mí? ¿A quién le pediré que me proteja, ya que hasta el hombre justo está escasamente protegido? Vix securus? ¿Por qué escasamente protegido? Él no condenaría al justo. Entonces, ¿por qué tiemblas de este modo?

»En realidad, doctor Cors, el mal al que incluso tú debiste referirte no es el sufrimiento sino el temor irrazonable al sufrimiento. Metus doloris. Tómalo todo junto a su equivalente positivo, el ansia por la seguridad mundana, por el Paraíso, y podrás tener tu raíz del mal, doctor Cors. Minimizar el sufrimiento y máxima seguridad eran los fines naturales y adecuados de la sociedad y el César. Pero entonces se convirtieron en las únicas finalidades y la única base para la ley… una perversión. Inevitablemente, entonces, al buscarlas sólo a ellas nos encontramos únicamente con sus opuestos: máximo sufrimiento y mínima seguridad.

»El problema con el mundo soy yo. Pruébalo en ti mismo, mi querido Cors. Tú, yo, Adán, hombre, nosotros. No el «mal del mundo» a no ser el que es introducido en el mundo por el hombre — yo, tú, Adan, nosotros — con un poco de ayuda por parte del padre de las mentiras. Culpa a lo que sea, culpa hasta a Dios, pero no me culpes a mí. ¿Doctor Cors? El único mal que aún sobrevive en el mundo, doctor, es el hecho de que el mundo ya no es. ¿Qué dolor ha forjado?»

Rió de nuevo suavemente y la oscuridad volvió.

— Yo, nosotros, Adán, sino Cristo, hombre, yo; yo, nosotros, Adán, sino Cristo, hombre, yo — dijo en voz alta —. ¿Sabes una cosa, Pat? Ellos estarán… juntos… más bien clavados en ella, pero no solos… cuando sangran… quieren compañía. Porque… Porque por esto Satanás quiere al hombre lleno de infierno. Quiere decir lo mismo que Satanás quiere al infierno lleno de hombres. Porque Adán… Y, sin embargo, Cristo. Pero aun yo… Escucha, Pat…

Esta vez le tomó más tiempo alejar de sí la negra oscuridad, pero antes de penetrar totalmente en ella tenía que explicárselo claramente a Pat.

— Escucha, Pat, porque… por esto le dije a ella que la niña tenía que… es por esto. Quiero decir que Jesús nunca le pidió al hombre que hiciese algo que él no pudiese hacer. Por esto yo… ¿Por qué no puedo irme, Pat?

Parpadeó varias veces y Pat se desvaneció. El mundo se heló de nuevo y la oscuridad desapareció.

Había descubierto por qué tenía miedo. Todavía había algo que debía cumplir antes de que la oscuridad lo envolviese para siempre. «Dios mío, déjame vivir el tiempo suficiente para poder cumplirlo.» Tenía miedo de morir antes de haber aceptado tanto sufrimiento como el que sufrió la niña que no podía comprenderlo, la criatura a la que trató de salvar de un futuro sufrimiento… no, no por ello, sino a pesar de ello. Había dado una orden a la madre, en nombre de Cristo. No se había equivocado, pero ahora tenía miedo de dejarse ir en aquella oscuridad antes de haber soportado tanto como Dios le ayudase a soportarlo.


Quem patronum rogatorus,

Cum vix justus sit securus?


«Que sea por la madre y su niña, entonces. Lo que impongo debo aceptarlo. Fast est.»

La decisión pareció amortiguar su dolor. Durante un rato se quedó quieto; después, con cuidado, miró hacia la montaña de piedras que se hallaba a su espalda. Había allí más de cinco toneladas. Dieciocho siglos. La explosión había abierto las criptas, pues vio algunos huesos prendidos entre las rocas. Extendió su mano libre, encontró algo liso y lo liberó, dejándolo caer en la arena junto al ciborio. Faltaba la mandíbula, pero el cráneo estaba intacto, excepto por un agujero en la frente por el que asomaba un pedazo de madera seca y medio podrida. Parecían los restos de una flecha. El cráneo parecía muy antiguo.

— Hermano — susurró, porque nadie sino un monje de la orden podía haber sido enterrado en aquellas criptas.

»¿Qué hiciste para ellos, Cráneo? ¿Les enseñaste a leer y escribir? Les ayudaste a reconstruir, les diste a Cristo, ¿ayudaste a restaurar la cultura? ¿Te acordaste de prevenirles que el Paraíso ya no Podría ser? Claro que lo hiciste. Dios te bendiga, Cráneo — se dijo, haciéndole la señal de la cruz con el pulgar sobre la frente —. Por todos tus trabajos te pagaron con una flecha entre los ojos. Por que a mi espalda hay más de cinco toneladas y dieciocho siglos de roca. Supongo que a mi espalda hay unos dos millones de años… desde el primer Horno inspiratus.

Oyó de nuevo la voz… el suave eco que hacía un rato le había contestado. Esta vez le llegó con una especie de sonsonete infantil: «La, la, la, la-la-la…».

Aunque parecía ser la misma voz que oyera en el confesionario, con seguridad, no podía ser la de la señora Grales. Ella habría perdonado a Dios y corrido a casa si pudo salir a tiempo de la capilla… «Y, por favor, Señor, perdona la inversión.» Pero ni tan sólo estaba seguro de que fuese una inversión.

— Escucha, viejo Cráneo, ¿tenía que haberle dicho esto a Cors? Escucha, mi querido Cors, ¿por qué no le perdonas a Dios que permita el sufrimiento? Si no lo hiciese así, la valentía humana, la bravura, nobleza y el sacrificio de uno mismo no tendrían ningún significado. Además, Cors, te quedarías sin trabajo.

»Quizá sea esto lo que olvidamos mencionar, Cráneo. Bombas y rabietas, cuando el mundo está cada vez más amargado porque se siente falto del a medias recordado Paraíso. La amargura era esencialmente en contra de Dios. Escucha, hombre, tienes que olvidar la amargura… asegúrale el perdón a Dios como ella dijo… antes que nada, antes de amar.

Pero bombas y rabietas. No perdonaron.

Durmió un poco. Fue un sueño natural y no esa fea oscuridad que se posesionaba de la mente. Empezó a llover aclarando el polvo. Cuando despertó no estaba solo. Levantó su mejilla del lodo y los miró ceñudo. Tres de ellos se hallaban sobre el montón de escombros y le observaron con solemnidad de funeral. Se movió, extendieron sus negras alas y se agitaron nerviosos. Les tiró una piedra y dos de ellos se elevaron volando en círculos, pero el tercero se quedó allí removiéndose y observándolo gravemente. Un pájaro oscuro y feo, pero no como la otra Oscuridad. Ésta sólo ambicionaba su cuerpo.

— La comida aún no está lista, hermano pájaro — le dijo irritadamente —. Tendrás que esperar.

No tendría que preocuparse por muchas comidas, pensó, antes de convertirse él mismo en comida para otro. Sus plumas estaban chamuscadas por la explosión de luz y mantenía un ojo cerrado. El pájaro estaba empapado por la lluvia y el abad se dijo que la propia lluvia estaba llena de muerte.

— La, la, la, la-la-la, espera hasta que muera…

La voz se escuchó una vez más. Zerchi temió que fuese una alucinación, pero el pájaro también la había oído y no dejaba de mirar a algo que estaba fuera del campo de visión de Zerchi. Finalmente, silbó roncamente y alzó el vuelo.

— ¡Socorro! — gritó débilmente el abad.

— Socorro — imitó como un loro la extraña voz.

Y la mujer de dos cabezas apareció al lado del montón de piedras. Se detuvo y miró a Zerchi.

— Gracias a Dios, señora Grales. Vea si puede encontrar al padre Lehy…

— Gracias a dios, señora Grales, vea si puede…

Con un parpadeo alejó la sangre que le cubría los ojos y la observó atentamente.

— Rachel — susurró.

— Rachel — contestó la criatura.

Se arrodilló frente a él y se sentó sobre los talones. Lo miró con fríos ojos verdes y sonrió inocentemente. Sus ojos estaban alertas con la duda, la curiosidad y quizás algo más, pero aparentemente no podía darse cuenta de que él sufría. Había algo en sus ojos que hizo que, durante un rato, él no pudiese notar nada más. Pero entonces se dio cuenta de que la cabeza de la señora Grales dormía profundamente sobre el otro hombro, mientras Rachel sonreía. Parecía una sonrisa joven y tímida que esperase amistad. Él habló de nuevo.

— Escuche, ¿alguien más ha quedado con vida? Vaya a…

Melodiosa y solemne, le llegó la respuesta:

— Escuche, alguien más ha quedado con vida…

Saboreaba las palabras, pronunciándolas con claridad, sonriendo sobre ellas. Sus labios las enmarcaban cuando ya habían sido pronunciadas. Aquello era más que una imitación reflexiva, se dijo él. Trataba de comunicar algo. Trataba de hacer comprender la idea por medio de la repetición: Soy alguien parecido a ti.

Pero acababa de nacer ahora.

«Y también eres en cierto modo diferente», descubrió Zerchi, con ligero temor. Recordaba que la señora Grales sufría artritis en ambas rodillas, pero el cuerpo que le había pertenecido estaba ahora arrodillado y sentado sobre sus talones en la flexible postura de la juventud. Lo que era más, la piel arrugada de la anciana parecía más tersa que de costumbre y brillaba un poco, como si los viejos y resecos tejidos fuesen reanimados. De pronto, le miró el brazo…

— ¡Está herida!

— Está herida.

Zerchi le señaló el brazo, pero en vez de mirar hacia donde se le indicaba, ella imitó su gesto mirando el dedo del abad y extendiendo el suyo, empleando el brazo herido. Había poca sangre, pero tenía por lo menos una docena de cortes y uno de ellos parecía muy profundo. Él la cogió por el dedo para acercar su brazo y le arrancó cinco pedazos de vidrio roto. O bien había sacado el brazo por una ventana o, lo que era más probable, en el momento de la explosión había pasado junto a uno de los ventanales. Sólo cuando le arrancó unas astillas de vidrio de unos tres centímetros de largo, manó un poco de sangre. Las demás que le arrancó dejaron pequeñas manchas azules sin sangre. El efecto le recordó una demostración de hipnosis a la que asistió una vez, algo que había olvidado considerándolo un truco. Cuando le miró de nuevo a la cara, su temor aumentó. Ella seguía sonriendo como si al arrancarle las astillas de vidrio no le hubiese hecho daño.

Miró la cara de la señora Grales. Ahora tenía la máscara grisácea e impersonal del estado de coma. Los labios parecían no tener sangre y tuvo la seguridad de que la mujer estaba muriéndose. Pudo imaginarla palideciendo y soltándose como una costra o un cordón umbilical. ¿Quién, entonces, era Rachel? ¿Qué era?

Las rocas seguían ligeramente húmedas por la lluvia. Se humedeció un dedo y le hizo un gesto para que se acercase. Fuese lo que fuere, lo más probable era que hubiese recibido tantas radiaciones que no viviría mucho. Empezó a trazar una cruz en su frente con el dedo húmedo.

— Nisi baptizata es et nisi baptizari nonquis, te baptizo…

No pudo seguir. Ella se apartó velozmente de su lado y su sonrisa se heló y desvaneció. ¡No! Parecía gritar su aspecto. Se alejó de él, se secó el rastro de humedad de la frente, cerró los ojos y dejó que sus manos reposasen tranquilamente sobre su regazo. Una expresión de completa pasividad apareció en su rostro. Con la cabeza inclinada de aquel modo, toda su actitud parecía sugerir la plegaria. Gradualmente, la sonrisa fue resurgiendo de aquella pasividad. Fue en aumento, y cuando ella abrió los ojos y lo miró de nuevo fue con la misma franca tibieza con que lo había hecho antes. Miró a su alrededor como si buscase algo.

Sus ojos se posaron sobre el copón, y antes de que él pudiese detenerla lo levantó.

— ¡No! — jadeó él, roncamente, tratando de cogerlo.

Pero ella era mucho más rápida que él y el esfuerzo le hizo perder el sentido. Cuando volvió en sí, levantó la cabeza y lo vio todo borroso. Ella seguía arrodillada a su lado. Finalmente pudo darse cuenta de que tenía la copa de oro en la mano izquierda y que en la derecha sostenía delicadamente una hostia entre el pulgar y el índice. ¿Se la ofrecía o eran fantasías suyas, como había imaginado hacía un rato haber estado hablando con el hermano Pat?

Esperó que su visión se aclarase. Esta vez no estaba demasiado claro, no del todo.

— Domine, non sum dignus — susurró — sed tantum dic verbo…

Recibió la comunión de su mano. Ella tapó de nuevo el ciborio y lo colocó en un lugar más protegido bajo una roca que sobresalía. No hizo ninguno de los gestos convencionales, pero la reverencia con que lo había tocado le convenció a él de una cosa: había notado la Presencia bajo los velos.

Ella, que todavía no podía emplear palabras ni comprenderlas, había hecho aquello como siguiendo una instrucción directa en respuesta a su intento de bautismo condicional.

Trató de fijar la vista y contemplar de nuevo la cara de aquel ser, que con gestos simples le había dicho: no necesito tu primer sacramento, hombre, pero soy digna de otorgarte este sacramento de vida. Ahora sabía lo que era y sollozó débilmente cuando ya no pudo obligar a sus ojos a fijarse en aquellos ojos fríos, verdes y tranquilos de una nacida libre.

— Magnificat anima mea Dominum — susurró —. Mi alma glorifica al Señor y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador; porque ha puesto su mirada en la humildad de su obra… — Quería enseñarle esas palabras como su último acto, porque estaba seguro de que compartía algo con la Doncella que las había pronunciado por primera vez —. Magnificat anima mea, Dominum et exultavit spiritus meus in Deo salutari meo, quia respexit humilitatem…

Se quedó sin aliento antes de poder terminarlas. Su visión se nubló, ya no podía distinguirla; pero unos dedos fríos le tocaron la frente y le oyó decir una palabra:

— Vive.

Se había ido; escuchó su voz alejándose entre las nuevas ruinas.

— La, la, la, la-la-la…

La imagen de aquellos ojos verdes y fríos permaneció con él el mismo tiempo que la vida. No preguntó la causa de que Dios escogiese el hacer crecer una criatura de inocencia tan primaria del hombro de la señora Grales o por qué Dios le había dado los dones preternaturales del Edén… aquellos dones del cielo que el hombre había intentado obtener de nuevo por la fuerza desde que los perdiera por primera vez. Vio la inocencia primaria en aquellos ojos y una promesa de resurrección. Una mirada que había sido un don y que le hizo llorar la gratitud. Después se tendió con la cara contra el polvo y esperó.

No llegó nada más, nada que él pudiese ver, sentir u oír.

30

Cantaban haciendo entrar a los niños en la nave. Cantaban viejos cantos espaciales y ayudaban a los niños a subir la escalera, uno a uno, hasta las manos de las monjas. Cantaban con fuerza para alejar el temor de la mente de los pequeños. Cuando el horizonte estalló, sus cantos se detuvieron. Metieron al último niño en la nave. El horizonte pareció cobrar vida cuando los monjes subieron la escalera. La lejanía se convirtió en un reflejo rojo. Donde poco antes estaba despejado, acababa de nacer un lejano banco de nubes. Los monjes de la escala apartaron la vista del resplandor. Cuando hubo desaparecido, miraron de nuevo.

La cara de Lucifer se convertía en un horrendo hongo sobre el banco de nubes, alzándose lentamente como un titán que se despereza después de siglos de encarcelamiento en la Tierra.

Alguien gritó una orden y los monjes continuaron su ascensión. Pronto estuvieron todos en el interior de la nave.

El último monje se detuvo en la entrada, se quedó ante la abierta compuerta y se quitó las sandalias.

— Sic transit mundus — murmuró mirando el resplandor.

Golpeó contra sí las suelas de las sandalias para quitarles el polvo. El resplandor cubría un tercio de los cielos. Se rascó la barba, le dio una última mirada al océano, dio un paso atrás y cerró la compuerta.

Se produjo un zumbido, una explosión de luz, un fuerte chirrido y la nave espacial se elevó hacia el cielo.

Las olas, al romper, batían monótonamente la costa, arrastrando pedazos de madera. Un hidroavión abandonado flotaba detrás de los rompientes. Después de un rato, éstos se apoderaron de él y lo lanzaron hacia la costa, junto a las maderas. Se inclinó y se le partió un ala. Había cangrejos divirtiéndose en los rompientes, merluzas que se alimentaban de cangrejos y el tiburón que se comía a la merluza y la encontraba admirable con la deportiva brutalidad del mar.

El viento llegó a través del océano trayendo consigo un palio de fina ceniza blanca. La ceniza cayó en el mar y en los rompientes. Los rompientes dejaron cangrejos muertos y madera en las playas. El tiburón se hundió en sus profundas aguas y meditó su resentimiento en las corrientes límpidas y frías. Aquella estación tuvo mucho apetito.


FIN
Загрузка...