Amor mío:
De acuerdo. Me faltan arrestos y voluntad para imponerte otro aplazamiento. Sea, pues, el día 15.
Creo te indiqué ya que paro en el Hotel Imperio, nada del otro jueves pero está limpio, cuidan la temperatura y el conserje, Marcelo, me llama por mi nombre, detalle de agradecer en una urbe donde el anonimato es la norma. Por añadidura, el precio es arreglado. Hasta la hora convenida permanecer‚ allí, haré que me suban los diarios de la mañana y así entretendré la espera. Si algo necesitaras, llámame por teléfono.
Trato de controlarme, de aparentar serenidad, amor mío, pero estoy lejos de sentirla. Este paso es tan definitivo que los nervios del plexo se contraen y a duras penas me dejan respirar. ¡Difíciles vísperas! Confío que no tomes a mal lo que voy a decirte. Desde chiquito dormí en una desproporcionada cama de hierro, la vieja cama de mis padres que nos llevamos del pueblo. Me hice así a la holgura, a los grandes espacios, a la libertad. Aquella libertad es hoy mi esclavitud; la cama es amplia pero fría, excesiva, mi más ferviente deseo es compartirla.
¿Qué sucederá dentro de tres días? ¡Tremenda incertidumbre! Hasta el día 15, querida, a las dos, en el Restaurante Milano, primer tramo de Ferraz subiendo desde plaza de España.
Te idolatra.
E.S.
20 de octubre
Muy señora mía:
Su carta de esta mañana no me ha sorprendido, más bien la esperaba después de nuestro desafortunado encuentro del pasado día 15. Tampoco me ha sorprendido su tono, ceremonioso y protocolario, aunque sí, lo confieso, los agravios gratuitos de su segunda mitad. Aquello, lo de Madrid, no discurrió por los cauces previstos; descarriló. ¿Cómo fue posible una frustración semejante? No lo sé, pero al decirnos adiós había entre nosotros mayor distancia que en el momento de saludarnos. Su actitud evasiva, reservada, se fue acentuando a medida que avanzaba el almuerzo. Pese a mis esfuerzos, usted rehuyó una y otra vez mis miradas y en el momento crucial en que, jugándome el todo por el todo, extendí disimuladamente el brazo sobre el mantel y traté de tomarle una mano, usted la retiró de golpe como si se le arrimara una víbora.
Pero todo esto sería pura anécdota, señora, si la conversación hubiera fluido entre nosotros. Desgraciadamente, tampoco fue así. Cada vez que lo intenté usted me respondió con un sofión o permaneció encastillada, como ausente. Empleando un símil impropio me fue imposible cuadrarla. Sus ojos vagaban inquietos por el comedor, entre las caricaturas de las paredes y los comensales que entraban o salían, fingiendo un interés que justificase su desvío. Yen las dos únicas ocasiones en que el ambiente se serenó, invitando a la confidencia, usted apeló al camarero por una fruslería impidiendo que el clima propicio se produjese.
Achaca usted en la suya el fracaso a la decepción física. ¿Por qué no? Nunca he sido un adonis y a lo largo de nuestra correspondencia no lo oculté, es más, creo recordar, que cada vez que me referí a mi físico lo hice con cierta severidad, no exenta de humor. Le hablé, me parece, de un hombre rechoncho con sobra de grasas pero con posibilidades de redención. Pero una cosa es imaginarlo y otra distinta comprobarlo, dirá usted. De acuerdo. Mas yo tengo entre ceja y ceja que usted entró ya en el restaurante decepcionada. La desdeñosa frialdad conque pronunció mi nombre al acercarse a la mesa en que me sentaba es ya un indicio. Otro, la manera de estrecharme la mano, tan displicente, remota e impersonal. ¿Era necesario más? En realidad, con un asomo de determinación, ahí debimos dar por concluido nuestro encuentro. Pero nos faltó valor, cosa explicable en cierto modo. Uno siempre se aferra a la esperanza, piensa que lo que juzga desapego bien pudiera ser pasajero azoramiento y que, a la postre, con un poco de paciencia, las cosas pueden tomar otro sesgo. Vanas ilusiones. Lo nuestro estaba sentenciado desde el principio; aunantes del principio su rechazo era evidente y, me temo, irreversible. Después, la distancia física que deliberadamente puso usted entre los dos en el taxi, su negativa a dar un paseo por el Retiro alegando dolor de cabeza, su determinación de regresar a Sevilla en el primer tren de la noche… ¿Para qué seguir?
No tengo derecho a lamentarme, señora. Cosas así suceden en el mundo cada día. Una comunicación epistolar asidua, afectuosa, de casi medio año, se rompe de improviso al establecer contacto. Normal. Pero hay algo que no lo es, que no es normal, quiero decir, y que me reconcome: el convencimiento de que hubiera sido lo mismo si en lugar de encontrarse conmigo se hubiera usted encontrado con el hombre más apuesto de la Tierra. En una palabra, lo nuestro por razones que no se me alcanzan, estaba muerto antes de nacer. ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Por qué? He aquí las interrogantes que me planteo y que me martirizan, aparte de que, si era así, si, infortunadamente, es así, ¿qué sentido tiene ensañarse ahora inelegantemente en la ruptura? ¿A santo de qué sus sarcasmos, su acre refinamiento? ¿No subyacerá en el fondo de todo, esto una conciencia culpable, la pretensión de justificarse ante sí misma? No doy la talla, ¿qué talla, física o moral? Soy un taponcito pretencioso; ¿de qué me he jactado yo, señora mía, qué pretensiones, fuera de hacerla mi esposa, he albergado a lo largo de nuestra correspondencia? Soy hipócrita y mendaz; ¿puede calificárseme con este rigor por el hecho de medir un metro cincuenta y ocho en lugar de uno sesenta o por la pueril estratagema de encaramarme a un ladrillo para retratarme y aparentar unos centímetros más de estatura? No mantengamos por más tiempo la ficción; olvidemos ambos nuestros sueños adolescentes y seamos francos por una vez, señora. ¿No debimos uno y otro empezar por ahí, por abrir de par en par nuestros corazones adultos y eludir actitudes improcedentes? Porque, sinceridad por sinceridad, señora, tampoco usted mide uno sesenta, ni, con todos los respetos, su aspecto es tan juvenil como proclamaba en La Correspondencia Sentimental. Más aún: su físico no guarda la menor relación con la deportiva señorita de la fotografía. Ignoro con qué fines, usted me envió la primera fotografía que encontró a mano de una atractiva señorita en bañador. Pero, con la mano en el corazón, ¿qué tiene que ver ese cuerpo armonioso, elástico, vital, de la foto, con la mujer madura, de antebrazos fláccidos, ojos enramados y cintura enteriza que se sentó frente a mí en la mesa del Milano? Entiéndame, señora, no formulo esta constatación por resentimiento, en tono de censura, pero si usted confiesa abiertamente, en una publicación, cincuenta y seis años, ¿por qué no asumirlos? Durante meses, embaucado por su fotografía, viví en la inopia, imaginando el milagro, pero cuando la otra tarde en Madrid observé atentamente su rostro y percibí, por debajo de afeites y cosméticos, las tenues, disimuladas, arrugas, las oscuras bolsas bajo los ojos azules, la traidora sotabarba, en una palabra, las patentes huellas dela edad, comprendí que tal milagro no existía, que usted era lo que tenia que ser, lo que yo era, lo que todos somos (a excepción de aquel prodigio insenescente que se llamó Rafaela) una vez que abocamos a la decadencia, a la decrepitud. ¿Voy a tacharla de embustera por eso?¿Voy a censurarle que sustituyera su verdadero retrato por el de una encandiladora señorita en bañador? Al contrario, comprobar su ingenua argucia me conmovió, despertó en mi una intensa ternura. No vi en su juego una falacia, sino al revés, un deseo de ser más para darme más, un anhelo de ser perfecta para ofrecerme la perfección. Y aquello, aunque otra cosa pueda pensar usted, me reenamoró, con un sentimiento más sosegado que el que desató en mí pecho la chiquilla del bikini, por supuesto, pero más puro, más respetuoso, más profundo también.
Esto es todo, señora. Entiendo que ésta es la única manera honesta de plantear nuestro fracaso: desde la sinceridad. Y tal vez desde esta base, con los pies en el suelo, cabría la posibilidad de reanudar nuestro epistolario a no ser que mi físico le cause a usted verdadera repulsión. Yo debo reconocer que me he acostumbrado a usted, que necesito de usted, de sus desplantes, sus ironías, sus lamentaciones y que prescindir de golpe de todo ello me supondría un hondo desgarramiento. Lo importante en la vida es disponer de un interlocutor. Se vive para contarlo, en función de un destinatario. ¿Qué hacer si éste, de pronto, desaparece? Recomencemos, pues, desde la realidad si le es servido. Yo, por mi parte, doy por no escritas las dos últimas cuartillas de su carta. No son de recibo.
Besa sus pies,
E. S.
20 de octubre
Señora:
Apenas mi carta en el buzón, recibo otra, inesperada, de Baldomero Cerviño, llena de circunloquios, medios términos y promesas de fidelidad, misiva que no podía tener otra procedencia. Su ambigüedad, la atildada caligrafía, la pulcra sinuosidad de sus argumentos llevan el sello inconfundible de Baldomero. No en balde Baldomero ha sido cocinero antes que fraile. Tras su lectura, se ha hecho la luz, se han definido los contornos de las cosas. ¿Cómo he estado tan ciego, Dios mío? De modo que usted y Baldomero, Baldomero y usted… ¿Es posible? ¿Desde cuándo? ¿Cómo iba a volar tan alto mi pobre imaginación? Ahora ya me salen las cuentas, todo está perfilado y en su sitio: la hepatitis, el tono de sus últimas, su comportamiento en Madrid… Las piezas del puzzle casan. Usted acudió a la cita con el propósito de informarme pero, en el último momento, le faltó valor. Lógico. La papeleta era tan abyecta e indecorosa que no se atrevió a presentarla. La carta de Baldomero, ahora, untuosa y precaria, viene a subsanar su omisión. Todo claro como la luz del día, señora, pero ¡tan nefando! ¿Por qué razón solicitó usted informes míos a Baldomero? ¿No los recibía usted directos, sinceros y puntuales? ¿Por qué Señor, la palabra de Baldomero (otro desconocido, al fin y al cabo, para usted) iba a ser más de fiar, de mejor condición que la mía? ¡Preguntas, preguntas, preguntas! Pero ¿para qué respuestas? Las cosas caen por su peso. Baldomero, como cada año por estas fechas, viajaba a Cádiz y se detuvo en Sevilla para entrevistarse con usted. Preferible hablar que escribir; la palabra no deja huella, se la lleva el viento. El informe escrito es más delicado y Baldomero no lo ignora. ¡Sólo Dios sabe qué le diría desde su pedestal! Pero, después de todo, ¿qué importancia tiene eso? Apenas se vieron se sintieron atraídos mutuamente. Cupido disparó sus dardos desde la Torre de la Giralda. ¡El flechazo de la tercera edad! Automáticamente, yo quedé pospuesto, dejé de existir para usted. ¿Cómo competir con el donaire, la galanura, la noble testa patricia de Baldomero? El atractivo físico de este hombre, incluso en su avanzada madurez, es, por lo visto, irresistible. A lo largo de treinta y cinco años nunca le vi perder una batalla en el terreno sentimental. ¿Cuál es su secreto? ¿Dónde radica la razón de su éxito? ¿Únicamente en su arrogancia. su apostura, su desenfado, su don de gentes? No lo crea usted. A las prendas físicas de Baldomero hay que añadir una diabólica facultad, adquirida, sin duda, a lo largo de los años que ejerció como censor: la de adueñarse de la mente ajena socavando previamente los resortes defensivos de su víctima. Porque Baldomero, señora, digámoslo de una vez, fue censor de oficio, profesional, de plantilla y esta tenebrosa actividad crea hábito; mediante el solape y la falacia nos ayuda a poseer otros cerebros, a suplantarlos, a pensar por ellos. Durante lustros fue éste un país de posesos y uno de los poseyentes más cualificados fue Baldomero. ¡Federico, su hijo de usted, saldrá ganando en el cambio! ¿Comprende ahora por qué le digo que no existe quien pueda sustraerse a sus artes embaucadoras? Su turno ha llegado, señora; usted es la nueva víctima, la última posesa. ¿Quién la exorcizará? Ante Baldomero en su podio, en su pedestal -¡San Baldomero el Estilita!- usted habrá de vivir de rodillas, en perpetua adoración. Y no piense que le hablo así por despecho. Si tiene la paciencia de repasar nuestra correspondencia hallará alusiones al especial carácter de mi amistad con Baldomero. ¿He dicho amistad? Admitámoslo, amistad, pero el señor y yo villano, él arriba y yo abajo. Esta especie de derecho de pernada que acaba de ejercitar ahora disipa la última duda que pudiera caber al respecto. En fin, señora, disculpe estas líneas desengañadas y que sean ustedes felices.
Atentamente,
E.S.