Segunda parte

Aceptar la apuesta

10

«No sabes dónde te has metido.»


En 1971, cuando Frank Rosenthal entró a trabajar en el Stardust, el hotel-casino estaba en venta. Dick Odessky, director de relaciones públicas del Stardust, manifiesta:

– Era propiedad de la Recrion Corporation, dueña también del Fremont, y los principales accionistas deseaban venderlo. Habían subido el precio de las acciones y todos pretendían deshacerse de ellas. La Security and Exchanges Comission, sin embargo, tenía sus recelos y les obligó a firmar un acuerdo según el cual no podían vender las acciones.

Aquello era como tener delante un inmenso filete y no poder catarlo. Quien hubiera intentado vender su parte habría tenido problemas con la justicia. De modo que la única solución que les quedaba a los accionistas para recuperar el dinero era vender la empresa como un todo.

Del Coleman -presidente de Recrion- representaba a los principales inversores, y se le presionó mucho para que liquidara y sacara tajada del negocio.

La presión no cedió ni siquiera cuando Al Sachs le relevó en el cargo de presidente. Y por la época apareció Allen Glick.


Allen Glick era más duro de lo que parecía. En 1974, cuando aquel personaje de treinta y un años, agente inmobiliario de San Diego, se convirtió de pronto en el número dos en la explotación de casinos de la historia de Las Vegas, la mayor parte de agentes reguladores del juego del estado y propietarios de casino no podían dar crédito a sus ojos. Hasta entonces, Glick había tenido un peso insignificante en la ciudad. Llevaba tan sólo un año en Las Vegas cuando, junto con tres socios, obtuvo un crédito de tres millones de dólares para construir un aparcamiento para caravanas en el solar donde se hallaba el casino-hotel Hacienda, que se había declarado en quiebra y estaba situado en la zona de renta limitada del extremo sur del Strip.

Tanto el aspecto como el estilo de Glick -era bajito, se estaba quedando calvo y tenía un semblante grave- chocaban con su tenacidad. Muy pocos sabían que aquel hombre juvenil, que se esforzaba por demostrar buen carácter y hablaba tan bajo que a veces apenas se le oía, había pasado dos años en un helicóptero Huey en Vietnam, donde había ganado una Estrella de bronce. Según Glick:

Vietnam me enseñó que la vida era corta. Recuerdo que escribí a mi cuñado diciéndole que no esperaba volver. Por ello, cuando se hizo realidad la vuelta, decidí que no iba a hacer lo que no me apeteciera. En primer lugar, no quería ejercer la abogacía. Había sacado la licenciatura de Derecho en la Universidad estatal de Ohio y la especialidad en la Case Western Reserve, pero tenía claro que no iba a meterme en el oficio. En segundo lugar, quería vivir en San Diego y no en Pittsburgh, donde había pasado mi infancia. Un amigo de mi hermana me consiguió un empleo como asesor legal en American Housing, los principales promotores de viviendas multifamiliares de San Diego, y Kathy, los niños y yo nos fuimos para allá. Allí empecé mi carrera en el campo inmobiliario.

En febrero de 1971, cuando llevaba aproximadamente un año en American Housing, me asocié con Denny Wittman, un tipo estupendo, para un negocio inmobiliario que englobaba una gran extensión de solares, y edificios comerciales.

En 1972 tuve mi primer contacto con Las Vegas. A Denny Wittman le habían hablado de unos terrenos de veinte hectáreas en la parte sur del Strip que podían convertirse en un excelente aparcamiento para caravanas. El único problema que presentaba la propiedad era el hotel Hacienda, en bancarrota, edificado allí, y su casino, sobre el que pesaban tres gravámenes de Hacienda. No sé cómo se me ocurrió, pero tuve la idea de que en vez de derribarlo y montar el aparcamiento tal vez podríamos conseguir dinero suficiente para resucitar el hotel y el casino. Ahora bien, Denny Wittman no quería invertir en un casino. Era una persona con creencias religiosas. Para él aquello constituía un problema y por tanto descartó la idea.

Por la época, yo disponía de veintiún mil dólares a mi nombre, pero con una serie de truquillos y la ayuda de Denny para exagerar el valor del capital de nuestra pequeña empresa podíamos hacernos con los tres millones de dólares del First American Bank de Tennessee, con el que habíamos trabajado anteriormente y en el que teníamos amigos.

Tenía que conseguir una licencia de la Comisión del Juego de Nevada como propietario de un casino en Las Vegas, y he aquí que a los veintinueve o treinta años me convertí en presidente de un casino de Las Vegas. De la noche a la mañana, todo el mundo en la ciudad me ofrecía negocios.

Al cabo de unos cinco meses, Chris Caramanis, que llevaba el servicio de chárters que utilizaba el hotel, comentó que el King's Castle del lago Tahoe se había declarado también en bancarrota y la caja de pensiones del Sindicato de Camioneros había ejecutado una hipoteca sobre él; sugirió que podíamos conseguir el dinero y encargarnos del King's Castle tal como habíamos hecho con el Hacienda.

Así fue como conocí a Al Baron, el gestor de los fondos de pensiones de la central del Sindicato de Camioneros. Chris me lo presentó. Yo tenía la idea de encontrarme con el banquero típico que se ocupa de los fondos de una caja de pensiones multimillonaria. En lugar de ello, se presentó ante mí un individuo rudo, de los que mascan puros, y me dijo:

– ¿Qué coño haces aquí?

Por aquellos días, Al estaba muy irritado porque se había ido al garete un trato que se había establecido para arrebatarle al fondo de pensiones del Sindicato la bancarrota del King's Castle.

Cuando le dijeron que yo había conseguido capital para comprar el Hacienda, preguntó:

– ¿Tienes líquido?

– No, pero puedo conseguir un préstamo -respondí.

Baron tenía tantas ganas de borrar de la contabilidad del fondo de pensiones la bancarrota del King's Castle que dijo que al cabo de quince días volvería a Las Vegas y yo podría presentarle una propuesta.

Cuando volvió, se la presenté y él se enojó muchísimo.

– No tengo tiempo para leerlo -dijo.

Todo lo que quería de mí era que consiguiera el dinero de la hipoteca y que la caja de pensiones del Sindicato quedara fuera de la historia.

En fin, el trato no se materializó, pero poco después me vi envuelto en la urbanización de un gran complejo de oficinas gubernamentales en Austin, Texas, en el que iban a instalarse despachos de Hacienda, oficinas del Congreso y distintos organismos. Se trataba de un negocio de tal envergadura que no podíamos financiarlo con los típicos préstamos bancarios, y entonces pensé, «Voy a llamar a Al Baron». Le llamé tres veces, le dejé mensajes y él no se puso en contacto conmigo. Después, pasados cuatro días, su secretaria me dijo que no volviera a molestarle llamándolo de nuevo.

Le dije que vale, pero que quería informarle de que el Gobierno se había puesto en contacto conmigo y tenía que hablar con él. Me llamó al cabo de tres segundos. Cuando le conté que el Gobierno me había propuesto la edificación de un inmenso complejo gubernamental se puso a insultarme a diestro y siniestro. Utilizaba las palabras e imágenes más groseras que uno pudiera imaginarse.

Pero entre tanto juramento tal vez logré colar que se trataba de un proyecto del Gobierno federal y una oportunidad inmejorable, pues finalmente dijo:

– Vale, hijo de la gran puta, preséntame el jodido montante del préstamo.

A Baron y a los del Sindicato les encantó aquel proyecto para el Gobierno que yo les presenté, porque era algo totalmente legal y al mismo tiempo Denny Wittman, nuestros socios de Austin y yo hicimos todo el trabajo, mientras el Sindicato era el dueño del proyecto.

Más tarde apareció el negocio de Recrion. Yo había oído decir que el Recrion estaba en venta y que Morris Shenker, el propietario del Dunes, estaba en negociaciones para comprar la empresa a Del Coleman. Resultó que Shenker ofrecía tan sólo a Coleman participaciones de cuarenta y dos dólares. Mis contables examinaron las cifras y se dieron cuenta de que se podía pedir el préstamo que fuera para comprar el Stardust y el Freemont y seguir disponiendo de efectivo para cubrir los costes.

Era el negocio de toda una vida. Llamé inmediatamente a Del Coleman en Nueva York para organizar una reunión. Cogí un vuelo nocturno y lo primero que hice aquel viernes por la mañana al llegar fue presentarme en su casa, en la calle Setenta y siete Este. Del Coleman era un hombre de un gusto exquisito y creo que por aquella época estaba casado o comprometido con una modelo famosa.

Le dije que quería comprar toda su participación en la empresa. Le conté que era el propietario del hotel y el casino Hacienda y que mi empresa me apoyaba en una oferta que yo sabía que por lo menos era dos dólares superior por participación que la que le había ofrecido Shenker. Añadí que necesitaba un poco de tiempo para conseguir el dinero pero que estaba seguro de poder conseguirlo.

Coleman dijo de entrada que estaba en negociaciones con Morris Shenker. Es más, que los abogados estaban redactando los documentos en aquel preciso instante, algo que yo ignoraba. Me dijo que si yo podía poner en sus manos el dinero él se vería obligado a comunicarlo a los accionistas, lo cual significaría que podía encontrarme en la posición adecuada para la oferta pública.

Dijo que si yo iba en serio disponía de tiempo hasta el lunes a las doce del mediodía para entregarle dos millones de dólares en un pago en efectivo no reembolsable, y que él me concedería ciento veinte días para conseguir el resto. Me mostré de acuerdo con el trato pero tragué saliva. Tenía que entregar dos millones de dólares en efectivo a Coleman el lunes al mediodía, y aun en el caso de poder reunir tal suma, era viernes por la tarde y los bancos cerraban durante todo el fin de semana. Llamé a Denny Wittman. Le dije que necesitaba un préstamo de dos millones de dólares. Él sabía lo que significaba aquello y me planteó que dispusiera de dos certificados de depósito de quinientos mil dólares que tenía nuestra empresa en el First National Bank de Nashville, Tennessee. Luego añadió que podía conseguir una póliza de crédito de un millón de dólares del mismo banco, con el que teníamos excelentes relaciones.

Telefoneé a Steven Neely, el presidente del banco, y le dije lo que necesitaba.

– Está loco -me contestó.

Le repliqué que era el negocio de toda una vida.

– Si me está hablando en serio, tendrá que venir aquí esta misma noche.

Colgué, llamé a la compañía aérea y descubrí que ya no había ningún vuelo que me acercara a Nashville para poder llegar a tiempo.

Cogí un autobús para el aeropuerto de Teterboro, en Nueva Jersey, y allí alquilé los servicios de un Learjet para llegar a destino. No llevaba dinero, pero les presenté la tarjeta de crédito y afortunadamente disponía de crédito suficiente para pagar el viaje.

Cuando aterricé en Nashville y Neely me vio salir del Lear me preguntó de dónde había sacado el avión; respondí que me lo había prestado un amigo. No me interesaba decir que había utilizado la tarjeta de crédito. Nos fuimos a su casa y estuvimos toda la noche trabajando, calculando las participaciones y garantías de la póliza de crédito.

Al día siguiente, llegó Whitman en avión. Presentó las garantías que yo necesitaba, el banco me concedió el crédito y todo quedó listo el domingo por la mañana. Volví en avión a Nueva York.

Llamé a Coleman desde el aeropuerto:

– Ya tengo su dinero, Del, y no me apetece esperar hasta el lunes por la mañana.

– ¿Tiene dos millones de dólares? -preguntó.

– En el portafolios -respondí.

Me acerqué a su casa, rellenamos los papeles y Coleman dijo que el lunes por la mañana notificaría la operación a la Comisión de Seguridad e Intercambio y paralizaría la operación del Recrion.

Volví a San Diego en avión el lunes de madrugada y me dispuse a confeccionar listas con posibles inversores. Llamé a Al Baron, pues el fondo de pensiones llevaba las hipotecas del Stardust y el Fremont, aparte de que sabía que les había complacido la operación de urbanización para el Gobierno que les había puesto en la mano. Se me ocurrió que podían estar interesados en el negocio.

Cuando conté a Al Baron lo que había hecho y que me disponía a licitar las acciones del Recrion, saltó:

– Escúchame bien, voy a darte el mejor consejo que has recibido en tu vida: olvida este negocio. Anula el trato. No sabes lo que haces. No sabes dónde te has metido.

Dijo que él no se metía ni loco en aquel embrollo. Visto con perspectiva, me doy cuenta de que me previno con todos los medios a su alcance.

Puesto que la caja de pensiones del Sindicato no se prestó a mis propósitos, intenté que otras personas del campo de la inversión me consiguieran fuentes de financiación diferentes. Uno de mis contactos en Los Ángeles me proporcionó a un tal J. R. Simplot, un inversor de Idaho interesado en la operación. Fui a verle. Se mostró muy contemporizador. Llevaba un traje de doscientos dólares. Dijo tener participaciones en hoteles y estar dispuesto a avanzarme el dinero, con la condición de acceder al cincuenta y uno por ciento de la propiedad.

No tenía la menor idea de quién era aquel individuo. Al volver al despacho llamé a Kenny Solomon del Valley Bank y le dije que me investigara a un tal Simplot. Respondió que no hacía falta investigar, que el señor Simplot podía entregarme 62,7 millones de dólares con sólo rellenar un cheque de su cuenta personal. Simplot era el productor de patatas más importante de los Estados Unidos, y tal vez McDonald's no freía una sola patata que no procediera de sus explotaciones.

De todas formas, a mí no me interesaba ceder el control de la empresa. Así pues, volví a llamar a Al Baron para decirle que a la mañana siguiente se iba a enterar de que me había convertido en socio de J. R. Simplot, de que íbamos a comprar las acciones del Recrion y a apoderarnos de la parte que tenía el Sindicato en el Stardust y el Fremont.

– No hagas ningún movimiento hasta que te llame.

Me llamó de nuevo diciéndome:

– Ven a Chicago a una reunión.

– ¿Por qué? -pregunté-. ¿Vas a concederme el préstamo?

Dijo que aún no lo sabía.

Al día siguiente cogí el avión hacia Chicago, me fui a la oficina de la caja de pensiones y allí encontré a Al Baron.

– Ahora que te has metido en el juego, tendrás que utilizar el bate.

Luego me explicó cómo funcionaba aquello.

Me dijo que tenía que conocer a un administrador de fondos de inversiones, pues sólo ellos pueden formular propuestas de préstamo. Por lo visto, dichos administradores entregaban las propuestas al gestor de bienes para las diligencias requeridas; seguidamente, las peticiones pasaban a una comisión ejecutiva, que podía o no darles el visto bueno, y luego todo el consejo de dirección tenía que votarlas.

Luego, Baron me llevó a dar una vuelta por el edificio y me presentó a Frank Ranney, quien acababa de comer con Frank Balistrieri. Baron me contó que Ranney era el síndico del fondo de pensiones del Sindicato de Milwaukee, uno de los tres miembros de la comisión ejecutiva que supervisaba todos los créditos que se concedían al oeste del Mississippi, lo que incluía también a Las Vegas.

Baron me dijo que Balistrieri podía ser mi enlace con Frank Ranney. Balistrieri era un hombre muy apuesto y discreto. Me dijo que estaría encantado de echarme un cable y que la próxima vez que fuera a Las Vegas nos reuniríamos.

Volví a ver a Balistrieri cuando apareció en el Hacienda. Hablamos del crédito y del montante de la solicitud y me dijo que me ayudaría. Me dijo que en cuanto hubiera presentado la petición en Chicago me acercara a Milwaukee donde conocería a sus hijos. No sabía exactamente cómo o de qué forma encajaba Balistrieri en todo aquello, pero las cosas que no quería plantearme no me las planteaba, y Baron había precisado que Balistrieri era mi contacto clave con Frank Ranney, el síndico y miembro de la comisión ejecutiva encargada de mi crédito.

Una vez presentados los papeles, me fui a Milwaukee, donde conocí a sus dos hijos, John y Joseph. Ambos eran abogados. Balistrieri dijo que le complacería que sus hijos entraran como fuera en el negocio. Puntualizó que Joseph había colaborado con él en la gestión de unos cuantos cafés teatro, que era experto en el tema del espectáculo y podía encargarse de este apartado en el Stardust. No quise comprometerme. Repetí que podíamos discutirlo en cuanto se hubiera cerrado el trato.

Al llegar a casa, llamé a Jerry Soloway. Trabajaba como abogado con Jenner y Block, un bufete con el que yo había tenido tratos. Le pedí que me investigara a un tal Frank Balistrieri. Le conté lo que yo sabía y colgué. Tenía que acudir al despacho del Control del Juego. Shanon Bybee, uno de los de la junta, había dejado caer que tenía una «sensación extraña» en cuanto a mi compra de una de las principales empresas del Estado, teniendo en cuenta que no llevaba allí más de un año, y me preguntó si sería tan amable de pasar la prueba del detector de mentiras. Mi abogado repuso que era algo injustificado e innecesario; Bybee estuvo de acuerdo con él, pero añadió que dormiría más tranquilo sabiendo que yo estaba limpio. Yo era consciente de que lo estaba y acabé aceptando aquella prueba de dos horas que se utiliza en casos de crimen capital, y para mí fue coser y cantar. El resultado convenció a Bybee y me concedió la licencia imprescindible para efectuar la compra.

Dos días después de pasar por la máquina de la verdad recibí una llamada urgente de Jerry Soloway. Parecía estar histérico. Me hizo repetir el nombre de Frank Balistrieri. Le confirmé que aquel era el nombre. «¿Qué haces con él?» exclamó.

Le conté que había cenado con él. Que me había venido a ver al Hacienda. Que había estado en unos cuantos restaurantes con él. Que había ido a su casa, conocido a sus hijos, que había acudido al bufete de ellos.

Soloway salió de sus casillas. Dijo que nadie tenía que verme con Balistrieri. Dijo que el FBI lo tenía fichado como el jefe de la mafia de Milwaukee. Que si alguien me veía hablando con un personaje tan importante en el mundo del hampa mi licencia de juego corría peligro.

Respondí a Jerry que allí tenía que haber algún error. Yo había conocido a Balistrieri en las oficinas de la caja de pensiones del Sindicato. Precisamente él venía de comer con Frank Ranney, uno de los síndicos.

Dijo que le daba igual donde hubiera conocido a Balistrieri, que aquel hombre era el jefe del hampa de Milwaukee.

Aquella noche apenas pude conciliar el sueño. No podía quitarme de la cabeza qué habría ocurrido de haber hablado con Jerry antes de pasar la prueba del detector de mentiras. Luego recordé que había estado hablando con Balistrieri por teléfono casi todos los días, comentando el curso del crédito. Me habían visto con él también por todas partes.

Por otro lado, poco podía hacer ya. ¿Qué iba a decirle, ya sé que eres el jefe de la mafia de Milwaukee, o sea que no me ayudes a conseguir el crédito? Sentía una inmensa desconfianza, pero tenía la sensación de poderlo controlar todo.

La siguiente vez que contactó conmigo por teléfono, noté que se sentía feliz. Dijo que había conseguido la aprobación de la comisión ejecutiva para el crédito de compra fijado en 62,7 millones de dólares, pero que Ranney le había comentado que existía discusión en cuanto a la segunda parte del préstamo de 65 millones de dólares. Bill Presser, el síndico de Cleveland, se oponía a la segunda parte. Nosotros necesitábamos la suma adicional para restaurar y ampliar el Stardust.

Balistrieri dijo que quería reunirse conmigo en Chicago para tratar del tema de la segunda parte del crédito. Me aterrorizaba pensar que pudieran verme con él. Pero quería que la solicitud siguiera su camino. Me citó en el hotel Hyatt, cerca del aeropuerto O'Hare. Allí acudí. Entré en su habitación y me dijo que la comisión ejecutiva estaba estudiando la segunda parte del crédito: el primer plazo de veinte millones de dólares para empezar la renovación. El resto se concedería un poco más tarde, y habría que utilizarlo para ampliar el Stardust y construir una lujosa torre para los huéspedes. Todo aquello se había estudiado minuciosamente y se había llegado a un acuerdo, pues la propiedad necesitaba unas obras importantes para poder competir en el mercado.

Según él, Bill Presser seguía oponiéndose a ello, y quedaban tan sólo dos semanas para la aprobación de todo el montante. Ahora me doy cuenta de que él estaba presionando.

Luego me recordó que le había prometido que sus hijos tendrían cargos en la nueva empresa, a lo que respondí que todo se solucionaría en cuanto hubiéramos conseguido el crédito. Balistrieri me planteó entonces ir con él a Milwaukee a ver a sus hijos.

Me mostré de acuerdo. Al día siguiente nos encontramos en el bufete de sus hijos y Balistrieri dijo que le gustaría formalizar algo. Abandonó la sala, y sus hijos, Joe y John hablaron de un acuerdo, mejor dicho, de una opción de acuerdo, según la cual, por veinticinco o treinta mil dólares, no recuerdo la cantidad exacta, ellos tendrían derecho a comprar el cincuenta por ciento de la nueva empresa en caso de que yo decidiera en algún momento vender.

– Sin eso -dijo uno de los abogados- se rechazará la operación.

Planteé si podíamos discutirlo más tarde, después de cerrarse el trato.

Respondieron que no.

Yo había declarado ya bajo juramento al Departamento de Control del Juego que no tenía ningún socio. Sabía que los Balistrieri jamás conseguirían la licencia.

Les dije que lo haría con mucho gusto, pero que había firmado ante el Estado que no disponía de socios. Sugirieron que fechara con posterioridad la opción.

Les pregunté si consideraban que podían conseguir la licencia y ambos respondieron que aquello no representaba ningún problema para ellos. Tenía la impresión de que aquella gente vivía en un mundo de fantasía. Parecía que no sabían quiénes eran ni qué lastre llevaban. O tal vez sabían que yo estaba al corriente de todo y estaban montando un espectáculo absurdo. Me sentía como Alicia en el país de las maravillas.

Les dije que firmaría con la condición de que me prometieran que no utilizarían la opción. Estuvieron de acuerdo.

Aquella noche cambié de opinión. Llamé a Joe y le dije que no podía aceptar la opción de acuerdo. Que si el Departamento de Control lo descubría, ponía en peligro toda la operación. Lo perdía todo.

Añadí que si el trato dependía de la opción, sintiéndolo mucho, tendría que retirarme del trato. Dije que respetaba a su padre y le agradecía lo que había hecho por mí, pero que no me podía jugar todo lo que tenía, incluyendo el Hacienda. También le dije que podían seguir como abogados míos -finalmente quedaron como asesores cobrando cinco mil dólares al año-, pero que la opción podía destruirlo todo.

Al cabo de unos minutos me llamó él.

– Va a llamarte mi padre y te dirá que es el «tío John» -me dijo-. Quiere hablar contigo.

¡El tío John! Nunca había utilizado conmigo un nombre en clave. ¿Por qué lo hacía? No tenía ni idea y tampoco podía mostrarme sorprendido, pues no quería que supieran que yo estaba al corriente de quienes eran ellos.

Llamó Balistrieri, se identificó como el tío John, y me dijo:

– No puedes echarte atrás.

– Por supuesto, tal como están las cosas -respondí.

– ¿Estás seguro de ello? -preguntó.

– Sí, y tendré que atenerme a las consecuencias.

– Me decepcionas -dijo Balistrieri. Lo noté triste.

Poco después llamó su hijo diciendo que iban a destruir los papeles de la opción y que ya estudiaríamos algo en cuanto se hubiera cerrado el trato.

Le dije que no los rompiera, que me los mandara a mí. Yo ya había destruido mi copia y no quería que circulara otra, que por casualidad podía ir a parar al Departamento de Control.

– ¿No confías en mí? -dijo Joe, muy resentido.

Le dije que no era una cuestión de confianza. Que se trataba de un negocio. Respondió que iba a mandarme la copia pero evidentemente nunca llegó a mis manos.

Al cabo de una semana, aproximadamente, se discutió el crédito. Obtuve la aprobación de toda la junta. En definitiva, la discusión sobre mi crédito no duró más de dos minutos. Al final, Bill Presser, el jefe de la caja de pensiones del Sindicato de Chicago, quien se había mostrado el más reacio de todos los síndicos, concluyó: «¡Suerte!», y eso fue todo.

Había conseguido los 62,7 millones de dólares del crédito del Sindicato en sesenta y siete días.


El veinticinco de agosto de 1974, más del ochenta por ciento de los accionistas del Recrion ofertaron sus acciones a Argent, la empresa de Allen Glick. El nombre de dicha empresa correspondía las siglas de Allen R. Glick Enterprises y, evidentemente, significaba «dinero» en francés, lengua que no dominaba ninguno de los que tenían relación con el negocio. El mismo Glick recuerda:

Joe Balistrieri me llamó y dijo que su padre venía a Chicago e iba a organizar una cena de celebración.

Respondí que no me parecía una buena idea, pero Joe insistió diciendo: «No puedes decirle que no a mi padre».

No quería que nadie me viera con él ni siquiera en un restaurante de las afueras de la ciudad, pero acabamos en el Pump Room del hotel Ambassador de Chicago. Él era muy conocido allí. Camareros, chefs, todos vinieron a saludarle. Pidió Dom Pérignon. Durante toda la cena no dejé de pensar que si aquella noche el FBI nos seguía ya podía despedirme de mi vida en Las Vegas.

Hacia el final del banquete me dijo que si tenía alguna pregunta con respecto al crédito -en concreto sobre los sesenta y cinco millones de dólares adicionales para renovación y ampliación- tenía que planteársela a él y solamente a él. Que no intentara comentar nada de lo que habíamos hecho con otros administradores o dirigentes de los sindicatos. Afirmó que él y yo habíamos establecido un modelo próspero y que éste era el que tenía que prevalecer.

Luego, cuando ya nos íbamos, Frank me dijo:

– Tendrás que hacerme un favor, Allen. Es sobre un tipo que vive en Las Vegas y ahora trabaja para ti. Estaría bien que le dieras más importancia. Él puede ayudarte.

– ¿Quién? -dije.

– Ahora no te lo puedo decir -respondió.

Y así terminó la velada.

Al cabo de una semana recibí una llamada del tío John. Dijo que quería presentarme a la persona de quien me había hablado. Yo me hallaba en La Jolla y Balistrieri me dijo:

– Irá a verte ahí. Tienes que ascenderlo. Y ofrecerle más dinero, ¿vale?

– ¿Quién es? -pregunté.

– Se llama Frank Rosenthal -dijo-. Si no te cae bien, me llamas y yo lo solucionaré.

Dijo que determinadas personas de la junta verían con mejores ojos la concesión del resto del crédito si decidía promocionar a Rosenthal. Al mostrarme algo indeciso, noté cómo le cambiaba el tono de voz. Parecía molesto. En cuanto le dije que estaba de acuerdo con ello respondió que intentara recibir a Rosenthal en cuanto me fuera posible.

Inmediatamente después de colgar el teléfono llamé a Rosenthal. Me dijo que había estado esperando mi llamada.

Rosenthal acudió a La Tolla, a mi casa. Me dijo que Al Sachs era un inútil. Consideraba que la empresa prometía mucho. Era alguien excelente. Además, muy inteligente. Puede ser el diablo -personalmente eso opino de él- pero es muy inteligente.

Le dije que estaba al corriente de sus dotes en cuanto al juego y que me interesaba nombrarlo ayudante o asesor mío. Al principio se mostró muy acomodaticio. Dijo que comprendía el caso, que haría lo que yo dijera, que me agradecía la promoción y que pondría todo su esmero en el cargo.

Me pidió constancia del ascenso por medio de un contrato y también un aumento de sueldo. Le ofrecí el contrato y el aumento.

Al día siguiente hablé con el presidente de la Comisión del Juego. Me enteré de que Rosenthal era un genio con los números, un maestro con los pronósticos. Conocía todos los juegos del casino. Me enteré también de que probablemente nunca conseguiría la licencia.


Frank Rosenthal volvió a Las Vegas con una nueva categoría laboral y un aumento de entre 75.000 y 150.000 dólares al año. Empezó inmediatamente a organizar cambios en las actividades del casino. Según Glick:

Prácticamente todos los cargos lo consideraban la persona de autoridad. Se suponía que todo debía aclararlo conmigo, pero nunca lo hizo. Al principio, cuando lo interrogaba sobre todos estos detalles, no se mostraba descortés. Pero día a día iba usurpando más poder. Oí comentar que cuando entraba en el casino, los croupiers se ponían firmes. Era capaz de despedir a uno si no lo veía con los brazos cruzados ante él, incluso en una mesa vacía. Contrataba a quien le parecía. Cambió determinados proveedores. Sin comentármelo, contrató a otra empresa de alquiler de coches, cambió la de la publicidad e intentó introducir su propia agencia de espectáculos en el Lido Show.

Cuando llegaban a mis oídos este tipo de cosas a veces las detenía y otras las anulaba, a pesar de que resultaba complicado preverlas. Yo podía estar desenmarañando algo que había montado él y tenerlo ya en la cocina diciendo a los chefs cómo había que hacer la comida.

Me desplazaba desde mi casa en San Diego a Las Vegas y cada vez que llegaba a la ciudad tenía que oír las historias de todo lo que había hecho él en mi ausencia. Durante unos días acabamos a pelea diaria. Lo vi actuar. Era de aquéllos que se ponen el cigarrillo en los labios y esperan que se lo enciendas. Se mostraba muy altivo con la gente. No utilizaba palabrotas. Nunca levantaba la voz. Pero cualquiera hubiera preferido un buen puñetazo en la boca a una perorata de las suyas.

Se montó un despacho que hubiera causado la envidia de Mussolini. Tenía cuatro veces más espacio que cualquier otro del negocio. No le gustaron los paneles de madera que había encargado y mandó que se los quitaran y le pusieran otros nuevos. Lo único que contaba era su ego. No tenía bastante con ser el jefe entre bastidores; todo el mundo tenía que enterarse de que lo era.

Por fin, en octubre de 1974, le convoqué. Yo acababa de llegar de California. Era un lunes. Me volví a enterar de una serie de cosas que habían sucedido en los casinos durante el fin de semana y pensé que había llegado el momento de hacerle cambiar de actitud.

Me reuní con él en la cafetería del Stardust, que se llamaba Palm Room.

– Vamos al fondo del bar -dije-. Tengo que explicarte algunas cosas.

Le repetí lo que ya le había dicho en distintas ocasiones: que tenía que controlar un poco su actividad y que se suponía que su trabajo tenía que ceñirse al modelo que yo le había marcado en nuestra reunión de septiembre en California.

Le dije que me había mentido en repetidas ocasiones, que andaba con evasivas, que incluso me había enterado de que había ordenado a mi secretaria que le contara mis movimientos diarios, que lo pusiera al corriente sobre dónde iba yo y qué pensaba hacer. Le dije que aquello me parecía intolerable.

Puso aire de sorpresa. Me preguntó si aquello se lo había dicho mi secretaria. Respondí que sí. Y en lugar de disculparse por espiarme, dijo que iba a despedirla.

Fue entonces cuando me di cuenta de que no estaba tratando con una persona normal. Nos hallábamos al fondo de la cafetería. Un lugar apartado. Dudó un segundo y luego se levantó y se alejó de la mesa. Volvió al cabo de poco. Noté que su presión sanguínea se disparaba.

– Creo que ha llegado el momento de hablar, Glick -dijo; me llamó por el apellido. Siempre me había llamado Allen. Pero esta vez lo hizo por el apellido como preparando la escena.

– Ha llegado el momento de ponerte al corriente de lo que pasa aquí, de dónde vengo yo y de cuál es tu lugar -dijo-. No me colocaron en este cargo para que te aprovecharas tú sino para que se aprovecharan otros, y tengo órdenes de no aguantar la menor estupidez tuya, aparte de que no tengo por qué escuchar lo que me digas, ya que no eres mi jefe.

Empecé a discutirle todo aquello pero dijo:

– Voy a cortarte de entrada. Cuando te digo que no tienes alternativa, no estoy hablando a nivel administrativo, estoy hablando incluso de la salud. Si te entrometes en cualquier actividad del casino o intentas poner obstáculos a lo que quiera hacer yo, ten por seguro que no te despedirás de la empresa con vida.

Me sentía como si acabara de llegar de otro planeta. Yo era un hombre de negocios, todo lo había llevado con un estilo metódico, y aquello era una subcultura completamente distinta. No sabía cómo tomármelo. Respecto a la conversación que había tenido con Jerry Soloway sobre el tema de Frank Balistrieri, me di cuenta de que me había metido en una trampa.

Le dije que deseaba verlo fuera del hotel. Él respondió:

– He oído lo que me dices, pero será mejor que me escuches atentamente de nuevo. Cuando he dicho que no te despedirías vivo de la empresa, me refería a que las personas a quienes represento tienen poder para eso y para mucho más. Te aconsejo que no lo tomes a la ligera. Eres una persona inteligente, pero no me pongas a prueba.

Conseguí recuperarme pero me encontraba en una especie de estado de shock. Llamé a Frank Balistrieri y le dije:

– Me has metido en algo que yo no había previsto, pues de haberlo sabido no lo habría aceptado. Tenía la impresión de que la inclusión de tus hijos como asesores de la empresa se había hecho de una forma cabal, no veo ningún problema al respecto, pero sí lo veo con lo que te voy a contar.

Le expliqué la conversación que había tenido con Rosenthal y él se mostró muy conciliador. Dijo que me apoyaría. Pero que recordara que con el único que debía tocar el tema era con él. Con Frank Balistrieri. Si hablaba con alguien más, lo haría sin tomar en consideración sus deseos. Era muy tajante. No seguí con el tema.

Al cabo de unos días me llamó Balistrieri. Me explicó por teléfono que se hacía cargo de la situación pero que de momento no podía hacer nada al respecto y que yo debía seguir prestando atención a los consejos del señor Rosenthal y mantenerlo en el cargo.

Le discutí lo que me había mencionado Rosenthal sobre el hecho de ser «socios», y añadí que había comprado la empresa con mis propios esfuerzos, reconociendo, eso sí, que él me había ayudado a conseguir el crédito, pero que allí no había socios.

– Pero lo que te ha dicho el señor Rosenthal es correcto -respondió Balistrieri.


Durante unos meses, Glick estuvo al quite con Rosenthal. Tenía miedo de enfrentarse a él e intentó limitar sus actividades. Lo excluyó de las reuniones. Intentó mantenerlo alejado del círculo del poder. Anuló las órdenes dadas por él. Rechazó sus sugerencias. Y por fin, una noche de marzo de 1975, se hizo realidad la peor pesadilla de Allen Glick. Estaba cenando en el restaurante Palace Court del Stardust cuando llamó Rosenthal. Glick explica:

Dijo que era un asunto urgente. Tenía que reunirme con él. Le pregunté qué clase de urgencia. Dijo que no podía contármelo por teléfono. Que tenía que ir a verlo. Respondí que no era el momento adecuado. Que podíamos tratar de lo que fuera por la mañana.

– Es una urgencia y no tienes otra alternativa.

– De acuerdo, ¿dónde estás?

– En Kansas City -respondió.

Pensé que aquello era ridículo. Le dije que no podía llegar allí antes de las tres o cuatro de la madrugada.

– Si no vienes voluntariamente, tendremos que ir a por ti -dijo.

Dijo también que me esperaría en el aeropuerto. Por aquella época, la empresa disponía de un par de Lears, y entre las dos y media y las tres de la madrugada aterricé en Kansas City.

Rosenthal me esperaba en el aeropuerto con un coche, y me presentó al conductor, Carl DeLuna, un hombre de lo más rudo y vulgar. Rosenthal le llamaba por su apodo: El Broncas.

Cogimos inmediatamente la tortuosa ruta hacia donde fuéramos; me di cuenta de que pasábamos una y otra vez por los mismos lugares. El viaje duró unos veinte minutos. Vueltas y más vueltas y nadie abrió la boca. Por fin llegamos a un hotel. Subimos al segundo piso. Una suite con una puerta de conexión entreabierta que daba a la habitación contigua.

La suite estaba bastante oscura. Al entrar, me presentaron a un hombre mayor de pelo blanco llamado Nick Civella. No tenía la menor idea de quién era Nick Civella. Resultó ser el jefe de la mafia de Kansas City. Le ofrecí la mano y me dijo:

– No quiero estrecharte la mano.

Al fondo había una silla y una mesa con una lámpara encima. Me dijo que me sentara. Vi que Rosenthal abandonaba la habitación. Me quedé solo con DeLuna y Civella, aunque oía que entraba y salía gente por la puerta de conexión; yo estaba de espaldas.

Civella me dijo todo lo que puede decirse a una persona en el mundo y luego añadió:

– Tú no me conoces, pero por mí jamás saldrías vivo de aquí. Ahora bien, teniendo en cuenta las circunstancias, si escuchas atentamente, tal vez lo consigas.

Cuando me quejé de que la luz me molestaba a los ojos, dijo que tal vez podía solucionármelo arrancándomelos. Luego prosiguió.

– Has faltado al acuerdo. Nos debes 1,2 millones de dólares y ahora vas a permitir a El Zurdo que haga lo que quiera.

Yo estaba totalmente desconcertado. Dije que no sabía a qué se refería. Y era cierto.

Me miró y, dejando un revólver sobre la mesa, dijo:

– O empiezas a contarme la verdad ahora mismo o no sales con vida de esta habitación.

Me preguntó sobre el acuerdo que tenía con Balistrieri y cuando respondí que no tenía ningún acuerdo con Balistrieri, exclamó:

– ¿Qué?

Parecía sorprendido. Dijo que quería enterarse del acuerdo que le habían contado que yo tenía con Balistrieri.

Le dije que el único acuerdo que tenía con Balistrieri era el de contratar a sus hijos, y también le hablé de la opción, explicándole, de todas formas, que la opción no tenía efecto, pues íbamos a estudiar algo ahora que se había conseguido el crédito.

Más tarde descubrí que Civella no estaba al corriente de mis tratos con Balistrieri: la contratación de sus hijos y su opción del cincuenta por ciento. Creía que Balistrieri se había quedado con una comisión en efectivo de 1,2 millones de dólares por haberme conseguido el crédito. Como quiera que Civella consideraba que él también me había ayudado en dicho crédito por medio de su síndico -Roy Williams, el jefe del fondo de pensiones de Kansas City y próximo presidente de todo el Sindicato- pensaba que a él también le correspondía la misma comisión.

Balistrieri me había dicho que no hablara jamás con nadie sobre nuestro acuerdo, pero vi que en aquellas circunstancias no tenía otra opción. Empecé a comprender asimismo por qué Balistrieri insistía en que no hablara con nadie sobre ello.

Civella era un tipo duro pero un hombre listo. Cuando me formulaba las preguntas me daba cuenta de que iba atando cabos. De pronto, alguna campana le sonó y se puso de pie. Dijo que seguía teniendo un compromiso con él y que exigía que le pagara el dinero.

Cuando le respondí que no veía cómo la empresa podía pagarle aquella suma dijo:

– Que se ocupe de ello El Zurdo.

Añadió que como yo no le caía bien, se ocuparía personalmente de que no consiguiera los préstamos adicionales del fondo para la renovación y la ampliación.

– Sacadlo de aquí -dijo finalmente y ordenó a De Luna que nos llevara El Zurdo y a mí al aeropuerto y «se fuera inmediatamente a Milwaukee, sacara de la cama aquel maniquí hijoputa y se lo llevara a él».

En aquella ocasión, en cinco minutos llegamos al aeropuerto, y DeLuna estuvo todo el tiempo refunfuñando sobre lo de conducir hasta Milwaukee a recoger a Balistrieri, como si se tratara de un saco de ropa sucia.

A la mañana siguiente, cuando vi a Rosenthal le dije que no podía aceptar las condiciones de Civella en cuanto al dinero y los socios y Rosenthal me respondió que yo ya no tenía autoridad alguna. Dijo que yo ya no disponía sobre mi destino.

Cuando conté a Balistrieri mi encuentro con Civella y le informé de que me había amenazado con negarme los préstamos adicionales, me respondió que ya no podía hacer nada para ayudarme. Dijo que le habían quitado de las manos todas las cuestiones de la caja de pensiones.

11

«¿Sabes quién soy? En esta ciudad mando yo.»


Cuando Tony Spilotro en 1971 llegó a la ciudad, Las Vegas era una ciudad relativamente tranquila. Los jefes habían reunido tanto dinero con sus propios negocios ilegales, como las apuestas fuera de la ley, los préstamos con usura y los chanchullos en los casinos que la propia mafia se había puesto de acuerdo para mantener la ciudad limpia, segura y tranquila. Las reglas eran simples. Había que solucionar pacíficamente las peleas. No podían producirse tiroteos ni explosiones de coches en la ciudad. Los cadáveres no había que dejarlos en el portaequipajes del coche en el aeropuerto. Los asesinatos autorizados se llevaban a cabo fuera de la ciudad o bien los cadáveres desaparecían para siempre en el amplio desierto que la rodeaba.

Antes de la llegada de Tony, las cuestiones del hampa se gestionaban con tal suavidad que Jasper Speciale, el prestamista más importante de Las Vegas, llevaba su negocio en su pizzería La Torre Inclinada y sus camareras hacían pluriempleo encargándose de las recaudaciones una vez finalizado el trabajo. Los delincuentes menores de la ciudad -traficantes de drogas, corredores de apuestas, macarras e incluso estafadores de naipes- trabajaban por libre. Las Vegas era una ciudad abierta: los gángsters procedentes de las distintas familias del país no necesitaban permiso alguno para deambular por allí, extorsionar a los jugadores importantes, llevar alguna operación de crédito fraudulento en un casino y volver para casa. Allí nadie había oído hablar del sistema de impuesto callejero establecido por la mafia en Chicago.

Bud Hall junior, el agente jubilado del FBI que durante años estuvo al cargo de las escuchas telefónicas en el domicilio de Spilotro, puntualiza:

Tony cambió todo aquello. Cambió la forma de llevar los negocios en Las Vegas. Tomó el relevo. Lo primero que hizo fue llevar a allí a algunos de sus hombres e imponer un impuesto callejero a cada corredor de apuestas, prestamista, traficante de drogas y macarra de la ciudad. Unos cuantos, como un corredor de apuestas llamado Jerr Dellman, se resistieron a ello, pero él mismo acabó acribillado en un atraco en pleno día en el garaje que tenía detrás de su casa. Nadie intentó esconder el cadáver. Era el mensaje de que había llegado un auténtico gángster a la ciudad.

Tony comprendió enseguida que podía gobernar Las Vegas de la forma que le apeteciera, pues los jefes estaban a dos mil quilómetros de allí y en Las Vegas no había los confidentes que abundaban en Elmwood Park.


Según Rosenthal:

Cuando Tony llegó por primera vez a Las Vegas, muy pocos sabían quién era. Recuerdo que conmigo trabajaba un tipo de lo más arrogante, John Grandy, que se ocupaba de todo lo referente a construcción y compras. Nadie le tomaba el pelo a John Grandy. Cuando alguien le preguntaba algo, respondía: «¿Por qué coño me molestas? ¡Vete a dar un barrigazo por ahí!». Yo lo trataba con sumo cuidado.

Una mañana vino Tony a verme. Grandy estaba allí dando órdenes a tres o cuatro empleados que organizaban unas mesas de blackjack para los croupiers. Llevaba un montón de material de construcción en los brazos; echó un vistazo, vio que Tony se acercaba a mí y le dijo:

– ¡Eh, tú, ven aquí! ¡Aguántame eso! Ya te diré dónde tienes que colocarlo.

Nunca olvidaré aquella escena. Lo que estaba sujetando pesaría entre quince y veinte kilos. A Tony le sorprendió muchísimo que lo aguantara siquiera durante un segundo.

– Oye -respondió Tony-, eso lo llevas tú, a mí qué me cuentas. ¿Quién cojones te has creído que eres? La próxima vez que salgas con una de ésas, te arrojo por la puta ventana. -Ni más ni menos.

Grandy me mira a mí. Yo miro a Tony. Tony está hecho un basilisco. Grandy hace lo que le dice Tony. Recoge de nuevo el material y no dice ni mu. Tony me cita en la cafetería y se va.

Cuando se ha ido Tony, Grandy dice:

– ¡Eh! ¿Quién coño es el menda ése? ¿Qué se ha creído?

– El menda ése no trabaja aquí -respondí-. Déjalo correr.

Pero Grandy sabe que allí pasa algo. Baja al casino, encuentra a Bobby Stella y lo arrastra hacia la cafetería a buscar a Tony.

– Bobby, ¿quién es el menda que está allí? ¿Qué cojones se ha creído?

Grandy está que echa humo.

Bobby, al darse cuenta de que se está refiriendo a Tony, intenta calmarlo.

– Despacio. Tranquilo.

– ¿Qué significa eso de «despacio»?

– Es Tony Spilotro -dice Bobby.

Grandy se quedó allí plantado y exclamó:

– ¡Copón bendito! ¡Copón bendito!

Al parecer, conocía el nombre pero no el rostro. Se fue directo a Tony y estuvo cuatro o cinco minutos disculpándose:

– Lo siento muchísimo. No tenía intención de insultarte. Las cosas se habían complicado un poco y no sabía quién eras. ¿Querrás aceptar mis disculpas?

Tony dijo que sí y miró hacia otro lado. Grandy echó a correr.


Frank Cullotta salió de la cárcel tras cumplir una condena de seis años por un asalto a un camión Brinks, y Spilotro se fue en avión a Chicago para la fiesta de bienvenida. Cullotta lo explica:

Me presentaron un pastel de cumpleaños que decía, «Por fin libre». Todo el mundo asistió a la fiesta, todos me entregaron sobres, y al final de la velada tenía en el bolsillo unos veinte mil dólares, pero lo que me hizo sentir mejor fue comprobar que tenía a mucha gente conmigo que me apreciaba. Seguía en libertad vigilada; por tanto, no podía salir de Chicago en aquellos momentos, pero Tony me dijo que en cuanto consiguiera la definitiva, me llevaría a Nevada.

Cuando llegué allí, Tony ya dirigía la ciudad. Tenía a todo el mundo en nómina. Había situado a un par de tipos en la oficina del sheriff. Tenía gente en los juzgados que le entregaban actas del Gran Jurado y a unos cuantos en la compañía telefónica que le informaban sobre las escuchas instaladas.

Tony tenía la ciudad cubierta. Todos los días salía en los periódicos. Tenía chavalas que aparecían en Rolls-Royces con la única intención de salir con él. Todo el mundo quería estar alrededor de un gángster. Estrellas de la pantalla. Todos sin excepción. No entiendo qué provoca el maldito atractivo pero iba así. Apuesto a que es la sensación de poder. La gente tiene la sensación, no sé, de que estos tipos son triunfadores, y de que si les hace falta algo, ellos se lo resolverán.

Él sabía que yo era un ladrón profesional y me dijo que juntos podíamos sacar mucho dinero. A Tony siempre le hacía falta el dinero. Lo fundía con mucha rapidez. Le gustaban las apuestas en deportes y nunca estaba en casa. Siempre iba rodeado de gente. Se encargaba normalmente de pagar la cuenta en los establecimientos. Le daba igual que fuéramos diez o quince personas, él siempre pedía la nota.

– Oye, móntame un grupo. Me importa un bledo lo que tengas que hacer con los colegas, siempre tendrás mi aprobación. Lo único que quiero es mi parte. Por lo demás, tienes carta blanca -me dijo.

Mandé llamar a Wayne Matecki, a Larry Neumann, a Ernie Davino, a una pandilla de malhechores de este estilo, y empezamos a meter a todo el mundo en cintura. Corredores de apuestas, usureros, traficantes de drogas, macarras. Todos pasaron por el aro, ¡vaya que sí! Les apaleamos. Disparamos contra sus malditos perros guardianes. ¡Qué más nos daba! Tenía el visto bueno de Tony. A decir verdad, la mitad de las veces Tony nos indicaba a quién asaltar.

Luego, en cuanto les habíamos robado y asustado, acudían a Tony a pedir protección para que no siguiéramos a sus talones. Jamás supieron que era Tony quien nos mandaba actuar contra ellos.

Sacamos mucho dinero revolviendo casas. Siempre efectivo y joyas. Me estoy refiriendo a treinta, cuarenta, cincuenta mil dólares en billetes de veinte y de cien guardados en las cómodas de la habitación. En una ocasión encontré quince billetes de mil dólares junto a la cama de un individuo. ¿Cómo leches iba a cambiarlos? Es bastante difícil deshacerse de un billete de mil dólares. Si intentas cambiarlo en un banco, te exigen el nombre. Decidí, pues, colarlos en el Stardust. Los entregué a Lou Salerno, los metió en un cajón y me dio el cambio en billetes de cien.

¿Cómo pensáis, si no, que reuní dinero para montar el restaurante de Upper Crust? En dos días lo tuve. Wayne, Ernie y yo asaltamos a dos maîtres de hotel y les sacamos sesenta mil dólares. Los maîtres cobran veinte dólares a la gente que les pide una buena mesa. Pues los de veinte fueron para nosotros. Uno de ellos incluso llevaba un reloj Patek Philippe de treinta mil dólares, y se lo vendimos a Bobby Stella por tres mil. Bobby se deshizo de él regalándolo.

Sacábamos la información de la gente del casino. Encargados del hotel, recepcionistas, oficinistas, personal de la agencia de viajes. Ahora bien, los corredores de seguros eran nuestras mejores fuentes de información, pues ellos vendían las pólizas del material que nosotros robábamos. Nos ofrecían todo tipo de información: del tipo de joyas y de la cantidad por la que las habían asegurado, dónde las guardaban en las casa, qué tipo de sistema de alarma utilizaban. Cuando contratas un seguro, tienes que incluir todos estos datos en la póliza.

Cuando las puertas, ventanas y sistemas de alarma presentaban algún problema, entrábamos por la pared. Eso de atravesar paredes fue idea mía. Lo inventé yo. Es muy fácil. Casi todas las casas de Las Vegas tienen las paredes exteriores de estuco. Tan sólo hace falta un mazo de dos kilos para practicar un agujero por el que se pueda pasar. Luego se utilizan unas tijeras de podar para cortar los alambres que utilizan para encofrar. Pegas un par de mazazos más hasta romper la plancha de yeso y ya estás dentro de la casa.

Es algo que sólo puede hacerse en Las Vegas, porque las casas son de estuco y están rodeadas por unos altos muros para proteger la intimidad. En el interior, tienen piscinas y rollos, y no quieren que nadie les moleste. Los vecinos no se conocen entre sí. Es una ciudad de esas. Un lugar donde, cuando la gente oye ruido en la casa de al lado, desconecta. Hicimos tantos trabajos con este método que los periódicos ya nos llamaban la banda del agujero en la pared. La poli nunca descubrió quiénes éramos.

– Unos puñeteros cerdos, eso es lo que sois -decía Tony, orgulloso de la banda-. Fijaos la que habéis armado.

Conocíamos bien el paño. Entre la entrada y la salida de la casa pasaban de tres a cinco minutos. Cuando realizábamos uno de estos trabajos siempre dejábamos a un colega fuera de la casa en un coche con una emisora que captaba las llamadas de la policía. Disponíamos también de un desmodulador para sintonizar con el FBI. Tony nos proporcionó los desmoduladores y también las frecuencias de la policía.

Eso sí, por muy bien que nos salieran las cosas, siempre necesitábamos más dinero. El dinero del robo se va volando. Siempre teníamos que hacer cuatro partes: para mí, para mis dos colegas y la de Tony. De un trabajo de cuarenta mil dólares, Tony se llevaba diez mil. Por quedarse sentado en su casa. Le tocaba una parte igual y siempre.

A veces, cuando no teníamos líquido y las cosas iban lentas, organizábamos asaltos directos. De esta forma atacamos el Rose Bowl. Por aquella época, el propietario del Rose Bowl lo era también del Chateau Vegas; Tony me proporcionó toda la información y luego me dijo:

– Vas a necesitar a un tipo que no esté quemado.

Importé pues a un chaval de Chicago limpio como una patena. No podíamos utilizar a alguien conocido porque se suponía que ninguno de nosotros se dedicaba a eso. Si los jefes descubrían que Tony organizaba robos a mano armada en plena ciudad, duraría poco en Las Vegas. Pero en nuestra ciudad natal nadie sabía que nos dedicábamos al robo y al asalto. Aquél era nuestro pequeño secreto.

La tipa que llevaba el Rose Bowl y su guardaespaldas salieron del aparcamiento posterior tal como había previsto Tony, con una bolsa llena de dinero. Ella se va hacia el coche. El guardaespaldas se queda vigilándola. El chaval que yo había reclamado de la ciudad se va directamente a ella, le apunta con un revólver y le quita la bolsa de la mano.

El individuo que la había estado cubriendo intentó hacerse el héroe y mi chaval le pegó un revés que lo dejó sentado en el suelo. Mi muchacho era durillo. Ahora está en la cárcel por no sé qué. Cumple una condena de cuarenta años.

El chaval sale corriendo por la manzana paralela al Strip. Allí hay una capilla. Ernie Davino lo estaba esperando. Larry Neumann estaba en el aparcamiento, justo al lado, como apoyo por si el muchacho necesitaba ayuda. Cuando éste se mete en el coche con Ernie, Larry ya había llegado por detrás. Mientras salen de la calle, yo hago lo mismo. A cuatro manzanas de allí, estábamos repartiendo el dinero cuando oímos que la policía llegaba al aparcamiento del Rose Bowl.

Pensándolo bien, ahora me doy cuenta de las locuras que hacíamos. Estábamos en Las Vegas, teníamos mil sistemas para conseguir pasta de forma ilegal y Tony nos metió en el negocio de los robos en domicilios particulares, asaltos a mano armada en locales 7-Eleven. Una insensatez.

Todas las industrias prósperas crean puestos de trabajo, y las actividades de Spilotro no constituían una excepción. En un año, Spilotro proporcionó puestos de trabajo no sólo a su propio equipo sino a montones de agentes que tuvieron que seguirle, instalar escuchas en su entorno e intentar atraparlo mediantes sofisticadas celadas. Llegó un momento en que Spilotro apostaba 30.000 dólares semanales en una correduría de apuestas que no era más que una celada del fisco; le había atraído el hecho de que ofrecían las mejores probabilidades de la ciudad. Cuando el agente del fisco que estaba al cargo de la celada tuvo la osadía de pedir garantías a Spilotro, éste le respondió sacando un bate de béisbol. «¿Sabes quién soy yo? -le dijo-. En esta ciudad mando yo.»

Spilotro había trasladado su joyería de Circus Circus a la avenida West Sahara, junto al Strip. La joyería Gold Rush era un edificio de planta y piso con acera y plataforma y unos pilares de amarre de imitación. Tal como cuenta Bud Hall.

Teníamos la causa verosímil y necesaria e instalamos un micro en el techo de la sala del fondo del Gold Rush. La sala delantera se utilizaba estrictamente para la venta de anillos y relojes de pulsera. Arriba, Tony disponía de mecanismos de intercepción de vigilancia, desmoduladores telefónicos, prismáticos de barco de guerra para poder captar un supuesto control a más de un kilómetro, y también radios de onda corta capaces de captar las llamadas de la policía e incluso desmodular las frecuencias del Bureau. Tony consiguió la información sobre las frecuencias a través de unos agentes de la poli metropolitana que tenía en nómina. Contaba también con un experto en electrónica de Chicago, Ronnie DeAngelis, Cabeza de Globo, que venía en avión a la ciudad cada dos o tres semanas y limpiaba el lugar de aparatos de escucha y derivaciones. Todo quedaba perfecto cuando DeAngelis abandonaba la ciudad. «El Cabeza de Globo dice que lo ha dejado limpio como una patena», anunciaba orgullosamente Tony, y todo el mundo respiraba.

Tony era un ser humano con una gran capacidad de concentración. Se despertaba por la mañana sabiendo exactamente qué iba a hacer aquel día. Recibía un gran número de llamadas en el Golden Rush. Tenía todo tipo de negocios funcionando a la vez. Controlaba distintos grupos, cientos de personas, un millón de proyectos, y todo ello en distintos estadios de desarrollo. Y a pesar de que muchos no conseguían el resultado esperado, tenía que dedicar entre dieciséis y dieciocho horas al día a la coordinación de sus asuntos.

Le habría resultado más difícil hacer lo que hacía si hubiera contado con secretarias, sistemas de archivo, fotocopiadoras y utilización del teléfono con plena libertad. Pero Tony seguía el sistema de la improvisación y de tenerlo todo en la cabeza. Tan sólo anotaba algunos números de teléfono, y lo hacía escribiendo en letra tan minúscula que sólo podía leerse con la ayuda de una lupa; cuando nos hicimos con ellos, descubrimos que alteraba el orden de los números o bien escribía la mitad o tres cuartas partes al revés.

El hecho de escuchar a diario a alguien a través del hilo telefónico es distinto de estar a su alrededor en el trato social. Crea una curiosa relación entre la persona que escucha y la que es escuchada. Te encuentras escuchando su vida, y al cabo de poco estás dentro de su vida. No me refiero a que te inspire simpatía, pero llega un punto en que tan sólo por el sonido de la voz sabes determinar su estado de humor y el lugar exacto de la pieza donde se halla el otro. A veces sucede que tú mismo estás articulando una respuesta antes de que el otro la formule. Llegas a conocerle tan íntimamente que casi pasas a formar parte de la otra persona.

Tony era el gángster más inteligente y eficaz que he conocido en mi vida. Considero que era un genio. El problema más grande era que siempre se rodeaba de gente que le jodía la marrana. Eso oíamos que él lo repetía una y otra vez. Pegaba unas solemnes broncas a su gente y siempre citaba su incompetencia y que no le quedaba más remedio que hacer las cosas él mismo si quería que salieran bien.

Cuando alguien hablaba con él por teléfono, a la tercera o cuarta palabra ya había asimilado el objetivo de la llamada, y al otro más le valía que lo que tuviera que plantearle fueran negocios, que interesaran a Tony a ser posible.

A Tony no se le daba bien la conversación banal. Era capaz de ser simpático, cordial, agradable, pero nadie podía hacerle perder el tiempo. No he conocido a nadie que saliera de sus casillas con tanta rapidez. Y sin transición. Pasaba de una actitud amable a chillar y a violentar la situación en un segundo. Nadie tenía forma de prepararse para aquellos arrebatos. Creo que la velocidad con que te veías amenazado de pronto era tan aterradora como la idea de imaginar a Tony hecho una furia contra ti. De todas formas, una vez pasado, pasado. Lo olvidaba. Volvía a sus asuntos.

Llevaba una vida completamente aparte de Nancy. Compartían su hijo Vincent, pero nada más. Dormía en su propia habitación de la parte baja de la casa, tras una puerta de acero blindada. Cuando se levantaba por la mañana, entre las diez y media y las once, Nancy ya había desaparecido. Él mismo se preparaba el café y cuando recogía el periódico en el peldaño de delante de la puerta o en el sendero del jardín, miraba a uno y otro lado de la avenida Balfour por si había vigilancia. Cuando se disponía a marcharse, jamás decía «adiós» ni «hasta la noche». Cogía su deportivo Corvette azul y daba unas cuantas vueltas a la manzana comprobando que no lo siguieran. El trayecto de su casa al Gold Rush, que podía hacerse en diez minutos, a Tony le llevaba tres cuartos de hora, ya que se libraba de sus seguidores pasando por centros comerciales, parándose en semáforos en verde, pasando los rojos, saltándose las normas y efectuando giros de ciento ochenta grados, sin perder nunca de vista el espejo retrovisor.

Después de pasar tanto tiempo en el Gold Rush y en su casa, decidí que poseía lo que nosotros los marines denominábamos «aptitud de mando». Cuando hablaba, la gente escuchaba. Si entraba en una sala, siempre llevaba la batuta. ¿Pero la batuta de qué? Aquél era su problema.

Un día oímos que Joe Ferriola, uno de los jefes de Chicago, intentaba conseguir trabajo para una parienta suya como croupier en el Stardust. Tony dijo a Joe Cusumano que se encargara del caso. Éste, que era uno de los brazos derechos de Spilotro, se apalancó en el Stardust difundiendo a los cuatro vientos los mensajes de Tony, hasta el punto de que la mayor parte de empleados del casino creyó que trabajaba allí.

Pasó una semana y Tony recibió otra llamada de parte de Ferriola en la que le decían que la muchacha seguía sin el empleo. Tony tuvo un ataque. Cusumano hizo sus comprobaciones y descubrió que el casino no iba a contratarla como croupier al no tener experiencia y que tendría que hacer un cursillo de seis semanas en la escuela de croupiers.

Entonces Tony le dice a Joey que plantee a El Zurdo, quien simulaba estar al cargo de la restauración y la bebida del Stardust, que emplee a la chica como camarera.

Unos días después, Joey vuelve diciendo que El Zurdo no la quiere contratar porque no le parece lo suficientemente atractiva para el puesto de camarera en la coctelería y que además tiene las piernas feas.

Spilotro estalló e hizo algo que no debería haber hecho nunca: llamó personalmente al Stardust. Habló con Joey Boston, un ex corredor de apuestas que El Zurdo había contratado para llevar la parte de apuestas deportivas.

Tony no tenía que haber llamado personalmente al Stardust pues a partir de entonces en el FBI teníamos una cinta en la que Spilotro pedía a un ejecutivo del Stardust que consiguiera un trabajo para una parienta de un capo de Chicago. Aquello era exactamente lo que habíamos estado esperando. El vínculo directo entre el hampa y un casino con licencia que ni una ni otra parte habría deseado hacer público, el tipo de conexión que podía poner en peligro la licencia del casino y cuestionar la propiedad real del centro, así como quién daba la cara.

La familiar de Ferriola entró por fin a trabajar como guardia de seguridad en otro hotel de Las Vegas. Pero el hecho de que Tony Spilotro, el más terrorífico gángster de Las Vegas, no consiguiera un puesto de trabajo en el Stardust para la parienta del capo de Chicago no le ayudó en nada en su reputación.


Matt Marcus, un corredor de apuestas ilegales, que pesaba más de 150 kilos y solucionaba buena parte del expediente a Spilotro, explica:

Siempre me hallaba cerca de Tony y sé que a él le preocupaba que la gente pudiera escucharlo. A veces estábamos en el Food Factory de la calle Twain, un establecimiento en el que tenía participación, y se comunicaba conmigo a través del lenguaje corporal. Se echaba hacia atrás, encogía los hombros, giraba la cabeza y fruncía el ceño. Siempre tomaba té. Nada de café. Siempre lo veías sentado, la bolsita del té colgando fuera de la taza, inclinándose, encogiéndose de hombros, haciendo muecas y poniendo aire ceñudo. Estaba convencido de que el siguiente que pasaría por delante de él sería del FBI. Cambiaba constantemente de coche. El Departamento de Inteligencia estaba constantemente comprobando sus placas de matrícula. Se acercaban a los coches y anotaban los números.


Según Frank Cullotta:

Tony parecía tener la obsesión de rivalizar en ingenio con el FBI, pero no era estúpido. Cada vez que tenía algo que decirte, dábamos un paseo por algún aparcamiento vacío o al borde de la carretera en el desierto. Cuando le decías algo, casi siempre se limitaba a responder con una mueca, fruncir el ceño, sonreír y con ello te comunicaba lo que pretendía que hicieras. Incluso cuando hablaba, se cubría la boca con la mano por si los federales tenían observándole con prismáticos a algún experto en leer los labios.

Llegó un momento en que el FBI se sintió tan frustrado con las escuchas telefónicas y el micrófono instalado en el Gold Rush, tan prometedor en principio, que instalaron una cámara de vigilancia en el techo de una sala situada al fondo del restaurante de Cullotta, donde sospechaban que Spilotro iba a celebrar una de sus reuniones claves. Según el propio Cullotta:

Nos llegó el chivatazo de que allí había algo y subimos al falso techo y lo arrancamos. Era como una pequeña cámara de televisión que ponía «Gobierno de los Estados Unidos» o algo así, y habían rascado el número de serie. Cogí un cabreo de mil demonios. Quería hacer añicos el maldito invento, pero Tony nos mandó llamar a Oscar para devolverlo. Creo que le gustaba la idea de ver a los federales con el sombrero en la mano recogiendo el aparato.

En cuanto el FBI constató que más de dos años de vigilancia electrónica habían fallado en la trampa tendida a Spilotro, mandaron a un agente de paisano, Rick Baken, al Gold Rush con el falso nombre de Rick Calise.

Como parte de la estratagema, Baken, unos meses antes, les había hecho la pelota perdiendo a las cartas con John, el hermano de Tony. En el curso de aquellas partidas, Baken había dejado caer que acababa de salir de la cárcel por unos robos de joyas, que necesitaba dinero en efectivo desesperadamente y que tenía la intención de deshacerse de unos diamantes robados de gran valor. El Bureau, qué duda cabe, había proporcionado a Baken el historial necesario para sostener su pasado delictivo en caso de que Spilotro hiciera alguna comprobación. Pero Baken, incluso después de conocer a Spilotro, descubrió que Herbie Blitzstein, el machaca de Tony, procuraba mantenerlo alejado de la conversación directa con el jefe.

Pasaron once meses de trabajo de tapadillo, tan infructuoso como peligroso, y los federales vieron tan frustradas sus esperanzas que pusieron en marcha una operación desesperada. Utilizando un micrófono oculto, como de costumbre, Baken acudió directamente a Spilotro diciéndole que el FBI lo había detenido, interrogado y amenazado con meterlo en la cárcel a menos que les hablara de las actividades de él.

Baken tuvo la sorpresa de comprobar que Spilotro le sugería ir a ver a su abogado, Oscar Goodman.

El siguiente paso que le tocó afrontar a Baken fue acudir al despacho de un abogado con un micrófono conectado y simulando ser un atracador. Goodman escuchó el relato de Baken durante un cuarto de hora y luego le proporcionó unos cuantos nombres de abogados a quienes podía llamar. Posteriormente, Goodman se lo pasó muy bien exagerando el incidente para aparentar que el FBI había intentado violar la prerrogativa abogado-cliente llevando a cabo una escucha entre un posible acusado y su abogado.


A medida que iba pasando el tiempo, Spilotro cada vez dedicaba menos atención a su esposa Nancy. Cuando estaban juntos, se peleaban, y el FBI escuchaba. Nancy se quejaba de que Tony había perdido el interés por ella. Lo acusaba de tener aventuras. Él nunca estaba en casa. Nunca hablaba con ella. Por la mañana, el FBI grababa el sonido del silencio mientras Tony preparaba su café y Nancy leía el periódico. Luego se marchaba a la tienda sin ni siquiera despedirse.

Alguna vez Nancy tenía que llamarlo al trabajo para pasarle un encargo; según Bud Hall, Tony siempre se mostraba grosero:

Nancy solía decir: «No sé si es algo que puede esperar, pero ha llamado fulano de tal». «Puede esperar», respondía él, con cierto sarcasmo, y colgaba. A veces le respondía en tono exasperado: «Estoy ocupado, Nancy», y colgaba. Nunca se comportaba como un caballero con ella, y Nancy se quejaba de ello a Dena Harte, la novia de Herbie Biltzstein, que llevaba las ventas del Gold Rush. Nancy contaba a Dena que Tony la pegaba y también sus sospechas de que andaba con fulana o zutana, y ésta la informaba de lo que hacía Tony.

En una ocasión, Dena llamó a Nancy, a casa, y le dijo: «Ha venido la bruja». Nancy cogió el coche a toda velocidad y en un instante se plantó en la tienda y empezó a chillar a Sheryl, la novia de Tony, llamándola coño podrido delante de todo el mundo.

Oímos los chillidos a través del hilo; aparece Tony, Nancy empieza a gritar que deje de pegarla. Le estaba dando una paliza de miedo. Llegamos a pensar que iba a matarla. Se organizó un gran barullo. Llamamos al 911 diciendo que estábamos en el restaurante alemán Black Forest y que en el Gold Rush, la puerta de al lado, se había producido una agresión. No podíamos identificarnos ante los polis pues en aquella época daba la sensación de que Tony dominaba la policía metropolitana y nosotros no queríamos poner en peligro nuestra vigilancia. Al cabo de unos minutos, llegó la policía allí y volvió a reinar la calma.


Según Frank Cullotta:

Nancy hacía su vida y Tony lo propio. La de Nancy consistía básicamente en jugar al tenis y andar todo el día vestida de blanco. Tenía a Vincent, a los hermanos de Tony y a sus familias. Una vez a la semana, Tony la llevaba a cenar fuera o a algún sitio. Él no la asustaba. Nancy le gritaba, le armaba broncas y le hacía perder los estribos.

Según me contó él, en una ocasión intentó matarlo. Habían estado discutiendo sobre cualquier tema y él le pegó un puñetazo. Nancy le apuntó con un 38 cargado en la cabeza.

– Si vuelves a pegarme, te mato -dijo ella.

– Piensa en Vincent, Nancy -respondió él.

«Me veía muerto -me dijo él más tarde-. Fui hablando con ella hasta que bajó el arma y a partir de aquel momento escondí todas las armas que tenía en casa.»


En palabras de Rosa Rojas, la mejor amiga de Sheryl:

Sheryl tenía unos veinte años, pero parecía más joven. Era mormona, del norte de Utah, una chica mona y natural. Cuando Tony la conoció, la llamaba «mi novia del campo». Era tan ingenua que cuando le pedía para salir con ella, Sheryl respondía que no a menos que pudiera llevar también a su amiga.

Sheryl y yo trabajábamos en el hospital al que acudía Tony por su problema cardíaco; allí fue donde se conocieron. Salían a cenar fuera, pero él nunca se le insinuó. La mantuvo a distancia durante muchísimo tiempo.

Antes de intimar, él se informó de todo lo referente a ella. Encargó a Joey Cusumano que investigara de dónde procedía, quiénes eran sus amigos y cuánto tiempo llevaba viviendo allí. Quiso saber todo lo referente a ella antes de comprometerse o decidir que podía confiar en la muchacha.

Aquello se produjo mucho tiempo antes de que Sheryl descubriera quién era él. La muchacha empezó a sospechar que sucedía algo raro porque siempre que salían les seguían polis de paisano. El hermano de Tony le contó que existían unos problemas legales y que lo controlaban a él por cuestiones de esas. Tony siempre nos decía que veríamos cosas sobre él en los periódicos, añadiendo que éstos a menudo se equivocaban.

Pasó mucho tiempo antes de que Tony y Sheryl se metieran en la cama. Él siempre fue un caballero. Muy discreto, muy reservado. A veces lo vi hecho una furia, pero ni una sola vez lo oí jurar o utilizar palabrotas.

Por fin, compró a Sheryl una propiedad de planta y piso entre Eastern y Flamingo, con dos dormitorios, por unos sesenta y nueve mil dólares. Estaba equipada con todo lo necesario. Frigorífico, persianas, lavadora-secadora. Tenía garaje, un pequeño patio y una puerta corrediza que conducía abajo; en la planta tenían las habitaciones y una gran sala con lo último en equipo estereofónico y aparato de televisión. Allí era donde pasaban la mayor parte del tiempo: mirando partidos por la tele y escuchando música.

Tony era muy generoso. Dejaba mil dólares a la semana en un bote de galletas con forma de osito que tenían en la cocina. Nunca mencionó el dinero y jamás se habló de que la mantenía, pero cuando le compró un abrigo de visón ella notó que por fin Tony se había comprometido. Sheryl se había enamorado locamente de él.

Estuvo mucho tiempo sin saber que estaba casado. Cuando lo descubrió, lo pasó muy mal. Ella pensaba que no se casaban porque Tony era un católico acérrimo y abandonar a su mujer le causaría problemas. Durante una temporada, incluso quiso que Sheryl se convirtiera al catolicismo. Le regaló libros religiosos. Él conocía bien la Biblia.

Nunca dijo nada en contra de su mujer. Se habían casado por la Iglesia y era una situación delicada. Además, Tony quería mucho a su hijo. Vincent lo era todo para él. Vincent era su alma. Tony siempre iba a su casa a las seis y media de la mañana para preparar el desayuno a Vincent. Sheryl decía que lo hacía incluso cuando estaba en la cama en casa de ella.

Más tarde, Tony le compró un coche: un Plymouth Fury. No era un coche ostentoso.

Cuando Nancy descubrió lo que sucedía, las cosas se complicaron un poco. Sheryl había pasado por el Golden Rush para ver a Tony. Llevaba un collar de diamantes que Tony le había regalado, y cuando apareció Nancy y vio a Sheryl con el collar montó en cólera y quiso arrebatárselo.

Yo llegué allí en el preciso instante en que las dos luchaban en el suelo. Sheryl consiguió que no le quitara el collar. Tony salió de la trastienda, consiguió separarlas y así Sheryl y yo logramos escapar.

Al final, cuando lo de Tony y Sheryl se acabó, él no contestaba a sus llamadas. Ella estaba realmente loca por él, pero tal vez llevó las cosas demasiado lejos. Tony tenía muchos problemas con la poli cuando se separaron y quizás quería protegerla.

Su hermano John le decía que no intentara contactar con él. «No lo llames», le decía. «No te expongas». Pero ella lo vio por televisión en los juicios, se dio cuenta de que había engordado y tenía mal aspecto y culpaba a Nancy por no cuidarlo. Sheryl se empeñaba en que siempre comiera lo adecuado; siempre tenía el frigorífico lleno de fruta, hortalizas y productos saludables, indicados para los que padecían del corazón.

Cuando ella y Tony se separaron, Sheryl trabajó de noche en una coctelería. A Tony no le gustaba aquello, pero ella se había acostumbrado al estilo de vida de él. Necesitaba dinero. Luego se metió de croupier de blackjack. Trabajaba en el MGM en Bally. Tenía el primer turno y sacaba muchísimo dinero. Empezó a salir con jugadores importantes. Se enteró de la historia. Aprendió con la experiencia y empezó a buscar otra tabla de salvación.


Frank Cullotta cuenta:

Un día, en el aparcamiento de atrás del restaurante My Place, Tony va y me dice que mate a Jerry Lisner, que era un traficante de drogas de poca monta y un buscavidas.

– Tienes que hacerte cargo del tipo, Frankie -me dijo Tony-. Roba a borrachos. Es una rata de alcantarilla.

Le dije que me sería difícil hacerlo, ya que acababa de estafarlo con cinco mil anfetas y él y su mujer no confiaban en mí.

Tony se puso a cien:

– Mataré yo al hijoputa ése -me dice-. Tú tráemelo.

Le dije que no fuera a pensar que no lo quería hacer, sino que Lisner desconfiaba de mí. Que me iba a costar acercarme a él.

– ¡Quiero que esto se solucione ahora mismo! -dijo-. ¡Pero ya!

No dijo más. Entró en el local. Por aquella época nos seguían constantemente a todos, de modo que me metí en el coche, pasé por casa, preparé una maleta y me fui de Las Vegas al aeropuerto Burbank de Los Ángeles, donde cogí el primer vuelo para Chicago. Nadie supo que había abandonado la ciudad.

En Chicago, me puse en contacto con Wayne Matecki. Tomamos aquella misma noche un vuelo hacia Burbank utilizando nombres falsos, cogimos el coche y llegamos a Las Vegas.

Del aeropuerto nos fuimos directos a la residencia donde yo vivía, desde donde tenía intención de llamar a Lisner. Pensé para mis adentros: «Vamos a hacer una prueba. A ver si está en casa». Pues sí. Le digo:

– Aquí tengo a un primo, de los mejores. Podemos sacarle un montón de dinero.

Le explico que el tipo está en la ciudad. Le hablo de una suma importante.

Me dice que se lo pase. Cogemos un coche de los del trabajo, equipado con antena de detección de la policía y una automática del calibre 25. No disponía de silenciador y tuve que cargarla a medias: vacié la mitad de las balas para que no hicieran tanto ruido.

Dejé a Wayne en el coche con la antena y me metí dentro. Le dije a Lisner que quería hablar con él antes de presentarle al individuo. Tenía que asegurarme que no había nadie más en la casa. Sabía que su mujer trabajaba. Sabía que tenía dos hijos, pero siempre se quejaba de que no los podía soportar.

Mientras entramos en la casa le digo:

– ¿Seguro que no hay nadie aquí? ¿Segurísimo? ¿Dónde están tus hijos? ¿Dónde está tu mujer?

Me responde que está solo y yo insisto en que quiero comprobarlo antes de que entre el primo.

Nos metemos para adentro y le digo:

– Oigo ruido.

Me dice que no es nada. Miro por la ventana del salón hacia la piscina y bajo las persianas. Salimos juntos de su madriguera, saco el arma y le pego dos tiros en la nuca.

Vuelve la cabeza y se queda mirándome.

– ¿Qué haces? -dice.

Sale de la cocina y se va hacia el garaje.

La verdad es que miré el arma pensando:

«¿Qué coño he metido aquí? ¿Salvas o qué?» Echo a correr detrás de él y le vacío el cargador en la cabeza. Cada disparo es como una explosión.

Pero no se cae. El mamón corre que se las pela. Es como una pesadilla. Lo persigo alrededor de la casa y le he metido ya todas las balas en la cabeza.

Lo pillo en el garaje. Cuando llego a él ya tiene la mano en el tirador de la puerta, pero se la agarro. Me doy cuenta de que se va debilitando. Lo arrastro de nuevo hacia la cocina.

No me quedan balas. Pienso: «¿Qué hago con el tipo?» Agarro un cordón eléctrico del refrigerador del agua, se lo anudo en el cuello y se rompe. Estoy a punto de coger un cuchillo y acabar la faena cuando aparece Wayne con más balas.

Lisner sigue resollando. Me dice:

– Mi mujer sabe que estás aquí.

Volví a vaciar el cargador en su cabeza. En los ojos. Luego se desplomó, cayó como una rueda pinchada y comprendí que había concluido la faena.

Luego tenía que limpiar la casa. Había sangre por todas partes. La sangre cubría su cuerpo. Me preocupaba dejar huellas en la sangre de su cuerpo o en la ropa.

No me había puesto guantes porque sabía que Lisner no era tonto. No me habría dejado pasar de haber visto que llevaba guantes. Intenté asegurar que no había tocado nada. El único lugar en que había puesto los dedos era la pared, al golpearlo junto al refrigerador de agua. Enseguida lo limpié todo con gran rapidez.

Quedaba, sin embargo, la posibilidad de haber dejado huellas en su cuerpo, y por ello lo agarré por los tobillos -Wayne me abrió la puerta corredera-, lo arrastré hacia la piscina y lo deslicé, con las piernas por delante, hacia el agua. Bajó directo, como un tablón. Parecía que nadara.

Sabía que metiéndolo en la piscina, la sangre se diluiría y desaparecerían las huellas que hubiera podido dejar en su cuerpo. Miré como flotaba el cadáver y constaté que la sangre empezaba a esparcirse.

Entonces, Wayne y yo registramos la casa. Quería asegurarme de que el tipo no había grabado nuestra conversación. Yo me dediqué a la planta baja y Wayne a la superior. Encontré su agenda y me la llevé.

Volvimos a mi casa y me duché con detergente de fregar los platos para eliminar cualquier resto de sangre. Luego nos deshicimos de la ropa que llevábamos. La hicimos jirones, la metimos en unas cuantas bolsas, nos fuimos en coche hacia el desierto y las repartimos por allí.

Wayne cogió un taxi hacia el aeropuerto y volvió a Chicago. Yo pasé en coche por delante de la casa de Lisner y comprobé que no había ningún movimiento. Me dirigí pues al restaurante My Place. Cuando aparcaba, Tony hacía lo mismo con Sammy Siegel.

Le pregunté si tenía un momento.

Nos apartamos un poco.

– Misión cumplida -le dije.

– ¿Cumplida? -dijo.

– Me he ocupado de él -respondí.

– ¿Te has deshecho de todo? -dijo.

– Sí. Le he metido diez balas en la cabeza y lo he arrojado a la piscina.

Me miró y dijo:

– Perfecto. De lo de hoy que no se hable más.

Y así fue.


Recuerda Rosenthal:

Llevaba a Tony a un lugar a setenta y cinco kilómetros de la ciudad para cenar, porque entre su corazón y mis problemas con la licencia, no nos podían ver juntos en el centro. Todo el camino me habla de que está bajo vigilancia constante y de que él lo único que pretende es ganarse la vida, y llevar una existencia tranquila. Yo sólo puedo decirle «sí, sí». Tony no me decía todo esto para discutirlo. No parecía que ligara el haber estado creándose enemigos entre todo tipo de gente con el hecho de que ellos podían haberse pasado en secreto la noticia de lo que estaba haciendo o dejando de hacer. No creo que comprendiera, de manera correcta o equivocada, que cuando estás quemado como él lo estaba, cada policía del estado tiene tu foto delante en su hoja de servicio. Tiempo después, sus abogados se encontraron con que las unidades de intervención federales tenían fotos de Tony y de toda su familia, amigos e incluso de sus abogados. Los agentes y acusadores tenían la foto de Tony con una pinza en sus carpetas y calificativos insultantes escritos en la mayoría de reproducciones. Esto es lo que te ocurre cuando te conviertes en el blanco. No hay ningún poli del estado que no sepa quién eres y no pretenda meterte en la cárcel o liquidarte.

Cuando llegamos al restaurante de las afueras, dos de sus chicos estaban esperando. Habían cogido un compartimiento en la parte trasera.

Acabábamos de sentarnos cuando un tipo se acercó a la mesa:

– Señor Rosenthal -dijo-, permítame que me presente. Soy el dueño de este establecimiento. He visto su foto en los periódicos y quería que supiera que todos nosotros estamos a su lado. ¿Qué tal el servicio? Espero que le guste la comida.

Le dije que todo iba bien y le di las gracias, precisándole sin embargo que me sentaba fatal que me hubiera identificado. Después, en vez de irse, se volvió hacia Tony:

– Y el señor Spilotray -pronunció así el apellido de Tony-, ¿puedo presentarme yo mismo?

Tony se levantó y puso su brazo en el hombro del tipo y se alejó unos pasos con él, unos cinco metros, justo fuera del alcance de mis oídos.

Veo como Tony estrecha la mano del tipo y observo la cara sonriente de este, cuando después veo que palidece, se da la vuelta y se dirige hacia la cocina.

Cuando Tony se sienta todo son sonrisas.

– ¿Qué demonios le has dicho al tipo? -le pregunté.

– Nada -responde.

Lo que sucedió fue que Tony se llevó al tipo aparte y le dijo: «No me llamo Spilotray, hijoputa. No me has visto en tu vida. Y Frank Rosenthal tampoco ha estado aquí. Y si llega a mis oídos que has dicho algo a alguien, este lugar se convertirá en una bolera y tú vas a pasar por el jodido potro de torturas».


Spilotro era vigilado con micrófonos, le pisaban los talones, era hostigado, era detenido, era acusado. Pero nunca fue condenado. En sus primeros cinco años en Las Vegas, se habían cometido más asesinatos que en los veinticinco anteriores. Estaba acusado del asesinato del taquillero del Caesar's Palace llamado Red Kilm, pero el caso no llegó nunca a juicio. Era sospechoso del asesinato del marido de Barbara Mc Nair, Rick Manzi, que estaba involucrado en un negocio de drogas que salió mal pero tampoco pasó nada. A Spilotro le gustaba pasear por los juzgados contoneándose y sonriendo, junto con su abogado, Oscar Goodman, mientras las cámaras de televisión andaban por allí. Decía Frank Cullotta:

Cuantos más periodistas veía Oscar, más lejos aparcaba su maldito coche para tener más tiempo para las entrevistas. Tony tenía absoluta confianza en Oscar. En todos los años que corría por allí no había perdido más de un par de horas esperando en los calabozos para una fianza. Cuando le advertí sobre Oscar, quien en mi opinión lo que buscaba era publicidad, Tony sólo meneó la cabeza y mordisqueó su pulgar. Solía morderse la cutícula del pulgar derecho. A veces tenía el pulgar en carne viva.

Tiempo después, cuando Oscar se hizo rico, Tony contemplaba el alto edificio de ladrillos que había construido en la calle Fourth y decía: «Yo he construido este edificio». Como si se sintiera orgulloso de él. Pero nunca comprendí por qué a Tony le gustaba tanto Oscar. El tipo era un abogado. Había hecho una fortuna gracias a Tony. Yo jamás confiaría en un hombre que lleva un Rolex de imitación.

12

«Es uno de los problemas que tiene el casarse con una mujer diez, incluso con una nueve.»


Después de dos o tres años, el matrimonio con El Zurdo parecía una mala apuesta. Geri había dado a luz a un hijo, Steven, a quien adoraba; pero encontró que la vida doméstica que El Zurdo le exigía era terriblemente limitada, especialmente porque él se negó a jugar siguiendo las mismas reglas que esperaba que siguiera ella. El Zurdo trabajaba día y noche en el casino, y Geri empezó a sospechar que salía con otras. Dijo a su hermana que había encontrado facturas de joyas y regalos en sus bolsillos cuando llevaba sus trajes a la tintorería. Cuando le acusó de tontear por ahí, él le dijo que estaba loca. La acusó de emborracharse y tomar demasiadas pastillas.

Así que Geri empezó a salir. A veces estaba fuera toda la noche. A veces desaparecía durante un fin de semana. En más de una ocasión, El Zurdo contrató a detectives privados para que la siguieran. Era capaz de hacer la ronda por sus bares preferidos y pedirle que volviera a casa. Finalmente amenazó con divorciarse de ella. Mantuvo una reunión con ella en el despacho de Oscar Goodman y presentó declaraciones juradas que atestiguaban su adicción al alcohol y las pastillas. Le puso en claro que habían acabado sus días de poder y riqueza y que también podía perder la custodia de su hijo. Según su hermana, Barbara Stokich:

Geri no lo quería perder todo, pero El Zurdo sólo la admitía de nuevo si estaba de acuerdo en tener otro hijo y hacer un gran esfuerzo por alejarse de las pastillas y el alcohol. Estoy convencida de que Geri no quería otro hijo, pero era la única forma de no encontrarse en la calle. Ella me comentaba que él era un hombre muy influyente. Que tenía comprados a jueces y tribunales. Que contra él no había nada que hacer.

Así pues, cedió, y en 1973 tuvieron a Stephanie, aunque aquello no resolvió sus problemas. A decir verdad, en muchos aspectos empeoró las cosas; pues Geri se sentía herida por haberse visto obligada a tener a Stephanie. Steven era maravilloso. Era un niño. A Geri le encantaba tener un niño. Pero aquello de que la forzaran a volver a dar a luz, con el resultado de una niña -una niña que hacía la competencia a su hija Robin- afectó mucho a Geri. Era incapaz de mostrarse cariñosa con Stephanie. Creo que nunca le perdonó a Frank aquel segundo embarazo.


Según El Zurdo:

Ya sabía que en casa las cosas no iban a las mil maravillas, pero estuve mucho tiempo sin enterarme de hasta qué punto iban mal. Geri seguía siendo bastante imprevisible. Algunos días se levantaba contenta y otros era imposible estar cerca de ella. Todo lo que decías era motivo de pelea.

No le gustaba que me metiera con ella por la bebida, como tampoco le gustó cuando la regañé por dejar que Steven, que tenía siete años, pegara a Stephanie, que tenía sólo tres.

Geri adoraba a Steven. Lo malcriaba muchísimo. Era su trofeo, un muñeco precioso. Siempre lo trataba mejor que a su hermana.

Además, Geri era muy independiente. Le importaba un rábano lo que pensara o dijera la gente. Y la gente que nos conocía a los dos intentaba no hacer ningún comentario sobre lo que sabía de nosotros.

Yo no tenía idea, por ejemplo, de los poderes hipnóticos que seguía teniendo Lenny Marmor sobre ella mucho tiempo después de casarnos. Era consciente de que seguían en contacto a causa de Robin, pero lo que no sabía era que Geri, cuando iba a Berverly Hills de compras con Kathy, la mujer de Allen Glick, se citaba allí con Marmor.

Geri y Kathy cogían el Lear de Argent una o dos veces al mes. En el aeropuerto de Burbank les recogía una limusina y se iban a algunos almacenes a dar una vuelta. Al cabo de unos minutos, Geri desaparecía. Ni siquiera le decía a Kathy a dónde iba. Se marchaba y luego, tres o cuatro horas más tarde, encontraba a Kathy en algún sitio, ya fuera el aeropuerto u otro lugar, y volvían juntas. Ninguna explicación. Nada de nada.

Kathy Glick se lo contaba a su marido, pero Allen, por miedo a complicaciones o lo que fuera, jamás me comentó nada. De modo que yo no sabía lo que estaba sucediendo. Geri estaba convencida de que nadie la delataría, y estaba en lo cierto.

Dos de mis mejores amigos, Harry y Bibi Solomon, tal vez las personas más honradas que he conocido en mi vida, por fin me avisaron. De vez en cuando salían con Geri cuando yo estaba trabajando. Una noche les reservé mesa en el hotel Dunes. Era el restaurante más distinguido. Música, baile, platos de gourmet.

Más tarde, Harry se me acercó y me dijo que tenía que confesarme algo. Era un tipo así. Me dijo:

– Ya sé que no vas a perdonármelo, pero te lo diré de todas formas. Tenía que habértelo comentado antes. Es algo que me tiene alterado.

– Vamos, Harry, al grano -respondí.

– Voy a contarte lo que sucedió -dijo-. Estábamos cenando y sonaba la música. Aparece un individuo en la mesa, pregunta a Geri si quiere bailar y yo le digo que se vaya por ahí. «¿Estás loca?», le dije a ella. Y ella me respondió: «Tú a lo tuyo». Se levantó de la silla, se fue hacia el tipo y le dijo: «Encantada».

Harry se puso negro. No sabía qué hacer. Pidió la cuenta. Cuando acabó el baile, le dijo a Geri: «Oye, eso no se lo voy a contar a Frank. No pienso sentarme más en una mesa contigo si no está Frank». A Geri le dio igual. Pensó que estaban todos chalados.

Geri siempre había vivido su vida. No quería cambiar. Pensándolo bien, creo que siguió con Lenny Marmor todos aquellos años -y cabe recordar que el fulano jamás le mandó una tarjeta de cumpleaños- porque él nunca le impidió hacer lo que le apetecía.

Aquél era el poder que tenía sobre ella. Le daba igual lo que hiciera con tal de que sacara dinero. Y me da la impresión de que a Geri le gustaba más eso que alguien como yo, que siempre le estaba encima con esto, aquello y lo de más allá.

Cuando Geri se dedicaba a hacer la calle por ahí, Lenny no le decía: «¡Basta! Te quiero. No lo hagas más». Pues no. Lenny le dejaba hacer lo que quería. No le importaba. ¿Beber? Pues claro. ¿Tomar pastillas? Adelante. Lenny nunca le prohibió hacer nada porque Geri sacaba mucho dinero.

Luego aparezco yo, y probablemente por primera vez en su vida se encuentra con un tipo que impone unas normas. La verdad es que Geri no siguió en su vida más normas que las suyas propias.

Tal como cuenta Tommy Scalfaro, el chófer de El Zurdo:

Geri era una bruja del arroyo colgada. Su actitud dependía de lo que se había tomado aquel día. Cuando iba de Percodan, era simpática y cariñosa. Te ofrecía dinero. Se veía obligada a actuar así. Se había ocupado ella misma de los niños y de que no les faltara detalle.

Cuando le faltaba el Percodan, era detestable. Todo era a tomar por culo esto, a tomar por culo lo otro. Le montaba el cirio a El Zurdo. Era capaz de ponerse realmente odiosa.

Empezaba a chillar diciendo que El Zurdo jodía con ésta y con la otra y que ella empezaría a salir y a hacer lo mismo. «Te he visto con Donna -gritaba-. Te he pillado tocando el culo a Mary -decía-. Tú sigue así y verás lo que hago yo.»

¿Quién demonios sabía lo que hacía ella? En definitiva, El Zurdo paraba poco en casa. Llevaba los casinos e intentaba tener bajo control lo de su licencia. Él era muy exigente. Todo tenía que ser perfecto. Tenía la obsesión de que las americanas y los trajes le cayeran impecablemente. Una vez a la semana iba al sastre, y éste cuando lo veía, temblaba. Siempre le estaba chinchando con medio centímetro o veinte milímetros en el lado izquierdo. Durante todo el día se iba ajustando el cuello, las mangas y los puños.

Nadie puede imaginarse la cantidad de trajes que tenía. Tenía un armario de doce metros de largo con todos los trajes colgados. Aparte de los pantalones, camisas y jerseys, que todos tenían que ajustársele a la perfección.

Y hete aquí que se había casado con una adicta a las pastillas. Él tenía receta para el Percodan, como remedio para su úlcera, y Geri me mandaba a la farmacia cada quince días a buscar más provisiones. El Zurdo prácticamente no tocaba el medicamento.

Cuando conocí a Geri, enseguida me di cuenta de que sería una fuente de problemas. Se refería a El Zurdo llamándolo «señor R.» y me acribillaba a preguntas. Enseguida tuve la sensación de que me estaba preparando para los recados que surgirían más tarde. La verdad es que tardó muy poco en mandarme al Burger King a comprar hamburguesas para los niños, a recoger la ropa de la tintorería. No sólo te mandaba a hacer recados sino que te daba las órdenes con desprecio.

De no haberme plantado un poco, me habría tenido todo el día recorriendo la ciudad. Me quejé de ello a El Zurdo y a partir de entonces ella me odió, pero me importaba un bledo.

Geri frecuentaba los centros comerciales. Se iba de compras a California. La criada y la hija de la criada se ocupaban de los niños.

El Zurdo ocupaba todo su tiempo en el casino o en reuniones con gente del casino. Un par de veces tuve que recogerlo a las tres de la madrugada y llevarlo a un 7-Eleven, donde iba a encontrarse con gente de Chicago.

En pijama, saltaba de nuestro coche y se metía en el de otro individuo. Yo no quería observar muy de cerca, pero muchas veces me dio la impresión de que El Zurdo era quien daba las órdenes y otras que se las daban a él.


En palabras de El Zurdo:

Un año después de que Allen Glick se hiciera cargo de la empresa, organizó una fiesta en su residencia, en La Jolla, y Geri yo acudimos a ella. Allí había tres o cuatrocientas personas.

Organizó seis vuelos en Lear que recogieron a los de Las Vegas y los llevaron a San Diego. Todo eso lo hizo un personaje que nada más hacerse cargo de la empresa tuvo que pedirme prestados siete mil dólares porque no se había formalizado el préstamo. Me los devolvió enseguida, todo hay que decirlo.

Para la fiesta, me ofreció dos jets, tan sólo para mí y mis amigos.

Al llegar allí, descubrimos que Glick había dispuesto que yo me sentara entre él y Geri.

De camino hacia San Diego dije a Geri:

– Ni una puta gota de alcohol.

Llevábamos una temporada peleando por su problema con el alcohol, pero yo no sabía a qué me estaba enfrentando.

En aquella época de mi vida yo no bebía, no bebía nada. No sabía que se trataba de algo que una persona no puede controlar. Tampoco tenía idea de los estimulantes y los tranquilizantes. En realidad era muy ingenuo. Era un pardillo. Ni un solo trago. «Esto son negocios», le dije. Sí, sí…

Y empieza la fiesta, aparece un camarero con una bandeja con champán Dom Pérignon y ella coge una copa. Yo digo para mis adentros: «La puta». A nuestro alrededor hay trescientas personas. No tengo ganas de subirme a la parra y montar una escena.

Geri se acaba la copa. Yo no la pierdo de vista, pero ella no dice ni mu. Creo que ni siquiera se da cuenta de que la estoy mirando.

Alguien la invita a bailar. Se levanta y baila. Entonces veo que la copa ya le ha hecho efecto. Nadie más se da cuenta de ello, pero yo la conozco tan bien que advierto el impacto.

Después del baile, se sienta de nuevo, pasa otra vez el camarero con la bandeja y ella asiente con la cabeza. El camarero le deja una copa de champán delante.

– Oye, bruja, atrévete a acercar los labios a la copa y saltas de la silla del bofetón que te doy -le murmuro.

– No tienes cojones de hacerlo -responde mirándome a los ojos.

– Por supuesto que sí -digo.

Me doy cuenta de que Glick me está mirando, pero no oye lo que estamos diciendo.

– Me da exactamente igual el lío que se pueda montar, incluso soy capaz de jugarme el empleo, pero acerca los labios a la copa y verás como saltas de la silla -le digo.

Coge la copa con los dedos. La levanta. Me daba cuenta de la que se iba a armar, de forma que me incliné un poco hacia Glick y le dije que no tenía intención de molestarlo, pero que me hiciera el favor de intentar convencer a Geri para que dejara la copa pues de lo contrario tal vez obligaría a hacer algo de lo que tendría que arrepentirme durante el resto de mi vida.

– Si toca esa copa, Allen, tendré que darle un buen sopapo -le dije a Glick.

Glick palideció.

– Si me viene con evasivas -le dije-, la tumbo.

– ¿Me harás el favor de escuchar a tu marido, Geri? -le dice Glick.

Ella dejó la copa, se volvió hacia mí casi sin aliento y me dijo:

– Ésta me la vas a pagar hijoputa.

Podéis imaginaros cómo se estaba poniendo la fiesta, aunque no creo que nadie se diera cuenta. Geri era una gran actriz y una borracha. Supo llevarlo. No se tambaleaba.

Cuando me casé con Geri oí un montón de historias. Pero a mí me importaba un rábano lo que hubiera hecho. «Soy Frank Rosenthal -me dije-, y soy capaz de cambiarla».


En opinión de Barbara Stokich:

Tenían unas peleas terribles. Los dos eran testarudos y no cedían. Él la amenazaba con quitarle a Steven porque bebía, pero luego se reconciliaban y él le compraba una bonita joya.

Recuerdo que después de una de sus peleas ella me dijo que prefería morir antes que abandonar el alcohol. Le encantaba ver a Frank con una copa de vino en la mano. Él se tranquilizaba. Ella se tranquilizaba. Estoy segura de que Frank empezó a beber tan sólo para complacerla, pero tenía úlcera y no podía.


Como cuenta El Zurdo:

Un día Tony había venido a casa para una reunión. Estaba a punto de marcharse y se disponía a llamar por teléfono a uno de sus muchachos para que lo recogiera. Geri iba a llevar a Steven y a Stephanie a alguna parte y se ofreció para acompañarlo.

Tony me consultó si me parecía bien y le dije que claro, por supuesto. No me lo pensé dos veces.

Al cabo de una semana o así, Tony me llamó. Dijo que tenía que verme. Lo noté muy serio. Nos citamos entre las doce y la una de la madrugada. Lo recogí en la esquina en que habíamos quedado y seguí conduciendo. Era algo que hacíamos normalmente antes de que nos tuvieran tan controlados.

Me dijo que tenía algo que contarme. Algo que lo inquietaba mucho. Algo que había visto cuando había estado en el coche con Geri y los niños. No me imaginaba lo que iba a decirme. Ponía un aire muy solemne. Un tipo que había hecho de todo y ahora estaba afectado. Seguí conduciendo con el corazón en un puño. Tragándome los nervios.

Dijo que cuando se había metido en el coche con Geri y los niños, Steven había empezado a martirizar a Stephanie. Cosas de críos. Nada serio. Pero que luego, de repente, Stephanie se puso a gritar: «¡Socorro, mamá! ¡Socorro, mamá!». Tony miró hacia el asiento de atrás y vio que Steven estaba pegando unos puñetazos terribles a Stephanie.

– Geri -dijo Tony-, ¿no puedes detenerlo?

– Lo hace en broma -respondió Geri.

Stephanie está chillando en el asiento de atrás. Tony se vuelve y ve que la niña ha caído del asiento y él sigue pegándole puñetazos mientras está en el suelo. Según Tony, por fin tuvo que obligar a Geri a detenerse y acabar con la pelea.

Tony me hizo jurar que no se lo diría a Geri, añadiendo, sin embargo, que le había parecido tan fuerte que me lo tenía que contar. Dijo que le daba náuseas. Que tuvo la impresión de que Geri disfrutaba viendo como le hacían daño a su propia hija.

Una noche, Rosenthal llevó a Geri a bailar al club. Estaba muy atractiva, encantadora. Según El Zurdo:

Estaba muy orgulloso de ella. Adonde quiere que fuera llamaba la atención. Era realmente una mujer de bandera. Es uno de los problemas que tiene el casarse con una mujer diez, incluso con una nueve. Son peligrosas.

En fin, nos hallamos en el club y se nos acerca un joven ejecutivo que yo había contratado, un chaval elegante, de muy buen ver, y me felicita por algo. Ni siquiera recuerdo el tema. Luego se vuelve hacia Geri y le dice:

– Señora Rosenthal, es usted la mujer más bella que he visto en mi vida.

Ella le agradeció el cumplido al chaval. Yo sonreí. También se lo agradecí. A veces Geri hacía estas cosas con la gente. Lo animó una pizca tan sólo. De todas formas, el chaval tuvo agallas. Lo despedí al día siguiente.

13

«Él no tenía ni idea de lo que estaban haciendo ni de cómo lo hacían.»


Allen Glick era en ese momento el propietario del segundo casino más grande de Las Vegas. Hacía el trayecto entre Las Vegas y su casa en La Jolla -una mansión de estilo normando con pista de tenis, piscina y una colección de coches entre los que se encontraban un Lamborghini y un Stutz Bearat con moqueta y tapicería de piel de visón- en un Beechcraft Hawker 600. Su despacho, en el ático del Stardust, estaba decorado en tono morado y blanco, y allí se sentaba para conceder entrevistas sobre su éxito como hombre de negocios. Incluso le hablaba a la prensa sobre su capacidad de mantenerse quieto, sin apenas moverse, durante largos períodos. «Soy muy disciplinado», decía.

Abajo en la sala, Frank Rosenthal era el ejecutivo en temas de juego más importante de la ciudad, independientemente de cuál fuera su cargo. Había negociado un contrato de 2,5 millones de dólares. Tenía la intención de introducir una sección de apuestas deportivas en el Stardust y compareció ante la asamblea legislativa del estado en calidad de testigo pericial. Fue el primero en permitir que trabajaran mujeres como croupiers de blackjack en el Strip y en un año dobló los ingresos de éste. Contrató a Siegfriedy Roy y a sus tigres blancos de la MGM y les ofreció construir un camerino para ellos siguiendo sus indicaciones; añadió un Rolls-Royce como gratificación. Según el propio Rosenthal:

La verdad es que había comprado el Rolls para Geri, pero ella prefería el Mercedes deportivo pequeño, y estaba siempre allí en el garaje, así que se lo di a ellos.

Los dos extravagantes magos hicieron de su espectáculo el más estupendo y duradero de la historia de Las Vegas.

Pero la vida en Argent no era nada tranquila. La prensa, en vez de agasajarlo, ridiculizó a Glick como canal de circulación para el dinero del sindicato de camioneros. En lugar de felicitarle por su gestión innovadora del casino, a Frank Rosenthal lo tenían siempre entretenido con problemas en relación con su licencia. Crisis tras crisis. Glick y Rosenthal debían esperar que las cosas se normalizarían y mejorarían una vez solucionada la cotidiana, pero al día siguiente siempre surgía una nueva. La fricción constante entre los dos hombres era lo de menos. A Rosenthal le había seleccionado la mafia para que fuera el hombre que llevara los casinos; ahora bien, su lucha contra los problemas de la licencia implicaba un control más exhaustivo de lo que era de desear. Allen Glick fue escogido como el hombre de paja de la mafia porque se consideraba que estaba limpio; pero incluso los que están limpios tienen pasado. En 1975, la operación inmobiliaria en San Diego de Glick desencadenó la aplicación del Capítulo 11, y Glick no cumplió el pago de un préstamo de tres millones de dólares que había pedido para comprar el Hacienda. Después se presentó un antiguo socio de dicha operación de Glick para amenazar a toda la organización de Argent.

Lo único que funcionaba bien era la desviación de dinero. Y durante mucho tiempo, esto era lo único que les importaba a los jefes de la mafia de Chicago. Durante años, el dinero desviado procedía de los casinos Stardust y Fremont; el motivo por el cual la mafia necesitaba en el lugar a un ingenuo rigurosamente correcto como Allen Glick era que el dinero siguiera entrando.

La práctica de despistar dinero -el bombeo ilegal de dinero en efectivo del casino, dinero que no se declara ni como impuestos ni como ingresos de la empresa- es tan antigua como la primera cuenta de casino. Durante los últimos años de la década de los cuarenta y en los cincuenta, después de que Bugsy Siegel abriera el Flamingo, esta práctica se utilizó para reembolsar en secreto a los primeros inversores de la mafia, quienes querían sus dividendos en efectivo para evitar problemas con el FBI y el fisco.

Existen muchas maneras de desviar dinero de un casino, y la mayoría de ellas ya se llevaban a cabo antes de que se incorporaran Glick y Rosenthal. Había desviaciones de facturas, sobornos en la comida y la bebida, robo en la sala de cuentas. Pero, sorprendentemente, las máquinas tragaperras durante mucho tiempo habían sido intocables debido a un problema logístico grave: la dificultad de transportar las monedas. Un millón de dólares en monedas de veinticinco centavos, por ejemplo, pesa veintiuna toneladas. Ahora bien, como las máquinas tragaperras cada vez tenían más importancia en el total de beneficios del casino, tenía que haber un sistema de hacerse con ese dinero.

Así, contrataron a George Jay Vandermark para controlar las máquinas tragaperras de Argent. Vandermark estaba perfectamente cualificado para el empleo: se le conocía como el mayor tramposo en las tragaperras de la historia. Según Ted Lynch, un conocido de Vandermark:

Jay se iba cuatro meses al año y recorría el estado abriendo máquinas. Todo lo que tenía que hacer era mirar la máquina y ésta entregaba el contenido. Le encantaba hacerlo. Yo le he visto abrir máquinas de hielo en las gasolineras únicamente por el placer de ver caer las monedas.

Vandermark era tan conocido por sus timos y por hacer trampas en las tragaperras que aparecía en la lista negra de Bob Griffin: un quién es quién de los estafadores de casino utilizado principalmente por los casinos. De hecho, cuando uno de los ejecutivos del casino Fremont vio entrar por primera vez a Vandermark en el casino, intentó echarlo; dio marcha atrás cuando le comunicaron que Vandermark era su nuevo jefe.

Una de las primeras cosas que hizo Vandermark al incorporarse a Argent fue eliminar los controles que protegían el registro exacto de todo el dinero en efectivo en la sala de cuentas. Centralizó la supervisión de las tragaperras de los cuatro casinos Argent y hacía transportar las monedas del Fremont, el Hacienda y el Marina al Stardust, donde se recontaban a diario.

Vandermark redujo, asimismo, el número de interventores que se dedicaban a comprobar dos veces que el peso y el valor de las monedas empaquetadas y apiladas se correspondiera con la cantidad de monedas sueltas que habían entrado en la sala de cuentas.

Cuando uno de los interventores se quejaba a Vandermark de que se le estaba privando de una garantía fiscal extremadamente importante, se le decía que eso no era de su incumbencia.

Después, el interventor lo ponía en conocimiento del Departamento de Control del fuego que iba inmediatamente a quejarse al tesorero de Argent, Frank Mooney, de que sospechaba que Vandermark robaba. Según el interventor, Mooney le dijo simplemente: «Haga lo que considere mejor en estas circunstancias».

Entre las innovaciones que Vandermark introdujo en el Stardust se encontraba el sistema de amañar los contadores de monedas para que registraran un tercio más de ganancias de las que se pagaban en realidad.

Era un golpe excelente, ya que, cuando se vaciaban las máquinas y se llevaban las monedas a la sala de cuentas, la báscula electrónica utilizada para pesar las monedas se había manipulado para que redujera el peso de las monedas en una tercera parte.

Vandermark disponía entonces de una tercera parte del total de monedas procedentes de las máquinas tragaperras para despistar, puesto que se habían amañado las tragaperras con la finalidad de que indicaran que los jugadores se habían llevado a casa aquella cantidad en concepto de ganancias.

No obstante, había un problema: cómo sacar toneladas y toneladas de monedas de la sala de cuentas, tan vigilada, por no hablar del casino. Pero Vandermark tenía una solución: creó bancos auxiliares en la planta del casino, donde los empleados que se encargaban del cambio de las tragaperras cambiaban las monedas que se querían despistar por billetes. Los bancos auxiliares burlaban el procedimiento normal del casino: nunca se llevaban los billetes a la ventanilla del cajero para que se contaran junto con el resto de billetes del casino. Vandermark hizo instalar unas pequeñas puertas metálicas a uno de los lados de los bancos auxiliares, de modo que una vez el empleado había deslizado los billetes en un compartimiento cerrado dentro del banco, un colaborador de Vandermark abría la puerta desde fuera y se llevaba los billetes en unos grandes sobres.

Los sobres procedentes de los bancos auxiliares de cada uno de los casinos de Argent se llevaban al despacho de Vandermark. Después el dinero se entregaba a unos mensajeros especiales que efectuaban viajes regulares transportando el dinero en efectivo entre Las Vegas y Chicago, donde se distribuía hacia Milwaukee, Cleveland, Kansas City y Chicago.

La práctica de despistar dinero de Argent era descarada. Nadie se dedicaba a llevarse a hurtadillas el dinero escondido debajo de la camisa en mitad de la noche. La gente que trabajaba en la sala de cuentas y en la ventanilla del cajero lo sabían todo al respecto. En una ocasión, tras manipular las básculas electrónicas, se instalaron los dispositivos detrás, de modo que al accionarlos la báscula reduciría el peso del recuento de monedas en un treinta o bien un setenta por ciento. Un día especialmente agitado, uno de los chicos de Vandermark accionó el dispositivo equivocado, y de repente la báscula reducía el peso de las monedas en un setenta por ciento. Vandermark se dio cuenta en seguida de lo elevado que era el recuento final y se percató de lo que ocurría. Exclamó:

– Tú, hijo de puta, nos vas a meter a todos en un lío. No podemos robar tanto.

Los ejecutivos más expertos del casino, quienes sospechaban que se estaba llevando a cabo algún tipo de desviación, tenían la experiencia suficiente para saber que no les interesaba de ningún modo seguir la pista de esa clase de asuntos.

Sabían que incluso una amenaza implícita involuntaria a la seguridad de la desviación de dinero podría tener consecuencias fatales.


Edward Buccieri, Marty, un primo lejano de Fiore Buccieri, era jefe de mesas en el Caesar's Palace. Corredor de apuestas que había cumplido condena, conoció a Allen Glick cuando éste intentó comprar por primera vez el King's Castle en el lago Tahoe el año 1972. Buccieri presentó a Glick a Al Baron y a Frank Ranney, los gestores de fondos del sindicato de camioneros, que después contribuyeron en la compra del Stardust por parte de Glick en 1974. En 1975, después de que la práctica del desvío de dinero hubiera empezado a hinchar bolsas de la compra con dinero en efectivo para los capos de la mafia que habían dispuesto el préstamo, Buccieri empezó a agobiar a Glick. Quería una gratificación en concepto de su descubrimiento y pedía de 30.000 a 50.000 dólares. Según Beecher Avants, el jefe del departamento de homicidios local en ese momento:

Buccieri hacía años que tenía ojeriza a Glick. Buccieri le contaba a todo el que le escuchaba que primero él le consiguió a Glick los préstamos de la Caja de Pensiones y después Glick lo defraudó. Ahí estaba Glick como propietario de cuatro casinos, tres hoteles, aviones y casas por todas partes, mientras Marty seguía en las mesas del Caesar's en un turno de ocho horas.

Una tarde de mayo, Glick y Buccieri se encontraron en el hotel Hacienda. De nuevo, Buccieri sacó el tema de la gratificación. La conversación subió de tono, y Buccieri agarró a Glick por el cuello y lo amenazó. Los guardias de seguridad los separaron. Según Rosenthal:

Recuerdo a Glick cuando volvió después al Stardust. Tenía el rostro totalmente enrojecido. Estaba nervioso.

– Tengo que hablar contigo -me dice-. Es urgente. ¿Conoces a Marty Buccieri?

Yo no conocía al tipo. Lo conocía de oídas, pero no personalmente. Sabía que era un pariente lejano de mi amigo Fiore Buccieri, tal vez primos lejanos o algo así. Pero no lo había visto nunca.

Glick está desquiciado. Muy raro en él.

– Frank, no dejaré que esto vuelva a suceder. Y tú tienes que ayudarme -dice.

Le pregunté qué había ocurrido y me explicó que Marty lo había agarrado por el cuello y lo había empujado. Le pregunté por qué Buccieri había hecho algo así, pero Glick sólo quería describir lo que había sucedido. Me respondió con una gilipollez pero la cosa no quedó demasiado clara. Más tarde tuve la sensación de que se debió a que Buccieri consideraba que lo había estafado.

Una semana después del incidente, Buccieri estaba a punto de poner el coche en marcha en el aparcamiento para empleados del Caesar's Palace cuando dos hombres armados con sendas automáticas del calibre 25 con silenciador le dispararon cinco tiros en la cabeza. Como cuenta el jefe del departamento de homicidios Beecher Avants:

Fui a hablar con Glick sobre el asesinato. Glick tenía uno de esos despachos ostentosos, con un montón de espejos. Por allí tenía los aparatos electrónicos más modernos. Estanterías con libros y placas por todas partes. Máquinas electrónicas que registraban las cotizaciones de la bolsa. Lámparas caras, jarrones con flores. Era el despacho de un presidente. En todos los sitios donde te podías sentar te veías reflejado en un espejo. Glick era uno de esos tipos pequeñajos que se esconden tras una mesa grandiosa.

Glick dijo que había tenido un «altercado» con Buccieri, pero negó que Buccieri le hubiera agredido físicamente.

Mientras hablaba, Glick se mantenía quieto en su sitio. Muy controlado. Los hombres de negocios te dan respuestas a todo lo que les preguntas. Era como un zombi. Un ser inexistente. Y todos los espejos de la estancia reflejaban el mismo ser inexistente. Al cabo de un rato, me empecé a preguntar cuál de ellos era realmente Glick.

El Zurdo era otra historia. En su despacho no había espejos. Estaba limpio como una patena. Encima de la mesa no había nada. Detrás, tenía ese póster con un gran «¡NO!» que ocupaba el noventa por ciento del espacio y un pequeño «sí» apretujado en la parte de abajo.

El Zurdo estaba de pie detrás de la mesa, y lo único que movía era el lápiz, con el que siguió jugueteando. El Zurdo era uno de esos tipos que no quieren decirte nada, pero siempre te hacía saber que sabía mucho más de lo que revelaba.

Beecher Avants y el departamento de homicidios pasaron meses intentando acusar a Tony Spilotro del asesinato de Buccieri, al cual habían controlado una semana antes del asesinato hablando con los del sindicato de camioneros en la cafetería del Tropicana. Mientras tanto, el FBI sabía al cabo de unos días que Frank Balistrieri había ordenado el asesinato desde Milwaukee. Según un importante confidente de Milwaukee, Balistrieri estaba convencido de que Buccieri era un delator y se dirigió a los capos de Chicago en busca de la aprobación para llevar a cabo la acción. Se asignó el asesinato a Spilotro y su banda. Según el confidente, Spilotro insistió enfurecido a Balistrieri en que Buccieri no era un confidente; sin embargo, desempeñó la misión de todos modos. Hizo venir a dos asesinos: uno de California y otro de Arizona. A ninguno de ellos se le imputó jamás el crimen.

El FBI tenía gran parte de razón. Lo que no supieron en el momento, pero sí descubrieron más tarde, era que Marty Buccieri fue asesinado porque amenazó a Glick, y Glick era el hombre de paja de la mafia. Una amenaza a Glick se entendía como una amenaza a los capos y al desvío de dinero. Puesto que preservar la inviolabilidad y seguridad del desvío de dinero nunca supondría un motivo para asesinar a Buccieri, los capos que dieron la orden filtraron en la organización la historia de que se había convertido en confidente del gobierno. Ni siquiera Spilotro, el hombre a quien se asignó el asesinato desde Chicago, supo la verdadera razón que se escondía detrás del asesinato de Buccieri.

Seis meses después de la muerte de Buccieri, el 9 de noviembre de 1975, una acaudalada mujer de cincuenta y cinco años, llamada Tamara Rand, recibió cinco disparos en la cabeza y cayó muerta en la cocina de su casa en el barrio de Mission Hills de San Diego. Se trataba de una acción profesional. Los asesinos utilizaron un arma del calibre 22 con silenciador; no había señales de que hubieran forzado la entrada y no faltaba nada. El marido de Rand encontró el cadáver cuando volvía del trabajo. En palabras de Beecher Avants, del departamento de homicidios:

La mañana siguiente al asesinato, empecé a recibir llamadas de la prensa. Resultaba que Tamara Rand acababa de volver de Las Vegas y había discutido con Allen Glick.

¡Un gran parecido con lo de Marty Buccieri! No se puede discutir con este hombre y terminar sin que te asesinen. La cuestión era que Rand había reclamado determinadas acciones a Glick y había ido a los tribunales para exigir una parte del Stardust.

Era una mujer dura. Había volado hasta la ciudad en mayo para presentar la demanda y, al volver a San Diego, le contó a su sobrina que había discutido con Glick. También dijo que la habían amenazado, pero quién lo había hecho exactamente no quedó claro. Su sobrina dijo que no le dio importancia a la amenaza: «Lo que realmente le interesaba era poner en orden todas sus deducciones fiscales para el juicio».

Glick había luchado discretamente contra las reclamaciones de Rand de ser socia del Stardust durante años, pero el repentino asesinato al estilo mafioso provocó que el oscuro litigio pasara de las páginas de economía a la portada.

Glick se enteró de que habían asesinado a Tamara Rand al descender del avión de Argent en Las Vegas, y los periodistas y cámaras de televisión le dieron la bienvenida preguntándole por su reacción ante el asesinato. Tras mostrarse conmocionado, subió en una limusina de Argent y huyó del lugar. Al día siguiente, el departamento de relaciones públicas de Argent emitió un comunicado que decía que si bien Glick conocía a Rand y tenía gratos recuerdos de su amistad con ella, no había más comentarios.

Los periódicos encontraron los comentarios en alguna otra parte. Descubrieron que, unos dos meses antes del asesinato, Rand había intensificado sus acciones civiles contra Glick presentando contra él cargos por delito de estafa. Y ella había conseguido una importante y peligrosa victoria en el tribunal: ella y sus abogados tuvieron acceso a los documentos de la empresa referentes a los préstamos de la Caja de Pensiones del sindicato de camioneros.

Una semana después del asesinato, el San Diego Union publicó una carta que había escrito Rand siete meses antes de su muerte, donde se detallaba su relación con Glick. No era nada halagadora. Se acusaba a Glick de vivir como un rey, de llevar a sus amigos en el avión de la empresa a los partidos de fútbol americano, de rodearse de un «ejército de juguete».

La publicidad en torno al asesinato -rematada por un artículo en Los Angeles Times que informaba de que Glick era una de las diversas personas a las que se había interrogado en relación con ello- obligó a Glick a comparecer ante los periodistas en las oficinas de gestión del Stardust para emitir un comunicado replicando a las acusaciones. Rezaba así:

Durante las dos últimas semanas, y estos últimos días, se ha ofrecido de mí una vil imagen basada en puras mentiras, sucias insinuaciones y deducciones con un trasfondo delictivo sin ninguna otra finalidad que el periodismo sensacionalista.

Me siento obligado a responder a estos ataques desmesurados, no sólo por la tensión emocional que han provocado en mi familia, sino por respeto a los más de cinco mil empleados de Argent, a mis socios y amigos.

Dejar de responder a estas mentiras publicadas recientemente constituiría una traición a la integridad de mi familia, mis amigos y Argent.

Hace dos semanas, se encontró el cadáver de una mujer en su casa de San Diego. La señora Rand era una antigua socia en algunos de mis negocios y más recientemente fue parte interesada en un pleito interpuesto contra una empresa en la cual yo me encontraba en activo, así como contra mí personalmente.

La imagen que se ha dado de mí y las insinuaciones de que yo estuviera relacionado con el asunto o de que supiera algo de esa horrible tragedia constituyen una práctica irresponsable y carente de ética por parte de ciertos medios de comunicación.

El hecho de deducir que un desacuerdo empresarial podría tener relación con un cruel asesinato es despreciable. Agradezco a determinados miembros de la familia de la señora Rand que se hayan presentado para expresar personalmente su indignación ante tales acusaciones falsas.

Mi relación o bien la de alguna sección o empleado de mi empresa con el llamado «crimen organizado» es falsa.

La verdad es que nunca se me ha condenado o declarado culpable de un delito mayor que una infracción de tráfico. La verdad es que Argent gestiona tres hoteles y cuatro casinos en Las Vegas. La verdad es que se me concedió por unanimidad la licencia para gestionar el funcionamiento de esos hoteles y casinos después de una exhaustiva y minuciosa investigación… La verdad es que he tratado de llevar una vida social discreta basada en una relación familiar sana.

En lugar de reconocer estas verdades, ciertos miembros de los medios de comunicación han difundido continuas deformaciones de la realidad.

Yo no dispongo de ningún periódico, revista o cadena de televisión para responder abiertamente en contra de estas falsas acusaciones, pero cuento con algo a mi favor que no se puede deformar, difamar ni falsificar cuando se conoce: esto es la certeza de que Allen R. Glick no ha tenido relación, ni la tendrá nunca, con nada que no sea estrictamente legal.


Según el FBI, Tamara Rand fue asesinada para proteger el desvío de dinero; su asesinato lo ordenó Frank Balistrieri. Cuando a la señora Rand se le reconoció el derecho a exigir la presentación de los documentos relacionados con el préstamo concedido por el Sindicato de Camioneros a Glick y Argent, Balistrieri tuvo claro que el juicio tenía que suspenderse.

Así que Balistrieri viajó de nuevo a Chicago. Esta vez dijo a los capos de la organización que Tamara Rand estaba a punto de poner en peligro todo el plan. Si se tenían que presentara juicio los libros del Sindicato de Camioneros sobre el préstamo concedido a Argent, en poco tiempo también tendrían que comparecer las personas en cuestión. Rand iba a hundir a Glick y a todo aquel que estuviera implicado en el proyecto.

Un confidente de Milwaukee le dijo más tarde al FBI lo que Balistrieri había dicho a los capos de Chicago: «No queremos ningún fracaso. Tenemos que mantener una imagen limpia del genio. Él se vería en un aprieto si ella consigue continuar con el juicio».

No se procesó a nadie por el asesinato de Rand.


Y el desvío de dinero continuaba.

Se estima que Vandermark consiguió despistar entre siete y quince millones de dólares de Argent entre 1974 y 1976, suma que no incluye lo que se desviaba de las carreras y las apuestas deportivas del Stardust, del departamento de crédito o de las cuentas de comida y bebida. No había ningún departamento bajo el control de las reservas económicas de la empresa que no contara con la infiltración de socios de los capos.

Para los individuos que disponían los préstamos, el desvío de dinero del casino equivalía a haber encontrado petróleo. El dinero salía a raudales cada mes. Durante el primer año de gestión de Glick, entre agosto de 1974 y agosto de 1975, Argent registró una pérdida neta de 7,5 millones de dólares. Eso sobresaltó a Glick, ya que los ingresos totales de la empresa superaban en 3,4 millones de dólares los 82,6 millones del mismo período. Glick estaba tan fuera del ajo que atribuyó las pérdidas de los casinos Argent a los pagos adicionales de intereses que no se habían previsto, a la elevada depreciación de la moneda y los costes de amortización, a los adelantos a las filiales e incluso al aumento de los costes y gastos de gestión. «Él no tenía ni idea de lo que estaban haciendo ni de cómo lo hacían», dice Bud Halls.

14

«Si se niega la licencia a todo el mundo que tiene algo en su pasado, seguramente habrá que acabar con el cincuenta por ciento de la gente de esta ciudad.»


Según recuerda Dick Odessky, ex director de relaciones públicas del Stardust:

Después de que me despidieran del Stardust, conseguí un empleo de periodista en el Valley Times, y utilizaba mis columnas para volver locos El Zurdo y a Glick.

No ganaba mucho dinero, pero me divertía un montón. Ahí estaba aquella empresa de cien millones de dólares, una de las mayores de Las Vegas, rodeada de polémica.

A finales de 1975, después de un año en funcionamiento, se interrogaba al presidente del Departamento sobre su relación con los dos asesinatos de la mafia y sobre si contaba con la influencia de ésta para obtener créditos del Sindicato de Camioneros, y el tipo que había contratado para llevar los casinos tenía tanto miedo de no pasar el examen para conseguir la licencia que se ocultaba tras cualquier tipo de empleo mientras seguía moviendo todos los hilos desde atrás.

Seguía teniendo muchos amigos en la empresa, y había muchas filtraciones. Un día recibí una llamada de una mujer que decía que Rosenthal se dirigió a las mesas, señaló a todos los que estaban allí y los despidió.

Ella me había proporcionado anteriormente buenas informaciones sobre Argent y Frank, pero no había podido comprobar nada. En ese momento tenía algo que sí podía comprobar, y cuando lo hice, descubrí que era verdad.

El Zurdo había hecho justo lo que la mujer decía que había hecho. No tenía sentido. Era suficiente para que el Departamento de Control le denegara la licencia. Pero parecía que a él no le preocupaba. Así es como se sentía de fuerte y seguro en su posición.

No obstante, había algunos tipos del Departamento de Control que trabajaban en el caso. De hecho, dos de ellos pasaron por allí y querían saber cuál era mi relación con Frank. Yo les respondí que no tenía ninguna. Me habían despedido.

– ¿Y cuándo trabajaba para usted? -me preguntaron.

Les dije que él no había trabajado nunca para mí. Era absurdo.

Después, me enseñaron unas tarjetas que identificaban a Rosenthal como ayudante del director de relaciones públicas. Como yo me encargaba de las relaciones públicas, dieron por sentado que él había trabajado para mí. En cambio, él había ordenado imprimir las tarjetas, pensando que con aquello lo tenía todo solucionado.

Los agentes siguieron con su informe, pero, como es típico, no sacaron nada.

Otro día, se me informó de que dos agentes del Departamento de Control estaban interrogando a Bobby Stella en el Stardust; éste les detuvo y les dijo que deberían hablar con Rosenthal. Les llevó arriba a hablar con El Zurdo.

La historia que me llegó fue que los agentes entraron en el despacho de Rosenthal, empezaron a formularle preguntas y El Zurdo les hizo callarse.

Le pidió a su secretaria que marcara un número de teléfono y, tras hablar unos minutos, le pasó el auricular a uno de los agentes.

– El comisario Hannifin quiere hablar con usted -dijo Frank, pasándole el teléfono.

Los agentes quedaron perplejos. Phil Hannifin era su jefe. Era uno de los miembros más estrictos del Departamento de Control. No permitía que sus agentes lo llamaran después del horario laboral, independientemente de lo urgente que éstos pudieran considerar que era que se pusieran en contacto con él; y ahí estaba el hombre que veían como el jugador más importante sin licencia de la ciudad llamando a Hannifin a casa.

Hannifin estaba al teléfono y empezó a gritar a los agentes. Les recordó que había una orden en el Departamento de Control que no permitía a ningún agente entrar en el Stardust sin que él lo autorizara personalmente.

Hannifin echó la bronca a los agentes y éstos se pusieron tan furiosos que hicieron correr el rumor de que la relación personal entre él y El Zurdo permitía a este último trabajar sin licencia.

Yo consideré que el rumor era lo suficientemente grave como para exigir una explicación a Hannifin. Negó que hubiera sucedido algo así. Nunca echaba la bronca a sus agentes, dijo, y evidentemente nunca delante de Frank Rosenthal en su propio despacho. Tuve que creerle.


Aunque Hannifin negaba la historia que contaban los descontentos agentes, los rumores sobre la estrecha relación entre Rosenthal y Hannifin tenían, de hecho, su base. Se conocía la admiración de Hannifin por la pericia en el juego de El Zurdo. Fue idea de Hannifin autorizar a los casinos para que dispusieran de apuestas deportivas, e incluyó a Rosenthal en la campaña; con el tiempo, Hannifin se convirtió en su admirador. Según Hannifin:

Entonces no se podían llevar apuestas de carreras y deportes en un casino. Normalmente estaban fuera y tenían muchos problemas. No se llevaba ningún tipo de registro y el estado nunca tenía un recuento total. Había dos o tres grupos de apuestas. Tenías un tipo con una pizarra, un teléfono y un contrato de alquiler, y al primer indicio de problemas, desaparecía. Siempre pensé que funcionaría mejor si metíamos las apuestas deportivas dentro de los casinos ya que así podríamos regularlas. Seguramente, El Zurdo era el que sabía más de apuestas deportivas de Las Vegas, y le pregunté si colaboraría explicando a la asamblea legislativa del estado las ventajas de que el Departamento de Control del Juego autorizara las apuestas deportivas. Le encantó la idea. Viajó a Carson City unas seis veces y prestó declaración. Estuvo estupendo. Le gustaba subir al estrado y dominaba el tema. Se puso de pie y vendió el sistema.


Según Rosenthal, El Zurdo:

Hannifin tramaba algo con el tema de meter las apuestas deportivas en los casinos. En 1968, cuando llegué aquí, sólo había dos o tres sitios en Las Vegas donde se pudieran realizar apuestas deportivas. Pero estaba a punto de estallar una revolución. La televisión empezaba a cubrir los deportes, y cada año después de la primera Superbowl en 1967, se cuadruplicaba el interés por apostar en deportes.

Antes de eso, no había partido de fútbol americano los lunes por la noche. La mayoría de garitos de apuestas deportivas se dedicaban a las carreras de caballos y parecían más bien establos y no lo que son ahora. Eran unos sitios muy desagradables. Antros llenos de serrín. La mayoría tenían aquellas viejas pizarras. No había comodidades.

Cuanto obtuvimos el visto bueno, yo sabía exactamente lo que había que hacer. Me había pasado la vida en aquellos garitos y sabía lo que les hacía falta. No se pueden contar las horas que pasé con el tema del diseño, horas y horas para elegir los asientos adecuados, el espacio, la altura, los tablones, las pantallas de televisión. Quería que parecieran teatros.

Pero trabajaba con gente que no sabía de qué les hablaba. Nunca había habido una sala de deportes como ésa.

Eran unos tres mil metros cuadrados con cabida para seiscientas personas, además de doscientas cincuenta butacas iluminadas individualmente con sus propias mesas y reguladores de intensidad para los jugadores asiduos.

Colocamos una barra que medía casi cuatrocientos metros de madera labrada, un espejo y el sistema de proyección de luz más grande del mundo. Teníamos una pantalla de televisión de quince metros cuadrados, y puesto que los que se dedicaban a los caballos eran los que apostaban más fuerte, disponíamos de tableros de registro para cinco carreras distintas que ocupaban cincuenta metros cuadrados. Era el sistema más grande y caro que existía. Y lo teníamos todo. Quinielas, dobles, gemelas, triples y triples gemelas, además de las apuestas normales.

Yo estaba en una situación magnífica. Las apuestas deportivas empezaron a reportar dinero a los casinos y, por lo tanto, al estado. En algunos círculos, era mi época dorada. Tenía una buena racha.


Phil Hannifin le estaba sinceramente agradecido a Rosenthal por su ayuda. Le comentó que votaría en su favor para que le concedieran la licencia. Y le dio un buen consejo:

Mantén una línea discreta. Una posición discreta. Tendrás más oportunidades de obtener la licencia si te mantienes en un segundo plano.

Pero en junio de 1975, en el Business Week apareció un artículo sobre Allen Glick que supuso un paso decisivo hacia su destrucción. Se citaba que El Zurdo había dicho: «Glick es el punto final económico, pero la táctica sale de mi despacho».

Nadie podía creerlo. El Departamento de Control del Juego había intentado durante meses pillar a El Zurdo dirigiendo el Stardust, y él había insistido repetidamente en que sólo era el ayudante ejecutivo, o el responsable de relaciones públicas, o el encargado de la cuestión de comida y bebida. Siempre que aparecía un detective, Rosenthal se esfumaba del casino. Y ahí estaban las pruebas, más claro el agua: Rosenthal preparaba la táctica. Si lo hacía, las consecuencias estaban claras: tenía que solicitar una licencia de juego. Evidentemente, El Zurdo adujo que se habían tergiversado sus palabras. Nadie le creyó. «La cuestión real es si tiene que poseer licencia», dijo Robert Broadbent del Departamento de Control del Juego y Licencias del condado de Clark. «Y en caso de que no deba tenerla, ¿por qué no? Y si no tiene licencia, y no se le puede conceder, ¿debería estar ahí?.»

Allen Glick me pidió que inspeccionara el Hacienda. Quería que hiciera una evaluación completa. Lo hice y el informe que le presenté era muy negativo. Se incurría en hechos delictivos y había mala gestión. El incumplimiento de las normas del Departamento de Juego era evidente.

El Zurdo decidió que había que deshacerse del ejecutivo del Hacienda. El Zurdo no sabía nada de la amistad del ejecutivo con Pete Echeverría, el director de la Comisión del Juego.


Como afirma El Zurdo:

Debería haberlo sabido, pero lo desconocía. Cuando despidieron al tipo, le dijo a todo el mundo que Pete Echeverría se encargaría de Frank Rosenthal de manera adecuada y rápida. Me enteré de la amenaza después de los hechos. No le di importancia.

Pete Echeverría era un abogado de cincuenta años que se enorgullecía de «no haber lanzado nunca los dados, jugado una mano a la veintiuna, ni puesto un dólar en la ruleta» en toda su vida, pero sabía que «el juego era una parte esencial de la economía de nuestro estado y se tenía que llevar como un negocio verdaderamente claro y honrado».

Ex senador del estado que había trabajado en el Departamento de Planificación estatal, Echeverría había crecido en Ely, Nevada, se había licenciado en la Universidad de Nevada y en la Facultad de derecho de Stanford, y durante veinticinco años había ejercido como abogado especializado en temas inmobiliarios cuando, en octubre de 1973, el gobernador Mike O'Callaghan le eligió para el cargo superior en temas de juego.


Según Rosenthal:

Sabía que Echeverría iba a ser mi verdugo, y localicé a Phil Hannifin. Nos encontramos en la cafetería del Stardust. Le pregunté qué posibilidades tenía de obtener una licencia de juego como empleado clave. Le hablé de mi pasado, de todo. Si se trataba de algo imposible, le dije que yo no tenía problema en retirarme. Adoptaría otra posición. Le dije: «Te hablo como amigo». Añadí que sentía un gran respeto por él. ¿Puedo presentarme ante el Departamento de Control y que se me haga justicia teniendo en cuenta mi pasado?

Era todo lo que quería saber: si podía contar con un empujoncito Hannifin era un tipo duro y me dijo, mirándome fijamente a los ojos:

– Te diré una cosa. Votaré en tu favor con la conciencia tranquila.

Tenía delante un regalo de Navidad. La licencia clave me permitiría estar en la cima de la empresa de manera oficial. Tendría la posibilidad de aprovechar las opciones de acciones. Todo.

Hannifin me proporcionó una posibilidad de éxito al cincuenta por ciento. Echeverría había estado presionando a Hannifin y al Departamento de Control para que me presentara a solicitar la licencia.

Si tenía una oportunidad, tenía que ir a por ello. La ocasión era demasiado maravillosa. Argent contrató una empresa de detectives privados -todos ex agentes del FBI- y recibieron cien mil dólares para que descubrieran todo lo posible sobre mí. Yo deseaba saber todo lo que los detectives del Departamento de Control sabían por si tenían la intención de hundirme.

Los chicos del FBI hicieron un trabajo increíble. Eran tipos duros. No hubieran aceptado la misión si yo no les hubiera dado mi aprobación de que si encontraban algo grave contra mí, podían presentarlo a las autoridades.

Empecé a sentirme bastante bien. Incluso el Departamento de Justicia finalmente había llegado a desestimar los cargos de la Rose Bowl contra nosotros, y se remontaban a 1971. Fui a ver a Glick y le dije que iba a solicitar una licencia para un empleo clave.

Pero un par de semanas antes de la vista, Hannifin dejo de pasar por allí. No tenía noticias suyas. No conseguía localizarle por teléfono. Le llamaba dos veces a la semana y nunca estaba. Una noche, hablé con su esposa. Me dijo que él me llamaría, pero no lo hizo. Tenía la sensación de que me iban a traicionar.

Las vistas del Departamento de Control se llevaban a cabo en Carson City, lo cual era habitual e incómodo. Teníamos que desplazarnos hasta allí en avión con dos o tres Lears para poder llevar a mis abogados y a la mayor parte de mis testigos, que vivían y trabajaban en Las Vegas.

Las vistas se realizaron en una sala enorme. Me acuerdo de contemplar a Linda Rogers, la secretaria de Oscar Goodman, empujando un carrito con montones de informes míos y demás material.

Las vistas duraron dos días en la segunda planta del edificio estatal de Carson City. El Zurdo fue interrogado a fondo: sobre Eli El Zumos, sobre su presunto soborno al jugador de fútbol americano de Carolina del Norte, sobre su relación con Tony Spilotro. «El Zurdo respondió las preguntas del Departamento con todo detalle -dijo Don Diglio, un periodista del Las Vegas Review Journal-, a veces con demasiada profusión de detalles.»

Según Diglio, cuando El Zurdo respondía las preguntas, se ponía tan nervioso que no podía parar de seguir dando más explicaciones y justificaciones. Cuando le preguntaron por su relación con Spilotro, por ejemplo, El Zurdo inició un monólogo plagado de divagaciones: dijo que conocía a Spilotro desde su nacimiento, que sus padres se conocían, pero que desde que se habían instalado en Las Vegas no habían tenido nada que ver ni a nivel social ni profesional.

Según declaró El Zurdo:

Admito que con toda la publicidad negativa y las acusaciones contra Tony… y manifiesto que no estoy de acuerdo con ello. He leído que el señor Spilotro estaba aquí para vigilarme, controlarme, y otras cosas. Admito que me estaba introduciendo en una zona delicada de juego, y me familiaricé con el Departamento de Control, la Comisión, y el negocio como una rama punta.

Pero también me di cuenta de mi derecho o del derecho de mi familia, del hecho de que estaba casado y de que era afortunado de tener dos hijos sanos, de que era mejor ser consciente de ello.

Lo intenté desde el primer día en que entré en el Stardust. Pienso en mis antecedentes, pienso que la autoridad -y ahí, según Diglio, Rosenthal miró intencionadamente a Hannifin- estaría de acuerdo en que mi historial señala que soy casi perfecto o que estoy cerca de la perfección.

Creo que Tony era consciente de ello. Tony vino a Nevada por su cuenta. Tenía el derecho de elegir vivir con su familia donde deseara. Yo respeto ese derecho. Creo que él respeta el mío.

Tony evitó a Frank Rosenthal y yo evité a Tony, hasta el punto de que no recuerdo que Tony Spilotro haya entrado en ningún establecimiento Argent. No puedo recordarlo. Si me preguntan: «Frank, ¿tenías algún plan o llegaste a algún acuerdo con Tony para no encontraros?», la respuesta es un no rotundo. Creo que había respeto, y yo valoro ese respeto.

Rosenthal se defendió durante cinco horas; el total de las vistas duró dos días. Allen Glick también declaró, y afirmó que no conocía los detalles del pasado de Rosenthal cuando lo contrató. Pero, dijo, estaba satisfecho con el trabajo de Rosenthal y volvería a tomar la misma decisión. «Si se niega la licencia a todo el mundo que tiene algo en su pasado -dijo Glick a la Comisión-, seguramente habrá que tachar al cincuenta por ciento de la gente de esta ciudad.»

«Durante el segundo día de interrogatorio -dijo Jeff Silver, el asesor jefe del Departamento de Control-, quedó patente que El Zurdo no tenía suficientes respuestas para las preguntas que se le formulaban. Le pregunté a uno de los miembros del Departamento, Jack Straton, que si iban a denegar la licencia al pobre tipo de todos modos, ¿por qué lo sometían a todas esas preguntas? Detuvimos las vistas.»

El 15 de enero de 1976, tras dos días de vistas, el Departamento de Control presentó su recomendación de denegar la licencia a El Zurdo.


Según El Zurdo:

Cuando los otros dos miembros del Departamento votaron para denegarme la licencia, Hannifin se negó a que el voto fuera público. Pero después de que los otros dos miembros acabaran sus discursos y pidieran que el voto fuera unánime, él se mostró de acuerdo.

Después de la vista, Hannifin vino y me alargó la mano. «Me gustaría disculparme ante ti y tu familia -dijo-, pero hice lo que debía.»

Yo sabía que Hannifin se sentía mal. Él sabía que yo había pasado un mal trago; ahora bien él, no era más que un maestro de escuela y funcionario de libertades condicionales de profesión, y el gobernador lo tenía en un puño.

Una semana después, mis abogados y yo volvimos a Carson City para apelar la decisión del Departamento, pero estaba claro que Echeverría nos iba a vapulear. En cuanto mis abogados iniciaron la presentación de su alegato, se le podía ver a él levantar el brazo de manera ostentosa, mirar el reloj y bostezar. No había mucho que apelar. El comité respaldó por unanimidad al Departamento de Control.

Deberían haberme concedido la licencia. Hannifin tenía mi expediente, todo el expediente, y no había nada en él que me pudiera impedir la obtención de la licencia para un empleo clave. Había individuos en la ciudad que poseían licencia que jamás lo hubieras dicho. Pero eso no era asunto mío. No podía señalar a los demás. Tenía que convencerles de que yo reunía las condiciones.

Ahora bien, entre tanto, llevaba cuatro casinos. Nadie más tenía cuatro casinos. Nadie en toda la ciudad tenía una responsabilidad como la mía en las salas. Si la comida no funcionaba en el Stardust o pasaba algo en el Fremont, yo tenía que estar allí. Contaba con gente cualificada para que me llamara a cualquier hora. En muchas ocasiones me tenía que levantar y volver a uno de los casinos a las tres de la madrugada.

Recuerdo que había oído varias veces que el cocinero del Stardust encargado de preparar la comida al momento servía algo horrible. Las quejas llegaron a mi despacho. Decían que los huevos revueltos no estaban hechos. Los sacaba crudos independientemente de lo que pidieran las camareras o los clientes.

Un día me levanté a las cuatro de la madrugada y fui al restaurante. Me senté, pedí unos huevos revueltos y le advertí a la camarera que quedaba despedida si le decía al cocinero que era yo quien los pedía. Cuando me los trajo, estaban crudos. Me levanté, entré en la cocina y lo despedí en el acto. Chico, por esto voy a tener problemas con el sindicato. Pero no podía soportar la incompetencia. Yo era muy estricto. Estúpido. Creo que se debía a tantos años de trabajar con los pronósticos. Tantos años recopilando información dieciocho horas al día, estudiando detenidamente veinte kilos de papel al día, en contacto con fuentes de todo el país. Es un negocio algo obsesivo, y ahora veo que apliqué las mismas costumbres laborales en un ambiente de más relación social.

La negativa del comité a concederle la licencia tenía que ser el final de Rosenthal, El Zurdo, en el Stardust. El Zurdo salía del juego. Ya no podía simular más cargos como director de relaciones públicas o encargado de restauración y cafetería. Le dieron cuarenta y ocho horas para vaciar el despacho. Y así lo hizo. El 29 de enero de 1976, El Zurdo dejó su despacho recién decorado en el Stardust y se fue a casa. Al día siguiente, los detectives del Departamento de Control descubrieron que su contrato de diez años de 2,5 millones de dólares seguía vigente.

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