CIRCULO DE LECTORES

Título original inglés, Castile for Isabella

Traducción, Isabel Ugarte

Cubierta, Falcó / Ruiz

Printer Colombiana, S.A. Calle 57, 6-35, Piso 13

© 1960 by Jean Plaidy © 1978 Javier Vergara, Editor, S.A.

Impreso y encuadernado por

Editorial Printer Colombiana Ltda.

Calle 64, 88A-30

Bogotá 1986

Printed in Colombia

ISBN 958-602-195-5 (obra completa)

ISBN 958-602-203-X

Edición no abreviada

Licencia editorial de Printer Colombiana, S.A.

para Círculo de Lectores, S.A.

por cortesía de Javier Vergara Editor

Queda prohibida su venta a toda persona

que no pertenezca a Círculo









LA HUIDA A ARÉVALO

El Alcázar se alzaba en lo alto de un risco desde el cual se podían ver a lo lejos los picos de la Sierra de Guadarrama y la llanura, regada por el río Manzanares. Era una imponente masa de piedra que había ido elevándose en torno de lo que una vez fuera una poderosa fortaleza erigida por los moros cuando conquistaron España. Ahora., era uno de los palacios de los reyes de Castilla.

En una de las ventanas del palacio, una niña de cuatro años permanecía inmóvil, mirando los picos coronados de nieve de las montañas, a mucha distancia, sin que la impresionara sin embargo la magnificencia del paisaje, pues estaba pensando en lo que sucedía dentro de las murallas de granito.

La pequeña tenía miedo, pero éste no se traslucía. Sus ojos azules eran serenos; aun siendo tan pequeña, había aprendido ya a ocultar sus emociones, y sabía que el miedo era lo que más había que esconder.

En el palacio sucedía algo extraordinario, y algo, además, muy alarmante. Isabel se estremeció.

En los apartamentos reales se habían producido muchas idas y venidas, y la niña había oído cómo los mensajeros que atravesaban presurosos los patios se detenían para hablar en un susurro con otras personas que estaban en los salones y sacudían la cabeza como si profetizaran un horrible desastre, o presentaban ese aire de inquietud que -ella ya lo sabía- significaba que eran quizá portadores de malas noticias.

No se atrevía a preguntar qué era lo que sucedía, porque una pregunta así podría provocar un reproche que sería una afrenta a su dignidad. Y ella debía recordar constantemente su dignidad, decía su madre.

-Recuerda siempre -había dicho más de una vez la reina Isa-

bel a su hija-, que si tu hermanastro Enrique muere sin dejar herederos, tu hermanito Alfonso sería rey de Castilla; y si Alfonso muriera sin dejar descendencia, tú, Isabel, serías reina de Castilla. El trono sería tuyo de derecho, y que la desgracia caiga sobre quien intente arrebatártelo.

La pequeña Isabel recordaba que su madre había sacudido los puños firmemente cerrados, que todo el cuerpo se le había estremecido y que ella había sentido deseos de gritar: «Por favor, Alteza, no habléis de esas cosas», pero no se había atrevido. Tenía miedo de todo lo que pudiera alterar a su madre, porque cuando la reina se alteraba aparecía en ella algo terrorífico.

-Piensa en eso, hija mía -seguía diciéndole-. Es algo que nunca debes olvidar. Y cuando te sientas tentada de una conducta que no sea la mejor, pregúntate tú misma si eso es digno de quien puede ser un día reina de Castilla.

-Sí, Alteza, lo recordaré -contestaba siempre Isabel en esas ocasiones-. Lo recordaré.

Habría prometido cualquier cosa con tal de que su madre dejara de sacudir los puños, con tal de no ver en sus ojos esa mirada enloquecida.

Y por eso lo tenía siempre presente, porque cada vez que sentía la tentación de perder los estribos, o incluso de expresarse con demasiada libertad, se le aparecía la imagen de su madre, cuando era presa de esas aterradoras actitudes histéricas, y no necesitaba nada más para dominarse.

Jamás permitía que su abundante pelo castaño estuviera en desorden; sus ojos azules se mantenían siempre serenos, y ya estaba aprendiendo a caminar como si llevara una corona sobre la cabeza.

-La infanta Isabel es muy buena -decían los sirvientes en el cuarto de los niños-, pero sería más natural si aprendiera a ser un poco humana.

-Yo no tengo que aprender a ser humana. Lo que debo aprender es a ser reina, porque a eso puedo llegar un día -habría podido explicarles Isabel, si hacerlo no hubiera estado por debajo de su dignidad.

En ese momento, por más ansiosa que estuviera de saber el motivo de la tensión que se percibía en el palacio, y de tantas

idas y venidas, de tantas miradas expectantes en los ojos de cortesanos y mensajeros, no preguntó nada; se limitó a escuchar.

Con escuchar se conseguía mucho. Isabel no había visto el fin del gran Alvaro de Luna, el amigo de su padre, pero había oído que lo pasearon por las calles, vestido como un delincuente común, y que el pueblo, que antes lo odiaba tanto que había pedido su muerte, había vertido lágrimas al ver caído a un hombre semejante. Había oído hablar de la forma en que subió al cadalso, con su porte tan calmo y una dignidad tal como si llegara al palacio a entrevistarse con el padre de Isabel, el rey de Castilla. Sabía que el verdugo había hundido el hacha en la orgullosa garganta para seccionar esa noble cabeza; sabía que habían cortado en pedazos el cadáver, para que al verlo el pueblo se estremeciera, para que recordaran cuál era el destino de quien, poco tiempo atrás, fuera el más caro amigo del rey.

Todas esas cosas se podían saber, escuchando.

-Todo fue cosa de la reina -comentaban los sirvientes-. El rey... vaya, si el rey habría revocado la sentencia en el último momento, sí, pero... no se atrevió a ofender a la reina.

En ese momento, Isabel había sabido que no era ella la única temerosa de los extraños estados de ánimo de su madre.

La niña amaba a su padre, el más bondadoso de los hombres. Juan II quería que su hija estudiara sus lecciones para poder, como él decía, apreciar las únicas cosas que valían la pena en la vida.

-Los libros son los mejores amigos, hija mía -le decía-. Yo lo he aprendido demasiado tarde; ojalá lo hubiera sabido antes. Pienso, hija, que tú serás mujer prudente; por eso, cuando te confío este mi conocimiento, sé que lo recordarás.

Como era su costumbre, Isabel escuchaba con gravedad. Quería ayudar a su padre, que parecía tan fatigado. Sentía que ambos compartían un miedo del cual ninguno de los dos hablaría jamás.

Isabel se prometía ser buena, se prometía hacer todo lo que se esperaba de ella, temiendo disgustar a su madre. Le parecía que su padre, el rey, hacía lo mismo; hasta podía enviar al cadalso a su amigo más querido, Alvaro de Luna, porque su mujer se lo exigía.

Con frecuencia, la niña sentía que si su madre hubiera sido

siempre tan dulce y calma como podía mostrarse a veces, todos habrían sido muy felices. Isabel amaba tiernamente a su familia. Era tan grato, pensaba, tener un hermanito como Alfonso, que indudablemente era el niño más bueno del mundo, y un hermano mayor como Enrique -aunque no fuera más que su hermanastro-que era siempre tan encantador con su pequeña hermanastra.

Deberían haber sido felices, y podrían haberlo sido fácilmente, de no haber sido por ese miedo siempre presente.

-¡Isabel!

Era la voz de su madre, en la que vibraba levemente la aspereza de esa nota estridente que despertaba siempre las señales de alarma en el cerebro de Isabel.

La niña se volvió, sin prisa, y vio que su gobernanta y las sirvientas se retiraban con discreción. La reina de Castilla les había indicado que deseaba estar a solas con su hija.

Lentamente, y con toda la dignidad que podía desplegar una criatura de cuatro años, Isabel se acercó a la reina y se inclinó hasta el piso en una graciosa reverencia. En la corte la etiqueta era rígida, incluso dentro del círculo familiar.

-Mi querida hija -murmuró la reina y, al levantarse la niña, la abrazó con efusión. La pequeña, aplastada contra el corpiño recamado de pedrería, soportó su incomodidad, pero sintió que el miedo se hacía más intenso. Esto, pensó, es algo realmente terrible.

Finalmente, la reina aflojó el violento abrazo con que retenía a la niñita y la separó de sí, sin soltarla. La observó con atención, y los ojos se le llenaron de lágrimas. Las lágrimas eran un signo alarmante, casi tan alarmante como los ataques de risa.

-Tan pequeña, sólo cuatro años, mi querida Isabel, y Alfonso no es más que un niño aún en la cuna.

-Alteza, es muy inteligente. Debe ser el niñito más inteligente de toda Castilla.

-Pues lo necesitará. ¡Pobres... pobres hijos míos! ¿Qué será de nosotros? Enrique ya buscará manera de librarse de nosotros.

¿Enrique?, se preguntó Isabel. ¡El bondadoso, el jovial Enrique, que siempre tenía dulces para ofrecer a su hermanita, y que la levantaba en brazos y la hacía cabalgar sobre sus hombros, diciéndole que algún día sería una mujer muy bonita! ¿Por qué habría de querer Enrique librarse de ellos?

-Voy a decirte una cosa -prosiguió la reina-. Estaremos preparados... No debes sorprenderte si te digo que hemos de partir sin demora. Y será pronto. Ya no puede tardar mucho.

Isabel esperó, temiendo hacer otra de esas preguntas que podían valerle una reprimenda. La experiencia le enseñaba que si esperaba y atendía, muchas veces podía descubrir tanto como haciendo preguntas, y en ocasiones más.

-Es posible que tengamos que partir de un momento a otro... ¡de un momento a otro!

La reina empezó a reírse, pero seguía teniendo los ojos llenos de lágrimas. Silenciosamente, Isabel rogó a los santos que no se riera tanto que no pudiera detenerse.

Pero no, no iba a haber otra de esas escenas terroríficas. La reina dejó de reírse y se llevó un dedo a los labios.

-Mantente alerta -le dijo-. Seremos más astutas que él -acercó el rostro al de la pequeña-. Él jamás tendrá un hijo -continuó-. Nunca... ¡jamás! -de nuevo, estaba próxima a esa risa aterradora-. Es por la vida que ha llevado. Esa es su recompensa, y bien que se la merecía. Pero no importa, ya nos llegará el turno. Mi Alfonso subirá al trono de Castilla... y si por algún azar él no llegara a la edad viril, siempre está mi Isabel. ¿No es verdad, eh? ¿No es verdad?

-Sí, Alteza -murmuró la pequeña.

Su madre le tomó entre el pulgar y el índice la mejilla regor-deta, y se la pellizcó con tanta fuerza que a la niña se le hizo difícil impedir que las lágrimas acudieran a esos ojos azules. Pero ella sabía que la intención era la de un gesto de afecto,

-Mantente alerta -insistió la reina.

-Sí, Alteza.

-Ahora debo volver con él -anunció su madre-. ¿Cómo puede una saber qué es lo que se trama a sus espaldas, eh? ¿Cómo se puede?

-Verdaderamente, Alteza -respondió, obediente, Isabel.

-Pero tú estarás preparada, Isabel mía.

-Sí, Alteza, lo estaré.

Otro abrazo, tan vehemente que era difícil no dejar escapar un grito de protesta.

-No tardará mucho -dijo la reina-. Ya no puede tardar mucho. Mantente preparada y no te olvides.

Isabel hizo un gesto de asentimiento, pero su madre volvió a la tan repetida frase:

-Un día, tú puedes ser reina de Castilla.

-Lo recordaré, Alteza.

De pronto, la reina pareció calmarse. Se dispuso a partir y una vez más su hijita la saludó con una reverencia.

Isabel tenía la esperanza de que su madre no entrara en la habitación donde el pequeño Alfonso dormía en su cuna. La última vez que su madre lo había abrazado con aquella vehemencia, su hermanito había gritado. Pobre Alfonso, cómo se podía esperar que supiera que jamás debía protestar, que nunca debía hacer preguntas, sino limitarse a escuchar; pronto tendría edad suficiente para que le dijeran que algún día podría ser rey de Castilla, pero por ahora no era más que un niño.

Cuando se quedó sola, la pequeña Isabel aprovechó la oportunidad para colarse en el cuarto donde estaba su hermanito, en la cuna. Era obvio que el niño no percibía la tensión imperante en el palacio, pataleaba alegremente y gorjeó de placer al ver aparecer a su hermana.

-Alfonso, hermanito -murmuró Isabel.

El niño se rió, mirando a su hermana, y pataleó con más fuerzas.

-¿Tú no sabes, verdad, que algún día podrías ser rey de Castilla?

Furtivamente, Isabel se inclinó sobre la cuna para besar a su hermano. Con cautela, miró a su alrededor. Nadie había advertido su pequeña debilidad, y la niña se excusó ante sí misma por haber traicionado su emoción. Alfonso era un niño muy bonito, y ella lo quería muchísimo.

La reina de Castilla estaba arrodillada junto al lecho de su marido.

-¿Qué hora es? -preguntó él, y mientras su mujer se apartaba las manos de la cara, prosiguió-: Pero, ¿qué importa la hora? La mía ha llegado ya, y es ahora el momento de las despedidas.

-¡No! -clamó la reina, y el enfermo advirtió la creciente nota de histeria en su voz-. La hora no ha llegado todavía.

El rey volvió a hablar suavemente, compasivo...

-Isabel, reina mía, no debemos engañarnos. ¿De qué nos serviría? En breve habrá nuevo rey en Castilla, y vuestro marido, Juan II, empezará a convertirse en un recuerdo... y no muy feliz para Castilla, me temo.

Ella había empezado a dar golpecitos sobre la cama con el puño contraído.

-No debéis morir aún, todavía no. ¿Qué será de los niños?

-Los niños, sí -asintió el rey-. No os excitéis, Isabel. Yo me ocuparé de que se cuide de ellos.

-Alfonso... -murmuró la reina- todavía está en la cuna. Isabel... ¡acaba de cumplir los cuatro años!

-Tengo puestas grandes esperanzas en nuestra enérgica Isabel -declaró el rey-. Y también está Enrique, que será un buen hermano para ellos.

-¿Como el buen hijo que ha sido para su padre? -preguntó ásperamente la reina.

-No es este el momento de las recriminaciones, esposa mía. Bien puede ser que hubiera desaciertos por ambas partes.

-Sois... sois blando con él... muy blando.

-Soy un hombre débil y estoy en mi lecho de muerte; lo sabéis tan bien como yo.

-Siempre fuisteis blando con él... como con todos. Aun cuando os encontrabais bien, os dejasteis gobernar.

El rey levantó débilmente la mano, pidiendo silencio, y prosiguió:

-Creo que el pueblo está satisfecho. Creo que está deseando feliz despedida a Juan II y dando la bienvenida a Enrique IV, en la esperanza de que sea mejor rey de lo que fue su padre. Pues bien, esposa mía, en eso es posible que tengan razón, porque mucho y muy lejos tendrían que buscar para hallar uno peor.

Empezó a toser, y los ojos de la reina se dilataron de espanto, aunque hizo un esfuerzo por dominarse.

-Descansad -clamó-. Por todos los santos, descansad.

Su temor era que el rey se muriera antes de que ella hubiera hecho sus planes. Isabel desconfiaba de su hijastro Enrique. Parecía de buena disposición, una especie de réplica de su padre menos intelectual y más voluptuoso, pero se dejaría manejar por los favoritos, que no tolerarían fácilmente que hubiera rivales al

trono y le insistirían sobre el hecho de que, si Enrique no satisfacía a sus súbditos, ellos se congregarían en torno de los pequeños Alfonso e Isabel. Es decir que había que estar alerta.

La reina no confiaba en nadie, y estaba cada vez más decidida a que su hijo heredara el trono.

¿Qué puedo hacer?, se preguntó, mientras de nuevo empezaba a golpear con el puño la cama. ¡Yo, una débil mujer, rodeada por mis enemigos!

Sus ojos desesperados se posaron sobre el moribundo que yacía en el lecho.

Juan no debía morirse mientras ella no estuviera preparada para lo que significaba su muerte; debía seguir siendo rey de Castilla hasta que Isabel estuviera en condiciones de llevarse a sus hijos de Madrid.

Se irían a un lugar donde pudieran vivir en paz, donde no existiera el peligro de que les deslizaran en el plato o en la bebida un bocado envenenado, donde fuera imposible que un asesino se introdujera a hurtadillas en el dormitorio de los niños para sofocarlos con una almohada mientras dormían. Debían irse a un lugar donde pudieran esperar el momento oportuno -y la reina estaba segura de que llegaría- en que se pudiera despojar a Enrique del trono para que, triunfante, el pequeño Alfonso -o Isabel- se convirtiera en rey o reina de Castilla.

El rey Juan volvió a recostarse en las almohadas, mientras observaba a su mujer.

Pobre Isabel, pensó, ¿qué será de ella, contaminada ya por el terrible flagelo que azota a su familia? Había una vena de locura en la casa real de Portugal; por el momento, la enfermedad no se había apoderado completamente de Isabel, su reina, pero de vez en cuando se advertían indicios de que tampoco la había pasado por alto.

Aunque hubiera sido un mal rey, Juan no era en modo alguno estúpido, y en ese momento se preguntaba si sus hijos habrían heredado la tendencia a la insania. Todavía no se advertía signo alguno. En Isabel no asomaba nada de la histeria de su madre; rara vez se encontraba una criatura más serena que

su inconmovible hijita. ¿Y el pequeño Alfonso? Todavía era muy pequeño para que se pudiera opinar, pero parecía un niño normal y feliz.

El rey rogaba que la terrible enfermedad mental los hubiera perdonado, y que Isabel no hubiera aportado su tara a la casa real de Castilla, en detrimento de las futuras generaciones.

Jamás debería haberse casado con Isabel. ¿Por qué lo había hecho? Porque era débil; porque se había dejado llevar de otros.

A la muerte de María de Aragón, la madre de Enrique, naturalmente había sido necesario que Juan buscara nueva esposa, y el rey había creído que sería un gesto admirable aliarse con los franceses. Por ende, había pensado en casarse con una hija del rey de Francia, pero su querido amigo y consejero, Alvaro de Luna, había pensado de otra manera. Le dijo que él consideraba ventajoso para Castilla -y para sí mismo, pero eso no lo mencionó- establecer una alianza con Portugal.

¡Pobre y extraviado de Luna! Poco se imaginaba lo que habría de significar para él ese matrimonio.

A los labios del rey moribundo asomó una sonrisa al recordar a de Luna en los primeros días de su amistad con él. Alvaro había llegado a la corte como paje; apuesto y atractivo, de personalidad deslumbrante, era hábil como diplomático, airoso como cortesano, y Juan había caído inmediatamente bajo su hechizo. Lo único que pedía era permanecer en la corte y, a cambio del placer que le daba la compañía de ese hombre, Juan le había concedido todos los honores que ambicionaba. De Luna no sólo había sido Gran Maestre de Santiago, sino también Condestable de Castilla.

Oh, sí, pensaba Juan; he sido un mal rey, pues que me entregué por completo a los placeres. No tuve aptitudes de estadista, y tanto más delictuoso fue mi comportamiento cuanto que no era un estúpido y tenía ciertas inclinaciones intelectuales. No tengo la excusa de incapacidad para gobernar; si fracasé, fue por indolencia.

Pero mi padre, Enrique III, murió demasiado joven y yo me convertí, siendo aún menor, en rey de Castilla. Hubo un regente que gobernó en mi lugar, ¡y qué bien lo hizo! Tanto, que aquello incluso me sirvió de excusa para entregarme al placer y despreocuparme del gobierno de mi país.

Pero lamentablemente había llegado el día en que Juan tuvo la edad necesaria para ser, y no sólo de nombre, rey de Castilla. Joven, apuesto, versado en las artes, se había encontrado con que muchas cosas le interesaban más que gobernar un reino.

Había sido frívolo y amante del esplendor; había llenado su corte de poetas y soñadores. Y él también era un soñador, tocado tal vez por la influencia morisca de su ambiente. Había vivido como uno de los califas de la leyenda árabe. Rodeado de sus amigos, se había sentado a leer poesía; había organizado coloridos espectáculos; en compañía de su león nubio domesticado, se había paseado por los magníficos jardines del Alcázar de Madrid.

El esplendor del palacio era tan notorio como la extravagancia y la frivolidad del rey. Y las penurias y la pobreza del pueblo iban de la mano con la frivolidad del rey. Se habían establecido impuestos para aumentar las rentas de los favoritos; en el país cundían la privación y la miseria. Eran los resultados inevitables de su mal gobierno, y si el país se había visto desgarrado por la guerra civil y su propio hijo Enrique se había puesto en contra de él, Juan se culpaba sólo a sí mismo porque ahora, en su lecho de muerte, veía con más claridad dónde había fracasado.

Y junto a él había estado siempre su amigo Alvaro de Luna, que tras haber empezado su vida humildemente, no pudo resistirse a la tentación de alardear de sus posesiones, de hacer ostentación de poder. Se había enriquecido aceptando sobornos, y donde fuera iba rodeado de lacayos cubierto de ornamentos de una magnificencia tal que oscurecían el séquito del rey.

Hubo quien comentara que de Luna andaba en brujerías y que a ellas se debía el poder que había alcanzado sobre el rey. Una falsedad, se decía ahora Juan. Si había admirado al brillante y ostentoso cortesano, hijo ilegítimo de una noble familia aragonesa, era porque en Alvaro encontraba la fuerza de carácter de que él mismo carecía.

Juan era uno de esos hombres que parecen aceptar de buen grado la dominación de otros y, cuando accedió a la boda con Isabel de Portugal, se había mostrado tan dócil como de costumbre.

Si ese matrimonio no le había aportado mucha paz, para de Luna había sido el vehículo del desastre, ya que la novia era una

mujer de carácter fuerte, pese a su mal talante. ¿O fue simplemente la debilidad de él, y su miedo a los estallidos histéricos de Isabel?

-¿Quién es el rey de Castilla -le había preguntado ella-, vos o de Luna?

Juan procuró razonar con ella; le explicó qué buenos amigos habían sido siempre él y el condestable.

-Por supuesto, él os halaga -había sido la desdeñosa respuesta-. Os engatusa, como lo haría con el caballo que monta. Pero quien lleva las riendas es él; es él quien decide hacia qué lado iréis.

Fue durante el embarazo que culminó con el nacimiento de Isabel cuando empezó a acusarse la enfermedad de la reina, y entonces cuando Juan empezó a sospechar que ella llevaba en su sangre la terrible amenaza. En su angustia, se dispuso a hacer cualquier cosa para calmarla, con tal de no tener que enfrentarse con el tormento de haber, tal vez, introducido la locura en la herencia de la regia sangre de Castilla.

Isabel había insistido con empeño hasta conseguir la caída de de Luna, y ahora su marido se sentía amargamente avergonzado del papel que a él le había cabido; aunque procuró borrar esos pensamientos de su mente, no pudo. Alguna perversidad de su ser próximo a la muerte le obligaba a enfrentarse con la verdad como nunca lo hiciera antes.

Recordó la última vez que había visto a de Luna; recordó la amistad que le había demostrado, hasta el punto de que el pobre Alvaro se había tranquilizado, diciéndose para sus adentros que nada le importaba la enemistad de la reina mientras el rey siguiera siendo su amigo.

Pero Juan no había salvado a su amigo; aunque siguiera amándolo, lo había dejado ir hacia la muerte.

He ahí la clase de hombre que soy, pensó. Esa acción fue característica de Juan de Castilla. Los sentimientos que experimentaba hacia sus amigos eran cálidos, pero él era demasiado indolente, demasiado cobarde para salvar al hombre a quien había amado más que a ningún otro. Había tenido miedo de las escenas furiosas que lo habrían forzado a afrontar lo que no quería afrontar. De ese modo la reina, desde ese delicadísimo equilibrio entre cordura e insania, había conseguido en pocos meses lo

que los ministros del rey venían planeando desde hacía treinta años: la caída de de Luna.

Juan sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas al pensar en la valiente subida de Alvaro al cadalso. Le habían hablado de la gallardía con que su amigo había ido hacia la muerte.

Y hasta el momento mismo de la ejecución, él -el rey, que debería haber sido el hombre más poderoso de Castilla- había estado prometiéndose que salvaría a su amigo, había anhelado derogar la sentencia de muerte y volver a de Luna a su antiguo favor. Pero no lo había hecho, porque tras haber sucumbido en una época al encanto de de Luna, se encontraba ahora bajo el dominio de la locura latente de su mujer.

Lo único que yo quería era paz, pensó, moribundo, el rey. ¿Lo único? Nada había más difícil de encontrar en la turbulenta Castilla.

En su aposento cubierto de tapices en el palacio, Enrique el heredero del trono, esperaba que le llegara la nueva de la muerte de su padre.

Sabía que el pueblo estaba ansioso por aclamarlo. Cuando recorría a caballo las calles, les oía gritar su nombre; estaban cansados del gobierno desastroso de Juan II y ansiaban dar la bienvenida a un nuevo rey que pudiera introducir en Castilla una forma de vida nueva.

En cuanto al propio Enrique, estaba impaciente por sentir el peso de la corona en la cabeza y decidido a conservar la popularidad de que gozaba. No dudaba de que podría conseguirlo, ya que tenía plena conciencia de su encanto. Calmoso y de buen carácter, tenía el arte de halagar a la gente, de encantarla de un modo infalible. Sin mostrarse condescendiente, condescendía a ser uno del pueblo, y en esa capacidad residía el secreto del amor que le profesaban.

Estaba resuelto a deslumbrar a sus súbditos: a reunir ejércitos y alcanzar victorias; a librar batalla contra los moros, que desde hacía siglos estaban en posesión de gran parte de España. Los moros eran los eternos enemigos, y con la promesa de iniciar una campaña en contra de ellos se podía siempre encender el entusiasmo fervoroso de los orgullosos castellanos. Enrique orga-

nizaría desfiles y espectáculos que les hicieran olvidar sus penurias, procesiones que les cautivaran la vista. Su reinado sería el reinado continuo de la emoción y el colorido.

¿Y qué era lo que quería Enrique? Quería sumirse en placeres cada vez mayores, es decir, placeres nuevos. Pero no serían fáciles de encontrar, para un hombre de tanta experiencia erótica.

Mientras Enrique esperaba se le acercó Blanca, su mujer, que también estaba ansiosa. ¿Acaso, cuando llegara la noticia, no sería reina de Castilla? Estaba deseosa de recibir el homenaje, de estar junto a Enrique y de jurar con él que servirían al pueblo de Castilla con todos los medios a su alcance.

Su marido le tomó la mano para besársela. No sólo era afectuoso en público; ni siquiera cuando estaban solos le demostraba su indiferencia. Jamás se mostraba activamente agresivo, ya que hacerlo hubiera ido en contra de su naturaleza. En ese momento, la mirada de afecto que le dirigió enmascaraba el disgusto que ella empezaba a provocarle.

Hacía doce años que Blanca de Aragón era su esposa. Al principio, Enrique había estado encantado de tomar mujer, pero ella no se le parecía; era incapaz de compartir sus placeres, como lo hacían muchas de sus amantes. Además, como la unión había resultado estéril, Blanca ya no le servía.

Enrique necesitaba un hijo, y en ese momento más que nunca, de modo que últimamente había estado pensando qué curso de acción seguir para poner remedio a ese estado de cosas.

Era voluptuoso ya de muchacho, cuando no le habían faltado pajes, sirvientes y maestros que estimularan a un alumno muy bien dispuesto, pero siempre la explotación de los sentidos había sido para él más atractiva que el aprendizaje libresco.

Su padre era un amante de las artes que había llenado la corte de escritores, pero él no tenía nada en común con hombres como Iñigo López de Mendoza, marqués de Santillana, el gran escritor, o como el poeta Juan de Mena.

Enrique se preguntaba qué habían hecho esos hombres por su padre. En el reino había imperado la anarquía y el rey se había hecho impopular; en la guerra civil, gran parte de sus súbditos se había puesto en contra de él. Juan II no podría haber logrado mayor impopularidad si hubiera perseguido el placer con el mismo tesón que ponía en ello su hijo.

Enrique estaba decidido a salirse con la suya y, al mirar a Blanca, decidió que, puesto que ella no era capaz de complacerle, debía salir de su vida.

-Entonces, Enrique, el rey se está muriendo -dijo su esposa con voz suave.

-Así es.

-Es decir que muy pronto...

-Sí, yo seré rey de Castilla. El pueblo está impaciente por llamarme rey. Si miráis por la ventana, veréis que ya están reuniéndose alrededor del palacio.

-Es muy triste.

-¿Es triste que yo sea rey de Castilla?

-Es triste, Enrique, que sólo podáis llegar a serlo a causa de la muerte de vuestro padre.

-Mi querida esposa, a todos debe sobrevenirnos la muerte. Terminado nuestro parlamento, debemos hacer una reverencia y salir de escena, para dar entrada al actor que nos sucede.

-Bien lo sé, y por eso estoy triste.

Enrique se acercó a rodearle los hombros con un brazo.

-Mi pobre y dulce Blanca -murmuró-, sois demasiado sensible.

Ella le tomó la mano y se la besó. Por el momento, incluso Blanca se dejaba engañar por la suavidad de sus maneras. Más adelante se preguntaría tal vez en qué pensaría él mientras la acariciaba. Enrique era capaz de decirle que ella era la única mujer a quien realmente amaba, en el momento preciso en que proyectaba deshacerse de ella.

Doce años de vida en común con Enrique habían hecho que Blanca lo conociera bien: era tan superficial como encantador y sería tonta de estremecerse porque él le diera a entender que seguía ocupando un lugar importante en sus afectos. Bien sabía Blanca la vida que llevaba su marido; había tenido tantas amantes que le era imposible saber cuántas. Era posible que, en el momento mismo en que intentaba sugerirle que era un marido fiel, estuviera pensando en seducir a alguna otra.

Últimamente Blanca se sentía asustada. Era dócil y mansa por naturaleza, pero no era tonta, y le aterrorizaba la idea de que Enrique la repudiara por no haber concebido un hijo, y de verse obligada a volver a la corte de su padre, en Aragón.

-Enrique -exclamó impulsivamente-, cuando seáis rey, será muy necesario que tengamos un hijo.

-Sí -respondió él, con una sonrisa pesarosa.

-¡Hemos sido tan poco afortunados! Tal vez... -Blanca titubeó. No se sentía capaz de decir: Tal vez si pasarais menos tiempo con vuestras amantes tendríamos más éxito. Ya había empezado a preguntarse si Enrique era capaz de engendrar un hijo. Algunos decían que ese podía ser el resultado de una vida de desenfreno. Blanca apenas si podía imaginar vagamente lo que sucedía durante las orgías a que se entregaba su marido. ¿Sería posible que la vida que había llevado lo hubiera dejado estéril?

Volvió a mirarlo, sin poder decidir si ella se lo imaginaba o si, realmente, la mirada de él se había vuelto un tanto furtiva. ¿Habría empezado ya a hacer planes para deshacerse de ella?

Por eso Blanca estaba asustada, y se daba cuenta de que le sucedía con frecuencia, pero no se animaba a enunciar francamente lo que pensaba.

-En la corte de mi padre hay dificultades -dijo, en cambio.

Enrique asintió con la cabeza, haciendo una pequeña mueca.

-Parece que siempre hubiera dificultades, cuando un rey tiene hijos de dos esposas. Aquí mismo, entre nosotros, tenemos el ejemplo.

-Nadie podrá evitar que os ciñáis la corona, Enrique.

-Mi madrastra hará todo lo que pueda, estad segura. Ya está haciendo planes para su pequeño Alfonso y para Isabel. Es peligroso, cuando un rey enviuda y se vuelve a casar... es decir, cuando hay hijos de ambos matrimonios.

-Creo, Enrique, que mi madrastra es aun más ambiciosa que la vuestra.

-Difícilmente podría serlo; pero admitamos que tiene por lo menos tantas esperanzas puestas en su pequeño Fernando como la mía en Alfonso e Isabel.

-Según las noticias que tengo de Aragón, ha perdido la cabeza por ese niño, y ha hecho que a mi padre le suceda lo mismo. Me han dicho que ama al infante Fernando más que a Carlos, a mí y a Leonor juntos.

-Es una mujer de carácter fuerte, que tiene esclavizado a

vuestro padre. Pero no temáis, que Carlos tiene la edad suficiente para defender lo que le pertenece... lo mismo que yo.

Blanca se estremeció.

-Enrique, estoy tan feliz de no estar allá... en la corte de mi padre.

-¿Nunca echáis de menos vuestro hogar?

-Desde que nos casamos, Castilla es mi hogar, y no tengo otro que este.

-Esposa mía -respondió Enrique con tono ligero-, muy feliz me hace que sintáis así.

Pero lo decía sin mirarla. No era hombre a quien le agradara mostrarse cruel; es más, se esforzaba en lo posible por evitar todo aquello que pudiera resultar desagradable, y por eso se le hacía difícil, en ese momento, enfrentarse con su mujer.

Pese a sus esfuerzos por aparentar calma, Blanca estaba temblando, al preguntarse qué sería de ella si hubiera de volver a la corte de su padre, caída en desgracia, humillada... en condición de esposa repudiada. Carlos, el más bondadoso de los hombres, se mostraría bondadoso con ella. Leonor no estaría en la corte, ya que desde su matrimonio con Gastón de Foix residía en Francia. En su padre no podría encontrar un amigo, ya que todo su afecto estaba volcado en la brillante y atractiva Juana Enríquez, madre del joven Fernando,

Carlos había heredado de su madre el reino de Navarra, y, en caso de que Carlos muriera sin dejar descendencia, Navarra sería herencia de la propia Blanca, ya que su madre -viuda de Martín, rey de Sicilia, e hija de Carlos III de Navarra- había dejado este reino a sus hijos, excluyendo de la línea sucesoria a su marido.

Sin embargo, había estipulado en su testamento que, al gobernar el reino, Carlos debía hacerlo contando con la buena voluntad y aprobación de su padre.

Al asumir su herencia, y dado que su padre no se había mostrado dispuesto a dejar el título de rey de Navarra, Carlos había accedido a que lo conservara, pero insistiendo en sus derechos al gobierno de Navarra, que ejercía personalmente en calidad de gobernador.

De tal manera, en ese momento Blanca era la heredera de

Carlos, y si éste moría sin haber tenido hijos, el derecho al gobierno y a la corona de Navarra le pertenecerían.

Tal vez fuera una tontería dejar que esas fantasías la acosaran, pero Blanca sentía la premonición de que algo terrible le sucedería si se viera alguna vez obligada a regresar a Aragón.

En Castilla se sentía segura. Aunque le fuera infiel, Enrique era su marido; ella no le había dado hijos, que eran lo único que daba sentido a un matrimonio como el de ellos, pero aun así, Enrique se mostraba bondadoso. Indolente, lascivo, superficial; todo eso tal vez fuera, pero jamás se valdría contra ella de violencia física. En cambio, ¿cómo podía saber Blanca qué suerte podía correr si volvía a la corte de su padre?

En ese momento, él le sonreía casi con ternura.

Es indudable, pensó Blanca, que no podría sonreírme así si no sintiera por mí cierto afecto. Tal vez, como yo, Enrique recuerde nuestros días de recién casados, y sea por eso por lo que me sonríe tan tiernamente.

Pero, aunque siguiera sonriendo, Enrique apenas si se daba cuenta de su presencia. Estaba pensando en la nueva esposa que tendría una vez que se hubiera librado de la pobre, inservible Blanca; una mujer joven, naturalmente, a quien él pudiera modelar en vista de su propio placer sensual.

Una vez que mi padre haya muerto, se decía, seré dueño de mi libertad.

Tomó de la mano a Blanca y la llevó hacia la ventana. Al mirar hacia afuera, vieron que Enrique había estado en lo cierto al decir que el pueblo empezaba ya a congregarse, esperando con impaciencia, ansiosos de oír la noticia de que el anciano rey había muerto, y de que se había iniciado una época nueva.

El rey pidió a Cibdareal, su médico, que se acercara al lecho.

-Amigo mío -susurró-, esto ya no puede durar mucho.

-Preservad vuestras fuerzas, Alteza -rogó el médico.

-¿Con qué objeto? ¿Para vivir algunos minutos más? Ah, Cibdareal, yo habría llevado una vida más feliz y sería en este momento un hombre más dichoso si hubiera sido hijo de un

carpintero, en vez de serlo del rey de Castilla. Enviad en busca de la reina y de mi hijo Enrique.

Al llegar junto al lecho, ambos lo miraron de manera extraña.

En los ojos de la reina brillaba una mirada extraviada. Lo que lamenta no es la pérdida de su marido, pensó el rey; no es más que la pérdida del poder. «Madre de Dios», rogó para sí, «consérvale la cordura. Así podrá ser buena madre para nuestros pequeños, y cuidar de sus derechos. Permite que las preocupaciones que se abatirán ahora sobre ella no la encaminen por la vía que siguieron sus antepasados... antes de que sus hijos tengan la edad suficiente para cuidar de sí mismos.»

¿Y Enrique? Enrique lo miraba ahora con la mayor compasión, pero Juan sabía que las manos se le estremecían en la ansiedad de adueñarse del poder que no tardaría en ser suyo.

-Enrique, hijo mío -articuló-, no siempre hemos estado en los debidos términos de amistad, y mucho lo lamento.

-También yo lo lamento, padre.

-Pero no nos detengamos en las desdichas del pasado. Pienso ahora en el futuro. Dejo dos hijos pequeños, Enrique.

-Sí, mi señor.

-No olvidéis jamás que son vuestros hermanos.

-No lo olvidaré.

-Cuidad bien de ellos. Yo he tomado las debidas providencias, pero ellos necesitarán de vuestra protección.

-La tendrán, padre.

-Me habéis dado vuestra sagrada promesa, y puedo ahora descansar en paz. También os pido que respetéis a su madre.

-Así lo haré.

El rey expresó que se sentía cansado. Su mujer y su hijo se apartaron del lecho, para dejar que se acercaran los sacerdotes.

No había pasado media hora cuando la noticia se difundió por el palacio:

-El rey Juan II ha muerto, Enrique IV es ahora rey de Castilla.

La reina estaba lista para abandonar el palacio. Las mujeres de su servicio la rodeaban; una de ellas tenía en

brazos al pequeño Alfonso; otra llevaba de la mano a Isabel.

Envuelta en una capa negra, la pequeña esperaba, escuchaba, observaba.

El estado de ánimo de la reina era de una excitación sofocada, que angustiaba mucho a Isabel.

Prestó atención a la voz chirriante de su madre.

-Todo debe parecer perfectamente normal, para que nadie se dé cuenta de que nos vamos. Tengo que proteger a mis hijos.

-Sí, Alteza -fue la respuesta.

Pero Isabel había oído hablar entre sí a las mujeres:

-¿Por qué hemos de irnos como fugitivos? ¿Por qué hemos de huir del nuevo rey? ¿Acaso... ya estará loca? El rey Enrique sabe que nos vamos, y no hace esfuerzo alguno por detenernos. Para él no tiene importancia alguna que nos quedemos aquí o nos vayamos, pero debemos partir como si nos persiguieran todos los ejércitos de Castilla.

-Shh... Shh... La niña nos oirá -y en voz más baja, susurrante-. La infanta Isabel es toda oídos. No debemos dejarnos engañar por su aire retraído.

Entonces, él no nos haría daño, pensaba Isabel. Claro que mi hermano Enrique jamás nos haría daño. Pero, ¿por qué mi madre piensa que sí?

Uno de los mozos la levantó en brazos y la montó a caballo. El viaje había comenzado.

Así fue como la reina y sus hijos salieron de Madrid para dirigirse al solitario castillo de Arévalo.

Isabel no recordaba mucho del viaje; el movimiento del caballo y el abrigo de los brazos del palafrenero le dieron sueño, y cuando se despertó fue para encontrarse ya en su nuevo hogar.

A primera hora del día siguiente, su madre entró en las habitaciones donde había dormido Isabel, llevando en brazos al pequeño Alfonso, dormido, y acompañada de dos de sus damas de más confianza.

La reina dejó al niño en la cama, junto a su hermana. Después, cerró los puños, en un gesto que Isabel bien conocía, y levantó los brazos por encima de la cabeza, como para invocar a los santos.

La niña vio que se le movían los labios y comprendió que es-

taba rezando. Le pareció que estaba mal seguir acostada mientras su madre oraba; sin saber qué hacer, se incorporó a medias, pero una de las mujeres movió enérgicamente la cabeza para advertirle que no se moviera.

Ahora la reina hablaba en voz más alta, para que Isabel pudiera oírla.

-Prometo que cuidaré de ellos. Prometo criarlos y educarlos para que cuando llegue el momento sean capaces de hacer frente a su destino. Y el momento llegará; sin duda llegará. Enrique jamás podrá engendrar un hijo. Es el castigo de Dios por la vida de perversión que ha llevado.

Los deditos de Alfonso se habían cerrado en torno de los de Isabel. La infanta estaba asustada, y sentía deseos de llorar, pero permaneció inmóvil, observando a su madre, sin permitir que sus ojos azules revelaran ni por un momento que ese lugar solitario que sería su hogar en lo sucesivo, unido a la creciente histeria de la reina, la aterrorizaba, llenándola de un presentimiento que Isabel era demasiado pequeña para entender.




JUANA DE PORTUGAL, REINA DE CASTILLA

Juan Pacheco, marqués de Villena, se encaminaba a palacio en respuesta a la convocatoria del rey.

Estaba encantado con el giro que tomaban los acontecimientos. Desde su arribo a la corte -donde lo había enviado su familia para que entrara al servicio de Alvaro de Luna, como uno de los pajes integrantes del personal doméstico del influyente personaje-, Juan se había hecho notar por el joven Enrique, entonces heredero del trono y ahora rey de Castilla.

Enrique se había complacido en la amistad de Villena y su padre, el rey, le había concedido honores por los servicios prestados al príncipe. Hombre despierto, estaba ya en posesión de grandes territorios en Toledo, Valencia y Murcia. Y ahora que su amigo Enrique era rey, anticipaba glorías aun mayores.

Camino de la sala del Consejo se encontró con su tío Alfonso Carrillo, arzobispo de Toledo. Los dos se saludaron afectuosamente, con plena conciencia de que, juntos, constituían una fuerza formidable.

-Buenos días os sean dados, marqués -le deseó el arzobispo-. Creo que llevamos el mismo destino.

-Enrique me pidió que viniera a verle a esta hora -respondió Villena-. Hay un asunto de la mayor importancia que desea analizar antes de dar a conocer públicamente sus deseos.

El arzobispo hizo un gesto afirmativo.

-Quiere pedir nuestro consejo, sobrino, antes de tomar cierta decisión.

-¿Sabéis vos cuál es?

-Puedo imaginármela. Hace tiempo que está cansado de ella.

-Ya es momento de que regrese a Aragón.

-Estoy seguí o de que con vuestra prudencia, sobrino -expresó el arzobispo-, veríais bien una alianza con cierta comarca

-¿Portugal?

-Exactamente. La dama es una hermana de Alfonso V, y no he oído otra cosa que elogios de sus encantos personales. Y no hay por qué tachar de frívolas estas consideraciones. Conocemos a nuestro Enrique, y sabemos que recibirá con agrado una novia bella; y es muy necesario que la acoja con entusiasmo. Será la mejor manera de asegurar una unión fecunda.

-Y esta unión debe ser fecunda.

-Coincido con vos en que ello es imperativo para Castilla... para Enrique... y para nosotros.

-No tenéis necesidad de decírmelo. Sé que nuestros enemigos tienen los ojos puestos en Arévalo.

-¿Habéis tenido noticias de lo que allí sucede?

-No es mucho lo que se puede saber -replicó Villena-. La reina viuda está allí con sus dos hijos. Llevan una vida tranquila, y los amigos que tengo allí me informan que la dama se muestra más serena últimamente. No ha habido escenas de histerismo. Ella se considera a salvo, y piensa que está ganando tiempo; entretanto, se dedica a cuidar de sus hijos. ¡Pobre Isabel! Alfonso es muy pequeño aún para sufrir por un tratamiento tan riguroso. Me dicen que todo son oraciones... plegarias durante todo el tiempo. Rogando, me imagino, que la pequeña infanta sea buena y digna del gran destino que tal vez esté aguardándola.

-Por lo menos, no es mucho el daño que la reina viuda puede hacer desde allí.

-Pero siempre debemos mantenernos alerta, tío. Enrique está en nuestras manos, y nosotros en las de él. Debe complacer al pueblo, o siempre habrá alguien listo para pedir su abdicación y la coronación del pequeño Alfonso. En este reino hay muchos a quienes agradaría ver que la corona ciñe la frente infantil de Alfonso. ¡Una regencia! Bien sabéis que nada hay más deseable para quienes están ávidos de poder.

-Lo sé, lo sé. Y nuestra primera tarea ha de ser conseguir que el rey se vea libre de su actual esposa y proporcionarle otra. El nacimiento de un heredero será un golpe fatal para las esperanzas de la reina viuda. Entonces, poco importará lo que pueda enseñar a Alfonso e Isabel.

-Habréis oído, sin duda... -empezó Villena.

-Los rumores... claro que sí. Se dice que el rey es impotente y

que es por causa de él, no de Blanca, que el matrimonio es estéril. Es posible. Pero enfrentémonos con los obstáculos a medida que se nos presenten, ¿eh? Por el momento... ya hemos llegado.

Un paje los anunció y, como era característico de él, Enrique se adelantó a saludarlos; por más que tal demostración de familiaridad fuera grata para ambos visitantes, también la deploraban como indigna de las antiguas tradiciones de Castilla.

-¡Marqués! ¡Arzobispo! -exclamó Enrique mientras ambos se inclinaban ante él-. Me alegro de veros aquí -con un ademán dio a entender a su séquito que deseaba quedarse a solas con los dos ministros-. Hablemos ahora de nuestros asuntos -prosiguió-. Ya sabéis por qué os he pedido que vinierais.

-Reverenciado señor -respondió el marqués-, podemos imaginarlo. Vos deseáis servir a Castilla, y para ello os veis en la necesidad de tomar decisiones que os desagradan. Os ofrecemos nuestras respetuosas condolencias y nuestra ayuda.

-Lo lamento por la reina -expresó Enrique, levantando las manos en un gesto de desvalimiento-, pero, ¿qué puedo hacer por ella? Arzobispo, ¿creéis que será posible obtener un divorcio?

-Anticipándome a vuestras órdenes, Alteza, he pensado ya mucho en este asunto, y estoy seguro de que el obispo de Segovia prestará apoyo a mi plan.

-Mi tío ha resuelto nuestro problema, Alteza -intervino Vi-llena, decidido a que, por más que el arzobispo recibiera el agradecimiento del rey, no quedara olvidado su propio e importante papel en la conspiración.

-¡Mi querido arzobispo! ¡Queridísimo Villena! Os ruego que me digáis qué es lo que habéis ideado.

-Se podría conceder un divorcio por impotencia respectiva -precisó el arzobispo.

-¿Cómo podría ser eso?

-El matrimonio ha sido estéril, Alteza.

-Pero...

-La fórmula no significaría una mancha para vuestra regia virilidad, Alteza. Podríamos decir que este desdichado estado de cosas se debió a alguna influencia maligna.

-¿A una influencia maligna?

-Se lo podría presentar como brujería. Sin profundizar dema-

siado en el tema, estamos seguros de que, en las actuales circunstancias, todos coincidirían en que Vuestra Alteza debe repudiar a su actual esposa y tomar nueva mujer.

-¡Y Segovia accedería a declarar nulo el matrimonio!

-Así es -aseguró el arzobispo-. Yo mismo lo confirmaré.

-Sin duda -rió Enrique- no podría haber mejor razón. Por impotencia respectiva -repitió-. Alguna influencia maligna...

-No nos preocupemos más por ese aspecto -sugirió Villena-. Tengo aquí el retrato de una hembra deliciosa.

Los ojos de Enrique resplandecieron al detenerse en la imagen de la muchacha, joven y bonita, que le presentaba Villena, y en sus labios se dibujó una sonrisa lasciva.

-Pero... ¡es encantadora!

-Encantadora y elegible, Alteza, puesto que es nada menos que Juana, princesa de Portugal, hermana de Alfonso V, el monarca reinante.

-Estoy ya impaciente por verla llegar a Castilla -declaró Enrique.

-Entonces, señor, ¿contamos con vuestra autorización para llevar adelante nuestros planes?

-Queridos amigos, no sólo tenéis mi autorización; os doy la más urgente de las órdenes.

Al salir de los aposentos reales, el marqués y el arzobispo sonreían satisfechos.

La reina había pedido audiencia al rey. Una de sus damas le había llevado la noticia de que el marqués y el arzobispo habían mantenido una entrevista a solas con el rey, y de que la conversación debía de haber sido muy secreta, puesto que antes de iniciarla habían hecho salir a todos los testigos de los aposentos reales.

Enrique la recibió con cordialidad. Saber que pronto se vería libre de ella hacía que casi sintiera afecto por su mujer.

-Blanca, querida mía -la saludó-, parecéis afligida.

-He tenido sueños extraños, Enrique, que me han asustado.

-Mi querida, es locura temer a los sueños en pleno día.

-Es que persisten, Enrique. Es casi como si tuviera una premonición del mal.

Él la condujo hacia una silla y la hizo sentar, inclinándose sobre ella para apoyarle en el hombro una mano tierna y afectuosa.

-Debéis desterrar de vuestra mente esas premoniciones, Blanca. ¿Qué podría sucederle de malo a la reina de Castilla?

-Siento dentro de mí, Enrique, que tal vez no sea durante mucho tiempo reina de Castilla.

-¿Pensáis que se haya organizado una conspiración para asesinarme? Ah, querida mía, veo que habéis estado cavilando sobre la reina viuda de Arévalo. Os imagináis que sus amigos me eliminarán para que el pequeño Alfonso pueda heredar mi corona, pero no temáis. Aunque quisiera, no podría hacerme daño.

-No pensaba en ella, Enrique.

-¿Qué es, entonces, lo que hay que temer?

-No tenemos hijos.

-Pues hay que tratar de remediarlo.

-Enrique, ¿lo decís en serio?

-Os inquietáis demasiado, estáis en exceso ansiosa. Tal vez de ahí venga vuestro fracaso.

Pero, ¿soy yo quien fracasa, Enrique?, quiso preguntar la reina. ¿Estáis seguro de eso?

Sin embargo, no se atrevió. Palabras como esas lo encolerizarían y Enrique encolerizado era capaz de culparla; y, planteada esa inculpación, ¿cómo saber lo que podía resultar de ella?

-Debemos tener un hijo -repitió desesperadamente.

-Calmaos, Blanca. Todo se arreglará. Habéis permitido que vuestros sueños os perturben.

-Sueño que regreso a Aragón. ¿Por qué he de soñar eso, Enrique? ¿Acaso Castilla no es mi hogar?

-Sí, Castilla es vuestro hogar.

-Sueño que estoy allí... en el aposento que solía ocupar. Sueño que allí están todos... mi familia... mi padre, Leonor, mi madrastra con el pequeño Fernando en brazos... y todos se acercan a mi cama, y yo siento que van a hacerme daño. Carlos está en algún lugar del palacio y yo no puedo llegar a él.

-Sueños, mi querida Blanca. ¿Qué son los sueños?

-Soy una tonta por pensar en ellos, pero quisiera no tenerlos. El marqués y el arzobispo estuvieron con vos, Enrique. Espero que os hayan traído buenas noticias.

-Muy buenas noticias, mi querida.

Blanca lo miró con ansiedad, pero él no se enfrentó con sus ojos y, conociéndolo ella como lo conocía, eso la aterrorizó.

-Tenéis muy buena opinión de ellos -aventuró.

-Son astutos... y son amigos míos. Eso lo sé.

-Supongo que... antes de aceptarla... someteríais su sugerencia a un Consejo.

-No debéis preocuparos por asuntos de estado, querida mía.

-Entonces, fue de asuntos de estado de lo que hablasteis.

-Efectivamente.

-Enrique, sé que por mi incapacidad de tener hijos no he sido para vos una esposa satisfactoria, pero os amo y me he sentido muy feliz en Castilla.

Enrique la tomó de las manos y la obligó suavemente a ponerse de pie. Le apoyó los labios en la frente y después, rodeándole los hombros con un brazo, la condujo hasta la puerta.

Eso era una despedida.

Era bondadosa; era cortés. Si estuviera planeando librarse de mí, se tranquilizó la reina, no me trataría así. Pero, mientras volvía a sus aposentos, se sentía muy insegura.

Cuando ella hubo salido, Enrique frunció el ceño. Uno de ellos tendrá que darle la noticia, pensaba. El arzobispo es el más adecuado. Una vez que Blanca lo sepa, jamás volveré a verla.

Aunque lo sentía por ella, no se dejaría entristecer.

Blanca regresaría a la corte de su padre, en Aragón, y allá tendría a su familia para que la consolara.

Volvió a tomar el retrato de Juana de Portugal. ¡Tan joven! ¿E inocente? Enrique no estaba seguro. Por lo menos, había una promesa de sensualidad en esa boca riente.

-¿Cuánto falta? -murmuró-. ¿Cuánto falta para que Blanca regrese a Aragón y venga Juana a ocupar su lugar?

La procesión se disponía a salir de Lisboa, pero la princesa Juana no sentía dolor alguno al dejar su hogar; estaba ansiosa por llegar a Castilla, donde esperaba disfrutar de su nueva vida.

En la corte de Castilla la etiqueta sería solemne, al estilo de los castellanos, pero Juana había oído decir que su futuro esposo era pródigo en el agasajo y que vivía en medio del esplendor. Era hombre aficionado a la compañía femenina, pero Juana se tran-

quilizó pensando que si tenía tantas amantes, eso se debía a que Blanca de Aragón era tan falta de gracia y atractivos.

Tampoco tenía ella la intención de doblegarlo demasiado. Personalmente, alguna pequeña aventura amorosa no le disgustaba; y si de cuando en cuando Enrique extraviaba el camino que llevaba al lecho matrimonial, no se le ocurriría a ella reprochárselo, ya que si se mostraba tolerante con él, su marido lo sería con ella, y la princesa anticipaba la vida emocionante que la esperaba en Castilla.

En su opinión, en Lisboa la tenían demasiado vigilada.

Por todo eso, no fue mucha la nostalgia que acompañó sus preparativos para la partida. Desde las ventanas del castillo de San Jorge dominaba la ciudad, y se despedía de ella con regocijo. Poco amor sentía por esa ciudad, con su antigua catedral, cerca de la cual, se contaba, había nacido San Antonio. Los santos de Lisboa poco significaban para ella. ¿Qué le importaba que después de su martirio el cuerpo de San Vicente hubiera llegado a Lisboa por el Tajo, en una barca guiada por dos cuervos negros? ¿Qué le importaba de que el espíritu de San Antonio seguía presente y que a todos los que habían perdido algo querido los ayudaba a recuperarlo? Para ella, eso no eran más que leyendas.

La princesa se apartó de la ventana y del paisaje de higueras y olivares, de la Alcacova donde habían vivido en un tiempo los árabes, de las tejas musgosas del distrito de Alfama y de la cinta centelleante del Tajo.

Se sentía feliz al despedirse de todo lo que había sido su hogar, porque en el país nuevo hacia donde se dirigía sería reina... reina de Castilla.

Ya no tardarían en partir, marchando hacia el este, rumbo a la frontera.

Los ojos le brillaban cuando Juana tomó el espejo que le tendía su dama de honor; por encima del hombro la miró y vio en sus ojos una mirada tan gozosa como la de ella.

-Entonces, Alegre, ¿también tú estás feliz de ir a Castilla?

-Feliz estoy, señora -respondió la doncella.

-Allá tendrás que conducirte con decoro, ¿sabes?

La sonrisa con que Alegre le respondió era traviesa. Era una muchacha despierta, y por esa razón la había escogido Juana, también de carácter jubiloso y despierto. El sobrenombre, Ale-

gre, se lo debía a una de sus doncellas españolas que, años atrás, la había definido así: alegre.

Alegre había tenido aventuras; algunas las relataba, otras no.

-Cuando sea reina -le sonrió anchamente Juana- tendré que ponerme muy severa.

-Nunca lo seréis conmigo, señora. ¿Cómo podríais ser severa con alguien que en su manera de ser se os parece tanto como ese reflejo se parece a vuestro rostro?

-Tal vez tenga yo que cambiar mi manera de ser.

-Pues dicen que el rey, vuestro esposo, es muy calavera...

-Eso es porque jamás ha tenido una mujer que lo satisfaga.

Alegre sonrió, enigmática.

-Esperemos que, cuando tenga una mujer que lo satisfaga, siga siendo calavera.

-Ya te vigilaré, Alegre, y si no eres buena, te mandaré de vuelta aquí.

Alegre inclinó graciosamente la cabeza.

-Está bien, señora. En la corte de vuestro hermano hay algunos caballeros encantadores.

-Vamos -decidió Juana-, que es hora de salir. Abajo nos están esperando.

Con una reverencia, Alegre se apartó para dejar salir a Juana del aposento.

Después la siguió hacia el patio, donde los caballeros con sus vistosos avíos y los baúles del equipaje las esperaban para iniciar el viaje de Lisboa a Castilla.

Antes de que Juana comenzara su viaje, Blanca había partido rumbo a Aragón.

Le parecía que la pesadilla se había convertido en realidad, porque era eso, exactamente, lo que había temido en sus sueños.

Doce años habían pasado desde que dejara su hogar como novia de Enrique; entonces, como ahora, había sentido miedo. Pero había salido de Aragón en su condición de novia del heredero de Castilla; su familia estaba de acuerdo con la unión, y la joven no había previsto razones por las que su matrimonio pudiera terminar en fracaso.

Pero era muy diferente emprender aquel viaje como prome-

tida que deshacer el camino como esposa repudiada por haber fracasado en el intento de dar al trono el necesario heredero.

Blanca pensaba ahora en el momento en que ya no había podido seguir ocultándose la verdad, cuando el arzobispo se había alzado frente ,a ella para anunciarle que su matrimonio quedaba anulado «por impotencia respectiva».

La reina había querido protestar con amargura, había querido clamar: «¿De qué sirve hacerme a un lado? Lo mismo sucederá con cualquier otra mujer. Enrique es incapaz de engendrar hijos».

Pero no la habrían escuchado y, a su causa, esas palabras no le habrían hecho ningún bien. ¿De qué serviría protestar? Sólo pudo escuchar sombríamente y, cuando se quedó sola, arrojarse sobre la cama para quedarse mirando el techo, mientras recordaba la perfidia de Enrique, que en el momento mismo en que planeaba deshacerse de ella le había dado a entender que siempre seguirían juntos.

Blanca debía regresar con su familia, donde no había lugar para ella. Su padre había cambiado desde su segundo matrimonio; estaba completamente hechizado por su madrastra. Lo único que allí les importaba eran los adelantos del pequeño Fernando.

¿Qué sería ahora de ella, sin otro amigo en el mundo que su hermano Carlos? ¿Y qué pasaría ahora con Carlos? No se llevaba bien con su padre, y eso se debía a los celos de su madrastra.

¿Qué pasará conmigo en la corte de mi padre?, se preguntaba Blanca mientras hacía el largo y tedioso viaje de regreso al hogar de su infancia; y le parecía que las pesadillas que había padecido no eran simples sueños; al ser torturada por ellas, se le había concedido un atisbo del futuro.

En el palacio de Arévalo, la vida se deslizaba en calma.

Aquí somos más felices que en Madrid, pensaba la pequeña Isabel. Aquí parece que todos estuvieran serenos y ya no tuvieran miedo.

Era verdad. No había habido ninguno de esos interludios aterradores durante los cuales la reina perdía el dominio de sí. Hasta se oían risas en el palacio.

Tenía que tomar regularmente sus lecciones, claro, pero a la

pequeña Isabel le gustaba estudiar. Sabía que tenía que aprender, si quería estar dispuesta para su gran destino. La vida se reducía a una serie de normas; levantarse temprano y acostarse temprano. Durante el día había muchas oraciones y plegarias, e Isabel había oído que algunas de las mujeres se quejaban de que vivir en Arévalo era como vivir en un convento.

La infanta estaba contenta con su convento. Mientras pudieran vivir así, y su madre se mostrara sosegada y calma, y no asustada, Isabel podía ser feliz.

En Alfonso iba apuntando una personalidad propia. Ya no era un nene gorjeante que pataleaba en su cuna. lira un placer verlo dar los primeros pasos mientras Isabel le tendía los brazos para sostenerlo si vacilaba. A veces, los niños jugaban con una de las damas; a veces, con la propia reina viuda, que en ocasiones tomaba en brazos al niñito y lo abrazaba estrechamente. En esos momentos Isabel, siempre alerta, miraba a su madre, buscando el tic delator en la boca. Pero Alfonso protestaba enérgicamente si lo abrazaban con demasiada fuerza y por lo general de esa manera se evitaba una escena.

Isabel echaba de menos a su padre; echaba de menos a su hermano Enrique. Pero sentía que podía ser feliz así, con sólo que su madre se mantuviera en calma y contenta.

-Quedémonos así... siempre -rogó un día.

Pero a la reina viuda los labios se le pusieron tensos y empezaron a estremecérsele, y la niña se dio cuenta de que había cometido un error.

-Te espera un gran destino -empezó-. Tú sabes que si este pequeño...

Había sido ese el momento en que levantó a Alfonso, abrazándolo con tanta fuerza que el niño protestó, de manera que afortunadamente sus protestas distrajeron a la reina viuda de lo que estaba a punto de decir.

Le sirvió de lección, al mostrarle la facilidad con que se podía caer en una trampa. Isabel se quedó horrorizada al comprender que, con todo su deseo de evitar escenas histéricas, ella misma, con una observación impensada, había estado a punto de desencadenar una.

Tendría que estar sobre aviso siempre, no debía dejarse engañar por la paz aparente de Arévalo.

Después vino ese día aterrador en que su madre visitó a los dos niños en su aposento.

Isabel se dio cuenta inmediatamente de que había sucedido algo infausto, y el corazón empezó a latirle con tal fuerza que la ahogaba. Alfonso, por supuesto, no percibió que algo anduviera mal.

Se arrojó, corriendo, en los brazos de su madre, que lo levantó. La reina se quedó inmóvil, estrechándolo contra su pecho, y cuando el pequeño empezó a retorcerse, no lo soltó.

-Alteza -gritó el infante, y en su orgullo por saber decir la palabra, la repitió-: Alteza... Alteza...

A Isabel le pareció que su hermano gritaba, tal era el silencio que reinaba en el aposento.

-Hijo mío -exclamó la reina-, un día serás rey de Castilla, ya no cabe duda.

-Alteza... -lloriqueó Alfonso-. Me hacéis daño.

Isabel quiso correr hacia su madre para explicarle que estaba apretando demasiado a Alfonso, y recordarle cuánto más felices eran cuando no hablaban del futuro rey -o reina- de Castilla.

La niña se decía que la reina se había quedado mucho tiempo allí, con los ojos perdidos en el futuro, pero no podían haber sido más que unos segundos, ya que en caso contrario el gimoteo de Alfonso se habría convertido en sonora protesta.

Entretanto, la reina no decía nada, seguía mirando fijamente al vacío, con ese aspecto colérico y decidido que tan bien recordaba Isabel haberle visto en otros momentos.

De pronto, la niñita no pudo soportarlo más, tal vez porque hacía demasiado tiempo que venía dominándose, quizá porque estaba tan ansiosa por preservar la paz de Arévalo.

Se acercó a su madre e hizo una profundísima reverencia.

-Alteza, creo que Alfonso tiene hambre -advirtió.

-Hambre, Alteza -lloriqueó el infante-. Alteza hace daño a Alfonso.

La reina siguió mirando sin ver, haciendo caso omiso de las palabras de sus hijos.

-Se ha vuelto a casar -reanudó su pensamiento-. Cree que ahora engendrará un hijo, pero no será así. No puede ser; es imposible. Es el justo castigo por la vida que ha llevado.

Era el viejo tema que Isabel había oído ya tantas veces; era un

recuerdo del pasado, algo que le advertía que la paz de Arévalo podía hacerse trizas en un instante.

-Alfonso hambre -gimió el niño.

-Hijo mío -repitió la reina-, un día serás rey de Castilla. Un día...

-No quiere ser rey -gritó Alfonso-. Alteza le hace daño.

-Alteza -volvió a intervenir Isabel, preocupada-, ¿queréis que os mostremos cómo Alfonso es capaz de caminar solo?

-¡Pues que lo intenten! -exclamó la reina-. ¡Qué lo intenten, ya verán! Castilla entera se reirá de ellos.

Después, para alivio de Isabel, volvió a dejar en el suelo a Alfonso. El niño se miraba los brazos, lloriqueando.

-Camina, Alfonso. Muéstrale a Su Alteza -murmuró Isabel, tomándolo de la mano.

Alegremente, Alfonso hizo un gesto afirmativo.

Pero la reina había empezado a reírse.

Alfonso miró a su madre y gorjeó de placer. No entendía que hubiera más de una clase de risa; él sólo conocía la risa de diversión o de felicidad, pero Isabel sabía que esa era una risa aterradora, que había regresado después de esa larga paz.

Una de las mujeres, que la había oído, entró en el aposento. Miró a los dos niños, que seguían inmóviles observando a su madre, y salió de la habitación. No tardó en regresar con un médico.

Ahora la reina se reía de tal manera que no podía detenerse. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas. Alfonso se reía también y se volvió hacia Isabel para asegurarse de que ella también participaba en el juego.

-Alteza -intervino el médico-, si queréis venir a vuestros aposentos os daré una poción que os permitirá descansar.

Pero la reina seguía riéndose y sus brazos habían empezado a estremecerse sin freno. Entretanto, otro médico se les había reunido.

Con él venía una mujer; Isabel oyó su voz calma, dando órdenes.

-Llevaos a los niños... inmediatamente.

Pero antes de que salieran, Isabel alcanzó a ver a su madre sobre el diván, inmovilizada allí por los dos médicos que le murmuraban palabras tranquilizadoras, hablándole de descanso y de pociones.

No había escapatoria, pensó Isabel, ni siquiera en Arévalo. Se alegró de que Alfonso fuera tan pequeño como para, mientras no viera a su madre, olvidarse de la escena que ambos acababan de presenciar; se alegró de que fuera demasiado pequeño para entender lo que eso podía significar.

Enrique fue feliz durante las primeras semanas de su matrimonio. Había dispuesto ceremonias y procesiones de una extravagancia tal como raras veces se había visto en Castilla. Hasta ese momento no había dado motivo de disgusto a sus súbditos y mientras cabalgaba entre ellos, a la cabeza de un cortejo resplandeciente, destacándose por encima de casi todos los miembros de su comitiva, calzada la corona sobre el pelo rojo, sonoros vítores lo aclamaban. Y él sabía cómo dispensar sonrisas y saludos de manera que todos tuvieran su parte, ricos y pobres.

-Ahí va un rey tal como no lo hemos visto en muchos años -se decía el pueblo de Castilla.

Algunos habían sido testigo de la partida de Blanca y se habían compadecido de ella. Se la veía tan solitaria, la pobre.

Pero la mayoría opinaba que el rey había cumplido con su deber hacia Castilla. La reina Blanca era estéril y, por virtuosa que pueda ser una reina, la virtud no es sustituto adecuado de la fertilidad.

-¡Pobre Enrique! -suspiraban-. Qué tristeza debe de haber sentido al tener que divorciarse de ella. Y sin embargo, antepone su deber hacia Castilla a su propia inclinación.

En cuanto a Enrique, apenas si había vuelto a pensar en Blanca desde que ésta partiera. Había quedado muy complacido al poder apartarla de sus pensamientos, y cuando vio a su nueva esposa sintió que se le elevaba el ánimo.

En su calidad de experto en mujeres, reconoció en ella algo más que la belleza... una profunda sensualidad que podría armonizar con la suya propia o aproximársele por lo menos.

Durante las primeras semanas del matrimonio, apenas si se apartó de ella. En público, Juana encantaba a sus súbditos; en privado, era igualmente satisfactoria para él.

No podría haber habido una mujer más diferente de la pobre

Blanca. Enrique se alegraba de haber tenido el valor de deshacerse de ella.

En los ojos chispeantes de la nueva reina se escondía cierta determinación, que todavía no era del todo evidente. En los primeros momentos, Juana se conformó con jugar a la esposa ansiosa de complacer a su marido.

Atendida por las damas de honor que la habían acompañado desde Lisboa, la reina era siempre el centro de la atracción. Llena de energía, planeaba bailes y espectáculos que competían con los que el rey ofrecía en honor de ella, de manera que parecía que los festejos nupciales estuvieran destinados a prolongarse durante mucho tiempo.

En primera línea, entre quienes rodeaban a la nueva soberana, estaba Alegre. Sus danzas, la espontaneidad de su risa, su placer de estar viva, comenzaban ya a atraer la atención.

Juana la observaba con cierta complacencia.

-¿Has encontrado ya un amante castellano? -le preguntó.

-Eso creo, Alteza.

-Dime cómo se llama.

-Decirlo no sería hacerle justicia, Alteza, pues él no sabe aún los placeres que le esperan.

-¿Debo suponer que ese hombre no es tu amante todavía?

-Así es -respondió recatadamente Alegre.

-Entonces debe ser muy lento, porque si tú te has decidido, ¿cómo no lo hace él?

-¿Quién puede saberlo? -murmuró Alegre y, riendo, cambió de conversación-. Es un placer para todos los que servimos a Vuestra Alteza ver la dedicación que os consagra el rey. He oído decir que ha tenido centenares de amantes y, sin embargo, cuando está con vos parece un jovenzuelo que se enamorara por primera vez.

-Mi querida Alegre, yo no soy como tú. En amor yo no tolero la lentitud.

-Su Alteza está tan enamorado de vos -continuó Alegre, inclinando la cabeza-, que parece haberse olvidado de esos dos ca-maradas de él, Villena y el arzobispo... o casi.

-¡Esos dos! -exclamó la Reina-. Están siempre pegados a él.

-Susurrándole consejos -completó Alegre-. No me asombraría que ellos le hubieran aconsejado cómo trataros. No me sor-

prendería. Me imagino que no es mucho lo que el rey hace sin su aprobación. Creo que está muy acostumbrado a escuchar a esos dos queridos amigos.

Juana se quedó en silencio, pero después recordó esa conversación. Se sentía un tanto irritada por los dos amigos y consejeros del rey, el cual los valoraba excesivamente y, en opinión de Juana, se les sometía de un modo ridículo.

Esa noche, mientras ella y el rey descansaban juntos en el lecho, se los mencionó.

-Me parece advertir cierto engreimiento en ellos.

-No nos preocupemos por ellos -respondió el rey.

-Pero, Enrique, no me gustaría veros dominado por ninguno de vuestros súbditos.

-¡Yo... dominado por Villena y Carrillo! Mi querida Juana, eso no es posible. -

-A veces se conducen como si ellos fueran los amos, y considero que eso es humillante para vos.

-Ah... habéis estado escuchando a sus enemigos.

-He sacado mis propias conclusiones.

Enrique hizo un gesto que indicaba que tenían ocupaciones más interesantes que hablar de sus ministros, pero Juana se mostró inflexible. Creía que los dos cortesanos la vigilaban con demasiada atención, que esperaban que ella prestara oídos a sus consejos -e incluso a sus instrucciones- por el solo hecho de que habían desempeñado cierto papel en su venida a Castilla. Juana no estaba dispuesta a tolerarlo, y sabía que ahora, mientras el entusiasmo de Enrique por ella estaba en el punto culminante, era el momento de conseguir que redujera el poder del marqués y el arzobispo.

Todo eso la llevó a hacer caso omiso de los gestos de él; sentándose en la cama, se abrazó las rodillas y empezó a decirle que era absurdo que un rey concediera demasiado poder a uno o dos de sus súbditos.

Enrique bostezó. Por primera vez, temía haber tropezado con una de esas mujeres fastidiosas, entrometidas, y pensó en lo desagradable que sería eso en quien de tantas otras maneras lo satisfacía.

Al día siguiente, mientras se dirigía a los aposentos de su mujer, el rey se encontró con Alegre.

Estaban los dos solos en una de las antesalas, y Alegre lo saludó con una modesta reverencia al verlo acercarse. Aunque tenía inclinada la cabeza, cuando el rey estaba por pasar junto a ella levantó los ojos hasta su rostro con una mirada tal que lo movió a detenerse.

-¿Te sientes feliz aquí en Castilla? -preguntó Enrique.

-Muy feliz, Alteza. Pero nunca tanto como en este momento en que cuento con la atención exclusiva del rey.

-Vaya -contestó Enrique con la fácil familiaridad que le era característica-, pues se necesita poco para hacerte feliz.

Alegre le tomó la mano para besársela, y mientras lo hacía volvió a levantar hasta los de él sus ojos, llenos de sugerencias tan provocativas que no podían escapársele a un hombre del temperamento de Enrique.

-Te he visto más de una vez en compañía de la reina, y me ha dado gran placer ver que estás aquí con nosotros -aventuró el rey.

Ella seguía sonriéndole.

-Levántate, por favor.

Alegre obedeció, mientras el rey recorría con mirada de conocedor el cuerpo flexible y joven. Ya conocía él ese tipo. Ávida y de sangre ardiente; esa mirada era inconfundible. Alegre lo observaba de una manera que el rey podría haber considerado insolente si la joven no hubiera sido dueña de tan estupendos atractivos.

Le palmeó la mejilla y dejó que su mano se deslizara hasta el cuello de Alegre.

Después, súbitamente, le ciñó la cintura y la besó en los labios. Comprendió que no se había equivocado. La reacción de Alegre fue inmediata, y el breve contacto fue muy revelador para Enrique.

Más que dispuesta, la muchacha estaba ansiosa de ser su amante; y no era de esas mujeres que intentan meterse en los asuntos de Estado; en su vida no había más que una cosa realmente importante. El fugaz abrazo se lo había dicho.

La soltó y siguió su camino.

Los dos sabían perfectamente que ese primer abrazo no sería el último.

Bajo el cielo raso tallado, en el salón iluminado por un millar de velas, el rey bailaba, y su pareja era la dama de honor de la reina.

Juana los observaba.

¡Esa mujer no se atreverá!, decíase para sus adentros al recordar una conversación sobre el amante de Alegre, que en aquel momento no sabía el papel que le esperaba. ¡Qué desvergüenza! ¿Acaso no sabe que mañana mismo podría mandarla de vuelta a Lisboa?

Pero se equivocaba. Alegre era de naturaleza lasciva, lo mismo que Enrique; al bailar se traicionaban, y cuando dos personas así bailan juntas... Pero eso era, precisamente. Cuando se juntan dos personas como Alegre y Enrique, el resultado no puede ser más que uno.

Esa misma noche hablaría con Enrique. Y con Alegre.

Juana no se dio cuenta de que tenía fruncido el ceño, ni de que un hombre joven, en quien la reina ya se había fijado en varias ocasiones, se había acercado hasta quedar de pie junto a su silla.

Era alto, casi tanto como Enrique, cuya talla era excepcional. De una apostura impresionante, tenía el pelo casi azul de tan negro y brillantes ojos oscuros; sin embargo, era de piel más clara que la del pelirrojo Enrique. Juana lo consideraba como uno de los hombres más atractivos de la corte de su mando.

-¿Vuestra Alteza está molesta? -inquirió-. Me pregunto si habrá algo que yo pueda hacer para borrar el ceño de esa frente exquisita.

Juana le sonrió.

-¡Molesta! Por cierto que no. Estaba pensando que este es uno de los bailes más agradables que he presenciado desde que estoy en Castilla.

-Vuestra Alteza debe perdonarme. En cada ocasión en que he tenido el honor de encontrarme en vuestra compañía, he percibido agudamente vuestros estados de ánimo. Cuando sonreíais, me alegraba; ahora que he creído veros preocupada, estaba ansioso por eliminar la causa de vuestra preocupación. ¿Lo consideráis una impertinencia, Alteza?

Juana lo observaba. El desconocido le hablaba con la deferencia que se debe a una reina, pero sin intento alguno de disimular la admiración que despertaba en él la mujer. Juana oscilaba entre

la desaprobación y el deseo de seguir oyéndolo. Finalmente, lo perdonó. En la corte de Enrique, los modales eran los que dictaba el rey, es decir que habían llegado a cierto grado de tolerancia.

Al mirar a los bailarines, vio cómo la mano de Enrique se apoyaba en el hombro de Alegre, acariciante.

-¡Qué mujer insolente! -comentó con voz colérica el joven desconocido.

-¿Decíais, señor? -reprobó la reina.

-Ruego a Vuestra Alteza que me perdone. Me he dejado llevar por mis sentimientos.

Juana decidió que él le gustaba, y que quería mantener la con- versación.

-Hasta yo dejo a veces que mis sentimientos vayan más allá de la dignidad propia de una reina -coincidió.

-Es que en tales circunstancias... -asintió él, apasionadamente-. Pero lo que me deja atónito es... ¿cómo es posible?

-¿Os referís al galanteo del rey con mi dama de honor? Conozco a ambos, y os aseguro que nada hay de qué asombrarse.

-El rey ha sido siempre aficionado a las damas.

-Eso me han dicho, desde antes de que viniera.

-En otro momento, era comprensible. Pero con una reina como... Alteza, os ruego que me perdonéis.

-Otra vez os habéis dejado ganar por vuestros sentimientos. Fuertes y violentos han de ser, para llegar a prevalecer sobre vuestros modales.

-Muy fuertes son, Alteza.

En los ojos oscuros ardía la adoración. Juana perdonó a Enrique, y perdonó incluso a Alegre, porque si ellos no se hubieran visto de tal manera abrumados por el recíproco deseo, no estaría ella, en ese momento, aceptando las atenciones de ese tan apuesto caballero.

Era, y Juana se felicitó al notarlo, mucho más guapo que el rey; era también más joven, y a él no habían empezado todavía a notársele las huellas del desenfreno. Juana había dicho desde el primer momento que si dejaba que el rey hiciera su vida, ella haría la suya, y ya podía imaginarse una vida muy placentera con ese joven caballero.

-Quisiera saber -expresó- el nombre del dueño de tan poderosas pasiones.

-Es Beltrán de la Cueva, que se pone en cuerpo y alma al servicio de Vuestra Alteza.

-Gracias -respondió la reina-. Estoy cansada de contemplar la danza.

Se puso de pie y apoyó la mano en la de él; y mientras bailaba con Beltrán de la Cueva Juana se olvidó de observar cómo se conducían el rey y su dama de honor.

En su aposento, mientras sus damas la preparaban para acostarse, la reina advirtió que Alegre no se encontraba entre ellas.

¡Qué mujerzuela!, pensó. Pero, por lo menos, tiene la decencia de no presentarse esta noche ante mí.

Preguntó a otra de sus camareras dónde estaba Alegre.

-Alteza, le dolía la cabeza y nos pidió que si advertíais su ausencia os rogáramos que la perdonarais por no asistir. Se sentía tan mareada que apenas si podía tenerse en pie.

-Excusada está -aceptó la reina-. Pero habréis de advertirle que sea más cuidadosa en estas ocasiones.

-Le haré presente vuestra advertencia, Alteza.

-Decidle que si descuida su... salud, puedo verme precisada a enviarla de nuevo a Lisboa. Tal vez el aire de su país natal sea mejor para ella.

-Eso la alarmará, Alteza. Está enamorada de Castilla.

-Me pareció advertirlo -comentó secamente la reina.

Estaba lista ya para acostarse. Sus doncellas la llevarían al lecho y, una vez acostada, la dejarían. Poco después el rey, tras haber sido a su vez preparado por sus servidores, vendría a re-unírsele, como lo había hecho todas las noches desde su matrimonio.

Pero, antes de que las damas de honor se hubieran retirado, llegó un mensajero del rey.

Su Alteza se hallaba un poco indispuesto, y esa noche no visitaría a la reina. Le enviaba su más devoto afecto y sus deseos de que pasara una buena noche.

-Os ruego que digáis a Su Alteza -respondió Juana- que me aflige profundamente saberlo indispuesto. Sin tardanza iré a ver si tiene todo lo necesario. Aunque sea su reina, soy también

su esposa, y creo que es deber de una esposa cuidar de su marido en salud y enfermedad.

El mensajero se apresuró a explicar que aunque la indisposición de Su Alteza era muy leve, su médico le había administrado un somnífero que sólo sería eficaz si no se lo molestaba hasta la mañana siguiente.

-Cuánto me alegro de haberos comunicado mis intenciones -declaró Juana-. Me habría afligido muchísimo en caso de haberlo molestado.

El mensajero del rey fue acompañado a la puerta de la cámara de la reina, y las damas de honor de ésta, más silenciosas que de costumbre, terminaron con la ceremonia de acompañarla al lecho y se despidieron de ella.

Juana se quedó durante algún tiempo cavilando sobre el nuevo estado de cosas.

Estaba muy enojada. Era demasiado humillante verse descuidada por obra de su dama de honor y no le cabía duda de que tal era lo que sucedía.

¿Qué debería hacer al respecto? ¿Hablar con Enrique de su descubrimiento? ¿Asegurarse de que algo así no pudiera volver a suceder?

Pero, ¿de qué manera conseguirlo? La reina empezaba ya a entender a su marido. Enrique era débil; quería preservar la paz a cualquier precio. ¿A cualquier precio? Casi a cualquier precio. Cuando se trataba de ir en pos del placer su decisión era tan inflexible como la de un león o la de cualquier otra fiera en pos de su presa. ¿Hasta qué punto permitiría que Juana se inmiscuyera si lo que estaba en juego era separarlo de su nueva amante?

La reina había oído la historia de su predecesora. Hasta último momento, la pobre Blanca había creído hallarse a salvo, pero Enrique no había tenido el menor escrúpulo en enviarla de vuelta a su corte. Blanca había tenido doce años de experiencia con ese hombre y ella, Juana, era una recién llegada en Castilla. Tal vez fuera una imprudencia desencadenar la cólera de su marido. Quizá fuera mejor esperar para ver cuál era la mejor manera de vengarse de la infidelidad de su marido y de la deslealtad de su dama de honor.

Sin embargo, estaba decidida a descubrir si realmente estaban juntos esa noche.

Se levantó de la cama, se envolvió en un peinador y entró en el aposento contiguo, donde dormían sus camareras.

-¡Alteza! -varias mujeres se sentaron en la cama, y había alarma en el tono de las exclamaciones.

-No os alarméis -las tranquilizó la reina-. Por favor, que una de vosotras me traiga un vaso de vino. Tengo sed.

-Sí, Alteza.

Alguien salió en busca del vino y Juana regresó a su habitación, pero ya había visto lo que quería: la cama que debería haber ocupado Alegre estaba vacía.

Le trajeron el vino y Juana se quedó mirando con aire ausente el juego de la luz oscilante de las velas sobre las paredes cubiertas de tapices, mientras bebía lentamente y empezaba a planear cuál sería su venganza.

Le enfurecía pensar que una de sus sirvientas hubiera pasado por encima de ella, de Juana de Portugal.

«Haré que sea enviada de vuelta a Lisboa», masculló. «No importa lo que él diga; insistiré. Tal vez Villena y el arzobispo se pongan de mi parte. Después de todo, lo que ellos desean es verme encinta sin demora».

Entonces oyó las dulces notas de un laúd que tocaba bajo su ventana, y escuchó cómo la voz del ejecutante se elevaba en una canción de amor que esa misma noche había escuchado Juana en el salón de baile.

Las palabras eran las de un amante que suspira por su amada, declarando que preferiría la muerte antes que verse rechazado por ella.

La reina tomó una vela y se aproximó a la ventana.

Allí abajo estaba el joven que tan ardorosamente había hablado con ella en el baile. Durante unos momentos, los dos se contemplaron en silencio; después, él empezó nuevamente a cantar, con voz profunda, vibrante, apasionada.

La reina regresó a su lecho.

Lo que sucediera en algún rincón del palacio entre su marido y su dama de honor había dejado de importarle. Sus pensamientos eran solamente para Beltrán de la Cueva.




LOS ESPONSALES DE ISABEL

Isabel se despertó de su sueño. Se sentó en la cama, diciéndose que no podía ser aún de día; estaba demasiado oscuro.

-Despiértate, Isabel.

Era la voz de su madre, y un escalofrío de aprensión recorrió a la niña. Allí estaba la reina viuda, sosteniendo en la mano un candelabro, el pelo flotante sobre los hombros, enormes los ojos en el rostro pálido y desencajado.

La infanta empezó a temblar.

-Alteza... -murmuró-, ¿es ya de mañana?

-No, no. No has dormido más que una hora o poco más. Hay una noticia maravillosa... tanto que he decidido despertarte para hacértela saber.

-Una noticia... ¿para mí, Alteza?

-Vaya, qué niña dormilona eres. Deberías estar bailando de alegría. Esta noticia maravillosa acaba de llegar de Aragón. Tendrás marido, Isabel. Es una gran alianza.

-¿Marido, Alteza?

-Ven, no te quedes allí. Levántate. ¿Dónde está tu abrigo? -la reina viuda dejó escapar una aguda risa-. Estaba resuelta a traerte yo misma esta noticia; no quería que nadie más te la diera. Toma, niña. Envuélvete en esto. ¡Así! Ahora, ven conmigo. Este es un momento solemne. Han pedido tu mano en matrimonio.

-¿Quién la ha pedido, Alteza?

-El rey Juan de Aragón, en nombre de su hijo Fernando.

—Fernando -repitió Isabel.

-Sí, Fernando. Claro que no es el hijo mayor del rey, pero he oído decir, y sé que es la verdad, que el rey de Aragón ama más las uñas de Fernando que el cuerpo todo de los tres hijos que tiene de su primer matrimonio.

-Alteza, ¿es que tiene las uñas tan diferentes de las de otras personas?

-Ay, Isabel, Isabel, qué niña eres todavía. Y Fernando es un poco menor que tú... un año casi, once meses. Es decir que aún es apenas un muchachito, pero estará tan encantado de establecer una alianza con Castilla como tú con Aragón. Y yo, hija mía, estoy contenta. Tú ya no tienes padre, y tus enemigos en Madrid harán todo lo posible por privarte de tus derechos. Pero el rey de Aragón te ofrece su hijo. El matrimonio se celebrará tan pronto como tengáis la edad necesaria. Entretanto, puedes considerarte comprometida. Ahora, debemos orar. Debemos agradecer a Dios esta enorme buena suerte, y al mismo tiempo pediremos a los santos que cuiden bien de ti, que te guíen hacia un gran destino. Ven.

Juntas se arrodillaron en el reclinatorio que había en el cuarto de Isabel.

Para la niña, ¡a impresión de estar levantada a esa hora era fantástica; la vacilante luz de la vela tenía algo de espectral, la voz de su madre sonaba imperiosa, como si en vez de rogarles, diera instrucciones a Dios y a sus santos sobre lo que debían hacer por Isabel. La infanta sentía que le dolían las rodillas, siempre un poco magulladas de tanto estar arrodillada, y tenía la sensación de no estar completamente despierta, como si todo lo que sucedía fuera una especie de sueño.

«Fernando», murmuró para sí, tratando de hacerse una imagen de él, pero lo único que podía pensar era en esas uñas tan amadas.

¡Fernando! Algún día se conocerían, hablarían, harían planes. Vivirían juntos, como habían vivido su madre y el rey, en un palacio o en un castillo, probablemente en Aragón.

Isabel jamás había pensado en vivir en otro lugar que en Madrid o en Arévalo; jamás se le había ocurrido que pudiera tener otros compañeros que su madre o Alfonso, y tal vez Enrique, si es que alguna vez regresaban a Madrid. Pero esto sería diferente.

Fernando. Se repitió una y otra vez el nombre; tenía una calidad mágica. Fernando sería su marido, y ya desde ahora tenía el poder de hacer feliz a su madre.

La reina había vuelto a levantarse.

-Ahora volverás a acostarse -indicó-. Ya hemos dado las gracias por esta gran bendición.

Cuando besó a su hija en la frente, su sonrisa era calma.

Isabel agradecía en silencio a Fernando que fuera capaz de hacer feliz a su madre.

Pero el estado de ánimo de la reina cambió repentinamente, en esa forma imprevista que aún seguía sorprendiendo a Isabel.

-Quienes hayan pensado que tú no tenías peso alguno tendrán que cambiar de opinión, ahora que el rey de Aragón te ha elegido como novia de su hijo bienamado.

En su voz vibraban toda la cólera y el odio que sentía por sus enemigos.

-Ahora todo andará bien, Alteza -la calmó Isabel-. Fernando se ocupará de eso.

Súbitamente, la reina sonrió y empujó a la niña hacia la cama.

-Anda, acuéstate y que duermas en paz.

Isabel se quitó el abrigo y volvió a subirse a la cama. La reina la observaba; después, se inclinó sobre ella para arroparla. Por último besó a la infanta y salió, llevándose consigo la vela.

Fernando, pensaba Isabel. El querido Fernando de las uñas preciosas, el del nombre que, con sólo mencionarlo, podía dar tal felicidad a su madre.

Juana observó que Alegre no aparecía en las ocasiones en que era su obligación atender a la reina. Envió a una de las otras mujeres a ordenar a la ausente dama de honor que se presentara inmediatamente ante ella. Cuando Alegre entró, Juana se aseguró de que nadie más estuviera presente durante la entrevista.

Alegre dirigió a la reina una mirada de apenas disimulada insolencia.

-Desde que has venido a Castilla parece que te tomas tus deberes muy a la ligera -señaló Juana.

-¿A qué deberes se refiere su Alteza? -la insolencia del tono reforzaba la de la actitud.

-¿A qué deberes he de referirme, si no a los que te trajeron a Castilla? Hace más de una semana que no te veo a mi servicio.

-Alteza, es que he recibido otras órdenes.

-Yo soy tu señora y sólo de mí debes recibir órdenes.

Alegre bajó los ojos y se las arregló para componer un aspecto al mismo tiempo descarado y modesto.

-Bueno -insistió la reina-, ¿qué me contestas? ¿Vas a conducirte como corresponde, o me obligarás a enviarte de vuelta a Lisboa?

-Alteza, no creo que fuera el deseo de todos en la corte que regresara yo a Lisboa. Sé por una fuente muy de fiar que mi presencia aquí es muy bien recibida.

Bruscamente, Juana se puso de pie, fue hasta donde estaba Alegre y la abofeteó en ambas mejillas. Sorprendida, la dama de honor se llevó las manos a la cara.

-Debes conducirte de la manera que cuadra a una dama de honor -señaló coléricamente Juana.

-Intentaré ponerme a la altura de Vuestra Alteza, que se conduce como cuadra a una reina.

-¡Eres una insolente! -le gritó Juana.

-¿Es insolencia, Alteza, aceptar lo inevitable?

-¿Conque es inevitable que en mi corte te conduzcas como una perra?

-Es inevitable que obedezca las órdenes del rey.

-¿Así que él te dio órdenes? ¿Así que no te pusiste tú en el camino para que te las dieran?

-¿Qué podía hacer, Alteza? Me era imposible desaparecer.

-Tendrás que regresar a Lisboa.

-No creo que sea así, Alteza.

-Exigiré que así sea.

-Sería humillante para Vuestra Alteza exigir aquello que no le será concedido.

-No debes pensar que estás muy al tanto de los asuntos de la corte sólo porque durante unas pocas noches has compartido el lecho del rey.

-Algo se aprende -comentó con ligereza Alegre-, porque no nos pasamos todo el tiempo haciendo el amor.

-Estás despedida.

-¿De vuestra presencia, Alteza, o de la corte?

-Sal de mi presencia, Y te advierto que te haré regresar a Lisboa.

Con una reverencia, Alegre se despidió. Juana se quedó muy enojada, maldiciendo su propia estupidez por haber traído con-

sigo a la camarera; debería haber pensado que esa criatura no podría dejar de traerle algún problema, pero ¿cómo podía habérsele ocurrido que tendría la temeridad de usurpar el lugar de la propia Juana en el regio lecho matrimonial?

Mientras sus doncellas la vestían, Juana estaba pensativa. No se sentía lo bastante segura de sí como para hablar con ellas sin traicionar sus sentimientos.

Sería demasiado indigno permitir que nadie supiera lo humillada que se sentía, tanto más cuanto que su sentido común le avisaba que si no quería tener problemas con el rey tendría que aceptar la situación.

Pese a su aparente indolencia, y aunque se mantuviera indiferente ante los asuntos del reino, su marido sería capaz de cualquier locura para complacer a su amante del momento. Juana no olvidaría jamás la triste historia de Blanca de Aragón, y no ignoraba que sería una estupidez de su parte permitirse creer que, por el solo hecho de que pareciera sentir afecto por ella, Enrique no sería capaz de hacerla regresar a Lisboa si le disgustaba.

Después de todo, en cuanto al tan deseado embarazo, ella no había tenido más éxito que Blanca. Y estaba, además, alarmada por los rumores que había oído. ¿Sería realmente cierto que Enrique era incapaz de engendrar? En ese caso, ¿qué destino esperaba a Juana de Portugal? ¿No se parecería demasiado al de Blanca de Aragón?

Prestó atención a la charla de las mujeres, dirigida evidentemente a tranquilizarla.

-Dicen que estuvo magnífico.

-Yo creo que es el hombre más apuesto de la corte.

-Y, ¿quién es ese personaje tan apuesto y magnífico? -preguntó despreocupadamente Juana.

-Beltrán de la Cueva, Alteza.

Juana sintió que se le levantaba el ánimo, pero al observar su propio rostro en el espejo vio con satisfacción que se había mantenido impasible.

-¿Qué es lo que ha hecho?

-Pues bien, Alteza, ha defendido un paso de armas en presencia del propio rey. Quedó como triunfador y, según nos han dicho, rara vez se ha visto un hombre que demostrara semejante valor. Declaró que defendería los encantos de su señora contra

los de toda otra, en ese momento y en cualquier otro, y que desafiaba a cualquiera que se permitiera desmentir sus palabras.

-¿Y quién es esa mujer incomparable? ¿No lo dijo?

-No lo dijo. Se comenta que su honor se lo impedía. El rey se mostró complacido. Dijo que la gallardía de Beltrán de la Cueva lo había impresionado al punto de que, para celebrar la ocasión, haría erigir un monasterio dedicado a San Jerónimo.

-¡Qué cosa más extraña! ¿Dedicar un monasterio a San Jerónimo porque un cortesano proclama los encantos de su señora?

-Vuestra Alteza debería haber visto al caballero. Parecía que estuviera en trance. Y el rey se quedó impresionadísimo por su devoción a la misteriosa dama.

-¿Y tenéis vosotras alguna idea de quién puede ser?

Las doncellas se miraron.

-¿Lo sabéis? -insistió Juana.

-Alteza, todos saben que la devoción de ese caballero se dirige únicamente a una que no puede responder a su amor, tan elevado es el lugar que ocupa. En la corte no podría haber más que una dama que responda a tal descripción.

-¿Os referís a... la reina de Castilla?

-A vos misma, Alteza. Se cree que el rey quedó tan complacido por la devoción de ese hombre hacia vos que por eso tuvo ese gesto.

-Pues yo lo agradezco -concluyó con ligereza Juana-. Tanto a Beltrán de la Cueva como al rey.

La reina sentía que en alguna medida, su dignidad le había sido restaurada, y se daba cuenta de que su gratitud hacia Beltrán de la Cueva era infinita.

Juana se había retirado a sus habitaciones, pero no dormía. Sabía que el hombre que evidentemente esperaba convertirse en su amante no tardaría en estar bajo sus ventanas.

Todo se presentaba tan fácil. Juana no tenía más que hacer una pequeña señal.

¿Era peligroso? Sería imposible mantener una cosa así en un total secreto. Al parecer, pocas eran las acciones de reyes y reinas que pudieran escapar de la luz de la publicidad. Y sin embargo, por ella de la Cueva había hecho ese gesto magnífico.

Además, tenía la sensación de que el rey no se opondría a que ella tuviera un amante. Enrique deseaba seguir por su propia senda de promiscuidad y en opinión de Juana lo que lo irritaba en su primera mujer era su virtud. Para un hombre como Enrique, la virtud de alguien a quien él engañaba podía ser irritante. ¿Y si fueran ciertos los rumores de que Enrique era estéril? ¿Culparían a Juana como habían culpado a Blanca? Sería más probable que Enrique siguiera conservándola como esposa si ella no dejaba de ser encantadora y tolerante pese a la vida escandalosa de él.

Y había algo más: Juana siempre había tenido conciencia de sus propias necesidades sexuales. La segunda esposa de Enrique de Castilla era muy diferente a la primera.

Sintió cierta inquietud al acercarse, lenta pero deliberadamente, a la ventana.

La noche era oscura y calurosa, embalsamada por el aroma de las flores. Allí estaba él, exactamente como había presentido; al verlo, Juana se excitó. Nadie podría decir que ella se rebajaba al aceptarlo por amante. Era, sin duda, no sólo el hombre más apuesto de la corte; también el más valiente.

Levantó una mano para saludarlo.

Casi podía percibir las oleadas de euforia que emanaban de él.

Beltrán de la Cueva estaba satisfecho de sí, pero era demasiado avisado para no advertir que la nueva senda en que se embarcaba estaba erizada de peligros.

La reina lo había atraído inequívocamente desde la primera vez que la viera, y desde entonces había sido su ambición convertirse en su amante; pero sabía que la venia debía recibirla del rey, y ahora calculaba de qué manera podría seguir contando con la gracia de éste, al tiempo que disfrutaba también de su intimidad con la reina.

Era una situación extraña, pues lo que esperaba era gozar del favor del rey en tanto que era el amante de la reina. Pero Enrique era un marido blando, un hombre que, dedicado a los placeres de la carne, quería ver actuar de igual manera a quienes lo rodeaban. No sería él quien apreciara a los virtuosos; la virtud

lo irritaba, porque en él había una conciencia que el rey trataba de ignorar, y que la virtud movilizaba.

El futuro estaba lleno de esperanzas, pensaba Beltrán de la Cueva. Realmente, no veía por qué no aprovechar doblemente su nueva relación con la reina.

Mantenerla secreta era imposible.

La reina le había dado acceso a sus habitaciones y era inevitable que alguna de las damas de honor descubriera esas visitas nocturnas; y una de las doncellas se lo comentaría a otra y tarde o temprano el episodio sería motivo de habladurías en la corte.

Ante la reina, ocultaba su ansiedad.

-Si el rey descubriera lo que ha sucedido entre nosotros -le dijo en la quietud del dormitorio-, no creo que mi vida valiera un ardite.

Con un gesto de terror fingido, Juana se abrazó a él. Fingir que era peligroso daba un encanto adicional al amor de ambos.

-Entonces, no debéis volver -le susurró.

-¿Creéis que el temor de la muerte me apartaría de vos?

-Sé que sois valiente, mi amor, tanto que no pensáis en el riesgo que vos mismo corréis. Pero yo lo tengo continuamente presente. Os prohíbo que volváis aquí.

-Es la única orden que podéis darme que yo no podría obedecer.

Esa clase de conversaciones eran estimulantes para ambos. De la Cueva disfrutaba al verse como el amante invencible; en el caso de Juana, su autoestima se fortalecía. Ser de esa manera amada por quien era considerado el hombre más atractivo de la corte podía provocar en ella una total indiferencia hacia el enredo amoroso entre su marido y su dama de honor.

Además, había oído decir que Enrique estaba ya dividiendo sus atenciones entre Alegre y otra cortesana, y eso le resultaba gratificante.

Enrique debía estar al tanto del vínculo entre Juana y Beltrán pero no daba muestras del menor rencor; más aún, hasta parecía complacido. Juana estaba encantada con el giro que tomaban los acontecimientos. Eso demostraba que había tenido razón al decidir que, si ella dejaba que Enrique tuviera amantes sin hacerle reproches, tampoco su marido le plantearía objeciones si alguna vez ella se entretenía con un amante.

Una situación muy satisfactoria, pensaba la reina de Castilla.

Beltrán de la Cueva también se sentía aliviado; Enrique le demostraba mayor amistad que nunca. Fascinantes circunstancias, pensaba, en las que podía esperar tanto el apoyo de la reina como el del rey.

Entretanto, en el palacio de Arévalo, la niñita crecía.

Al evocar su pasado, recordaba con piedad a aquella Isabel que no había tenido a su Fernando, porque para ella Fernando se había vuelto tan real como su hermano, su madre o cualquiera de los que vivían en el palacio. En ocasiones, le llegaba alguna noticia referente a él. Que era muy apuesto; que toda la corte de Aragón lo adoraba; que la rencilla entre su padre y el medio hermano de Fernando era por causa de Fernando. En la Casa Real de Aragón no terminaban de lamentar que Fernando no hubiera nacido antes que Carlos.

Con frecuencia, al encontrarse ante un dilema, Isabel se preguntaba: «¿Qué haría Fernando?»

Tanto era lo que hablaba de él con Alfonso, que su hermano menor le decía:

-Se diría que Fernando estuviera realmente aquí con nosotros. Nadie creería que tú no lo has visto jamás.

Esas palabras afectaban a Isabel, ya que para ella era casi una ofensa que le recordaran que jamás había visto a Fernando. A veces pensaba también que había infringido su habitual decoro, al hablar tanto de él, y que era algo que debía evitar.

Pero aunque no lo hablara con su hermano, eso no le impedía seguir pensando en Fernando. Le era imposible imaginarse la vida sin él.

Por él y para él estaba decidida a ser una perfecta esposa, una reina perfecta, pues creía que, pese a su hermano Carlos, Fernando sería algún día rey de Aragón. Isabel ya era experta en labores de aguja y no sólo quería ser maestra en el bordado, sino también en la costura.

-Cuando esté casada con Fernando -dijo en una ocasión a su hermano-, yo le haré todas las camisas. No le dejaré usar ninguna cosida por otras manos.

También se interesaba por los asuntos de estado.

Sabía que ya no era una niña y pensaba que tal vez al cumplir los quince o dieciséis años se casaría. Fernando era un año menor y tal vez eso fuera causa de alguna demora, ya que sería ella quien tendría que esperar a que él llegara a la edad casadera.

-Pero no importa -se consolaba-. Así tendré más tiempo para perfeccionarme.

De vez en cuando le llegaban noticias de la corte de su medio hermano. Al parecer, Enrique era muy mal rey y la niña comprendía que, indudablemente, su madre había tenido razón al insistir en que ella y su hermano debían vivir retirados, como ermitaños. Esa era la mejor manera de prepararse para su matrimonio con Fernando.

Como lo había hecho desde que era muy pequeña, Isabel escuchaba las conversaciones de los mayores y rara vez las interrumpía; procuraba disimular su interés, que era la forma más segura de conseguir que todos se olvidaran de su presencia.

Un día oyó muchos susurros y murmuraciones.

-¡Qué escándalo!

-¡Cuándo se oyó que un arzobispo se condujera de ese modo!

-¡Y el arzobispo de San Jaime, además!

Finalmente Isabel consiguió descubrir en qué había consistido el delito del arzobispo. Aparentemente éste se había quedado tan impresionado por los encantos de una joven novia que había intentado secuestrarla y violarla cuando ella salía de la iglesia después de la boda.

Los comentarios sobre el escándalo eran muy esclarecedores.

-Pues, ¿qué se puede esperar? No es más que un reflejo de lo que sucede en la corte. ¿Cómo puede el rey censurar al arzobispo cuando él se conduce de manera no menos escandalosa? Habéis oído decir, me imagino, que la principal de sus amantes es una dama de honor de la propia reina. Dicen que ha dispuesto para ella aposentos tan espléndidos como los de la reina, y que personas de la importancia del arzobispo de Sevilla intentan conseguir su favor.

-Pero es que además no es la única amante del rey. ¡Si el último escándalo es que una de sus damas quería hacerse abadesa, imaginaos! Y ¿qué hace nuestro enamorado rey? Pues destituye a la piadosa y noble abadesa de un convento de Toledo para poner en lugar de ella a su querida. No es de asombrarse que haya es-

cándalos fuera de la corte cuando los que hay en ella son tan sonados.

Por su madre y sus maestros, Isabel empezó a saber lo mal gobernada que estaba Castilla; le hicieron tomar conciencia de los terribles errores que insistía en cometer su medio hermano.

-Hija mía -le decía su confesor-, toma como una lección las acciones del rey y, si alguna vez te lleva el destino a colaborar en el gobierno de un reino, asegúrate de no caer en trampas semejantes. Se están exigiendo impuestos al pueblo y ¿con qué fin? Pues para que el rey pueda mantener a sus favoritas. Los mercaderes, que son uno de los medios de que el país se haga de riquezas, se ven sometidos a tan pesados gravámenes que no pueden dedicar lo mejor de sus esfuerzos al país. Y lo peor de todo es que se ha adulterado la moneda. Debes tratar de entender la importancia que esto tiene. Donde teníamos antes cinco casas de moneda hay ahora ciento cincuenta; eso significa que el valor del dinero ha descendido a un sexto de su valor anterior. Trata de comprender, hija mía, el caos que esta situación puede provocar. Si las cosas no se arreglan, el país entero estará al borde de la insolvencia.

-Decidme -preguntó con seriedad Isabel-, ¿mi hermano Enrique es el culpable de todo eso?

-Es frecuente que los gobernantes de un país sean los culpables de que éste pase por épocas difíciles. Deber del gobernante es postergarse por el amor a su país. El deber de reyes y reinas para con su pueblo debería estar antes que el placer. Si alguna vez fuera tu destino gobernar...

-Mi país sería lo primero en mi consideración -terminó Isabel, uniendo las manos. Y lo decía con la voz con que podría hablar una novicia refiriéndose al momento de hacer sus votos.

En tales ocasiones se imaginaba siempre gobernando junto a Fernando; empezó a darse cuenta de que ese novio que le estaba destinado, que tan real era para ella aunque jamás lo hubiera visto, se había constituido en la fuerza dominante en su vida.

Tiempo después, les llegó la noticia de que Enrique había decidido encabezar una cruzada contra los moros. No había nada que pudiera ganarle el apoyo del pueblo con tanta seguridad como un proyecto tal. A los españoles les escocía saber que hacía ya siglos que los moros estaban en España, y que las grandes

provincias del sur seguían aún bajo el dominio de ellos. Desde la época de Rodrigo Díaz de Vivar, el famoso castellano del siglo XI que pasó a la historia como el Cid Campeador, los españoles buscaban otro hombre que fuera capaz de conducirlos en la batalla; y toda vez que aparecía alguno que proponía organizar una campaña con la intención de expulsar a los moros de la península ibérica, se elevaba el clamor: «He aquí que ha renacido el Cid y está entre nosotros».

De manera que cuando Enrique declaró su propósito de combatir a los moros, su popularidad se incrementó.

El rey necesitaba dinero para sus campañas, ¿y de dónde habría de salir éste sino de los bolsillos de su sufrido pueblo? Los ejércitos se adueñaron de las riquezas de la campiña con el fin de equiparse para la campaña del rey.

Enrique, sin embargo, era de aquellos militares que saben encabezar un ostentoso desfile, marchando por las calles a la cabeza de sus tropas, pero a quienes no les va tan bien en el campo de batalla.

Repetidas veces, sus fuerzas fueron derrotadas; regresó de sus guerras para hacer deslumbrante exhibición de su caballería, pero sin haber realizado conquista alguna y los moros siguieron tan firmes en sus posiciones como siempre.

Enrique declaró que era parco en arriesgar la vida de sus hombres porque, en su opinión, la vida de un solo cristiano valía más que la de un millar de musulmanes.

Esperaba que su sentimental declaración despertara ecos favorables en el pueblo, pero el pueblo se quejó, especialmente en las regiones en donde había tenido lugar la lucha.

Parecería, decía la gente, que el rey nos hace la guerra a nosotros, no a los infieles.

Y cada día, en la escuela del palacio de Arévalo, Isabel se enteraba de las hazañas de Enrique y de ellas tenía que aprender sus lecciones.

-Jamás emprendas una guerra -le decían- a menos que tengas bien fundadas esperanzas de victoria. Con un hermoso uniforme no se hace un buen soldado. Antes de ir a la guerra asegúrate de que tu causa es justa y de que la has abrazado de todo corazón.

-Jamás -les decía su preceptor, instruyendo a Isabel y a Al-

fonso- tuvo un futuro gobernante mejor oportunidad para sacar provecho de las locuras de su predecesor.

Les explicaban por qué, en todos los sentidos, Enrique era un mal rey. No les hablaban de sus aventuras amorosas, pero el tema quedaba insinuado y en la categoría única de «favoritos» iban incluidos amantes y ministros.

La extravagancia del rey rozaba los límites del absurdo. Su política consistía en sobornar a los enemigos, en la esperanza de convertirlos en amigos, y a los amigos para que no dejaran de serlo.

En ambos casos, política equivocada, oían decir Isabel y Alfonso. A los amigos hay que conservarlos en virtud de la recíproca lealtad y a los enemigos hacerles frente con el puño armado, no con la mano que ofrece riquezas.

-Aprended bien vuestras lecciones, niños, pues puede llegar un momento en que las necesitéis.

-Debemos aprender nuestras lecciones, Alfonso -insistía Isabel-, porque bien pudiera ser que un día el pueblo se hartara de Enrique, y si él no tiene hijo varón te llamarán a ti para ocupar el trono de Castilla. En cuanto a mí, algún día ayudaré a Fernando a gobernar Aragón, de manera que ciertamente debemos aprender bien nuestras lecciones.

Así, con esa seriedad, escuchaban ambos lo que se les decía y les parecía que los años en Arévalo eran los años de espera.

Isabel se demoraba pensativamente en su bordado.

Pensaba que en cualquier momento podía haber cambios. En cualquier momento, el pueblo podía decidir que estaba harto de Enrique y entonces marcharían sobre Arévalo para llevarse a Alfonso y coronarlo rey.

La infanta había oído decir que la desvalorización de la moneda había provocado el caos en ciertos sectores de la comunidad y que, como resultado, se habían incrementado los robos.

Algunas de las familias más nobles de Castilla, declarando que estaban al borde de la bancarrota habían perdido todo sentido de la decencia y convertíose en salteadores de caminos. Viajar era, por aquel entonces, menos seguro de lo que lo había sido durante siglos y los castillos, que otrora fueran los hogares

de las familias nobles, eran poco menos que guaridas de ladrones. Algunos de tales nobles llegaban incluso al punto de remediar sus contratiempos apoderándose de cristianos y cristianas en pueblos y aldeas, para después venderlos como esclavos a los moros.

Semejante conducta era en verdad deplorable y era evidente que en Castilla imperaba la anarquía.

Se necesitaban muchas reformas, pero lo único que al rey parecía importarle eran sus fantásticos desfiles y el placer de sus favoritos.

Isabel rogaba por el bienestar de su país.

«Ah, ¡qué diferentes seremos Fernando y yo, cuando gobernemos juntos!», decíase para sus adentros.

Un día su madre vino a verla sumamente alterada e Isabel recordó aquella noche en que la había sacado de la cama para dar gracias a Dios porque el rey de Aragón la había pedido en matrimonio para su hijo Fernando.

-Isabel, hija mía, tengo una noticia maravillosa. El príncipe de Viana nos pide tu mano en matrimonio. Es un ofrecimiento brillante. Carlos no sólo es heredero de Aragón, también es el gobernador de Navarra. Mi querida Isabel, ¿por qué me miras tan azorada? Deberías regocijarte.

Isabel se había puesto pálida; levantó la cabeza y se enderezó en toda su estatura, olvidadas por una vez las reglas del decoro.

-Habéis olvidado, Alteza, que estoy ya comprometida con Fernando -objetó.

La reina viuda soltó la risa.

-Eso... vaya, olvidémoslo. ¿Fernando de Aragón? Un matrimonio muy conveniente, pero no es más que un segundón. Carlos, el heredero de Aragón, el gobernador de Navarra, pide tu mano. No *reo por qué habría de demorarse el matrimonio.

Fue una de las pocas ocasiones de su vida en que la joven Isabel perdió el control. Se arrodilló y, aferrándose a las faldas de su madre, la miró implorante.

-Pero, Alteza -gimió-, yo soy la prometida de Fernando.

-Esa promesa no es una obligación, hija mía. Este matrimonio es más adecuado. Debes admitir que tus mayores saben lo que es mejor para ti.

-Alteza, el rey de Aragón se enojará. ¿Acaso las uñas de Fernando no le son más caras que todo el cuerpo de su hijo mayor?

Las palabras de la infanta hicieron sonreír a su madre.

-Carlos ha reñido con su padre, pero el pueblo de Aragón ama a Carlos y él es el único a quien reconocerán como rey. Los territorios de Navarra también le pertenecen. Vaya, si no podrías esperar matrimonio mejor.

Isabel se mantuvo rígidamente erguida y, por primera vez, mostró claramente los signos de su naturaleza obstinada.

-Mi casamiento con Fernando es una cuestión de honor.

Su madre se rió, no con su risa de excitación descontrolada, sino apenas con una tolerancia levemente divertida; pero en ese momento Isabel no estaba en situación de preocuparse por las emociones de su madre.

-Deja estas cosas para tus mayores, Isabel -repitió la reina viuda-. Ahora debes arrodillarte para dar las gracias a Dios y a sus santos por tu buena fortuna.

Rebeldes protestas pugnaban por salir de los labios de Isabel, pero la disciplina de tantos años fue más fuerte y la infanta no dijo nada.

Se dejó llevar hasta su reclinatorio y, mientras su madre rogaba por la pronta unión de su hija y el príncipe de Viana, heredero del trono de Aragón, Isabel apenas si pudo murmurar:

«¡Fernando! ¡Oh, Fernando! Debe ser Fernando. Santa madre de Dios, no me abandones. Haz que me pase algo, o que le pase algo al príncipe de Viana, o al mundo entero, pero guárdame para Fernando».




ESCÁNDALO EN LA CORTE DE CASTILLA

En el palacio de Zaragoza, Juana Enríquez, reina de Aragón, hablaba con su marido, Juan, de la desvergüenza de Carlos.

-Eso -insistía- es algo hecho con la intención de insultaros, de demostraros lo poco que respeta vuestra autoridad ese hijo que tenéis. Bien sabe que uno de nuestros proyectos más caros es que Fernando se case con Isabel... ¡y no se le ocurre nada mejor que ofrecerse él!

-Eso no sucederá -la tranquilizó el rey-. No os preocupéis, querida mía. Isabel es para Fernando y ya encontraremos algún medio de superar en astucia a Carlos... como lo hemos hecho otras veces.

Afectuosamente, sonrió a su mujer. Juana era mucho menor que él, y desde que se habían casado, el rey estaba cada vez más enamorado de ella, y su mayor deseo era darle todo lo que deseara. Juana era la única, de eso no cabía duda. Hermosa, audaz, astuta... ¿acaso había otra mujer en el mundo que pudiera compararse con ella? Su primera mujer, Blanca de Navarra, era la viuda de Martín de Sicilia cuando Juan se casó con ella. Había sido buena esposa, había aportado una dote de ninguna manera insignificante y el rey había estado satisfecho con su matrimonio. Su mujer le había dado tres hijos, Carlos, Blanca y Leonor y en aquel momento había sido un padre orgulloso. Ahora, casado con la incomparable Juana Enríquez y tras haber tenido de ella al no menos incomparable Fernando, el rey llegaba incluso a desear -porque su mujer lo deseaba- no haber tenido jamás otros hijos para que Fernando pudiera ser el heredero de todas sus posesiones.

No tenía nada de asombroso, se dijo, que estuviera a tal punto embobado con Fernando. ¿Qué pasaba con sus otros hijos? Con Carlos los conflictos eran constantes; Blanca había sido repu-

diada por su marido, Enrique de Castilla, y vivía ahora retirada en sus propiedades de Olite, desde donde (según insistía Juana) apoyaba a su hermano Carlos en sus discordias con el padre; y en cuanto a Leonor, condesa de Foix, hacía ya muchos años que se alejó de ellos, cuando se casó con Gastón de Foix, y era una mujer dominante y de grandes ambiciones.

Por lo tocante a Juana, estaba pendiente de Fernando con toda la fuerza de su enérgica naturaleza y le enojaba cualquier favor que fuera concedido a los hijos del primer matrimonio.

En los primeros días de su unión, su segunda mujer se había mostrado dulce y afectuosa, pero desde el día -el 10 de marzo de 1452, unos ocho años atrás- que nació Fernando, en el pue-blecito de Sos, Juana había cambiado. Se había convertido en una tigresa que defiende a su cachorro, y el rey, totalmente entregado a ella, se había dejado envolver en aquella batalla por los derechos del hijo adorado de su segunda mujer, en contra de los habidos en la primera.

En cualquier caso es triste que haya discordia entre familiares; en una familia real, eso puede ser desastroso.

Sin embargo, Juan de Aragón no podía ver más que por los ojos de la esposa que tan desmedidamente amaba. De ahí que para él su hijo Carlos fuera un bribón, cosa que no era verdad.

Carlos era hombre de mucho encanto y de gran integridad. De buena disposición, cortés y pundonoroso, eran muchos los que lo consideraban el príncipe perfecto. Amante de las artes y las ciencias, era un enamorado de la música, pintaba y era poeta; historiador y filósofo, habría preferido llevar una vida tranquila y consagrada al estudio y la gran tragedia de su vida fue que, en contra de su voluntad, se vio arrastrado a un sangriento conflicto con su propio padre.

El problema se había iniciado cuando Juana pidió compartir con Carlos el gobierno de Navarra, territorio que éste había heredado a la muerte de su madre, hija de Carlos III de Navarra.

La intención de !a reina era desposeer a Carlos de Navarra para que ésta fuera a parar a manos de su amado Fernando, por entonces un niño muy pequeño; pero las ambiciones de su madre para él iban en constante aumento desde el momento mismo de su nacimiento. Juana era arrogante y su política con-

sistía en provocar disturbios, de manera que en el pueblo creciera la insatisfacción con el gobierno de Carlos.

Su deseo de causar problemas se vio considerablemente favorecido por la actitud de dos antiguas familias navarras que desde hacía siglos mantenían un feudo -respecto de cuyo origen ninguna de las dos estaba absolutamente segura- que les servía de recíproca excusa para, de tiempo en tiempo, hacer incursiones y saqueos en sus respectivos territorios.

Ambos rivales, los Beaumont y los Agramont, vieron en el conflicto entre el príncipe y su madrastra un buen pretexto para intensificar su rivalidad. Los Beaumont se aliaron con Carlos, lo que automáticamente significaba que los Agramont se convertían en apoyo de la reina; el resultado había sido la guerra y los Agramont, cuyas fuerzas eran superiores, habían tomado prisionero a Carlos.

Durante vanos meses, éste se vio confinado, prisionero de su padre y de su madrastra, pero finalmente consiguió escapar y buscó refugio en la corte de su tío, Alfonso V de Nápoles. Para desgracia de Carlos, poco después de su arribo a la corte, su tío murió y el príncipe se vio en la necesidad de intentar reconciliarse con su padre.

Como Juana seguía empeñada en mantener en desgracia al heredero del rey, Carlos se demoró en Sicilia, donde llegó a ser muy popular; cuando esto se supo en la corte de Aragón, su madrastra se inquietó mucho al ver la posibilidad de que los sicilianos decidieran hacer de Carlos su gobernante. Naturalmente, Juana ya tenía decidido desde hacía mucho tiempo que Sicilia, lo mismo que Navarra y Aragón, debía integrar los dominios de su querido Fernandito.

Señaló al rey la necesidad de llamar nuevamente a Carlos a Aragón, de modo que ella y Juan se encontraron con Carlos en Igualada. La reunión parecía tan afectuosa que todos los que la presenciaron se sintieron llenos de regocijo, ya que Carlos era popular dondequiera que iba, y el pueblo deseaba que las rencillas familiares terminaran y que el príncipe fuera declarado, de manera inequívoca, el heredero de su padre.

Eso era lo que Juana estaba decidida a evitar, ya que en su opinión no había más que uno que debía ser declarado heredero de Juan II de Aragón y había que obligar al pueblo a que así lo acep-

tara. Se impuso a su marido hasta conseguir que éste convocara a las Cortes y, ante ellas, declarara su mala disposición a nombrar sucesor a Carlos.

Apenado y perplejo, el príncipe prestó oídos a sus consejeros, quienes le aseguraban que el mejor plan, ya que la casa real de Aragón se ponía en contra de él, era aliarse con la de Castilla.

La alianza podía efectuarse mediante el matrimonio con la media hermana de Enrique de Castilla, la pequeña Isabel, a quien tenían cuidadosamente recluida en el palacio de Arévalo.

La infanta era aún muy niña, ya que apenas tenía nueve años; además, había sido prometida a Fernando. Pero era mucho más probable que el rey de Castilla y la madre de la niña viera con buenos ojos una alianza con el hijo mayor de Juan de Aragón que con el más pequeño. Imposible, además, idear algo que pudiera hacer más completa befa de la autoridad de su madrastra que arrebatarle la novia que ella quería para Fernando.

Tal era la trama cuyos detalles habían llegado a oídos de Juana Enríquez, y esa era la razón de que se quejara coléricamente de Carlos ante su marido, y de que estuviera empeñada en provocar la destrucción de su hijastro.

-Esa pobre criatura -se lamentó-. ¡Si tiene nueve años, y Carlos cuarenta! Pasarán por lo menos tres años más antes de que ella tenga edad para consumar el matrimonio, y para entonces, él tendrá cuarenta y tres. En cambio, Fernando tiene ocho. ¡Qué pareja encantadora serían! He oído decir que Isabel es una hermosa niña, y Fernando... nuestro querido Fernando... ¡oh, Juan, seguramente debéis estar de acuerdo en que no hay un niño más perfecto en Aragón, en Castilla, en toda España ni en el mundo entero!

Juan le sonrió afectuosamente. Su amor por su mujer se hacía más profundo en los momentos en que su calma habitual la abandonaba y la reina exhibía en todo lo que tenía de excesivo su amor por Fernando. Entonces se convertía en otra mujer, ya no era la Juana Enríquez que con mano tan firme manejaba los asuntos de Estado; era una especie de madre tigresa. Es indudable, pensaba Juan, que no puede haber en todo Aragón un niño que sea amado con tan profundo orgullo como nuestro Fernando.

Apoyó la mano en el hombro de su mujer.

-Querida esposa, ya encontraremos el medio de evitar tal calamidad. Isabel será para Fernando.

-Pero, señor, ¿qué sucederá si Enrique de Castilla decide aceptar el ofrecimiento de Carlos? ¿Si dice que Carlos es el verdadero heredero de Aragón?

-A mí me corresponde decidir quién me sucederá -declaró Juan.

-Pero, a no ser que elijáis al hijo mayor, habrá problemas. Fernando todavía es un niño, pero cuando crezca, ¡qué guerrero será!

-Pero lamentablemente, no ha crecido aún, querida mía; y si Carlos se casara y tuviera hijos de su matrimonio...

En los ojos de Juana relampagueó la decisión.

-Carlos todavía no se ha casado, y si espera a Isabel, pasarán varios años hasta que pueda casarse. Faltan por lo menos cuatro años para que ella pueda tener hijos, y en cuatro años pueden pasar muchas cosas.

El rey la miró en la cara, y sintió que dentro de él se removían profundas emociones, al influjo de la ardiente pasión que leyó en sus ojos.

Fernando era el fruto de la unión de ambos, y por Fernando su madre estaba dispuesta a dar todo lo que poseía, incluido su honor, incluida su vida misma.

Cuando habló, una nota de euforia vibraba en su voz.

-Creo que me ha sido concedida la bendición de ver más allá que los demás, Juan. Creo que un gran destino espera a nuestro hijo. Creo que será el salvador de nuestro país y que en años por venir su nombre será mencionado junto al del Cid Campeador. Esposo mío, creo que mereceríamos la condenación eterna si no hiciéramos todo lo que esté en nuestras manos para que él alcance su destino.

Juan tomó de la mano a su mujer.

-Os juro, queridísima esposa -le aseguró- que nada... nada se interpondrá en el camino que lleve a Fernando a la grandeza.

En su retiro de Olite, Blanca llevaba una vida tranquila.

Tenía dos deseos: que la dejaran pasar su tiempo en paz en su callado refugio y que su hermano Carlos pudiera triunfar sobre su madrastra y recuperar el favor de su padre.

En ocasiones, le llegaban noticias de Castilla. Enrique no había tenido mejor suerte con su nueva esposa que con Blanca. Todavía no se anunciaba heredero alguno para Castilla y ya habían pasado siete años desde que el rey se casara con la princesa de Portugal. Blanca sabía que la situación de Castilla era poco menos que anárquica; que por los caminos había bandas de salteadores armados y que las violaciones y todo tipo de ultrajes se aceptaban como lo más natural del mundo, cosa que sólo podía significar que el país estaba al borde del caos. Había oído rumores referentes a la vida escandalosa que llevaba el rey y sabía que la reina estaba muy lejos de ser una mujer virtuosa. Por todas partes circulaban las habladurías sobre su relación con Beltrán de la Cueva. Blanca temía que en Castilla la situación fuera tan caótica y tan incierta como en Aragón.

Pero Castilla ya no representaba para ella una gran preocupación; Enrique la había repudiado y ella podía ignorarlo a su vez.

Con Aragón todo era diferente.

En su vida no quedaba ya nadie a quien Blanca pudiera amar, a no ser su hermano Carlos. Carlos era demasiado bondadoso, demasiado afable y tolerante para entender la ambición avasalladora, la frustración y los celos de una mujer como Juana En-ríquez. Y era indudable que el rey, el padre de ambos, estaba completamente sometido a la influencia de Juana.

Blanca estaba ansiosa de ayudar a Carlos, de aconsejarle. Por extraño que pudiera parecer, sentía que estaba en situación de hacerlo; creía que, desde su solitario puesto de observación, alcanzaba a ver con más claridad que su hermano lo que sucedía, y estaba segura de que eran momentos en que él debía mantenerse en guardia.

Cada vez que un mensajero se aproximaba a su palacio, Blanca temía que fuera portador de malas noticias de Carlos. La acosaba la misma premonición de desastre que había tenido durante el período en que Enrique se preparaba para deshacerse de ella.

Cuando fue a Lérida a presidir las Cortes de Cataluña (poco

después de que Carlos hubiera pedido la mano de Isabel de Castilla), su padre pidió a Carlos que se encontrara con él allí.

Blanca lo había puesto en guardia y sabía que lo mismo habían hecho quienes le guardaban fidelidad.

-No vayáis a Lérida, querido Carlos -le había implorado-. Caeréis en una trampa.

El razonamiento de Carlos había sido distinto: «Si no me presto a negociar con mi padre, ¿cómo será posible conseguir la paz?»

Por eso había ido a Lérida, donde su padre inmediatamente lo hizo encarcelar, acusándolo falsamente de conspirar contra el rey.

Pero el pueblo de Cataluña adoraba a su príncipe, y exigió saber por qué lo había enviado a prisión el rey; y murmuraban contra ese comportamiento antinatural de un padre hacia su hijo y acusaban a la reina de ser vengativa y de haber urdido el complot para desposeer de sus derechos al legítimo heredero en favor de su propio hijo.

Llegaron diputaciones de Barcelona y Juan se vio en la necesidad de abandonar Cataluña para volver sin demora al territorio más seguro de Aragón y tuvo que hacerlo de una manera que nada tenía de digna. El resultado fue además la rebelión en Cataluña.

De regreso en Zaragoza, Juan reclinó un ejército, pero entretanto la revuelta se había extendido y Enrique de Castilla, que ahora consideraba a Carlos como el futuro esposo de su hermana, invadió Navarra, poniéndose de parte de Carlos y en contra del rey de Aragón. Hasta ese momento, Carlos seguía prisionero, pero en vista de la situación del país, Juan decidió que no le quedaba otro camino que poner en libertad a su hijo.

El pueblo culpaba a Juana de lo sucedido y, para conseguir que volvieran a aceptar a su amada esposa, Juan declaró que había puesto en libertad a Carlos porque ella le había rogado que así lo hiciera.

En su extrema bondad, Carlos no guardó resentimiento alguno contra su madrastra y se dejó acompañar por ella mientras atravesaba Cataluña, camino de Barcelona, donde el rey esperaba que la presencia de su hijo ayudara a restablecer el orden. Cuando vio al príncipe en compañía de su madrastra, el pueblo

quedó convencido de que el afecto mutuo volvía a reinar en la familia.

Al pensar en los acontecimientos Blanca sacudió la cabeza. En aquellos momentos Carlos debía ser más cauteloso que nunca.

¿Qué habría ido pensando Juana durante aquel viaje a Barcelona, al ver que hombres y mujeres salían por millares a dar vivas a su príncipe y que sólo tenía miradas hoscas para la madrastra de éste?

Pero Carlos parecía incapaz de aprender de la experiencia. Tal vez estuviera cansado de la contienda; tal vez quisiera abandonar el campo de batalla para volver a sus libros, a sus cuadros; tal vez la situación le resultara tan angustiosa que deliberadamente se engañara.

Se negó a prestar oídos a las advertencias y prefirió creer que las seguridades de amistad que le brindaban su padre y su madrastra eran auténticas. Pero la reina estaba advertida de que sería una imprudencia de su parte entrar en Barcelona, donde se estaba preparando una especial bienvenida para Carlos.

Ahora los catalanes cerraban filas detrás de su príncipe. A Blanca le habían llegado nuevas de la gran bienvenida que había recibido Carlos al entrar en Barcelona.

-Hoy es en Cataluña -decía la gente-, y mañana será en Aragón. Carlos es el legítimo heredero del trono, y allí donde va, se hace querer. «Queremos a Carlos», grita el pueblo. «Y el rey de Aragón debe aceptarlo como heredero, o ya nos ocuparemos de que haya nuevo rey en Aragón. ¡El rey Carlos!» ¿Y el rey Juan? Ha herido en lo vivo al pueblo de Cataluña y los catalanes jamás lo dejarán entrar en su tierra a menos que pida humildemente, y obtenga, el permiso de su pueblo.

Que triunfe Carlos, rogaba Blanca. Pero, oh, Carlos, hermano mío, ¡éste es para ti el momento más peligroso!

Así, con esa temerosa premonición de desastre, seguía esperando.

Cuando el mensajero llegó, Blanca estaba en la ventana.

-Traedlo inmediatamente ante mí -ordenó a sus camareras-. Sé que es portador de noticias del príncipe, mi hermano.

Así era; y ya la expresión del mensajero le comunicó la naturaleza de la noticia.

-Alteza -balbuceó el mensajero-, os ruego humildemente que me perdonéis. Soy portador de una mala noticia.

-Decídmela, por favor, sin demora.

-El príncipe de Viana ha caído presa de una fiebre maligna, que según algunos dicen, contrajo mientras estuvo en prisión.

-Debéis decírmelo todo... pronto -susurró Blanca.

-El príncipe ha muerto, Alteza.

Silenciosamente, Blanca se dio vuelta y se dirigió a sus habitaciones; echó llave a la puerta y se tendió en la cama, sin decir nada, sin llorar.

Su dolor era todavía demasiado abrumador, demasiado profundo para hallar cauce en la expresión.

Más tarde, empezó a preguntarse por lo que todo eso significaba. Ahora, el pequeño Fernando era el heredero de Aragón. Su rival había sido eliminado oportunamente. ¿Eliminado? La palabra era desagradable, pero Blanca creía que en ese caso, era también correcta.

La idea era aterradora. Si sus sospechas eran fundadas, ¿era posible que su padre hubiera estado en antecedentes de un complot para asesinar a su propio hijo? Parecía increíble y sin embargo Juan era un ciego esclavo de su mujer, que lo había engatusado hasta llevarlo a adorar, como ella, al pequeño Fernando.

«¡El único amigo que tenía!» gimió. «¿Y qué será ahora de mí?» se preguntó luego.

Cuando empezó a amortiguarse el impacto de la pérdida, Blanca recordó que la muerte de Carlos la convertía en heredera de Navarra y supo que habría manos voraces, ávidas por arrebatarle lo que le pertenecía.

Su hermana, Leonor de Foix, estaría ansiosa de ocupar su lugar, y ¿de qué manera podría hacerlo, a no ser por la muerte de su hermana mayor? Habían eliminado a Carlos. ¿Le esperaría a ella el mismo destino?

«Santa Madre de Dios, rogó, permite que me dejen aquí, donde al menos tengo paz. Aquí, en este rincón de calma, donde puedo cuidar de las pobres gentes del pueblo de Olite, que en mí buscan lo poco que puedo darles, puedo tener paz, ya que no felicidad. Permite que me dejen aquí. Guárdame de ese campo de

batalla de envidia y ambiciones que Ha cosido la vida a mi hermano».

Navarra era una posesión peligrosa. Juana Enríquez querría adueñarse de ella para Fernando; Leonor la querría para su hijo, Gastón, que acababa de casarse con una hermana de Luis XI de Francia.

«Si mi madre hubiera sabido las angustias que me acarrearía esta propiedad», se dijo Blanca, «su testamento habría sido diferente».

En ese ánimo siguió esperando, pero su espera no fue larga.

Le llegó una carta de su padre en que éste le decía que tenía grandes noticias para ella. Hacía ya mucho tiempo que Blanca no tenía marido. Su matrimonio con Enrique de Castilla había sido anulado, es decir que Blanca estaba en libertad de casarse, si así lo deseaba.

Y el rey su padre deseaba que su hija se casara. Más aún, tenía una brillante alianza para ofrecerle. Su hermana Leonor gozaba del favor del rey de Francia, y pensaba que podría combinarse el matrimonio de Blanca con el duque de Berry, hermano del propio rey.

«Mi querida hija», escribía el rey, «es esta una oportunidad con la que no nos habríamos atrevido a soñar.»

Blanca leyó la carta una y otra vez.

Por qué será, se preguntaba, que aunque la vida nos haya maltratado y parezca apenas digna de vivirse, luchamos todavía por conservarla.

No creía en aquel matrimonio con el duque de Berry. Si Carlos había terminado por morir envenenado, ¿por qué no podía sucederle lo mismo a ella, a Blanca? Y si ella muriera, Leonor se quedaría con Navarra. Ese sí que sería un presente digno de su hijo, y como éste se había casado con la hermana del rey de Francia, Blanca no creía que Luis opusiera ninguna objeción si el crimen se cometía en su territorio.

«¡No debes ir a Francia!», le decían, desde su interior, voces de advertencia. También sus servidores, que la amaban, la previnieron sobre el riesgo de ir. Entonces, pensaba Blanca, no soy yo la única a quien le parece sospechosa la forma en que murió Carlos.

«El matrimonio no es para mí», escribió a su padre. «No tengo

deseo alguno de ir a Francia, ni siquiera por tan brillante matrimonio. Me propongo pasar el resto de mi vida aquí, en Olite, donde jamás dejaré de rogar por el alma de mi hermano.»

Tal vez el hecho de que Blanca hubiera mencionado a su hermano fue lo que encolerizó a su padre. ¿Quién podía saber lo que cargaba sobre su conciencia? Sumamente irritado, el rey le escribió diciéndole que era una estúpida si dejaba pasar tan maravillosa oportunidad.

«Sin embargo me quedaré en Olite», respondió Blanca, pero se equivocaba.

A altas horas de la noche se oyó en el patio el ruido de cascos de caballos, seguido de enérgicos golpes en la puerta.

-¿Quién llama? -preguntaron los guardias.

-¡Abrid! ¡Abrid, que venimos en nombre del rey Juan de Aragón!

No quedaba otra salida que franquearles la entrada. El hombre que encabezaba la partida llevado a presencia de Blanca se inclinó profundamente ante ella, con una deferencia que apenas disimulaba la ostentación de autoridad.

-Os ruego humildemente que me perdonéis, Alteza, pero el rey os envía órdenes de que os preparéis para salir inmediatamente de Olíte.

-¿Con qué destino? -quiso saber Blanca.

-Rumbo a Bearne, señora, donde vuestra noble hermana os espera ansiosamente.

Conque Leonor la esperaba ansiosamente... sí, ¡con una abrasadora ambición para su hijo Gastón que sólo tenía paralelo con la de Juana Enríquez para su Fernando!

-He decidido que me quedaré en Olite -declaró Blanca.

-Lamento oíros decir eso -fue la respuesta-, pues las órdenes del rey son, Alteza, que si no consentís en venir, debemos llevaros a la fuerza.

-¡A eso hemos llegado! -gimió Blanca.

-Son las órdenes del rey.

-Permitidme que me retire con mis damas para hacer mis preparativos.

«Santa Madre de Dios», volvió a rogar «¿por qué este deseo de aferrarse a una vida que apenas si vale la pena vivir'»

Pero el deseo persistía.

-Preparaos -dijo Blanca a sus camareras de más confianza-. Tenemos que dejar Olite. Debemos escapar. Es indispensable que no nos lleven a Bearne.

Pero, ¿adonde podía ir?, se preguntaba Blanca. ¿A Castilla? Enrique la apoyaría. Aunque la hubiera repudiado, jamás se había mostrado cruel con ella. Con todos los defectos que tenía, Blanca no creía que Enrique se hiciera cómplice de asesinato. Le explicaría las sospechas que abrigaba respecto de la muerte de Carlos, y le rogaría que la salvara de un destino similar.

A Castilla... y a Enrique. Ya tenía la respuesta.

Si pudiera evadirse del palacio por algún pasadizo secreto... si pudiera tener un caballo esperándola...

En un susurro dio sus instrucciones.

-Debemos darnos prisa. Los hombres de mi padre ya están en el palacio. Tened dispuestos los caballos. Yo me escaparé, acompañada por mi paje principal y una de mis damas. Apresuraos, que no hay tiempo que perder.

Mientras la vestían para el viaje, Blanca oía rumor de voces detrás de su puerta, y los pasos de los soldados de su padre por el palacio.

Mientras el corazón le latía tumultuosamente salió del palacio por una puerta secreta. El paje la esperaba y silenciosamente la ayudó a montar a caballo. Su doncella favorita estaba con ella.

-Vamos -exclamó Blanca y tocó levemente el flanco de su caballo, pero antes de que el animal pudiera ponerse en movimiento un par de fuertes manos se apoderaron de las riendas.

-Os lo agradecemos muchísimo, Alteza -dijo junto a ella una voz triunfante-. Os habéis vestido con gran presteza. Ahora ya no demoraremos. Nos encaminaremos inmediatamente hacia la frontera.

Después fue la cabalgata a través de la noche, oscura, pero menos oscura que el sombrío presentimiento que encogía el corazón de Blanca mientras cabalgaban hacia Bearne.

En la corte de Castilla se había producido un gran acontecimiento. Lo que la mayoría de los castellanos empezaban ya a creer que jamás sucedería, estaba en vías de producirse. La reina estaba encinta.

-No puede ser del rey -era el comentario general-. Eso es imposible.

-Entonces, ¿de quién?

No había más que una respuesta. El fiel amante de Juana era Beltrán de la Cueva, que era además amigo del rey.

Era astuto, ese hombre joven, brillante y apuesto. Sabía cómo complacer al rey, cómo ser para él un compañero ingenioso y entretenido, al mismo tiempo que era el amante devoto y apasionado de la reina.

Eran muchos los que se reían de la audacia del hombre y algunos lo admiraban; pero también estaban aquellos a quienes la situación indignaba y que se sentían postergados.

Entre estos últimos estaban el marqués de Villena y su tío, Alfonso Carrillo, arzobispo de Toledo.

-Es una situación ridícula -decía Villena a su tío-. Si la reina está encinta es evidente que el hijo no es de Enrique. ¿Qué haremos? ¿Permitiremos que un bastardo sea el heredero del trono?

-Debemos hacer todo lo que esté en nuestras manos para impedirlo -respondió virtuosamente el arzobispo.

Ambos estaban decididos a provocar la caída de Beltrán de la Cueva, quien gradualmente iba desplazándolos de la situación de autoridad en que durante tanto tiempo se habían mantenido respecto del rey.

-Si la criatura nace y sobrevive -dijo Villena a su tío-, ya sabremos qué hacer.

-Entretanto -agregó el arzobispo-, debemos asegurarnos de que todo el mundo tenga presente que es imposible que el niño sea hijo del rey, y que su padre es, sin sombra de duda, Beltrán de la Cueva.

Enrique estaba encantado de que finalmente, después de ocho años de matrimonio, la reina hubiera quedado encinta.

Estaba al tanto de los rumores, referentes no solamente a su esterilidad, sino a su impotencia. Se decía que esa era la razón de que se dispusieran para él orgías donde imperaban prácticas antinaturales y lascivas. Por eso le alegraba el embarazo de Juana; Enrique abrigaba la esperanza de que sofocara los rumores.

Y en cuanto a él mismo, ¿se consideraba causante del emba-

razo de su mujer? El rey era muy capaz de engañarse; había llegado a creer cada vez más en sus propios engaños.

De modo que se ofrecieron bailes y banquetes en honor del niño por nacer. El rey se dejó ver públicamente en compañía de la reina, más de lo que era su costumbre. Naturalmente, Beltrán de la Cueva, dilecto amigo de la regia pareja, estaba presente en muchas de tales ocasiones.

Cuando Enrique elevó a Beltrán a la dignidad de conde de Le-desma, en la corte hubo cejas que se arquearon cínicamente.

-¿Es que ahora han de concederse honores a los amantes serviciales que se encargan de lo que no pueden conseguir los maridos impotentes?

A Enrique no le interesaban las murmuraciones y fingía no enterarse de ellas.

En cuanto a Juana, se burlaba de las habladurías, pero constantemente se refería al niño como hijo de ella y del rey y, pese a los comentarios malignos, había quienes le daban crédito.

En la corte se percibía la tensión, en espera del nacimiento. ¿Sería un varón? ¿Una niña?

¿Se parecería el niño a la madre o al padre?

-Esperemos -decían los cínicos cortesanos- que se parezca a alguien a quien de alguna manera podamos reconocer. Los misterios que no se pueden aclarar resultan fastidiosos.

Hubo un día de marzo en que se produjeron grandes cambios en Arévalo, cambios tan importantes que Isabel jamás los olvidaría, porque ellos señalaron el fin de su infancia.

La niña había vivido en medio de la euforia desde que se había enterado de la muerte de Carlos. Le pareció en ese momento que sus plegarias habían sido escuchadas; ella había rogado que sucediera un milagro que le permitiera guardarse para Fernando, y he aquí que el hombre que debía haber ocupado el lugar de él había sido eliminado de este mundo.

Fue su madre quien le dio la noticia, como siempre que las noticias eran importantes.

En sus ojos brillaba una vez más algo salvaje, pero a Isabel eso la asustaba menos que cuando era pequeña. Uno podía acostumbrarse a esos estallidos que bordeaban los límites del delirio. En

más de una ocasión, la infanta había visto que los médicos sujetaban a su madre mientras esta gritaba, se reía y agitaba frenéticamente los brazos.

Isabel aceptaba el hecho de que no se podía contar con que su madre mostrara siempre al mundo una máscara de cordura. Había oído comentar que algún día la reina viuda tendría que buscar refugio en la soledad, como lo habían hecho antes que ella otros miembros de la familia real.

Aunque lo aceptara con resignación, eso era algo que entristecía mucho a la niña.

Era la voluntad de Dios, decía a Alfonso, y ellos debían aceptarla sin rebelarse jamás contra ella.

Habría sido un consuelo tener una madre dulce y calma, en quien hubiera podido confiar. Podría haber hablado con ella de su amor por Fernando... -.tinque tal vez fuera difícil hablar con nadie del amor que uno sentía hacia una persona a quien jamás había visto.

Y sin embargo, decíase Isabel, yo sé que soy para Fernando, y que él es para mí. Por eso preferiría la muerte antes que aceptar otro marido.

Pero, ¿cómo era posible explicar ese sentimiento tan íntimo, que no tenía por base un sólido buen sentido, sino alguna inexplicable intuición? Por eso, tal vez lo mejor fuera no hablar del asunto.

En la paz de Arévalo, Isabel había seguido soñando.

Después llegó aquel día, y rara vez había visto la infanta a su madre con un aspecto más desatinado. En sus ojos brillaba una luz colérica, por la cual Isabel supo inmediatamente que había sucedido algo alarmante.

La niña y su hermano Alfonso fueron llamados a presencia de su madre y, antes de que hubieran tenido tiempo para las necesarias cortesías y reverencias, la reina viuda exclamó:

-La mujer de vuestro hermano ha dado a luz a un niño.

Con sorprendente rapidez Isabel se puso de pie, sin que su madre advirtiera la falta de etiqueta.

-Es una niña, afortunadamente... pero tienen un hijo. ¿Sabes lo que eso significa? -la reina miró a Alfonso con ojos llameantes.

-Sí..., sí, Alteza -contestó el niño con su voz aflautada-. Signi-

fica que ella será la heredera del trono y que yo debo cederle el derecho.

-Ya veremos -declaró la reina-. Ya veremos quién ha de ceder su derecho.

Isabel advirtió que en la comisura de la boca le había aparecido una mota de espuma. Era una mala señal.

-Alteza -intervino-, tal vez la criatura no sea fuerte.

-De eso no he oído decir nada. Pero hay una criatura... una niña que ha venido al mundo para... para despojarnos de nuestros derechos.

-Pero Alteza -opinó Alfonso, que aún no había aprendido a callarse, como Isabel-, si es hija de mi hermano, es la heredera del trono de Castilla.

-Ya sé -los ojos de la reina viuda se detuvieron fugazmente en Isabel-. Ya sé que ninguna ley impide que una mujer se ciña la corona. Eso lo sé. Pero circulan rumores sobre esa niña, rumores que vosotros no entenderíais. Pero podemos preguntarnos si tiene derecho al trono, si tiene...

«Santa Madre de Dios» rogó para sí Isabel, «cálmala. No permitas que los médicos tengan que sujetarla otra vez».

-Alteza -murmuró con ánimo de apaciguamiento-, hemos vivido muy felices aquí.

-Ya no viviréis mucho tiempo felices aquí -le espetó la reina-. Es más, habéis de prepararos inmediatamente para un viaje.

-¿Es que hemos de irnos?

-¡Ah! -gritó la reina, en cuya voz se elevaba ya una nota de histeria-. Él no confía en nosotros; piensa que Arévalo se convertirá ahora en un foco de rebelión y no se equivoca. No pueden imponer una bastarda a Castilla... una bastarda que no tiene derecho a la corona. No me cabe duda de que habrá muchos que querrán llevarse a Alfonso para ceñir sus sienes con la corona...

Alfonso parecía alarmado.

-Alteza -intervino rápidamente Isabel-, eso no sería posible mientras viva mi hermano, el rey.

La reina observaba a sus hijos con los ojos entrecerrados.

-Por orden de tu hermano -explicó- debo volver inmediatamente a la corte, llevando conmigo a mis hijos.

Isabel sintió que el corazón le daba un salto, sin que pudiera saber si era de placer o de miedo.

-Alteza -se apresuró a decir-, dadnos vuestra autorización para retirarnos y dar comienzo a los preparativos. Hemos estado aquí tanto tiempo que será mucho lo que hayamos de hacer.

La reina miró a su hija de once años y, lentamente, hizo un gesto afirmativo.

-Podéis iros -respondió.

Isabel tomó de la mano a su hermano y, tras obligarlo a hacer una reverencia, lo sacó poco menos que a rastras de la habitación.

Mientras salían, oyó mascullar a su madre; después oyó que empezaba la risa.

Este es el fin de mi infancia, pensaba la niña. En la corte no tardaré en hacerme mujer.

¿Cómo debería conducirse en esa corte escandalosa, ella, tan cuidadosamente educada allí, en Arévalo? La infanta estaba un poco alarmada, recordando, recordando los rumores que había oído.

Y al mismo tiempo la dominaba una intensa euforia, porque creía que ahora debía crecer rápidamente; y crecer significaba casarse... con Fernando.




LA BELTRANEJA

A través de las ventanas de la Capilla del Palacio de Madrid, el sol de marzo brillaba sobre las fastuosas vestimentas de quienes participaban en la más colorida ceremonia que jamás hubiera visto Isabel, impresionada por el coro solemne de las voces, por la presencia de hombres y mujeres importantes, resplandecientes.

No por eso dejaba de percibir la tensión reinante en la atmósfera, pues ya tenía la experiencia suficiente para darse cuenta de que las sonrisas eran como las máscaras que había visto en las fiestas y torneos con que fue anunciado el acontecimiento.

La corte entera fingía regocijarse por el nacimiento de la so-brinita de Isabel, pero la infanta sabía que tras esas máscaras sonrientes se ocultaban los auténticos sentimientos de muchos de los que se hallaban presentes en el bautizo.

Allí estaba su medio hermano Enrique, que por cierto le parecía altísimo y un tanto descuidado, con el pelo rojizo que se le escapaba en mechones bajo la corona, y que tenía a su lado a su medio hermano, Alfonso, ya de nueve años.

Alfonso se veía muy apuesto con su traje de ceremonia, pensó Isabel. Y también tenía aspecto solemne, como si supiera que en esa ocasión mucha gente estaría mirándolo. A Isabel le parecía que Alfonso era, entre los presentes, una de las personas más importantes, tal vez más importante que la recién nacida, y ella sabía por qué. La infanta no podía dejar de oír la aguda voz de su madre repitiendo que si el pueblo decidía que estaba ya harto de Enrique -e volverían hacia Alfonso.

A Isabel también le cabía un importante papel en el bautizo. Con los demás padrinos de la criatura, entre los cuales se contaba, se quedó de pie junto a la pila. Los otos eran Armignac, el francés, el elegante Juan Pacheco, marqués de Villena, y su mu-

jer. Quien llamaba la atención de la infanta era el marqués. Con su costumbre de escuchar disimuladamente siempre que le era posible, había oído mencionar su nombre con frecuencia y eran muchas las cosas que sabía de él.

Evocó fragmentos de conversaciones.

-Es el brazo derecho del rey.

-Es el ojo derecho del rey.

-Enrique no da un paso sin consultarlo con el marqués de Vi-llena.

-Ah, pero... ¿no habéis oído decir que últimamente... ha habido algún cambio?

-No puede ser...

-Pues es lo que dicen. Claro, será una broma.

Era todo tan interesante. Mucho más interesante aquí, en la corte, porque se podía ver realmente a la gente que tan gran papel había tenido en los rumores que Isabel escuchaba en Arévalo.

En ese momento el marqués sonreía, pero la infanta tenía la sensación de que su máscara era la más engañosa de todas. De alguna manera percibía el poder de ese hombre y se preguntaba cómo sería cuando se enojaba. Debía ser formidable, de eso estaba segura.

Las densas cejas oscuras de Alfonso Carrillo, arzobispo de Toledo, se unieron en un ceñudo gesto de concentración mientras el prelado celebraba la ceremonia bautismal y bendecía a la niña que le presentaba, bajo palio, el conde Alba de Liste.

Había alguien más a quien Isabel no pudo dejar de observar. Un hombre alto, de quien bien podría decirse que era el más apuesto de los presentes; su atuendo era magnífico, más que el de ningún otro; parecía que sus joyas brillaran más... tal vez porque eran tantas. Tenía el pelo tan negro que hasta mostraba un reflejo azulado, los ojos grandes y oscuros, pero la piel blanca y fina le hacía parecer muy joven.

Estaba de pie junto a Enrique y lo hacía especialmente notable el hecho de ser casi tan alto como el rey; si uno no supiera, pensaba Isabel, quién es el verdadero rey y le pidieran que lo descubriera entre todos los presentes, uno elegiría a Beltrán de la Cueva, a quien recientemente habían dado el título de conde de Ledesma.

El conde era otra de las personas sobre quienes se concentraba la atención; mientras él miraba a la niña ofrecida bajo el palio, mucha gente lo miraba a su vez.

Por más que no estuviera acostumbrada a esa clase de ceremonias, Isabel no daba muestras de la emoción que la embargaba, pues si bien parecía que el interés se centraba sobre los tres personajes principales -el rey, la reina y el nuevo conde de Ledes-ma-, también Alfonso e Isabel despertaban la atención.

Fueron muchos los que ese día pensaron que, si los rumores que empezaban a difundirse por la corte eran ciertos -y al parecer había razones para pensar que lo eran- esos dos niños podían tener una importancia tremenda. También era visible la ansiedad del infante, tan apuesto, por hacer lo que se esperaba de él, y no pasó en modo alguno inadvertida la decorosa dignidad con que la niña -alta para sus once años- graciosamente enmarcado el rostro plácido por su abundante cabellera, con el matiz rojizo heredado de sus antepasados Plantagenet, cumplió su papel junto a los demás padrinos.

En una pequeña antecámara adyacente a la capilla, el arzobispo de Toledo, mientras se despojaba de sus ropajes ceremoniales, se enfrascó profundamente en una conversación con su sobrino, el marqués de Villena.

-Es una situación imposible -gritaba casi el arzobispo, hombre vehemente para quien habría sido más adecuada la carrera militar que la eclesiástica-. Jamás en mi vida me imaginé que llegaría a ver nada tan fantástico, tan farsesco. Ese hombre... allí presente, mirando...

Astuto hombre de Estado, Villena tenía sobre sus sentimientos mejor dominio que su tío. Levantó una mano, señalando hacia la puerta.

-Vamos, sobrino -insistió el arzobispo-, si toda la corte habla de eso, se mofa y se pregunta durante cuánto tiempo soportarán tal situación quienes desean ver que se haga justicia.

Villena se sentó en una de las banquetas tapizadas, contemplando las puntas de sus zapatos con amargura.

-La reina es una mujerzuela -afirmó-; la niña es bastarda y el rey un tonto. Y al pueblo no se lo podrá mantener durante mu-

cho tiempo ignorante de la situación. Tal vez ya antes haya habido reinas frívolas que consiguieron imponer sus bastardos a un rey estúpido, pero lo que me parece imposible soportar son los favores concedidos a ese hombre. ¡Conde de Ledesma! Es demasiado.

-Enrique le presta continua atención. ¿Por qué, en nombre de Dios y todos sus santos, se conduce con semejante torpeza?

-Tal vez, tío, porque está agradecido a Beltrán.

-¡Agradecido al amante de su mujer, al padre de la criatura que ha de ser impuesta al país como si fuera hija de él!

-Agradecido, sin duda -insistió Villena-. Sospecho que a nuestro rey no le hace feliz admitir para sus adentros que es incapaz de engendrar un hijo, Beltrán es muy obsequioso: servicial con el rey en todo sentido... llega incluso a proporcionar a la reina el bastardo que la pareja real necesita para instalarlo en el trono. Bien sabemos que Enrique no puede tener hijos; ninguna de sus queridas los ha tenido. Después de doce años, se divorció de Blanca alegando impotencia respectiva y hace ocho años que está casado con Juana. Es sorprendente que Beltrán y su amante hayan tardado tanto.

-No debemos permitir que esa criatura sea impuesta al reino.

-Debemos andar con cuidado, tío. Tenemos tiempo de sobra, si el rey continúa acumulando honores sobre Beltrán de la Cueva, se irá apartando cada vez más de nosotros. Pues bien... nos apartaremos cada vez más de él.

-¿Y perderemos nuestro lugar en la corte, todo lo que tanto nos ha costado conseguir?

Villena sonrió.

-¿Os fijasteis en los niños, en la capilla? ¡Qué encantadora pa-rejita!

El arzobispo lo miró atentamente.

-Eso no resultaría -objetó-. Jamás podríamos coronar al pequeño Alfonso mientras Enrique viva.

-¿Por qué no... si el pueblo está tan disgustado con él y con la bastarda?

-¿Una guerra civil?

-Podría ser algo más simple. Pero ya os he dicho, tío, que no hay necesidad de actuar en forma inmediata. No perdáis de vista a esos dos... Alfonso e Isabel. Causaron inmejorable impresión a

cuantos los miraban, con esos modales tan delicados. Os aseguro que nuestra demente reina viuda se ha desempeñado como una educadora excelente; los niños tienen ya la dignidad que cabe esperar de herederos del trono. Estad seguro, además, de que su madre no pondría objeción a nuestros planes. Y ¿qué fue lo que mejor impresión os hizo, tío? ¿Fue lo mismo que me impresionó a mí? Que parezcan tan dóciles, los dos, tan... maleables.

-Sobrino, esas son palabras peligrosas.

-¡Por cierto que lo son! Por eso no debemos apresurarnos. Los rumores son buenos aliados. Ahora haré llamar a vuestro sirviente para que os ayude a vestiros. Prestad atención a lo que digáis en presencia de él.

Villena fue hasta la puerta, la abrió y llamó con un gesto a un paje.

Cuando el sirviente del arzobispo entró, un momento después, el marqués decía, en un susurro que podía escuchar fácilmente cualquiera que se hallara en la habitación:

-Es de esperar que de alguna manera la niña se parezca a su padre. Y eso será motivo de diversión en la corte. Si se parece a su verdadero padre, la Beltraneja será hermosa, ya que él es mucho más apuesto que nuestro pobre y confiado rey; y la reina es también muy bella.

-La Beltraneja -musitó el arzobispo, que sonreía mientras el sirviente le presentaba la ropa.

No pasaron muchos días sin que, en el palacio y fuera de él, todo el mundo conociera a la criatura como la Beltraneja.

En las habitaciones de la reina viuda, mandados llamar por su madre, los dos infantes estaban de pie frente a ella. Isabel se preguntaba si su hermano se daría cuenta, como ella, de la mirada vidriosa en los ojos de su madre, de la nota aguda de su voz.

La ceremonia del bautizo la había excitado muchísimo.

-Hijos míos -gritó, mientras abrazaba a Alfonso y, por encima de la cabeza del niño, observaba a Isabel-. Habéis estado allí, y habéis visto las miradas que se os dirigían y las dirigidas a... a esa niña... Ya os dije... no es verdad. Ya os dije. Sabía que era imposible. ¡Heredera del trono de Castilla! Dejadme que os diga

algo: aquí, en mis brazos, tengo yo al heredero del trono de Castilla. No hay ni puede haber otro.

-Alteza -intervino Isabel-, la ceremonia ha sido agotadora... para vos... y para nosotros. ¿No podríais descansar y dejar para más tarde hablar de este asunto?

Al así decir, Isabel se estremeció ante su propia temeridad, pero su madre no dio la impresión de haberla oído.

-¡Aquí -volvió a gritar, elevando los ojos como si se dirigiera a algún público celeste-, aquí está el heredero de Castilla!

Alfonso se había soltado del sofocante abrazo.

-Alteza -advirtió-, puede haber alguien escuchando a nuestra puerta.

-Eso poco importa, hijo mío. Las mismas palabras se dicen en toda la corte. Dicen que la niña es hija bastarda de Beltrán de la Cueva, y ¿quién puede dudarlo? Dímelo... ¡dímelo, si puedes! Pero, ¿por qué has de decirme tal cosa, si tú estarás dispuesto para aceptar el poder y la gloria cuando te sean concedidos? Tal es el día que ansío ver. ¡El día en que vea a mi Alfonso como rey de Castilla!

-Alfonso -ordenó Isabel, con voz calma y autoritaria-, ve a llamar a las damas de la reina. Ve enseguida.

-No pasará mucho tiempo -prosiguió la reina viuda, sin haber oído las palabras de su hija, ni darse cuenta de que Alfonso había salido de la habitación-. El pueblo no tardará en sublevarse. ¿No lo percibisteis en la capilla? ¡El sentimiento... la cólera! No me habría sorprendido que alguien arrebatara a la bastarda de bajo el palio de seda. Nada... nada me habría sorprendido.

«Madre Santa...», rogaba Isabel, «haced que vengan pronto. Que la lleven a su habitación. Que la tranquilicen sin que tengamos que ver cómo los médicos la sujetan y la obligan a aceptar las drogas».

-Esto no puede seguir -vociferaba la reina-. Yo he de ver coronado a mi Alfonso. Enrique no hará nada, no tendrá poder alguno. Su destino al cubrir de honores al padre de la bastarda lo llevará a la ruina. ¿No visteis las miradas? ¿No oísteis los comentarios?

Con los puños cerrados, la reina había empezado a golpearse el pecho.

«Por favor, que vengan pronto», rogaba Isabel.

Después que se llevaron a su madre, la infanta se sintió agotada, Alfonso se demoraba, deseoso de hablar con ella, pero Isabel tenía miedo de hablar con su hermano. Tenía la certeza de que eran muchos los riesgos inminentes y en el gran palacio uno nunca podía estar seguro de que no hubiera alguien escondido en algún lugar secreto para escuchar lo que se decía.

Era sumamente peligroso, bien lo sabía Isabel, hablar de cambios de reyes mientras el rey aún vivía; y si fuera verdad -como naturalmente lo era- que a ella y a Alfonso los habían llevado a la corte para que su hermano Enrique pudiera estar seguro de que no se convertirían en foco de rebelión, entonces era indudable que los vigilaban de cerca.

Isabel se envolvió en una capa para salir al jardín. Las ocasiones en que podía estar sola eran raras y la infanta no ignoraba que se harían más raras aún, ya que no debía esperar que en la corte pudiera disfrutar de la misma libertad de que gozaba mientras se encontraban en Arévalo.

Sin embargo todavía la consideraban apenas una niña y la infanta abrigaba la esperanza de que la situación se mantuviera durante algún tiempo. No quería verse complicada en los proyectos de rebelión que atormentaban el ya sobrecargado cerebro de su madre.

Isabel creía firmemente en la ley y el orden. Enrique era rey porque era el hijo mayor del padre de ambos y a la infanta le parecía mal que cualquier otro pudiera ocupar su lugar mientras él viviera.

Se quedó mirando la corriente del Manzanares y más allá la llanura que se extendía hasta las montañas lejanas; entretanto, advirtió el rumor de pasos que se acercaban a ella y, al darse vuelta, vio a una muchacha que venía a su encuentro.

-¿Deseas hablar conmigo? -le preguntó Isabel.

-Si estáis dispuesta a hacerme la gracia de escucharme, princesa.

Era una hermosa muchacha, de rasgos acusados. Debía tener unos cuatro años más que Isabel y, por ende, a los ojos de ésta, con sus once años, parecía casi una adulta.

-Sin duda alguna -accedió Isabel.

La joven se arrodilló a besarle la mano, pero la infanta no se lo permitió.

-Levántate, por favor, y ahora dime lo que tengas que decirme.

-Señora, me llamo Beatriz Fernández de Bobadilla y es un gran atrevimiento de mi parte darme a conocer con tan poca ceremonia; pero os vi caminar aquí a solas y pensé que si mi señora podía conducirse de manera no convencional, también a mí me estaría pemitido.

-Es grato eludir las convenciones de vez en cuando -coincidió Isabel.

-Tengo una noticia, señora, que me llena de alegría. Pronto he de seros presentada como vuestra dama de honor. Desde que lo supe espero ansiosa el momento de veros y cuando lo conseguí, en la ceremonia que se realizó en la capilla, me di cuenta de que mi deseo es serviros. Cuando os sea presentada formalmente tendré que pronunciar las palabras acostumbradas, que nada significan... que nada dirán de mis verdaderos sentimientos. Por eso, princesa Isabel, quería que supierais la verdad de mi sentir.

Isabel luchó contra la desaprobación que semejantes palabras despertaban en ella. La habían educado en la creencia de que la etiqueta cortesana era lo único importante, pero cuando la muchacha levantó los ojos, la infanta vio que los tenía llenos de lágrimas, e Isabel no estaba inmunizada contra la emoción.

Se dio cuenta de lo sola que estaba. No tenía con quién hablar de las cosas que más le interesaban. Alfonso era, sin duda, su compañero más próximo, pero era aún muy pequeño, además de no pertenecer a su sexo. Isabel jamás había podido ser realmente compañera de su madre y la idea de tener una doncella de honor que fuera al mismo tiempo su amiga se le hacía muy atrayente.

Además, y bien a pesar de sí, no podía dejar de admirar la osadía de Beatriz Fernández de Bobadilla.

-Deberías haber esperado a que nos presentaran formalmente -se oyó decir-, pero ya que nadie nos ve... ya que nadie sabrá qué es lo que hemos hecho...

Naturalmente, no era esa la forma en que debía conducirse una princesa, pero Isabel estaba ávida de la amistad que se le ofrecía.

-Sabía que diríais eso, princesa -susurró Beatriz-, y por eso me he atrevido.

Cuando se levantó, le brillaban los ojos.

-Apenas si podía esperar a veros, señora -repitió-. Y sois exactamente como yo os imaginaba. Jamás tendréis razón alguna para lamentar que me hayan designado para vuestro servicio. Cuando nos hayamos casado, os ruego que no establezcáis diferencia y me permitáis seguir a vuestro servicio.

-¿Cuando nos hayamos casado? -interrogó Isabel.

-Pues sí, casado. Así como vos sois la prometida del príncipe Fernando de Aragón, yo estoy prometida a Andrés de Cabrera.

Al oír mencionar a Fernando, Isabel se ruborizó levemente, pero Beatriz ya seguía hablando:

-Sigo con gran interés las aventuras del príncipe Fernando, porque sé que está comprometido con vos.

-¿Podríamos caminar un poco? -preguntó en voz baja Isabel, conteniendo el aliento.

-Sí, princesa, pero debemos tener cuidado de que no nos vean. Si alguien nos viera, me reñirían por haber tenido la osadía de aproximarme a vos.

Por una vez a Isabel no le importó la posibilidad de que las descubrieran, a tal punto estaba deseosa de hablar de Fernando.

-¿A qué te referías cuando dijiste que habías seguido las aventuras del príncipe Fernando?

-A que siempre que puedo intento saber algo de él, princesa. He tenido noticias del inquietante estado de cosas en Aragón y de los peligros que acechan a Fernando.

-¿Peligros? ¿Qué peligros?

-Como sabéis, en Aragón hay guerra civil y esa es una situación peligrosa. Dicen que se debe a que la reina de Aragón, la madre de Fernando, es capaz de arriesgar todo lo que tiene con tal de asegurar las ventajas de su hijo.

-Pues debe amarlo tiernamente -dijo Isabel, cavilosa.

-Princesa, no hay ser viviente que sea más amado que el joven Fernando.

-Porque es digno de serlo.

-Y porque es hijo único de la mujer más ambiciosa que existe. Es un milagro que haya salido vivo de Gerona.

-¿A qué te refieres? No he oído nada de eso.

-Pero, princesa, ya sabéis que los catalanes se levantaron contra el padre de Fernando por causa de Carlos, el hermano mayor de Fernando, a quien tanto amaban. Carlos murió súbitamente y se difundieron rumores. Se dijo que su muerte había sido provocada con la intención de que Fernando heredara los dominios de su padre.

-¡Fernando no participaría en un asesinato!

-Claro que no. Ni podría, puesto que no es más que un niño. Pero su madre, y también su padre, que está completamente dominado por ella, son presa de una desmesurada ambición por él. Cuando su madre llevó a Fernando a Cataluña para recibir el juramento de fidelidad, el pueblo se levantó furioso. Dijeron que el fantasma de Carlos, el medio hermano de Fernando, andaba por las calles de Barcelona, clamando que había sido víctima de un asesinato y que el pueblo debía vengarlo. Dicen que en su tumba han sucedido milagros y que Carlos era un santo.

-Había pedido mi mano en matrimonio -evocó Isabel con un escalofrío-, y poco después murió.

-Fernando es el que os está destinado.

-Sí, Fernando y ningún otro -asintió firmemente Isabel.

-Fue necesario que la reina de Aragón y su hijo Fernando huyeran de Barcelona a Gerona, y allí, en compañía de Fernando, ella se apoderó de la fortaleza. He oído decir que los valerosos catalanes estuvieron a punto de tomarla, y que si ella y el príncipe salvaron la vida fue por el valor y el ingenio de la reina.

-De modo que él estuvo en peligro, y yo no lo supe siquiera -murmuró Isabel-. Dime... ¿qué sucede con él en este momento?

Beatriz sacudió la cabeza.

-Eso no puedo deciros, pero he oído comentar que la guerra sigue en los dominios del rey de Aragón, y que éste y la reina Juana seguirán siendo culpados del asesinato de Carlos.

-Qué terrible que haya sucedido algo así.

-No había otra manera de que Fernando fuera el heredero de su padre.

-Pero él no estaba al tanto de nada y no se lo puede culpar -reiteró Isabel, mientras se decía para sus adentros: tampoco se podría culpar a Alfonso si otros insistieran en ponerlo en el lugar de Enrique.

-Pienso -expresó en voz alta- que se avecinan días tormento-

sos tanto para Castilla como para Aragón... para Fernando, y tal vez para mí.

-Un país dividido y en contra de sí mismo es una perpetua fuente de peligro -dijo con solemnidad Beatriz; después los ojos le brillaron-. Pero no pasará mucho tiempo antes de que Fernando os reclame, y os casaréis. Y yo me casaré. Y, princesa, ya dijisteis que, aun estando casadas, seguiremos siendo... amigas.

Isabel estaba admirada al comprobar cuánto la conmovía ese ofrecimiento de amistad.

-Creo que es hora de que regrese a mis habitaciones -dijo con voz apagada.

Beatriz volvió a arrodillarse e Isabel pasó majestuosamente junto a ella, pero no sin que la una hubiera levantado, esperanzada, el rostro, ni sin que la otra le hubiera respondido con una sonrisa fugaz, tímida casi.

Desde ese momento Isabel tenía una nueva amiga.

La hijita de la reina descansaba sobre cojines de seda, bajo un dosel, en los aposentos oficiales y uno por uno los nobles se aproximaron a besarle la mano y jurarle fidelidad en su condición de heredera del trono de Castilla.

Beltrán de la Cueva la contemplaba con satisfacción. Su posición era muy especial. Eran muchos los que sospechaban que él era el padre de la criatura, pero esta sospecha, en vez de despertar las iras del rey, hacía que Enrique se mostrara más benévolo con él.

Beltrán veía ante sí un futuro glorioso; podía seguir estando en excelentes términos con la reina y con el rey también. Y la niña (a quien ahora conocían generalmente como la Beltraneja) sería la heredera del trono.

Beltrán de la Cueva pensaba que se había desenvuelto con habilidad en una situación difícil.

Mientras seguía sonriendo con satisfacción sus ojos se encontraron con los del arzobispo de Toledo e inmediatamente percibió la ardiente cólera que brillaba en ellos.

«¡Pues ya puedes enfurecerte, mi querido arzobispo!», pensó Beltrán. «Y conspirar en compañía de tu astuto sobrino, a quien las cosas no le/han ido tan bien como solían, de un año a esta

parte. No me dais miedo... ni se lo dais al rey, ni a la reina, ni a esta criatura. No hay nada que podáis hacer para dañarnos». Pero Beltrán de la Cueva, por más elegante cortesano que fuera, por más hábil en los torneos y airoso como bailarín, carecía de la pérfida astucia necesaria para convertirse en estadista. No sabía que, aunque en ese momento besaran la mano de la pequeña y le juraran fidelidad, el arzobispo y su sobrino proyectaban proclamar su condición de bastarda y que su padre fuera despojado del trono.

El marqués de Villena fue a visitar al rey, que estaba con su favorita. Muchas habían ido sucediendo a Alegre y era dudoso que, si se la hubieran mencionado, Enrique hubiera recordado siquiera su nombre.

Con los años, su indolencia había ido en aumento. Complacido al ver que por fin había un ocupante en la regia cuna, el rey no quería plantearse la cuestión de cómo podía haber sucedido tal cosa. Había una heredera para el trono y eso era bastante.

Ahora era el momento de proyectar diversiones, esas orgías que el empeño de los encargados de tentar su paladar fatigado hacía cada vez más desaforadas.

Cuando le fue anunciada la visita del marqués de Villena, Enrique estaba preguntándose qué nuevos planes se le habrían ocurrido esta vez, qué placeres podría ofrecerle que le brindaran sensaciones nuevas o le ayudaran a recuperar las de antaño.

Con el visitante, para desazón de Enrique, venía el bellaco de su tío, el arzobispo. De mala gana y con evidente irritación, el rey hizo salir a su querida.

-Estábamos ansiosos de hablar con vos, Alteza, de un asunto muy importante -empezó Villena.

Enrique bostezó y en los ojos del arzobispo se encendieron luces de cólera, pero Villena le lanzó rápidamente una mirada de advertencia.

-Creo, Alteza -prosiguió luego-, que se trata de un asunto al cual haríais bien en prestar toda vuestra atención.

-Pues bien, ¿qué es? -preguntó Enrique, con desgana.

-Se han arrojado graves sospechas sobre la legitimidad de la princesita.

-Nunca faltan rumores -respondió el rey, encogiéndose de hombros.

-Se trata de algo más que de rumores, Alteza.

-¿A qué os referís?

-Tememos que sea necesario hacer algo. La paz del país corre peligro.

-Si el pueblo dejara de entrometerse, tendríamos paz.

-Al pueblo hay que darle la seguridad -intervino el arzobispo- de que la heredera del trono es la legítima heredera.

-La princesa es mi hija. ¿Acaso mi hija no es la legítima heredera del trono?

-Únicamente si es de verdad vuestra hija, Alteza.

-¿No iréis a decir que en la cama de la reina fue introducida, de contrabando, otra criatura?

-Más bien, Alteza -corrigió irónicamente Villena-, que lo que entró allí de contrabando fue otro amante.

-Habladurías y escándalos -masculló Enrique-. Eso no me interesa. Terminemos. Las cosas son como son. Hay una heredera para el trono. El pueblo ha estado clamando por un heredero; ahora que la tienen, que se conformen.

-No habrán de satisfacerse con un bastardo, Alteza -declaró agresivamente el arzobispo.

-¿De qué estáis hablando?

-Alteza -terció Villena en tono conciliador-, debéis saber que en la corte se conoce a la princesa por el apodo de la Beltraneja, ya que la mayoría comenta que su padre es, en realidad, Beltrán de la Cueva.

-Pero qué monstruosidad -comentó reí rey, con una calma que exasperó al arzobispo.

-Vuestra Alteza -prosiguió Villena- se está poniendo en una situación difícil, al cubrir de honores al hombre de quien todo el mundo piensa que lo convirtió en cornudo.

Enrique soltó la risa.

-Os molesta que le hayan sido concedidos honores y títulos que, en vuestra opinión, deberían haber recaído en vosotros dos, ¿no es eso?

-Vuestra Alteza admitirá sin duda que es indecoroso conferir honores a un hombre que os ha engañado y ha tratado de imponeros su hija bastarda.

-Oh, terminemos. Terminemos. Dejemos las cosas como están y tengamos paz.

-Mucho me temo, Alteza, que eso no sea posible. Algunos de vuestros ministros exigen que se haga una investigación sobre el nacimiento de la niña a quien llamáis vuestra hija.

-¿ Y si yo la prohíbo?

-Sería una imprudencia, Alteza.

-Yo soy el rey aseveró Enrique, en la esperanza de decirlo con voz firme, pero con la sensación de que sonaba muy débil.

-Alteza, si os pedimos que prestéis la mayor atención a este asunto es porque deseamos que sigáis ocupando el trono -le susurró Villena.

-Que me dejen en paz. El asunto ya está arreglado. Hay una princesa en la cuna de palacio; dejémoslo así.

-Imposible, Alteza. En el palacio hay también un príncipe en este momento, vuestro medio hermano Alfonso. Hay muchos que dicen que, en el caso de que se demostrara que la recién nacida es ilegítima, Alfonso debería ser designado vuestro sucesor.

-Qué agotador es todo esto se quejó Enrique-. ¿Qué demonios puedo hacer yo?

Villena miró a su tío con una sonrisa.

-Tiempo hubo, Alteza -evocó cortésmente-, en que escuchaba yo con más frecuencia esa pregunta de vuestros labios. Entonces sabíais, Alteza, que podíais confiar en mí. Ahora, depositáis vuestra confianza y vuestra fe en un joven caballero que da motivos de escándalo con la propia reina. Alteza, ya que me lo habéis preguntado, os daré mi consejo: dejad de conceder de manera tan conspicua honores a Beltrán de la Cueva. Hacedle ver que dudáis de la condición honorable de su conducta. Y permitid que una comisión de hombres de la Iglesia, de cuya formación nos ocuparemos el arzobispo y /o, investigue la legitimidad de la niña.

Desvalido, Enrique miró a su alrededor. La única manera de librarse de sus fastidiosos visitantes y volver a los encantos de su favorita era mostrarse de acuerdo.

-Haced lo que queráis los autorizó con un gesto impaciente de la mano-... Haced lo que queráis y dejadme en paz.

Villena y el arzobispo se retiraron satisfechos.

Para todos los observadores avisados de la escena castellana había quedado en claro que el marqués de Villena no estaba dispuesto a renunciar a su influencia sobre el rey, y que si éste y la reina persistían en su lealtad hacia Beltrán de la Cueva, Villena reuniría en contra de ellos un partido cuya fuerza y cohesión bien podían llevar a la guerra civil.

Había alguien que contemplaba con gran satisfacción este estado de cosas: el hermano del marqués de Villena, don Pedro Girón, un hombre muy ambicioso que era Gran Maestre de la Orden de Calatrava.

Los Caballeros de Calatrava pertenecían a una orden cuyo establecimiento se remontaba al siglo XII.

Su origen había tenido por causa la necesidad de defender a Castilla de los conquistadores moriscos. Calatrava estaba en la frontera con Andalucía -entonces ocupada por los moros-, y la ciudad, que dominaba el paso entre ambas comarcas, había adquirido excepcional importancia. Los caballeros templarios habían intentado conservarla pero, incapaces de hacer frente al asedio constante y feroz de los musulmanes, terminaron por abandonarla.

Sancho el Deseado, por entonces rey de Castilla, ofreció la ciudad a cualquier caballero que estuviera dispuesto a defenderla de los moros, e inmediatamente tomó posesión de ella un grupo de monjes de un convento navarro. La situación movilizó la imaginación popular y fueron muchos los que se reunieron para defender la ciudad contra todos los ataques.

Los monjes fundaron después una comunidad integrada por caballeros, monjes y soldados, dándole el nombre de Orden de Calatrava. Reconocida como orden religiosa en 1164 por el papa Alejandro III, la comunidad adoptó las reglas de San Benito y se ajustó a una estricta disciplina.

La primera regla, y la más importante, era la del celibato. Sus miembros debían también hacer voto de silencio y vivían con gran austeridad. No comían carne más que una vez por semana, y no eran simplemente monjes: debían recordar que su orden había llegado a concretarse por la vía de las hazañas con la espada, y acostumbraban dormir con sus tizonas al lado, listos para entrar en acción contra los infieles en el momento en que fuera necesario hacerlo.

Por más placer que le diera el prestigio derivado de su cargo en la Orden, don Pedro Girón no tenía la menor intención de someterse a la austeridad de sus reglas.

Era hombre de tremenda ambición política y puesto que a su hermano el marqués se le reconocía como el hombre más importante de Castilla (o al menos así se lo había considerado antes de la aparición del advenedizo Beltrán de la Cueva), no veía por qué no habría él de valerse de la gloria de su hermano y usar la influencia del marqués para mejorar su propia situación.

Estaba dispuesto a obedecer los deseos de su hermano, a llevar al pueblo a la revuelta si necesario fuere, a difundir cualquier rumor que a su hermano le interesara. Tampoco titubeaba en seguir su propia vida de placeres y tenía una cantidad de amantes. De hecho, el Gran Maestre de Calatrava era conocido en toda Castilla por sus costumbres licenciosas. Nadie se atrevía a criticarlo y si veía algún signo de desaprobación en un rostro, don Pedro preguntaba al ofensor si conocía a su hermano, el marqués de Villena.

-Mi hermano y yo somos grandes amigos -explicaba-. Y celosos del honor de la familia. Sus enemigos son los míos y los míos lo son de él.

Por lo tanto, la gente miraba con fascinado respeto al poderoso Villena y no se animaba a criticar los desafueros de su no demasiado respetable hermano, quien se divertía muchísimo con el escándalo que la reina de Castilla había provocado en la corte.

Le complacía considerar que una reina es tan frágil como cualquier otra mujer y, como hombre vanidoso que era, empezó a fantasear con ser el amante de Juana. Pero la reina seguía obstinadamente entregada a Beltrán de la Cueva y, en cuanto al propio Girón, no era mucho lo que tenía de apuesto ni de atractivo.

Un día, sin embargo, vio a Isabel, la reina viuda de Castilla, que se paseaba por el parque y empezó a pensar en ella.

Seguía siendo una mujer atractiva; Girón había oído rumores sobre su desequilibrio y sabía que a veces era necesario recurrir a polvos y pociones calmantes para sacarla de sus ataques de histeria.

Su hermano el marqués se apartaba cada vez más riel rey y de la reina, o en otras palabras, se acercaba cada vez más al joven Alfonso y a Isabel. Era indudable que la reina viuda, evidentemente llena de ambiciones para sus hijos, aceptaría de buen grado la amistad del marqués de Villena.

Y si es mujer prudente, caviló don Pedro, estará ansiosa de estar en buenos términos con toda nuestra familia.

Con esa idea la observaba siempre que podía y empezó a sentirse cansado de los encantos de su última amante. Aunque ella era una hermosa muchacha, don Pedro se había empeñado en compartir el lecho de una reina.

Se paseaba por la corte sintiéndole un nuevo Beltrán de la Cueva.

Finalmente ya no pudo dominar su impaciencia y encontró una oportunidad de hablar a solas con la reina viuda.

Le había solicitado formalmente una entrevista en privado, que le fue concedida.

Mientras se vestía con el mayor cuidado, mientras exigía a sus ayudas de cámara comentarios halagüeños -que ellos le prodigaban servilmente, con total conciencia de que escatimarlos sería lo peor que podían hacer- <:o se le ocurrió siquiera que pudiera fracasar en sus proyectos referentes a la reina viuda.

La reina viuda estaba en compañía de su hija.

Aunque sabía que don Pedro Cirón vendría a visitarla, había enviado llamar a Isabel.

Cuando la infanta vio a su madre advirtió inmediatamente la contenida excitación que brillaba en sus ojos. Pero sin embargo, en ese brillo no había signos de locura. Algo la había hecho feliz y la niña ya sabía que lo que provocaba los ataques histéricos eran la depresión y la frustración.

-Ven aquí, hija mía !a saludó la reina viuda-. Te he hecho llamar porque es mi deseo que sepas lo que está sucediendo a nuestro alrededor.

-Sí, Alteza -respondió modestamente Isabel, que ahora sabía mucho más de lo que había sabido antes. Su constante compañera, Beatriz Fernández de Bobadilla, había demostrado estar muy al tanto de los asuntos de la corte, y desde que Beatriz se ha-

bía convertido formalmente en su dama de honor la vida estaba llena de interés y de intrigas para Isabel. Ahora no ignoraba el escándalo provocado por la reina Juana y por el nacimiento de la niña, de quien muchos empezaban ya a decir que no era la legítima heredera de Castilla.

-No creo que pase ya mucho tiempo sin que tu hermano sea proclamado sucesor del rey -prosiguió su madre-. En todas partes hay protestas. El pueblo no quiere aceptar como su futura reina a la hija de Beltrán de la Cueva.. Pues bien, mi querida Isabel, te he mandado llamar porque muy en breve espero una importante visita. No hice venir a Alfonso porque es muy joven aún y éste es un asunto que le toca demasiado de cerca. Tú estarás presente, aunque no visible, durante la entrevista. Te ocultarás detrás de esos cortinajes. Debes quedarte muy quieta, para que no se advierta tu presencia.

Isabel contuvo el aliento, asustada. ¿Sería una nueva versión de la locura? ¡Que su madre la obligara a escuchar furtivamente!

-Muy pronto -prosiguió la reina viuda- vendrá a visitarme el hermano del marqués de Villena. Viene en calidad de mensajero de su hermano y yo sé cuál es la razón de su venida. Quiere decirme que los partidarios de su hermano van a pedir que Alfonso sea reconocido como heredero de Enrique. Tú has de oír con qué calma acepto sus declaraciones. Te servirá de lección para el futuro, hija; cuando seas reina de Aragón tendrás que recibir toda clase de embajadores. Es posible que algunos te traigan noticias sorprendentes, pero nunca debes traicionar tu emoción. No importa que las noticias sean buenas o malas... tú debes aceptarlas como una reina, tal como me verás hacerlo.

-Alteza -comenzó Isabel-, ¿no podría permanecer en vuestra presencia? ¿Debo estar oculta?

-Mi querida niña, ¡te imaginas que el Gran Maestre de Cala-trava revelará su misión en tu presencia! Vamos... obedéceme inmediatamente. Ven, que esto te ocultará por completo. Quédate perfectamente inmóvil y escucha lo que él tenga que decir. Y sobre todo, observa cómo recibo yo la noticia.

Con la sensación de verse obligada a jugar un juego disparatado, en desacuerdo con su dignidad que se había acrecentado desde su llegada a la corte, Isabel se dejó conducir detrás de los cortinajes.

Minutos después, don Pedro era introducido en las habitaciones de la reina viuda.

-Alteza -saludó, arrodillándose-, me hacéis un honor al recibirme.

-Para mí es un placer -fue la respuesta.

-Tenía la sensación, Alteza, de que no os ofendería al acercarme así a vos.

-Claro que no, don Pedro. Estoy dispuesta a oír vuestra proposición.

-Alteza, ¿me autorizáis a sentarme?

-Ciertamente.

Isabel oyó el roce de las patas de las sillas, mientras ambos se sentaban.

-Alteza.

-Os escucho, don Pedro.

-Hace mucho tiempo que me he fijado en vos. En las felices ocasiones en que he presenciado alguna ceremonia donde Vuestra Alteza estaba presente, no he tenido ojos más que para vos.

En la habitación se produjo un silencio extraño, que Isabel no dejó de percibir.

-Confío, Alteza, en no haber pasado del todo inadvertido para vos.

-No podría pasar inadvertido el hermano de un personaje como el marqués de Villena -respondió la reina, con voz que revelaba su perplejidad.

-Ah, mi hermano. Quisiera haceros saber, Alteza, que los intereses de él son los míos. Somos uno los dos, en nuestro deseo de ver en paz el reino.

-Es lo que yo imaginaba, don Pedro -la voz de la reina traducía su alivio.

-¿Os sorprendería, Alteza, que os dijera que ocasiones ha habido en que mi hermano, el marqués, me ha confiado sus proyectos y ha escuchado mi consejo?

-En modo alguno. Sois el Gran Maestre de una orden sagrada, y sin duda debéis ser capaz de aconsejar... espiritualmente... a vuestro hermano.

-Alteza, hay una causa por la que yo trabajaría... en cuerpo y alma... porque vuestro hijo, el infante Alfonso, sea aceptado como heredero del trono de Castilla. Quisiera ver a la pequeña

bastarda, que ahora pasa por heredera, denunciada como lo que es. No pasará mucho tiempo sin que esto suceda, si...

-¿Si qué, don Pedro?

-Ya he hablado a Vuestra Alteza de la influencia que tengo ante mi hermano, y bien conocéis vos el poder que él tiene en el país. Si vos y yo fuéramos amigos, no hay nada que yo no hiciera... no solamente hacer proclamar heredero al niño, sino... pero esto ha de decirse en un susurro. Venid, dulce señora, permitid que os lo diga al oído... sino deponer a Enrique en favor de vuestro hijo Alfonso.

-¡Don Pedro!

-Si fuéramos amigos, dije, queridísima señora.

-No os entiendo. Vuestro hablar es enigmático.

-Oh, no sois tan ciega como queréis hacerme creer. Todavía sois una hermosa mujer, señora. Vamos... vamos... sé que vivisteis muy piadosamente en ese mortífero lugar, Arévalo... pero ahora estáis en la corte. No sois vieja... ni lo soy yo. Y creo que cada uno podría aportar gran placer a la vida del otro.

-Me parece, don Pedro -interrumpió la reina viuda-, que debéis estar padeciendo un pasajero ataque de locura.

-Qué esperanza, señora, qué esperanza. También vos os sentiríais mejor si llevarais una vida más natural. Vamos, no seáis tan gazmoña, y seguid la moda. Os juro por los santos que jamás lamentaréis el día en que lleguemos a ser amantes.

La reina viuda se había puesto en pie de un salto; Isabel oyó el áspero chirrido de la silla, y no se le escapó tampoco la nota de alarma en la voz de su madre. Al mirar por entre los pliegues del brocado, vio a un hombre de rostro purpúreo que le pareció el símbolo de lo que hay de más bestial en la naturaleza humana, y vio a su madre, perdida ya la calma, con una expresión de horror y miedo que ella no alcanzaba a comprender del todo.

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