-Entonces pensáis que Fernando y vos sois elegidos por Dios.

Isabel entrecruzó las manos y levantó los ojos y Beatriz contuvo el aliento ante la expresión de arrebato que se pintó en el rostro de su señora.

-Creo que la voluntad de Dios es hacer de toda España un país cristiano -declaró Isabel-. Creo que es Su deseo que España sea fuerte. Creo que Fernando y yo, una vez unidos, haremos Su voluntad y expulsaremos de estas tierras a todos los que no pertenezcan a la Santa Iglesia Católica.

-¿Queréis decir que vos y Fernando, juntos, convertiréis o ex-

pulsaréis del país a todos los moros y a todos los judíos, y que acercaréis a la fe cristiana a cuantos sigan otras religiones? ¡Qué difícil tarea! Desde hace siglos están los árabes en España.

-Pues no es razón para que deban seguir permaneciendo en ella.

Beatriz estaba llena de dudas. Isabel, que parecía tan fuerte, era sin embargo vulnerable. ¿Y si su Fernando no era el hombre que ella esperaba? ¿Si era lascivo como don Pedro, débil como su medio hermano Enrique?

-Vos seréis fuerte y capaz de hacerlo, eso lo sé -declaró Beatriz-. Pero debéis tener un compañero igualmente fuerte y devoto de vuestra fe. ¿Cómo podéis saber si él lo es?

-¿Acaso dudáis de Fernando?

-No es mucho lo que sé de Fernando. Isabel, haced frente a la verdad: ¿qué es lo que sabéis vos de él?

-Esto sé: que es mi esposo prometido, y que no he de aceptar otro.

Durante un rato, Beatriz permaneció en silencio.

-¿Por qué no enviáis un hombre a Aragón -sugirió después-, para que pueda conocer a Fernando y deciros lo que deseáis saber de él? Hacedlo ir a Aragón y a Francia. Que conozca al duque de Guiana y os informe qué clase de hombre es; que conozca a Fernando, para que podáis saber cómo es. Podríais enviar a vuestro capellán, Alfonso de Coca, que es hombre de confianza.

Los ojos de Isabel centellearon.

-Lo enviaré, Beatriz -accedió-, pero no porque yo necesite esa seguridad. Lo enviaré para que vos podáis estar segura de que Fernando es el marido para mí... el único.

El marqués de Villena fue a visitar a su tío, el arzobispo de Toledo. Villena estaba un tanto inquieto, porque no se sentía seguro de cómo reaccionaría su tío ante el giro que tomaban los acontecimientos.

Villena era un hábil estadista, y en cambio, el arzobispo era un guerrero y además un hombre que incluso para buscar su propio beneficio necesitaba creer en su causa. No era, como su sobrino, hombre capaz de modificar sus lealtades por la sencilla razón de que hacerlo así sirviera a sus propósitos más inmediatos.

Por eso el marqués dio comienzo a la conversación con cautela:

-Isabel no será jamás la marioneta que era Alfonso -observó.

-Es verdad -asintió el arzobispo-. En ella tenemos una auténtica reina a quien será un placer servir. Lo único que lamento es su negativa a dejarse proclamar reina. Moralmente, claro, tenía razón, pero no puedo dejar de pensar que habría sido ventajoso para nuestro país que Isabel se ciñera la corona que tan poco se adecúa a las sienes de Enrique.

Villena permaneció en silencio; a su tío le complacía en Isabel la misma cualidad que él deploraba. Villena no quería una mujer con ideas propias para el gobierno de Castilla; quería un títere a quien él pudiera manejar y eso no era fácil de explicar a su fogoso tío.

-Después de todo -siguió diciendo el arzobispo-, no creo que la muerte de Alfonso haya sido tan calamitosa. Pienso que en su hermana hemos encontrado a nuestra reina, que cuenta con mi lealtad y de quien creo que empieza a comprender que mi deseo es servirla -riendo, el arzobispo hizo una pausa-. Hasta ahora tiende a desconfiar de mí. ¿Acaso no había tomado yo partido por los rebeldes? Y la infanta es tan leal a la corona, tan decidida está a defender su dignidad, que se duele de los rebeldes.

-Vamos, tío -señaló Villena-, os habéis dejado embrujar por la princesa.

-Admito que es mucho lo que me impresiona y que para mí es un placer servirla.

-Pero, tío, ¿qué puede saber una muchacha de cómo se gobierna un país?

-Descuidad, sobrino; ella jamás intentará hacer lo que esté más allá de sus fuerzas. Y os aseguro que el gobierno del país es algo que no tardará en aprender. Isabel está consagrada a su tarea y ésa es la forma en que todo rey y toda reina debería asumir sus deberes.

-Hum -masculló Villena-. Advierto, tío, que os habéis ablandado.

-¡Ablandado! Jamás. Pero estoy firmemente del lado de nuestra futura reina y si alguien la atacara, no tendréis que quejaros de la blandura de Alfonso Carrillo.

-Bueno, bueno... entonces, estáis satisfecho con el giro de los acontecimientos.

-Me siento más confiado que nunca en el porvenir de Castilla.

Villena se apresuró a despedirse de su tío.

Ya no tenía nada que decirle; sabía que las opiniones de ambos divergían por completo.

Ya no podrían seguir trabajando juntos, habían tomado partidos opuestos.

Al separarse del arzobispo, Villena se dirigió a las habitaciones de Enrique.

El rey lo recibió con ansiedad. No atinaba a demostrarle suficientemente su gratitud, a tal punto estaba encantado de tener de nuevo a Villena entre sus partidarios.

La reina Juana lo había abandonado; se había puesto tan furiosa al saber que él había accedido al divorcio que se había ido a Madrid, donde vivía escandalosamente, tomando un amante tras otro en abierto desafío al veredicto que había significado el acuerdo de Toros de Guisando. De nada había servido que Enrique le explicara que no tenía la intención de mantener su palabra respecto de lo que se había convenido en la reunión con Isabel; Juana estaba tan furiosa de que él hubiera fingido siquiera que se divorciaría de ella, que partió llena de cólera.

No era un problema muy grave, porque ya hacía tiempo que su mujer le daba más inquietud que placer; Enrique estaba feliz con sus amantes y tenía cuidado de elegir aquellas que no se interesaran por la política.

Además tenía a su querido amigo, Villena, que había vuelto a ofrecerle amistad y consejo y que tan diestramente se había hecho cargo de todo y le explicaba lo que tenía que hacer.

Villena le explicó que acababa de estar con su tío y que el arzobispo prestaba ahora fidelidad a Isabel, tal cosa antes Villena se la había dado a Alfonso.

-Es hombre de una sola idea, que a veces puede cegarse y no ver su propio beneficio -señaló-. Después de todo, es hombre de iglesia y necesita tener fe en algo; ahora, ha depositado esa fe en Isabel, que ha conseguido apelar a su sentimiento de rectitud. Es lamentable, Alteza, pues hemos perdido un valioso aliado.

-Querido Villena, creo que os las arreglaréis muy bien sin él.

-Es posible. Pero la que me inquieta un poco es nuestra Isabel; yo abrigaba la esperanza de que le interesara una alianza matrimonial con Inglaterra o con Francia. Sería una tranquilidad saber que ya no está en Castilla.

Enrique hizo un gesto afirmativo.

-Si ella no estuviera -continuó Villena-, sería muy simple proclamar heredera del trono a la pequeña Juana.

-Mucho más fácil -asintió Enrique.

-Pues bien, Isabel se niega a aceptar la alianza con Inglaterra, y está preparándose a declinarla con Francia. Ya sabéis por qué: su afecto está puesto en Fernando.

Mientras hablaba, el rostro de Villena se endureció. De ninguna manera estaba dispuesto a permitir que se concretara la alianza con Aragón; bien sabía él que ése sería el final de sus ambiciones. Juntos, Isabel y Fernando serían oponentes formidables para sus planes. Villena sabía exactamente lo que quería: un rey títere y una heredera títere, para ser él el hombre más poderoso de Castilla. ¿Dónde se podía encontrar un rey títere más adecuado que Enrique, ni una heredera títere más dócil que la Beltraneja? Era muy burdo tener que cambiar de actitud de esa manera, pero Villena no veía forma de evitarlo. Isabel había demostrado sin lugar a dudas que no quería ser un títere y, por consiguiente, tendría que desaparecer.

-No podemos tener aquí al entrometido Fernando -continuó-. Antes de que nos diéramos cuenta estaría gobernando Castilla. Por eso me propongo enviar una embajada a Portugal; tengo razones para creer que Alfonso estaría dispuesto a renovar su petición de mano.

-Es un plan excelente -se regocijó Enrique-. Si Isabel se casara con él sería reina de Portugal.

-Y al serlo desaparecería finalmente del escenario castellano -concluyó Villena.

-Pues enviemos entonces una embajada a Portugal.

-Alteza, anticipándome a vuestras órdenes he dispuesto ya que esa embajada saliera hacia Portugal.

-Siempre hacéis exactamente lo que yo mismo haría -se admiró Enrique.

-Es el mayor de mis placeres, Alteza. Además, tengo otras no-

ticias. Hay muchos poderosos nobles, entre ellos los de la familia Mendoza, que no están de acuerdo con el tratado de Toros de Guisando. Sostienen que no se ha demostrado la ilegitimidad de la infanta Juana y que es ella y no Isabel la verdadera heredera del trono.

-¿Ah, sí? -preguntó sin entusiasmo Enrique.

-Y pienso -prosiguió insidiosamente Villena- que cuando nuestra Isabel se haya ido a Portugal no tendremos dificultad en proclamar heredera del trono a vuestra hija.

-Es lo que yo desearía -suspiró Enrique-. Entonces, con Isabel en Portugal y Juana proclamada heredera del trono de Castilla, ya no habría más tensiones y por fin tendríamos paz.

Beatriz se dirigió presurosa a las habitaciones de su señora en el castillo de Ocaña donde residía Isabel.

-Alteza, ha regresado Alfonso de Coca.

-Traedlo inmediatamente a mi presencia -ordenó la infanta.

Cuando el capellán se hizo presente Isabel lo recibió con afecto.

-Cuánto tiempo parece haber pasado desde que os fuisteis -lo saludó.

-Alteza, sólo el deseo de cumplir con vuestras órdenes pudo demorarme, tal era mi ansiedad por volver a Castilla.

Beatriz ardía de impaciencia.

-Venid, sentaos -invitólo Isabel-, y decidme lo que visteis en la corte de Francia y en la de Aragón.

Alfonso de Coca comenzó a relatar a su señora las costumbres de la corte francesa, señalando que la mezquindad y el desaliño del rey eran tales que hasta sus cortesanos se avergonzaban de él.

-¿Y el duque de Guiana? -exclamó Beatriz.

Alfonso de Coca sacudió la cabeza.

-Pues veréis, infanta... es un hombre débil, cuyos modales parecen más bien los de una mujer. Además, tiene las piernas tan flojas que es incapaz de bailar, y casi da la impresión de ser deforme. También tiene débiles los ojos, que le lagrimean continuamente, de modo que parece que estuviera siempre llorando.

-No creo que me interese mucho un marido semejante -caviló Isabel, mirando con seriedad a Beatriz-. Y ¿qué sucedió du-

rante vuestra permanencia en la corte de Aragón? ¿Pudisteis ver a Fernando?

-Sí, pude, Alteza.

-Bueno, bueno -lo apremió la impaciente Beatriz-, ¿y qué hay de Fernando? ¿También le lloran los ojos? ¿Tiene las piernas débiles?

Alfonso de Coca reía.

-Ah, princesa, ah, señora... Fernando no se parece en nada al duque de Guiana. Su figura es la que corresponde a un joven príncipe. Sus ojos echan luz, no vierten lágrimas. Tiene las piernas tan fuertes que le permiten algo más que bailar; le permiten luchar junto a su padre y ganarse la admiración de todos con su bravura. Es bello de rostro y alto de espíritu. Ningún príncipe podría ser más digno de una princesa joven, hermosa y espiritual.

Isabel miraba con aire de triunfo a Beatriz, que sonrió a su vez ampliamente, murmurando:

-Pues bien, me alegro. Me alegro de corazón. No es lo que yo me temía. Ahora sí puedo desear felicidad y larga vida a Isabel y Fernando.

Uno de los pajes acudió a toda prisa a las habitaciones de Beatriz, que estaba conversando con Mencia de la Torre.

El muchacho estaba pálido y tembloroso y Beatriz se alarmó; sabía que cuando sucedía algo inquietante los sirvientes deseaban siempre que fuera ella quien le diera la noticia a Isabel.

-¿Qué sucede? -interrogó.

-Señora, que anoche clavaron en las puertas un papel.

-¿De qué papel se trata?

-¿Es que debería habéroslo traído, mi señora?

-Sin pérdida de tiempo.

El paje se retiró y Beatriz se volvió hacia Mencia.

-¿Qué sucederá ahora? -murmuró-. Oh, me temo que nuestra princesa esté aún lejos de los brazos de su Fernando.

-Debería mandar a alguien en su busca -sugirió Mencia-. Seguramente él vendría.

-Olvidas que en Toros de Guisando prometió que no se casaría sin consentimiento del rey, así como él prometió a su vez que

no se la obligaría a desposarse contra su voluntad. Eso bien podría ser causa de que Isabel jamás se casara, pues que al parecer tales condiciones pueden llevar a un callejón sin salida. A eso se debe que no se comunique con Aragón; Isabel quiere mantener su promesa. Pero me pregunto que será lo que ha sucedido y qué papel es ése.

En ese momento regresaba el paje, que se lo entregó. Beatriz lo leyó rápidamente y se dirigió a Mencia: -Esto es obra de sus enemigos. Declaran que los procedimientos de Toros de Guisando no son válidos, que no se ha demostrado la ilegitimidad de la princesa Juana y que ella es, pues, la heredera del trono. Se niegan a aceptar a Isabel.

Beatriz retorció el papel entre sus manos, murmurando: -Creo que se avecinan días tormentosos para Isabel... y para Fernando.

Colérico, el marqués de Villena se dirigía a Ocaña a visitar a Isabel.

Iba determinado a demostrarle que debía obedecer los deseos de Enrique -que eran los suyos propios- a quien había ofendido al rechazar de nuevo al rey de Portugal.

Isabel había recibido en el Castillo de Ocaña al arzobispo de Lisboa y al formular éste las proposiciones de su rey le había dicho con toda firmeza que no tenía intención de casarse con él. Muy irritado, el arzobispo de Lisboa se había retirado a su alojamiento en Ocaña, declarando que eso era un verdadero insulto para su señor.

Tal era la razón de que Villena fuera a visitar a Isabel.

La infanta lo recibió con dignidad, sin tratar empero de ocultar el hecho de que consideraba una impertinencia de parte de Enrique, que en la reunión de Toros de Guisando había convenido en que Isabel no sería obligada a casarse en contra de su voluntad, enviar de esa manera a Villena como emisario.

-Princesa -empezó Villena al ser llevado a su presencia, con una sequedad destinada indudablemente a hacerle saber que no la consideraba heredera del trono-, el rey desea haceros saber que deplora profundamente vuestra actitud hacia Alfonso, rey de Portugal.

-No entiendo por qué ha de deplorarla -respondió Isabel-. Con toda cortesía he explicado que declino su ofrecimiento. No podía hacer menos, ni debía hacer más.

-¡Que declináis su ofrecimiento! ¿Con qué motivo?

-Que no es el matrimonio de mi elección.

-Es el deseo del rey que os caséis con el rey de Portugal.

-Lamento no poder coincidir en este asunto con los deseos del rey.

-Que os caséis con el rey de Portugal es una orden del rey.

-El rey no puede ordenarme tal cosa y esperar a que le obedezca. ¿Ha olvidado acaso nuestro acuerdo en Toros de Guisando?

-¡Vuestro acuerdo en Toros de Guisando! Eso es algo, querida princesa, que no se toma muy en serio en Castilla.

-Pues yo lo tomo en serio.

-De poco os servirá si nadie más lo hace. El rey insiste en que os caséis con el rey de Portugal.

-Y yo en negarme.

-Lo lamento, infanta, pero si no accedéis es posible que me vea yo forzado a llevaros presa y que el rey os obligue a permanecer en la fortaleza real hasta que os sometáis a sus órdenes.

Alarmada, Isabel sintió que se le aceleraba el corazón: la llevarían presa y ella sabía lo que podía suceder a quienes se deseaba quitar de en medio. Calmosamente miró a Villena, sin que su aspecto exterior traicionara el miedo que sentía.

-Debéis darme algún tiempo para considerarlo -respondió.

-Os dejaré, y volveré a veros mañana -prometió Villena-. Pero cuando regrese debéis decirme que consentís en el matrimonio, porque si no... -se encogió de hombros-. Me dolería llevaros presa, pero en mi condición de servidor del rey debo obedecer sus órdenes.

Con estas palabras y una inclinación se retiró.

Sin pérdida de tiempo, Isabel llamó a Beatriz para contarle todo lo sucedido.

-Ya veis -le dijo- que están determinados a deshacerse de mí y de una manera u otra lo conseguirán. Me han ofrecido una alternativa: puedo ir a Portugal como novia de Alfonso, o tendré que ir a Madrid como prisionera del rey. Beatriz, tengo

la sensación de que si voy a Madrid, un día me encontraréis como sus sirvientes encontraron a Alfonso.

-¡Eso no sucederá! -declaró apasionadamente Beatriz.

-Y la alternativa... ¡el matrimonio con Alfonso! Juro que preferiría la prisión en Madrid.

-Ya nos hemos demorado demasiado -precisó Beatriz.

-Sí -asintió Isabel, cuyos Ojos empezaron a chispear-, ya nos hemos demorado demasiado.

-El rey -prosiguió diciendo Beatriz- ya no cumple las promesas que formuló en Toros de Guisando.

-Entonces -continuó Isabel-, ¿por qué habría de cumplirlas yo?

-¡Exactamente! ¿Por qué? Se podría enviar un mensajero a Aragón; es tiempo de que defináis vuestro compromiso. Iré con el arzobispo de Toledo y con don Federico Enríquez, el abuelo de Fernando, para decirles que deseáis verlos con toda urgencia.

-Eso es -asintió Isabel-. Enviaré una embajada a Aragón.

-No son momentos para pensar en la modestia femenina -insistió Beatriz-. Es éste un matrimonio de gran importancia para el Estado. El padre de Fernando ya ha pedido vuestra mano, ¿no es verdad?

-Sí, así es, y mis enviados irán a decirle que estoy ya dispuesta para el matrimonio.

-Ya es hora de que Fernando venga a Castilla. Pero Villena está aquí, Isabel, y es hombre decidido. Bien podría ser que antes de que podamos tener noticias de Fernando haya llevado ya a la práctica su amenaza y os encontréis en la prisión de Madrid -Beatriz se estremeció-. Pero tendrán que llevarme con vos, y yo probaré cualquier cosa antes de que os la llevéis a los labios.

-¡De mucho serviría! -exclamó Isabel-. Si estuvieran empeñados en envenenarme, lo harían también con vos. Y, ¿qué haría yo sin vos, Beatriz? No, no debemos caer en sus manos. No debemos ir a la prisión de Madrid, y creo que sé cómo conseguirlo.

-Entonces os ruego que me lo digáis, Alteza, pues me tenéis con el alma en un hilo.

-Villena tendría que sacarme de Ocaña, y el pueblo de Ocaña me ama... y no ama al rey. Si difundimos la noticia de que me encuentro amenazada, se congregarán en torno a mí y a Villena se le hará imposible llevarme.

-Ésa es la solución -coincidió Beatriz-. Ya me ocuparé yo de eso y conseguiré que en todo el pueblo se sepa que Villena ha venido a obligaros a contraer un matrimonio que os disgusta, y que vos habéis jurado no aceptar otro marido que el gallardo Fernando de Aragón.

La multitud llenaba las calles de Ocaña. La gente rodeaba el castillo gritando hasta quedarse ronca.

-¡Isabel para Castilla! -clamaban-. ¡Fernando para Isabel!

Los chiquillos formaban bandas que se paseaban alzando estandartes. En algunos de ellos habían dibujado grotescas figuras que representaban al maduro rey de Portugal, en otros la imagen era la del joven y apuesto Fernando.

Las canciones que entonaban eran un pintoresco elogio del porte y la bravura de Fernando o hacían mofa del decrépito y libertino monarca portugués.

Y el propósito declarado de los desfiles y las canciones era:

-Queremos a Isabel heredera de la corona de Castilla y de la de León. Y queremos que Isabel se case con quien desee casarse, y como un solo hombre nos levantaremos en contra de quien intente impedírselo.

Mientras observaba el movimiento popular desde las ventanas de su alojamiento, el marqués de Villena hizo rechinar los dientes, colérico.

Isabel le había ganado ese encuentro; ¿cómo podría llevársela presa en medio de esa muchedumbre rebelde? Lo harían pedazos antes que permitírselo.

El arzobispo de Toledo y don Federico Enríquez estaban con Isabel.

El arzobispo se había declarado totalmente a favor de la alianza matrimonial con Aragón, ya que -según explicó- ése sería el medio de lograr la unidad de Castilla y Aragón, y unidad era lo que se necesitaba en toda España. El arzobispo había adoptado el sueño de Isabel, el de una España totalmente católica y ponía a los pies de la infanta todo su ardor y su fanatismo.

-La embajada -se entusiasmó- debe ser enviada con toda cele-

ridad a Aragón. No dudéis de que nuestros enemigos están empezando a inquietarse, ni de que harán todo lo que esté a su alcance para que se concrete la alianza con Portugal. Y eso, Alteza, sería desastroso, como lo sería cualquier matrimonio que os exigiera alejaros de Castilla.

-Estoy totalmente de acuerdo con vos -declaró Isabel.

-Pues entonces, ¿por qué vacilamos? -exclamó don Federico Enríquez-. Que la embajada salga sin pérdida de tiempo y os aseguro que muy en breve estará mi nieto en Castilla, reclamando a su prometida.




FERNANDO DE CASTILLA

Un gran dolor embargaba al rey de Aragón: su esposa amada se moría y él no podía hacer nada para impedirlo.

También Juana Enríquez tenía plena conciencia de su estado; durante varios años había luchado con una enfermedad interna que sabía fatal, y sólo la rara intrepidez de su espíritu habíala mantenido durante tanto tiempo con vida.

Llegó, sin embargo, el momento en que hubo de admitir que no le quedaban sino unas pocas horas de vida.

Sentado junto a su lecho, el rey le sostenía una mano entre ¡as suyas. También Fernando estaba con ellos, y cuando los ojos de la reina se posaban en su hijo, encontradas emociones se pintaban en su rostro.

Allí estaba su Fernando, su hermoso hijo de dieciséis años, con su pelo rubio y sus rasgos enérgicos, a los ojos de su madre tan bello como un dios. Por él Juana se había convertido en la mujer que era y ni siquiera en su lecho de muerte podía arrepentirse de nada.

Era ella, esa mujer fuerte, la responsable del estado de cosas existente en Aragón. Había ocupado su lugar junto a su marido y su hijo en la lucha por aplastar la rebelión. Tenía la prudencia necesaria para comprender que eran afortunados al seguir siendo dueños de Aragón y era mucho lo que había arriesgado por Fernando.

Los catalanes no olvidarían jamás lo que ellos llamaban el asesinato de Carlos. Se habían negado a admitir en Barcelona a ningún miembro de las Cortes aragonesas y, en lugar de Juan de Aragón, habían elegido para que los gobernara a Rene le Bon, de Anjou, pese a que se trataba de un hombre de edad e incapaz de luchar, como habría tenido que hacerlo, en defensa de lo que le había sido concedido.

Pero tenía en cambio un hijo, Juan, duque de Calabria y de

Lorena, un audaz aventurero que con la secreta ayuda del astuto rey de Francia se las arregló para presentar batalla al rey de Aragón. El rey Juan de Aragón ya no era joven, y aunque contaba con la ayuda de su enérgica esposa y de Fernando, su valeroso hijo, había veces en que sentía que entre él y la victoria final se interponía el fantasma de Carlos, el hijo asesinado.

Desde hacía algunos años, a Juan había empezado a fallarle la vista, y en ese momento el rey vivía en el diario terror de quedar completamente ciego.

Ahora, junto al lecho de su esposa, decíase:

«Lo mismo que la vista, ella me será arrebatada, pero para mí perderla significará mucho más que perder la vista.»

¿Hubo alguna vez hombre tan acosado? Y el rey creía saber por qué la buena fortuna lo rehuía... y también el espectro de Carlos sabía la respuesta.

Con ese estado de ánimo permanecía junto al lecho de Juana. Aunque no podía verla con claridad, recordaba hasta el último detalle de su rostro bienamado. Y no podía ver al gallardo muchacho arrodillado junto a él, pero su memoria guardaría por siempre el recuerdo del rostro joven y ansioso.

-Juan -murmuró la reina mientras sus dedos apretaban los de él-, ya no puede faltar mucho.

Sin hablar, el rey le oprimió la mano, consciente de que era inútil negar la verdad.

-Me voy con muchos pecados sobre la conciencia -murmuró Juana. El rey le besó la mano.

-Sois la mujer mejor y más valiente que jamás haya vivido en Aragón... y en cualquier parte.

-Como esposa y madre, la más ambiciosa -asintió Juana-. Viví para vosotros dos, y todo lo que hice fue por vosotros. Bien lo recuerdo. Y tal vez por eso merezca en alguna medida ser perdonada.

-No hay necesidad de perdón.

-Juan... siento aquí una presencia que no es la vuestra, ni la de Fernando... Es otra.

-Aquí no hay nadie más que nosotros, madre -la tranquilizó Fernando.

-¿Es verdad? Entonces, es que mi mente divaga. Me pareció ver a Carlos a los pies de mi cama.

-Imposible, querida mía -susurró Juan-. Hace ya mucho que ha muerto.

-Muerto está... pero quizá no haya paz en su tumba.

Fernando levantó los ojos para mirar a su madre moribunda, a su padre envejecido, a punto de quedarse ciego. Se acerca el final de la antigua vida, pensaba. Al irse ella, él no la sobrevivirá mucho tiempo.

Fue como si Juana percibiera los pensamientos de su hijo, como si viera en su amado Fernando todavía a un niño. El muchacho tenía dieciséis años; era todavía demasiado joven para librar batalla contra Lorena, para luchar contra el astuto Luis. Juan no debía morir. Si ella había cometido crímenes, pensó la agonizante, y por Fernando los volvería a cometer... esos crímenes no debían ser en vano.

-Juan -preguntó-, ¿estáis ahí?

-Sí, esposa mía.

-Vuestros ojos, Juan. Vuestros ojos... ¿Es verdad que no podéis ver?

-Día a día los siento más turbios.

-En Lérida hay un doctor, un judío. Me han dicho que puede realizar milagros. Dicen que hay ciegos a quienes ha devuelto la vista. Es lo que debe hacer con vos, Juan.

-Mis ojos están más allá de cualquier recuperación, querida mía. No penséis en mí. Vos, ¿estáis cómoda? ¿No hay nada que podamos hacer para agradaros?

-Debéis dejaros operar por ese hombre, Juan; es necesario. Fernando...

-Aquí estoy, madre mía.

-Ah, Fernando, hijo mío, mi único hijo. Estaba hablando con vuestro padre. No puedo olvidar que por más que seáis valiente como un león, sois todavía joven. Debéis estar con él, hasta que sea un poco mayor. No debéis quedar ciego; debéis ver a ese judío, prometédmelo.

-Os lo prometo, querida mía.

La reina pareció quedar satisfecha y se recostó en las almohadas.

-Fernando -susurró-, tú serás rey de Aragón. Es lo que siempre ambicioné para ti, hijo mío.

-Sí, madre.

-Y serás un gran rey, Fernando. Recordarás siempre los obstáculos que se interpusieron en el camino hacia tu grandeza y la forma en que tu padre y yo fuimos quitándolos... uno a uno.

-Lo recordaré, madre.

-Oh, Fernando, hijo mío... Oh, Juan, esposo querido... ¿no estamos solos, verdad?

-Sí, madre, sí que lo estamos.

-No estamos aquí más que nosotros tres, mi amor -susurró Juan.

-Os equivocáis -insistió Juana-; hay otro. Hay aquí otra presencia. ¿Es que no la sentís? No, vos no podéis verlo; es por vuestros ojos. Debéis ver a ese judío, esposo; me lo habéis prometido y es una promesa sagrada, formulada junto a mi lecho de muerte. Fernando, tú tampoco puedes verlo, porque eres demasiado joven para ver. Pero aquí hay alguien más que me mira fijamente desde los pies de la cama. Es mi hijastro, Carlos. Su presencia aquí es una advertencia; está aquí para que no pueda yo olvidar mis pecados.

-Está divagando -murmuró Fernando-. Padre, ¿queréis que llame a los sacerdotes?

-Sí, hijo mío, llámalos. Me temo que ya queda poco tiempo.

-Fernando, ¿por qué me dejas?

-Pronto estaré de regreso, madre.

-Fernando, acércate más. Fernando, hijo mío, vida mía, jamás me olvides. Te he amado, hijo mío, como pocos son amados. Oh, Fernando querido, qué caro le has costado a tu madre.

-Ya es tiempo de llamar a los sacerdotes -se alarmó el rey-. Fernando, no te demores, que nos queda muy poco tiempo. No hay tiempo más que para el arrepentimiento y la despedida.

Fernando salió, dejando juntos al rey y la reina de Aragón, y el rey Juan se inclinó a besar los labios yertos de la mujer por cuyo amor había asesinado a su hijo primogénito.

El rey Juan de Aragón yacía inmóvil mientras el físico judío le operaba el ojo. El médico se había mostrado reacio; por dispuesto que estuviera a poner a prueba su habilidad con hombres de menor rango, temía la suerte que podía correr si fracasaba operando al rey.

Juan se mantenía inmóvil; apenas si sentía el dolor y hasta casi se alegraba de sentirlo.

Tras haber perdido a su mujer ya no le interesaba vivir. Durante mucho tiempo Juana había sido todo para él. El rey la veía como la esposa perfecta, tan bella, tan valiente, tan decidida. No quería enfrentarse con el hecho de que, debido a la ambición de ella por su hijo, Aragón había debido pasar por una guerra civil, larga y sangrienta. Juan la había amado con toda la devoción de que era capaz y una vez desaparecida ella no conocía otro placer que llevar a la práctica sus deseos.

Por eso estaba ahora tendido en el diván, por eso confiaba su vida a las manos del médico hebreo. Sabía que, si era posible para él recuperar la vista, de ese hombre dependía. En España no había doctores comparables con los judíos, cuya habilidad médica había adelantado muchísimo; y ese hombre sabía que si salvaba los ojos del rey de Aragón su fortuna estaba hecha.

Y cuando recupere la vista de un ojo, pensaba Juan, me dedicaré, como ella habría deseado, a asegurar para Fernando la sucesión del trono de Aragón.

La operación fue un éxito; Juan había recuperado la vista de un ojo. Envió a llamar nuevamente al médico.

-Ahora -le dijo- debéis repetir la misma operación en el otro ojo.

El médico tenía miedo. Lo había hecho una vez, pero ¿podría repetirlo? Con esas operaciones, el éxito no siempre estaba asegurado.

-Alteza -se defendió-, no podría volver a intentarlo con el otro ojo; los astros son adversos al éxito.

-¡Qué astros ni astros! -protestó Juan-. No penséis en los astros y devolved la vista al otro ojo.

En la corte todos se estremecieron al saber lo que estaba a punto de suceder, creyendo que, desde el momento en que las estrellas se oponían a que fuera realizada la operación, ésta no podría tener éxito.

El médico era presa de gran temor, pero parecióle más adecuado obedecer al rey que a las estrellas y la operación se realizó.

De tal manera Juan de Aragón, que tenía ya casi ochenta años, se curó de su ceguera y, obediente a los deseos de su di-

funta esposa, se preparó para conservar, para Fernando, la corona de Aragón.

Al recuperar la vista, Juan de Aragón recobró también buena parte de la energía que había sido característica de él en el pasado. Era hombre despierto y astuto; su punto vulnerable había sido el amor que sentía por Juana Enríquez, tanto más fuerte cuanto que era función de la fuerza de su carácter. Su amor por su esposa lo había obligado a dar al hijo de ésta todo el afecto que era capaz de dar a sus hijos, privando así de él a los de su primera esposa. Juan sabía que la guerra que tantos años había durado y de tal manera lo había empobrecido y había empobrecido a Aragón, tenía como única causa la forma en que él había tratado a Carlos. Juana le había exigido que Carlos fuera sacrificado para que Fernando pudiera convertirse en heredero de su padre, y el rey le había concedido de buen grado todo lo que ella pedía, ya que se le hacía imposible negarle nada.

Ahora Juan no lamentaba nada de lo que había hecho. Estaba tan decidido como lo había estado su mujer a que Fernando fuera el monarca de Aragón.

No le quedaba mayor placer que contemplar a ese hijo, gallardo y viril en su juventud, que bajo la tutela de su madre se había preparado para desempeñar el gran papel que le habían reservado.

Si antes de ser padre, pensaba Juan, me hubiera imaginado un hijo que fuera todo aquello que yo deseaba, habría sido exactamente como Fernando.

Fernando era vigoroso; era valiente; apreciaba lo que tenía, porque tenía plena conciencia de que había sido ganado con sangre y angustia, y estaba tan determinado a conservarlo como lo habían estado sus padres a ganarlo para él.

Qué bendición ha sido para mí Fernando, solía decir su padre.

Tal era la situación cuando la embajada que encabezaban Gutierre de Cárdenas y Alonso de Palencia, dos fieles servidores de Isabel, llegó a la corte de Aragón.

Juan los recibió con gran placer, pues sabía cuál era su mi-

sión; sólo lamentaba que Juana no hubiera vivido para presenciar ese triunfo. Fue a las habitaciones de su hijo y cuando los dos se quedaron solos le dijo que había llegado la embajada de Isabel.

-No podríamos recibir mejor noticia -expresó-. Me es imposible imaginar alianza alguna que hubiera dado mayor placer a vuestra madre.

-Isabel... -caviló Fernando-. Me han dicho que es bien parecida, aunque un poco mayor que yo.

-Un año. ¿Qué es un año, a vuestra edad?

-No mucho, probablemente. Pero además, entiendo que es mujer de voluntad propia.

Juan lo miró, riendo.

-A vos os tocará adueñaros de su voluntad. De ¡o que estamos seguros es de que está muy dispuesta a amaros. Ha rechazado a muchos pretendientes y en cada una de esas ocasiones ha declarado que era vuestra prometida.

-Ha de ser fiel, entonces -conjeturó Fernando.

-Pero hay condiciones -prosiguió Juan-. Al parecer, los castellanos creen que nos confieren un gran honor al entregarnos la mano de su futura reina.

-¡Un honor! -exclamó acaloradamente Fernando-. Pues, ¡de-bemos hacerles entender que nosotros somos de Aragón!

-Ay, Aragón. Triste es, en este momento, el estado de Aragón. Que me lleve el diablo, hijo, si sé cómo prepararos dignamente para vuestra boda. Pero consideremos con calma este asunto y no disputemos con Castilla. Dejemos que por ahora crean que nos confieren realmente un gran honor. Debemos conseguir que se celebre con prontitud el matrimonio y luego demostraréis vos a Isabel que sois el amo y señor.

-Eso haré -prometió Fernando-. Me han contado que es hermosa, pero altanera. Y un poco gazmoña -sonrió-, pero ya le enseñaré yo a dejar de lado su gazmoñería.

-Habéis de recordar que no es una moza de taberna.

-Claro que no, pero tal vez las mozas de taberna no difieran tanto de las reinas en algunos aspectos.

-No quisiera que nadie oyera tales observaciones y se las transmitiera a Isabel, de modo que tened cuidado. Y ahora, escuchadme. Isabel es evidentemente una joven decidida y os lleva

un año de ventaja. En cuanto a vos, pese a vuestra poca edad, habéis estado en batalla y habéis llevado, en alguna medida, la vida del soldado. Y aunque ella ha vivido una vida de retiro, ello no debe induciros en error: la han educado para ser reina. Las condiciones del acuerdo matrimonial son éstas; debéis vivir en Castilla y no salir de allí sin el consentimiento de Isabel.

-¡Qué! -interrumpió Fernando-. Pero eso será como ser su esclavo.

-Un momento, hijo mío. Pensad en las riquezas de Castilla y de León, y pensad luego en nuestro pobre Aragón. Llegado el momento, vos seréis el amo, pero al principio es posible que debáis mostraros algo más humilde de lo que desearíais.

-Está bien -asintió Fernando-. ¿Qué más?

-No habéis de adueñaros de propiedades que pertenezcan a la corona, ni hacer designaciones sin consentimiento de vuestra esposa. Juntamente firmaréis todo decreto que sea de naturaleza pública, pero Isabel asignará personalmente las prebendas eclesiásticas.

Fernando sonrió, burlón.

-Y la ayudaréis en todas las formas posibles, en la guerra contra los moros -prosiguió su padre.

-Eso haré con todas mis fuerzas, y de todo corazón.

-Debéis respetar al rey actual, y no reclamar que nos sean devueltas las propiedades castellanas que antaño nos pertenecieron.

-Pues sí que hace un trato favorable, esta Isabel.

-Aporta también una excelente dote, y además, es la heredera de Castilla. Hijo mío, a vuestra madre y a mí nos costó mucho aseguraros la corona de Aragón. Ahora, Isabel viene a ofreceros Castilla.

-Entonces, padre, ¿aceptaremos estas condiciones?

-Con gran júbilo, hijo mío... aunque me parece que no se os ve tan complacido como deberíais estarlo.

-Paréceme que debemos humillarnos más de lo que yo quisiera.

Juan rodeó con un brazo los hombros de su hijo.

-Vamos, vamos, Fernando. No dudo de que no tardaréis en llevar la voz cantante. Sois un apuesto joven y recordad que

por más que sea la futura reina de Castilla Isabel no deja de ser una mujer.

Fernando rió alegremente, seguro de su capacidad para gobernar a Aragón, a Castilla... y a Isabel.

Isabel sabía que su situación era peligrosa, y que tarde o temprano el marqués de Villena se enteraría de la embajada a Aragón; sabía también que, si se descubría que la infanta había llevado las cosas tan lejos como para firmar un acuerdo con Aragón, Villena no se detendría ante nada con tal de evitar su casamiento con Fernando.

Villena y Enrique se habían dirigido al sur de Castilla para someter la última fortaleza de los rebeldes y, aprovechando la ausencia de ambos, Isabel se trasladó calladamente de Ocaña a Madrigal.

Allí fue recibida por el obispo de Burgos, cosa que la alarmó un tanto, porque el prelado era sobrino de Villena, y la princesa pensó que tal vez guardara más fidelidad al marqués que a su otro familiar, el arzobispo de Toledo.

No se equivocaba; sin pérdida de tiempo, el obispo envió a su tío Villena un mensajero para ponerlo al tanto de la llegada de Isabel.

«Hacedla vigilar», decía la respuesta de Villena, «sobornad a sus sirvientes y si descubrís que se ha puesto en contacto con Aragón informádmelo sin pérdida de tiempo.»

El obispo estaba ansioso por servir a su poderoso tío, y no pasó mucho tiempo sin que los sirvientes que rodeaban a Isabel hubieran recibido ofrecimientos de soborno para informarle sobre las actividades de la infanta; muchas de las cartas que ésta escribía pasaron por las manos del obispo de Burgos antes de ser enviadas a sus destinatarios.

No pasó, por consiguiente, mucho tiempo sin que el obispo supiera hasta dónde habían llegado las cosas entre Isabel y Fernando.

Villena, furioso, echaba chispas en contra de Isabel. -Ahí tenéis a vuestra piadosa hermana -recriminó a Enrique-.

Hace votos de que no se casará sin vuestro consentimiento, pero tan pronto como le volvemos la espalda, se pone en comunicación con Aragón.

-También nosotros rompimos nuestra parte del acuerdo -sugirió tímidamente Enrique.

Villena hizo chasquear los dedos.

-Lo que podemos hacer ahora es encarcelarla -exclamó-. Fue una estupidez no haberlo hecho antes.

-Pero lo intentamos -le recordó Enrique- y el pueblo de Ocaña nos lo impidió. Me temo que Isabel tenga, como lo tenía Alfonso, ese algo que les gana la lealtad del pueblo.

-¡La lealtad del pueblo! -se burló Villena-. Ya la pondremos donde no pueda apoyarse en ella y donde el galante Fernando no pueda rescatarla. Daremos órdenes inmediatamente para que el arzobispo de Sevilla se dirija a Madrigal, llevando consigo una fuerza suficiente para apoderarse de ella y hacerla nuestra prisionera.

-¿Y qué sucederá con el pueblo de Madrigal? ¿Acaso no se opondrán, como los de Ocaña, a que hagamos de Isabel nuestra prisionera?

-Les advertiremos que en caso de que se opongan al arresto provocarán nuestra cólera. Los asustaremos de tal manera que no se atreverán a ayudarla,.

Enrique parecía preocupado.

-No olvidemos que es mi hermana.

-Alteza, ¿estáis dispuesto a dejar este asunto en mis manos?

-Como siempre, amigo mío.

Cuando le anunciaron que el principal ciudadano del pueblo de Madrigal pedía ser llevado a su. presencia, Isabel lo recibió inmediatamente.

-Alteza -expresó el visitante-, vengo en nombre de mis conciudadanos. Estamos en gran peligro, tanto nosotros como Vuestra Alteza. Hemos recibido del rey la información de que estáis a punto de ser arrestada, y de que, en caso de que intentemos ayudaros, seremos castigados. Vengo pues, a advertiros que intentéis escapar, porque era vista de semejantes amenazas los ciudadanos de Madrigal no nos atrevemos a ayudaros.

Graciosamente, Isabel le agradeció la advertencia y mandó a buscar a dos de sus servidores en quienes sabía que podía confiar sin reservas.

-Quiero que os hagáis portadores de dos mensajes míos -les dijo-: uno para el arzobispo de Toledo y el otro para el almirante Enríquez. Se trata de un asunto de la mayor urgencia y no hay un segundo que perder. Partiréis en seguida y cabalgaréis sin descanso.

Tan pronto como hubieron partido los mensajeros, Isabel envió a un paje en busca de Beatriz y de Mencia. Llegadas éstas a su presencia, les anunció con calma:

-Nos vamos de Madrigal. Quiero que vosotras salgáis antes que yo; id a Coca, que no está lejos, y esperadme allí.

Beatriz estuvo a punto de protestar, pero había ocasiones en que Isabel le recordaba que su señora era ella, y en esos casos Beatriz advertía rápidamente su intención.

Un poco dolidas, las dos damas de honor se retiraron; Isabel se quedó inquieta mientras no supo que habían partido. Sabía que si el arzobispo de Sevilla llegaba a arrestarla, tomaría también prisioneras a sus amigas y confidentes, y deseaba que Beatriz y Mencia estuvieran a salvo aunque no pudiera salvarse ella.

En Coca, Beatriz y Mencia estarían seguras, pero la infanta no. Isabel necesitaba de la firme protección de hombres armados.

Empezó entonces la ansiosa vigilia; Isabel esperaba en la ventana. No tardaría en oír el ruido de las caballerías que se acercaban, y los gritos de los hombres, y era posible que todo su futuro dependiera de los acontecimientos de ese día. Isabel no sabía qué podía sucederle si caía en manos del arzobispo de Sevilla. Entonces sería prisionera del rey -o más exactamente, de Ville-na-, y la infanta no creía que le fuera fácil recuperar la libertad.

¿Qué le reservaría entonces el futuro? ¿Un matrimonio forzado? ¿Con Alfonso de Portugal, tal vez? ¿Con Ricardo de Glou-cester? De alguna manera iban a librarse de ella y querrían desterrarla, ya fuera a Portugal o a Inglaterra. ¿Y si Isabel se negaba?

¿Se repetiría el antiguo modelo familiar? Alguna mañana, ¿la encontrarían sus doncellas como sus servidores habían encontrado a Alfonso?

¿Y Fernando? ¿Qué pasaría con él? Había aceptado ansiosa-

mente el acuerdo matrimonial e Isabel estaba segura de que, lo mismo que ella, comprendía la gloria que podía surgir de la unión de Castilla y Aragón. Pero una vez que Isabel cayera en manos del arzobispo de Sevilla, una vez que Villena fuera dueño de su destino, eso significaría el fin de todos sus sueños y sus esperanzas.

En ese estado de ánimo esperaba la infanta.

Finalmente, oyó lo que su oído acechaba y después... lo vio. Ahí estaba, orgulloso, el arzobispo de Toledo, ahora su fiel servidor, dispuesto a arrebatarla bajo las narices mismas del obispo de Burgos, desbaratando así su intención de entregársela a su tío Villena.

Oyó de nuevo la voz, resonante.

-Conducidme ante la princesa Isabel.

Su silueta se alzó ante ella.

-Alteza, tenemos poco tiempo que perder. Tengo soldados abajo. Son suficientes para asegurar que podamos salir de aquí sanos y salvos, pero sería mejor si partiéramos antes del arribo de las tropas de Sevilla. Venid con toda rapidez.

Así fue como Isabel y su escolta se fueron de Madrigal, muy poco antes de que llegara el arzobispo de Sevilla, sólo para enterarse de que su presa había desaparecido.

-¡Adelante! -tronó Alfonso Carrillo, arzobispo de Toledo y en lo sucesivo el más firme partidario de Isabel-. Rumbo a Va-lladolid, donde podemos estar seguros de la leal bienvenida que se tributará a la futura reina de Castilla.

Fue una alegría para Isabel ser recibida con aclamaciones por los ciudadanos de Valladolid y saber que allí la consideraban su futura reina.

Pero una vez terminado el triunfante desfile, el arzobispo vino a hacerle presente lo que la infanta ya sabía: que no era momento para demoras.

-Conozco a mi sobrino, el marqués de Villena -explicó el arzobispo-. Es hombre de muchos recursos, y astuto como un zorro. Sería para mí un placer hacerle frente en el campo de batalla, pero no quisiera tener que desafiar su retorcida diplomacia. Hay una sola cosa que en este momento debemos hacer sin pérdida de tiempo y es acelerar el matrimonio.

-Dispuesta estoy a que nos demos prisa -le aseguró Isabel.

-Entonces, Alteza, despacharé inmediatamente enviados a Zaragoza, y esta vez informaremos a Fernando que es indispensable que acuda sin dilación alguna a Castilla.

-Que así se haga -asintió Isabel.

Al enterarse de que Isabel se le había escapado Villena se puso furioso.

-Pensar -se decía- que se lo debo a mi propio tío.

Después se rió, con una risa en la que vibraba una nota de orgullo.

Seguro que el viejo pícaro habría de llegar antes que ese tonto de Sevilla, díjose, divertido al pensar que incluso estando, como estaban, en lados opuestos, eran los miembros de su familia los que decidían el destino de Castilla.

Luego fue a hablar con el rey.

-Conozco a mi tío y puedo jurar que lo primero que hará será traer a Fernando a Castilla. Hará que se case con Isabel y de ese modo tendremos en contra no sólo a los partidarios de Isabel, sino también a Aragón. Además, una vez que se haya casado, perdemos la esperanza de librarnos de ella. Es indispensable que Isabel y Fernando no se encuentren jamás.

-Pero, ¿cómo podremos evitarlo?

-Tomando prisionero a Fernando tan pronto como ponga los pies en Castilla.

-¿Podéis hacer tal cosa? ¿Cómo?

-Alteza, debemos hacerlo. Formulemos nuestros planes. Fernando llegará por la ciudad fronteriza de Osma, donde recibirá la ayuda de Medinaceli. Eso es lo que él cree. Pero debemos asegurarnos de que Medinaceli sea partidario nuestro... no de Isabel.

-Eso no será fácil -señaló el rey.

-Ya lo conseguiremos -aseguró Villena, entrecerrando los ojos-. Amenazaré a nuestro amigo el duque de Medinaceli con las penalidades más crueles si se atreve a ayudar a Fernando. Os aseguro, Alteza, que el duque será uno de nuestros informantes, y que tan pronto como Fernando llegue, lo sabremos. El rey y la reina de Aragón llegaron a muchos extremos para hacer de él el

heredero de la corona y a no menos extremos hemos de llegar para asegurarnos que jamás se acerque a la de Castilla. Doy por supuesto que cuento con la autorización de Vuestra Alteza para ocuparme del duque de Medinaceli...

-Haced lo que queráis, pero ¡cuánto me alegraré el día que todas estas luchas se acaben!

-Dejad el asunto en mis manos, Alteza. Una vez que hayamos doblegado a nuestra altanera Isabel... y la hayamos despachado a Portugal o... a donde fuere... entonces, os prometo que tendremos paz en esta tierra.

-Ruego a los santos que sea así sin tardanza -suspiró Enrique.

A la llegada de la embajada a Zaragoza el rey Juan de Aragón se encontró en un brete.

Envió a buscar a Fernando.

-Se han complicado las cosas -le dijo-. He sabido por el arzobispo de Toledo que Villena se ha propuesto impedir el matrimonio y el arzobispo teme que lo consiga a menos que la ceremonia se celebre con prontitud. Me sugiere que debéis partir inmediatamente hacia Valladolid.

-Pues bien, padre, estoy dispuesto.

Juan de Aragón gimió.

-Hijo mío, ¿cómo podréis ir a Castilla como novio de Isabel si en el tesoro no hay más que trescientos enriques? Haríais lamentable figura.

-No puedo ir como un mendigo, padre -asintió con gravedad Fernando.

-Pues no sé de qué otra manera podríais ir. Yo abrigaba la esperanza de tener un respiro que me permitiera conseguir el dinero necesario para vuestro viaje. He de haceros rey de Sicilia para que entréis en Castilla con la dignidad de rey, ¿cómo enviaros sin la pompa necesaria, sin el atuendo adecuado y todo lo que podáis necesitar para vuestra boda?

-Entonces, debemos esperar...

-Pero una demora podría significar que perdiéramos a Isabel. Villena está empeñado con todo su poder en evitar ese matrimonio. Creo que su plan es dejar a Castilla libre de Isabel... tal vez mediante una boda, o quizá por otros métodos y, sin duda, po

ner en lugar de ella a la Beltraneja. Hijo mío, es posible que os signifique una lucha llegar hasta Isabel... -Juan se detuvo y una sonrisa apareció en su rostro-. Escuchad, Fernando, creo que tengo la solución para nuestro problema. Escuchadme, que os lo diré brevemente para que después sometamos este plan a un consejo secreto.

-Ansioso estoy de oír lo que proponéis, padre -respondió Fernando.

-Será peligroso para vos cruzar la frontera en Guadalajara. Esa zona es propiedad de la familia Mendoza, que como bien sabéis, apoya a la Beltraneja. Si viajarais como corresponde a vuestra condición, con la embajada, los nobles y vuestros sirvientes, os sería imposible atravesar la frontera sin ser advertido. Pero, ¿qué diríais, hijo mío, de hacerlo con un grupo de mercaderes, y disfrazado como si fuerais uno de sus sirvientes? Os garantizo que de esa manera podríais llegar a Valladolid sin ser molestado.

Fernando frunció la nariz con disgusto.

-¡Disfrazado de sirviente, padre!

Juan rodeó con un brazo los hombros del joven.

-Es la solución -insistió-. Debéis recordar, Fernando, que lo que está en juego es un reino. Y ahora que lo considero, creo que es la única forma en que podéis abrigar la esperanza de llegar, sano y salvo, a reuniros con Isabel. Además, ¡pensad! Es un plan que nos da la excusa que necesitábamos. Desatinado sería equiparos como a un rey, si habéis de viajar como el lacayo de un mercader.

Tan pronto como el tabernero recibió al grupo de mercaderes, le llamó la atención su lacayo: el muchacho tenía aire de insolencia y era evidente que se sentía superior a la situación en que estaba,

-Oye, muchacho -lo llamó, mientras los mercaderes eran conducidos hacia su mesa-, tendrás que ir a los establos a ocuparte de que a las muías de tus amos- no les falten el agua y el pienso.

Los. ojos del arrogante joven relampaguearon, y durante un momento el tabernero pensó que su actitud era la de quien está a punto de sacar la. espada... si la tuviera.

Uno de los mercaderes intervino.

-Dejad, buen hombre, que vuestros mozos se ocupen de las muías, y les den agua y pienso mientras nosotros nos sentamos a la mesa. Queremos que nuestro sirviente esté aquí para atendernos.

-Como os plazca, mis buenos señores.

-Traednos los platos -prosiguió el mercader-, que de lo demás se ocupará nuestro sirviente. Quisiéramos que nos dejaran comer nuestra comida en paz, pues que tenemos que hablar de negocios.

-Sólo estoy para serviros, señores.

Cuando el posadero se hubo retirado, Fernando sonrió burlo-namente.

-Me temo que no hago un lacayo muy convincente.

-Si se tiene en cuenta que es un papel que jamás habíais representado, Alteza, lo estáis haciendo muy bien.

-Sin embargo, tengo la sensación de que este hombre me con-sidera un sirviente nada habitual, y eso es algo que debemos evitar. Me alegraré de que todo esto termine, porque es un papel que no me sienta.

Fernando tocó con disgusto la áspera tela de su jubón de sirviente. Era lo bastante joven como para envanecerse de su apariencia personal, y como durante toda su vida había vivido en el temor de perder su herencia, su dignidad le era especialmente cara. Era menos filósofo que su padre, y menos capaz de digerir la indignidad que significaba para él tener que entrar furtivamente en Castilla, como un mendigo. Había tenido que aceptar el hecho de que la importancia de Castilla y León era mayor que la de Aragón, y se le hacía difícil admitir que él, en su condición de hombre y de futuro esposo, tuviera que ocupar el segundo lugar, después de la que sería su mujer.

Las cosas no debían seguir siendo así, se decía, una vez que Isabel y él se hubieran casado.

-Esta mascarada no habrá de prolongarse durante mucho tiempo, Alteza -le aseguraron-. Cuando lleguemos al castillo del conde de Treviño, en Osma, ya no será necesario que sigáis viajando tan innoblemente. Y Treviño nos espera para darnos la bienvenida.

-Pues me consume la impaciencia por llegar a Osma.

El tabernero había regresado, precediendo a un sirviente que les traía una gran fuente humeante de olla podrida. El guisado olía bien, y durante un momento los hombres lo olfatearon con tal avidez que Fernando, que había estado apoyado en la mesa, conversando con los mercaderes, se olvidó por completo de adoptar su actitud de sirviente.

El posadero se quedó tan sorprendido que se detuvo y se quedó mirándolo.

Inmediatamente, el muchacho comprendió que se había traicionado e intentó fingir una actitud de humildad.

-Espero que el tabernero no sospeche que no somos lo que pretendemos -comentó cuando él y sus amigos volvieron a quedarse a solas.

-Si se muestra demasiado curioso, Alteza, ya nos ocuparemos de él.

Al oír estas palabras, Fernando señaló que sería mejor que dejaran de darle el tratamiento de Alteza mientras no terminaran el viaje.

Mientras todos estaban comiendo, uno de los hombres levantó repentinamente la vista y alcanzó a ver en la ventana un rostro que desapareció inmediatamente, de manera que no estaba seguro de si se trataba del tabernero o de uno de sus sirvientes.

-¡Mirad hacia la ventana! -advirtió en voz baja, pero los otros ya no llegaron a verlo.

Cuando explicó lo sucedido, la inquietud se apoderó de todo el grupo.

-Creo que no cabe duda de que les resultamos sospechosos -señaló Fernando.

-Pues yo voy a cortarles el pescuezo a ese entremetido del tabernero y a todos sus sirvientes -gritó uno de los miembros de la banda.

-Eso sí que sería una locura -le hizo notar otro-. Tal vez aquí muestren ese mismo tipo de curiosidad ociosa hacia todos los viajeros. Comed lo más rápido que podáis, y partamos. Bien puede ser que alguien haya enviado ya un mensaje a nuestros enemigos para advertirles que hemos llegado a esta posada.

-No es posible que adviertan nada raro en un grupo de co-

merciantes... No, es curiosidad y nada más, amigos. Comamos en paz.

-Sí, comamos, ciertamente -asintió Fernando-, pero será peligroso que nos demoremos. Es indudable que mi actitud nos ha traicionado. Salgamos de aquí lo antes posible. Pasaremos la noche fuera, o bien en alguna otra posada que nos parezca... pero no aquí.

Comieron presurosamente y en silencio, y después tino del grupo llamó al posadero para pedir la cuenta.

Al salir de la posada siguieron cabalgando; no era mucha la distancia que habían recorrido cuando empezaron a reírse de sus temores. El tabernero y sus servidores eran unos zoquetes que nada podían saber de que el heredero de Aragón llegaba a Castilla y todos ellos se habían atemorizado sin causa alguna.

-¡Que pasemos la noche fuera! -exclamó Fernando-. Por cierto que no. Ya encontraremos una posada y pasaremos en ella una noche de sueño reparador.

De pronto, el hombre que había pagado al posadero exhaló un grito de desaliento.

-¡La bolsa! -clamó-. Debo habérmela dejado sobre la mesa de la posada.

El desánimo se apoderó de todos, ya que la bolsa contenía el dinero necesario para afrontar los gastos del viaje.

-Debo volver en su busca -expresó el hombre.

Se hizo un corto silencio, y después volvió a hablar Fernando.

-¿Y si realmente hubieran sospechado? -preguntó-. ¿Si os tomaran prisionero? No; ya estamos muy lejos de aquella posada. Seguiremos adelante, aunque no tengamos dinero. Castilla es un galardón demasiado importante para perderlo por recuperar unos pocos enriques.

Era bien entrada la noche cuando llegaron junto a las murallas del castillo de Treviño.

En el interior del castillo reinaba la tensión.

El conde había dado sus instrucciones.

-Debemos estar preparados para un ataque de nuestros enemigos, que nos saben partidarios de Isabel, y no ignoran que ofreceremos abrigo al príncipe de Aragón cuando pase por aquí,

camino de Valladolid. Bien puede ser que los hombres del rey intenten atacar el castillo y adueñarse de él para ser ellos, y no nosotros, quienes se encuentren aquí a la llegada de Fernando. Por consiguiente, manteneos alertas y no dejéis entrar a nadie. Guardad bien el puente levadizo y estad preparados en las murallas con vuestros proyectiles.

Así fue como, a la llegada de Fernando y sus acompañantes, en el castillo estaban armados hasta los dientes.

Los viajeros venían agotados, ya que habían cabalgado durante toda la noche y el día siguiente sin tener el dinero necesario para una comida; cuando llegaron ante las puertas del castillo Fernando dejó escapar un grito de alegría.

-¡Abrid! -exclamó-. ¡Abridnos sin demora!

Pero uno de los guardias que los observaban desde las murallas almenadas, decidido a defender el castillo ante los enemigos del conde, creyó que los que estaban abajo eran hombres del rey.

Por eso empujó uno de los enormes guijarros que con esa intención habían sido colocados en las almenas y lo dejó caer, con el propósito de matar al hombre que se había separado un poco del grupo.

El hombre no era otro que Fernando, y el cálculo del guardia había sido exacto: la enorme piedra se precipitó sobre él.

-¡Alteza! -gritó uno de sus hombres, que lo observaba, y el tono de urgencia de su voz era tan cortante que Fernando, alertado, se apartó de un salto.

La advertencia le había llegado justo a tiempo: la piedra cayó exactamente en el lugar donde él había estado. El heredero de Aragón había escapado de la muerte por muy poco.

-¿Es ésta la bienvenida que nos prometisteis? -vociferó Fernando, sorprendido y colérico-. Tras largo viaje con este disfraz llego donde vosotros, yo, el príncipe de Aragón, y después de haberme prometido socorro, ¡hacéis todo lo posible por matarme!

La consternación invadió el castillo. Se encendieron antorchas y en las almenas aparecieron rostros que atisbaban.

Gritos y crujidos acompañaron el descenso del puente levadizo, y el conde de Treviño en persona se adelantó presuroso a arrodillarse ante Fernando, pidiéndole perdón por el error que

tan fácilmente podía haber hecho que toda la empresa terminara en tragedia.

-Tendréis mi perdón tan pronto como nos deis de comer -le aseguró Fernando-. Mis hombres y yo nos morimos de hambre.

El conde impartió a sus servidores las órdenes necesarias, y el grupo de visitantes atravesó el puente y penetró en el enorme vestíbulo. Allí, sentados a una mesa cargada de vituallas que para ellos habían preparado, los viajeros se repusieron mientras recordaban, riendo, sus aventuras. La parte más peligrosa del viaje había terminado. Al día siguiente volvería a partir en compañía de una escolta armada que, por orden de Isabel, les facilitaría el conde de Treviño. De allí se dirigirían a Dueñas, donde Fernando dejaría su papel de humilde lacayo y donde se encontraría con muchos nobles anhelantes de unirse a su causa, ansiosos de acompañarlo a Valladolid, a reunirse con Isabel.




EL MATRIMONIO DE ISABEL

En la casa de Juan de Vivero, la más encumbrada de Va-lladolid, que había sido puesta a su disposición cuando Isabel entró triunfante en la ciudad, la infanta esperaba.

Pensaba que ése era, hasta aquel día, el momento más importante de su vida. Durante años Isabel había soñado casarse con Fernando y, de no ser por su propia determinación, se habría visto ya hacía tiempo forzada a contraer otro matrimonio. Ahora Fernando estaba a escasa distancia de allí y esa misma noche lo vería ante ella.

No le resultaba fácil dominar su emoción. Pero debía mantener la calma; debía recordar que no era simplemente una princesa de Castilla: era su futura reina.

Aportaría una excelente dote a su marido y eso la tranquilizaba. Pero, a pesar de su dignidad y de su posición, tenía un motivo de incertidumbre: se preguntaba si sería atractiva para Fernando, porque quería que el matrimonio fuera perfecto. No se trataba solamente de lograr la fusión de Castilla y Aragón para hacer una España más fuerte, una España cristiana; su unión debía ser también el matrimonio de dos personas cuyos intereses y afectos debían entretejerse al punto de convertirlas en una sola.

Ese segundo factor era el causante de la ansiedad de Isabel.

Yo sé que amaré a Fernando, se decía la infanta, pero ¿cómo puedo estar segura de que él también me amará?

Aunque fuera un año menor que ella, su prometido había llevado la vida de un hombre; en cambio Isabel, por más que la hubieran preparado para entender los asuntos de estado, había llevado la vida retirada que había sido indispensable para no contaminarse de la licenciosa corte de su hermano.

El almirante y el arzobispo le habían hablado con gran seriedad de la manera de encarar la entrevista.

-No olvidéis -habíale advertido el arzobispo- que en tanto que él solamente puede haceros reina de Aragón, vos le ofrecéis las coronas de Castilla y de León. ¿Qué es Aragón, comparada con León y Castilla? Jamás debéis permitirle olvidar que vos aportáis a este matrimonio más de lo que aporta él, que vos seréis la reina y que su título de rey será simplemente de cortesía.

-No creo -se opuso suavemente Isabel- que un matrimonio como éste deba empezar con una lucha por el poder.

-Confío -declaró tercamente el arzobispo- en que no os dejéis dominar por su apostura.

-Confío -replicó Isabel con una sonrisa- en encontrar algún placer en ella.

El arzobispo la observó con seriedad. Grande era su admiración por ella, y tal era la razón de que hubiera decidido darle su apoyo, pero quería que la infanta recordara que él era, en gran medida, responsable de que ella se encontrara en la posición en que estaba, y que entendiera que, si quería seguir contando con su cooperación, debía prestar atención a sus consejos... y seguirlos.

Alfonso Carrillo no tenía la menor intención de permitir que sobre Fernando recayera demasiado poder, ni que el príncipe de Aragón ocupara, como principal asesor de Isabel, el lugar que había tenido él, el arzobispo de Toledo.

-Podría ser aconsejable -siguió diciendo- que se exigiera a Fernando algún acto de homenaje, simplemente como reconocimiento de que, en lo tocante a Castilla y León, la posición de él es inferior.

Isabel sonreía, pero habló con voz firme.

-No estoy dispuesta a exigir un homenaje tal a mi marido -declaró.

Cuando se separó de ella para prepararse a recibir a Fernando, que en breve llegaría de Dueñas con una pequeña escolta de cuatro hombres, el arzobispo no se sentía del todo satisfecho.

Era medianoche cuando Fernando llegó a la casa de Juan de Vivero.

Vestido con ropa que le habían prestado, no llegaba ya como lacayo de los mercaderes, sino como rey de Sicilia.

El arzobispo le dio la bienvenida; cuando ambos se encontra-

ron, Fernando se alegró de que su avisado padre hubiera tenido la previsión de concederle el título de rey: en el arzobispo de Toledo había una arrogancia que no pasó inadvertida para Fernando, quien se preguntó si ese hombre no habría impartido a Isabel la misma cualidad. Sin embargo, en el momento mismo en que se le ocurría esa idea, Fernando sonrió. Él sabía cómo arreglárselas con las mujeres... e Isabel, por más heredera de Castilla y de León que fuera, era una mujer.

-La princesa Isabel os espera -díjole el arzobispo-, y me ha encargado que os conduzca a su presencia.

Fernando inclinó la cabeza y el prelado lo guió hacia las habitaciones de Isabel.

-Su Alteza, don Fernando, rey de Sicilia y príncipe de Aragón.

Isabel se puso de pie y durante unos segundos permaneció inmóvil, estremecida por la fuerza de sus emociones.

Ahí estaba Fernando, en carne y hueso, su sueño convertido en realidad, tan apuesto como ella se lo había imaginado... pero no, más aun, se apresuró a decirse; pues ¿cómo podía ninguna persona, imaginaria o real, compararse con el gallardo joven que estaba ahora de pie ante ella?

¡Fernando, con sus diecisiete años, con el pelo rubio y la piel bronceada por los efectos del aire y del sol, hombre adulto en su físico, esbelto y perfectamente proporcionado! Tenía la frente amplia y despejada, la expresión alerta; y era todavía demasiado joven y demasiado virgen como para que esa vivacidad pudiera ser interpretada como codicia.

Isabel se sintió invadida por la alegría: el Fernando que se erguía ante ella parecía salido directamente de sus sueños.

Y era cortés, además; le tomó la mano, inclinándose reverente sobre ella. Después, levantó los ojos hasta el rostro de su prometida y una sonrisa brilló en ellos, ya que tampoco a él le desagradaba lo que veía.

Una mujer joven, más bien alta, de cutis tan terso como el suyo, y con un resplandor rojizo en el cabello que resultaba encantador. Y lo que más le agradó fue esa gentileza, esa dulce expresión de los ojos azules.

Era encantadora Isabel... tan agradable, tan joven... tan maleable, pensó Fernando.

Ebrio de juventud, se prometió que muy pronto sería el dueño y señor de Castilla, de León... y de Isabel.

-Con todo mi corazón os doy la bienvenida -lo saludó ella-. Y Castilla y León os dan la bienvenida. Mucho tiempo hace que esperamos vuestra llegada.

Fernando, que había conservado en la suya la mano de ella, se inclinó con gesto rápido a besarla con una pasión que hizo subir un débil tinte a las mejillas de su prometida y le llenó de destellos los ojos.

-Ojalá -murmuró- hubiera venido hace meses... hace años...

Los dos juntos se dirigieron hacia las dos ornamentadas sillas que habían sido dispuestas una junto a la otra, a manera de tronos.

-Habéis tenido un viaje arriesgado -interrogó Isabel, y cuando él le habló de sus aventuras en la posada y del episodio en el castillo del conde de Treviño, la princesa se puso pálida al pensar en lo que tan fácilmente podía haberle sucedido.

-Pero eso no tiene importancia -le aseguró Fernando-, Aunque vos no lo sepáis, más de una vez he afrontado la muerte, junto a mi padre, en el campo de batalla.

-Pero aquí, ahora, estáis seguro -respondió Isabel, en cuya voz vibraba una nota de euforia. Sentía que su matrimonio había sido dispuesto por el Cielo y que en la tierra nada había capaz de impedir que se celebrara.

El arzobispo, que de pie junto a ellos escuchaba la conversación, empezó a impacientarse.

-El matrimonio -les recordó- no es todavía un hecho. Incluso ahora nuestros enemigos seguirán haciendo todo lo que esté a su alcance para impedirlo. Es menester celebrarlo cuanto antes y yo os sugiero que no esperéis más de cuatro días.

Fernando dirigió a Isabel una mirada apasionada que ella, tomada de sorpresa por la perspectiva de que el matrimonio se celebrara en forma tan inmediata, le devolvió.

-Es necesario -prosiguió el arzobispo- que sin demora os comprometáis solemnemente. Tal es la causa de que Vuestra Alteza haya debido llegar a Valladolid a hora tan avanzada.

-Entonces -declaró Isabel- hagámoslo sin pérdida de tiempo.

El arzobispo los declaró solemnemente comprometidos y

allí, en presencia de los escasos testigos, Isabel y Fernando unieron ceremoniosamente sus manos.

Así será, hasta que la muerte nos separe, decíase la infanta, que se sentía invadida por una felicidad mucho mayor que ninguna que hasta entonces hubiera conocido.

Había gran actividad en la casa de Juan de Vivero, donde había de celebrarse el matrimonio entre la heredera de la Corona de Castilla y el heredero de la Corona de Aragón.

Todo debía hacerse con la máxima prisa. Era muy escaso el tiempo disponible para preparativos, ya que en cualquier momento podían verse interrumpidos por los soldados del rey, llegados para impedir ese matrimonio que, según Villena, no debía celebrarse.

Isabel se encontraba alternativamente entre el éxtasis y la angustia.

Cuatro días le parecían tan largos como cuatro semanas; cada vez que se producía una conmoción en el patio, que un grito se elevaba desde abajo, la infanta se estremecía de miedo.

Aparte del hecho de que en cualquier momento podían llegar los partidarios de su medio hermano, había otras causas de angustia: ella tenía muy poco dinero y Fernando ninguno. ¿Cómo podían celebrar el matrimonio sin dinero?

Y se trataba del matrimonio más importante de España.

Eso exigía una celebración, pero ¿cómo podían adornar la casa, cómo podían ofrecer un banquete, sin dinero?

No había más que una respuesta: debían conseguirlo prestado.

No era un comienzo muy feliz, pensaba Isabel.

Fue un problema que no pudo tratar con Fernando porque, después del primer encuentro a medianoche y del solemne compromiso, el príncipe había regresado a Dueñas para esperar allí el momento de entrar en Valladolid como novio de Isabel, en la ceremonia pública.

Pero el dinero, llegado el momento se consiguió sin dificultad.

Isabel es la heredera de Castilla y de León, se dijeron muchos de aquellos a quienes les fue planteado el problema. Un día será

reina y no olvidará a quienes le facilitaron el dinero para su boda.

Había, sin embargo, un mayor motivo de preocupación.

Como entre Isabel y Fernando había cierto grado de consanguinidad, antes de que pudieran casarse sería necesario conseguir una dispensa papal.

La dispensa no había llegado aún, de modo que Isabel acudió al arzobispo de Toledo.

-Me temo que habremos de postergar el matrimonio -le dijo.

-¡Postergar el matrimonio! -clamó, atónito, el arzobispo-. Es imposible. Puedo deciros sin lugar a dudas que, si lo postergamos, jamás se celebrará. Vuestro hermano y mi sobrino se ocuparán de que nunca podamos estar más próximos a celebrarlo que ahora.

-Hay una cosa de la mayor importancia que habéis olvidado y es que no nos ha llegado aún la dispensa papal.

Aunque el arzobispo se sintió realmente alarmado, procuró disimularlo. No estaba seguro de que fuera posible conseguir una dispensa del papa, que era amigo de Enrique y de Villena.

-Y si el papa os negara la dispensa, ¿os casaríais con Fer-nando? -indagó cautelosamente.

-Sería imposible -respondió Isabel-. ¿Cómo- podríamos casarnos sin ella?

-El matrimonio sería válido.

-Pero seríamos censurados por la Santa Iglesia. ¿Qué esperanza podríamos tener de que nuestro matrimonio fuera un éxito si empezáramos oponiéndonos a los cánones eclesiásticos?

El arzobispo guardó silencio al percibir ese nuevo aspecto del carácter de Isabel. Siempre la había conocido como devota, pero también otros eran1 devotos... por lo menos, iban regularmente a misa y no ignoraban los dogmas de la Iglesia. Pero, ¿quién habría de permitir que las reglas de la Iglesia obstaculizaran el cumplimiento de sus deseos? Isabel, aparentemente.

Con toda premura, Alfonso Carrillo tomó una decisión.

-No temáis -la tranquilizó-, que la dispensa nos llegará a tiempo. He puesto al tanto de nuestra urgencia a todos los interesados.

-No sé qué haría yo sin vos, amigo mío -musitó Isabel.

El arzobispo le devolvió la sonrisa, esperando que ella recae-

dará esas palabras y jamás tratara de despojarlo de su poder para concedérselo a Fernando.

En sus habitaciones, el arzobispo estaba escribiendo. Lo hacía lentamente y con grandísimo cuidado.

Cuando terminó, dejó la pluma para observar atentamente lo escrito.

Era una dispensa perfecta. A Isabel jamás se le ocurriría que no hubiera llegado del papa.

El arzobispo se encogió de hombros.

Había veces en que la osadía de los hombres debía hacerse cargo de las cosas. El tenía que guiar a la heredera de Castilla y de León por la senda que Isabel debía recorrer, y esa senda pasaba por el matrimonio con Fernando. Y si Isabel era demasiado escrupulosa respecto de su obligación hacia la Iglesia era preciso recurrir a un pequeño engaño.

El arzobispo arrolló el pergamino y se dirigió a las habitaciones de la infanta.

-Con gran júbilo vengo a anunciar a Su Alteza que ha llegado la dispensa.

-¡Oh, qué feliz me hace eso! -Isabel tendió la mano, y el arzobispo le entregó el rollo.

Se quedó mirándola con ansiedad mientras ella leía el documento, pero evidentemente su regocijo era demasiado para que se detuviera a estudiarlo con mucha atención.

Cuando Isabel se lo devolvió el arzobispo volvió a enrollar el pergamino.

-Qué maravilla -se admiró la princesa-, la forma en que uno a uno van desapareciendo los obstáculos en nuestro camino. Me temía yo que todavía a esta altura pudiera suceder algo que impidiera el matrimonio. El Santo Padre es muy amigo de mi hermano y del marqués y me angustiaba la idea de que se negara a darnos la dispensa. Pero Dios ha tocado su corazón y aquí la tenemos. Con frecuencia me parece que es por voluntad de Dios que Fernando y yo nos casamos, pues parecería que cada vez que nos vemos enfrentados con algún obstáculo que se nos presenta como insuperable, sucede algún milagro.

El arzobispo, que era hombre convencido de que, cuando la

Divina Providencia se olvida de enviar un milagro desde el Cielo, la astucia de los hombres puede sustituirlo por otro muy terrenal, inclinó piadosamente la cabeza.

Mucha gente se había reunido en el vestíbulo de la casa de Juan de Vivero a presenciar la ceremonia nupcial celebrada por el arzobispo de Toledo.

Aunque el recinto había sido adornado tan ricamente como les fue posible, la boda parecía más bien la de la hija de algún noble venido a menos. Parecía increíble que se tratara del casamiento de la futura reina de Castilla.

Era, sin embargo, lo mejor que se había podido hacer, con dinero prestado y con tanta prisa; y si faltaban el resplandor de las joyas y el crujido de los brocados, su ausencia perdía toda importancia ante la felicidad que irradiaban los rostros de los jóvenes novios.

Mirarlos era un goce: tan jóvenes, tan sanos, tan apuestos. Sin duda, decíanse los observadores, aquel apresurado matrimonio era el más novelesco que se hubiera realizado jamás en España. Y si le faltaban las celebraciones que por lo común anunciaban y acompañaban a tan significativas ceremonias, eso ¿qué importaba? Finalmente, Castilla y Aragón habíanse unido, y los pobladores de Valladolid se quedaron roncos de tanto gritar su júbilo cuando la |oven pareja salió de la casa de Vivero y más tarde, cuando almorzaron en público para que todo el pueblo pudiera verlos y ser testigo de la alegría que los embargaba al estar juntos.

Ese recíproco contentamiento no se amortiguó cuando les llegó el momento de quedar a solas.

Fernando con su experiencia de joven mundano, Isabel con cierta aprensión, pero ¡tan dispuesta a seguirlo donde él quisiera conducirla!

Fernando creía poder moldear según su voluntad a esa mujer, su Isabel, paragón de tantas virtudes, virginal a la vez que apasionada, dueña de increíble dignidad pero que ahora esperaba sus deseos.

-No sabía yo que tal fortuna pudiera ser mía -le dijo.

-Pues yo lo sabía -respondió Isabel, sonriéndole con su sonrisa lenta y dedicada, mientras pensaba en todas las vicisitudes de su vida, azarosa al punto de que sólo su coraje y su fe en el futuro habían hecho posible el triunfo sobre tan adversas circunstancias.

No, a Isabel no le sorprendía verse por fin casada con el hombre que había elegido, ni le maravillaba que él le prometiera ser todo lo que ella había esperado.

Creía firmemente que, desde siempre, todo había debido ser como era.

-Fernando -le dijo-, trabajaremos siempre los dos juntos. Seremos como uno solo. Todo lo que tengo es vuestro; todo lo que tenéis es mío. ¿No es esto una maravilla?

Fernando la besó con pasión creciente, asegurándole que así era en verdad, y tanto más cuanto que ella tenía para ofrecer mucho más que él.

-Isabel... esposa mía, amor mío -murmuró-. Que maravilla es, realmente, que además de toda vuestra belleza, de todas vuestras virtudes, sea vuestra también.., Castilla. Pero aunque no fuerais la futura reina de Castilla -agregó-, si no fuerais más que una moza de taberna, yo os amaría, Isabel. ¿Me amaríais vos si no pudiera yo ofreceros Aragón?

Al preguntarlo, no esperaba respuesta, tan seguro estaba de su capacidad para conquistarla.

Pero Isabel se quedó pensativa. Aunque lo amaba con todo su corazón, no creía que a la futura reina de Castilla le fuera posible amar a un mozo de taberna.

Fernando la había levantado en sus brazos; era tan fuerte que podía hacerlo con toda facilidad, y la infanta sintió en la mejilla el calor de su aliento.

No tuvo necesidad de responder a las preguntas de Fernando, porque se vio arrastrada a una nueva aventura que dominó sus sentidos y le hizo olvidar su dignidad y su amor por la verdad... temporalmente.

Fernando, el aventurero, el hombre de acción, se consideraba el varón que triunfa de todos los obstáculos y a quien la mujer, más débil, debe siempre someterse.

Aunque no con absoluta claridad, Isabel lo percibía. Su matri-

monio debía ser perfecto, pensaba; la armonía no debía interrumpirse, ni en el Consejo ni en la alcoba.

Por eso se mostró dócil, ávida de aprender, sinceramente ansiosa de agradarle. Era verdad que en el dormitorio de ambos, Fernando debía ser el amo; debía ser él quien la llevara, paso a paso, por las diversas sendas del placer sensual.

Con frecuencia, Fernando se había dicho que, por más que Isabel fuera la futura reina de Castilla, era también una mujer. No se le había ocurrido que, aunque fuera mujer, no olvidaría jamás que era la futura reina de Castilla.




LA MUERTE DE ENRIQUE

Enrique recibió la primera noticia del matrimonio mediante un mensajero de Isabel.

Al leer la carta de su media hermana, se estremeció.

-Pero si esto es exactamente lo que queríamos evitar -gimió-. Ahora, tendremos en contra de nosotros a Aragón. Oh, ¡que hombre desafortunado soy? Ojalá no hubiera nacido para ser rey de Castilla.

Temeroso de la tormenta que con ello provocaría dudaba en mostrar a Villena la carta de Isabel.

Mientras se entregaba a la ensoñación la carta se le escapó de las manos. Pensando en Blanca deseó no haberse separado de ella. Qué terribles debían de haber sido sus últimos días en Or-tes. ¿Habría sospechado ¡os planes que se urdían para asesinarla?

-Si ella se hubiera quedado en Castilla viviría aún -murmuró para sí-. ¿Y estaría yo en peor situación? No tendría a mi hija, pero... ¿es mía? En toda la corte siguen llamándola la Beltraneja. ¡Pobre pequeña, qué pruebas le esperan!

Enrique inclinó la cabeza. Era un triste destino haber nacido, como ella, para convertirse en centro de las querellas por un trono. Y además estaba lo de Alfonso...

Si no se hubiera deshecho de Blanca, si hubiera tratado de llevar otra clase de vida, habría sido más feliz. Ahora no lo rodeaban más que escándalos y conflictos...

Juana, su reina, lo había abandonado para irse a vivir, escandalosamente, en Madrid. Las historias referentes a sus aventuras eran interminables; había tenido muchos amantes y de esas uniones habían nacido varios hijos ilegítimos.

Jamás había habido un hombre que tan fervientemente deseara la paz, ni tampoco uno a quien de manera tan constante la paz se le hubiera negado.

Imposible dejar de dar la noticia a Villena; si él se demoraba en hacerlo, el marqués la sabría de alguna otra fuente.

Pidió a un paje que hiciera venir a su presencia a Villena y cuando el marqués acudió, el rey con un gesto de impotencia, le entregó la carta de Isabel.

La furia tiñó de púrpura el rostro de Villena.

-¡Entonces el matrimonio se ha realizado! -gritó el marqués.

-Es lo que ella dice.

-Pero, ¡es una monstruosidad! ¡Fernando en Castilla! Bien sé lo que podemos esperar de ese hombre. Nadie hay más ambicioso que él en toda España.

-No creo que Isabel intentara usurpar el trono -señaló débilmente Enrique.

-¡Isabel! ¿Cree Vuestra Alteza que algo pesará ella en los asuntos de estado? Se verá empujada a la revuelta. Madre de Dios, de un lado ese marido joven y ambicioso, y del otro mi tío Carrillo, siempre dispuesto al combate... Ese matrimonio debería haber sido evitado a toda costa.

-Hasta el momento no han causado mucho daño.

Con un gesto hosco Villena apartó su mirada del rey.

-Hay una cosa que debemos hacer -afirmó-. La princesa Juana tiene ya casi nueve años. Encontraremos para ella un novio adecuado y la proclamaremos la verdadera heredera de Castilla -Villena empezó a reírse-. Entonces tal vez nuestro galante joven advenedizo de Aragón empiece a preguntarse si, a fin de cuentas, ha hecho un matrimonio tan brillante.

-Pero son muchos los que apoyan a Isabel. Cuenta con el firme respaldo de Valladolid y de muchas otras ciudades.

-Y nosotros tenemos a Albuquerque; tenemos a los Mendoza. Y no dudo de que muchos otros se plegarán a nuestra causa. ¡Pluguiera a Dios que vuestra reina no estuviera dando tales escándalos en Madrid! Con eso se da cierto viso de verdad a la calumnia de que la princesa Juana no es vuestra hija.

-Mi querido Villena, ¿vos creéis que lo es?

El rostro de Villena se empurpuró un poco más.

-Creo que la princesa Juana es la verdadera heredera de las coronas de Castilla y de León -replicó-; y, por Dios y todos sus santos, ¡que la desgracia caiga sobre todo aquel que así no lo

crea!

Enrique suspiró.

¿Por qué será tan fatigosa la gente?, se preguntaba. ¿Por qué es tan belicoso Villena? ¿Por qué tenía Isabel que contraer ese matrimonio que les traía tantas complicaciones a todos?

-¿Es que jamás tendremos paz? -preguntó con irritación.

-Sí -respondió Villena, desdeñoso-; cuando Isabel y su ambicioso Fernando aprendan que no deben interponerse en el paso de la auténtica heredera de Castilla.

-No creo que jamás lo aprendan -señaló con displicencia Enrique, pero Villena no lo escuchaba.

Estaba ya urdiendo nuevos planes.

En Dueñas, la corte era desusadamente pequeña. El dinero era tan escaso que con frecuencia se hacía difícil mantener al reducido grupo de sus integrantes, pero pese a ello jamás se había sentido tan feliz.

Estaba profundamente enamorada de Fernando y encontraba en él al más apasionado y bondadoso de los maridos, encantado a su vez de que la inteligencia de su mujer estuviera a la altura de sus encantos físicos y de que tuviera tan profundo conocimiento de los asuntos políticos.

Tal vez esos meses fueron para los dos tan preciosos porque ambos sabían que no eran más que transitorios. No siempre habrían de vivir en tal pobreza. Había de llegar el día en que dejarían su humilde alojamiento para residir en alguno de los castillos, rodeados por toda la pompa y las ceremonias que eran características de los soberanos de Castilla y de León.

Fernando estaba ansioso de ver llegar ese día y, en cierto modo, Isabel también. Perderían entonces, tal vez, las deliciosas intimidades de la vida que ahora llevaban, pero por más placer que encontrara en ella, Isabel no debía olvidar que ella y Fernando no se habían unido para deleitarse en placeres sensuales, sino para hacer de España un país poderoso, para unir a todos los españoles y llevarlos a la religión verdadera, para liberar al país de la anarquía y restaurar la ley y el orden, y para rescatar de la dominación de los infieles hasta el último palmo de suelo español.

Pocos meses después de su matrimonio descubrió Isabel, con gran alegría, que se encontraba encinta.

Al saber la noticia, Fernando la abrazó, encantado.

-Vaya, Isabel mía -exclamó-, ¡sois realmente dueña de todas las virtudes! No sólo sois bella y de gran inteligencia, sino también fecunda. Es más de lo que me habría atrevido a esperar. ¡Y se os ve satisfecha, amor mío!

Y por cierto que Isabel lo estaba. Sabía que de ella nacerían grandes gobernantes, porque tal era su destino.

En el monasterio de Loyola, no lejos de Segovia, habíanse reunido el rey, el marqués de Villena, el duque de Albu-querque y varios miembros de la influyente familia Mendoza, amén de otros nobles de alcurnia, con los embajadores franceses.

Entre los presentes estaba también alguien a quien no se veía con frecuencia en tales reuniones: tratábase de Juana, reina de Castilla, que había venido desde Madrid para desempeñar un papel muy especial en la asamblea.

Sentado entre Villena y la reina, Enrique se dirigió a los reunidos.

-Amigos míos -comenzó-, estamos aquí reunidos con un motivo especial y os ruego que me prestéis atención y me brindéis vuestro apoyo. Nos hallamos en mitad de un conflicto que en cualquier momento podría llevarnos a la guerra civil. Tal como hizo antes que ella su hermano Alfonso, mi medio hermana, Isabel, se ha erigido en heredera de Castilla y de León. No es mi intención olvidar que un día yo mismo la designé heredera del trono. Eso fue en el tratado de Toros de Guisando, por el cual ella accedía a no casarse sin mi aprobación. Isabel no ha cumplido su palabra y yo declaro, por tanto, nulo y vacío el tratado de Toros de Guisando, y proclamo que mi hermana Isabel ya no es heredera de los tronos de Castilla y de León.

Entre los concurrentes, iniciado por Villena, Albuquerque y los Mendoza, se elevó un murmullo de aprobación que rápidamente fue subiendo de tono.

Enrique lo acalló con un gesto de la mano.

-Hay alguien cuyo lugar Isabel está usurpando, y es mi hija, la

princesa Juana, que tiene actualmente nueve años. Su madre se ha hecho presente hoy aquí para jurar, al mismo tiempo que yo, que la princesa es hija mía; y cuando vosotros hayáis oído y aceptado su testimonio estaréis de acuerdo conmigo en que no puede haber más que una heredera: la princesa Juana.

-¡La princesa Juana! -aclamaron los presentes-. ¡Castilla para Juana!

-Ahora, pediré a la reina que declare bajo juramento que la princesa Juana es la legítima heredera de España.

Juana se puso de pie. Aunque seguía siendo una mujer hermosa, llevaba firmemente grabadas en el rostro las huellas de la depravación, y en su porte se advertía cierta insolencia que muy poco tenía de regio. Juana estaba bien al tanto de que todos los presentes sabían que un cortejo de amantes la aguardaba en Madrid, y no ignoraban que había hijos, fruto de esos amores; pero era evidente que todo eso la tenía sin cuidado.

-Juro -exclamó- que la princesa Juana es hija del rey, y no de ningún otro.

-¡Castilla para Juana! -gritaron los reunidos.

El rey se levantó para tomar de la mano a su mujer.

-Juro, con la reina, que la princesa Juana es mi hija, y no de ningún otro.

-¡Castilla para Juana!

El rey se volvió después hacia los embajadores franceses, entre quienes se contaba el conde de Boulogne. El conde se adelantó.

-Con gran placer -continuó Enrique- anunciamos formalmente el compromiso de mi hija Juana con el duque de Guiana, hermano del rey de Francia, y con la aprobación de los nobles de Castilla se celebrará ahora la ceremonia del compromiso, en la que el conde de Boulogne actuará como representante de su señor.

-¡Viva el duque de Guiana! -exclamaron todos-, ¡Castilla para Juana!

Entretanto, en la casa de Juan de Vivero Isabel se preparaba para dar a luz.

Se sentía realmente bienaventurada, vuelta hacia adentro en

un puro contacto con su felicidad. Estaba leyendo historia, convencida de la necesidad de sacar provecho de la experiencia de otros. También estudiaba los asuntos de estado y, como era habitual en ella, dedicaba mucho tiempo a la oración y a conversaciones con su confesor. Su vida se dividía entre el estudio, que la infanta consideraba necesario para quien como gobernante, podía verse enfrentada con una difícil tarea, y sus deberes domésticos de esposa y madre, ya que Isabel estaba decidida a no fracasar en ninguno de los dos papeles.

Le encantaba sentarse con Fernando a hablar de las reformas que se proponía introducir en Castilla. Cuando le llegaban historias del terrible estado de cosas existente, tanto en los distritos campesinos como en las ciudades, Isabel se ponía a planear la forma de llegar a una situación más justa. Quería imponer en Castilla un nuevo orden, y sabía que lo conseguiría, con ayuda de Fernando.

Esas conversaciones íntimas eran tanto más deleitables cuanto que sólo ellos dos las compartían. Antes, todas las discusiones políticas se realizaban bajo el auspicio del arzobispo de Toledo, a quien Isabel se había vuelto porque confiaba en su lealtad y su prudencia. Pero, con la llegada de Fernando, prefería analizar los problemas con él.

¿Qué podía haber de más placentero que una conversación seria que fuese, al mismo tiempo, un téte-á-tete entre amantes?

Para el arzobispo la situación estaba lejos de ser placentera.

En cierta ocasión en que Fernando se dirigía a las habitaciones de Isabel se encontró con el arzobispo, que se encaminaba al mismo destino.

-Voy a ver a la princesa -anunció Fernando, dando a entender que el arzobispo tendría que esperar.

Alfonso Carrillo, que había sido siempre hombre de genio rápido, recordó al príncipe quién era el principal asesor de Isabel.

-No dudo de que ella misma os dirá que, a no ser por mí, jamás habría sido proclamada heredera del trono.

Fernando era joven y de genio no menos rápido.

-Mi mujer y yo no queremos que nos molesten -replicó-. Ya os haremos llamar cuando os necesitemos.

Los ojos del arzobispo se abrieron, horrorizados.

-Creo, Alteza, que olvidáis con quién estáis hablando -señaló.

-¿Que yo lo olvido?

-Os pediría que lo consultarais con la princesa Isabel. Ella os dirá qué es lo que debe a mi lealtad y a mi consejo.

-Pues ya descubriréis vos que a mí no es fácil ponerme andadores, como ha sido el caso con algunos soberanos de Castilla -le espetó Fernando.

El arzobispo inclinó la cabeza para ocultar la furia que lo quemaba por dentro, procurando evitar un estallido que podría haber sido desastroso.

«Antes de intentar escaparte de los andadores, gallito -masculló para sus adentros-, asegúrate de que llegues a ser soberano de Castilla.»

Colérico, Fernando entró en el dormitorio de Isabel, que estaba tendida en la cama, rodeada por sus doncellas.

-Acabo de encontrarme con ese insolente -relató, furioso-. Parecería que él fuera el rey de Castilla. Tendrá que aprender a ser un poco más humilde, si quiere conservar su cargo.

-Fernando... -lo detuvo Isabel, con una mirada ansiosa, y tendió la mano hacia él-. Creo que sería prudente actuar con cautela. Es mucho mayor que nosotros. Es hombre prudente y me ha sido leal.

-¡Eso no me interesa! -estalló Fernando-. Tendré que recordarle con quién habla.

-Sin embargo -le recordó Isabel-, no estamos en una situación tan estable.

Parte de la indignación que Fernando había sentido con el arzobispo se dirigió ahora contra Isabel. ¿Pretendería decirle lo que había de hacer? Ella, que no era más que una hembra... y él era su marido.

-Creo -empezó a decir, fríamente- que para esos asuntos podéis confiar en mí.

Isabel dejó escapar un grito.

-Son los dolores, Alteza, que están haciéndose más frecuentes -explicó una de las mujeres acercándose al lecho.

En su cama, Isabel descansaba con su hijo en los brazos. Junto a ella estaba Fernando, que le sonreía.

-Una hija, Fernando -murmuró ella-. Debería haber sido un varón.

-Prefiero esta niña a ningún varón -declaró Fernando, inundado por la primera oleada de orgullo de su paternidad.

-Entonces me siento completamente feliz.

-Ya tendremos hijos varones.

-Oh, sí que los tendremos.

Súbitamente dominado por la emoción, Fernando se arrodilló junto al lecho.

-Lo único que importa ahora, mi amor, es que hayáis salido con bien de esta prueba.

Isabel le acarició suavemente el pelo.

-¿Acaso dudasteis de que saliera?

-Amándoos como os amo, no pude dejar de sentir miedo.

-No -susurró Isabel-. Nada debéis temer en el futuro, Fernando. Algo me dice que vos y yo tendremos muchos hijos y que nos esperan muchos años fructíferos.

-Oh, Isabel... me avergonzáis. Vos siempre pensáis en vuestro deber.

-Cuando mi deber es amaros y serviros... a vos y a Castilla, soy una mujer feliz.

Con una mezcla de fervor y de ternura, Fernando le besó la mano.

-Esta pequeña se llamará Isabel -anunció-; y esperemos que se parezca a su madre.

Al enterarse de la rencilla habida entre Fernando y el arzobispo de Toledo, el rey Juan de Aragón se inquietó.

Inmediatamente escribió a Fernando.

«Tened cuidado, hijo mío. Es una imprudencia ofender a un hombre tan influyente. Os aconsejo que lo aplaquéis inmediatamente y que en lo sucesivo actuéis con gran cautela.»

Pero Juan conocía a su hijo. Sabía que era impulsivo y demasiado joven tal vez para la situación en que se encontraba. Se le haría muy difícil aplacar al arzobispo y bien podría ser que la lealtad del prelado empezara a perder firmeza.

Es necesario que yo esté informado de cómo están las cosas en Castilla, se dijo el anciano rey.

La situación estaba erizada de peligros. ¿Podría ser que la joven pareja no lo advirtiera? Muchas grandes familias apoyaban las pretensiones de la Beltraneja, y respecto del problema de la sucesión, Castilla estaba dividida. Nada podía ser más alarmante. Y ahora Fernando ponía en peligro la amistad de uno de sus defensores más decididos y más poderosos.

En cuanto al propio Juan, poco respiro le dejaban sus problemas.

El duque de Lorena, a quien los catalanes habían elegido como gobernante, había muerto, y sus hijos eran demasiado pequeños para ocupar su lugar. Es decir que los catalanes no tenían quién los guiara y Juan veía en este hecho la posibilidad de zanjar las diferencias con ellos y restablecer el orden; pero los catalanes no cederían tan fácilmente. El resultado de su resistencia fue un riguroso bloqueo de Barcelona, que terminó por predisponerlos a la negociación.

Cuando Juan entró en la ciudad quedó aterrado ante los evidentes signos del hambre que allí reinaba; como estaba tan ansioso de sellar la paz como el propio pueblo de Barcelona, juró que sería respetada la constitución de Cataluña.

Terminada después de diez largos años la guerra civil, Juan sintió por fin como si hubiera podido apaciguar el espíritu de su hijo mayor.

La paz no se logró hasta fines del año 1472 y durante ese tiempo la situación en Castilla no dejó de darle motivos de ansiedad.

La hija de Isabel y de Fernando -la pequeña Isabel- tenía ya dos años; en la pequeña corte de Dueñas la pobreza era aguda y Juan estaba muy angustiado por la suerte de su hijo; aunque anhelaba tenerlo consigo, se daba cuenta de que era necesaria la presencia de Fernando en Castilla. Isabel tenía sus partidarios y Juan había oído decir que muchos de ellos habían desertado de la causa del rey y de la Beltraneja a la muerte del duque de Guiana, en mayo de ese mismo año. La situación era alarmante.

Entonces estallaron en Aragón nuevos conflictos.

Cuando Juan de Aragón le había pedido dinero prestado, Luis XI de Francia había tomado como garantía las regiones del Rosellón y la Cerdaña, cuyos habitantes se quejaban ahora

amargamente de sus amos extranjeros y habían enviado a Juan un emisario para decirle que, si los liberaba, volverían de muy buen grado a ser sus súbditos.

Juan se preparó inmediatamente para la campaña, en tanto que Luis, exasperado por lo que estaba sucediendo, enviaba un ejército contra Aragón.

El arzobispo de Toledo se presentó ante Fernando e Isabel.

Fernando apenas si podía disimular la irritación que provocaba en él el arzobispo.

El príncipe estaba preocupado y a causa de él lo estaba también Isabel. Por más que ella le recordara que su padre era militar de gran bravura y habilísimo estratega, y que no había motivos para temer por él, al pensar en la edad del anciano rey la inquietud de Fernando persistía. Los dos estaban hablando del nuevo giro que tomaban las cosas en Aragón cuando les fue anunciada la visita del arzobispo.

Carrillo estaba secretamente complacido consigo mismo. Estaba pensando seriamente si no sería mejor abandonar la causa de Isabel para volver a abrazar la de la Beltraneja. Tenía la sensación de que de parte del rey y de la princesa no habría que esperar intromisiones en el manejo de los asuntos de estado, a no ser, claro, las de su sobrino el marqués de Villena. Pero ellos dos se entendían; estaban cortados por el mismo patrón y llevaban la misma sangre en las venas; ninguno de los dos interferiría en el ámbito del otro. Y si no demoraba en cambiar de actitud, él Carrillo, podía ser enormemente útil para los partidarios del rey.

Sin embargo no estaba ansioso de volver a cambiar de partido, porque no tenía la conciencia flexible de su sobrino. Para él lo que tenía suprema importancia era su necesidad de llevar la batuta. Estaba dispuesto a defender una causa perdida siempre que fuera él quien tomara las decisiones. No podía soportar encontrarse en una posición subordinada, y en una posición así se sentía relegado desde la llegada de Fernando.

Ahora, de pie ante Fernando e Isabel, expresó su honda preocupación en lo referente a los sucesos de Aragón.

Fernando se lo agradeció fríamente.

-Mi padre es un experto guerrero -expresó- y no albergo dudas respecto de su victoria.

-Sin embargo los franceses pueden disponer de poderosas fuerzas para ese conflicto -respondió el arzobispo.

Alarmada, Isabel miró a su marido, que se había sonrojado y empezaba a perder los estribos.

-Sugeriría -continuó el arzobispo- que en caso de que decidierais que es vuestro deber acudir en ayuda de vuestro padre, los castellanos os proporcionáramos hombres y armas -al decirlo, se volvió a Isabel-. Sé que Vuestra Alteza no opondría obstáculo alguno a que se ayudara así a vuestro suegro y que hablo investido de vuestra autoridad.

Para diversión del arzobispo, Fernando estaba desgarrado por sus emociones y era aún demasiado joven para ocultarlas. Le encantaba la perspectiva de ayudar a su padre, pero al mismo tiempo, irritábale que el arzobispo diera a entender que sólo por orden de Isabel podría él contar con hombres y armas.

Isabel hizo una profunda inspiración. Se sentía feliz en compañía de su marido y de su hijita de dos años, y la idea de que Fernando saliera a combatir la aterrorizaba. Rápidamente miró a su marido, que se había vuelto hacia ella para preguntarle:

-¿Podría yo soportar dejaros?

-Debéis cumplir vuestro deber, Fernando -respondió Isabel.

La idea de volver a Aragón, donde no lo tratarían como el consorte de la futura reina sino como heredero del trono, era tentadora. Además, Fernando amaba a su padre, que era demasiado anciano para intervenir en el combate.

El arzobispo les sonreía con aire bondadoso. Durante un tiempo, postergaría su decisión. Sacado Fernando del paso él se sentiría mucho mejor... y Fernando iría a Aragón.

-Sí -asintió lentamente el príncipe-, debo cumplir con mi deber.

Largo tiempo había pasado desde que Beatriz Fernández de Bobadilla viera a Isabel por última vez y muchas veces pensaba en ella y añoraba la antigua amistad.

Desde aquellos días en que fuera la más íntima de las da-

mas de honor de Isabel, la vida había cambiado para Beatriz. Se encontraba en una situación difícil, porque su marido era oficial de la casa del rey y la división en el país era nítida: de un lado los que apoyaban al rey, del otro los partidarios de Isabel.

Andrés de Cabrera había sido designado gobernador de la ciudad de Segovia y ocupaba allí el Alcázar, receptáculo de los tesoros del rey. Andrés se encontraba, pues, en una situación de gran responsabilidad, lo que hacía que para su mujer fuera muy difícil comunicarse con Isabel.

Beatriz se irritaba sobremanera ante este estado de cosas.

Sentía una gran devoción por su marido, pero también era grande su afecto por Isabel, y Beatriz no era mujer de medias tintas. Necesitaba ser no menos devota como amiga que como esposa.

Era frecuente que debatiera con su marido la situación del país, haciéndole ver que no podía haber prosperidad alguna en él mientras siguiera habiendo dos facciones en desacuerdo respecto de quién debía ser la heredera del trono: estarían siempre oscilando al borde de la guerra civil.

En una ocasión en que Andrés se dolía del comportamiento arrogante del marqués de Villena, Beatriz atrapó al vuelo la oportunidad que había estado esperando.

-Andrés -le dijo-, se me ocurre que si no fuera por Villena, el que actualmente es Gran Maestre de Santiago, se podría poner término a ese conflicto.

-Ah, querida mía -respondió Andrés, negando con la cabeza-, estarían aún las dos herederas. No será posible tener paz mientras estén divididas las opiniones respecto de si quien tiene derecho al título es la princesa Isabel o la princesa Juana.

-La princesa Juana... ¡la Beltraneja! -se mofó Beatriz-. Todo el mundo sabe que se trata de una bastarda.

-Pero la reina juró...

-¡La reina juró! Sólo por capricho, esa mujer juraría cualquier cosa. Bien sabéis, Andrés, que Isabel es la legítima heredera del trono.

-Cuidado, esposa mía. Recordad que estamos al servicio del rey y que el rey ha concedido la sucesión a su hija Juana.

-¡No es su hija! -clamó Beatriz, golpeándose con el puño derecho la palma de la mano izquierda-. Y tampoco él lo cree.

¿Acaso no hubo un momento en que hizo de Isabel su heredera? El pueblo quiere a Isabel. Os diré una cosa: creo que si, en ausencia de Villena, pudiéramos reunir a Isabel con Enrique, podríamos hacer que él la aceptara como heredera, con lo que ya no se seguirían hablando tonterías sobre la Beltraneja. ¿Acaso eso no sería bueno para el país?

-Y para vos, Beatriz, que así volveríais a estar con vuestra amiga.

-Es verdad que me gustaría volver a verla -admitió, casi con dulzura, Beatriz-. Y también a su hijita. Me pregunto si se parece a Isabel.

-Bien -dijo Andrés-, ¿qué es lo que estáis tramando?

-Enrique viene aquí con frecuencia -le recordó Beatriz.

-Así es.

-A veces, sin Villena.

-Exactamente.

-¿Qué sucedería si Isabel estuviera también aquí? ¿Si combináramos un encuentro entre los dos?

-¡Que Isabel venga aquí... a territorio enemigo!

-¿Cómo podéis llamar a mi casa territorio enemigo? Cualquiera que intentara hacerla prisionera en mi casa tendría que pasar antes sobre mi cadáver.

Andrés posó la mano en el hombro de su mujer.

-Habláis con demasiada ligereza de la muerte, querida mía.

-El que gobierna este país es Villena. Gobierna al rey; os gobierna a vos.

-Eso no. Eso jamás lo conseguirá.

-Bueno, entonces, ¿por qué no hemos de invitar aquí a Isabel? ¿Por qué no ha de encontrarse ella con Enrique?

-Primero sería necesario tener la autorización de Enrique -le advirtió Andrés.

-Bueno, de eso me encargaré yo... siempre y cuando él venga aquí sin Villena.

-Estáis jugando un juego peligroso, querida mía.

-¡Al diablo con el peligro! -exclamó Beatriz, haciendo chasquear los dedos-. ¿Tengo vuestro permiso para hablar con el rey, la próxima vez que venga aquí solo?

Andrés soltó una carcajada.

-Querida Beatriz -le respondió-, bien sé que cuando me pe-

dís permiso es una simple formalidad. ¿De manera que habéis decidido hablar con Enrique en la primera oportunidad que se os presente?

Beatriz hizo un gesto afirmativo.

-Sí, lo he decidido -declaró.

Sabía que no le resultaría difícil.

La próxima vez que, mientras Villena estaba ocupado en Madrid, el rey fue al palacio de Segovia, Beatriz le pidió autorización para hablar con él.

-Alteza -comenzó-, ¿me perdonaréis el atrevimiento de haceros cierta pregunta?

Inmediatamente Enrique se alarmó, temeroso de que fueran a perturbar su paz.

Sin hacer caso de su expresión preocupada, Beatriz se apresuró a seguir hablando.

-Sé que, lo mismo que yo, Vuestra Alteza ama la paz por encima de todas las cosas.

-En eso tenéis razón -asintió Enrique-. Desearía que no hubiera más conflictos. Desearía que los que me rodean aceptaran las cosas como son y las dejaran así.

-Hay quien eso quisiera, Alteza, pero hay otros, próximos a vos, que provocan las tensiones. Y sin embargo, bien fácil sería tener paz en toda Castilla mañana mismo.

-¿Cómo, pues? -quiso saber Enrique.

-Pues bien, Alteza, sin ser experta en política, sé que en esta rencilla se enfrentan dos opiniones. Parte del país apoya a Vuestra Alteza y la otra parte a Isabel. Si hicierais de ella vuestra heredera, aplacaríais a aquellos que se os oponen, y los que son vuestros partidarios seguirían siéndolo. Por consiguiente se pondría así término al conflicto.

-Pero la heredera del trono es mi hija Juana.

-Alteza, el pueblo jamás la aceptará. Como bien sabéis, he servido a Isabel y la amo tiernamente. Sé que lo que ella ansia es el fin de las hostilidades. Isabel es verdaderamente vuestra hermana; de ello no hay sombra de duda. Pero en lo tocante a la princesa Juana... hay por lo menos grandes dudas respecto de su legitimidad. Si os avinierais solamente a un encuentro con Isa-

bel... a hablar con ella... a dejarla que os diga cuánto la aflige el conflicto planteado entre vosotros...

-¡Encontrarme con ella! Pero, ¿cómo? ¿Dónde?

-Podría venir aquí, Alteza.

-Eso no sería permitido.

-Pero Vuestra Alteza lo permitiría... y en cuanto a los que no lo harían, no es necesario que estén al tanto.

-Si le enviara yo un mensaje se enterarían inmediatamente.

-Alteza, si yo fuera a buscarla y os la trajera aquí, no se enterarían.

-Si partierais vos hacia Aranda, donde entiendo que en este momento se encuentra Isabel, todos conjeturarían cuál es el fin de vuestra misión y sabrían que vuestro propósito es traerla aquí para que se reúna conmigo.

Los ojos de Beatriz destellaron.

-Pero, Alteza... es que no iría a título personal. Iría disfrazada.

-Señora mía, esto no es más que un disparatado proyecto vuestro -declaró Enrique-. No penséis más en ello.

-Pero, si pudiera yo traerla a vuestra presencia... secretamente... ¿la recibiríais, Alteza? -insistió Beatriz.

-No podría negarme a un encuentro con mi hermana. Pero terminemos con esto.

Beatriz inclinó la cabeza y cambió de tema.

Enrique pareció quedarse contento, pero no sabía que Beatriz había empezado a dar forma a sus planes.

Solitaria, Isabel cavilaba en el palacio de Aranda. Pensaba en Fernando y estaba preguntándose cuánto debía prolongarse la separación de ambos.

Sentada con una de sus damas junto a un gran fuego, dedicadas a sus labores de aguja, al levantar de vez en cuando la mirada la princesa veía por las ventanas cómo caía la nieve. Pensó que los caminos debían estar helados y se estremeció al imaginar el tiempo en Aragón.

Estaba cosiendo una camisa, pues Isabel se había mantenido fiel a su voto de hacer ella misma todas las camisas que usara Fernando, cosa que, además, se había convertido entre ellos en una pequeña broma íntima.

-Cada una de vuestras camisas la coseré yo, hasta la última puntada -habíale dicho-. Ninguna otra mujer debe coseros vuestras prendas... únicamente yo.

Fernando, a quien siempre conmovían profundamente esos gestos femeninos, estaba encantado. Isabel suspiró. Para Fernando, era más digna de amor su femineidad que su inclinación a gobernar; prefería verla ocupada en la costura y no en los asuntos de estado.

Una de sus damas, sentada en el asiento de la ventana, mirando hacia afuera, anunció que había entrado en el patio una campesina que llevaba en el arzón de su silla un gran paquete.

-Pobre mujer, parece que tuviera frío y hambre. Quién sabe si traerá algo para vender.

Isabel dejó a un lado su labor para acercarse a la ventana. Sentía que era su deber interesarse por todos sus súbditos y estaba enseñando a la pequeña Isabel que fuera considerada con todos. Algún día, le recordaba, podrían ser sus súbditos, ya que si ella y Fernando no llegaban a tener hijos varones, su primogénita llegaría a ser reina de Castilla.

-¡Pobre mujer, ciertamente! -exclamó-. Bajad pronto, no sea que la hagan salir, y haced que la inviten a entrar y comer algo. Y si trae mercancías para vender es probable que tenga algo que nos haga falta en casa.

La doncella partió a cumplir las órdenes recibidas, pero no tardó en regresar con la consternación pintada en el rostro.

-Alteza, la mujer pregunta si puede veros.

-¿Qué es lo que quiere?

-Se negó a decirlo, Alteza, pero se mostró muy insistente. Además, Alteza, no habla como una campesina, aunque sea ése su aspecto.

Isabel suspiró.

-Decidle que estoy ocupada -ordenó-. Pero preguntadle qué es lo que quiere y después venid a decirme qué os contesta.

La infanta se detuvo y levantó una mano a modo de advertencia, pues acababa de oír una voz que protestaba acaloradamente y cuyo acento de autoridad era inconfundible. Y ella conocía esa voz.

-Id inmediatamente a buscar a esa mujer para traerla a mi presencia -ordenó.

Momentos después la mujer se detenía en el umbral de la puerta. Ella e Isabel se miraron y, despojándose de su capa raída, Beatriz le tendió los brazos. El momento no admitía ceremonias y la princesa corrió hacia ella para abrazarla.

-¡Beatriz! Pero, ¿por qué? ¿Cómo habéis venido así?

-¿Podríamos hablar a solas? -preguntó Beatriz y con un gesto Isabel indicó a las demás mujeres que se retiraran.

-Era la única manera de venir -explicó Beatriz-, así que vine así... y sola. Si hubiera procedido de otra manera Villena se habría enterado. Se trata de que vengáis a Segovia, donde se encuentra en este momento el rey; la reunión será un secreto mientras no hayáis podido encontraros y hablar con él. Es la única manera.

-¿Enrique ha expresado el deseo de verme?

-Enrique os verá.

-Beatriz, ¿qué significa esto?

-Que sabemos, señora querida, que la reconciliación entre vos y Enrique significaría para el pueblo de Castilla la posibilidad de dejar de vivir bajo la amenaza cotidiana de la guerra civil.

-Pero... ¡Enrique lo sabe!

-Enrique está ávido de paz, y no será difícil persuadirlo... si podemos evitar la influencia de Villena.

-Beatriz, me estáis pidiendo que acuda a un encuentro con Enrique. ¿Habéis olvidado ya que trataron de capturarme y de hacerme prisionera? ¿No recordáis lo que hicieron con Alfonso?

-Lo que os pido es que vengáis al Alcázar de Segovia. Allí no puede aconteceros ningún daño. Está bajo la vigilancia de Andrés... y Andrés está bajo la mía.

-Fuisteis siempre una mujer decidida -rió Isabel-. ¿Acaso Andrés os ama menos por eso?

Beatriz miró de frente a su amiga.

-También vos sois fuerte -señaló-. ¿Acaso Fernando os ama menos por eso?

Y advirtió que una leve sombra atravesaba el rostro de Isabel mientras su amiga respondía:

-No lo sé.

Isabel entró en Segovia en compañía del arzobispo de Toledo.

Enrique la recibió con ternura y, mientras la abrazaba, los ojos se le llenaron de lágrimas.

-Sabéis, hermana querida, que todo este conflicto no es obra mía.

-Bien que lo sé, Enrique -contestó Isabel-, y el estado de nuestro país es para mí causa de tanto dolor como para vos.

-Ansioso estoy de tener paz -afirmó Enrique, con vehemencia desacostumbrada.

-Lo mismo que yo.

-Entonces, Isabel, ¿por qué no podemos tenerla?

-Por los nobles celosos que nos rodean... y que se disputan entre sí el poder.

-Pero, si nosotros somos amigos, ¿qué importancia tiene todo lo demás?

-Es por el asunto de sucesión, Enrique. Vos sabéis que yo soy la verdadera heredera de Castilla. Soy vuestra medio hermana... el único miembro de vuestra familia.

-Pero... está mi hija.

-Ni vos creéis que Juana lo sea, Enrique.

-Su madre lo juró.

-Tampoco a ella le creéis, Enrique.

-¿Quién puede decirlo? ¿Quién?

-Ya veis -prosiguió Isabel-, que sólo con que me aceptarais como heredera del trono, ya no habría más conflicto. Si vos y yo fuéramos amigos y nos dejáramos ver juntos, qué felicidad reinaría en Castilla y en León.

-Ansioso estoy de verlos felices.

-Entonces, Enrique, podríamos empezar por corregir estos errores, y así devolveríamos el país a la ley y el orden. No tiene sentido este conflicto referente a quien ha de ser la heredera, cuando hay tantas cosas importantes que esperan consideración.

-Ya lo sé. Bien lo sé.

Sin esperar a que lo anunciaran, el arzobispo se acercó a ellos; había asumido completamente la autoridad.

-Si os avenís a caminar por la ciudad llevando las riendas del palafrén de la princesa, con la intimidad que conviene entre her-

mano y hermana, Alteza, con ello daríais gran alegría al pueblo de Segovia.

-Mi único deseo es darles alegría -repitió Enrique.

El pueblo de Segovia había expresado vocingleramente su júbilo al ver al rey caminando por las calles y llevando las riendas del palafrén de su hermana. Eso era una buena noticia. La amenaza de la guerra civil estaba superada. El rey se había sacudido el yugo de Villena y empezaba a pensar por sí mismo; sin duda ahora aceptaría como heredera a Isabel.

Cuando los hermanos regresaron al Alcázar, el pueblo se reunió ante sus puertas para gritar.

-¡Castilla! ¡Castilla! ¡Castilla para Enrique e Isabel!

Con lágrimas en los ojos Enrique saludaba al pueblo.

Hacía mucho tiempo que no lo aclamaban de esa manera.

A altas horas de aquella noche, Beatriz acudió, presurosa, al dormitorio de Isabel.

La infanta estaba ya dormida.

-Isabel -susurróle Beatriz al oído-, despertaos. Ha llegado alguien que os espera para veros.

Sobresaltada, Isabel se enderezó en la cama.

-¿Qué sucede, Beatriz?

-Shh -la silenció su amiga-. Todo el palacio duerme.

Se dio vuelta entonces para hacer un gesto, e Isabel distinguió una figura, alta y familiar, que entraba en la habitación.

Dejó escapar un grito de alegría en el momento en que Fernando se arrojaba sobre la cama para tomarla en sus brazos.

Beatriz los contemplaba, riendo.

-Ha llegado en buen momento -comentó.

-Cualquier momento en que él venga es bueno -respondió Isabel.

-Isabel, querida mía -murmuraba Fernando.

-Ya tendréis luego mucho tiempo para demostraros vuestro afecto -señaló Beatriz-, pero en este momento hay algo importante por resolver. Enrique os ha recibido, Isabel, pero ¿recibirá a vuestro esposo? Es lo que tenemos que considerar. Y pronto se sabrá que Fernando está de regreso, y que estáis aquí los dos juntos, con el rey. Una vez que esto llegue a oídos de Villena, el

marqués hará todo lo que pueda por impedir que la amistad se renueve entre vosotros. Mañana por la mañana, temprano, debéis pedir audiencia a Enrique y persuadirlo de que reciba a Fernando.

-Oh, lo hará; yo sé que lo hará.

-Debe hacerlo -insistió Beatriz-; es imperativo. Debe reconciliarse con vosotros dos. Pronto será Día de Reyes... ¿es mañana, o pasado mañana? Servirá de excusa para un banquete que ofreceremos Andrés y yo, y cuando se vea qué amistad os dispensa a los dos el rey, todos sabrán que reconoce vuestro matrimonio y os acepta, Isabel, como su heredera. Ahora, os dejo. Pero mientras el rey no haya recibido al príncipe Fernando, nadie, a no ser aquellos a quienes podemos tener absoluta confianza, debe saber que se encuentra aquí.

Fernando se había despojado de las ropas llenas de polvo con que había viajado e Isabel estaba en sus brazos.

-Parece que hubiéramos estado años sin vernos -murmuró el príncipe.

-Estas separaciones no deberían ser necesarias.

-A veces lo son, y hay que aceptarlas. ¿Cómo está nuestra hija?

-Bien, y feliz. Y estará encantada de ver a su padre.

-¿No lo ha olvidado?

-No más que yo. ¿Cómo está Aragón?

-Mi padre es un valiente guerrero y siempre alcanzará la victoria.

-Lo mismo que vos, Fernando.

Tras un momento de silencio, Isabel volvió a hablar:

-Fue realmente valiente la forma en que Beatriz combinó este encuentro entre nosotros y el rey...

-Es una mujer valiente, os lo concedo, pero...

-A vos no os gusta Beatriz, Fernando, y eso no debería ser. Es una de mis mejores amigas.

-Sus maneras arrogantes son impropias de una mujer.

-Allí reside su fuerza.

-Pues a mí no me gustan las mujeres arrogantes -insistió Fernando.

Aunque débilmente, Isabel se sintió alarmada. En su vida de

reina habría ocasiones en que debería tomar sus propias decisiones y todos los demás deberían respetarla.

Pero ahora Fernando había regresado a casa tras una larga ausencia y no era el momento de pensar en las dificultades que los esperaban. Eso pertenecía al futuro y era mucho lo que el presente tenía para ofrecerles.

Beatriz estaba eufórica. Sus planes para volver a unir a Isabel y Fernando con el rey habían alcanzado todo el éxito que ella había esperado.

Enrique era maleable y se inclinaba a ir hacia donde soplara el viento; allí en Segovia, en compañía del guardián de su tesoro y de la diligente y decidida esposa de éste pareció que su amistad con Isabel y Fernando se consolidara.

A caballo, montado entre Fernando e Isabel, bromeando y riendo con ellos por el camino, para gran alegría de su pueblo, el rey había concurrido a las celebraciones del Día de Reyes. Así, todos juntos recorrieron las calles de la ciudad para dirigirse al palacio episcopal, situado entre la catedral y el Alcázar, que era donde se realizaba el banquete de Reyes.

Supervisado por la infatigable Beatriz, el banquete fue un éxito. Los sirvientes se afanaban por servir y atender a los invitados, mientras en las galerías cantaban los trovadores. A la cabecera de la mesa, el rey tenía a su derecha a Isabel y a Fernando a su izquierda.

Con radiante satisfacción, Beatriz observaba a su amada señora y amiga; Andrés, entretanto, observaba a su mujer.

Percibía en el aire cierta tensión, una especie de alerta. Era inevitable, se dijo. Tanto conflicto, tanta zozobra, no podían disiparse en un solo y breve encuentro. Enrique comía y bebía con evidente placer y los ojos se le ponían un tanto vidriosos al posarse en una de las mujeres presentes, de sensual belleza. En tan breve tiempo, Enrique no se había convertido en un rey prudente, e Isabel no estaba todavía segura en su lugar.

Terminado el banquete, dio comienzo el baile.

Mientras miraba a Isabel, sentada junto al rey, Beatriz abrigaba la esperanza de que éste invitara a bailar a su hermana. ¿Qué podría haber de más simbólico?

Sin embargo, Enrique no bailó.

-Hermana querida -murmuró-, no me siento del todo bien. Vos debéis iniciar el baile... vos y vuestro esposo.

Fueron, pues, Isabel y Fernando quienes se levantaron, seguidos, al llegar al centro del salón, por los demás invitados.

Presurosa, Beatriz corrió junto al rey.

-¿Está todo bien, Alteza? -preguntóle con ansiedad.

-No estoy seguro -respondió Enrique-. Me siento un poco raro.

-Es posible que haga demasiado calor para Vuestra Alteza.

-No lo sé. Siento escalofríos.

Con un gesto, Beatriz llamó a la hermosa joven que durante el banquete había despertado la atención del rey, pero éste parecía ahora no advertir su presencia.

-Sentaos junto a él y habladle -susurró Beatriz.

Pero el rey, cerrando los ojos, se había desplomado en su asiento.

Durante toda la noche, el rey estuvo quejándose en su lecho, diciendo que estaba muy dolorido.

Por Segovia se difundió la noticia de que el rey estaba enfermo, y se decía que las características de la enfermedad -vómitos, diarrea y dolores de vientre- hacían pensar en un envenenamiento.

En las calles de Segovia, hombres y mujeres guardaban silencio; al regocijo de ayer sucedía la solemnidad.

¿Podía ser que hubieran inducido al rey a ir a Segovia para allí envenenarlo? ¿Quién era el responsable de su estado?

Había muchos entre los que habían contribuido a organizar el banquete, que podían desearle la muerte, pues casi todos los presentes eran partidarios de Isabel y Fernando.

El pueblo de Segovia no quería creer que su amada princesa pudiera ser culpable de semejante crimen.

Al enterarse de la enfermedad del rey, Isabel se horrorizó.

-Enrique no debe morir -dijo Beatriz-. Si eso sucede nos culparán de su muerte.

Beatriz admitió lo atinado de sus palabras.

-Recordad -dijo Isabel- el conflicto que se creó en Aragón

cuando el pueblo creyó que Carlos había sido asesinado. ¿Cuántos sufrieron y murieron durante esos diez años de guerra civil?

-Debemos salvar la vida del rey -asintió Beatriz-, y quien debe atenderlo soy yo. No sería prudente que vos estuvierais constantemente en la habitación del enfermo, porque si vuestro hermano muriera os culparían con toda seguridad.

Fue Beatriz, pues, quien se hizo cargo de la atención del rey y, tal vez gracias a su decisión de impedir su muerte, el enfermo empezó gradualmente a mejorar.

En compañía de sus tropas, el marqués de Villena entró en Segovia y se presentó imperiosamente en el Alcázar.

Isabel y Fernando lo recibieron con una calma que contrastaba con el estado de ánimo de Villena, furioso y alarmado.

El rey no era hombre de fiar. Tan pronto como él, Villena, le volvía la espalda, ya estaba Enrique en tratos con el lado opuesto. Tal vez ahora hubiera aprendido la lección.

Villena exigía que lo llevaran inmediatamente a presencia de Enrique.

-Me temo que mi hermano no se encuentra en condiciones de recibir visitas -le advirtió Isabel.

-Exijo ser llevado a su presencia.

-No es aquí donde podéis plantear exigencias -recordóle Isabel.

-Deseo asegurarme personalmente de que recibe la mejor atención posible.

-Haré llamar a nuestra anfitriona, para que ella os asegure que no hay motivos de alarma.

Cuando llegó, Beatriz explicó a Villena que el estado del rey era de franca mejoría, pero que aún no estaba lo bastante bien como para salir de Segovia.

-Debo verlo inmediatamente -insistió Villena.

-Lo siento, señor -el tono de Beatriz era de apaciguamiento, pero sus ojos lo desmentían-. El rey no está todavía en condiciones de recibir visitas.

-Pues me quedaré aquí hasta poder verlo -declaró el marqués.

-Desde el momento que tan cortésmente la pedís, no podemos negaros nuestra hospitalidad -le contestó Beatriz.

Pero ni siquiera ella pudo impedir que Villena viera al rey. Había hombres del marqués por todas partes, y no era insuperable la dificultad para hacer llegar a Enrique un mensaje anunciándole que Villena estaba en el Alcázar, y que si en algo valoraba su vida, el rey debía insistir en verlo sin dilación.

Al sentarse junto al lecho de Enrique, a Villena le asustó el aspecto del rey. La enfermedad lo había cambiado: se lo veía magro y con la tez amarillenta.

También Enrique pensó que Villena había cambiado. Hasta cierto punto, su intensa vitalidad había disminuido y la piel tenía un tinte grisáceo.

-Vuestra Alteza jamás debió cometer la tontería de venir aquí -empezó Villena.

-No podía saber que habría de atacarme esta enfermedad -murmuró Enrique, malhumorado.

-Para que os atacara fue, precisamente, para lo que os hicieron venir.

-¿Creéis que intentaron envenenarme?

-Estoy seguro. Y seguirán intentándolo mientras continuéis vos en este lugar.

-Confío en Isabel.

-¡Que confiáis en Isabel! Si lo que ella gana es un trono, que no puede ser suyo mientras viváis.

-Isabel está segura de que es la legítima heredera y está dispuesta a esperar.

-Pero no demasiado, al parecer. No, Alteza, es menester que os saquemos de aquí lo antes posible. Y no debemos permitir que permanezca ignorado este atentado contra vuestra vida.

-¿Qué plan sugerís? -preguntó Enrique, con desánimo.

-Enviaremos fuerzas sobre Segovia, para que entren furtivamente en la ciudad y se apoderen de los puntos vitales. Después tomarán presa a Isabel, acusándola de haber intentado envenenaros y entonces podremos someterla a proceso.

-Yo no creo que Isabel intentara envenenarme.

-Entonces no creéis en el testimonio de vuestros sentidos.

-Y la mujer de Cabrera me ha atendido con esmero.

-¡Esa envenenadora!

-Es buena enfermera y parecía determinada a salvarme la vida. Además, marqués, ¿no pensáis que debo reconocer que Isabel es la heredera del trono? Es a ella a quien quiere el pueblo y, con ayuda de Fernando, conseguirá sacar a Castilla de sus actuales dificultades.

-Pero vuestro testamento, del cual me habéis nombrado ejecutor, expresa claramente que la heredera del trono es vuestra hija Juana.

-Es verdad. La pequeña Juana, que no es más que una niña y se verá rodeada de lobos... lobos que buscan el poder. Mientras recorría las calles de la ciudad en compañía de Fernando y de Isabel, llegué a la conclusión de que las cosas se simplificarían si yo admitiera que Juana no es mi hija e hiciera de Fernando e Isabel mis herederos.

-Ya veo que el veneno ha sido parcialmente efectivo -se burló Villena-. Tan pronto como estéis en condiciones de viajar debemos salir de aquí rumbo a Cuéllar; allí haremos nuestros planes para la captura de Isabel. No estaremos seguros mientras no la tengamos encerrada a buen recaudo. Y mientras vos sigáis en este lugar seguiré yo temblando por vuestra seguridad.

-Pues yo no -declaró el rey-. No creo que Isabel permita que me acontezca ningún daño.

Mientras lo miraba desdeñosamente Villena se llevó una mano a la garganta.

-¿Es que os duele algo? -preguntó Enrique-. Parecéis tan enfermo como yo.

-No es nada; siento cierta sequedad en la garganta. Cierta incomodidad, nada más.

-Pero no se os ve de buen color, como antes.

-Es que apenas si he dormido desde que supe la noticia de que Vuestra Alteza estaba en Segovia en medio de sus enemigos.

-Ah, más feliz habría sido mi vida de haber sabido distinguir quiénes eran mis enemigos y quiénes mis amigos.

Villena se sobresaltó.

-Habláis como si vuestra vida hubiera terminado. No, Alteza, ya os recuperaréis de este atentado. Y no dejaremos que caiga en el olvido, ya nos aseguraremos de eso.

-Claro que si Isabel estaba al tanto de un plan para envenenarme -asintió Enrique- merece ser enviada a prisión.

En la ciudad de Cuéllar, donde Villena había hecho llevar al rey, tomaban forma los planes para la captura de Isabel.

-Las fuerzas entrarán en la ciudad y se arrojarán explosivos contra el Alcázar -explicó Villena-. Cuando los habitantes sean presa del pánico, no nos será difícil apoderarnos de Isabel.

Habían pasado varios meses desde la enfermedad del rey, pero Enrique no se había recobrado del todo y seguía teniendo ataques de vómitos.

En cuanto a Villena, daba la impresión de que se hubiera agotado la tremenda energía que lo sostenía. Seguía haciendo planes y alimentando ambiciosas expectativas, pero el dolor de garganta aún lo atormentaba y se le hacía imposible comer ciertas cosas.

En el Alcázar de Segovia, Beatriz y su marido estaban al tanto del proyecto de capturar a Isabel y habían reforzado las guardias en todos los puntos vitales, de modo que cuando las tropas de Villena intentaron entrar furtivamente en la ciudad, fueron descubiertas y el plan se frustró.

Villena recibió la noticia casi con indiferencia.

Al día siguiente su moral se había derrumbado y aceptó el consejo de quedarse en cama que le daban sus servidores. En pocos días los dolores se habían hecho insoportables y le resultaba imposible tragar nada. Comprendió que no le quedaba mucho tiempo de vida.

En su postración, pensando en todas las ambiciones de su vida, se preguntaba si todo eso había valido la pena. Había alcanzado las cumbres del poder; había sido, en ocasiones, el hombre más poderoso de Castilla, y ahora todo había terminado: se veía reducido a permanecer en su lecho, víctima de un tumor maligno en la garganta, que conseguiría destruirlo, como no habían podido conseguirlo sus enemigos.

Finalmente, la que quedaba era Isabel. El pueblo empezaba a congregarse en torno de ella mientras él, Villena, el hombre que había jurado que la princesa jamás ascendería al trono, se moría sin remedio.

Cuando le dieron la noticia de la muerte de Villena, Enrique no podía creerla. Villena... ¡muerto!

«Pero... ¿qué haré?», se preguntaba. «Ahora, ¿qué haré?»

Continuamente rogaba y lloraba por su amigo. Él, que siempre había creído que moriría mucho antes que Villena, había perdido ahora a su amo y servidor y se sentía desvalido.

Su secretario, Oviedo, pidió hablar con él.

-Alteza, hay un asunto muy importante del que necesito hablaros -le dijo.

Con un gesto, Enrique indicó que lo escuchaba.

-En su lecho de muerte, el marqués de Villena puso en mis manos este papel. Es vuestro testamento, del cual él debía ser el ejecutor. Me he permitido echarle un vistazo, Alteza, y veo que es un documento de grandísima importancia, puesto que en él designáis heredera a la princesa Juana.

-Lleváoslo -se fastidió Enrique-. ¿Cómo puedo pensar en semejante cosa cuando mi querido amigo ha muerto y me encuentro completamente solo?

-Pero, ¿qué hago con él, Alteza?

-No me importa lo que hagáis con él. Lo único que deseo es que me dejéis en paz.

Con una reverencia Oviedo se retiró.

Al estudiar el testamento se dio cuenta de lo explosivo de sus términos, que de llegar a difundirse podían precipitar a Castilla en la guerra civil.

Sin poder decidir qué hacer, optó por guardarlo temporalmente en una caja que cerró con llave.

Sintiéndose no sólo enfermo, sino agotado por completo, Enrique regresó a Madrid. Sabía que Villena había sido un egoísta, un hombre tremendamente ambicioso, pero sin él se sentía perdido. Creía que el momento más desdichado de su vida había sido la época en que el marqués tomó partido por sus enemigos y brindó su apoyo al joven Alfonso, y recordaba la alegría que había sentido cuando volvió a contar con la lealtad del marqués.

-Y ahora estoy solo -murmuraba Enrique-. Él se ha ido antes que yo y todos los problemas de que estoy rodeado me enferman y me agotan.

Con frecuencia se sentía enfermo como consecuencia de la

enfermedad que había padecido en Segovia y de la cual jamás se había recuperado.

Muchas veces la compasión de sí mismo le llenaba de lágrimas los ojos, y sus médicos buscaban la forma de arrancarlo de su letargo, pero ahora no había nada que excitara su deseo de vivir. Sus amantes ya no le interesaban y nada había en la vida capaz de frenar al decaimiento de su espíritu.

Para cuantos estaban próximos a él en la corte se hizo evidente que Enrique tenía los días contados. Los nobles más ambiciosos empezaron a cortejar a Isabel. El cardenal Mendoza y el conde de Benavente, que primero habían apoyado a Alfonso y después a la Beltraneja, preparaban ahora un nuevo cambio de rumbo, esta vez en dirección a Isabel.

La infanta era la sucesora natural. Su carácter despertaba admiración; por su naturaleza, podría ser buena reina, y tenía en Fernando un marido enérgico y activo.

Por eso, entre otros, Mendoza y Benavente acudieron a la corte, para esperar allí la muerte del antiguo soberano y la designación del nuevo.

Era una fría noche de diciembre; corría el año 1474 y Enrique yacía en su lecho de muerte.

En torno de su cama se agrupaban los hombres que habían acudido a verlo morir y entre ellos estaban el cardenal Mendoza y el conde de Benavente. Por la habitación rondaba Oviedo, el secretario del rey, inquieto por la misión que tenía que cumplir.

-No puede durar mucho a juzgar por el estertor de su respiración -murmuró Mendoza al oído de Benavente.

-Imposible que le quede más de una hora de vida; es tiempo de administrarle los últimos sacramentos.

-Un momento, que intenta decir algo.

El cardenal y el conde cambiaron una mirada. Posiblemente sería mejor que nadie más que ellos escuchara lo que tenía que decir el rey.

-Alteza -murmuró el cardenal, inclinándose sobre el lecho-, vuestros servidores esperan vuestras órdenes.

-La pequeña Juana -murmuró el rey-. Apenas si es una niña... ¿Qué será de ella?

-Estará bien atendida, Alteza; no os preocupéis por ella.

-Imposible; fuimos tan descuidados... su madre y yo. Es mi heredera... la pequeña Juana. ¿Quién se ocupará de ella? Mi hermana Isabel es fuerte... y puede cuidarse... pero. La pequeña... es mi heredera, os digo. Es mi heredera.

-El rey divaga -se apresuró a decir el cardenal, y el conde hizo un gesto afirmativo.

-He dejado un testamento -continuó Enrique- y en él la proclamo mi heredera.

-¡Un testamento!

El cardenal se sobresaltó; la información era alarmante. Lo único que él y el conde esperaban para presentarse a rendir homenaje a Isabel era la muerte de Enrique y un testamento podía complicar considerablemente las cosas.

-Lo tiene Villena -murmuró el rey-. Se lo di a Villena...

-No cabe duda de que el rey delira -susurró el conde.

-Lo tiene Villena -insistió Enrique-. Él se cuidará de la princesa. Él salvará el trono para Juana.

Uno de los sirvientes se aproximó a los dos hombres que permanecían junto al lecho para preguntarles si debía llamar al confesor del rey.

-El rey está delirando -comentó el conde-. Cree que el marqués de Villena está aquí, en palacio.

Los ojos del rey se habían cerrado y la cabeza se le había caído hacia un lado. Su respiración era agónica. De pronto abrió los ojos para mirar a los que rodeaban su lecho, evidentemente sin reconocerlos.

-Villena -dijo después, y las palabras salían inciertas entre sus labios resecos-, ¿dónde estáis, amigo mío? Villena, aproximaos más.

-Su fin está próximo -suspiró el cardenal-. Sí, id a llamar al confesor del rey.

Mientras el conde y el cardenal salían de la cámara mortuoria, Oviedo corrió tras ellos.

-Señores míos, permitidme una palabra.

Los dos se detuvieron a escucharlo.

-El rey ha dejado en mi poder un documento que me inquieta

mucho -explicó Oviedo- y que estuvo en poder de Villena hasta la muerte de éste. El marqués me lo entregó para que se lo devolviera al rey, pero Su Alteza me dijo que lo guardara bajo llave y eso he hecho.

-¿Qué documentos es ése?

-Es la última voluntad del rey, señores míos.

-Pues debéis hacérnoslo ver sin demora.

Oviedo los condujo a una cámara donde guardaba sus documentos secretos y, abriendo la caja, sacó de ella el testamento y se lo entregó al cardenal.

De haber estado solo, el cardenal lo habría destruido; por el momento Benavente era su amigo, pero por entonces los ánimos cambiaban con gran rapidez en Castilla y Mendoza no se atrevió a destruir en presencia de testigos un documento de semejante importancia.

Benavente leyó sus pensamientos que compartía totalmente.

-No habléis con nadie de este documento -decidió el cardenal-. Llevádselo al párroco de Santa Cruz, en Madrid, y decidle que lo guarde bajo llave en lugar seguro.

Oviedo lo saludó con una inclinación y se retiró.

Durante unos segundos, el conde y el cardenal permanecieron en silencio.

-¡Venid! -exhortó después el cardenal-. Vamos a Segovia, a rendir allí homenaje a la reina de Castilla.




ISABEL Y FERNANDO

El día trece de diciembre del año de 1474, una procesión integrada por los nobles y los prelados más distinguidos de Castilla se dirigía al Alcázar de Segovia. Allí, bajo un rico dosel de brocado, rindieron homenaje a Isabel, reina de Castilla.

Todos la escoltaron hasta la plaza pública de la ciudad, donde se había levantado un estrado.

Ataviada con sus ropas ceremoniales, Isabel montó en su jaca y fue conducida hasta la plaza por los magistrados de la ciudad, mientras uno de sus funcionarios marchaba delante de ella, portador de la espada de estado.

Al llegar a la plataforma, Isabel desmontó para ascender a ella y ocupar su lugar en el trono que habían dispuesto allí.

Se sintió profundamente conmovida al mirar la muchedumbre que la rodeaba. Sentía que estaba viviendo uno de los grandes momentos de su vida, que empezaba a cumplir el destino para el cual había nacido.

Sólo había dos cosas que la apenaban; una era una desilusión, la otra la llenaba de amargura. La primera era que Fernando no estuviera presente para compartir con ella ese triunfo; pocas semanas antes de la muerte de Enrique había recibido una llamada urgente de su padre y había debido acudir a Aragón. La otra que su madre no pudiera saber lo que estaba viviendo ese día su hija.

Mientras Isabel, reina de Castilla por voluntad del pueblo de Segovia, ocupaba su trono, seguía resonando en sus oídos la voz de su madre:

-No olvides jamás que puedes ser reina de Castilla.

Y ella jamás lo había olvidado.

Oía cómo repicaban las campanas, veía las banderas y estandartes que ondeaban al viento, le llegaba el retumbar de los cañones y todo le decía: «He aquí a la nueva reina de Castilla».

Fueron muchos los que se arrodillaron ante ella para besarle la mano y jurarle fidelidad; e Isabel a su vez les decía con su joven voz dulce, musical, un tanto aguda y casi inocente, que haría todo lo que estuviera en su poder para servir a sus súbditos, por restaurar en Castilla la ley y el orden y por estar a la altura de su dignidad de reina.

-¡Castilla! -resonaban las voces entre la muchedumbre-. ¡Castilla para Isabel! ¡Castilla para el rey don Fernando y su reina doña Isabel, reina y propietaria de los reinos de Castilla y de León!

Oír que mencionaban a Fernando le alegró el corazón; ahora podría decirle que habían voceado su nombre y eso le agradaría.

Después descendió de la plataforma para encabezar la procesión que debía dirigirse a la catedral.

Allí Isabel escuchó el Te Deum y sinceramente rogó que le fuera concedido el auxilio divino para que jamás vacilara en el cumplimiento de sus deberes para con sus reinos y su pueblo.

Fernando se dio prisa en volver de Aragón e Isabel lo recibió con alegría.

¿Eran imaginaciones suyas o su marido llevaba la cabeza un poco más alta? ¿No se lo veía un poco más orgulloso, más dominador que antes?

-Primero sois mi esposa, Isabel, no lo olvidéis. Y sólo en segundo término, reina de Castilla -le susurró él durante un momento de pasión.

No esperaba respuesta, de modo que ella no le contradijo. Fernando había hablado como si las cosas no pudieran ser de otra manera, pero... no era así. Aun si Isabel no se hubiera dado cuenta antes, se le había hecho evidente después de las ceremonias celebradas en la plaza y en la catedral.

Aunque amaba a su marido con ternura -y con pasión-, aunque era esposa y madre, Isabel estaba casada con la corona, y el pueblo de Castilla, los sufrientes, los ignorantes, ésos eran sus hijos.

En ese momento no se lo diría, pero Fernando debía llegar a entenderlo. Y lo entendería, porque también él tenía su deber. Era menor que Isabel y, con toda su experiencia, tal vez fuera menos prudente, aunque... por nada del mundo ella se lo diría.

Ya entenderá, se dijo para sí; pero es menor que yo y no sólo en

años; además, es posible que por naturaleza yo sea más seria. Será necesario algún tiempo para que él entienda las cosas de la misma manera que yo.

El almirante Enríquez, abuelo de Fernando, estaba encantado con el giro que tomaban los acontecimientos y acudió a ponerse a las órdenes de su nieto.

Al día siguiente del regreso de Fernando se presentó ante él y lo abrazó con lágrimas en los ojos.

-Es éste el momento de mayor orgullo en mi vida. Seréis rey de Aragón y lo sois ya de Castilla.

Fernando parecía un poco mohíno.

-Aquí se oye hablar mucho de la reina de Castilla y muy poco del rey.

-Pues es algo a lo que hay que poner remedio -prosiguió el almirante-. Isabel ha heredado Castilla sólo porque aquí no existe, como en Aragón, la ley sálica. Si aquí tuviera vigencia seríais vos, en vuestra condición de primer varón en la línea de sucesión del trono, que os viene de vuestro abuelo Fernando, el rey de Castilla, e Isabel simplemente vuestra consorte.

-Exactamente -asintió Fernando- y eso es lo que yo desearía. Pero dondequiera que vayamos, es Isabel... Isabel... sin que jamás dejen de recordarme que ella es la rema propietaria. Es casi como si me aceptaran por resignación.

-Eso habrá que cambiarlo -aseguró el almirante-. Isabel hará todo lo que le pidáis.

Fernando sonrió con presunción, recordando la pasión con que su mujer lo había recibido, confiado en que tal fuera la verdad.

-Pues se cambiará, Isabel me adora y no es capaz de negarme nada.

Isabel lo escuchó consternada.

Fernando hablaba riendo, rodeándola con un brazo, rozándole el pelo con sus labios.

-Entonces será así, amor mío. El rey y su consorte bienamada, ¿eh? Es mejor así. Bien lo veréis vos, que sois tan razonable.

Aunque Isabel se sentía ahogada por la congoja, había firmeza en su voz al contestar:

-No, Fernando, no lo veo.

Con el ceño desagradablemente fruncido, él la soltó.

-Pero sin duda, Isabel...

No me habléis con esa frialdad, quería gritar ella, pero no dijo nada. Volvió a ver al pueblo congregado en la plaza... a esas buenas gentes que tanto habían sufrido bajo el mal gobierno de su medio hermano. Siguió sin decir nada.

-Entonces, ¡en tan poca estima me tenéis! -protestó Fernando.

-Os tengo en la mayor estima. ¿No sois acaso mi marido y el padre de mi hija?

El se rió con amargura.

-¡Me habéis traído aquí como semental! ¿Es eso todo lo que significo para vos? Que cumpla la función para la que lo han destinado, que aparte de eso, ¡poco cuenta!

-¿Cómo podéis decir eso, Fernando? ¿Acaso no os pido consejo? ¿No os escucho? ¿No gobernamos juntos estos reinos?

Fernando se irguió en toda su estatura. Por primera vez, Isabel advirtió en sus ojos la luz de la codicia, el gesto arrogante de la boca; percibir esos defectos, sin embargo, no fue causa de que lo amara menos, aunque la confirmó en la creencia de que debía ser ella quien reinara sobre Castilla y León.

-Soy vuestro marido -subrayó él-, y os corresponde escuchar mi consejo.

-En algunas cosas, sí -asintió Isabel, dulcemente-. Pero, ¿habéis olvidado que soy yo la reina de Castilla?

-¡Olvidarlo! ¿Cómo podría hacerlo, si vos no me lo permitiríais? Ya veo que al permanecer aquí me rebajo. Bien veo que no cuento aquí para nada. Señora... Alteza, no deseo ya permanecer aquí. ¿Es necesario que para retirarme solicite el permiso de la reina de Castilla?

-Oh, Fernando... Fernando... -rogó Isabel, cuyos ojos habíanse llenado de lágrimas.

Pero, tras una brusca cortesía, él ya se había retirado.

Fue la primera rencilla, pero Isabel se daba cuenta de lo fácilmente que habrían podido producirse otras.

Hasta ese momento Fernando había creído que no tendría dificultad alguna para relegarla a segundo plano.

Isabel deseaba ir a buscarlo, quería decirle que todo lo que ella poseía era de él también. ¿Qué me importa el poder, habría querido decirle, si por tenerlo pierdo vuestro amor?

Pero no podía olvidar la expresión con que él se había alzado ante ella, su Fernando, un poco vanidoso, un poco ávido. El apuesto y varonil Fernando, a quien le faltaban la modestia y la decisión de servir que eran características de Isabel.

Desde ese momento hasta el final de sus días, no podría haber en Castilla más que un gobernante, y ese gobernante debía ser Isabel.

La reina esperó, luchando con las lágrimas, procurando apaciguar su angustia.

No es el placer lo más importante; no es la felicidad, se recordaba sin descanso. Es cumplir con el propio deber, sea cual fuere la condición que nos haya asignado Dios.

En la corte no ignoraban que Isabel y Fernando habían reñido.

Complacido, el arzobispo de Toledo sonreía astutamente. Ésa era una situación grata a su corazón. El almirante le había llenado la cabeza al gallito de su nieto, pero el arzobispo estaba dispuesto a triunfar sobre el almirante, y si eso requería que Fernando se volviera enfurruñado a Aragón, pues era una lástima.

El arzobispo estaba encantado ante la perspectiva de domeñar la arrogancia de don Fernando.

-En Castilla no hay ninguna ley -precisó ante el Consejo del reino- que impida a una mujer heredar la corona. Por ello no se puede plantear siquiera que Isabel sea la consorte del rey Fernando. Es Fernando el consorte de la reina Isabel.

Fernando se puso furioso.

-No me quedaré aquí para que me insulten -declaró-. Me vuelvo a Aragón.

La noticia se difundió por el palacio y llegó a oídos de Isabel.

-Fernando está preparándose para regresar a Aragón... para siempre.

Fernando estaba un poco alarmado por la tormenta que había provocado.

Aunque él se sintiera ofendido y humillado, su padre le diría que era un tonto si regresaba a Aragón. Y bien que lo sería.

Era rápido de genio e impulsivo, pero jamás debería haber expresado su intención de regresar. Ahora no le quedaba más remedio que irse o colocarse en una posición aun más humillante si se quedaba.

En el palacio estaba difundiéndose ya la noticia de que había un desacuerdo entre Isabel y Fernando, ¡porque Fernando quería tener prioridad e Isabel se la negaba!

Al darse cuenta, por primera vez, de que en realidad era todavía muy joven, Fernando se sintió atónito.

Junto al palacio habían empezado a reunirse pequeños grupos de gente, en espera de la noticia de que el matrimonio, que tan ideal había parecido, se había deshecho, y de que Fernando regresaba a Aragón.

Todos respaldaban firmemente a Isabel, pensó Fernando mientras los miraba por la ventana, al observar la mirada hosca en sus rostros, y si persistía en su actitud, un clamor de hostilidad lo expulsaría de Castilla.

Pero, ¿qué podía hacer?

Sus sirvientes aguardaban órdenes.

-Me volveré a Aragón -había gritado Fernando en presencia de todos ellos-. ¡Estoy impaciente por sacudirme de los zapatos el polvo de Castilla!

Y ahora... esperaban.

Al oír que alguien entraba en la habitación, Fernando no se apartó de la ventana.

Cuando una voz pronunció con suavidad su nombre, se dio la vuelta.

Allí estaba Isabel; había dado a todos los sirvientes orden de retirarse y los dos estaban solos.

Durante unos segundos, él la miró hoscamente, y su amor por Fernando aceleró los latidos del corazón de la reina, que lo veía en ese momento como un niño malcriado, como la pequeña Isabel, la hija de ambos.

-Vamos, Fernando -murmuró Isabel-, no debemos ser enemigos.

-Parece que tal fuera vuestro deseo -masculló él, sin poder mirarla a los ojos.

Su mujer se acercó a tomarle la mano.

-No, está muy lejos de serlo. Era yo tan feliz, y ahora...

Se arrodilló a los pies de Fernando y levantó los ojos hacia él.

Durante un momento, Fernando pensó que Isabel venía a pedirle perdón, a ofrecerle todo lo que quisiera, con tal de que se quedara con ella.

Después, se dio cuenta de que hasta ese momento no había conocido a Isabel. Había conocido a una mujer dulce, que estaba ansiosa de agradarle, que lo amaba con una mezcla de pasión y de ternura; y él, demasiado atento a Fernando para ser capaz de atender a Isabel, había creído que la entendía.

Ella le tomó una mano y se la besó.

-Fernando -preguntó Isabel-, ¿por qué ha de haber entre nosotros esta rencilla? Estamos riñendo por el poder como riñen los niños por un puñado de dulces. Un día, vos seréis rey de Aragón, y tal vez alguna vez queráis pedirme que os ayude a resolver algún problema que se os plantee en el gobierno de vuestro país. Y yo sé que haré lo mismo con respecto al mío. Pensad que si en este asunto se respetara vuestro punto de vista y se introdujera en Castilla la ley sálica, nuestra pequeña Isabel ya no sería la he redera de Castilla y de León. Pensad en eso, Fernando. Vamos, esposo mío, os ruego, os suplico que no llevéis a la práctica la amenaza de abandonarme, porque yo os necesito. Sin vos, ¿cómo podría gobernar estos reinos? Cien veces por día os necesitaré, Fernando. Soy yo, Isabel, quien os lo pide... quedaos.

Su marido la miró. En sus ojos vio el brillo de las lágrimas, la vio arrodillada ante él. Pero aunque estuviera de rodillas, Isabel seguía siendo la soberana de Castilla.

Y le ofrecía una forma de salir del atolladero. <.Cómo podía Fernando regresar a Aragón con nobleza? Y lo que ella le decía era: «¿Cómo puedo vivir sin vos, Fernando, cuando os necesito tanto?»

-Tal vez me haya apresurado -murmuró-. Para un hombre, no es fácil...

-No, no es fácil -dijo ansiosamente Isabel, pensando en Fer-

nando el mimado de su padre y de su madre... y de ella. No, no era fácil para él limitarse a ser el consorte de la reina, cuando creía que debería haber sido el rey-. Pero sois ya el rey de Sicilia, Fernando, y un día lo seréis de Aragón. Y Aragón y Castilla se unirán. Fernando, no debemos permitir que se arruine la gran felicidad que nos hemos dado el uno al otro. Y pensad en la gran felicidad que aportaremos a Castilla y a Aragón.

-Creo que tenéis razón -admitió Fernando.

Ella le sonrió, y su sonrisa era radiante.

-Y como vos decís que me necesitáis tanto...

-Es verdad, Fernando, ¡es verdad! -exclamó Isabel, poniéndose de pie para arrojarse en sus brazos.

Durante un momento siguieron inmóviles, abrazados.

-Ya veis, Fernando -continuó la reina-, somos muy jóvenes y tenemos mucho por hacer y toda la vida por delante.

-Es verdad, Isabel -admitió él, tocándole la mejilla y mirándola como si la viera por primera vez y acabara de descubrir en ella algo que hasta entonces le había pasado inadvertido.

-Quiero que todos sepan que las cosas están bien -declaró Isabel- ... que todos puedan ser tan felices como nosotros.

Lo llevó hacia la ventana para que el pueblo los viera, a los dos, allí de pie.

Isabel puso la mano en la de Fernando, que se la llevó a los labios para besarla.

La comprensión popular fue inmediata.

-¡Castilla! -empezaron a gritar-. ¡Castilla para Isabel... y para Fernando!


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