Prólogo

He aquí material de primera mano. Pasó de la boca al papel rozando el oído. Confesiones sin cuento: de plano, de canto, directas, sin más deseos que explicar el arrebato. Recogidas en España, en Francia y en México, a través de más de veinte años, no iba -ahora- a aderezarlas: razón de su vulgaridad. Hiciéronlas intentando, sin duda, ponerse a bien con Dios, huyendo del pecado. Los hombres son como los hicieron y querer hacerlos responsables de lo que, de pronto, les empuja a salirse de sí es orgullo que no comparto. Los años me han abierto a la comprensión. Desembuchan escuetamente las razones nada oscuras que los llevó al crimen, sin otro que dejarse arrastrar por su sentimiento. Ingenuamente dicen -a mi ver- verdades.

Por otra parte, se parecen. ¿A quién extrañará? Un siciliano, un albanés mata por lo mismo que un dinamarqués, un noruego o un guatemalteco. No digo que un norteamericano o un ruso, por no herir fuertes susceptibilidades. No hacen alarde, se quedan en lo que son. Se dan a conocer con llaneza.

Reconozco que, para hacerles hablar sin prejuicios, recurrimos -que no lo hice solo- a cierta droga hija de algunos hongos mexicanos, de la sierra de Oaxaca, para ser más preciso. Pero no publico sino lo que fui autorizado por quien podía hacerlo. No doy nombres, pero los tengo. «Da esfuerzo al corazón el vino», se dice en una famosa novela española; no sólo al corazón. El hombre, a veces, no llega solo a sus límites. Grandes escritores he conocido que, como animales, necesitan de expedientes para llegar a lo más y vaciarse. Lo cual no sucede a pintores, ingenieros o arquitectos. Si es superioridad, lo ignoro. Nadie reconoce de buena gana sus faltas. ¿Quién no levanta sus ojos a Dios?

Esto que sigue no es sino murmullo -pedestre, pero murmullo. Murmullo de agua sobre musgo- como dijo, en francés cantarín, un empedernido pecador, con música adentro…

Posiblemente, como casi todo, no debí publicarlo. ¿Qué añado? Nada. Y si no se añade algo a la historia, nada vale.

El hombre de nuestro tiempo sólo considera fracasos. El último gran mito cae ya, no de viejo, sino por potente. La grandeza humana sólo se mide por lo que pudo ser. No vamos a ninguna parte, el gran ideal es, ahora, la mediocridad; vencer los impulsos. En la supuesta dignidad de castrarse han muerto muchos de los mejores. En su submundo estos humildes criminales se explican aquí sin saber siquiera cómo; pero no creo que den lástima. En eso son tan mediocres como nosotros, que no nos atrevemos a gritar en el enorme proceso de nuestro tiempo. Aceptamos lo que nos imponen con voluntad deliberada, no discrepamos, todos conformes. ¿Cómo ganarle a la fortuna con la sola mano? Empleo, evidentemente, un tono absurdo para presentar estos ejemplos. Me falta aliento para hacerlo a la pata la llana, que la retórica tiene eso de bueno: muleta y muletas. ¿A quién no se le han caído hoy las alas? Acobardados hasta los virtuosos, los que no alardean ¿a qué han venido? Nunca estuvimos más cerca de la tierra. Nos tragará sin rastro. No le echemos a nadie la culpa, se perdió la siembra, tal vez por el mal tiempo.

La sal de la sabiduría no mueve a risa, como no sea a los sabios, que se muerden la cola tras haberse merendado a sus hijos. ¿Qué hemos labrado? ¿Qué hemos arado? Sólo queda el juego, que depende del azar. Hay quien, feliz, no se cansa de jugar. Yo, sí. También estos que aquí confiesan: el miope, el de la vista cansada, dándose palos de ciego.

México, 1956.

P. D. – En contra de lo que se pueda suponer, sólo dos confesiones vienen de boca de alienados. En general, los locos fueron decepcionantes.

No están ordenados los textos ni por asuntos ni por países, aunque, a veces, para facilidad del lector, se dan en serie. Siempre que pude evité así la monotonía, que es otro crimen.

Añado bastantes, otros quedan perdidos en cien libretas que no son de hojear con detenimiento, sería no más perder tanto tiempo para tampoco (1968) [1].

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