INTRODUCCIÓN

Miguel de Unamuno (Bilbao, 1864 – Salamanca, 1936) ha ostentado durante mucho tiempo el primado de su generación y, en no pequeña medida, el de las letras españolas del siglo que ahora finaliza. Desde 1886 escribió cuentos. En conjunto, escribirá más de ochenta y tres, según última edición de sus obras completas, en los que luce su ingenio y gusto por lo paradójico y sorprendente. En ellos están quintaesenciados todos los temas que preocupaban al escritor vasco y penetran todos los géneros de que se sirve y a veces crea. Algunos son extractos de nivolas, a veces embriones, pues veía en el cuento la itineración hacia atrás de la vida, una incisión más profunda de lo vivido y la forma protoliteraria que recoge las resonancias más arcanas de la psique humana. Muestran también un individualismo en exceso, puesto en práctica muchas veces, especialmente a través de esa tan cacareada anécdota de la visita a Alfonso XIII, en la que da las gracias al Rey por la condecoración otorgada "y que -dijo- me merezco". José Carlos-Mainer (Prólogo general a las Obras Completas de Pío Baroja, Círculo de Lectores, Barcelona, 1997) enjuicia el distinto tratamiento que hicieron del yo los grandes autores modernistas españoles y no yerra cuando escribe "que Unamuno vivió la cuestión como un angustioso problema de fe, prisionero entre la tentación agonista y la tentación quietista ante la vida y su destino".

Tan indiscutible me parece la realidad de que el relato breve disfruta hoy en nuestro país de un momento de innegable esplendor literario como la de que sigue relegado a un sombrío segundo plano a nivel crítico y editorial. Los cuentos aquí seleccionados, aparte del indudable valor literario, contienen recuerdos, elementos costumbristas, caricaturas, filias y fobias, referidos a la personalidad del autor, a la peripecia íntima de los individuos, proyección del escritor que, por encima de todo, busca el "no morir", es decir, la inmortalidad -la del alma, si es posible, pero, en cualquier caso, la de la fama- del nombre en las generaciones venideras. En la tensión entre el hombre solitario que era y la compacta humanidad para la que escribía estableció don Miguel todas las tensiones.

Unamuno, protagonista de su vasta obra

La obra íntegra de Unamuno refleja en última instancia su omnipresente personalidad, cuidadosamente configurada como un personaje más y éste referido a una suerte de Unamuno profundo, insobornable "yo" que abarcaba los hasta cuatro "yoes" que, siguiendo a Oliver Wendel Holmes en una conocida broma literaria, distinguía el escritor: el que uno es, el que uno piensa que es, el que uno quiere ser, el que los demás piensan que es uno. Harriet S. Stevens ha descrito muy bien cómo los cuentos le tienen por protagonista: "Encarna unas veces en el personaje, revistiendo apariencia distinta de la suya, ocultándose apenas tras él; en otras narraciones se incluye en el relato como dialogante o monologante, y con sus preguntas y comentarios provoca confesiones, reminiscencias. Escucha al personaje y advierte cómo, por su comportamiento y sus palabras, éste va creándose. Los cuentos son conversacionales, tejidos con rumores, chismes de casino, cuchilleos de balcones y ventanas, murmuraciones que se evaporan en el aire y componen el inmenso "vaho humano", brumosa masa de palabras e inquietudes. Sus peculiares ingredientes, contradicciones y paradojas, ayudan a reflejar en pequeña escala una visión autónoma, un macrocosmos contenido en un microcosmos, cuyos instantes ciñen cosas eternas" ("Los cuentos de Unamuno", La Torre, núms. 35-36, Puerto Rico, julio-diciembre, 1961. Reproducido en Miguel de Unamuno, ed. de Antonio Sánchez Barbudo, Madrid, Taurus, 1974).

Siguiendo el lema de Ibsen, de Schiller, el escritor vasco prefirió vivir "solo -según lo retrató Ramón Gómez de la Serna {Retratos contemporáneos, Buenos Aires, Sudamericana, 1941)- y lleno de fe en sí mismo y en el porvenir: solo y fuera de esa llamada república de las letras, que no pasa de ser una feria de gitanos y chalanes", tratando de expresar su yo íntimo en todo lo que escribió aun en el más circunstancial artículo y comentario periodístico. Hay quien parece vacilar sobre el valor de lo que Unamuno hizo (en rigor, de lo que escribió), por no saber quién era, pero esto nadie mejor que su misma obra para decirlo; sus libros son, si no él mismo, su testimonio más veraz.

Originalidad de su narrativa

A su posición filosófica fundamental hay que atribuir su fuerte originalidad de escritor, sus innovaciones técnicas y, en definitiva, sus aciertos mayores. Francisco Ayala ("El arte de novelar de Unamuno", Realidad y ensueño, Madrid, Gredos, 1963) ha señalado la identidad que se opera entre novela y vida: "Su manera de comprender hombre y mundo, es decir, de comprenderse a sí mismo y de entender la vida, produce una obra literaria cuyas características formales deben reflejarla y comunicársela al lector con eficacia máxima". La personalidad absorbente tenía que arrebatarle toda sustantividad al conjunto de personas y cosas que pretende reproducir, conviertiéndolas en mera sombra de sí mismo, sin autonomía alguna. El escritor procede a desencarnar a sus personajes, desnudándoles del ambiente, sacándolos de toda circunstancia concreta. Para Antonio Sánchez Barbudo ("La experiencia decisiva: la crisis de 1897", Miguel de Unamuno, Madrid, Taurus, 1974, previamente en Hispanic Review, 1950) esta crisis religiosa resulta ser, aparte de un motivo directo de inspiración en las obras anteriores a 1900, una como fuente secreta de todo su pensamiento posterior, en cuya formulación intervinieron mucho sus lecturas, especialmente Kierkegaard.

En reiteradas ocasiones nos dejó su singular concepción de novela. En Cómo se hace una novela (1927) -cuyo título más apropiado quizá fuese "La novela de Unamuno"- se leen expresiones como ésta: "Escribir contando cómo se hace una novela es hacerla. ¿Es más que una novela la vida de cada uno de nosotros? ¿Hay novela que sea más novelesca que una auto-biografía?", insistiendo en el carácter autobiográfico que alcanza su obra. "Sí, toda novela, toda obra de ficción, todo poema, cuando es vivo es autobiográfico. Todo ser de ficción, todo personaje poético que crea un autor hace parte del autor mismo. Y si este pone en su poema un hombre de carne y hueso a quien ha conocido, es después de haberlo hecho suyo, parte de sí mismo". Y es que don Miguel defiende su yoísmo, su no ser de nadie ni pertenecer a nada; personalismo que le llevará a alguna arbitrariedad, como la célebre frase "¡Que inventen otros!". Y en Tres novelas ejemplares y un prólogo llega más lejos todavía a la hora de definir sus personajes de ficción: "Una cosa es que todos mis personajes novelescos, que todos los agonistas que he creado los haya sacado de mi alma, de mi realidad íntima -que es todo un pueblo-, y otra cosa es que sean yo mismo. Porque ¿quién soy yo mismo? ¿Quién es el que se firma Miguel Unamuno? Pues… uno de mis personajes, una de mis criaturas, uno de mis agonistas"

En semejantes términos se expresará en algunos cuentos. Así, en "Don Catalino, hombre sabio", el escritor aparece con su propio nombre discutiendo y exponiendo personales opiniones, emociones y reacciones: "Esto que yo le digo a usted, amigo don Miguel,…", en el que trata de mostrar al lector, entre bromas y veras, el horror implacable a las verdades científicas que dejan de lado el humanismo, el hombre. Igual ocurre en "Y va de cuento…", donde con tono juguetón, ligerísimo, se establece resueltamente la que pudiera llamarse teoría del cuento. Unas veces se introduce como personaje en la narración desde el principio -"A Miguel, el héroe de mi cuento, habíanle pedido uno"-; otras, con personaje interpuesto como en "La beca", hablando el autor en la persona del médico, y en "Una visita al viejo poeta" adonde el viejo poeta se enfrenta con el mismo problema que más tarde alcanzará a don Miguel, la escisión entre el ser íntimo y la imagen que ha creado la fama. Y es que para el escritor, bufón genial, pedagogo por vocación, juglar infatigable y proteico, pocos medios tan adecuados como el cuento para su tarea de decirse sin descanso, de mostrar cada día una parcela (cuando menos una parcela) de su personalidad total.

Características de los cuentos

Los cuentos de Unamuno, breves, fibrosos, de poca ficción, restringidos casi siempre, como sus novelas, a la narración de peripecias interiores, vibran con la luminosa intimidad propia de la poesía. Estamos de acuerdo con Stevens: son reflejo de los personajes en que don Miguel se divide, cada uno de los múltiples yos proliferantes del suyo engendra a otros, o por lo menos, según desde donde se le enfoca y capta, se presenta con diferente tono, colorido y matices. Características de este cosmos son la duplicación interior, el vaivén, el arabesco trazado por la oscilación desde el actuar de los personajes al pensamiento del autor, quien se proyecta y sitúa en el mismo plano, conversando y conviviendo con sus criaturas. Entre los personajes destacan las figuras no héroes como Celestino ("El semejante"), don Roque ("Solitaña"), don Hilario ("Sueño"), constituyendo intentos de exteriorizar ese recóndito modo de ser y, como tales, método de conocimiento, limitado y defectuoso sin duda, pero eficaz.

Clavería apunta que en "Y va de cuento…" puede verse qué técnicas literarias y qué armas empleaba Unamuno -a la manera de Montarco en otro cuento-ensayo- en una obra escrita teniendo muy presente la estulticia provinciana: desprecio del argumento y del interés de la narración, salidas ingeniosas, humorismo, paradojas… (Carlos Clavería, "Unamuno y la enfermedad de Flaubert", Temas de Unamuno, Madrid, Gredos, 1953). Y es que Unamuno busca el lector cómplice, el lector a quien todo escritor anhela y desea. A él se refería cuando escribió estos versos esclarecedores: "Aquí os dejo mi alma-libro / hombre-mundo verdadero./ Cuando vibres todo entero, / soy yo, lector, que en ti vibro". Hizo literatura en prosa y verso de su egotismo en el pensar y en el querer. El doctor Álvarez Villar [Medicina en España, 1966), a la luz de la tipología de Kretsmer y siguiendo a José L. Abellán [Miguel de Unamuno a la luz de la psicología, Madrid, Tecnos, 1964) vino a clasificar al rector de Salamanca entre los esquizotímicos: introvertidos, excitables, fanáticos y en continua regresión al mundo de su niñez. Y estos rasgos estarán presentes en el marco de varios relatos aquí reproducidos.

Nuestra edición: Breve presentación.

Una colección de cuentos del autor apareció en 1913, con el título El espejo de la muerte. Novelas cortas (Madrid, Renacimiento), cuyo título fue invención de Gregorio Martínez Sierra, reeditado varias veces en Buenos Aires, Espasa-Calpe, colección Austral. Se trata de un conjunto de 27 relatos, entre ellos el que da título al libro. Con posterioridad se han recogido, junto a otros, en el volumen Relatos novelescos (1886-1932) que contiene treinta y dos textos, incluidos en el tomo II de Obras Completas, ordenación, prólogo y notas de Manuel García Blanco (Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1951), los mismos de la edición del tomo V de O.C., De esto y de aquello (Afrodisio Aguado, Madrid, 1951) y con posterioridad en O.C. (Escelicer, Madrid, 1966-1971). Existe una interesante edición de Cuentos realizada por la profesora de Philadelphia Eleanor Krane Paucker (Madrid, Minotauro, 1961. Colección "Biblioteca Vasca", tomo IX, 1 y 2), que contiene sesenta y nueve relatos y, por último, la excelente edición del catedrático Ricardo Sanabre que presenta ochenta y tres cuentos en el estado actual de la cuestión (O.C., II, Biblioteca Castro. Turner, 1995), algunos de ellos recuperados de la casa-museo Unamuno de Salamanca.

La casi totalidad de los relatos que integran nuestro volumen Cuentos de mí mismo apareció por vez primera en la prensa de la época, pues ya en 1905 el autor se muestra convencido de su poder difusor: "… es preciso hoy en España que el catedrático sea publicista…, lo cierto es que la prensa es hoy el verdadero campo de extensión universitaria; la prensa es hoy la verdadera universidad popular" (O.C, VII, p. 619). Al final de cada cuento, siempre que nos ha sido posible precisarlo, encontrará el lector la fecha y lugar de su primera publicación.

Mención especial merecen "Don Catalino, hombre sabio", firmado primeramente en el semanario madrileño La Esfera (1915), apartado "Artículos y crónicas", e incluido con posterioridad en Humorismo internacional, "Colección ideal" (Barcelona, 1931), en el que hay relatos de más de treinta autores españoles y extranjeros, así como "Y va de cuento…" seleccionado por Menéndez Pidal en Antología de Cuentos de la literatura Universal (Barcelona, Labor, 1955, 3a edición). Algún otro, como "El desquite", figura en distintas Antologías especialmente dirigidas a un público juvenil.

Desde el primer relato, "Ver con los ojos", firmado cuando Unamuno tenía 22 años, hasta el último que se supone escribió, '"Al pie de una encina" (Ahora, Madrid, l-VIII-1934), el rector de Salamanca veía en el cuento una forma de diálogo directo con el lector, pues casi todos ellos tienen a aquél como protagonista. Nuestra selección ha consistido en espigar las veinte narraciones con mayor acopio de datos personales. El autor no deja de meterse físicamente en estas ficciones que resultan, a pesar de su forma, y a causa del empleo de la primera persona, autodiálogos. Así pretendemos acercarnos a la paradójica personalidad unamuniana, su concepto de la vida humana, su agonía y narcisismo. Son textos -como señala la profesora Paucker- "que le brotaron, como hijos de su carne y de su sangre, en cincuenta años de comercio con las musas". En vísperas de la conmemoración centenaria del 98, esta colección originalmente denominada Cuentos de mí mismo se reviste, por tanto, del mejor sentido de la oportunidad para leer la obra de uno de los integrantes más valiosos de esa generación. Y pasemos a presentar al lector, brevemente, estos relatos.

Con el seudónimo tan elocuente de Yo mismo publica don Miguel su primer cuento, "Ver con los ojos", que resulta una idealización de su noviazgo, concretamente la historia de un muchacho que pierde la alegría de vivir y se vuelve pesimista y amargado por culpa de sus lecturas filosóficas. Se salva cuando encuentra en Magdalena unos ojos para ver el mundo. Siempre elogió Unamuno los ojos de Concepción Lizárraga y su alegría. Como ya señalara Emilio Salcedo, uno de sus mejores biógrafos (Vida de Don Miguel, Salamanca, Anaya, 1964), son los ojos y la alegría de Magdalena (Concha) los protagonistas. El héroe, conquistado y curado por el amor, no puede ser otro que el mismo Unamuno, novio ya de quien más tarde había de ser su esposa Concha, "mi costumbre", como solía decir. Apreciamos un estilo bastante encorsetado en este primer cuento, con abundantes paradojas que tratan de sacudir la atención del lector. En la nota que encuentra la muchacha perteneciente al triste Juan se observan preocupaciones que ya inquietaban a don Miguel por esos años. Escrito dos años después de una crisis religiosa y a su regreso a Bilbao, vemos huellas de su propia juventud y tal vez de su vuelta, aunque no fuera duradera, a la fe sencilla. En el cuento parece burlarse de sí mismo, de su personalidad algo tétrica: "La vida es un monstruo que devora; sufre al sentirse devorada, y goza al devorar. Los placeres se olvidan, luego persisten los dolores amargando la vida". Efectivamente, rasgos de un intimismo que adornarán la obra posterior porque a Unamuno -como a Baroja y otros compañeros del novecientos- le importaban muy poco los géneros literarios, prestaba escaso respeto a los límites entre narración y cualquier otro tipo de creación.

En otro cuento temprano, "Las tijeras", dos viejos desahogan su bilis en los monólogos dialogados que sostienen en el café. Desde la cumbre de su soledad, miran la vida con desdén y gozan en maldecir de todo. Apenas saben nada uno del otro, pero no les importa porque lo que buscan en el contertulio es el eco de su alma. Unido a la idea de escisión de personalidad se halla la de lo hueco de ésta, la imposibilidad de conocer sus múltiples facetas, de saber cómo en verdad somos ni la idea que de nosotros tienen nuestros prójimos. El cuento, escribe Paucker, se relaciona con la novela corta Don Sandalio, de 1930, que a su vez tiene sus principios en un ensayo sobre El ajedrez de 1912. Carácter también embrionario de novela resulta "Solitaña" que tiene su origen en un juego de escuela. En el prólogo a De mi país (Madrid, 1903) se habla de él como elemento que incorporó a Paz en la guerra, El protagonista de "Solitaña" es otro tipo de inocente, de infeliz, como Pedro Antonio de Paz en la guerra, prototipo del "hombre dormido en la carne", cuya conciencia apenas funciona, tan soterrada está bajo las capas de la costumbre, la vida rutinaria, la "niebla de las pequeñas menudencias de cada día". La casa se parece a la del mismo Unamuno tal como la describe en "Mi bochito", incluido en De mi país. El tema del amor entronca con el de la vida intrahistórica del Unamuno contemplativo, esa intrahistoria que constituye la vida oscura, monótona e invulnerable, latente en las sombras; fluir de días y trabajos, sobre los cuales se construye la historia. El tema del pobre hombre que afronta con amor y resignación los avatares y desgracias es un motivo netamente noventayochista. Por eso termina así "Solitaña": "¡Bienaventurados los mansos!". También localizado en el País Vasco resulta "El desquite", escrito en tono coloquial y lúdico e inspirado, sin duda, en las correrías adolescentes del autor.

Los recuerdos de infancia se mezclan con preocupaciones y sentimientos del hombre maduro en los tres relatos siguientes: "La sangre de Aitor", "Chimbos y chimberos" y "San Miguel de Basauri en el arenal de Bilbao". Reflejan una imagen del paisaje natural y espiritual en que transcurrió la niñez de don Miguel. En estos años de la última década del siglo ya estaba escribiendo Paz en la guerra (1897), por lo que servirán de fondo, además, para su novela. El Unamuno contemplativo que busca el alma de lo español en el pueblo brilla con luz propia en estas tres piezas cortas.

En "El semejante" (1895), "Celestino el tonto" vuelca en un semejante enfermo, Pepe, el amor humano, amor humano de padre y madre. Varios críticos han observado en el personaje una prefiguración del Blasillo de San Manuel Bueno, mártir, cuya alma "lo abarcaba todo en pura sencillez; todo era estado de su conciencia". Aunque la torpeza e ineptitud mental apartan a Celestino de los hombres, su inocencia y candor le mantienen intrahistóricamente vinculado a la vida. Considera Harriet S. Stevens ("Los cuentos de Unamuno", cit.) la doble significación del título, que hace mención a Pepe, tonto como el protagonista, y también a la chispa de divinidad que los dos inocentes llevan dentro, brote de amor sentido tan natural y profundamente que les hace parecidos a Dios. El nombre de Celestino es ya simbólico: celeste, ángel, hijo del Creador. Todo se vuelve vivo al tocarlo la mano inocente del mentecato vagabundo: "Celestino el tonto sí que vivía dentro del mundo como en útero materno, entretejiendo con realidades frescas sueños infantiles… ignorante de sí".

El gran tema de Unamuno, el afán de inmortalidad, queda expuesto en los cuentos "Sueño", "Una visita al viejo poeta", "Don Martín, o de la gloria" y "El abejorro". En "Sueño", don Hilario, empedernido lector que acaba por leer catálogos, acaricia la imagen del sueño pero entra en un profundo desasosiego pensando en "la nada, que le aterraba más que el infierno". "¡La nada!, estar cayendo por el vacío inmenso… no, no estar cayendo siquiera…", que muestran el pensamiento existencialista del su autor (F. Ayala, "El arte de novelar en Unamuno", citado). En "Una visita al viejo poeta" encontramos a un poeta que ha renunciado a la gloria literaria; un escritor que prefirió recrearse en la intimidad de su alma, buscando a Dios, a falsearse, a traicionarse. Diríamos -siguiendo a Sánchez Barbudo- que Unamuno se imagina a sí mismo en la situación en que se habría encontrado de haber hecho, a raíz de su crisis, lo que no hizo: haberse recluido en el convento, o al menos en su casa, ajeno a la ambición del literato: "No quiero inmolar mi alma en el nefando altar de mi fama, ¿para qué?". El poeta del relato vive en una como "jaula", en "un bosquecillo enjaulado". Si Unamuno estuvo realmente en 1897 tres días en un convento, podría afirmarse que recuerda el episodio y hasta el lugar. Vive el poeta en una de las "desiertas callejuelas que a la Colegiata ciñen" y allí va a visitarle un joven literato, al cual, hablando melancólicamente en un "pequeño jardinillo emparedado" le dice el viejo: "¡Si oyese usted como resuena… mi alma!". Y es que Unamuno hizo literatura de su dolor. En carta de 16 de agosto de 1899 a su amigo Jiménez Ilundáin (Hernán Benítez, El drama religioso de Unamuno, Buenos Aires, 1949), declara: "Estoy trabajando en dos artículos, uno para El Imparcial, y otro para La Ilustración Española y Americana. En uno de ellos, que es el relato de una supuesta visita al viejo poeta encerrado en su ciudad nativa, una ciudad dormida, quiero poner el alma y no sólo el pensamiento (Subrayado nuestro). El viejo poeta, como el autor hará más tarde, se enfrenta agónicamente a su sempiterno problema: "…No, no quiero que mi personalidad, eso que llaman personalidad los literatos, ahogue a mi persona…". Sabido es que para el rector de Salamanca la poesía y los poetas tienen importancia capital, siendo el poeta el único conocedor de la realidad, el único sabio posible gracias a su método irracional: poesía, locura o pasión. "El abejorro" también muestra algunos hilos característicos de su pensamiento. Creemos que el protagonista anónimo guarda relación con la infancia del escritor, momento en el que germina el carácter y se nace al sentimiento. El zumbador animalillo no le obsede por el recuerdo de la muerte asociado a su presencia, sino por cuanto tiene de memento acusatorio. Oscuramente vinculado a la conciencia paternal, se convierte en símbolo del Padre (con mayúscula), del Creador, a cuya voluntad debemos la vida, y la libertad para usar de ella. Don Miguel apenas conoció a su padre, que murió en 1870, cuando contaba seis años. Otro tanto ocurre en "Don Martín, o de la gloria" cuyo protagonista es un escritor consumido por el ansia de inmortalidad. No le interesa su existencia actual; sólo piensa en perdurar. Observa Stevens cómo el personaje también desprecia la imagen que de él fabricó la fama, lograda por obras llamadas a sobrevivir, en tanto el autor fatalmente perecerá. Don Martín, como muchas criaturas unamunianas, padece la angustia existencial heredada de su creador; es causa de ella la convicción de que el hombre nace para morir, surgiendo de la nada para desembocar en la nada y sintiendo la vida como paréntesis sin trascendencia.

El gran personaje unamuniano, don Manuel de San Manuel, Bueno, mártir, se encuentra preludiado en "El maestro de Carrasqueda" de 1903, donde una comunidad aldeana vive espiritualmente animada por virtud de un hombre excepcional. Aquí el problema es todavía el de la regeneración de España; y la acción se sitúa en el futuro: "Los que hemos conocido [al maestro don Casiano] en este último tercio del siglo XX, anciano, achacoso, resignado y humilde, a duras penas lograremos figurarnos aquel joven fogoso, henchido de ambiciones y de ensueños, que llegó hacia 1920 al entonces pobre lugarejo en que acaba de morir". Uno y otro, don Casiano y don Manuel, aunque en distinto plano, son padres espirituales de su pueblo. Al maestro lo habían llevado a morir a su escuela y a san Manuel también "se le puso, en el sillón, en el presbiterio, al pie del altar. Tenía entre sus manos un crucifijo".

La confidencia alcanza su más inspirada expresión artística y humana en "La locura del doctor Montarco" de 1904, narración muy citada por los críticos, pues acaso la circunstancia de su publicación en un volumen de Ensayos (Residencia de Estudiantes, Madrid, 1917) propició una sobrevaloración de la ideología. Tal vez se propuso el autor mostrar cómo en otros géneros literarios podía y sabía prolongar en forma atrayente (y más duradera) los temas y problemas expuestos en páginas doctrinales. Las ideas no importan tanto como la forma en que se expresan: "¿Qué diríamos -pregunta- del que para juzgar de la Venus de Milo hiciese, microscopio y reactivos en mano, un detenido análisis del mármol en que está esculpida? Las ideas no son más que materia prima para obras de filosofía, de arte o de polémica". Y la afirmación debe recordarla quien aspire a entender la estética de Unamuno; puesta donde la leemos previene contra la posible confusión derivada de considerar más importantes las ideas del doctor Montarco que el personaje en quien encarnan y toman asiento. Como acertadamente escribe Stevens, la importancia de este doctor entre las figuras de ficción inventadas por Unamuno estriba en dos cosas: su quijotismo y su carácter de portavoz oficioso del autor… Montarco-Unamuno representa en el ambiente burgués una regresión idealista, un avance hacia la utopía, una crítica del realismo literario. La narración muestra las cualidades innovadoras de estos cuentos, -escritos o ideados- y la reacción del público frente a ellos. El doctor Montarco, ciudadano tan normal y serio en su vida familiar y profesional como el catedrático de griego de la Universidad de Salamanca, da un día un paso trascendental: "Publicó en un semanario de la localidad su primer cuento, un cuento entre fantástico y humorístico, sin descripciones y sin moralejas". La incomprensión del medio ambiente para su obra le indigna, pero no le detiene. Sigue escribiendo: "Cada vez eran sus cuentos, relatos y fantasías más extravagantes, según se decía, y más fuera de lo corriente y vulgar (…). Entercóse en proseguir con sus relatos, relatos tan fuera de lo que aquí, en España, es corriente…", por lo que Montarco pierde su clientela y acaba por ser declarado demente y encerrado en un manicomio. De acuerdo con Carlos Clavería (en Temas de Unamuno, cit.), "en la caracterización unamuniana de los cuentos de Montarco, que era de los suyos propios, don Miguel de Unamuno destaca lo extravagante y lo extranjero de esas piezas literarias y lo fantástico y humorístico de sus temas". Y es que Montarco, como don Miguel, no se conforma con vivir; quiere sobrevivir en lo extraordinario, en lo polémico y en lo imposible.

Tanto "La locura…" como el relato que sigue, "Y va de cuento…", fueron compuestos en el período de gestación de su Vida de Don Quijote y Sancho. En su reclusión, el doctor Montarco lo que más lee es el Quijote y en "Y va de cuento…", haciendo gala de una gran dosis de ironía, el narrador-autor va deshilvanando algunas de sus paradojas: "Yo, que, como el héroe de mi cuento, soy también héroe y catedrático de griego, sé lo que etimológicamente quiere decir eso de paradoja…". Clavería sostiene que puede fecharse la redacción del cuento en 1905, poco después de la publicación del comentario a la novela cervantina que da ya un buen ejemplo de la confusión en las esferas de personajes, lector y autor, en el escenario de la ficción o del relato, que se va haciendo entre ellos: "Dejamos a nuestro héroe -empezando siéndolo mío y ya es tuyo, lector amigo, y mío; esto es, nuestro- de codos sobre la mesa…". Nos revela las angustias del autor que tiene que escribir y que tiene que inventarse un asunto y un héroe novelesco, ya que "a Miguel, el héroe de mi cuento, habíanle pedido uno" […] "¡Y no soy cuentista!… Y no, el Miguel de mi cuento no era un cuentista. Cuando por acaso los hacía, sacábalos, o de algo, que, visto u oído, habíale herido la imaginación, o de lo más profundo de las entrañas". Pero el Miguel de "Y va de cuento…" estaba publicando o proyectando otros cuentos. La relación del autor con sus personajes, como la de Dios con sus criaturas, la necesidad de ellos que Unamuno sintió les hacen superiores y autónomos. Este problema se plantea aquí antes del muy conocido de Niebla (1914) donde Agustín, el "ente de ficción", se enfrenta con el propio autor para gritarle: "¡Quiero vivir, quiero ser yo!" en actitud paralela a los gritos que Unamuno lanzaba hacia su Creador: "Los cuentos de mi héroe tenían para el común de los lectores de cuentos un gravísimo inconveniente, cual es el de que en ellos no había argumento, lo que se llama argumento…".

En "El Canto adánico" se aprecian las preocupaciones del protagonista por la lírica, que "cuando es sublime y espiritualizada acaba en enumeraciones", en poner nombre a las cosas como hizo Adán. También don Miguel sintió una gran pasión por la poesía. En el Prólogo al Cancionero la resume así: "Creo haber maridado dos pasiones, la del sentimiento de la vida humana, deseándose divina, y la del lenguaje en que ese sentimiento se expresa". El autor irrumpe impetuosamente en "La beca" (1913), cuento siguiente, para expresar cómo "el padre come al hijo, devorándole poco a poco…". Francisco Ayala estudia este cuento y destaca cómo Unamuno, lleno de cólera, imputa al progenitor lo que el buen señor jamás hubiera admitido, cuánto le indigna la conducta egoísta de aquellos progenitores: "-Ahora, ahora que iba a empezar a vivir…- se lamenta la madre – Sí, muy triste -murmuró el padre, pensando que en una temporada no podría ir al café".

La célebre frase de Rabelais, en el siglo XVI, "ciencia sin conciencia no es más que ruina para el alma", cobra vida en "Don Catalino, hombre sabio" de 1915. El mensaje resulta clarividente: Hay una burla de la Ciencia, escrita con mayúsculas, que trae a nuestra memoria el clima de la novela Amor y pedagogía (1902) y del ensayo Contra el purismo (1903). El autor aparece con su mismo nombre e idiosincrasia y don Catalino como amigo e interlocutor. Francisco Ayala ha subrayado esta desconfianza unamuniana frente a las especulaciones racionales, manifestando que el uso de razón parece excluido por completo del mundo novelesco unamuniano. Stevens, por su parte, va más allá: "Bajo el humor, más bien templado, se trasluce con clarividencia el temor de Unamuno al daño que la llamada actitud científica puede ocasionar al hombre (…). En realidad, Unamuno está señalando el pedantismo y el autoritarismo del personaje, y a través de él una perniciosa característica de los tiempos modernos…". Lo que sí queda claro es que a partir de estos años Unamuno no deja de mostrar una posición anticientificista, antieuropeizante, irracional e individualista. Quizá la guerra mundial mostraba al rector de Salamanca a dónde conducían los adelantos de la ciencia aplicada, por lo que justifica le diviertan más "las aventuras de Belerofonte o la leyenda de Edipo, que no el binomino de Newton. Y en cuanto a utilidad -prosigue irónicamente-, como al fin y al cabo se ha de morir uno…".

El tema de "La revolución de la biblioteca de Ciudámuerta" aparecía en el prólogo a Amor y pedagogía donde cuenta el autor su experiencia con un librero que quería que todas sus obras se publicasen del mismo tamaño. El joven bibliotecario del cuento que despotrica contra la haraganería y tontería tiene muchos rasgos quijotescos, unamunianos; sostiene con sobradas razones que "la tontería más que la mala intención, que la inepcia y la incapacidad, son la fuente del enorme montón de menudas injusticias -como una montaña de granos de arena- que produce el general descontento público". Y por último hemos querido incluir en nuestra selección el que creemos último relato que escribió don Miguel, "Al pie de una encina" {Ahora, Madrid, 1-VIII-1934). Aparece el deseo de paz, su preocupación por la fama, pues si ya no puede estar seguro de la de su alma, quiere buscar la otra, la de su nombre. Unamuno establecería el siguiente imperativo moral (parafraseando a Kant): "Obra de modo que merezcas a tu propio juicio y a juicio de los demás la eternidad, que te hagas insustituible, que no merezcas morir". Así, según él, Cervantes era inferior al Quijote, pero Unamuno, al revés, era superior a su obra, queriendo significar con ello que ni los cuentos todos que escribió, ni los ensayos, ni sus innovadoras nivolas conseguirían penetrar en el secreto de la vida y la personalidad. Vicente Gaos (Los géneros literarios en la obra de Unamuno", Claves de literatura española, Madrid, Guadarrama, II, 1971) lo ha expresado certeramente: "El hombre -el yo de carne y hueso que se expresó colmadamente a través de todos esos géneros- los excede". En conclusión, a través de estas narraciones, de estos Cuentos de mí mismo, llega a nosotros el eco inquietante de don Miguel de Unamuno, de una personalidad escéptica, agónica y polémica que reitera en todas y cada una de sus criaturas de ficción y harán las delicias de los lectores.


Tarragona, noviembre 1997

Jesús Gálvez Yagüe

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