Capítulo 12

Daisy dejó a Pippen sobre la cama de su madre y entrecerró la puerta de la habitación. Su pequeño mundo era ahora totalmente caótico y debía de estar completamente agotado por todo lo sucedido. Daisy había llevado al niño al hospital esa misma mañana para que viese a su madre y no había querido irse. Estaba asustado y contrariado y no dejó de llorar en todo el trayecto de vuelta a casa, aunque finalmente, cuando ya casi habían llegado, el sueño lo venció. La madre de Daisy se había quedado en el hospital con Lily: quería hablar con el médico para saber cuándo le daría el alta médica a su hija.

Daisy se puso una camiseta verde botella sin mangas y unos pantalones cortos de color caqui. Se recogió el pelo a la altura de la nuca con un pasador negro muy grande. Estaba exhausta y necesitaba con urgencia una buena dosis de cafeína. Podría haberse echado junto a Pippen, pero Nathan no estaba en casa y no quería que la encontrara dormida cuando regresase.

Bajó las escaleras y sacó una Coca Cola de la nevera. En la puerta, bajo un imán con la forma del estado de Tejas, había una nota de Nathan. En ella decía que había salido a dar una vuelta con su monopatín. No especificaba cuándo iba a volver. Tendría que haberle recordado a su hijo que siempre debía decirle la hora en que pensaba volver para no preocuparla sin motivo.

Aunque aquello era Lovett, se dijo. No había mucho de lo que preocuparse allí. No existían muchas posibilidades de meterse en problemas. Aunque si algo había aprendido del hecho de tener un hijo es que cuando no había problemas los muchachos se los inventaban. Si encontraban un charco, se metían en él. Si veían una piedra la convertían en un arma arrojadiza. Si tropezaban con una lata de Coca Cola la hacían pedazos, y si tenían que bajar unos cuantos escalones lo hacían en monopatín, se caían de bruces y acababan con algunos puntos en la cabeza.

Sonó el timbre de la puerta justo cuando Daisy estaba abriendo la lata de Coca Cola. Bebió un buen trago camino del salón. Había un cuenco de cristal con frutos secos sobre una mesita de madera y dejó la lata junto a él. Abrió la puerta esperando que Nathan le hiciese alguna de sus absurdas bromas. Quería que lo tratasen como a un adulto, pero a veces no podía evitar comportarse como un niño. Quien había llamado a la puerta, sin embargo, no era su hijo.

Jack estaba allí plantado en el porche de su madre, bañado por el sol. Las sombras que proyectaba su sombrero le cubrían la mitad del rostro. Daisy sintió que le daba un vuelco el corazón y, antes de poder articular palabra, esbozó una sonrisa.

– Qué tal.

– ¿Estás sola? -le preguntó Jack borrando de golpe su sonrisa con el tono frío de su voz.

«Lo sabe»; ése fue el primer pensamiento de Daisy, aunque lo rechazó al instante. No tenía modo de saberlo.

– Pippen está arriba durmiendo -explicó Daisy.

– ¿Dónde está Nathan? -preguntó él.

«Oh, Dios mío.» La inquietud empezó a abrirse paso en su interior.

– Dando una vuelta con su monopatín.

Jack no esperó a que le invitase a pasar.

– No. Te equivocas -le corrigió Jack adentrándose en la casa y dejando a su paso el aroma de aquella cálida mañana tejana. Le tendió a Daisy el monopatín de Nathan al pasar a su lado.

Daisy se hizo con él y lo abrazó contra su pecho. La ceñida camiseta de Jack marcaba los músculos de su pecho y de sus brazos, parecía más grande y más fiero de lo habitual.

– ¿Dónde está? -preguntó.

Jack se volvió y la miró a los ojos durante unos interminables y silenciosos segundos.

– No lo sé.

– ¿Por qué tienes tú su monopatín?

– Vino a verme esta mañana.

– ¿En serio? -Que Nathan fuese al taller de Jack no era fruto de la coincidencia. Daisy no se lo esperaba, pero tampoco le sorprendió: Nathan era de ese tipo de chicos que primero saltaban del tejado y después se paraban a pensar. Igual que Jack a su edad.

– Se olvidó del monopatín al marcharse -explicó Jack.

No creía que le hubiese dicho nada a Jack sobre su paternidad biológica. Pero, por otra parte, tampoco se le habría ocurrido jamás pensar que su hijo pudiese presentarse por su cuenta en el taller.

– ¿Qué te dijo? -quiso saber Daisy.

– Habló de Steven y de Monster Garage.

«Tal vez no lo sepa.» Quizá estaba ofuscado por alguna otra razón totalmente diferente. Después de todo, se trataba de Jack. El rey de los ofuscados.

– ¿Eso fue todo? -preguntó ella.

– Yo creo que pasó por allí para verme de cerca -dijo Jack; alzó el ala de su sombrero y Daisy lo observó con detenimiento. La rabia que observó en sus ojos ya era bastante explícita, pero sus palabras disiparon toda duda-: He leído la carta de Steven.

Ahora sí que estaba sorprendida.

– ¿Cómo conseguiste la carta de Steven?

– Me la diste el sábado.

¿Se la había dado? No lo recordaba. Habían pasado demasiadas cosas ese sábado.

– ¿Y no la has leído hasta hoy?

– No tenía la más mínima intención de leerla -admitió Jack y, en un tono frío y aparentemente calmado, prosiguió-: Dímelo, Daisy. Quiero oírtelo decir. Después de todos estos años.

Su aparente calma no la despistó ni por un segundo. La ira manaba del cuerpo de Jack como una ola de calor sobre el asfalto. Parecía que el corazón fuese a salírsele del pecho. Había esperado quince años para enfrentarse a ese momento. Sabía que tenía que ocurrir tarde o temprano, así que no tuvo más remedio que decir:

– Es tu hijo, Jack.

La expresión de Jack no varió ni un ápice.

– ¿Él lo sabe?

– Sí. Lo sabe desde hace muchos años.

– Así que soy el único que no estaba al corriente.

– Sí.

– ¿Tienes una remota idea -dijo Jack con la misma calma aparente- de lo que me gustaría hacerte en este preciso momento?

Sí, se hacía una idea. No creía que Jack fuese a hacerle daño, pero dio un paso atrás.

– Iba a contártelo -se explicó Daisy.

– ¿Ah, si? -Jack enarcó una ceja y preguntó-: ¿Cuándo?

– La primera noche que nos vimos. Fui a tu casa para explicártelo, pero Gina estaba allí. Te dije que tenía que hablar contigo de algo importante. Te lo dije esa noche y también cuando nos vimos en la boda de Shay, y en la pizzería, y en el Slim. -Daisy se puso roja como un tomate y dio otro paso atrás para dejar el monopatín sobre el sofá tapizado con motivos florales de su madre-. Fui a tu taller el sábado para contártelo, pero entonces… Lily estampó su coche contra el salón de Ronnie. Por eso olvidé que te había entregado la carta de Steven. -Se quitó el pasador del pelo y respiró hondo. Jack tenía todo el derecho a enfadarse. Debería haberle hablado de Nathan hacía muchos años. Era una cobarde-. Por eso he venido a Lovett. He venido a decirte que tienes un hijo.

Jack fijó la mirada en los ojos de Daisy y dijo:

– Tiene quince años.

Daisy se echó el pelo hacia atrás y volvió a recogérselo.

– Sí, así es.

– Me lo estás contando con quince años de retraso. Deberías habérmelo dicho cuando tuviste la primera falta de la regla. -Jack recapacitó durante unos segundos y añadió-: A menos que no supieses quién era el verdadero responsable.

– Lo sabía. -Aseguró Daisy. Jack no estaba siendo justo-. Tú fuiste el primer hombre con el que estuve. ¿Cómo es posible que me digas una cosa así?

– Tal vez sea porque pocos días antes de casarte con mi mejor amigo te estabas acostando conmigo. ¿Cómo voy a estar seguro de que no te acostabas con los dos a la vez?

– Sabes que no fue así. Te estás poniendo un poco borde.

– Tú no sabes lo que es ponerse borde -dijo Jack y finalmente sus verdaderos sentimientos salieron a la superficie. Dio un paso hacia ella y la miró de frente. Entrecerró los ojos y endureció el rictus de su mandíbula-. Hiciste lo más rastrero que se le puede hacer a un hombre. Concebiste a mi hijo y lo apartaste de mí. Tendría que haber estado presente cuando nació. Tendría que haber estado allí para verlo. Para verle dar sus primeros pasos y montar por primera vez en bicicleta. Tendría que haber oído sus primeras palabras, pero no fue así. Fue Steven. Steven escuchó cómo le llamaba papá, pero yo no. -Su seriedad era extrema cuando añadió-: Tienes suerte de no ser un hombre, porque si lo fueses te dará una paliza de muerte ahora mismo. Y disfrutaría con ello.

Una de las cosas más difíciles que Daisy había hecho en toda su vida fue estar allí, frente a Jack, y aguantarle la mirada sin retroceder un solo paso más.

– Tienes que entender que nunca pretendimos hacerte daño. Los dos te queríamos.

– Chorradas -espetó Jack.

– Es la verdad -insistió Daisy.

– Si eso es lo que le haces a las personas a las que amas, no quiero ni imaginar lo que tienes reservado a las que odies.

A Daisy empezó a dolerle la cabeza y se llevó una mano a la frente, pero siguió aguantándole a Jack la mirada y prosiguió:

– Recuerda cómo eran las cosas entre nosotros por aquel entonces. No hacíamos más que discutir y pelear. Cuando me faltó la regla la primera vez me asusté mucho, pero me dije que debía ser un retraso. Tras la segunda falta opté por no prestarle atención, pero con la tercera pensé que ya era demasiado retraso y que tenía que afrontarlo. -Bajó la mano-. Acababan de morir tus padres y estabas pasando una mala época. La noche que vine a decirte que estaba embarazada me dijiste que necesitabas estar solo. Creí que ya no me querías. No supe qué hacer. -Empezaron a escocerle los ojos, pero se negó a llorar-. No tenía a nadie con quien hablar excepto Steven. Acudí a él y me propuso que nos casásemos. Me dijo que cuidaría de mí y del niño.

– Te olvidaste de que era mi hijo. Deberías habérmelo dicho antes de marcharos los dos a Seattle.

– Íbamos a decírtelo, pero creímos que cuando te enteraras te sentirías obligado a casarte conmigo, y no estabas en situación de cuidar ni de mí ni del niño. Sólo tenías dieciocho años y mucho peso que cargar sobre los hombros. Parecía la única solución posible.

– No, fue la más sencilla para ti -dijo Jack-. Steven tenía dinero y yo no tenía nada.

– No me casé con Steven por eso. Sabes que siempre había querido a Steven. Si no estuviese tan enfadado, recordarías que también le querías. -Daisy apoyó las manos en los antebrazos de Jack. Tal vez no llegase a perdonarla jamás, pero tenía que hacerle entender-. Me casé con él porque estaba asustada. Tú ya no me amabas, y yo no sabía que hacer.

– ¿Cómo te sentiste, Daisy? -le preguntó Jack en un tono más bajo, con voz áspera y suave al mismo tiempo-. ¿Cómo te sentiste al darme la espalda por no estar enamorado de ti? ¿Llevarte a mi hijo te hizo sentir mejor? ¿Fue una venganza satisfactoria para ti?

– No tuvo nada que ver con la venganza.

Jack agarró a Daisy por las muñecas y las apartó de sus antebrazos.

– ¿Acostarte con Steven Monroe hizo que dejases de pensar en mí? ¿Dejaste así de quererme? ¿Pensabas en mí cuando hacías el amor con Steven?

– ¡No! -gritó ella.

– ¿Te acuerdas de cómo eran las cosas cuando estábamos juntos? -Jack bajó un poco más la voz, la cogió por las muñecas y se las colocó a la espalda-. Era estupendo. -La atrajo hacia sí y le habló al oído-. Todavía sigue siendo estupendo.

El ala de su sombrero rozó la cabeza de Daisy.

– Para, Jack.

– ¿Os reíais juntos todos estos años cuando pensabais en lo que me habíais hecho?

– No, Jack. Las cosas no fueron así. Nunca nos reímos. -Daisy sentía los fuertes latidos de su corazón en el pecho-. Créeme. Sé que deberíamos habértelo dicho mucho antes.

– ¿Quién figura como padre del niño en el certificado de nacimiento? -preguntó Jack en voz muy baja.

– Steven.

Jack la miró a los ojos y exclamó:

– ¡Maldita seas, Daisy!

– Creímos que sería lo mejor para él cuando fuese al colegio. Lo siento.

– Me importa una mierda lo mucho que lo sientas. Porque no es ni siquiera la mitad de lo que vas a sentirlo a partir de ahora.

– ¿A qué te refieres? -preguntó Daisy.

Jack le soltó las muñecas, deslizó las manos hasta los hombros de Daisy, y dijo:

– Escogiste a Steven en lugar de a mí porque yo era un chico pobre con las manos sucias de grasa que trabajaba en el taller mecánico de su padre…, pero ahora las cosas son diferentes. Ya no soy pobre, Daisy. Puedo permitirme un buen abogado, y eso es lo que voy a hacer. Lucharé contra ti.

– No vamos a luchar.

– Quiero conocer a mi hijo -dijo Jack.

– Ahora podrás conocerle. Yo también lo deseo. Y cuando nos vayamos…

– Cuando tú te vayas -la interrumpió Jack-. Él se queda.

– Eso es ridículo. No va a quedarse aquí contigo. Vive conmigo en Seattle.

– Ya lo veremos.

– Sé que estás enfadado. No te culpo.

– Qué consuelo saber que no me culpas -dijo Jack en tono irónico. La soltó y se dirigió hacia la puerta.

– Tendría que haberte hablado de Nathan hace muchos años -admitió Daisy-, pero no hay razón para que lo castigues a él por mi culpa. -Siguió a Jack hasta el porche-. Ha tenido que pasar por un mal trago. Perdió a su padre y ahora esto…

Jack se volvió tan deprisa que Daisy chocó con él.

– No ha perdido a su padre. Steven Monroe no era su padre -puntualizó Jack.

Daisy prefirió no añadir que para Nathan su padre siempre había sido Steven y que lo quería con locura.

– Nathan ha sufrido lo suyo estos dos últimos años. Necesita un poco de calma en su vida -explicó Daisy sin admitir que a ella también le convenía-. Hablaré con él. Veré qué es lo que quiere hacer y te llamaré.

– No voy a esperar a que me llames, Daisy Lee -dijo Jack mientras seguía caminando en dirección al mustang que estaba aparcado junto a la acera-. Cuando hable con Nathan seré yo quien te diga cómo van a ser las cosas -añadió mientras e alejaba, con el sol bañando su sombrero y sus anchos hombros.

– ¡Espera! -exclamó Daisy bajando las escaleras a toda prisa-. No quiero que hables a solas con él. Yo soy su madre. A ti no te conoce.

Jack rodeó el coche y metió la llave en la cerradura de la portezuela del conductor.

– ¿Y quién tiene la culpa de eso? -le preguntó a Daisy.

Ella le miró por encima del coche y dijo:

– Yo estaré presente.

Jack se echó a reír.

– ¿Como lo estuve yo estos quince años?

Daisy cogió la manija de la otra portezuela para subir al coche, pero estaba cerrada con llave. Se acordó entonces de Pippen y comprendió que, aunque lograse meterse en el Mustang por la fuerza, no podía irse con Jack.

– Nathan es mi hijo. No puedes excluirme.

– Ve acostumbrándote.

– Arreglaremos esta situación. Sé que podemos hacerlo. -Daisy no tenía ni idea de cómo hacerlo, pero estaba decidida a evitar que el asunto se les fuese de las manos-. Tendría que habértelo dicho. Lo sé; no puedo entregarte a mi hijo, pero haré todo lo posible para subsanar mi error.

– ¿El qué? ¿Echarte encima del maletero de un coche? -Jack abrió la puerta del Mustang-. No me interesa.

No iba a ser fácil evitar que las cosas se pusiesen feas.


Nathan estaba sentado en el patio del instituto Lovett, con la espalda apoyada en la canasta de baloncesto. El tablero y el aro proyectaban en la pista una sombra oblonga que alcanzaba hasta la línea de tiros libres.

Miró hacia las pistas de tenis, más allá del campo de fútbol americano. No había imaginado cómo sería Tejas, tal vez como Montana, se había dicho. Pero su padre y él habían estado en una ocasión en Montana, y Tejas no se parecía en absoluto. Tejas era llana. Y hacía mucho calor. Y todo era de color marrón.

Tejas no se parecía en nada a Seattle.

Se apoyó en los pies y, deslizando la espalda por el poste de la canasta, se levantó. Se colocó bien la cadena que le rodeaba el cuello y le echó un vistazo al edificio del instituto. «Instituto», balbuceó en tono burlesco. No tenía ni siquiera el tamaño de la escuela primaria en la que él había estudiado. Probablemente todos alumnos llevaban gorros de vaquero y llegaban a la escuela montados a caballo. Probablemente todos escuchaban música country y mascaban tabaco. Probablemente nadie montaba en monopatín ni escuchaba a los Korn o los Weezer, ni jugaba a Sniper Fantasy con la XBOX.

Nathan se subió los pantalones, y ni siquiera notó que volvían a deslizarse hasta su cadera. Tenía problemas mucho mayores con los que lidiar. El monopatín le había resbalado de los dedos en el taller de Jack Parrish y había salido de allí corriendo como un niño atemorizado.

No le gustaba haber reaccionado así, pero cuando Jack le agarró tan fuerte del brazo se asustó. Y también cuando le miró de ese modo. Estaban allí tranquilamente riéndose y de pronto, sin ton ni son, Jack le agarró con fuerza y le clavó los ojos con tanta intensidad que estuvo a punto de mearse encima. Nathan no sabía si Jack se lo había imaginado todo en ese mismo momento, pero por la expresión le pareció probable que fuera así. De modo que, sin pensar en lo que hacía, Nathan echó a correr como un niño pequeño.

Sin duda Jack debía creer que estaba zumbado.

Nathan se encogió de hombros y se dijo que le importaba un comino lo que pudiese pensar. Su padre le había contado un montón de historias sobre Jack. Se lo había pintado como un tipo muy guay, alguien a quien querría parecerse. Pero lo cierto es que Jack no le había gustado mucho. Prefería a Billy. A Billy también le gustaba Monster Garage. Billy sí que era guay.

Agarró una piedra del suelo y la lanzó contra el tablero de la canasta. Le asestó un buen golpe, rebotó, y poco le faltó para que le diera en la cabeza. Estaba claro que su madre no había hablado aún con Jack. Nathan había supuesto que su madre ya se lo había contado todo; de no ser así no habría ido al taller esa misma mañana. Al fin y al cabo, ése era el motivo por el que su madre había vuelto a Lovett. Iba a hablarle de él a Jack. O al menos eso era lo que ella le había dicho en Seattle.

Cruzó la cancha en dirección a la puerta de la valla metálica. Estaba enfadado con su madre, y se sentía estúpido. Además, tendría que ingeniárselas de algún modo para recuperar su monopatín. Quizá lo mejor sería dejar que Jack se lo quedase; no quería ir al taller y pedir que se lo devolviese. No de momento.

Sus zapatillas negras resbalaron al pisar la hierba y supuso que los aspersores habían estado encendidos no hacía mucho. La piel de sus zapatillas deportivas estaba recubierta de gotitas y se fijó en cómo iban deslizándose por la superficie a medida que avanzaba. Su madre ya debía de haber vuelto del hospital. Tenía que contarle dónde había estado. Cabía la posibilidad de que se enfadase con él, pero no le importaba. Cuanto más pensaba en ello, más enfadado se sentía él con ella. Si su madre hubiese hablado ya con Jack, o al menos le hubiese aclarado que no se lo había contado todavía, no habría hecho el gilipollas de aquel modo.

Cuando alzó la vista vio a una chica que caminaba hacia él desde el otro lado de la valla. A través del entramado metálico apreció el brillo de su cabello oscuro y se fijó en que estaba bastante morena, como si tomase el sol a menudo. Alcanzaron la puerta de la valla al mismo tiempo, y Nathan se hizo a un lado para dejarla pasar primero. Ella, sin embargo, se detuvo y le miró a los ojos.

– Tú no eres de por aquí. Conozco a casi todo el mundo y a ti nunca te había visto -dijo con un marcado acento tejano, arrastrando las palabras. Tenía unos enormes ojos de color castaño y, bajo un brazo, llevaba varios rollos de cartulinas de colores.

– Soy de Washington -le dijo a la chica.

– ¿De Washington D.C.? -Pronunció «Washington» del mismo modo en que lo hacían su madre o su abuela. Como si hubiese una erre en la sílaba «Wash». Llevaba una camiseta azul con las palabras «Ambercrombie and Fitch» en brillantes caracteres plateados. Era una empollona, y a él no le gustaban las empollonas. Chicas que compraban en Ambercrombie and Fitch y en The Gap. Chicas buenas.

– No, del estado de Washington -le explicó él.

– ¿Has venido de visita?

No, no le iban nada las empollonas…, pero ésa tenía la clase de labios que sólo le dejaban pensar en una cosa: besar. Últimamente había pensado mucho en ello.

– Sí, he venido a ver a mi abuela, Louella Brooks, y también a mi tía Lily. -aunque había besado a una chica una vez, en sexto, pero ese beso no era de los que contaban.

La chica frunció el ceño y preguntó:

– ¿Lily Darlington?

– Así es.

– Bull, uno de los primos de Ronnie, está casado con mi tía Jessica. -Rió sonoramente-. Casi somos familia.

Él dudaba que algo así les convirtiese en familia.

– ¿Cómo te llamas? -le preguntó Nathan.

– Brandy Jo. ¿Y tú?

A pesar tener pinta de empollona y de su acento marcado, Brandy Jo estaba muy bien. Era el tipo de chica que le provocaba un nudo en el estómago y que le hacía pensar en lo complicadas que eran las chicas. Y en esos momentos, cuando pensaba en chicas, echaba mucho de menos a su padre.

– Nathan -respondió. Había ciertas cosas que un chico no podía preguntarle a su madre.

Ella le estudió durante unos segundos y se quedó mirándole el labio.

– ¿Duele?

Nathan no tuvo que preguntarle a qué se refería.

– No -dijo, esperando que no le fallase la voz. Odiaba cuando se le escapaba algún gallo-. Tengo pensado hacerme un tatuaje.

Brandy Jo abrió mucho los ojos, y Nathan pensó que se había quedado impresionada.

– ¿Te dejarán tus padres? -le preguntó ella.

No. De algún modo, tendría que conseguir hacerlo sin que su madre se enterase. Meses atrás habían hecho un trato: su madre le permitía llevar un piercing si le prometía que jamás, mientras viviese, se haría un tatuaje. Se lo prometió, pero supuso que sólo tendría que mantener su palabra hasta cumplir los dieciocho. Los tatuajes eran geniales.

– Claro.

– ¿Dónde te lo harás?

Se señaló el hombro.

– Aquí. Todavía no sé qué será, pero en cuanto lo sepa me lo haré.

– Si pudiese hacerme uno, me haría un corazoncito rojo en la cintura.

Nathan pensó que era el típico tatuaje de chica, demasiado formal.

– Eso estaría bien. -Nathan dirigió la mirada a lo que la chica llevaba bajo el brazo-. ¿Para qué es eso?

– Este verano voy a dar clases de arte para niños. Lo pasaré bien, y además me pagarán cinco dólares con setenta y cinco la hora.

Darle clases de arte a niños no tenía nada de divertido para Nathan, pero cobrar cinco dólares con setenta y cinco la hora sonaba estupendo. No tardó en hacer los cálculos mentalmente. Se dijo que si trabajaba cinco horas al día, cinco días a la semana, podría conseguir unos quinientos setenta dólares al mes. Con tanto dinero podría comprarse un montón de CDs y un monopatín nuevo.

Un Mustang de color negro aparcó junto a la acera, al otro lado de la valla, y Nathan vio a Jack saliendo de su interior. Se echó el sombrero vaquero ligeramente hacia atrás y, mirando a Nathan por encima del coche, le dijo:

– Te olvidaste el monopatín en el taller.

Jack no parecía tan temible en ese momento, pero la tensión que Nathan sentía en el estómago se incrementó de repente.

– Lo sé.

Brandy Jo miró a Jack y después a Nathan otra vez.

– Ya nos veremos -le dijo a Nathan.

Nathan le devolvió la mirada.

– Vale. Ya nos veremos.

Cuando ella se alejó, volvió a centrar su atención en el hombre que le habían dicho que era su padre biológico. Por lo que Nathan podía apreciar, no se parecía demasiado a Jack.

– He llevado el monopatín a casa de tu abuela -le dijo Jack.

Nathan salió por la puerta de la valla y se quedó junto a la ventana del copiloto. Si aquella presión en el vientre no desaparecía acabaría devolviendo. Y eso era lo último que quería.

– ¿Estaba mi madre en casa?

– Sí. Estuvimos hablando. -Jack apoyó el antebrazo en el coche-. Me ha dicho que hace muchos años que sabes que soy tu padre.

– Sí. -Nathan tragó saliva con mucha dificultad. No entendía por qué se sentía tan raro. No es que le importase mucho lo que Jack pudiese pensar. En realidad, había ido hasta el taller arrastrado por la curiosidad. Eso era todo. No le importaba lo que pensasen los demás-. Lo sabía.

– Bueno, me alegra que al menos a ti no te mintiese. -Jack le echó un vistazo al reloj que llevaba en la muñeca y tamborileó con los dedos sobre el capó-. ¿Quieres que te lleve a casa?

– Vale. -Nathan esperó a que Jack quitase el seguro de la puerta y después montó. Al sentarse sobre la suave piel de color beige su estómago se comprimió todavía un poquito más. No sabía cuánto debía costar aquel coche, pero sin duda muchísimo más que la ridícula furgoneta que su madre tenía en Seattle. Eso seguro.

– ¿Es un Shelby? -preguntó Nathan.

– Sí. Un GT 500 de 1967.

Nathan no sabía demasiado sobre Mustang, pero sí tenía claro que, si uno quería un Mustang, ése era el modelo adecuado.

– ¿Qué motor tiene? -preguntó tras cerrar la portezuela.

– Un auténtico Police Interceptor 428.

– Genial.

– Me encanta. -Jack encendió el motor, miró por el retrovisor y se incorporó a la calle.

– ¿Qué velocidad puede alcanzar?

– Doscientos por hora -respondió Jack-. No es nada comparado con el Daytona, por supuesto. ¿Qué velocidad dijiste que podía alcanzar en circuito?

– En circuito, trescientos cuarenta. En la feria de muestras de 1969 pilló los doscientos setenta.

Jack dejó escapar una risotada y, aferrando las manos al volante, dijo:

– ¿Sabes una cosa? A Billy le iría bien un poco de ayuda con ese Barracuda que tenemos en el taller. Dado que vas a pasar un tiempo por aquí y que algún día tendrás tu propio Daytona, tal vez te gustaría echarle una mano con ese motor Hemi.

¿Estaba de broma? Nathan habría dado cualquier cosa simplemente por tocar un motor Hemi.

– Eso sería estupendo. Pero no sé cuánto tiempo voy a quedarme en el pueblo.

Jack le miró a los ojos; la sombra del sombrero le llegaba hasta la nariz.

– Hablaremos con tu madre para saber cuánto tiempo vais a quedaros. -Volvió a mirar al frente y metió la tercera-. Naturalmente, aunque seamos familia no vamos a pagarte más que al resto de los chicos.

«¿Pagarme? -pensó Nathan-. ¿Recibir dinero por tener el honor de trabajar en un Hemi?» Se le puso la piel de gallina. Bajó la vista y se fijó en la cadena que colgaba de sus pantalones. Se aclaró la garganta y asintió con la cabeza varias veces.

– De acuerdo.

– Empezarías cobrando siete con cincuenta la hora.

Intentó calcular mentalmente, pero eso, que por lo general se le daba muy bien, le resultó del todo imposible en ese momento.

– Vale.

– ¿Nathan?

Nathan volvió la mirada hacia Jack y contestó:

– ¿Sí?

– Tendría que haber sabido de ti mucho antes -dijo Jack sin apartar la vista de la carretera.

Nathan estaba totalmente de acuerdo, pero guardó silencio.

– De haberlo sabido -prosiguió Jack- habría estado más presente en tu vida. Nadie podría haberme apartado de ti.

Nathan no supo qué responder, así que permaneció con la boca cerrada.

– Tal vez mientras estés aquí podamos conocernos un poco -repuso Jack.

– Claro.

– Y si no nos caemos mal del todo, incluso podrías plantearte la posibilidad de pasar aquí todo el verano.

«¿Todo el verano? ¿En este lugar remoto? Ni hablar.» -cuando acabemos con el Cuda, necesitaré alguien para que lo pruebe. ¿Crees que podrías hacerlo? -le preguntó Jack.

Nathan se mordió el pendiente del labio para no sonreír. «¡Sería genial!», pensó.

– Sí -respondió.

– Tienes carné de conducir, ¿verdad?

Toda su ilusión se vino debajo de golpe.

– No, sólo tengo quince. Hay que tener dieciséis -repuso.

– En Tejas no. Puedes sacártelo a los quince.

– ¿En serio?

– Sí. Tendrás que sacarte el carné para poder probar el Cuda en mi lugar. Es la política de la compañía por los temas del seguro. Eso significa que tendrás que ir a clase. Mas o menos la mitad del verano.

Desde que tenía uso de razón, Nathan soñaba con el día en que pudiese disponer del carné de conducir.

– No tienes por qué darme una respuesta hoy mismo. Piénsatelo y ya me lo dirás -le dijo Jack.

Si se quedaba en Tejas todo el verano conseguiría el carné antes de lo previsto. Además, trabajaría en un motor Hemi y ganaría un buen puñado de dinero. Se ajustó la cadena que llevaba alrededor del cuello.

– Tendré que consultarlo con mi madre.

Y a ella no le iba a hacer ninguna gracia. Siempre le decía a todo que no. No quería que se divirtiese ni que creciese. Pretendía que se aburriese y que fuese un niño pequeño toda su vida.

– Ya hablaré yo con ella -dijo Jack.

– ¿Lo harías?

– Claro que sí. -Y sonrió ampliamente, mostrando todos sus dientes-. Será un placer.

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