– ¿Ah, sí?

– Sí. -Tübingen bajó la cabeza-. La Amrum ha pagado lo de nuestros campos de Persia, Golder.

– ¿Han reanudado ustedes las negociaciones?

– Claro, de inmediato. Quería tener todo el Cáucaso. Quería el monopolio del refinado y ser el único distribuidor mundial de los derivados del petróleo ruso.

Golder esbozó una sonrisa.

– Como ha dicho usted hace un momento, era demasiado. No les gusta ceder demasiada fuerza económica, y en consecuencia política, a los extranjeros.

– Son imbéciles. A mí no me interesa su política. En su casa, cada cual es libre de hacer lo que quiera. Pero, una vez allí, no les habría dejado meter la nariz en mis asuntos más de la cuenta, eso se lo aseguro…

Golder soñó en voz alta:

– Pues yo… yo habría empezado por Teisk y los Aroundgis. Y poco a poco, más adelante… -Abrió la mano y la cerró rápidamente como si atrapara una mosca-. Me habría hecho con todo lo demás… con todo… todo el Cáucaso, todo el petróleo…

– Sí. He venido a verlo para proponerle que retomemos el asunto.

Golder meneó la cabeza.

– No. Yo ya no cuento. Estoy enfermo… medio muerto.

– ¿Ha conservado las acciones de Teisk?

– Sí -respondió tras una vacilación-. Aunque no sé por qué… Para lo que valen… Debería venderlas al peso.

– Desde luego, si la Amrum obtiene la concesión, I'll be damned si valen ni siquiera eso… Si la obtengo yo… -El anciano se interrumpió.

Golder negó con la cabeza.

– No -dijo apretando los dientes con cara de dolor.- No.

– ¿Por qué? Lo necesito. Y usted a mí.

– Lo sé. Pero no quiero volver a trabajar. No puedo. Estoy enfermo. El corazón… Sé que no renunciar a los negocios ahora supondría mi muerte. No. ¿Para qué? A mi edad ya no necesito gran cosa. Sólo vivir.

Tübingen meneó la cabeza.

– Yo tengo setenta y seis. Dentro de veinte o veinticinco años, cuando todos los pozos de Teisk estén funcionando, llevaré mucho tiempo bajo tierra. A veces lo pienso… Lo mismo que cuando firmo un contrato: ¡noventa y nueve años! En ese tiempo, no sólo yo, sino también mi hijo, mis nietos y los hijos de mis nietos, todos reposaremos juntos en el seno del Señor… Pero siempre habrá un Tübingen. Para él es para quien trabajo.

– Yo no tengo a nadie -dijo Golder-. Así que, ¿para qué?

Tübingen cerró los ojos.

– Queda lo que se ha creado. -El anciano alzó lentamente los párpados y lo miró como si pudiera ver a través de él-. Lo que… -repitió animándose, con la voz grave y profunda de quien habla de la ambición más secreta de su corazón- se ha construido, creado… lo que permanece…

– Y en mi caso, ¿qué quedaría? ¿El dinero? ¡Bah, no merece la pena! Si te lo pudieras llevar a la otra vida…

– «El Señor me lo dio y el Señor me lo quitó. ¡Bendito sea el nombre del Señor!» -recitó Tübingen en voz baja, con la inflexión monótona y rápida del puritano empapado de las Escrituras desde la infancia-. Es la ley. Contra eso no puede hacerse nada.

Golder soltó un profundo suspiro.

– No. Nada.


– Soy yo -dijo Joyce. Se le había acercado hasta rozarlo, pero él no se movía-. Cualquiera diría que ya no me reconoces… Dad -exclamó de pronto, como antaño.

Sólo entonces, Golder se estremeció y cerró los ojos, como cegado por una luz hiriente. Extendió la mano con tan poca fuerza que apenas rozó la suya, y la dejó caer de nuevo sin decir nada.

Joyce arrastró un taburete hasta su sillón, se sentó, se quitó el sombrero, sacudió la cabeza con un gesto que él no había olvidado, y luego se quedó inmóvil, seria, muda.

– Has cambiado -murmuró Golder a disgusto.

– Sí -respondió ella con una sonrisa triste.

Estaba más alta y más delgada, y tenía un aire extraño, indefinible, de abatimiento, desconcierto y cansancio.

Llevaba un espléndido abrigo de piel de marta. Con un gesto brusco, lo dejó caer al suelo a sus espaldas y le mostró el escote: en lugar del collar de perlas que le había regalado él, lucía una sarta de esmeraldas verdes como la hierba, tan puras y enormes que Golder se quedó mirándolas sin decir nada, con una especie de estupefacción.

– ¡Sí, ya veo! -dijo al fin con tono duro-. Tú también te las has arreglado… Pero entonces… ¿a qué has venido? No entiendo…

– Es un regalo de mi novio -dijo ella con voz monótona-. Me caso.

– ¡Ah! -murmuró Golder, y haciendo un esfuerzo añadió-: Enhorabuena. -Joyce no respondió. Él se quedó pensando, se pasó la mano por la frente varias veces y suspiró-. Entonces, espero que… -Se interrumpió-. Por lo que veo, es rico. Estarás contenta…

– ¡Contenta…! -Joyce soltó una risita desesperada y se volvió hacia él-. ¿Contenta? ¿Sabes con quién me caso? ¡Con el viejo Fischl! -exclamó, visto que él no se lo preguntaba.

– ¡Fischl!

– ¡Pues sí, Fischl! ¿Qué esperabas que hiciera? Ya no tengo dinero, ¿no? Mi madre no me da nada, ni un céntimo, ya la conoces, sabes que preferiría verme muerta de hambre antes que soltar un franco, ¿o es que no sabes cómo es? ¿Entonces? ¿Qué quieres? Y encima, agradecida porque se quiere casar conmigo… Si no, tendría que acostarme con él, simplemente, ¿no? Puede que fuera mejor, más fácil… Una noche de vez en cuando… Pero no quiere, ¿sabes? El viejo cerdo quiere más por su dinero -dijo de pronto con voz temblorosa de ira-. ¡Ah, cuánto me gustaría…! -Se interrumpió, se mesó el pelo y lo estiró con fuerza, desesperada-. Me gustaría matarlo -dijo al fin, lentamente.

Golder rió con dificultad.

– ¿Por qué? No, mujer, ¡si está muy bien, es magnífico! ¿Fischl? Tiene mucho dinero, ¿sabes? Cuando no está en la cárcel… Y podrás engañarlo con tu… ¿cómo se llama? Con tu gigoló… Serás muy feliz, ya verás. Sí, era el final apropiado para una golfa como tú, lo llevabas escrito en la cara. Sin embargo… sin embargo, no era lo que soñaba para ti, Joyce.

Golder palideció más. «¿Y a mí qué me importa, por Dios? -pensó febrilmente-. ¿A mí qué? Que se acueste con quien quiera, que vaya a donde quiera.» Pero su orgulloso corazón sangraba como antaño. «Mi hija… porque para todos, y pese a todo, es mi hija, la hija de Golder… ¡Y nada menos que con Fischl!»

– Si supieras lo desgraciada que soy…

– Quieres demasiadas cosas, pequeña, dinero, amor… En esta vida hay que elegir. Pero tú ya has elegido, ¿eh? -Esbozó una mueca amarga-. Nadie te obliga, ¿no? ¿Entonces? ¿Por qué lloriqueas? Lo has decidido tú.

– ¡Ah, todo esto es culpa tuya, sólo tuya! El dinero, el dinero… Pero ¿qué puedo hacer?, yo no sé vivir de otra manera… Lo he intentado, te juro que lo he intentado. Si me hubieras visto este invierno… ¿Sabes el frío que ha hecho? Como nunca, ¿verdad? Pues yo iba por ahí con mi abriguito gris de otoño (lo último que me encargué antes de que te fueras) ¡llamando la atención! No puedo, no puedo, ¿qué culpa tengo si no estoy hecha para eso? Las deudas, los problemas, todo eso… Así que, tarde o temprano, tendré que hacerlo, ¿no? Si no es éste será otro. Pero Alec, ¡Alec…! Que engañe a Fischl, dices… ¡Claro! Pero, si crees que podré hacerlo tan fácilmente, estás muy equivocado… ¡Ah, tú no lo conoces! Cuando ha pagado por algo, lo vigila, no sabes cómo lo vigila… ¡Ese viejo, ese asqueroso viejo…! ¡Oh, me gustaría morirme! Soy muy desgraciada, estoy sola, lo paso mal, ¡ayúdame, dad, no tengo a nadie más que a ti! -Joyce le cogió las manos, se las apretó y retorció febrilmente-. ¡Responde, habla, di algo! O en cuanto salga de aquí me mato. ¿Te acuerdas de Marcus? Dicen que se mató por tu culpa. Bueno, pues ¡también mi muerte caerá sobre tu conciencia!, ¿me oyes? -gritó de pronto con su vibrante y aguda voz de niña, que resonó de un modo extraño en el piso vacío.

Golder apretó los dientes.

– ¿Qué pretendes, asustarme? ¡No me tomes por idiota! Además, ya no tengo dinero. Déjame. Nada nos une. Lo sabes de sobra. Siempre lo has sabido. No eres mi hija… Lo sabes… Sabes perfectamente que eres hija de Hoyos… Bueno, pues vete a verlo a él. Que te proteja él, que te mantenga él, que trabaje él para ti. Ahora le toca a él… Yo ya he hecho bastante por ti, ya no es asunto mío, ya no tengo nada que ver… ¡Vete! ¡Vete!

– ¿Hoyos? ¿Estás… estás seguro? ¡Oh, dad, si supieras…! Alec y yo nos vemos en su casa… y delante de él, nosotros… -Escondió el rostro entre las manos. Golder vio resbalar las lágrimas entre sus dedos-. Dad -repitió con desesperación-. ¡Sólo te tengo a ti, no tengo a nadie más que a ti! Si supieras lo poco que me importa que seas o no mi padre… ¡No te tengo más que a ti! Ayúdame, te lo suplico… Deseo tanto ser feliz… Soy joven, quiero vivir, quiero… ¡quiero ser feliz!

– No eres la única, pequeña… Déjame, déjame…

Golder hizo un gesto vago con la mano, rechazándola y al tiempo atrayéndola. De repente se estremeció y dejó que sus dedos se deslizaran a lo largo de la nuca inclinada, de los cortos cabellos dorados impregnados de perfume… Sí, tocar otra vez aquella carne extraña, sentir bajo la palma de la mano la débil y presurosa palpitación de la vida, como antaño, y después…

– ¡Ah, Joyce! -murmuró con el corazón encogido-. ¿Por qué has venido, pequeña? Con lo tranquilo que estaba…

– ¿Y adónde querías que fuera, Dios mío? -respondió ella estrujándose las manos-. ¡Ah, si tú quisieras, sólo con que quisieras…!

Golder se encogió de hombros.

– ¿Qué? ¿Quieres que te dé a tu Alec, y de por vida, con dinero, joyas, como antes te daba juguetes? ¿Eso quieres? Pues ya no puedo. Es demasiado caro. Tu madre te ha dicho que todavía tengo dinero, ¿verdad?

– Sí.

– Pues mira cómo vivo. Me queda lo justo para aguantar hasta que muera. Pero a ti te duraría un año.

– Pero ¿por qué? -preguntó Joyce con desesperación-. Haz como antes, negocios, dinero… Es fácil…

– ¿Ah, sí? ¿Eso crees? -Volvió a acariciar la delicada cabeza rubia con una especie de temerosa ternura-. Mi pobre, mi pequeña Joyce…

«Es curioso -pensó apesadumbrado-, pero sé perfectamente cómo acabaría todo… En dos meses se habría hartado de acostarse con su Alec, o con quien fuese, y todo habría terminado… Pero ¡Fischl! ¡Ah, si al menos se tratara de otro, de cualquier otro! Pero Fischl… -se repitió con odio-. Después el muy canalla dirá: "La hija de Golder vino sin nada, sólo con lo puesto…"»

Acto seguido, se inclinó hacia Joyce, le cogió el rostro entre las manos y la obligó a levantarlo. Hundió sus viejas y endurecidas uñas en la delicada carne con una especie de pasión.

– Tú… tú… si no me necesitaras, me habrías dejado morir solo, ¿verdad? ¿Verdad?

– ¿Me habrías llamado tú? -murmuró ella, y sonrió.

Golder miraba descompuesto aquellos ojos llenos de lágrimas y aquellos hermosos labios, carnosos y rojos, que se entreabrían como flores, poco a poco…

«Mi pequeña… Puede que después de todo seas mía, ¿quién sabe? Y además, ¿qué importa eso, Dios mío, qué importa?»

– Qué bien sabes engatusar al viejo, ¿eh? -le susurró febrilmente-. Esas lágrimas… y la idea de que ese cerdo pueda comprar algo mío… ¿eh? ¿Eh? -repitió Golder de manera absurda, con una mezcla de odio y ternura salvaje-. Bueno, ¿quieres que lo intente? ¿Que gane un poco más de dinero antes de morir? Tendrás que esperar un año. En un año serás más rica que tu madre en toda su vida. -La apartó y se levantó. De nuevo sentía en su viejo y achacoso cuerpo el calor y el hormigueo de la vida, la fuerza y la fiebre de antaño-. Manda a Fischl al infierno -añadió con voz tajante-. Y si no fueras idiota de remate, mandarías a tu Alec por el mismo camino. ¿No? Si dejas que se coma tu dinero, ¿que harás cuando yo no esté? Te da igual, ¿eh? Siempre podrás volver a echarle el anzuelo al viejo Fischl, ¿no? ¡Ah, no soy más que un anciano imbécil! -gruñó, y cogió a Joy por la barbilla y se la apretó entre los dedos con tal fuerza que ella soltó un grito-. Vas a hacerme el favor de firmar sin rechistar el contrato matrimonial que haré redactar. No tengo ganas de deslomarme por tu gigoló. ¿Entendido? ¿Quieres dinero? -Joyce asintió con la cabeza. El le soltó la barbilla y abrió un cajón-. Escúchame… Mañana irás de mi parte a ver a Seton, mi notario. Él se encargará de que todos los meses recibas ciento cincuenta libras… -Garabateó con rapidez unas cifras en un periódico olvidado en la mesa-. Es más o menos lo que te daba antes. Un poco menos. Pero de momento tendrás que conformarte con eso, pequeña, porque es todo lo que me queda. Más adelante, cuando vuelva, te casarás.

– Pero ¿adónde vas?

Golder se encogió de hombros.

– ¿Y eso qué más te da? -gruñó; le posó la mano en la nuca y se la inclinó con suavidad-. Joyce… si muero antes de volver, Seton se encargará de arreglarlo todo para salvaguardar al menos tus intereses. No tendrás más que dejarle hacer a él. Firma todo lo que te diga. ¿Lo has entendido?

Ella asintió.

Golder respiró hondo.

– Entonces… ya está…

Daddy darling… -Se sentó en sus rodillas, apoyó la frente en su hombro y cerró los ojos.

Golder la miró y esbozó una débil sonrisa, apenas un temblor enseguida reprimido.

– Qué cariñoso se siente uno cuando no tiene dinero, ¿eh? Es la primera vez que te veo así, hija mía.

«¡Y la última!», pensó, pero no lo dijo. Se limitó a rozarle con los dedos los párpados y el cuello lenta, repetidamente, como si los modelara para conservar más tiempo su imagen.


– «Ambas partes aceptan concluir el acuerdo, en lo concerniente a las concesiones, en un plazo de treinta días, a partir de la ratificación del presente contrato…»

Los diez hombres sentados alrededor de la mesa miraron a Golder.

– Sí, continúe -murmuró él. -«En las siguientes condiciones…»

Golder agitó con nerviosismo la mano ante su cara para disipar la densa y molesta humareda. Había momentos en que el rostro del hombre que leía frente a él, pálido, anguloso y chupado en torno al agujero negro de la boca, apenas le parecía nítido, una mancha de color medio disuelta en el humo. El olor del fuerte tabaco ruso, el cuero y el sudor impregnaba el ambiente.

Los diez hombres llevaban todo un día intentando ponerse de acuerdo sobre la redacción definitiva del contrato. Y las conversaciones previas habían durado dieciocho semanas.

Golder se miró la muñeca, pero el reloj se le había parado. Echó un vistazo a la ventana. Tras los polvorientos cristales, el sol se alzaba sobre Moscú. La mañana de agosto era muy hermosa, pero tenía ya la pura transparencia helada de las primeras albas otoñales.

– «El gobierno soviético otorgará a la Tübingen Petroleum Co. una concesión equivalente al cincuenta por ciento de los terrenos petrolíferos comprendidos entre la región de Teisk y la llanura denominada de los Aroundgis, descritos en el memorándum presentado por el representante de la Tübingen Petroleum Co. con fecha del dos de diciembre de mil novecientos veinticinco. Los campos petrolíferos concedidos en las mencionadas condiciones tendrán una superficie rectangular cuya extensión no excederá de las cuarenta deciatinas, y no serán colindantes…»

Golder hizo un gesto.

– ¿Puede volver a leer ese último punto, por favor? -pidió frunciendo los labios.

– «Los campos petrolíferos concedidos…»

«Ajá -pensó Golder, exasperado-. Eso no lo habíamos hablado. Esperan hasta el último minuto para colar sus malditas cláusulas equívocas, que parecen carecer de significado preciso. Todo, para tener una excusa que más tarde les permita romper el acuerdo, cuando ya has adelantado el dinero de los primeros gastos… Dicen que con la Amrum hicieron lo mismo.»

Recordó haber leído en su día una copia del acuerdo con la Amrum encontrada entre los papeles de Marcus. Los trabajos debían iniciarse en determinada fecha. Aunque de forma oficiosa, los rusos le habían prometido al representante de la Amrum que el plazo podría prorrogarse, pero luego habían anulado el contrato. La broma le había costado a la Amrum varios millones.

«¡Hatajo de cerdos!», gruñó para sus adentros, y pegó un puñetazo en la mesa.

– ¡Tache eso de inmediato!

– ¡No! -gritó una voz.

– Pues no firmo.

– Pero ¡mi muy querido David Issakitch…! -exclamó el hombre que leía. El acento ruso, meloso y cantarín, y las fórmulas eslavas, obsequiosas y acariciantes, contrastaban de un modo extraño con su macilento y duro rostro, en el que brillaban unos ojillos rasgados, vivaces, penetrantes y crueles-. No diga eso, mi muy querido amigo Goloubtchik… -repitió abriendo los brazos, como si quisiera estrechar a Golder contra su pecho-. Sabe usted perfectamente que esa cláusula no tiene ningún significado especial. No sirve más que para calmar las legítimas inquietudes del proletariado, que no podría ver sin desconfianza que una parte del territorio soviético pasara a manos de los capitalistas sin asegurarse…

Golder se encogió de hombros con brusquedad.

– ¡Basta! No me venga con ésas. ¿Y la Amrum? ¿Eh? Además, no tengo autoridad para firmar una cláusula que no ha sido ni leída ni aprobada por la compañía… ¿Queda claro, Simon Alexeevitch?

Simon Alexeevitch cerró el informe y, en un tono totalmente distinto, declaró:

– ¡Muy bien! Entonces, esperaremos a que la compañía la apruebe o la rechace.

«Así que es eso -pensó Golder-. Quieren alargar la cosa. ¿No será que la Amrum…?» Echó atrás la silla ruidosamente y se levantó.

– No esperaré nada, ¿me oyen? ¡Nada! ¡O firmamos ahora o nunca! Ustedes verán… ¡Díganme sí o no, pero de inmediato! Porque no pienso quedarme en Moscú ni una hora más, eso se lo aseguro. ¡Vámonos, Valleys! -dijo volviéndose hacia el secretario de la Tübingen, que llevaba treinta y seis horas sin dormir y lo miraba con una especie de desesperación. ¿Es que iban a empezar desde el principio otra vez por aquella insignificancia, Dios mío? Las discusiones, los gritos y el viejo Golder, con aquella voz torturada, sobrecogedora, que en algunos momentos no era más que un borboteo ininteligible, como si tuviera la garganta llena de sangre…

«¿Cómo puede gritar de ese modo? -se preguntó Valleys, horrorizado-. ¿Y los demás?»

En esos momentos, arremolinados en una esquina de la sala, todos daban voces destempladas, en las que Valleys sólo distinguía las frases «intereses del proletariado» y «tiranía del capitalismo explotador», que se lanzaban a la cara diez veces por segundo como puñetazos.

Golder, con el rostro congestionado, aporreaba frenéticamente la mesa con la mano abierta, haciendo volar por los aires los papeles que la cubrían. Valleys tenía la sensación de que el corazón del anciano estallaría en cualquier momento.

– ¡Valleys! ¡Andando!

El secretario se estremeció y se levantó de un brinco.

Su jefe pasó junto a él como un vendaval, arrastrando tras sí a los rusos, que gesticulaban y vociferaban. Valleys ya no entendía una palabra. Siguió a Golder como en una pesadilla. Ya habían llegado a la escalera, cuando uno de los miembros de la comisión, el único que no se había movido de su asiento, se levantó y fue en su busca. Tenía un rostro extraño, achatado y cuadrado, casi de chino, y la tez de un moreno oscuro que recordaba el de la tierra seca. Era un ex presidiario. Las aletas de su nariz estaban horriblemente mutiladas.

Golder pareció calmarse. El ruso le habló al oído. Luego, regresaron juntos a la sala y volvieron a sentarse. Simon Alexeevitch reanudó la lectura:

– «El gobierno soviético recibirá un porcentaje del cinco por ciento sobre la producción anual de petróleo, que puede estimarse aproximadamente en unas treinta mil toneladas. Por cada diez mil toneladas que excedan de esa cantidad, el porcentaje se incrementará en un cero coma veinticinco por ciento, hasta llegar al rendimiento anual de cuatrocientas treinta mil toneladas, momento en que los derechos del gobierno soviético se elevarán al quince por ciento. El Tesoro soviético recibirá también un canon equivalente al cuarenta y cinco por ciento del petróleo de los pozos activos y un porcentaje sobre el gas, que oscilará entre el diez y el treinta y cinco por ciento, según la gasolina que contenga…»

Ahora Golder escuchaba sin rechistar, con una mejilla apoyada en la mano y los párpados entornados. Valleys pensó que se había dormido: tenía la cara pálida y flácida, con las comisuras de los labios caídas y la nariz afilada, como los muertos.

Valleys sopesó con la mirada las hojas mecanografiadas del contrato que sostenía Simon Alexeevitch. «Esto no acabará nunca», pensó con desánimo.

De pronto, Golder se inclinó hacia él.

– Abra la ventana de ahí atrás… -le susurró-. Rápido… me ahogo… -Valleys lo miró sorprendido-. ¡Abra! -volvió a ordenar sin apenas abrir la boca.

El secretario se apresuró a empujar los batientes y volvió junto a Golder, temiendo que se cayera de la silla.

Mientras tanto, Simon Alexeevitch seguía leyendo:

– «La sociedad Tübingen Petroleum podrá explotar todos los productos brutos y refinados sin pagar derechos ni solicitar autorización especial. Asimismo, podrá importar sin ningún gravamen las máquinas, herramientas y materias primas necesarias para sus operaciones y los productos de primera necesidad para los trabajadores…»

– Voy a decirle que pare, señor Golder -balbuceó Valleys precipitadamente-. No está usted en condiciones… está lívido.

Golder le agarró la mano con fuerza.

– Cállese… no me deja oír… ¡Cállese de una vez, por el amor de Dios!

– «Las cantidades que deberán abonarlos concesionarios al gobierno soviético oscilarán entre el cinco y el quince por ciento del rendimiento total de los campos petrolíferos y podrán elevarse al cuarenta por ciento del rendimiento de los pozos activos…»

Golder soltó una queja inarticulada y encorvó el cuerpo sobre la mesa. Simon Alexeevitch se interrumpió.

– Les hago notar que, en lo relativo a los pozos activos, la segunda subcomisión, cuyo informe puedo proporcionarles, estima…

Valleys notó que la mano helada de Golder buscaba la suya bajo la mesa y la agarraba convulsivamente. Sin vacilar, le apretó los dedos con fuerza. En ese momento, recordó de forma imprecisa que en cierta ocasión le había sujetado la mandíbula, rota y ensangrentada, a un setter agonizante. ¿Por qué aquel viejo judío le recordaba tan a menudo a un perro moribundo que da sus últimas boqueadas pero aún se revuelve con un gruñido feroz, dispuesto a morder, a soltar una última y rabiosa dentellada?

– Su nota a la cláusula veintisiete… -estaba diciendo Golder-. Nos ha hecho gastar saliva durante tres días… ¿Es que vamos a empezar otra vez? Siga…

– «La sociedad Tübingen Petroleum puede construir edificios, refinerías, conductos y todo cuanto sea necesario para sus trabajos. Las concesiones tendrán una duración de noventa y nueve años…»

Golder había soltado la mano de Valleys y, encorvado, medio echado sobre el hule manchado de tinta, se aflojaba la ropa sobre el pecho y se lo arañaba con las uñas, como si quisiera dejar los pulmones al descubierto. Con manos temblorosas, se apretaba el corazón con el salvaje e instintivo encarnizamiento del animal enfermo que restriega contra el suelo la parte que le duele. Estaba blanco como la pared. Valleys veía resbalar por su rostro las gotas de sudor, gruesas y abundantes como lágrimas.

Pero Simon Alexeevitch seguía leyendo con voz vibrante, casi solemne. Para concluir, se levantó un poco de la silla:

– «Cláusula setenta y cuatro y última. Al expirar la concesión, las mencionadas construcciones y toda la maquinaria de los campos petrolíferos pasarán a ser propiedad inalienable del gobierno soviético.»

– Se acabó -le susurró Valleys a su jefe con una especie de estupor.

Lentamente, el viejo Golder volvió a levantar la cabeza y pidió por señas que le dejaran una pluma. Empezó la ceremonia de las firmas. Los diez hombres estaban pálidos, callados, exhaustos.

Golder se levantó y se dirigió hacia la puerta. Los miembros de la comisión lo saludaron desde lejos, con reserva. El único que sonreía era el chino. Los demás parecían cansados y malhumorados. Golder los saludaba con una rápida y envarada inclinación de la cabeza, como un autómata.

«Ahora… -se dijo Valleys-. Se va a derrumbar, seguro. No puede más.»

Pero Golder no se derrumbó. Consiguió bajar la escalera. Sin embargo, una vez en la calle pareció sufrir un mareo; se detuvo, apoyó la frente contra una pared y se quedó inmóvil, temblando como una hoja.

Valleys llamó un taxi y le ayudó a subir. A cada sacudida, la cabeza de Golder se bamboleaba y caía hacia delante como la de un muerto. No obstante, el aire acabó reanimándolo. Respiró hondo y se palpó la cartera, a la altura del corazón.

– Bueno, asunto concluido… Los muy cerdos…

– Cuando pienso que llevamos aquí cuatro meses y medio… -murmuró Valleys-. ¿Cuándo regresamos, señor Golder? ¡Qué asco de país! -concluyó con vehemencia.

– Sí… Usted se irá mañana.

– ¿Cómo? ¿Y usted?

– Yo voy a Teisk.

– ¡Oh! -exclamó Valleys sorprendido-. Señor Golder… ¿es absolutamente necesario? -preguntó tras una vacilación.

– Sí. ¿Por qué?

Valleys se sonrojó.

– ¿No puedo acompañarle? No quisiera dejarlo solo en este país incivilizado. No se encuentra bien.

Golder se encogió de hombros con un vago gesto de fastidio.

– Debe usted irse lo antes posible, Valleys.

– Pero ¿no podría usted… pedir que le manden a alguien? No es prudente viajar así en su estado, y solo…

– Estoy acostumbrado -gruñó Golder con sequedad.


– ¡Habitación diecisiete! -gritó el recepcionista desde abajo-. ¡La primera a la izquierda del pasillo!

Al cabo de un instante, la luz se apagó. Golder siguió subiendo, tropezando en los escalones, que no se acababan nunca, como en una pesadilla.

Tenía el brazo hinchado y dolorido. Dejó la maleta en el suelo, buscó a tientas el pasamanos, se inclinó hacia el hueco de la escalera y llamó. Pero no respondieron. Maldijo entre dientes, subió otros dos peldaños jadeando, volvió a pararse y apoyó la cabeza contra la pared.

Y no es que la maleta pesara; sólo contenía artículos de aseo y una muda de ropa. En aquellas provincias soviéticas siempre llegaba un momento en que había que cargar con el equipaje; se había dado cuenta apenas se había alejado de Moscú… Pero, por ligera que fuese, casi no podía levantarla. Estaba más cansado que un perro.

Había salido de Teisk el día anterior. El viaje le había resultado tan pesado que había estado a punto de hacer que pararan a medio camino. ¡Por veintidós horas en coche! «Vejestorio», gruñó para sus adentros. Pero aquel Ford estaba en las últimas y los caminos de montaña eran casi impracticables. Los botes y las sacudidas lo habían dejado molido. A última hora de la tarde se había averiado el claxon y, al pasar por un pueblo, el conductor había recogido a un chico que se había subido al estribo y, con una mano aferrada al techo y dos dedos de la otra metidos en la boca, no había parado de silbar desde las seis hasta medianoche. Todavía le parecía oírlo. Golder se tapó los oídos con una mueca de dolor. Y el ruido de chatarra del viejo Ford, la vibración de los cristales, que daba la impresión de que fueran a desprenderse en cada curva… Por fin, cerca de la una, habían visto unas luces temblorosas. Era el puerto en el que embarcaría para Europa al día siguiente.

En otros tiempos había sido uno de los principales centros mundiales del comercio de trigo. Golder lo conocía bien. Había llegado allí con veinte años. En aquel puerto se había subido a un barco por primera vez.

Ahora sólo un puñado de vapores griegos y cargueros soviéticos fondeaban en los muelles. La ciudad tenía un aspecto de pobreza y abandono que encogía el corazón. Y el hotel, sucio, oscuro y con agujeros de bala en las paredes, era indeciblemente siniestro. Golder lamentaba no haber regresado vía Moscú, como le habían aconsejado en Teisk. Los barcos no transportaban más que schurum-burum, los mercaderes orientales que recorren el mundo cargados con sus fardos de alfombras y pieles viejas. Pero una noche se pasa de cualquier manera. Golder no veía el momento de marcharse de Rusia. Pasado mañana estaría en Constantinopla.

Había llegado a su habitación. Soltó un profundo suspiro, encendió la luz y se sentó en un rincón, en la primera silla que vio, dura e incómoda, con un rígido respaldo de madera negra.

Estaba tan cansado que le bastó con cerrar los párpados un instante para quedarse traspuesto. Pero apenas durmió un minuto. Volvió a abrir los ojos y escrutó la habitación con expresión ausente. Una leve corriente de aire movía la bombilla del techo haciéndola parpadear como si fuera a apagarse, como una vela expuesta al viento. Iluminaba estampas descoloridas, amorcillos de muslos otrora rojos como la sangre pero ahora cubiertos por una pátina de polvo oscuro. Era una habitación enorme de techo alto y muebles de madera negra y terciopelo granate, con una mesa en medio y un viejo quinqué cuyo globo, lleno de moscas muertas, parecía tapizado de densa mermelada negra.

Naturalmente, las balas también la habían alcanzado. En un lado, sobre todo, el tabique estaba atravesado por orificios enormes y el yeso, agrietado en forma de estrella, se descascarillaba poco a poco e iba amontonándose en el suelo como fina arena. Golder tocó distraídamente el desconchón y luego se sacudió las manos y se levantó. Eran más de las tres.

Dio unos pasos, volvió a sentarse, se inclinó para quitarse los zapatos y se quedó agachado, con el brazo estirado, inmóvil. ¿Para qué iba a desnudarse? No podría dormir. No había una jarra de agua. Fue al lavabo y abrió un grifo. Nada. Hacía un calor asfixiante y no corría ni un soplo de brisa. El polvo y el sudor le pegaban la ropa interior al cuerpo. Cuando se movía, la tela húmeda le daba escalofríos en los hombros, desagradables como los que provoca la fiebre.

«¡Qué ganas tengo de marcharme de este país, Dios mío!», se dijo.

La noche se le estaba haciendo eterna. Aún faltaban tres horas. El barco no zarpaba hasta el amanecer. Pero, claro, se retrasaría… En el mar todo iría mejor. Soplaría un poco de viento, un poco de aire. Y luego, Constantinopla. El Mediterráneo. París. ¿París? Pensó en todos aquellos hipócritas de la Bolsa y sintió una vaga satisfacción. «¿Sabe que el viejo Golder…? Pues sí. ¿Quién lo habría dicho, eh? La verdad es que parecía acabado.» Golder creía estar oyéndolos. Gentuza… ¿Qué podrían valer ahora los Teisk? Trató de calcularlo, pero era difícil… Desde la marcha de Valleys no tenía noticias de Europa. Tiempo al tiempo… Jadeó ruidosamente. Era curioso, pero no podía imaginar cómo sería su vida después de aquella travesía. Tiempo al tiempo… Joy… Hizo una mueca. Joy… De tarde en tarde, sin duda, cuando su marido, o ella misma, perdieran en el juego, se acordaría de que existía el viejo, se presentaría en casa, cogería el dinero y volvería a desaparecer durante meses… Expresamente, había hecho estipular a Seton que ella no podría tocar el capital. «Si no, desde el día de su boda hasta el de mi muerte…» No acabó la frase. No se forjaba ilusiones.

– He hecho todo lo que estaba en mi mano -dijo con tristeza en voz alta.

Se había quitado los botines. Fue hasta la cama y se acostó. Pero desde hacía algún tiempo no podía estar acostado. Se ahogaba. A veces se quedaba dormido, pero se despertaba enseguida respirando con ansia y soltando unos extraños gemidos que oía apenas, como en sueños, y que le parecían estremecedores e incomprensibles, cargados de una oscura y siniestra amenaza. Nunca supo que quien se quejaba de aquel modo, gimiendo como un niño, era él.

También esa noche empezó a asfixiarse en cuanto se tumbó en la cama. Se levantó con dificultad, arrastró un sillón hasta la ventana, la abrió… Abajo se veía el puerto, aguas negras… Estaba a punto de amanecer.

De repente, se durmió.


A las cinco, la primera sirena que sonó en el puerto despertó a Golder.

Se levantó con dificultad, cogió los zapatos y volvió a abrir el grifo del lavabo, en vano. Llamó al timbre y esperó largo rato; nadie acudió. En el frasco que llevaba en la maleta quedaba un poco de colonia. Se la echó en las manos y la cara, recogió sus cosas y bajó.

En el vestíbulo, consiguió que al menos le sirvieran una taza de té. Pagó y se marchó.

Buscó un coche con la mirada. Sin embargo, la ciudad parecía desierta. Una gruesa capa de arena, levantada por el viento que soplaba del mar, ocultaba parcialmente los guardacantones y cubría las calles, en las que los pasos se marcaban con tanta nitidez como en la nieve.

Golder llamó a un niño que corría descalzo, sin hacer ruido, por la calzada.

– ¿Me llevas la maleta hasta el puerto? ¿No hay coches?

El niño pareció no entender, pero cogió la maleta y echó a andar delante de Golder.

Las casas estaban cerradas; las ventanas, tapiadas con tablas. Se veían bancos y edificios públicos, pero vacíos, abandonados. En las fachadas, la huella del águila imperial, arrancada de la piedra, parecía una herida. Sin darse cuenta, Golder avivó el paso.

Le pareció reconocer algún callejón oscuro, las desvencijadas casas de madera… Pero qué silencio… De pronto, se detuvo.

Estaban cerca del puerto. Un fuerte olor a sal y cieno impregnaba la atmósfera. El cuchitril de un zapatero, negro, pequeño, con una bota de hierro oscilando y chirriando ante el escaparate… En la esquina de la calle, el hotel donde Golder había vivido, un antro de marineros y fulanas, seguía en pie. El zapatero era un primo de su padre establecido en la región. Golder iba a comer a su casa de vez en cuando. Se acordaba muy bien… Buscó la cara de aquel hombre en su memoria. Pero sólo encontró el sonido de su ruda y quejumbrosa voz, quizá porque se parecía a la de Soifer: «Quédate, chaval. ¿Crees que allí el dinero crece en los árboles? ¡Bah, la vida es igual de dura en todas partes!»

Casi sin querer, Golder extendió la mano hacia el picaporte, pero la dejó caer. ¡Hacía cuarenta y ocho años! Se encogió de hombros y siguió su camino.

«¿Y si me hubiera quedado?»

Rió por lo bajo. ¿Quién sabía? Gloria, cuidando de la casa y friendo tortas en grasa de oca los viernes por la noche…

– La vida… -murmuró débilmente.

Era extraño que al cabo de tantos años hubiera vuelto a aquel rincón perdido de la tierra.

El puerto: lo reconoció como si se hubiera marchado el día anterior. El pequeño edificio medio en ruinas de la aduana. Barcas varadas, encalladas en la arena negra, basta, salpicada de carbonilla y desperdicios… El agua verde, espesa, cenagosa, cubierta como antaño de corteza de sandía y animales muertos. Subió a bordo de un pequeño vapor griego que antes de la guerra hacía la travesía entre Batum y Constantinopla. Debía de haber transportado pasajeros, porque conservaba la apariencia de cierto confort. Tenía un salón con piano. Pero desde la Revolución sólo llevaba mercancías, aunque seguro que también se dedicaba a tráficos dudosos. Era un barco sucio y miserable.

«Por suerte, no es un viaje largo», se dijo Golder.

En la cubierta, un grupo de hombres, schurum-burum con los casquetes rojos calados, jugaban a las cartas sentados en el suelo. Al acercarse Golder, levantaron la cabeza. Uno de ellos agitó un collar de abalorios rosa que llevaba enrollado en el brazo y le sonrió.

– Compra algo, barin

Golder meneó la cabeza y los apartó con suavidad valiéndose de la punta del bastón. Durante aquel primer viaje, que pervivía en su recuerdo con extraña nitidez, cuántas veces había jugado a las cartas, por la noche, en cualquier rincón del barco, con hombres como aquéllos… Hacía mucho tiempo… Los buhoneros encogieron las piernas para dejarle pasar. Golder bajó a su camarote y contempló suspirando el mar a través del ojo de buey. El barco zarpaba. Se sentó en la litera, unas tablas cubiertas con un delgado jergón relleno con una especie de paja seca y crepitante. Si no se estropeaba el tiempo, pasaría la noche en cubierta. Aunque hacía viento. El barco se balanceaba, cabeceaba. Golder miró el mar con una especie de odio. Qué harto estaba de aquel universo que no paraba de moverse, de agitarse a su alrededor… La tierra, corriendo tras las ventanillas de los coches y los trenes, aquellas olas con sus rugidos de animales inquietos, las humaredas en el tormentoso cielo de otoño… Contemplar, hasta la muerte, un horizonte inalterable…

– Estoy cansado… -murmuró.

Con el gesto instintivo y vacilante de los cardíacos, se apretó el pecho con ambas manos. Lo alzaba ligeramente, como si le ayudara, levantándolo un poco, como a un niño, como a un animal moribundo, secundando la achacosa pero tozuda máquina que latía con debilidad en su viejo cuerpo.

De pronto, tras un violento bandazo, creyó que le fallaba y luego que latía más deprisa, demasiado deprisa… En ese momento, un dolor fulminante le atravesó el hombro izquierdo. Pálido, con la cabeza gacha y una expresión de terror, Golder se quedó esperando largo rato. El ruido de su respiración parecía llenar el camarote, ahogar el estruendo del viento y el mar.

Poco a poco, el dolor remitió, se calmó y acabó desapareciendo.

– No era nada -dijo Golder tratando de sonreír-. Ya está. Jadeó con esfuerzo y, bajando la voz, repitió-: Ya está…

Se levantó tambaleante. El cielo y el mar se habían ido ensombreciendo de forma gradual. El camarote estaba tan oscuro como si fuera de noche. Por el ojo de buey sólo penetraba una extraña claridad verdosa, una luz difusa, turbia y pobre que no iluminaba. Golder buscó a tientas el abrigo, se lo puso y salió. Avanzaba con las manos extendidas, como un ciego. A cada golpe de mar, el barco entero se estremecía, alzaba la popa y, a continuación, se precipitaba al abismo de las aguas como si quisiera hundirse en él y desaparecer para siempre. Golder empezó a trepar por la empinada y estrecha escalerilla que llevaba a cubierta.

– ¡Tenga cuidado, jefe! ¡Arriba hace mucho viento! -le gritó un marinero que bajaba a toda prisa echándole una tufarada de aguardiente a la cara-. ¡Esto baila, jefe!

– Estoy acostumbrado -gruñó secamente Golder.

Pero le costó llegar a cubierta. Sobre el barco se abatían olas enormes. En un rincón, bajo una lona empapada, los schurum-burum, ovillados unos junto a otros en el suelo, temblaban como un rebaño paralizado por el terror. Al ver a Golder, uno levantó la cabeza y gritó algo con una voz aguda y quejumbrosa que se perdió en el estruendo. Golder le indicó por señas que no lo entendía. El hombre insistió alzando aún más la voz, con la cara desencajada y los ojos desorbitados. De pronto, le dio una arcada, se derrumbó y se quedó inmóvil sobre su vieja piel de carnero, entre los paquetes de mercancías y los hombres tumbados.

Golder se alejó.

Sin embargo, no pudo avanzar mucho. Se quedó de pie, inclinado hacia un lado, como un árbol doblado por la violencia del viento, con el rostro crispado y un amargo sabor a agua salada en la boca. No conseguía abrir los ojos; se aferraba con ambas manos a una barandilla de hierro empapada que le helaba los dedos.

A cada golpe de mar, el barco parecía a punto de hundirse y descuadernarse bajo el peso del agua; de sus costados se alzaba una prolongada y desgarradora queja que por unos instantes ahogaba el fragor del viento y las olas.

«Dios… -pensó Golder-. Lo que me faltaba.»

Pero no se movió. Con un extraño placer, dejaba que la tempestad azotara su viejo cuerpo. El agua de mar, mezclada con la lluvia, le resbalaba por las mejillas y los labios. Tenía el pelo y las cejas tiesos por el salitre.

De repente, una voz empezó a gritar junto a él. Pero el viento se llevaba las palabras. Golder abrió los ojos y vio la encorvada silueta de un hombre que se agarraba a la barandilla de hierro rodeándola con ambos brazos.

Una ola estalló a sus pies. Golder sintió que el agua se le metía en los ojos y la boca, y retrocedió de inmediato. El hombre lo siguió. Bajaron la escalerilla a trompicones, chocando contra el tabique en cada peldaño.

– ¡Qué tiempo…! -murmuraba en ruso el hombre, aterrorizado-. ¡Qué tiempo, Dios mío!

En la densa oscuridad, Golder apenas distinguía el largo abrigo del desconocido, que le llegaba casi hasta los pies, pero reconocía perfectamente aquel acento cantarín, que modulaba la frase como si fuera una melopea.

– ¿Su primer viaje en barco? -le preguntó Golder-. A Yid?

El hombre soltó una risita nerviosa.

– ¡Sí, sí! -respondió con voz alegre-. ¿Usted también?

– Yo también -dijo Golder sentándose en un viejo sofá de terciopelo raído que estaba arrimado a la mampara.

El desconocido se quedó de pie frente a él. Con las manos entumecidas, Golder buscó la pitillera en el bolsillo de su chaqueta, la abrió y se la tendió.

– Coge uno -le ofreció; y, al encender la cerilla y alzarla hacia el desconocido, vio un rostro pálido y joven, casi adolescente, con una nariz larga y triste, y unos ojos enormes e inquietos, húmedos y febriles, bajo una pelambrera negra, crespa y lanosa-. ¿Dé dónde eres?

– De Kremenets, señor, en Ucrania.

– Lo conozco -murmuró Golder. En sus tiempos era una aldea miserable donde los cerdos negros y los niños judíos se revolcaban juntos en el barro. No habría cambiado mucho-. Entonces, ¿te vas? ¿Para siempre?

– ¡Sí, sí!

– ¿Y por qué? Eso se hacía en mi época, pero hoy en día…

– ¡Ah, señor! -exclamó el joven judío con aquel acento cómico y doloroso a un tiempo-. ¿Es que las cosas han cambiado para nosotros? Yo, señor, soy un muchacho honrado, pero salí de la cárcel anteayer. ¿Y por qué? Me habían encargado facturar hasta Moscú un vagón de Montpensier, ya sabe, esos caramelos con sabor a fruta. Era verano y hacía un calor tremendo, así que la mercancía se derritió en el vagón. Cuando llegué a Moscú, el caramelo chorreaba de las cajas. Pero ¿que culpa tenía yo? Pues me he pasado dieciocho meses en la cárcel. Ahora que soy libre quiero ir a Europa.

– ¿Cuántos años tienes?

– Dieciocho, señor.

– ¡Ah! -murmuró Golder lentamente-. Casi los mismos que yo cuando me marché.

– ¿Es usted de esa región?

– Sí.

El chico se calló. Fumaba con avidez. En la penumbra, Golder veía moverse sus nerviosas manos, iluminadas por la brasa del cigarrillo.

– Tu primer viaje en barco… -dijo-. ¿Y adónde piensas ir?

– De momento, a París. Tengo un primo que es sastre allí. Se estableció antes de la guerra. Pero, en cuanto reúna un poco de dinero, me voy a Nueva York. ¡Nueva York…! -repitió con entusiasmo-. Allí…

Pero Golder no lo estaba escuchando. Con una especie de sordo y doloroso placer, se limitaba a observar los movimientos de las manos y los hombros del muchacho, que seguía de pie frente a él. Aquellos incesantes aspavientos que le agitaban todo el cuerpo, aquella voz atropellada que se comía las palabras, aquella fiebre, aquella fuerza joven, nerviosa… También él había tenido la ávida y exuberante juventud propia de su raza… Pero de eso hacía mucho tiempo.

– Vas a morirte de hambre, ¿sabes? -le espetó.

– ¡Bah, estoy acostumbrado!

– Sí, pero allí es peor…

– ¿Qué importa? Eso dura poco…

Golder soltó una carcajada brusca y cortante como un latigazo.

– ¿Ah, sí? ¿Eso crees? Qué tonto… Dura años y más años. Y luego no es mucho mejor…

– Luego te haces rico… -murmuró el muchacho con vehemencia.

– Luego te mueres -lo corrigió Golder-. Solo, como un perro, como has vivido…

Se interrumpió y, ahogando un gemido, echó la cabeza atrás. Otra vez aquel dolor lancinante en el hueco del hombro y la angustia del corazón, que parecía haber dejado de latir…

– ¿Se encuentra mal? -preguntó el muchacho-. Es un mareo…

– No -respondió Golder con voz débil y esforzándose en pronunciar-. No… estoy mal del corazón… Los mareos, muchacho… -Jadeó con dificultad. Qué daño le hacía al hablar… Se le desgarraba la garganta. ¿Y para qué? ¿Qué más le daba a aquel idiota el pasado, su pasado? Ahora la vida era diferente, más fácil… Además, ¿qué le importaba a él aquel chico judío, por Dios?-. Los mareos, muchacho, y todas esas zarandajas… Cuando hayas rodado por el mundo tanto como yo… ¡Ah! ¿Así que quieres hacerte rico? Pues mírame bien -añadió bajando la voz-. ¿Crees que merece la pena?

Hundió la cabeza en el pecho. Por un instante, tuvo la sensación de que el ruido del viento y el mar se alejaba, se convertía en un rumor confuso y acariciante… De pronto oyó la voz aterrada del muchacho, que gritaba:

– ¡Socorro!

Golder se levantó y, al ver que perdía el equilibrio, extendió las manos y trató de asir el vacío. Pero se desplomó.


Más tarde, Golder emergió parcialmente de la oscuridad como de un agua profunda. Estaba en su camarote, tumbado boca arriba en la litera. Alguien le había puesto un abrigo enrollado bajo la nuca y desabrochado la camisa hasta el pecho. Al principio creyó que estaba solo; pero, cuando empezó a mover la cabeza febrilmente, la voz del muchacho judío susurró tras él:

– Señor… -Golder intentó volverse. El chico se inclinó sobre la litera-. ¡Oh! ¿Se siente mejor, señor?

Durante unos instantes, Golder movió los labios como si hubiera olvidado la forma y el sonido del lenguaje humano.

– Enciende la luz -logró murmurar al fin.

Cuando el camarote se iluminó, Golder suspiró trabajosamente y se movió; exhaló un gemido y se buscó el corazón moviendo con lentitud y torpeza las manos, que sucumbían una y otra vez ante el esfuerzo. Dijo unas palabras confusas en una lengua extranjera y, de pronto, abrió los ojos, como si hubiera vuelto del todo en sí. Con una voz extrañamente clara, pidió:

– Ve a buscar al capitán.

El muchacho se marchó. Golder se quedó solo. Cuando una ola un poco más fuerte sacudía el barco, gemía débilmente. Pero, poco a poco, el balanceo iba disminuyendo. La luz del día iluminaba el ojo de buey. Golder cerró los párpados, exhausto.

Cuando entró el capitán, un griego gordo y borracho, Golder parecía dormido.

– ¿Qué? ¿Está muerto? -preguntó el capitán, y soltó una maldición.

Lentamente, Golder volvió hacia él el rostro, demacrado y sin color, los labios pálidos y fruncidos.

– Detenga… el barco… -balbuceó-. Detenga el barco, ¿me oye? -repitió alzando la voz al ver que el capitán no respondía. Sus ojos, bajo los párpados entornados y temblorosos, brillaban con tal intensidad que el capitán se dejó engañar y, encogiéndose de hombros, le dijo, como si hablara con alguien lleno de vida:

– Está usted loco.

– Le daré dinero… Le daré mil libras.

– ¡Bah! -gruñó el griego-. Este hombre ha perdido la chaveta. Está desvariando. Maldita sea, ¿por qué recojo a gente así?

– La tierra… -murmuró Golder-. ¿Es que quiere que muera aquí, solo como un animal? Cerdos… -farfulló. Y añadió unas palabras ininteligibles.

– ¿No hay ningún médico a bordo? -preguntó el muchacho.

Pero el capitán ya había dado media vuelta.

El chico se acercó a Golder, que jadeaba ansiosamente.

– Aguante un poco -le susurró con suavidad-. Enseguida llegaremos a Constantinopla. Ahora vamos bastante deprisa. La tempestad ha amainado… ¿Conoce a alguien en Constantinopla? ¿Tiene familia allí? ¿Alguien?

– ¿Qué? ¿Qué? -murmuró Golder, pero al final pareció comprender, aunque se limitó a repetir-: ¿Qué?

El muchacho, nervioso, seguía susurrándole:

– Constantinopla… Es una gran ciudad… Allí lo cuidarán bien… Se curará enseguida… No tenga miedo.

Pero en ese instante comprendió que el anciano se estaba muriendo. Del torturado pecho de Golder brotó por primera vez el sordo estertor de la muerte.

Aquello duró cerca de una hora. El muchacho temblaba. Pero no se iba. Oía pasar el aire por la garganta del moribundo con un gruñido ronco y sordo, una fuerza incomprensible, como si otra extraña vida animara ya aquel cuerpo.

«Un poco más. Sólo un poco más -pensaba el chico-. Esto acabará enseguida. Y me marcharé… porque ni siquiera sé cómo se llama, Dios mío.»

En ese momento, vio la cartera repleta de dinero inglés, que había caído al suelo al acostar al anciano. Se agachó, la recogió y la entreabrió; luego, soltó un suspiro y, conteniendo la respiración, la deslizó suavemente en aquella mano abierta, una mano enorme, pesada, fría, ya muerta.

«¿Quién sabe? A lo mejor… Tal vez un momento antes de morir vuelva en sí y me dé ese dinero… ¿Quién sabe? Podría ser… Lo he traído aquí… Y está solo.»

Siguió esperando. A medida que avanzaba la tarde, el mar se iba calmando. El barco se deslizaba sin sacudidas y el viento había cesado. «Hará buena noche», pensó el chico.

Extendió la mano y tocó la muñeca que pendía ante él; el pulso era tan débil que el tictac del reloj, en la correa de cuero, casi lo solapaba. Pero Golder seguía vivo. El cuerpo tarda en morir. Vivía. Abrió los ojos. Habló. Sin embargo, el aire seguía borboteando en su pecho con un ruido siniestro, inexorable, como el curso de un torrente. El muchacho escuchaba inclinado sobre él. Golder dijo unas palabras en ruso y luego empezó a hablar en yiddish, la lengua olvidada de su infancia, que de pronto había vuelto a sus labios.

Hablaba deprisa, farfullando con una voz entrecortada por largos y roncos silbidos. De vez en cuando se interrumpía, se llevaba las manos a la garganta con lentitud y esbozaba el gesto de levantar un peso invisible. Tenía la mitad de la cara inmóvil y un ojo ya entrecerrado, vidrioso y fijo; pero el otro vivía, ardía… El sudor le resbalaba por la mejilla sin cesar. El chico quiso secárselo.

– Deja… -balbuceó Golder-. No merece la pena… Escucha. Cuando llegues a París, irás a ver al señor Seton, rue Aubert, veintiocho. Le dirás: David Golder ha muerto. Repítelo. Seton. El señor Seton, notario. Dale todo lo que hay en mi maleta y mi cartera. Dile que haga lo que considere más conveniente para mi hija… Luego irás a ver a Tübingen… Espera… -Jadeó. Seguía moviendo los labios, pero el muchacho ya no lo entendía. Estaba tan inclinado sobre él que percibía el olor a fiebre de su boca, el aliento del moribundo-. Hotel Continental. Apúntalo -murmuró Golder al fin-. John Tübingen. Hotel Continental. -A toda prisa, el chico sacó del bolsillo una carta arrugada y escribió las dos direcciones en el dorso del sobre-. Dile que David Golder ha muerto… -pidió con voz cada vez más débil-. Y que le ruego que lo arregle todo… para mi hija… que confío en él y… -Sus ojos se apagaban, se inundaban de oscuridad-. Y… No. Sólo eso. Es todo. Así está bien. -Miró el papel en las manos del chico-. Dame… voy a firmar… Será mejor…

– No podrá -dijo el muchacho. No obstante, cogió la mano de Golder y le colocó el lápiz entre los temblorosos dedos-. No podrá, por mucho que lo intente -repitió.

– Golder… David Golder… -repetía el moribundo con una especie de frenesí, de acongojada obstinación. Seguramente, en sus oídos, el nombre, las sílabas que lo formaban, sonaban tan extrañas como las palabras de una lengua desconocida. Sin embargo, consiguió firmar-. Te doy todo el dinero que llevo encima -jadeó de nuevo-. Pero jura que harás exactamente todo lo que he te he pedido.

– Sí, lo juro.

– Ante Dios, que te está oyendo -insistió Golder.

– Ante Dios.

Un súbito espasmo contrajo las facciones de Golder y por los lados de la boca empezó a rezumar sangre, que le goteaba sobre las manos. El estertor cesó.

– ¿Me oye todavía, señor? -dijo el chico con voz temblorosa.

La luz del atardecer que penetraba por el ojo de buey caía de lleno sobre aquel rostro desencajado. El muchacho se estremeció. Esta vez sí era el final. La cartera había quedado abierta bajo la mano extendida. La cogió con un rápido movimiento, contó el dinero y se la guardó en un bolsillo; luego, se metió el sobre con las dos direcciones debajo del cinturón, pegado al cuerpo.

«¿Habrá muerto ya?», pensó.

Extendió la mano hacia la abertura de la camisa, pero los dedos le temblaban tanto que no consiguió hallarle el pulso. Se apartó. Como si temiera despertarlo, retrocedió de puntillas hasta la puerta. Salió a toda prisa, sin volverse.

Golder se quedó solo.

Tenía el aspecto y la gélida inmovilidad de un cadáver. Sin embargo, la muerte no lo había inundado completamente, de golpe, como una ola. Había sentido que se quedaba sin voz, sin calor humano, sin la conciencia del hombre que había sido. Pero siguió viendo hasta el final. Vio que la luz del crepúsculo caía sobre el mar, que el agua brillaba…

Y en su interior, hasta su último suspiro, las imágenes siguieron sucediéndose, más débiles y desdibujadas a medida que se acercaba la muerte. Por un instante creyó tocar el cabello, la piel de Joyce. Después, su hija se alejó, lo abandonó, mientras él seguía hundiéndose en la oscuridad. Aún le pareció oír su risa, dulce y alegre, como un cascabeleo lejano, por última vez. Luego la olvidó. Vio a Marcus. Rostros, formas vagas, como arrastradas por una corriente de agua, al atardecer; aparecían un instante y luego se esfumaban. Y, al final, no quedó más que el extremo de una calle oscura, con una tienda iluminada, una calle de su infancia, una vela encendida junto a una ventana cubierta de hielo, la oscuridad, la nieve cayendo y él… Notó los gruesos copos, que se derretían en sus labios con un sabor a hielo y agua, como entonces. Oyó que lo llamaban: «David… David…» Era una voz amortiguada por la nieve, el cielo bajo y la oscuridad, una voz débil que se perdía y de pronto cesaba, como obstaculizada por el recodo de un camino. Fue el último sonido del mundo que penetró en él.


***

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