La autorización de Étienne la ayudó. La tenía en reserva, como una ampolla de cianuro cuando existe riesgo de tortura, y decidió continuar un poco más. Esperaba sentirse aliviada el día en que los médicos le dijeran: escuche, ya no hay nada que hacer, ahora la dejamos tranquila, y le sorprendió sentirse tan abrumada cuando el día llegó, en el mes de mayo. Le comunicaron que interrumpían la herceptina, que le creaba problemas cardíacos sin que en contrapartida se observasen efectos beneficiosos. No se lo dijeron tan abiertamente como ella se había imaginado, pero equivalía a tirar la toalla, y Juliette, que ya no pensaba en años, sino en meses de plazo, comprendió que ahora era cuestión de semanas, quizá de días.



Justo después de que dejaran de administrarle herceptina, Patrice y ella tuvieron una disputa violenta a propósito del referéndum sobre la Constitución Europea. Patrice se había movilizado en favor del «no» hasta el punto de abandonar los videojuegos por los foros de Internet. Era su nueva droga. Subía del sótano con documentos encontrados en el sitio de Attac, impresos y subrayados con rotulador. Se podía y había que oponerse, alegaba, al reino sin reparto del liberalismo, que era perverso presentar como una fatalidad. Juliette le dejaba hablar sin expresar su opinión, y él se acordaba de su silencio en la época de la primera guerra del Golfo, cuando acababan de conocerse. Él estaba en contra de la intervención, denunciaba la manipulación mediática y, como ella se callaba, pensaba que lo aprobaba hasta que, puesta entre la espada y la pared, Juliette reconoció que no. Sin estar claramente a favor, no estaba tan en contra como él, en todo caso no estaba tan segura de lo que pensaba. Él se cayó de las nubes. ¿Por qué no lo había dicho? ¿Por qué no comentarlo? Por eso, porque ella sabía muy bien que él no cambiaría de opinión y no veía el sentido de pelearse para nada. Volvieron a interpretar la misma escena en mayo de 2005, cada uno criticando a la familia del otro, y Patrice, no sin razón, la influencia de Étienne. La cosa llegó lo bastante lejos para que Juliette le deseara, cuando hubiese muerto, que encontrase una bonita antiglobalizadora, maja y simpática, en lugar de una mujer tocapelotas, cancerosa y de derechas. Al final, ella le dio poderes para votar sí en su nombre, cosa que él hizo la semana anterior a su muerte.

Si Patrice llegó a contarme esta última riña, más enternecido que pesaroso, fue porque yo le había preguntado si se imaginaba su vida amorosa en el futuro. La pregunta no le chocó, pero le dejó pensativo. ¿Tendría razón Juliette, reharía su vida con una militante antiglobalización maja y simpática? ¿Por qué no? Se veía venir. Pero una de las cosas que le gustaban de Juliette era que no era la mujer que normalmente debería haber tenido. Ella le había desarbolado, arrancado de su surco. Ella era la diferente, la inesperada, el milagro, lo que sólo sucede una vez en la vida, y eso con mucha suerte. Por eso no voy a quejarme, concluyó Patrice: yo tuve esa suerte.


El miércoles, 9 de junio, alquiló en el videoclub de Vienne la película Como una imagen, de Agnès Jaoui. Después de haber acostado a las niñas, la vieron juntos en el sofá de la sala, con el ordenador colocado sobre el reposapiés, delante de ellos. Juliette tenía puesta su mascarilla de oxígeno, pero no se sentía demasiado mal. Se había dormido antes del final, sobre el hombro de Patrice, como casi siempre por aquella época cuando veían una película o él le leía en voz alta. Patrice no se movió, por temor a despertarla. Gracias a aquellos momentos de quietud en que la oía respirar y tenía la sensación de que la protegía con su sola presencia, habría estado dispuesto a que la vida terrible que llevaban durase todavía mucho tiempo. Incluso para siempre. Con mil precauciones, la llevó a la habitación, la acostó en la cama. Después se quedó dormido, cogiéndola de la mano. A las cuatro de la mañana ella tuvo un acceso de tos repentino, irreprimible. Ya no podía respirar, el caudal máximo de oxígeno no la aliviaba, se habría dicho que se ahogaba. Igual que en diciembre, Patrice llamó a urgencias y después a Christine, para que viniera a cuidar a las niñas. Christine quiso entrar en la habitación mientras aguardaban a la ambulancia, pero Juliette le dijo que no, no, a través de la puerta, y hoy Christine lamenta no haberse apartado a un lado cuando los enfermeros se la llevaron: al encontrarse cara a cara con Juliette, considera que no respetó su voluntad de que no la viera en aquel estado. Pero le dijo a Patrice que ella se ocuparía de todo, que podía quedarse en el hospital todo el día e incluso la noche, cosa que él hizo. En la sala de vigilancia intensiva, el índice de saturación de Juliette recuperó la normalidad, pero seguía asfixiándose. Le administraron morfina, que la calmó un poco. Le drenaron en vano dos litros de líquido que encharcaban la pleura de su pulmón derecho. Así transcurrió el jueves. La mañana del viernes, el jefe del servicio de oncología entró en la habitación y les anunció que ya no se podía hacer nada, que el cuerpo había llegado al límite de sus defensas y que Juliette iba a morir en cuestión de días, quizá en las horas siguientes. Ella respondió que estaba preparada. Pidió que llamaran a sus padres, su hermano y sus hermanas: si llegaban esa tarde o a última hora del día podría despedirse de ellos. En cuanto a las niñas, no quería comprometer la participación de las mayores en la función de la escuela, y preguntó al médico si podía ponerla, al cabo de veinticuatro horas, en condiciones de verlas. Él le aseguró que sí, dosificarían la morfina de tal modo que no estuviese ni demasiado devastada por el sufrimiento ni demasiado aturdida por la sedación. Solventadas estas cuestiones, reunió en su habitación a todo el equipo médico que la atendía desde febrero y dio las gracias uno por uno a todos sus miembros. No les guardaba rencor por el fracaso de los tratamientos, estaba segura de que habían hecho todo lo posible, tan humanamente como habían podido. A continuación, mandó a Patrice a casa para ocuparse de las niñas y hablar con ellas. Durante su ausencia, ella vería a Étienne.


Étienne: yo era su mentor en materia de derecho, y también lo era en materia de cáncer. Recorríamos el mismo camino y los dos teníamos claro que yo iba delante. Pero aquella tarde de viernes ella me adelantó. Me dijo: Étienne, tú formas parte de las varias personas que han dado un sentido a mi vida, gracias a lo cual la he vivido realmente. A pesar de la enfermedad, pienso que ha sido una buena vida. La miro y estoy contenta. Y yo, prosigue Étienne, yo que siempre hablo, no supe qué responderle. Ella había llegado a un lugar adonde yo no podía seguirla. Entonces dije: ¿has escrito la carta? Era algo de lo que habíamos hablado mucho, la carta que quería dejar a sus hijas. Había hecho borradores y los había tirado, cada vez que se ponía a escribirla se quedaba empantanada porque había demasiadas cosas que decir, o casi nada: os quiero, os he querido, que seáis felices. Dijo tristemente: no, no la he escrito, y le propuse que lo hiciera. ¿Aquí, ahora mismo? Sí, ahora mismo, ¿cuándo, si no? Para empezar, ¿qué les dirías de Patrice a tus hijas? Cada vez le costaba más esfuerzo hablar, pero respondió sin vacilar: era mi soporte. Me llevaba en brazos. Luego, al cabo de un tiempo: es el padre que elegí para vosotras. Vosotras también tenéis que elegir en la vida. Podéis pedírselo todo, os dará todo lo que le pidáis mientras seáis pequeñas, y cuando seáis mayores elegiréis vosotras. Reflexionó y después dijo: es todo.

No tomé ninguna nota; cuando volví a mi casa escribí la carta en dos minutos: hecha. Se la di a su hermana Cécile, que se la leyó y me dijo que Juliette había movido la cabeza para decir que estaba bien. Pero antes de salir de la habitación, me senté al borde de la cama y le tomé la mano. La mantuve unos instantes en la mía. Le había estrechado la mano cuando ella entró en mi despacho, seis años antes, pero después, y hasta aquel viernes por la tarde, nunca volvimos a tocarnos.


Patrice encontró en casa a las niñas al cuidado de su madre, que acababa de llegar y había relevado a Christine. No estaban excesivamente alteradas, las estancias de Juliette en el hospital formaban ya parte de la rutina de su vida. Lo que querían saber era si su madre asistiría a la fiesta de la escuela. Patrice les dijo que no, que no estaría, y ellas protestaron: se lo había prometido. Entonces Patrice les dijo que ella no volvería, que irían todos juntos al día siguiente a verla al hospital, después de la fiesta, y que sería la última vez porque se iba a morir. Tenía a Diane en brazos y se dirigía tanto a ella, aunque sólo tuviese quince meses, como a las dos mayores. Se acuerda de que Amélie y Clara lloraron, gritaron, que la crisis duró una hora y que luego se desmandaron hasta la hora de acostarse, de tan sobreexcitadas que estaban. Extrañamente, todos consiguieron dormir. Él fue al hospital muy temprano a la mañana siguiente, con objeto de volver a tiempo para el comienzo de la función. El estado de Juliette se había agravado durante la noche. Estaba muy agitada: su mirada huía hacia delante, empleaba todas las fuerzas que le quedaban en el acto de respirar, ronco, doloroso, sacudiendo todo el cuerpo. Sintiendo su presencia, le agarró del brazo y dijo varias veces con una voz ronca, bastante fuerte, balanceándose de delante hacia atrás: ¡venga, ahora se acabó! ¡Venga, ahora se acabó! El intentó hablarle, muy suavemente, decirle que las niñas irían a verla después de la fiesta, pero ella no parecía comprenderle y repetía: ¡venga, ahora se acabó! Patrice estaba consternado, a la vez porque las niñas podían llegar a verla de aquel modo y porque, cuando Juliette le había dicho que no tenía miedo a la muerte, la había creído. Ella aseguraba que lo que le resultaba insoportable era dejarles, a los cuatro, pero que estaba preparada para la muerte: la afrontaría. Este estoicismo era propio de ella, habría querido dejar de ella esta imagen, y lo que Patrice veía ahora era un cuerpo jadeante de sufrimiento, entregado a algo que se parecía al pánico. Se acabó la mente clara, la serenidad. Perdía el control. Ya no era ella. Él fue a ver a las enfermeras, que le dijeron que era el efecto del Atarax, pero que harían todo lo posible, como habían prometido, para que estuviera lo más serena y lúcida posible cuando llegaran sus hijas. Hicieron, desde luego, todo lo que estaba en su mano, pero sólo resultó a medias. Cuando Patrice, acompañado de Cécile, le llevó a las niñas, Juliette apenas estaba consciente. Si le hablaban de muy cerca, fijaba la mirada un segundo antes de que se volviera a perder en el vacío. Hizo uno o dos movimientos de cabeza que pudieron entenderse como un asentimiento. Amélie y Clara habían hecho dibujos para ella, le habían llevado una cinta con la grabación de la función, pero a pesar de la importancia que la cinta tenía para ellas y de la que la propia Juliette le daba incluso la víspera, Patrice no tuvo ánimos para conectar el vídeo en el televisor de la habitación. Fue tan penoso que acortaron la visita. Clara besó a su madre, Patrice le acercó a la mejilla la cara de Diane, pero Amélie estaba tan asustada que no quiso soltarse de los brazos de su tía.

En este punto del relato de Patrice, Amélie entró en la sala descalza y en pijama. Hacía mucho que se había acostado, pero había debido de despertarse y, por la puerta entreabierta de su cuarto, escuchar lo que hablábamos. Su aparición no turbó a Patrice, que de todos modos había empezado a contar los últimos días de Juliette en presencia de sus hijas, sin bajar la voz. Amélie se nos plantó delante y dijo: para mí es todavía más duro que para Clara y Diane que mi mamá se haya muerto, porque no me despedí de ella, tuve miedo. Patrice contestó con calma que no la había besado pero que se había despedido, y que lo importante era que estuviese allí, que su mamá la hubiera visto. Comprendí por su tono que no era la primera vez que hablaban de esto y, mientras él iba a acostarla, me pareció bien que Amélie pudiera formular el reproche que se hacía: una vez expresada, era menos probable que esta culpabilidad envenenase su vida sin que ella conociera siquiera su origen. Y como tengo buenas razones para pensar que es cierta la vulgata psicoanalítica sobre los beneficios de la palabra, por oposición a los estragos del silencio, muy sinceramente felicité a Patrice, cuando volvió, por permitir con su actitud general hacia sus hijas que las cosas se dijeran.


Terminadas las visitas, se quedó a solas con Juliette. Ella ya no estaba tan agitada, pero tampoco tan serena como él había esperado. Sentado en la cama, a su lado, trataba de comunicarse con ella, de adivinar sus deseos. Le dio de beber, ella consiguió deglutir. En un momento dado, su caja torácica empezó de nuevo a levantarse espasmódicamente, él sintió que su cuerpo se crispaba y pensó que había llegado la hora, pero no, no se moría; sufría. Aspirada por la nada, Juliette se resistía. Él le preguntó: ¿tienes miedo? Ella asintió con la cabeza, claramente. Espera, dijo él, voy a ayudarte. Ahora vuelvo. Sobre todo no te inquietes, ahora vuelvo. Se separó de ella con la mayor suavidad posible y fue al despacho del médico para decirle que había que ayudarla a morir. Media hora más tarde, Hélène y yo entramos en el mismo despacho para pedirle lo mismo al médico, que nos dijo que habían empezado a hacerlo. A Patrice ya le había respondido: de acuerdo, espéreme aquí. Le dejó solo en el despacho, donde pasó cinco minutos que se le hicieron eternos. Miraba fijamente, con una atención alelada, la pintura desconchada de un zócalo, el tubo de neón en el techo, alrededor del cual revoloteaba una mosca, la noche de verano que empezaba a caer en el marco de la ventana, y tenía la sensación de que toda la realidad del mundo era aquello, que no existía nada más, que nunca había existido ni volvería a existir nada más. Cuando volvió a la habitación, los ojos de Juliette, entornados cuando la había dejado, ahora estaban cerrados. Más adelante tuvo mucho miedo de que ella hubiese entrado en coma durante su breve ausencia. De que ella hubiera visto confusamente entrar en la habitación a un desconocido que había hecho un gesto, fuera el que fuera, le había puesto una inyección o manipulado la bolsa de suero, de tal modo que en su semiinconsciencia ella habría podido decirse: ha venido a darme la puntilla. De que su último pensamiento, antes de que todo se apagara, hubiese sido: me muero y Patrice no está. Esta situación de espanto, que felizmente no imaginó en aquel momento, le atormentó hasta tal punto los días siguientes que acabó llamando al médico. Le tranquilizó: no había podido ocurrir así; la dosis de morfina tarda más de una hora en actuar, el descenso de Juliette hacia la inconsciencia había sido muy gradual.


Está de nuevo tendido cerca de ella, pero más cómodamente, casi como si estuvieran en la cama conyugal. Ella respiraba sin tropiezos, parecía no sufrir. Navegaba en un estado crepuscular que en un momento dado iba a convertirse en la muerte, y él la acompañó hasta aquel momento. Se puso a hablarle al oído, muy bajo, y mientras hablaba le tocaba suavemente la mano, la cara, el pecho, a intervalos la besaba con un roce de los labios. Aun sabiendo que su cerebro ya no estaba en condiciones de analizar las vibraciones de su voz ni el contacto de su piel, era seguro que su carne los percibía todavía, que ella entraba en lo desconocido sintiéndose rodeada por algo familiar y amoroso. Él estaba allí. Le contó la vida que habían vivido juntos y la felicidad que ella le había dado. Le dijo cuánto le había gustado reírse con ella, hablar de todo y de cualquier cosa con ella, y hasta pelearse con ella. Le prometió que seguiría adelante sin flaquear, que se ocuparía bien de las niñas, que no debía preocuparse. No olvidaría ponerles las bufandas para que no se resfriasen. Le cantó canciones que a ella le gustaban, le describió el instante de la muerte como un gran fogonazo, una ola de paz de la que no se tiene idea, un retorno bienaventurado a la energía común. Un día él también la conocería y los dos volverían a reunirse. Estas palabras le salían sin dificultad, las enunciaba en voz muy baja, muy serena, le envolvían a él mismo. Es la vida la que duele al resistirte, pero el tormento de estar vivo concluía. La enfermera le había dicho: las personas que luchan mueren más deprisa. Si aquello duraba tanto tiempo, pensaba él, era quizá porque Juliette había dejado de luchar, que lo que quedaba de vivo en ella estaba tranquilo, abandonado. No luches más, mi amor, suelta, suelta, déjate ir.

Hacia medianoche, sin embargo, se dijo que no era posible, no era posible que al día siguiente continuara en este estado. A las cuatro de la mañana, decidió, desconectaría el respirador. Pero a la una ya no aguantaba la espera, pensó que era Juliette quien le comunicaba esta impaciencia y fue a ver a la enfermera de guardia para preguntarle si no podría desconectarlo ella porque creía que había llegado el momento. Ella dijo que no, podría ser brutal, más valía que las cosas siguieran su ritmo. Más tarde, Patrice se durmió. Un helicóptero le despertó un poco antes de las tres. Permaneció suspendido mucho tiempo encima del hospital. A continuación, fijó la mirada en el despertador. A las cuatro menos cuarto, la respiración de Juliette, que ya no era más que un hilo, se detuvo. Él se quedó un momento al acecho pero ya no había nada, el corazón ya no le latía. Se dijo que ella había adivinado lo que él pensaba hacer a las cuatro y se lo había ahorrado.


Patrice cuenta, cuenta, tengo la sensación de que no tiene ganas de acabar.

No tuve que cerrarle los párpados. La miraba, su cara me parecía serena y hermosa, no como los últimos días. Pensaba: es mi mujer y está muerta. Mi mujer ha muerto. Sentí junto a ella cómo se iba su calor, me asombró que todo ocurriera tan rápido. Al cabo de un cuarto de hora estaba fría. Me levanté, avisé a las enfermeras, llamé a Cécile, que velaba en casa, y después salí a caminar alrededor del hospital. Se veía al este un pedazo de cielo donde ya clareaba, nubes rosas encima de la ciudad, era precioso. Me aliviaba que todo hubiese terminado, pero sobre todo en aquel momento sentía un afecto inmenso por ella. No sé cómo decirlo, afecto parece una palabra débil, pero era más fuerte y más grande que el amor. Unas horas más tarde, en el velatorio, ya no lo sentía: el amor, sí, pero ya no aquella especie de afecto inmenso.


El viernes, antes de dejar a Juliette, Étienne le había preguntado si prefería que él volviese o que se mantuviera disponible, y ella contestò: que estés disponible. Pasó la noche esperándola, convencido de que ella ya no le llamaría: se lo habían dicho todo, ahora ya sólo quedaba sitio para Patrice. Por la mañana, Étienne había tomado el autobús para el hospital, pero se había apeado dos paradas antes de la suya y había vuelto a su casa. Pasó el sábado con la familia, hizo compras en Decathlon con los hijos, intentó trabajar. Juliette había pedido que le diesen la noticia en cuanto hubiese muerto, y fue la madre de Patrice la que le llamó, a las cinco de la mañana. Se acuerda de que le enfureció que ella le despertase y sobre todo que le dijera «Juliette se ha ido», en lugar de «Juliette ha muerto». Refunfuñó: lo sé, lo sé, y cuando ella le propuso que fuera a ver el cuerpo en el tanatorio, él respondió que no, no tenía interés en verlo.


Comimos juntos en Vienne, al día siguiente de mi larga conversación nocturna con Patrice, y después Étienne me acompañó a Rosier. Lo primero que dijo al llegar fue que tenía que irse de inmediato. Patrice y él no se habían visto desde el entierro, se les notaba entre sí un poco violentos, pero propuse que hiciéramos café y lo tomásemos fuera, debajo de la catalpa donde al final pasamos la tarde, cada vez más contentos de estar los tres juntos.

De aquella tarde recuerdo dos cosas.

Patrice hablaba de la forma en que él y las niñas aprendían a vivir sin Juliette. Ella me empuja, decía, su energía me empuja, y luego hay momentos en que ya no lo hace. Las noches son difíciles. Al principio pensé que nunca conseguiría dormir sin ella, tengo la sensación de sentirla pegada a mí, hasta tal punto mi cuerpo estaba acostumbrado al suyo, y después me despierto, ella no está y estoy perdido, totalmente perdido. Pero poco a poco me acostumbro a esta sensación. Sé que con el tiempo ella estará cada vez menos. Que un día pasará un cuarto de hora sin que piense en ella, y después una hora… Trato de explicárselo a las niñas… Cuando les digo que hemos tenido la suerte de estar con ella y de haberla amado y de que ella nos amara, Clara dice que la que tiene más suerte es Amélie, porque es la que más tiempo la ha tenido, y después Diane, porque no se da mucha cuenta, y por lo tanto es ella, la de en medio, la que peor lo tiene… A pesar de todo, pienso que los cuatro estamos en un buen ciclo. Pienso que saldremos adelante. ¿Y tú?

Se volvió hacia Étienne, al que la pregunta le pilló desprevenido.

¿Yo qué?

Tú, continuó Patrice, ¿cómo es para ti la vida sin Juliette?

Étienne, más tarde, me dijo que se había quedado estupefacto y que luego le turbó verse situado, de aquel modo ante el duelo, y casi en un pie de igualdad, por el propio viudo. En el fondo de sí mismo, este lugar le parecía injustificado (nota de Étienne: «No del todo: me parecía justificado tener un lugar»), pero nunca lo hubiese reclamado. Hacía falta la increíble generosidad de Patrice para reconocérselo como algo sobrentendido.

Étienne soltó una risita: ¿para mí? Oh, es muy sencillo. Lo que echo de menos es no poder hablar con ella. Es muy egoísta, como de costumbre sólo pienso en mí en este asunto, y lo que me digo es que hasta mi muerte hay cosas que ya no diré a nadie. Se acabó. La persona a las que podía decírselas sin que fuera triste ya no está.

Más tarde hablamos de las diapositivas que Patrice preparaba para la familia y los amigos en memoria de Juliette. Su primera selección de fotos había sido muy amplia, ahora estaba haciendo la segunda, más reducida. Algunas se imponían por sí mismas, sobre otras dudaba largo tiempo, no descartaba ninguna sin una punzada en el corazón y la impresión cada vez de que condenaba al olvido un instante de su vida en común. Consagraba las noches a esta tarea en su taller del sótano, después de haber acostado a las niñas. Era un momento del día que le gustaba, triste y dulce. No se apresuraba para acabar la preparación de diapositivas, sabiendo que cuando las hubiera acabado, repartido y copiado, habría rebasado un punto al que no tenía muchas ganas de llegar, en todo caso no demasiado rápido.

Un poco, señaló Étienne, como la carta que Juliette quería escribir a las niñas: se prometía a sí misma ponerse a escribirla y al mismo tiempo la rechazaba porque sabía que en cuanto la hubiese escrito ya no le quedaría nada más que hacer.

Nos callamos. Al otro lado de la plaza hubo una explosión de gritos infantiles. Era la salida de clase. Amélie y Clara estarían de regreso dentro de unos minutos, habría que darles la merienda y después ir a buscar a Diane. Étienne dijo entonces: hay una foto que no puede estar en tus diapositivas porque no existe, pero sería la que yo elegiría si sólo tuviera que conservar una. Una noche, ¿te acuerdas?, fuimos los cuatro a Lyon, al teatro. Juliette y tú, Nathalie y yo. Nosotros llegamos antes, os esperamos en el foyer. Os vimos entrar en el vestíbulo, subisteis la escalinata, tú la llevabas en brazos. Ella te rodeaba el cuello con los brazos, sonreía y lo bonito era que no sólo tenía una expresión feliz, sino orgullosa, increíblemente orgullosa, y tú también lo estabas. Todo el mundo os miraba al apartarse para dejaros pasar. Era realmente el caballero que lleva en brazos a la princesa.

Patrice se quedó silencioso un momento y después sonrió, con la sonrisa asombrada y pensativa con que recibes una evidencia en la que nunca habías pensado: es curioso, ahora que lo dices, siempre me gustó eso, llevar a la gente… Hasta de chaval llevaba a cuestas a mi hermano pequeño. Metía a los pequeños en una carretilla y empujaba, o me los cargaba a hombros.


En el tren que me llevaba a París me pregunté si existiría una fórmula tan simple y exacta -le gustaba transportar a la gente, tenía que transportarla- para definir lo que nos unía a Hélène y a mí. No la he encontrado, pero pienso que quizá algún día la descubramos.



Cuando volví de Rosier, a Hélène le habían crecido los pechos y me anunció que estaba embarazada. Debería haberme alegrado, pero me asusté. La única explicación que encuentro para este miedo es que no me sentía preparado: subsistían demasiadas trabas, había demasiados vínculos sin cortar. Para volver a ser padre en la segunda mitad de mi vida, habría sido necesario que yo fuese un hijo casi tranquilo, y me sentía muy lejos de serlo. A pesar de mi desasosiego, pensaba que más valía decir sí que no, y más o menos conscientemente, a tientas, esforzarme en cambiar. Mi proyecto ya no era pertinente, llamé a Patrice y a Étienne para advertirles de que lo abandonaba, añadiendo que quizá lo reanudase algún día, pero lo dudaba. Étienne dijo: tú verás. Me puse a escribir sin transición sobre mí mismo, sobre el desastre de mis amores anteriores, sobre el fantasma que obsesionaba a mi familia y al que quise enterrar. La gestación de mi libro duró lo que el embarazo, es un eufemismo decir que fueron meses difíciles, pero terminé poco tiempo después del nacimiento de Jeanne y, de la noche a la mañana, el milagro que esperaba sin creer que se cumpliría se hizo realidad: el zorro que me devoraba las entrañas se había ido, yo era libre. Pasé un año entero dedicado a gozar del simple hecho de estar vivo y ver crecer a nuestra hija. No tenía ideas para más adelante, y en consecuencia ninguna inquietud. Siempre me ha gustado, aunque me pareciese inaccesible, la forma en que Freud define la salud mental como la capacidad de amar y trabajar. Yo era capaz de amar, más aún de aceptar que me amasen, el trabajo ya saldría. Un poco al azar, sin saber adonde iba, la primavera pasada empecé a reunir mis recuerdos de Sri Lanka, de ahí pasé a repasar mis notas sobre Étienne, Patrice, Juliette y el derecho de consumo. Reanudé este libro tres años después de haber concebido el proyecto, lo termino tres años después de haberlo abandonado.


Esta vez decidí dejarlo a los interesados para que lo leyeran antes de publicarlo. Ya lo había hecho con Jean- Claude Romand, pero advirtiéndole que El adversario estaba terminado y que ya no cambiaría ni una línea. Someter Una novela rusa a la aprobación de mi madre y de Sophie habría sido como tirarla directamente al fuego: como no podía permitirme este lujo, las puse ante el hecho consumado. No lo lamento, me salvó la vida, pero hoy ya no lo haría. Hélène fue la primera en leer estas páginas. Había aceptado que yo emprendiera este trabajo, pero cuanto más se acercaba el final, más miedo tenía de descubrir lo que yo había escrito de Juliette. Sigue sin poder creer en su muerte y sin poder hablar de ella, quizá se reprocha no haber prestado suficiente atención a su hermana. Terminada su lectura, los dos sentimos alivio y envié el texto a Étienne y a Patrice diciéndoles lo contrario de lo que yo le había dicho a Romand: podían pedirme que añadiera, retirase o cambiara lo que quisieran: yo lo haría. Este compromiso inquietaba a Paul, mi editor. No hay precedentes, me recordaba, de que alguna vez alguien se haya declarado satisfecho de lo que se cuenta de él en un libro: en cuanto sus personajes lo hubiesen corregido, no quedaría ya nada del mío. En este caso se equivocaba, y mi última visita a Lyon y a Rosier fue al final para mí, y creo que también para ellos, el momento más conmovedor de toda esta empresa. Me sentía como un retratista que, al mostrarle el lienzo, confía en que el modelo estará contento, y los dos lo estuvieron. Étienne me dijo: hay cosas con las que no estoy en absoluto de acuerdo, pero me cuidaré de decirte cuáles para que no las toques. Me gusta que sea tu libro y, en conjunto, me gusta también el tipo que lleva mi nombre en tu libro. Hasta puedo decirte: estoy bastante orgulloso. No me pidió que suprimiese nada, solamente pidió algunos añadidos, con el fin de que cada cual tuviera lo que era suyo: al contar la ofensiva contra el TJCE, por afán de economía yo había omitido agregar a la troika Juliette-Étienne-Florès a la especialista de derecho comunitario que les había aconsejado, Bernadette Le Baut Ferrarese, y a él le había parecido injusto que ella no saliese en la foto. Patrice, por su parte, temía que yo concediera excesiva importancia a los desacuerdos políticos que había podido tener con Juliette. Volvía una y otra vez sobre este punto, argumentaba, matizaba, corregía. No le molestaba aparecer como un ingenuo de izquierdas, pero no quería de ninguna manera que a Juliette la creyeran, por poco que fuese, de derechas, y yo tenía la sensación perturbadora de oír a través del libro cómo proseguían la discusión confiada y apasionada que habían mantenido durante sus trece años de vida juntos. Tras nuestra sesión de trabajo, cuando fuimos a buscar a las niñas a la escuela, varias compañeras de clase de Amélie me rodearon y dijeron: ¿es verdad que has escrito un libro sobre Juliette? ¿Podremos leerlo? Pero la propia Amélie y sus dos hermanas, cuando en la cena abordé este asunto, prácticamente no reaccionaron. Sí, ya sé, decían, y miraban a otra parte, hablaban de otra cosa.


Fuimos a ver a Philippe, Delphine y Jérôme en Saint-Emilion unos meses después de nuestro regreso de Sri Lanka. La habitación de Juliette era un mausoleo espantosamente triste. Después Philippe escribió su libro e intercambiamos algunos e-mails afectuosos y a la vez distantes. Camille nació un año más tarde, diez días después de Jeanne, y esta vez también nos contentamos con comunicarnos la noticia. Así que reanudé el contacto con Philippe al cabo de dos años de silencio; le envié el manuscrito pidiéndole que lo leyera y que preparase para su lectura a su hija y a su yerno. Descontando algún detalle topográfico, lo aprobaba todo, pero según él era mejor que Delphine y Jérôme no lo leyeran. No ahora, en todo caso, y quizá nunca. Fuimos los cuatro -Hélène, Rodrigue, Jeanne y yo- a pasar en su casa un fin de semana que resultó delicioso. Acababan de tener un varón llamado Antoine que ni siquiera había cumplido un mes. Las dos niñas se entendieron inmediatamente. Rodrigue, que adora a Delphine, estaba feliz de volver a verla, y viceversa. Les hablé de Jean-Baptiste, que estudia ahora en una universidad de Irlanda, y su hermano mayor, Gabriel, que se estrena como montador de cine. Philippe contó cómo fundaron, y luego disolvieron, su asociación de ayuda a los pescadores de Medaketiya. Sigue pasando allí tres o cuatro meses al año. Mira el océano desde su bungalow sobre la playa. Piensa en su vida y a veces consigue no pensar ya en nada. La velada pasó como siempre en casa de Delphine y Jérôme, comentando los vinos que degustamos a ciegas, escuchando discos raros de los Rolling Stones, fumando hierba del jardín y riendo, riéndonos mucho. La habitación de Juliette ya no es un mausoleo, porque se ha convertido en la de Camille, que la compartirá con Antoine cuando éste crezca un poco, pero hay una foto de Juliette encima de la chimenea y se pronuncia su nombre sin ambages. No tienen dos hijos, sino tres, sólo que uno de los tres ha muerto. Cuando llegó el momento de hablar del libro, Delphine dijo que tenía intención de leerlo, pero Philippe, con esa voz súbitamente aguda, temblorosa, que tenía en Sri Lanka, la puso en guardia: sería especialmente penoso para ella porque se enteraría de cosas que le habíamos ocultado. Yo no veía a qué se refería y le llevé aparte para preguntárselo. Aludía al momento en que Jérôme, al volver del depósito de cadáveres de Colombo, le dijo a Delphine que Juliette muerta seguía estando guapa, y después le dijo a Hélène que había mentido, que su hijita se descomponía. ¿Te imaginas, decía Philippe, a Delphine descubriendo en tu libro que Jérôme le mintió? Le propuse eliminar aquel detalle, si lo consideraba más doloroso que los demás, pero él respondió que de ninguna manera y, al final de nuestro aparte, admitió que Delphine vería en ello, más que una traición, una prueba más del amor de su marido. Al final acordamos que Philippe entregaría el texto a Jérôme y éste se lo pasaría a Delphine, si él lo juzgaba adecuado. Vi en este orden de precedencia la forma en que los dos hombres, el marido y el padre, se habían coaligado allá para protegerla, pero cuando se lo dije a Hélène ella movió la cabeza y dijo: pues mira, es ella quien los protege, la que lo sostiene todo. Si siguen juntos, si han tenido otros hijos, si la vida al final ha prevalecido, es gracias a ella. Volví a pensar entonces en algo que Delphine había dicho durante la cena: el momento en que la vida se impuso en Sri Lanka, en que eligió vivir en lugar de hundirse, el momento en que aceptó cuidar de Rodrigue en nuestra ausencia. Al principio pensó: no, nunca podré ocuparme de un niño dos días después de la muerte de mi hija, pero dijo que sí y a partir de aquel instante continuó diciendo sí, a pesar de todo.


Esta mañana Jeanne se ha despertado a las siete, ha salido sola de la cuna, cuyos barrotes ya escala, y ha venido a nuestra cama. He ido a la cocina a prepararle el biberón y lo ha tomado, acostada entre los dos, sin excesivo ruido ni agitación, pero esta tregua nunca dura mucho tiempo, porque pronto hay que jugar y cantar. En este momento su canción preferida es Monsieur l'ours. Vuelto de espaldas, con el edredón tapándome la cabeza y roncando ruidosamente, yo hago de don Oso. Hélène canta: despierte, señor don Oso, ya ha dormido de sobra, despierte cuando cuente tres. Uno. Dos. Tres. ¡Don Oso! ¿Duerme o sale? Y la primera vez, con mi voz más cavernosa, respondo: duermo. Hélène vuelve a empezar: ¡Don Oso! ¿Duerme o sale? Esta vez me vuelvo gruñendo: ¡salgo! Hélène y Jeanne imitan, como en el disco, los gritos de miedo de los niños. Jeanne está en la gloria. Don Oso sólo durará una temporada, antes de él estaban los tres gatitos que habían perdido sus mitones, y cuando casualmente ella abre una vez más el libro musical de los tres gatitos, cuyas pilas dan muestras de agotamiento, nos invade ya algo semejante a la nostalgia: era la canción de cuando era muy pequeña, apenas sabía andar, no hablaba, y aquel tiempo, aquel tiempo milagroso ya ha pasado y no volverá. Pienso en todas estas canciones que nos hechizan y en la tortura en que debe de convertirse este hechizo cuando llega lo irremediable: los juguetes, las canciones infantiles, las zapatillas, cuando la niña se pudre en una caja bajo tierra. Sin embargo, este encantamiento ha vuelto a ser posible para Delphine y Jérôme con sus otros dos hijos. No han olvidado nada, pero no se quedaron en el abismo. Me parece algo admirable, incomprensible, misterioso. Es la palabra más exacta: misterioso.

Más tarde voy a preparar el desayuno mientras Hélène viste a Jeanne. Cuando digo que la viste no significa sólo que le pone su ropa, sino que la escoge, que pone tanto placer y coquetería en comprársela, si no más, que en comprarse cosas para sí misma, lo que convierte a Jeanne en la niña mejor vestida del mundo. Se reúnen conmigo en la cocina. Hélène lleva un pantalón de yoga y un jersey ligero, muy escotado; el pantalón le dibuja las nalgas y el jersey las puntas de los pechos. La encuentro hermosa, sexy, tierna, me maravillan la quietud de nuestro amor y la intensidad de esta quietud. A su lado sé dónde estoy. Se me hace insoportable la idea de perderla, pero por primera vez en mi vida pienso que lo que pudiera arrebatármela, o arrebatarme a ella sería un accidente, una enfermedad, algo que nos viniera desde el exterior, y no la insatisfacción, la fatiga, el deseo de novedad. Es imprudente decir esto, pero la verdad, no lo creo. Sé muy bien, por supuesto, que si logramos durar habrá crisis, instantes de desaliento, tormentas, que el deseo se agotará y buscará en otra parte, pero creo que aguantaremos, que uno de los dos cerrará los ojos del otro. Nada, en todo caso, me parece más deseable.

En la entrada, Jeanne y yo nos ponemos el abrigo y ella se apodera del cochecito con firmeza. Su cochecito no es el que ella ocupa y donde se sienta cada vez más a disgusto, sino el de miniatura donde lleva a una muñeca calva y bastante fea cuyo cuerpo de plástico huele a chicle de fresa. Desde que Hélène le compró este cochecito, quiere salir con él a toda costa. En general, quiere hacerlo todo como nosotros, y como nosotros paseamos a nuestro bebé, ella quiere pasear al suyo. Así que el cochecito sale rodando al rellano, Hélène se acuclilla en el umbral del apartamento para besar a su hija una última vez antes de que se vaya, Jeanne hace ademán de entrar en el ascensor, del que sujeto la puerta, y luego cambia de idea, se vuelve hacia Hélène, dice adiós con la mano, vuelve al ascensor, se alza sobre la punta de los pies para apretar el botón. Justo antes de que la cabina de cristal pase por debajo del rellano, veo que Hélène nos sonríe. Salimos a la calle, Jeanne empujando el cochecito y yo vigilando para que no baje a la calzada. Está tan orgullosa de imitarnos que se olvida de distraerse y pararse, como acostumbra a hacer, delante de cada portal, de cada puerta cochera, de cada motocicleta: es responsable, avanza derecha, bajamos la rue d'Hauteville casi tan rápido como si yo fuera el que la empujase a ella. De vez en cuando se vuelve para que sea testigo de que lo hace todo bien. Llegamos al edificio de la señora que la cuida, levanto a Jeanne hasta el tablero de números y le guío los dedos, como cada mañana, sobre los botones. El de la luz, en la escalera, es la continuación del rito, y después el de la puerta del piso y el acecho, al otro lado, de los pasos de la señora Laouni en el pasillo. Jeanne está a gusto con ella, la señora Laouni es a la vez cariñosa y firme, se intuye que en su casa impera el orden. Sin embargo, el año pasado perdió a su marido. Telefoneó una mañana llorando para decir que no podría encargarse de Jeanne porque su marido había muerto esa noche, lo había encontrado muerto en la cama, un ataque cardíaco. Hasta entonces daba la impresión de ser una mujer feliz, en su sitio en la vida. Nunca amargura, cansancio, dejadez. Orden, buen humor, dinamismo, amabilidad. Nada de todo esto ha cambiado después de la muerte del marido. No sé nada de su vida de pareja, a él no lo vi nunca, se iba al trabajo antes de que yo llevara a Jeanne y volvía después de que yo hubiese pasado a recogerla, pero estoy seguro de que ella le amaba, que eran buenos compañeros, buenos padres para sus hijas, que ella le añora cruelmente, que la vida sin él es triste, injusta, contra natura, y lo que me impresiona es que su aflicción, que ella no oculta cuando le hablan de ella, nunca parece pesar sobre los niños que cuida. Dice: son ellos los que me ayudan a sobrellevarlo, y la creo. A veces, cuando abre la puerta por la mañana, veo claramente que tiene los ojos hinchados, que ha debido de llorar toda la noche, que le ha costado levantarse, pero coge a Jeanne en brazos y la niña se ríe, y la señora Laouni se ríe con ella, y sé que será así hasta la noche.

Subo la rue d'Hauteville, iré al café de la plaza Franz- Liszt a leer el periódico y después volveré a casa. Rodrigue habrá ido al colegio, Hélène quizá haya vuelto a acostarse y entonces yo también me acostaré y haremos el amor de esa manera conyugal, apacible, un poco rutinaria, que nos inspira a los dos un deseo renovado sin cesar y que espero que sea inagotable. Haré de nuevo café que tomaremos juntos en la cocina, hablando de los niños, de la marcha del mundo, de nuestros amigos, de detalles domésticos. Ella se irá a trabajar y llegará el momento de que yo también lo haga. Cada mañana desde hace seis meses, voluntariamente, he pasado unas horas delante del ordenador para escribir sobre lo que más miedo me da en este mundo: la muerte de un hijo para sus padres, la de una mujer joven para sus hijas y su marido. La vida me ha hecho ser testigo de estas dos desgracias, una tras otra, y me ha encomendado, o al menos así lo he comprendido, dejar testimonio de ellas. Me las ha ahorrado, rezo para que siga haciéndolo. A veces he oído decir que la felicidad se aprecia retrospectivamente. Pensamos: no me daba cuenta, pero yo era feliz entonces. En mi caso no es cierto. He sido infeliz mucho tiempo, y muy consciente de serlo; hoy amo lo que me ha tocado en suerte, y no tengo mucho mérito porque es algo amable, y mi filosofía entera se resume en la frase que habría murmurado, la noche de la coronación, Letizia, la madre de Napoleón: «Con tal de que dure.»Ah, y además: prefiero lo que me acerca a los demás hombres que lo que me distingue de ellos. También esto es nuevo.


Al llegar al final de este libro, pienso que falta algo a propósito de Diane. Amélie y Clara han tenido la palabra en él, cada una escena propia, como una habitación para ella sola, pero Diane, cuando sucedió todo esto, era tan pequeña que aparece solamente como un bebé mudo o berreando en los brazos de su padre. Ahora tiene cuatro años, y pienso que se dirá lo que por otras razones se han dicho sus hermanas: es todavía más difícil para ella que para las demás. Porque es la pequeña, porque tuvo a su madre a su lado sólo quince meses, porque ni siquiera se acuerda. Nathalie, la mujer de Étienne, me contó que en su última visita en familia a Rosier, Diane reclamaba continuamente que Juliette la cogiese en brazos, y que Juliette la ponía constantemente en los de Patrice. Sólo le quedaba un mes de vida y decía: no tiene que acostumbrarse, porque después lo echará mucho en falta. Patrice, por su parte, cuenta que las primeras palabras de Diane fueron: ¿dónde está mamá?, y que la primera película que le gustó fue Bambi. Vio cien veces la escena en que Bambi comprende que su madre no volverá a levantarse, es la imagen más exacta que se hace de su propia historia. Patrice dice también que de sus tres hijas es ella la que hoy habla más de Juliette, y la única que le pide con mucha frecuencia que le enseñe las diapositivas. Bajan los dos al sótano, se sientan delante del ordenador y él lo pone en marcha. Empieza la música, desfilan las imágenes. Patrice mira a su mujer. Diane mira a su madre. Patrice mira a Diane mirándola. Ella llora, él también, hay dulzura en llorar así juntos, el padre y su hija pequeña, pero no puede ni ya podrá nunca decirle lo que los padres quisieran decir siempre a sus hijos: no es nada. Y yo, que estoy lejos, yo, que de momento soy feliz, y bien consciente de lo frágil que es, quisiera curar lo poquísimo que se puede curar, y por eso este libro es para Diane y sus hermanas.


El libro de Philippe Gilbert, Les Larmes de Ceylan, lo ha publicado Éditions des Équateurs, y Le Livre de Pierre, de Louise Lambrichs, ha aparecido en Éditions du Seuil.

Gracias a Colette Le Guay, Philippe Le Guay y Belinda Cannone por nuestras estancias estudiosas en Montgoubert y por su amistad; y a Nicole, Pascale y Hervé Clerc, por el Levron y por la suya.

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