Había necesitado tiempo para solucionarlo, más de lo esperado. Había demasiado en juego, demasiadas cosas que manejar. Pero por fin se sentía satisfecho. El mensaje finalmente decía todo lo que tenía que decir:
La codicia se extiende en una familia como la sangre séptica en el agua de la bañera. Infecta todo lo que toca. Por consiguiente, las mujeres y los hijos que presentáis como objetos de pesar y compasión también deben ser destruidos. Los hijos de la codicia son malvados, y malvados son aquellos a los que abrazan. Así pues, ellos también deben ser destruidos. Todos aquellos a los que presentáis para que los necios del mundo los consuelen, todos deben ser destruidos, todos los relacionados por sangre o por matrimonio con los hijos de la codicia.
Consumir el producto de la codicia es consumir su mácula. El fruto deja su marca. Los beneficiarios de la codicia son portadores del pecado de la codicia y han de recibir su castigo. Morirán en el foco de tu alabanza. Tu alabanza será su perdición. Tu lástima es un veneno. Tu compasión los condena a muerte.
¿No puedes ver la verdad? ¿Tan grande es tu ceguera?
El mundo se ha vuelto loco. La codicia se disfraza de ambición loable. La riqueza finge ser prueba de talento y valor. Los canales de comunicación han caído en manos de monstruos. Se exalta lo peor de lo peor.
Con los demonios en los púlpitos y con los ángeles olvidados, corresponde al honrado castigar aquello que la locura del mundo recompensa.
Estas son las verdaderas y últimas palabras del Buen Pastor.
Imprimió dos copias para enviarlas por correo urgente. Una para Corazon; la otra para Gurney. Luego llevó la impresora a la parte de atrás de la casa y la destrozó con un ladrillo. Recogió los fragmentos, incluso las astillas de plástico más pequeñas, y las puso en una bolsa de basura, junto con el resto del papel de la impresora, para quemarlo todo en el bosque.
Ser precavido siempre es una buena inversión.
Cuando salió de Branville y llegó a las colinas onduladas y los pastos cubiertos de maleza del noreste del condado de Delaware, la mente de Gurney era un torbellino. Tenía demasiadas cosas en la cabeza, demasiados datos, lo que le dificultaba extraer una conclusión clara de todo aquello.
Era como tratar de dar sentido a un montón de pequeñas piezas de un puzle sin saber si las tenía todas o no, sin saber siquiera si pertenecían a más de un rompecabezas. Por momentos estaba convencido de que todos los fragmentos tenían un solo origen; sin embargo, minutos después se sentía muy confuso. Tal vez estaba demasiado ansioso por encontrar una explicación a todo lo que estaba pasando.
Cuando dejó atrás un cartel de carretera que le daba la bienvenida a Dillweed, supo cuál debía ser el siguiente paso. Aparcó y llamó al único residente de ese pueblo que conocía. Un cara a cara con Jack Hardwick podía ser un buen antídoto contra las ideas más descabelladas.
Diez minutos después, tras subir seis kilómetros por una sucesión de serpenteantes caminos de tierra, llegó a la casa de labranza alquilada. Tenía un aspecto nada imponente y necesitaba una buena capa de pintura. Aquel lugar era lo que Hardwick llamaba hogar. Salió a abrir la puerta en camiseta y con pantalones de chándal recortados.
– ¿Quieres una? -preguntó, levantando una botella vacía de cerveza Grolsch.
Primero Gurney dijo que no, pero enseguida cambió de opinión. Sabía que el aliento le olería a alcohol cuando llegara a casa, y mejor atribuirlo a que se había tomado una cerveza con Jack que no un bloody mary con Rebecca.
Después de coger una Grolsch para Gurney y otra para él, Hardwick se hundió en uno de los dos mullidos sillones de piel y le ofreció el otro a Gurney.
– Así pues, hijo mío -dijo en un susurro grave que simulaba un nivel de embriaguez que quedaba desmentido por su mirada nítida-, ¿cuánto tiempo hace que no te confiesas?
– Treinta y cinco años, más o menos -respondió Gurney, para regocijo de su amigo.
Probó la cerveza. No estaba mal. Miró a su alrededor, a aquella pequeña sala. El atuendo de Jack y la habitación, dolorosamente vacía, parecían formar parte de un todo. Todo estaba igual que en su última visita, por lo que podía recordar. Incluso el polvo que cubría los muebles seguía en el mismo lugar.
Hardwick se rascó la nariz.
– Debes de estar pasando una muy mala época para venir a buscar el consuelo de la Santa Madre Iglesia después de tanto tiempo. Habla con libertad, hijo mío, de todas tus blasfemias, mentiras, robos y adulterios. Sobre todo me interesan los detalles de los adulterios. -Le hizo un guiño absurdamente obsceno.
Gurney apoyó la espalda en el amplio sillón y tomó otro trago de cerveza.
– El caso del Buen Pastor se está complicando.
– Siempre fue complicado.
– El problema es que no sé con cuántos casos estoy tratando.
– ¿Demasiada mierda para una sola letrina?
– Eso creo, no estoy seguro.
Le contó todo lo que había pasado, las cosas extrañas, detalló sus sospechas y le formuló las preguntas que tenía en la cabeza.
Hardwick cogió del bolsillo del pantalón de chándal un pañuelo de papel arrugado y se sonó la nariz.
– Así pues, ¿qué me estás preguntando?
– Solo quiero que me digas qué te dice tu instinto: qué parte de todo lo que ha pasado crees que puede estar relacionada con el caso.
Hardwick chasqueó la lengua.
– No sé qué decirte de la flecha. A lo mejor si alguien te la hubiera clavado en el culo…, pero ¿clavarla en el suelo, entre los nabos? No significa mucho para mí.
– ¿Y el resto de las historias?
– El resto sí que me llama la atención: micrófonos en el apartamento, el granero quemado, la trampa en la escalera, la trampilla en el techo de la jovencita… Todo eso requiere una inversión de tiempo y de energía; además, se corren riesgos evidentes. Todo eso me lleva a pensar que estamos ante algo serio, que hay algo importante en juego. No te estoy diciendo nada nuevo, ¿eh?
– La verdad es que no.
– ¿Me estás preguntando si creo que todo forma parte de una gran conspiración? -Arrugó la cara en una exagerada máscara de indecisión-. La mejor respuesta es algo que me dijiste hace tiempo, cuando estábamos trabajando en el caso Mellery: «Es mejor creer que hay una relación que luego acaba siendo falsa que no hacer caso de una que luego acaba por ser cierta». Pero hay otra cosa más importante. -Hizo una pausa para eructar-. Si en el caso del Buen Pastor no se pretendía reivindicar una matanza de unos cuantos ricos malvados, entonces ¿de qué coño iba? Contesta a eso, Sherlock Holmes, y tendrás las respuestas al resto de tus preguntas. ¿Quieres otra Grolsch?
Gurney negó con la cabeza.
– Por cierto, si de verdad te has propuesto echar por tierra la teoría principal del caso del Buen Pastor, entonces prepárate para enfrentarte a un follón de proporciones históricas. Serás como Galileo en el Vaticano. Te das cuenta, ¿no?
– Hoy mismo me ha llegado la primera advertencia. -Gurney recordó al agente Trout, siempre con aquel dóberman siniestro a su lado, en aquel aburrido porche de las montañas Adirondack: la referencia que había hecho a posibles «complicaciones»; la forma en que había aludido al incendio. Y luego estaba Daker, que era el prototipo de asesino de película.
– Muy bien, hijo mío, solo para que lo sepas, porque… -El sonido del teléfono móvil interrumpió a Hardwick. Lo sacó del bolsillo-. Hardwick. -Al principio se quedó callado. Parecía interesado y perplejo por lo que le estaban diciendo-. Sí…, sí… ¿Qué? ¡Joder! Sí. ¿Alguna más?… ¿Tienes la fecha de solicitud?… Vale… Sí, gracias… Sí… Adiós.
Cuando colgó continuó mirando el teléfono como si de él pudiera salir alguna aclaración adicional.
– ¿De qué coño iba eso?
– preguntó Gurney.
– Respuesta a tu pregunta. -¿A cuál?
– Me pediste que averiguara si Paul Villani tenía algún arma registrada.
– ¿Y?
– Tiene una pistola. Una Desert Eagle.
Gurney casi no pudo pensar en nada más durante el trayecto desde Dillweed a Walnut Crossing, que era apenas de media hora. Que Villani tuviera una Desert Eagle era sorprendente sí, pero, sobre todo, inquietante. Era como si hubiera descubierto, de la noche a la mañana, que un asesino y su víctima habían compartido pupitre en el jardín de infancia. Llamaba la atención, pero ¿qué demonios significaba?
Debía averiguar desde cuándo Villani tenía la pistola. Sin embargo, el registro al que había tenido acceso el colega de Hardwick, que mostraba un permiso válido para portar armas de manera oculta, no indicaba la fecha de autorización original. Intentó ponerse en contacto con Villani, a través de su móvil y de su oficina, pero solo pudo contactar con su buzón de voz. Por otra parte, aunque le devolviera las llamadas, no tenía obligación ninguna de explicarle por qué tenía, precisamente, un arma como esa.
Que no le respondiera, no obstante, le preocupó: su estado depresivo y que tuviera tan fácil acceso a un arma de fuego no auguraba nada bueno. Sin embargo, no era más que preocupación. No había ninguna prueba de que Paul Villani representara un peligro creíble para él mismo o para los demás. No había dicho nada -no había pronunciado ninguna de las frases clave, ninguna de las palabras de alarma psiquiátrica- que justificara ponerse en contacto con la policía de Middletown, nada que fuera más allá de las llamadas personales que había hecho.
Aun así, seguía dándole vueltas. Se imaginó cómo debían de haber sido las conversaciones que Kim había mantenido con Villani antes de su reunión del sábado: la carta y la llamada telefónica para explicar el proyecto. Haber recordado la muerte de su padre, o cómo este se había despreocupado por el futuro de su hijo, tal vez podrían haber hecho que aquel tipo reparara en la vacuidad de su vida o en su fracaso profesional.
Perdido en aquella depresión, ¿podría estar planeando terminar con todo? ¿O, Dios no lo quisiera, quizá ya lo había hecho? Tal vez por eso no le había contestado.
Por otra parte, ¿y si lo había entendido todo al revés? ¿Y si el destino de la Desert Eagle no fuera el suicidio sino el asesinato?
¿Y si siempre había sido así? ¿Y si…?
«¡Cielo santo! Y si… Y si… Y si… ¡Basta!» Villani tenía permiso de armas. Había millones de personas deprimidas en el mundo a las que nunca se les ocurría hacerse daño a sí mismas ni a nadie. Sí, el modelo de la pistola planteaba preguntas obvias, pero puede que hubiera una respuesta sencilla. Seguramente cuando hablara con Villani la averiguaría. Sabía que las coincidencias más extrañas suelen tener explicaciones de lo más prosaico.
Gurney llegó a casa justo a las 14.02. Madeleine no estaba. Vio su coche aparcado junto a la puerta lateral, así que pensó que probablemente habría ido a dar un paseo por una de las sendas boscosas de los alrededores.
Durante los últimos kilómetros del camino, Gurney había dejado de darle vueltas a que Villani tuviera aquella pistola, para pensar en la pregunta que Hardwick había formulado: si la serie de homicidios del Buen Pastor poco tenía que ver con la misión que se describía en el manifiesto, entonces ¿con qué?
Gurney cogió una libreta y un bolígrafo, y se sentó a la mesa del desayuno. Poner las cosas por escrito era unas de las mejores maneras de aclarar las ideas. Dedicó la siguiente hora a redactar una premisa para la investigación y una breve lista de preguntas de arranque que podrían abrir nuevas vías.
Premisa: en cuanto a la psicología del asesino y a su estilo, hay diferencias irreconciliables entre la planificación y la ejecución (de una eficiencia robótica) y los sentenciosos pronunciamientos seudobíblicos del manifiesto. La conducta es la que revela la verdadera personalidad. La eficiencia brillante no puede simularse. Que la forma de actuar del asesino y su explicación emocional, basada en una suerte de misión, estén desconectadas sugiere que la explicación podría ser falsa, que se concibiera para desviar la atención de un motivo más pragmático.
Preguntas:
Si no fue por su codicia, ¿por qué podían haber sido elegidas las víctimas?
¿Qué significa que tuvieran coches similares?
¿Por qué los asesinatos se cometieron cuando se cometieron, en la primavera del año 2000?
¿La secuencia en la que ocurrieron es significativa?
¿Eran todos los asesinatos igual de importantes?
¿Alguno de los seis necesitaba de alguno de los otros?
¿Por qué emplear un arma tan llamativa?
¿Por qué los animalitos de plástico en los escenarios de los disparos?
¿Qué líneas de investigación se descartaron al recibir el manifiesto?
Gurney miró lo que había escrito. Era solo el principio, no podía esperar lograr un avance tan de inmediato. Sabía que no podía pedir que llegara la inspiración sin más.
Decidió compartir la lista con Hardwick, para ver qué clase de respuesta obtenía de él. Y con Holdenfield, por la misma razón. Pensó en darle una copia a Kim…, pero mejor no hacerlo. La chica tenía objetivos diferentes de los suyos; además, era probable que aquellas preguntas solo consiguieran perturbarla aún más.
Fue a su ordenador del estudio, escribió introducciones distintas para Hardwick y Holdenfield, y envió los mensajes de correo electrónico. Después imprimió una copia para enseñársela a Madeleine, se tumbó en el sofá del estudio y se quedó dormido.
– A cenar.
– ¿Eh?
– Es la hora de la cena. -La voz de Madeleine, en alguna parte.
Gurney parpadeó, miró al techo con cara de sueño y le pareció ver un par de arañas que se deslizaban por la superficie blanca. Parpadeó otra vez, se frotó los ojos y las arañas desaparecieron. Le dolía el cuello.
– ¿Qué hora es?
– Casi las seis. -Madeleine estaba de pie en el umbral del estudio.
– Vaya. -Se incorporó en el sofá y se frotó el cuello-. Me he quedado dormido.
– Desde luego. Bueno, la cena está lista.
Madeleine volvió a la cocina. Dave se desperezó, fue al cuarto de baño y se mojó la cara con agua fría. Cuando se unió a su mujer en la mesa, ella ya había servido dos grandes platos de caldo de pescado, dos ensaladas de un tamaño considerable y una bandeja con pan de ajo y mantequilla.
– Huele bien -dijo Dave.
– ¿Has denunciado las escuchas a la policía?
– ¿Qué?
– Los micrófonos, la trampilla en el techo, ¿alguien lo ha notificado a la policía?
– ¿Por qué me preguntas eso ahora?
– Solo por curiosidad. Supongo que va contra la ley. ¿No va contra la ley poner micrófonos en el apartamento de alguien? Si es un delito, ¿no habría que denunciarlo?
– Sí y no. Quizá debería hacerlo, pero en la mayoría de los casos no hay obligación legal de denunciar un acto delictivo, a menos que el no hacerlo pudiera interpretarse como un impedimento a una investigación en curso.
Ella lo miró, esperando.
– En esta situación, si yo dirigiera la investigación, preferiría dejarlo todo como está.
– ¿Por qué?
– Es un activo potencial. Si la persona que ha puesto los micrófonos no sabe que ha sido descubierta…, bueno, tal circunstancia puede ayudar a atraparlo.
– ¿Cómo?
– Se le puede dejar escuchar cierta conversación que le induzca a tomar cierto comportamiento, a hacer algo que, tal vez, lo incrimine. Así que podría ser útil. Aunque puede que Schiff y los otros detectives del Departamento de Policía de Siracusa no lo vean así. Podrían entrar y estropearlo todo. Una vez que se lo diga a Schiff, perderé el control, y ahora mismo quiero aferrarme a las pocas ventajas que tenga.
Madeleine asintió y probó la sopa de pescado.
– Está buena. Pruébala antes de que se enfríe.
Dave tomó su primera cucharada y coincidió en que estaba muy buena.
Madeleine cortó un trozo de pan de ajo.
– Mientras estabas durmiendo, he leído eso que has dejado en la mesa de café, al lado del sofá: las preguntas sobre el caso.
– Quería que lo hicieras.
– ¿Estás seguro de que puede haber otras razones que expliquen los asesinatos, diferentes de las que se tienen por buenas?
– Bastante seguro.
– ¿Estás mirando el caso como si fuera nuevo?
– Un caso nuevo que resulta que tiene diez años.
Madeleine observó su cuchara.
– Si estás empezando otra vez desde la casilla de salida -dijo-, supongo que la pregunta básica es: ¿por qué la gente mata a otra gente?
– Aparte de delirios sobre misiones sagradas, los motivos principales son el sexo, el dinero, el poder y la venganza.
– ¿Y en este caso?
– Teniendo en cuenta el perfil de las víctimas, es difícil imaginar que se trate de sexo.
– Apuesto a que es el dinero -dijo ella-. Un montón de dinero.
– ¿Por qué?
Madeleine se encogió ligeramente de hombros.
– Coches lujosos, pistolas caras, víctimas ricas, parece que se trata de eso.
– Pero ¿no de odiarlo? ¿De odiar el poder del dinero? ¿O eliminar la codicia?
– Oh, Dios, no. Probablemente sea lo contrario.
Gurney sonrió. Madeleine podía estar en lo cierto.
– Acábate la sopa -dijo ella-. No querrás perderte el primer episodio de Los huérfanos del crimen.
No tenían televisión, pero tenían ordenador. RAM News, además de emitir el programa en los canales de cable, había anunciado un webcast simultáneo.
Madeleine y Dave se sentaron delante del iMac en el estudio. Entraron en la página web de RAM. A Gurney no dejaba de asombrarle lo despreciable que se había vuelto el mundo de los medios. Y seguía empeorando. El estúpido sensacionalismo era como un destornillador de trinquete que giraba solo en una dirección. Y la programación tóxica de RAM parecía encabezar el descenso al abismo.
Después de una página de inicio en la que se veía un enorme logo rojo, blanco y azul («RAM News. El mundo tal como es»), venía otra página que presentaba los programas más populares. Dave fue bajando rápidamente por la lista en busca de Los huérfanos.
Secretos y mentiras. Lo que los medios principales no te contarán. Segunda opinión. La sabiduría convencional en entredicho. Apocalypse Now. La batalla por el alma de Estados Unidos.
Gurney pasó a otra página, donde, en lo alto de una lista de especiales de noticias, encontró Los huérfanos del crimen. Debajo del título se leía un breve texto promocional: «¿Qué les ocurre a los supervivientes cuando un asesino arranca el corazón de una familia? Asombrosas historias reales de dolor y rabia. Episodio de estreno esta noche a las 19.00».
Diez minutos después, a las siete en punto, empezó el primer episodio.
La pantalla estaba casi completamente oscura. El estremecedor alarido de una lechuza quería dar a entender que el espectador estaba contemplando una carretera rural por la noche. Un hombre salió de la oscuridad a una estrecha franja iluminada por los faros de un coche aparcado en el arcén de hierba. La estructura huesuda del rostro del hombre bajo la luz de los faros creaba las sombras típicas de una película de suspense.
El hombre empezó a hablar con voz lenta y solemne:
– Hace exactamente diez años, en la primavera del año 2000, en las colinas rurales del estado de Nueva York, en una carretera solitaria como esta, en una noche sin luna, con el frío del invierno aún presente en el aire, empezó el horror. Bruno y Carmella Villani regresaban a su casa en el campo después de un bautizo en Nueva York, tal vez hablando de los sucesos del día, de sus queridos amigos y parientes a los que no habían visto desde hacía mucho tiempo, cuando otro coche se acercó rápidamente por detrás y empezó a adelantarlos en una curva larga y oscura. Pero cuando ese coche desconocido que aceleraba llegó a la altura de Bruno y Carmella Villani…
La escena cambió a la tenue luz interior de un vehículo en movimiento por la noche: se vio al conductor y a un acompañante, irreconocibles en la oscuridad. Estaban hablando, riendo. Al cabo de unos segundos, aparecieron los faros de un vehículo detrás de ellos. A medida que se acercaban se volvían más brillantes. La luz de los faros se movió hacia la izquierda: el vehículo se disponía a adelantar al coche de los Villani. Luego hubo un repentino destello de luz blanca en la pantalla y el simultáneo restallido de un disparo; entonces, el chirrido de los neumáticos de un vehículo fuera de control; después, los sonidos metálicos de una colisión y el estallido de cristales.
El narrador apareció de nuevo en pantalla. Se inclinó, recogió del suelo un resto retorcido y lo blandió como si fuera una importante prueba del crimen que estaba describiendo.
– El coche de los Villani se salió de la carretera. Quedó tan destrozado que a los primeros agentes que llegaron les costó identificar la marca y el modelo. El impacto de una bala de gran calibre arrancó la tercera parte de la cabeza de Bruno Villani. Las heridas de Carmella Villani la dejaron en coma, estado en el que permanece a día de hoy.
Madeleine miraba la pantalla del ordenador con una mueca de asco. Al parecer el enfoque de RAM le estaba resultando más perturbador que el suceso que describía.
El narrador continuó con descripciones cargadas de dramatismo de los otros cinco crímenes del Buen Pastor. Culminó con una larga descripción del fiasco de Harold Blum, que hizo trizas la carrera profesional y la vida de Max Clinter.
– David -dijo Madeleine, volviéndose hacia él-, esto se pasa de la raya.
Gurney asintió.
La cámara se acercó a un plano medio del narrador, convertido en presentador, sentado en un plató con dos hombres.
– Diez años -dijo-. Diez años, y aun así a algunos nos parece muy reciente. Podrían preguntarse, ¿por qué volver a recordar el horror ahora? La respuesta es simple. Porque un décimo aniversario es una fecha significativa, un punto que suele resultar apropiado para hacer una pausa y mirar atrás, tanto en el caso de los triunfos como en el de las tragedias.
El presentador se volvió hacia un hombre de tez oscura que estaba sentado enfrente de él en una de las sillas.
– Doctor Mirkilee, su especialidad es la psicolingüística forense. ¿Puede explicarle a nuestra audiencia en qué consiste?
– Por supuesto. Se trata de descubrir el razonamiento a través de las palabras. -Su voz era frágil, rápida, precisa, muy india. En la parte inferior de la pantalla apareció sobreimpresionado: «Doctor Sammarkan Mirkilee».
– ¿El razonamiento?
– La persona, la emoción, el fondo. La forma en que funciona la mente.
– ¿Así que es experto en la forma en que las palabras, la gramática y el estilo revelan al hombre interior?
– Es cierto, sí.
– Muy bien, doctor Mirkilee, voy a leerle algunos fragmentos de un documento que el Buen Pastor envió a los medios hace diez años. Me gustaría conocer su opinión acerca de cómo es la mente del autor. ¿Preparado?
– Por supuesto.
El presentador leyó una larga parrafada sobre cómo erradicar la codicia y exterminar a sus portadores para liberar a la Tierra de su contagio definitivo. Gurney reconoció las palabras de la introducción del memorando de intenciones del Buen Pastor, de su manifiesto.
El presentador dejó el papel en la mesa.
– Muy bien, doctor Mirkilee, ¿con qué clase de individuo estamos tratando?
– ¿En términos legos? Muy lógico, pero muy emocional.
– Extiéndase sobre eso, por favor.
– Muchas tensiones en la escritura, muchos estilos, actitudes.
– ¿Está diciendo que tiene personalidades múltiples?
– No, eso es una tontería; no existe ese trastorno. Eso solo es para los libros y las películas.
– Ah, pero pensaba que había dicho…
– Hay muchos tonos. Primero uno, luego otro y otro. Un hombre muy inestable.
– Estamos ante un hombre peligroso, ¿no?
– Sí, por supuesto. Mató a seis personas, ¿no?
– Está claro. Una última pregunta: ¿cree que todavía sigue allí, acechando en las sombras?
El doctor Mirkilee vaciló.
– Bueno, si está ahí, es bastante probable que esté viendo este programa ahora mismo. Viéndolo y considerándolo.
– ¿Considerándolo? -El presentador hizo una pausa, como si tratara de abordar el significado de esa afirmación-. Bueno, eso es una idea aterradora. Un asesino caminando por nuestras calles. Un asesino que en este mismo momento podría estar considerando qué hacer a continuación. -Respiró hondo, como para calmarse. La cámara se acercó a él-. Es hora de algunos mensajes importantes…
Gurney cogió el ratón del ordenador y deslizó la barra de volumen a cero, en una respuesta refleja a la publicidad.
Madeleine lo miró de soslayo.
– Aún no he visto salir a Kim y ya estoy perdiendo la paciencia con esto.
– Yo también -dijo Gurney-, pero necesito ver al menos la entrevista de Kim con Ruth Blum.
– Lo sé -dijo Madeleine, con una pequeña sonrisa.
– ¿Qué pasa?
– Hay una ironía estúpida en toda esta situación. Cuando te hirieron, cuando las secuelas no desaparecieron tan deprisa como te hubiera gustado, te hundiste en un pozo. Cuanto más te hundías, menos hacías. Cuanto menos hacías, más te hundías. Era doloroso verte así. No hacer nada te estaba matando. Ahora, toda esta peligrosa locura te está devolviendo a la vida. Antes te sentabas a la mesa del desayuno en una mañana espléndida, pasándote el dedo por el brazo, buscando el punto entumecido, tratando de ver si había cambiado o había empeorado. ¿Sabes una cosa? No lo has hecho en toda la semana.
Dave no sabía qué decir, así que permaneció en silencio.
En la pantalla, el último anuncio se fundió a negro. La imagen volvió a la mesa de entrevistas.
Gurney subió el volumen a tiempo para oír al presentador haciéndole una pregunta al otro invitado de la mesa de entrevistas.
– Doctor Monty Cockrell, es un placer que nos acompañe hoy. Es bien conocida su fama como experto en el estudio de la ira en el comportamiento humano. Díganos, doctor, ¿cuál era el sentido de la serie de asesinatos del Buen Pastor?
Cockrell hizo una pausa teatral antes de responder.
– Muy sencillo: guerra. Los disparos y el manifiesto que los explicaba fueron un intento de iniciar una guerra de clases. Fue un intento delirante de castigar a los que tenían éxito por los fracasos de los que no lo tenían.
El presentador y sus dos invitados se enzarzaron en una discusión abierta que duró al menos tres minutos, una eternidad en televisión. Al final, los tres coincidieron en que el derecho a llevar armas era, en ocasiones, la única defensa contra ese pensamiento envenenado.
Gurney bajó el volumen otra vez y se volvió hacia Madeleine.
– ¿Qué? -preguntó ella-. Veo que estás pensando.
– Estaba pensando en lo que ha dicho el doctor indio.
– ¿Que el asesino estaría viendo este estúpido programa?
– Sí.
– ¿Por qué iba a molestarse en hacerlo?
Era una pregunta retórica a la que Gurney no respondió.
Después de otros esperpénticos cinco minutos de televisión, por fin dieron paso a la entrevista de Kim con Ruth Blum. Las dos mujeres estaban sentadas una frente a otra en una mesa de exterior, en la terraza de atrás de una casa. Era un día soleado. Ambas llevaban chaquetas ligeras con cremallera.
Ruth Blum era una mujer regordeta, de mediana edad, cuyos rasgos faciales parecían abatidos por la tristeza. A Gurney su peinado le pareció absurdo: una pila alborotada de rizos entre castaños y dorados; por momentos, parecía llevar un terrier yorkshire sobre la cabeza.
– Era el mejor hombre del mundo. -Ruth Blum hizo una pausa, como para darle a Kim tiempo de apreciar aquella gran verdad-. Cariñoso, amable y… siempre tratando de hacerlo mejor, siempre intentando mejorar. ¿Alguna vez se ha fijado en que la gente mejor de este mundo siempre trata de mejorar? Así era Harold.
– Perderlo tuvo que ser lo peor que le ha pasado en la vida -intervino Kim con voz temblorosa.
– Mi médico me dijo que debería tomar antidepresivos. Antidepresivos -repitió la señora Blum, como si fuera el consejo más desconsiderado que hubiera recibido jamás.
– ¿Ha cambiado algo con el paso del tiempo?
– Sí y no. Todavía lloro.
– Pero continúa viviendo.
– Sí.
– ¿Ha aprendido algo de la vida, algo que no supiera antes de que mataran a su marido?
– Sé lo temporal que es todo. Pensaba que siempre tendría lo que tenía entonces, que siempre tendría a Harold, que nunca perdería nada que importara. Es estúpido pensar eso, pero lo hacía. La verdad es que si vivimos lo suficiente, todos lo perdemos todo.
Kim sacó un pañuelo del bolsillo de la chaqueta y se secó los ojos.
– ¿Cómo se conocieron?
– Nos conocimos en una academia de baile.
Durante los siguientes minutos, Ruth Blum contó los momentos destacados de su relación con Harold. Finalmente, volvió al tema del regalo que te dan y luego te arrebatan.
– Pensábamos que duraría para siempre. Pero nada dura para siempre.
– ¿Cómo lo ha superado?
– Sobre todo gracias a los demás.
– ¿Los demás?
– El apoyo que pudimos darnos unos a otros. Todos habíamos perdido a un ser querido de la misma forma. Teníamos eso en común.
– ¿Formaron un grupo de apoyo?
– Durante un tiempo fuimos como una familia. Estábamos más unidos que algunas familias. Cada uno era diferente, pero teníamos ese fuerte vínculo. Recuerdo a Paul, el contable, tan callado; apenas decía nada. Roberta, la dura, más dura que ningún hombre. El doctor Sterne, que era la voz de la razón, que siempre encontraba una manera de calmar a la gente. Estaba el joven que quería abrir un restaurante de moda. ¿Y quién más? Oh, Señor, Jimi. ¿Cómo podría olvidar a Jimi? Jimi Brewster odiaba a todos y a todo. Muchas veces me pregunto qué habrá sido de él.
– Lo encontré -dijo Kim-, y accedió a hablar conmigo. Formará parte de esto.
– Bien por él. Pobre Jimi. ¡Tanta rabia! ¿Sabe qué dicen de los que tienen tanta rabia?
– ¿Qué?
– Que la sienten contra ellos mismos.
Kim dejó transcurrir un largo silencio antes de responder.
– ¿Y usted, Ruth? ¿No siente rabia por lo que ocurrió?
– A veces. Más que nada me siento triste. Más que nada… -Las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas.
La pantalla se fundió en negro y de nuevo apareció el presentador, sentado a la mesa con Kim. Gurney supuso que ese día había ido a Nueva York para grabar esa aparición.
– No sé qué decir -soltó el presentador-. Me he quedado sin palabras, Kim. Es tan impactante…
La chica bajó la mirada a la mesa, con una sonrisa avergonzada.
– ¡Tan impactante! -repitió él-. Quiero seguir hablando de eso dentro de un momento, Kim, pero antes me gustaría preguntarte algo. -Se inclinó un poco y bajó la voz, como si estuviera haciéndole una confidencia-. ¿Es cierto que has conseguido que participe en este proyecto documental el condecoradísimo detective de homicidios Dave Gurney? ¿El hombre al que la revista New York llamó «superpoli»?
Ni siquiera un disparo habría conseguido captar más la atención de Gurney. Examinó la cara de Kim en la pantalla: parecía desconcertada.
– Más o menos -dijo después de una pausa-. Quiero decir que me ha estado asesorando en algunas cuestiones del caso.
– ¿Cuestiones? ¿Puedes darnos más detalles?
La vacilación de la chica dejaba claro que la habían pillado a contrapié.
– Han estado ocurriendo cosas extrañas que prefiero no desvelar por el momento. Al parecer alguien ha estado tratando de impedir que se emitiera Los huérfanos del crimen.
El presentador simuló una intensa preocupación.
– Continúa…
– Bueno… Nos han ocurrido cosas, cosas que podrían interpretarse como advertencias, hechas para que nos mantengamos alejados del caso del Buen Pastor.
– ¿Y tu detective asesor tiene alguna teoría al respecto?
– Su visión del caso es completamente diferente a la de los demás.
El presentador parecía fascinado.
– ¿Estás diciendo que cree que el FBI ha seguido una pista equivocada durante todos estos años?
– Tendrás que preguntárselo tú mismo. Yo ya he dicho demasiado.
«Y tanto», pensó Gurney.
– Si es la verdad, Kim, nunca es demasiado. Para el programa de la semana que viene de Los huérfanos del crimen quizá podamos contar con la colaboración del detective Gurney. Entre tanto, invito a nuestros espectadores a participar. ¡Reaccionen! Compartan sus opiniones con nosotros. Vayan a nuestra web y hagan sus comentarios.
La dirección web (Ram4News.com) apareció en la parte inferior de la pantalla, en letras rojas y azules intermitentes.
El presentador se inclinó hacia Kim.
– Nos queda un minuto. ¿Puedes resumir la esencia del caso del Buen Pastor en pocas palabras?
– ¿En pocas palabras?
– Sí, la esencia.
Kim cerró los ojos.
– Amor. Pérdida. Dolor.
La cámara se acercó a un primer plano del presentador.
– Muy bien, amigos. Ahí lo tienen. Amor, pérdida y un dolor terrible. La semana que viene conoceremos a la destrozada familia de otra víctima del Buen Pastor. Y recuerden, por lo que sabemos, el Buen Pastor sigue libre, caminando entre nosotros. Un hombre para el que la vida humana… no significa nada. Sigan en RAM News para saber todo lo que hay que saber. Tengan cuidado, amigos. Es un mundo peligroso.
La pantalla se fundió a negro.
Gurney cerró el navegador, puso el ordenador en reposo y se recostó en su silla.
Madeleine lo miró con ternura.
– ¿Qué te preocupa?
– ¿Ahora mismo? No lo sé. -Se movió en su silla, cerró los ojos y esperó a averiguar qué era, exactamente, lo que le preocupaba. No era aquel odioso programa-. ¿Qué opinas de esta historia de Kim y Kyle? -dijo.
– Parece que se atraen mutuamente. ¿Qué hay que opinar?
Dave negó con la cabeza.
– No lo sé.
– Lo que ha dicho Kim sobre ti al final del programa de RAM, tus dudas sobre el enfoque del FBI, ¿puede causarte problemas?
– El agente Trout podría ponerse aún más desagradable. Tal vez crispe sus nervios de obseso del control y le dé por buscarme algún problema legal.
– ¿Hay algo que puedas hacer al respecto? ¿Alguna forma de evitarlo?
– Claro. Lo único que he de hacer es demostrar que su hipótesis es completamente absurda. Entonces tendrá problemas más importantes de los que preocuparse.
A las siete y media, cuando Gurney se despertó, estaba lloviendo. Era la clase de lluvia ligera pero constante que podía prolongarse durante horas.
Como de costumbre, las dos ventanas estaban abiertas unos centímetros. El aire del dormitorio era frío y húmedo. Oficialmente el sol había salido hacía casi una hora; sin embargo, recostado en su almohada pudo ver un cielo gris poco prometedor, como una losa mojada.
Madeleine se había levantado antes que él. David se estiró y se frotó los ojos. No tenía ganas de volverse a dormir. En su último sueño, agitado, había visto un paraguas negro. Cuando el paraguas se abrió, aparentemente por voluntad propia, su tela desplegada se convirtió en las alas de un murciélago enorme. La silueta de murciélago se transformó en un buitre negro, y el mango curvado del paraguas se afiló en un pico ganchudo. Y entonces, a través de la lógica sensorial exótica y sin restricciones de los sueños, el buitre se transformó en el viento frío que entraba por la ventana abierta; era su desagradable caricia la que le había despertado.
Se levantó para alejarse de aquel sueño. Se dio una ducha de agua caliente para despejar su mente. Se afeitó, se cepilló los dientes, se vistió y se fue a la cocina para tomarse un café.
– Llama a Jack Hardwick -dijo Madeleine ante el hornillo de la cocina, sin levantar la mirada, mientras añadía más pasas a algo que cocía a fuego lento en una olla pequeña.
– ¿Por qué?
– Porque ha llamado hace un cuarto de hora y quería hablar contigo.
– ¿Dijo qué quería?
– Dijo que tenía una pregunta sobre tu mensaje de correo.
– Hum. -Se acercó a la cafetera y se sirvió una taza-. He soñado con el paraguas negro.
– Parecía muy ansioso por hablar contigo.
– Lo llamaré, pero cuéntame cómo terminaba la película.
Madeleine vació la olla en su bol, que llevó a la mesa del desayuno.
– No lo recuerdo.
– Describiste esa escena con gran detalle: el tipo, los francotiradores que lo seguían, cómo entró en la iglesia y, más tarde, cuando salió y no podían saber quién era, porque todos los que salían de la iglesia iban vestidos de negro y llevaban un paraguas del mismo color. ¿Qué pasa después?
– Supongo que escapa. Los francotiradores no podían dispararles a todos.
– Hum.
– ¿Qué pasa?
– Supón que dispararan a todos.
– No lo hicieron.
– Pero supón que sí. Supón que dispararan a todos porque esa era la única forma de asegurarse de que eliminaban al que perseguían. Y supón que luego llegó la policía y se encontró con todos esos cadáveres en la calle. ¿Qué habrían pensado?
– ¿Qué habría pensado la policía? No tengo ni idea. Quizá que algún maniaco quería matar a los feligreses.
Gurney asintió.
– Exactamente, sobre todo si ese mismo día reciben una carta de alguien que afirma que las personas religiosas son la escoria de este mundo y que planea matarlas a todas.
– Pero… espera un momento. -Madeleine parecía incrédula-. ¿Estás sugiriendo que el Buen Pastor mató a todas esas personas porque no sabía cuál era su objetivo real? ¿Y que siguió matando a gente que conducía determinada clase de coche hasta que estuvo seguro de que había acabado con la persona a la que buscaba?
– No lo sé, pero pretendo descubrirlo.
Ella negó con la cabeza.
– Es solo que no veo cómo… -La interrumpió el sonido del teléfono fijo que había sobre la encimera, al lado de la nevera-. Será mejor que lo cojas. Ya sabes quién es.
Lo cogió. Era él.
– ¿Aún no has salido de la puta ducha?
– Buenos días, Jack.
– He recibido tu mensaje: tu premisa junto con una lista de preguntas.
– ¿Y?
– ¿Estás diciendo que hay una contradicción evidente, en cuanto al estilo, entre las palabras del manifiesto y el modo de obrar del asesino?
– Podría decirse así.
– Estás diciendo que el modus operandi del asesino prueba que es demasiado práctico, demasiado tranquilo, calmado y contenido como para que las ideas del manifiesto sean suyas. ¿Lo ha entendido bien mi pequeño cerebro?
– Lo que estoy diciendo es que hay cierta desconexión.
– De acuerdo. Es interesante. Pero eso crea un problema mayor que el que resuelve.
– ¿Por qué?
– Estás diciendo que la razón por la que se cometieron esos crímenes es distinta de la que se dice en el manifiesto.
– Sí.
– Entonces se eligió a las víctimas por otra razón, no porque exhibieran determinados artículos de lujo, no porque fueran unos cabrones codiciosos que merecían morir.
– Sí.
– Así pues, ¿este genio superpragmático y supertranquilo tenía una razón oculta para matar a esa gente?
– Sí.
– ¿Te das cuenta del problema?
– Cuéntamelo.
– Si el asesino eligió a cada una de las víctimas no porque condujeran un Mercedes de cien mil dólares, sino por otra razón, entonces hemos de creer que el hecho de que condujeran un Mercedes de cien mil dólares era irrelevante. Una puta coincidencia. ¿Alguna vez has encontrado algo parecido a eso, Davey? Sería como descubrir que todas las víctimas de Bernie Madoff casualmente tenían un duende tatuado en el culo. ¿Me entiendes?
– Sí, Jack. ¿Alguna cosa más que te moleste del mail?
– De hecho, sí, otra de tus preguntas. En realidad son tres preguntas, pero todas giran en torno a la misma cuestión. ¿Eran todos los crímenes igual de importantes? ¿Era importante la secuencia? ¿Alguno de ellos necesitaba de otro? En fin, ¿vas a decirme qué te ha llevado a plantearte tales cuestiones?
– A veces lo que me llama la atención es lo que no está. Y en este caso, gracias a la hipótesis que se ha seguido, faltan un montón de cosas. Hay muchas vías sin explorar, muchas preguntas sin responder. Desde un principio se partió de la idea de que los asesinatos entroncaban con una suerte de declaración filosófica, el manifiesto. En cuanto se aceptó tal premisa, a nadie le dio por verlos como hechos aislados que podrían tener propósitos diferentes. Sin embargo, es posible que no todos los asesinatos fueran igual de importantes. Además, no cabe descartar la posibilidad de que no todos se cometieran por la misma razón. ¿Me sigues, Jack?
– No lo sé. ¿Tienes algo concreto?
– ¿Alguna vez has visto una película llamada El hombre del paraguas negro?
Ni siquiera había oído hablar de ella. Gurney le contó la historia. Terminó con lo que le había contado Madeleine en relación con los francotiradores.
Después de un largo silencio, Hardwick fue un poco más allá de lo que había ido su mujer.
– ¿Me estás diciendo que los cinco primeros casos fueron errores y que el asesino, por fin, tuvo suerte con el sexto? Ayúdame a entenderlo. Quiero decir, si era un profesional contratado, como los tipos de tu película, ¿qué indicación le dieron? ¿Solo que el objetivo conducía un Mercedes de gama alta? Así pues, se supone que tenía que ir conduciendo por la noche, disparar por las ventanas de los Mercedes con la pistola más grande del planeta… y a ver a quién se cargaba. Cuesta de creer.
– A mí también, pero, ¿sabes?, empiezo a sentir que podría estar en el estadio correcto, aunque no estoy seguro de a qué estamos jugando.
– ¿No estás seguro? ¿Qué tal si dices que no tienes ni una puta pista?
– Tienes que ser más positivo.
– ¿Alguna píldora más de sabiduría, Sherlock, antes de que vomite?
– Solo una cosa. El agente especial Trout está obsesionado con que yo pudiera poseer cierta información privilegiada a la cual no debería tener acceso. Ten cuidado, Jack.
– A tomar por el culo Trout. ¿Hay algún otro secreto que te interese?
– Ya que lo preguntas, ¿algún progreso sobre Emilio Corazon?
– Todavía no. Sorprendentemente, parece haberse evaporado de la faz de la Tierra.
A las 8.45, Madeleine se marchó a la clínica donde trabajaba a tiempo parcial. Todavía estaba lloviendo.
Gurney fue a su ordenador, sacó una copia de su mensaje de correo a Hardwick y repasó la lista de preguntas que incluía. Se detuvo en la que decía: «¿Por qué los asesinatos se cometieron cuando se cometieron, en la primavera del año 2000?». Cuanto más seguro estaba de que los asesinatos eran esencialmente pragmáticos, más significativo se hacía el momento en el que habían sucedido.
Los asesinatos que hunden su raíz en una misión podían adoptar dos formas. Una era el enfoque del Big Bang, donde el asesino camina entre la niebla de múltiples objetivos en la oficina de correos o en la mezquita, y empieza a disparar, sin ningún plan de escape. En el noventa y nueve por ciento de aquellos casos, esos hombres (y siempre son hombres) terminan disparándose ellos mismos cuando no queda nadie más a quien disparar. Luego estaba el otro tipo de asesino, que babea su bilis durante diez o veinte años. Los tipos a los que les gusta volarle la cabeza o la mano a alguien con una carta bomba cada cierto tiempo, uno o dos años, pero que no desean suicidarse.
Los asesinatos del Buen Pastor no parecían encajar en ninguna de esas categorías. Había una frialdad palpable, una ausencia de emoción, una planificación y una ejecución impecables.
De repente, a eso de las nueve y cuarto, sonó el teléfono. Una vez más era Hardwick, pero su tono era más apesadumbrado que antes.
– Sea lo que sea a lo que se está jugando en ese puto estadio se acaba de poner todo más chungo. Ruthie Blum ha aparecido muerta.
Gurney pensó de inmediato que le habrían disparado en la cabeza, como, diez años atrás, a su marido. Sintió náuseas al imaginarse el alegre peinado de yorkshire convertido en una masa de sangre y sesos.
– Oh, Dios, no. ¿Dónde? ¿Cómo?
– En su casa. Picahielos en el corazón.
– ¿Qué?
– ¿Te sorprende o es que te estás quedando sordo?
– ¿Con un picahielos?
– Una sola herida, trayectoria hacia arriba desde el esternón.
– Cielo santo. ¿Cuándo?
– Anoche, poco después de las once.
– ¿Cómo lo saben?
– Publicó un mensaje en Facebook a las 22.58. Encontraron el cadáver a las 3.40 de la madrugada.
– ¿La misma casa donde vivía hace diez años cuando…?
– Exacto. La misma casa. También la misma casa donde la pequeña Kimmy la entrevistó para RAM TV.
La mente de Gurney trabajaba a toda velocidad.
– ¿Quién la encontró?
– Agentes de la comisaría de Auburn en la Zona E. Una larga historia. Una amiga de Ruth, de Ithaca, leyó su mensaje de Facebook. Le resultó inquietante. Le preguntó si estaba bien. No recibió respuesta. Le envió un mensaje de correo electrónico, tampoco recibió respuesta. Empezó a llamarla por teléfono, pero nada, solo el buzón de voz. Así que le entró pánico. Llamó a la policía local. Pasaron la llamada a la oficina del sheriff y, finalmente, el aviso llegó a Auburn, que contactó con un coche patrulla cercano. La policía fue a la casa. Todo parecía en calma, ningún problema, ninguna señal de que alguien hubiera entrado en la casa, ningún…
– Espera un segundo. ¿Sabes qué decía el mensaje de Ruth Blum?
– Te lo acabo de enviar por mail.
– ¿Cómo lo has conseguido?
– Andy Clegg.
– ¿Quién demonios es Andy Clegg?
– Un joven de la Zona E. ¿No lo recuerdas?
– ¿Debería?
– Del caso Piggert.
– Ah, sí, me suena, pero no logro ponerle cara.
– Su primera misión (de hecho, el primer encargo que le tocó en su primer día en el departamento) fue responder a mi llamada, cuando descubrí mi mitad del cadáver de la señora Piggert. Al parecer, fue la primera oportunidad que tuvo Andy para vomitar. Y la aprovechó bien.
El infausto caso de asesinato e incesto de Peter Piggert fue el inicio de una relación tensa pero productiva entre Hardwick y Gurney. Entonces él estaba en el Departamento de Policía de la ciudad de Nueva York; Hardwick, en la Policía del Estado de Nueva York. En el curso de la investigación del caso Piggert, un elemento de azar los unió. A casi doscientos kilómetros de distancia, el mismo día, ambos descubrieron sendas mitades del mismo cadáver.
– El joven Andy Clegg participó en una reunión conjunta con nosotros dos después de que trincaras al señor Piggert, que lo mismo se follaba a su madre que la mataba. Andy quedó impresionado con tu talento y, en menor medida, con el mío. Mantuvimos el contacto.
– Y todo esto se resume en…
– Después de que esta mañana llegara a través del CJIS la información del homicidio, he llamado al detective Clegg y he conseguido la historia completa. He pensado que era ahora o nunca. En cuanto Trout se entere de esto y descubra lo que implica, se pondrá manos a la obra, declarará que el homicidio forma parte de la investigación del Buen Pastor y cerrará la puerta.
– Lo que me devuelve a mi pregunta: ¿qué dijo Ruth…?
– Mira el correo.
– Sí.
Gurney dejó el teléfono y abrió su correo:
Publicado por Ruth J. Blum:
¡Qué día! He pasado mucho tiempo preguntándome cómo sería el primer episodio de Los huérfanos del crimen. No he dejado de tratar de recordar las cosas que Kim me preguntó cuando vino aquí. Y mis respuestas. No podía recordarlas todas. Confiaba en haber podido expresar lo que sentía. Creo, como dice Kim, que la televisión a veces se equivoca. Presta demasiada atención a cosas sensacionalistas y no a lo que de verdad importa. Esperaba que Los huérfanos del crimen fuera diferente, porque Kim parecía diferente. Pero ahora no lo sé. Me he quedado un poco decepcionada. Creo que han cortado una parte muy extensa de nuestra entrevista para dejar sitio a sus «expertos», a los anuncios y a todo lo demás. Mañana llamaré a Kim para preguntarle.
Lo siento. Ahora he de parar. Alguien ha aparcado en mi sendero. Caramba, son casi las once. ¿Quién será? Uno de esos coches grandes de estilo militar. Luego sigo.
Gurney lo leyó otra vez antes de volver a coger el teléfono.
– ¿Sigues ahí, Jack?
– Sí. Así que su amiga de Ithaca va a su correo electrónico, en torno a la medianoche, descubre que tiene un aviso de Facebook, hace clic y encuentra el mensaje que ha enviado Ruth a las 22.58, aparentemente antes de que bajara la escalera para ver quién venía a verla en ese trasto de aspecto militar. ¿Crees que podría ser un Hummer?
– Podría ser. -Gurney imaginó el Hummer de Max Clinter, preparado para el combate y pintado de camuflaje.
– Bueno, si no era un Hummer, ¿qué coño era? En todo caso, la amiga hace todos los esfuerzos posibles para contactar con Ruth. Finalmente llega una patrulla, comprueba el exterior de la casa y decide que todo está en orden. Está a punto de marcharse cuando aparece en su coche la amiga ansiosa, después de conducir cuarenta kilómetros desde Ithaca, e insiste en que entren en la casa. La mujer teme que haya ocurrido algo malo. Les dice que si ellos no entran en la casa, lo hará ella. Se monta una buena. El agente en cuestión casi la detiene. Luego viene otro policía, mayor y más sensato, y pone paz. Empiezan a echar un vistazo por el exterior de la casa. Por fin encuentran una ventana abierta: otra vez empiezan a discutir. Entonces los agentes entran y encuentran el cadáver de Ruth Blum.
– ¿Dónde?
– En el recibidor, justo al otro lado de la puerta. Como si hubiera abierto la puerta y zas.
– ¿El forense está seguro de que la mataron con un picahielos?
– No había mucha duda. Según Clegg, todavía lo tenía clavado.
– ¿Crees que podría conseguir que me dejara entrar en la casa? Supongo que no…
– Ni hablar. Está sellada con un kilómetro de cinta amarilla. Además, la vigilan unos tipos que te ven como alguien que les trae problemas. Su trabajo es mantener la escena inmaculada hasta que lleguen los técnicos de pruebas y el equipo del DIC se lo entregue todo al FBI. No van a jugarse el cuello por dejar pasar a un listillo de poli retirado.
Gurney necesitaba verlo todo por sí mismo. Que te describieran la escena servía para bien poco: el noventa por ciento de la información que podías extraer se perdía. Sin embargo, sospechaba que Hardwick tenía razón. No se le ocurría razón alguna para que pudiera convencer al DIC, y mucho menos al FBI, para que le dejaran pasar. Y eso le hizo plantearse otra vez qué tenía de positivo todo eso para Hardwick. Cada vez que él pasaba información de un archivo confidencial o una fuente interna, se estaba poniendo en peligro. Y lo hacía mucho.
¿Le interesaba tanto la verdad que no le importaba dejar de lado las reglas, aun a riesgo de comprometer su propia carrera? ¿Le impulsaba un deseo obsesivo de avergonzar al poderoso? ¿O el riesgo en sí, el vértigo de estar al borde del precipicio, lo atraía con la misma intensidad con la que repelía a hombres más cuerdos? Hacía tiempo que se planteaba todo eso sobre su amigo. Supuso, una vez más, que un «sí» podía responder a todas esas preguntas.
– Así pues, Davey… -La voz de Hardwick lo sacó de su ensimismamiento-. La trama se complica. ¿O quizá lo deja todo más claro para ti?
– No lo sé, Jack. Un poco de cada cosa. Depende de lo que ocurra a continuación. Entre tanto, ¿eso es todo lo que te ha contado Clegg?
– Casi todo. -Hardwick vaciló. Aquel gusto suyo por las pausas teatrales lo irritaba, pero conseguía tolerarlas por lo que solía venir a continuación-. ¿Recuerdas los animalitos de plástico que dejaba el Buen Pastor en las escenas del crimen?
– Sí. -Esa misma mañana había estado preguntándose qué propósito tenían.
– Bueno, encontraron un animalito de plástico en la escena, sobre los labios de Ruth Blum.
– ¿Sobre sus labios?
– Eso es.
– ¿Qué clase de animal?
– Clegg cree que era un león.
– ¿El león no era el primer animal que se encontró en la serie de seis asesinatos de hace diez años?
– Buena memoria, campeón. Así pues, ¿podemos esperar encontrarnos con cinco más?
Gurney no tenía respuesta para eso.
Después de colgar, llamó a Kim. Se preguntó si todavía estaría en el apartamento de Kyle, si estarían juntos en la cama, si tendrían planes, si sabían…
Una vez más el buzón de voz. Dejó un mensaje directo.
– Hola, no sé si ya está en las noticias, pero Ruth Blum está muerta. La asesinaron anoche en su casa de Aurora. Es posible que el Buen Pastor haya vuelto, o alguien quiere hacernos creer tal cosa. Llámame lo antes posible.
Probó con el número de Kyle, pero también conectó con el buzón de voz. Le dejó el mismo mensaje.
Se quedó de pie mirando por la ventana del estudio encarada al norte, hacia la colina gris y mojada. Había parado de llover, pero los aleros continuaban goteando. Lo que le había dicho Hardwick, en lugar de organizar sus ideas, le hacía sentir aún un poco más confundido. Demasiados fragmentos, demasiadas piezas sueltas. Era imposible ver el camino entre aquel laberinto. Para dar un paso adelante, uno tenía que saber dónde estaba. Le invadió una sensación mareante de que se estaba quedando sin tiempo, de que el final de la partida se acercaba deprisa, y no tenía ni idea de lo que eso podría significar.
Debía hacer algo.
A falta de una idea mejor, cogió el coche y partió hacia Aurora.
Dos horas más tarde circulaba por la carretera estatal que recorría la orilla del lago Cayuga. Su GPS indicaba que estaba a solo cinco kilómetros del domicilio de Ruth Blum. A su izquierda se veían el lago y las casas de la orilla, a través de una hilera de árboles sin hojas. A su derecha, separada de la carretera por una profunda zanja de desagüe, una mezcla bucólica de praderas y matorrales se inclinaba gradualmente hacia un horizonte elevado de campos de maíz marchitos. Al otro lado del lago, entre una serie de casas viejas bien conservadas vio una gasolinera, una clínica veterinaria y un taller de coches con media docena de vehículos en diversas fases de reparación.
No muy lejos del taller, tomó una larga curva. Entonces, ante sí, en el lado izquierdo de la carretera, vio las primeras señales de que allí había pasado algo grave, empezando por una serie de vehículos de policía locales, del condado y del estado. Además vio cuatro furgonetas: dos de ellas, con unas antenas de satélite encima, pertenecían a sendos medios de comunicación regionales; otra, con el emblema de la Policía del Estado de Nueva York, supuso que contendría el material del equipo de pruebas; y otra sin marcar debía de ser la del fotógrafo del forense. Supuso que alguien de la oficina del forense ya se había llevado el cuerpo de la víctima, pues no vio ningún vehículo del depósito de cadáveres.
Al acercarse, vio a seis agentes uniformados con diversas insignias jurisdiccionales, a una mujer y a un hombre vestidos con el atuendo clásico de los detectives, a un especialista que buscaba pruebas (vestido con un mono blanco de Tyvek y los preceptivos guantes de látex) y a una periodista de televisión que iba a la moda y a la que acompañaban dos técnicos que lucían cola de caballo.
En medio de la carretera, un agente uniformado hacía ostentosos gestos a cualquier coche que circulara demasiado lento. Cuando Gurney llegó a la altura del agente, vio que habían rodeado toda la propiedad, desde el borde del lago al límite de la carretera, con una cinta en la que se podía leer POLICĺA, NO PASAR. Metió la mano en la guantera y sacó una cartera de piel. La abrió y mostró la placa dorada de detective del Departamento de Policía de Nueva York. En la parte inferior, en letras pequeñas, ponía: «Retirado».
Antes de que el agente con cara de pocos amigos la examinara más a conciencia, Gurney la arrojó otra vez a la guantera y preguntó si el investigador jefe Jack Hardwick estaba en la escena.
El agente llevaba la gorra inclinada hacia delante; la visera le hacía sombra en los ojos.
– ¿Hardwick, DIC?
– Exacto.
– ¿Hay alguna razón para que esté aquí?
Gurney suspiró, fingiendo estar cansado.
– Estoy trabajando en una investigación que podría implicar a Ruth Blum. Hardwick está al corriente.
El agente pareció no entender nada.
– ¿Cómo se llama?
– Dave Gurney.
El hombre le lanzó una mirada típica de policía: una mezcla de superficial amabilidad y desconfianza instintiva.
– Aparque ahí. -Señaló un espacio en el arcén, entre la furgoneta de pruebas y uno de los vehículos de televisión-. Quédese en su coche -dijo con brusquedad.
El agente se acercó al sendero de entrada, donde había tres personas enfrascadas en una discusión. Habló con una mujer de complexión robusta y cabello castaño corto, vestida con chaqueta azul marino y pantalones a juego. El hombre de cabello gris que tenía a su derecha vestía un mono blanco. El más joven, a su izquierda, llevaba una camisa blanca, un traje oscuro y una corbata del mismo tono: el uniforme estándar compartido de detectives, directores de funerarias y mormones. Sus hombros, muy musculosos, el cuello ancho y el corte de pelo dejaban claro a cual de esos grupos pertenecía.
Los tres miraron a Gurney al mismo tiempo. El joven detective empezó a sonreír y a hablar rápidamente con la mujer mientras hacía un gesto en dirección a Gurney.
Aquella sonrisa hizo que una luz se encendiera en su mente, y casi trajo consigo un nombre, casi.
– ¡Detective! -dijo la mujer, levantando la mano para captar su atención-. Detective Gurney.
Dave salió del coche. Al hacerlo, lo recibió el sonoro zumbido de un helicóptero. Levantó la mirada y a través de las copas de los árboles atisbó el aparato, que se movía en círculos lentos. Las gigantes letras blancas de RAM pintadas en la parte inferior de la cabina provocaron que, instintivamente, torciera el gesto.
– La teniente Bullard quiere hablar con usted. -El agente se había acercado a Gurney y estaba levantando la cinta policial para dejarle entrar en la zona cerrada. Parecía más una orden que otra cosa.
Gurney se agachó para pasar por debajo de la cinta. Al hacerlo, se fijó en un depósito de tierra de la calzada que se había acumulado en una larga grieta que separaba el sendero asfaltado del terreno más rugoso de la carretera. Se detuvo para fijarse mejor. El agente dejó caer la cinta sobre él y regresó a sus deberes con el tráfico.
Gurney se enderezó. El tipo del traje oscuro que había visto antes y que le resultaba familiar caminaba hacia él.
– Señor, tal vez no me recuerda. Soy Andrew Clegg. Nos conocimos durante su investigación de…
Gurney lo interrumpió con tono amable.
– Le recuerdo, Andy. Parece que lo han ascendido.
Otra vez la sonrisa lo convirtió en un adolescente.
– El mes pasado llegué por fin al DIC. Usted fue una de mis fuentes de inspiración.
El chico siguió hablando y acompañó a Gurney hacia donde estaba la mujer corpulenta. Seguía conversando con el técnico del mono blanco.
– Si quieres meter la alfombra en una bolsa y llevártela, también está bien. Depende de ti. -Se volvió hacia Gurney. Su expresión era precavida y agradablemente profesional-. Andy me ha dicho que usted y Jack Hardwick trabajaron juntos en el caso Piggert. ¿Es así?
– Es así.
– Enhorabuena. Gran victoria para los buenos.
– Gracias.
– Su caso de Satanic Santa fue aún más grande -dijo Clegg.
– ¿Satanic…? -En esta ocasión fue la expresión de Bullard la que dejó entrever que el nombre le traía ciertos recuerdos-. ¿Era ese psicópata que cortaba a la gente en pedazos y los enviaba a los policías locales?
– ¡En papel de regalo! Como un regalito de Navidad -soltó Clegg, que parecía sentir más emoción que horror.
Bullard miró a Gurney con asombro.
– ¿Y usted…?
– Ya sabe, estaba en el lugar adecuado en el momento oportuno.
– Es extraordinario. -Le tendió la mano-. Soy la teniente Bullard. Y usted obviamente es una persona que no requiere más presentación. ¿A qué debemos el placer?
– A Ruth Blum.
– ¿Y eso?
– ¿Vio el programa que anoche emitió RAM?
– Me han hablado de él. ¿Por qué lo pregunta?
– Podría ayudarle a comprender lo que ha ocurrido aquí.
– ¿Cómo?
– El programa era el primero de una serie que trata de las secuelas de los seis asesinatos cometidos por el Buen Pastor en el año 2000. Lo que tenemos ahora entre manos es, casi con total certeza, el séptimo asesinato del Buen Pastor. Y podría haber más.
El gesto cordial de Bullard había dado paso a cierta frialdad.
– ¿Qué está haciendo aquí exactamente?
– Creo que, desde el primer día, el FBI entendió al revés el caso del Buen Pastor. Y tal vez lo que ha ocurrido aquí sea una prueba de ello.
La expresión de Bullard era difícil de interpretar.
– ¿Les ha dicho lo que piensa?
Gurney ofreció una sonrisa fugaz.
– No les sentó muy bien.
Ella negó con la cabeza.
– No estoy entendiendo lo que me está diciendo. No sé a cuenta de quién ni bajo qué autoridad ha venido aquí. -Miró a Clegg, quien cambió con dificultad el peso del cuerpo de un pie al otro-. Andy me ha dicho que estaba retirado. Estamos en las primeras horas de una investigación de asesinato, sabe que son cruciales. A menos que arroje luz sobre su presencia aquí, tendrá que marcharse. Espero no parecer grosera, pero debo ser clara.
– Entiendo. -Gurney respiró hondo-. La mujer que entrevistó a Ruth Blum me contrató como asesor. He estado echando un vistazo a todo lo relacionado con el Buen Pastor. Creo que hay un defecto fundamental en cómo se ha abordado este caso. Espero que en la investigación de este asesinato no se meta la pata, como en los primeros seis. Pero, por desgracia, siempre parece haber algún problema.
– ¿Perdón?
– No aparcó en el sendero.
– ¿De qué está hablando?
– El hombre que mató a Ruth Blum no aparcó en este sendero. Si cree que lo hizo, nunca comprenderá lo que ocurrió.
Bullard le echó una rápida mirada a Clegg, quizá para averiguar si sabía de qué estaba hablando, pero los ojos del joven solo mostraron sorpresa y confusión. Bullard volvió a mirar a aquel detective retirado y luego su reloj.
– Entre. Le daré exactamente cinco minutos para que se explique. Tú, Andy, quédate aquí y no les quites ojo a los buitres de la tele. Que no pongan un pie a este lado de la cinta.
– Sí, teniente.
Bullard lo condujo por un césped en pendiente y subió los escalones de la terraza de atrás, donde Kim había mantenido la entrevista con Ruth Blum. Gurney siguió a la teniente cuando esta entró por la puerta trasera, que conectaba la terraza con una gran cocina-comedor. Había un fotógrafo sentado a la mesa del desayuno, descargando imágenes de una cámara digital a un portátil.
Bullard miró a su alrededor en la cocina, pero ninguno de sus rincones ofrecía mucha intimidad.
– Disculpa, Chuck, ¿puedes dejarnos unos minutos?
– No hay problema, teniente. Terminaré con esto en la furgoneta. -Recogió su equipo y al cabo de un momento se había ido.
La mujer se sentó en una de las sillas de la mesa recién desocupada y señaló a Gurney otra que había frente a ella.
– Muy bien -dijo ella con voz plana-. Hasta ahora he tenido un día muy largo y aún falta mucho para que acabe. No puedo perder el tiempo. Apreciaría un poco de claridad y brevedad. Adelante.
– ¿Qué le hace pensar que aparcó en el sendero?
Ella entrecerró los ojos.
– ¿Qué le hace pensar que creo tal cosa?
– La forma en que los tres estaban de pie a su lado, cuando he llegado. Evitaban pisarlo, pese a que su equipo técnico probablemente ya lo ha analizado. Así pues, supongo que están a la espera de un análisis microscópico más concienzudo. ¿Por qué están convencidos de que aparcó ahí?
Bullard estudió a Gurney y esbozó una sonrisita cínica.
– Ya sabe algo, ¿no? ¿Dónde está la filtración?
– No tiene sentido ir por ese camino. Es el camino del FBI. La confrontación es una pérdida de tiempo.
La teniente continuó estudiándolo, no tanto rato esta vez; luego pareció tomar una decisión.
– La víctima publicó un mensaje en su página de Facebook anoche. Después de algunos comentarios sobre el programa de RAM, describió un coche que estaba aparcando en su sendero, mientras ella estaba sentada ante su ordenador. ¿Por qué tengo la sensación de que ya sabe todo esto?
Gurney no hizo caso de la pregunta.
– ¿Qué clase de coche?
– Grande. De aspecto militar. No mencionaba marca o modelo.
– ¿Jeep? ¿Land Rover? ¿Hummer? ¿Algo así?
Bullard asintió con la cabeza.
– Así pues, la teoría es que aparca en el sendero, se acerca a la puerta de la calle, llama… y luego… ¿La mata en el umbral? ¿Ella lo deja pasar? ¿Lo conoce? ¿No lo conoce?
– Frene. Me ha preguntado por qué creemos que el asesino aparcó en el sendero, o que lo hizo alguien que la visitó poco antes de que la asesinaran. Y le he respondido: la propia víctima nos lo confirmó, lo escribió en su página de Facebook poco antes de que la mataran. -La expresión de triunfo de la teniente Bullard parecía diluirse con una pizca de preocupación-. Así pues, ¿me puede explicar brevemente por qué cree que Ruth Blum diría tales cosas si no fueran ciertas?
– No lo hizo.
– ¿Perdón?
– Nada de eso ocurrió. El escenario que está presentando no tiene sentido. Para empezar, antes de que entremos en el problema lógico: al final del sendero, tiene un problema relacionado con los indicios físicos.
– ¿De qué está hablando?
– El terreno está bastante seco. ¿Cuánto tiempo hace que no llueve? -Sabía cuándo había llovido en Walnut Crossing, pero el clima en torno a los lagos Finger solía ser muy diferente.
– Llovió ayer por la mañana -respondió ella-. Paró a mediodía. ¿Por qué?
– Hay una franja de tierra en una rendija al borde de la carretera, de más o menos un par de centímetros de ancho. Cualquiera que entrara en el sendero tendría que pasar por ella, a menos que atravesara el bosque y cruzara por el césped. Pero no hay marcas de que nadie haya pasado por esa pequeña franja de tierra, al menos desde la última vez que llovió.
– Un par de centímetros no necesariamente son suficientes para registrar…
– Quizá no, pero hay que tenerlo en cuenta. Además, está el factor psicológico. Si el Buen Pastor ha vuelto, si esta es su séptima víctima, entonces lo que ya sabemos de él tiene que considerarse.
– Como, por ejemplo…
– Sabemos que es muy precavido, desprecia el riesgo. Y ese sendero está demasiado expuesto. Cualquier vehículo, sobre todo uno del tamaño de un Hummer, podría haberse dejado el parachoques trasero en la carretera. Demasiado llamativo, demasiado identificable. Un policía local que pasara podría fijarse en un coche desconocido como ese, podría detenerse a revisarlo, podría verificar el número de matrícula.
Bullard torció el gesto.
– Ya, pero el hecho es que Ruth Blum está muerta. Si el asesino vino en un vehículo, tuvo que aparcar en alguna parte. ¿Qué está diciendo? ¿Dónde aparcó? ¿En el arcén? Eso sería aún más expuesto.
– Me inclino por el taller.
– ¿Qué?
– A ochocientos metros, por la carretera estatal, en dirección a Ithaca, hay un taller. Hay varios coches y camiones en una pequeña zona de aparcamiento descuidada al lado del taller, esperando a que los arreglen o a que los recojan. Es el único sitio del barrio donde un vehículo extraño no levantaría suspicacia alguna, pasaría desapercibido. Si yo fuera a matar a alguien en esta casa en medio de la noche, aparcaría allí y luego caminaría el resto del trayecto por esa zanja profunda que hay al lado de la carretera. Así evitaría que pudieran verme los otros conductores que pasaran por el camino.
Bullard bajó la mirada al tablero de la mesa, como si estuviera jugando al Scrabble e intentara hallar la palabra adecuada. Hizo una mueca.
– En teoría, eso podría tener sentido. El problema es que su mensaje en Facebook se refiere específicamente a un vehículo aparcando en…
– Quiere decir «el» mensaje en Facebook.
– No entiendo qué…
– Está suponiendo que fue ella quien lo escribió.
– Era su cuenta, su página, su ordenador, su contraseña.
– ¿El asesino no podría haberle sacado la contraseña antes de matarla, haber abierto la página y haber escrito el mensaje?
Bullard volvió a observar la mesa. Negó con la cabeza.
– Es posible. Pero como sucede con su teoría del taller, no se basa en prueba alguna.
Gurney sonrió ante la oportunidad que se le abría.
– Después de que sus chicos con trajes blancos confirmen que el suelo en la rendija del final del sendero no se ha tocado, pídales que hagan una visita al taller. Sería interesante ver si pueden encontrar un juego de huellas de neumático nuevas que no coincidan con ninguno de los vehículos de allí.
– Pero… ¿por qué el asesino iba a tomarse el tiempo y las molestias de dejar un mensaje así en Facebook?
– Arena en los ojos. Un giro en el laberinto. Es muy bueno en eso.
Algo en la expresión de Bullard le dijo que cada vez estaba más predispuesta a escucharle.
– ¿Cuánto sabe del caso original? -preguntó Gurney.
– No tanto como necesitaría -admitió Bullard-. Alguien de la oficina de campo del FBI viene para hacerme un resumen. Por cierto, necesitaré su dirección, su correo electrónico, los números de teléfono donde puedo localizarlo veinticuatro horas al día. ¿Algún problema?
– Ninguno.
– Le daré mi mail y mi número de móvil. Supongo que me informará sobre las cosas relevantes de las que se entere.
– Encantado.
– De acuerdo. Me he quedado sin tiempo. Ya hablaremos.
Cuando Gurney salió de la casa, el helicóptero continuaba volando ruidosamente, en círculos. La corriente de aire que generaba desprendía las pocas hojas marchitas que todavía se aferraban a las ramas más altas de los árboles; caían en un remolino. Antes de llegar a su coche, la periodista de cabello sedoso y que iba muy maquillada lo interceptó con un micrófono en la mano y un cámara detrás.
– Soy Jill McCoy, Eye on the News, Siracusa -dijo la mujer; su rostro reflejaba la típica excitada curiosidad del reportero-. Me han dicho que es usted el detective Dave Gurney, el hombre al que la revista New York llamó «superpoli». Dave, ¿es cierto que el Buen Pastor, el asesino en serie de tan infausta memoria, ha atacado otra vez?
– Disculpe -dijo Gurney, abriéndose paso a su lado.
La periodista extendió el micrófono hacia él, gritando una retahíla de preguntas a su espalda mientras Gurney abría la puerta de su coche, entraba, cerraba y arrancaba el motor.
– ¿La mataron por su aparición en televisión? ¿Por algo que dijo? ¿Este horrible caso es demasiado grande para nuestra policía local? ¿Por eso lo han llamado a usted? ¿Cuál es su participación? ¿Es cierto que tiene un problema con el FBI? ¿Cuál es la causa de ese problema, detective Gurney?
Al salir de su plaza de aparcamiento tenía la cámara de vídeo a solo unos centímetros de su ventana lateral. El agente de tráfico no estaba haciendo nada para solventar el problema. De hecho, parecía completamente absorto en una conversación que mantenía con un recién llegado a la escena. Al salir a la carretera estatal, Gurney atisbó al hombre: fornido, de cabello negro, sin sonrisa. Eso bastó para que lo reconociera.
Era Daker.
Cuando Gurney dobló la primera curva de la carretera, el taller apareció ante sus ojos. Redujo la velocidad al pasar, fijándose en el edificio de cemento: LAKESIDE COLLISION. La zona de aparcamiento que rodeaba el taller era un collage decrépito de macadán, hojas muertas y tierra. Seguía convencido de que era un lugar perfecto para aparcar un coche sin llamar la atención.
A medio camino de Walnut Crossing, pasó ante un cartel de Verizon, la compañía telefónica, y eso le recordó que había apagado su teléfono al sentarse a la mesa de la cocina con Bullard. Volvió a encenderlo para ver si tenía mensajes: siete. Antes de que pudiera escucharlos, recibió otra llamada.
Gurney apretó el botón de contestar.
Era Kyle, parecía agitado.
– Llevamos una hora tratando de localizarte.
– ¿Qué pasa?
– Kim está asustadísima. Ha estado intentando contactar contigo. Ya te ha dejado tres mensajes.
– ¿Es sobre Ruth Blum?
– Sobre todo por eso. Pero también sobre la emisión ayer de Los huérfanos del crimen. No le gustó nada la forma en que lo montaron, lo que cortaron ni lo que añadieron, sobre todo esos dos capullos. Está muy disgustada.
– ¿Dónde está?
– En el cuarto de baño, llorando. Otra vez. No, espera. Me parece que ha abierto la puerta. Espera.
Gurney oyó que Kim le preguntaba a Kyle con quién estaba hablando. «Con mi padre», le respondió su hijo. La chica gimoteó y se sonó la nariz. El sonido del teléfono pasó de uno a otro. Voces apagadas. Más ruido de sonarse la nariz y aclararse la garganta.
Finalmente Kim estaba al teléfono.
– ¿Dave?
– Dime.
– Esto es una pesadilla. No puedo creer lo que está pasando. Quiero irme a dormir, despertarme otra vez y descubrir que nada de esto es real.
– Espero que no te estés culpando por lo que le ha ocurrido a Ruth.
– ¡Por supuesto que sí!
– Tú no eres responsable de…
Kim lo interrumpió, levantando la voz.
– ¡No estaría muerta si yo no la hubiera convencido de participar en este estúpido programa!
– No eres responsable de su muerte y tampoco lo eres de lo que RAM hizo con tu entrevista o con la forma en que la presentaron o…
– Cortaron mi entrevista por la mitad y la envolvieron con un montón de sandeces pomposas de esos supuestos expertos. -Pronunció la última palabra como si estuviera escupiendo-. Oh, Dios, solo quiero desaparecer. Quiero borrarlo todo. Borrar todo lo que ha matado a Ruthie.
– La mató un asesino.
– Pero no habría ocurrido si…
– Escúchame, Kim. Un asesino mató a Ruth Blum. Un asesino con su propia agenda. Probablemente el mismo asesino que mató a su marido hace diez años.
Ella no dijo nada. Gurney podía oír su respiración. Lenta y temblorosa. Cuando la chica volvió a hablar, su histeria se había tornado puro dolor.
– Es lo que Larry Sterne no dejaba de decirme, tenía razón. Dijo que RAM lo retorcería todo y haría que se viera barato, feo y espantoso. Dijo que ellos serían mejores utilizándome a mí que yo utilizándolos a ellos, que lo único que les importaba era conseguir la máxima audiencia posible, que el precio de mi proyecto superaría sus recompensas. Y tenía razón, toda la razón.
– ¿Qué quieres hacer?
– ¿Hacer? Quiero alejarme lo más posible de RAM. Quiero dejarlo.
– ¿Has hablado con Rudy Getz?
– Sí. -Había algo incierto en la voz de Kim.
– ¿Sí, pero…?
– Lo he llamado esta mañana, antes de recibir tu mensaje sobre Ruth. Le he dicho que estaba muy decepcionada, que el programa no se parecía en nada a lo que habíamos hablado.
– ¿Y?
– Y que si iba a ser así, yo no quería hacerlo.
– ¿Y?
– Ha contestado que deberíamos reunirnos, que no era algo que pudiéramos resolver por teléfono, que teníamos que hablarlo cara a cara.
– ¿Os vais a reunir?
– Sí.
– ¿Has vuelto a hablar con él después del asesinato de Ruth?
– Sí. Ha dicho que eso hacía que la reunión fuera aún más importante. Ha dicho que el asesinato era un multiplicador.
– ¿Qué?
– Un multiplicador. Dijo que aumentaba las apuestas y que teníamos que hablar de ello.
– ¿Que aumentaba las apuestas?
– Eso dijo.
– ¿Cuándo os vais a reunir?
– El miércoles a mediodía. En su casa de Ashokan.
Gurney tenía la impresión de que Kim se estaba dejando algo.
– ¿Y?
Hubo una pausa.
– Bueno…, de verdad que odio pedirte esto. Me siento tan ingenua, impotente e idiota.
Gurney esperó, convencido de que sabía lo que se avecinaba.
– Mi visión de cómo iba a ser todo esto… Mis suposiciones… La forma en que pensaba… Lo que estoy intentando decir es que obviamente no he sido muy sensata. Necesito… la ayuda, la opinión de una mente más clara. No tengo derecho a pedirte esto, pero…, por favor…
– ¿Quieres que vaya contigo el miércoles a tu reunión con Getz?
– Por favor. ¿Vendrás? ¿Podrás?
Tras pasar el cartel de Franklin Mountain que le daba la bienvenida al condado de Delaware, Gurney dejó atrás el sol de la tarde y descendió a un valle de nubes. El clima en las montañas parecía cambiar hora tras hora.
Durante el resto del trayecto a casa, tuvo que estar encendiendo y apagando el limpiaparabrisas. No le gustaba nada conducir bajo la lluvia: lluvia intensa, lluvia ligera, llovizna, cualquier cosa gris y húmeda. Lo gris y lo húmedo solían provocar que sus preocupaciones fueran a más.
Cobró conciencia del dolor en los músculos de la mandíbula. Había estado apretando los dientes: un efecto secundario de la tensión y la rabia que impulsaba sus pensamientos.
TEPT: trastorno de estrés postraumático. Esas palabras le sacaban de sus casillas. Si Holdenfield tenía razón, si su capacidad para razonar estaba afectada…
¿Para qué había dicho Kim que lo necesitaba? ¿La opinión de una mente más clara que la de ella? Se le escapó una risa aguda. La clarividencia no era en ese momento su punto fuerte.
Pensar en su conversación telefónica le recordó los siete mensajes de su buzón de voz que no había escuchado. Estaba subiendo a su casa por el camino de montaña, diciéndose que los oiría cuando llegara, pero, temeroso de olvidarlo otra vez, decidió parar a un lado y escucharlos.
Los tres primeros eran de Kim, cada vez más tensa en sus peticiones de que la llamara.
El cuarto era de la madre de Kim, Connie Clarke: «¡David! ¿Qué demonios está pasando? ¿Qué es toda esta locura en las noticias de hoy sobre Ruth como se llame, asesinada después de la entrevista de Kim? ¿Y los presentadores gritando que el Buen Pastor ha vuelto? Joder. Llámame, dime qué está pasando. Acabo de recibir un mensaje completamente histérico de Kim. Dice que quiere dejarlo, retirarse del programa, tirarlo todo por la borda. Está completamente fuera de control. No entiendo nada. La he llamado, pero no he podido hablar con ella. Le he dejado un mensaje, pero no me ha contestado. Supongo que estás en contacto con ella, que sabes lo que está pasando. Bueno, esa era la idea, ¿no? ¡Por el amor de Dios, llámame!».
Tal vez la llamara luego, tal vez no. No tenía ganas de pasar media hora al teléfono con ella, explicándole todo ese caos, todas las preguntas sin responder, solo porque su hija no le devolvía las llamadas.
El quinto mensaje no tenía identificación, pero la intensidad maniaca de la voz de Max Clinter no dejaba espacio para la duda: «Señor Gurney, siento mucho que no lo coja. Esperaba un toma y daca. Han ocurrido muchas cosas desde la última vez que hablamos. Parece que el Pastor vuelve a estar entre nosotros. La pequeña Corazon lo ha devuelto a la vida. Oí mencionar su nombre ayer en ese rollo vomitivo de Los huérfanos, en la tele. Basura de RAM. Pero por lo que dijeron parece que tiene ideas, ideas propias. A lo mejor no son distintas de las mías. ¿Quiere que las compartamos? Lo toma o lo deja, hora de elegir. El final no está lejos. Esta vez estaré preparado. Última pregunta: ¿David Gurney es amigo o enemigo?».
Escuchó el mensaje tres veces. O bien Clinter estaba loco, o bien solo era que había encontrado un papel en el que se sentía cómodo. Holdenfield había insistido en que estaba trastornado y era un incordio. Sin embargo, Gurney no estaba dispuesto a olvidarse del tipo que se había metido en esa pequeña habitación de Buffalo y había dejado a cinco mafiosos armados muertos en el suelo.
Miró el reloj del salpicadero. Pasaba un minuto de las cuatro. La llovizna se había detenido, al menos temporalmente. Volvió a tomar el camino de grava y tierra y se dirigió montaña arriba.
Cuando llegó a la pequeña zona de aparcamiento junto a la puerta lateral, vio que la luz estaba encendida en la habitación del piso de arriba, el que Madeleine usaba en ocasiones para hacer punto y ganchillo. Solo hacía un mes o dos que había vuelto a usarlo. En el mes de septiembre, durante la investigación del caso Perry, en el que Gurney resultó herido de bala, alguien había entrado allí sin permiso.
Recordar aquello hizo que, instintivamente, se llevara la mano al punto entumecido de su antebrazo, un hábito que el ajetreo de la última semana había disminuido. Bajó del coche y se dirigió a la casa.
Madeleine no estaba haciendo punto; estaba tocando la guitarra.
– Estoy en casa -gritó Dave.
– Enseguida bajo -dijo ella desde el piso de arriba.
Dave escuchó mientras ella tocaba unos cuantos compases más de una agradable melodía.
Al cabo de unos segundos de silencio, su mujer le gritó: -Escucha el tercer mensaje del contestador.
Cielos, otro mensaje alarmante más no. Ya tenía más que suficiente para ese día. Esperaba que ese fuera inocuo. Fue al teléfono fijo del estudio y marcó el botón para escuchar el mensaje número tres: «Espero no equivocarme de detective Gurney. Lo siento mucho si no es así. El detective Gurney que estoy buscando se ha estado follando a una puta llamada Kim Corazon. Es un viejo patético y despreciable… Debe de doblarle la edad, por lo menos, a esa zorra. Si usted no es el detective Gurney que busco, a lo mejor puede pasarle la pregunta al Gurney correcto. Pregúntele si sabe que su hijo se está follando a la misma puta. De tal palo, tal astilla. A lo mejor Rudy Getz podría convertirlo en un reality de RAM: la orgía de la familia Gurney. Que pase un buen día, detective».
Era Robby Meese. Ya ni siquiera intentaba fingir la voz.
Madeleine apareció en la puerta del estudio con expresión indescifrable.
– ¿Sabes quién es? -preguntó.
– El ex de Kim.
Ella asintió con expresión adusta, como si la idea ya se le hubiera ocurrido.
– Parece que sabe que hay alguna clase de relación entre Kim y Kyle. ¿Cómo iba a saber eso?
– A lo mejor los vio juntos.
– ¿Dónde?
– ¿Tal vez en Siracusa?
– ¿Cómo podía saber que Kyle era tu hijo?
– Si es él quien pinchó su apartamento, sabe mucho.
Madeleine cruzó los brazos con fuerza.
– ¿Crees que los siguió hasta aquí?
– Posiblemente.
– Entonces también podría haberlos seguido ayer hasta el apartamento de Kyle…
– Seguir a alguien entre el tráfico de la ciudad no es tan sencillo como parece, sobre todo para alguien que no esté acostumbrado a conducir en Manhattan. Es muy fácil quedarse atrás, con tantos semáforos.
– Parecía motivado.
– ¿Qué quieres decir?
– Quiero decir que parece que te odia de verdad.
Habían cenado pronto: salmón, guisantes y arroz con salsa de pimiento dulce. Mientras acababan de cenar, hablaron de la reunión a la que Madeleine iba a asistir en la clínica. Debían seguir tratando el suicidio de uno de los pacientes y los procedimientos en marcha para identificar señales de peligro. Madeleine estaba visiblemente nerviosa y preocupada.
– Con ese horrible mensaje de teléfono y el resto de lo que ha pasado hoy, he olvidado decirte que ha venido la tasadora del seguro.
– ¿Ha venido a examinar el granero?
– Y a hacer preguntas.
– ¿Como Kramden?
– Ha cubierto el mismo terreno. Lista de contenidos, quién hizo qué y cuándo, detalles de cualquier otra póliza de seguros que tengamos, etcétera.
– Supongo que le has dado copias de las mismas cosas que le dimos a Kramden.
– Quería recibos de compra de la bicicleta y de los kayaks.
– Había tristeza y rabia en la voz de Madeleine-. ¿Tienes idea de dónde están?
Dave negó con la cabeza.
Ella hizo una pausa.
– Le he preguntado cuándo podríamos demolerlo.
– ¿La parte del granero que sigue en pie?
– Ha dicho que la compañía nos lo comunicará.
– ¿Ninguna pista de cuándo?
– No. Necesitan permiso por escrito de la brigada de incendios antes de dar el visto bueno. -Cerró los puños-. No puedo soportar verlo.
Gurney se la quedó mirando.
– ¿Estás enfadada conmigo?
– Estoy enfadada con el cabrón que destruyó nuestro granero. Estoy cabreada con el loco que dejó ese mensaje desagradable en nuestro teléfono.
La rabia creó un silencio entre ellos, que duró hasta que Madeleine se marchó a la clínica. En el ínterin, Dave pensó en cosas que podría decir y luego en razones para no decirlas.
Después de observar el coche de su mujer bajando por el sendero del prado, llevó los platos sucios al fregadero, echó un poco de lavavajillas y abrió el grifo del agua caliente.
El teléfono móvil sonó en su bolsillo.
La identificación decía G. B. BULLARD.
– ¿Señor Gurney?
– Sí.
– Quiero contarle algo concerniente a lo que ha planteado hoy.
– ¿Sí?
– ¿La cuestión de las huellas de los neumáticos…?
– ¿Sí?
– Quería que supiera que hemos encontrado un conjunto de huellas, donde sugirió que podrían estar, en el taller de coches.
– ¿Indicaban que hubo un coche aparcado en un sitio que el dueño del taller dice que no estaba ocupado?
– Esencialmente es correcto, aunque el dueño no está del todo seguro de eso.
– ¿Y la franja de tierra en el sendero de entrada de Ruth Blum?
– Nada concluyente.
– ¿Significa que no hay suficiente superficie de tierra para estar seguros, pero que no hay pruebas positivas de que ningún vehículo entrara o saliera?
– Exacto.
Gurney sentía cada vez más curiosidad sobre el propósito de la llamada de Bullard. No era común que un agente investigador ofreciera un informe de progreso fuera de la cadena de mando inmediata y mucho menos fuera del departamento.
– Pero hay una pequeña vuelta de tuerca -continuó ella-. Me gustaría conocer su opinión. Nuestra investigación puerta a puerta dio como resultado dos informes de testigos que vieron un Humvee en la zona ayer por la tarde. Un testigo insiste en que era el modelo militar original, no la versión posterior de General Motors. Ambos lo vieron ir y venir dos o tres veces en un tramo de carretera que incluía la residencia de Blum.
– ¿Está pensando que alguien estaba vigilando la zona?
– Posiblemente, pero, como he dicho, hay una vuelta de tuerca. Según las huellas del neumático, el vehículo que estaba aparcado anoche en el taller no era un Humvee. -Hizo una pausa-. ¿Alguna idea sobre eso?
Se le ocurrieron dos escenarios.
– El asesino podría tener un ayudante… O… -Gurney vaciló sopesando hasta qué punto era posible la segunda opción que se le había ocurrido.
– ¿O qué? -lo instó Bullard.
– Bueno, supongamos que tengo razón y el mensaje de Facebook lo publicó el asesino, no la víctima. En él se hace referencia a alguna clase de vehículo militar. Puede que pretendiera que nos quedáramos con la idea del Humvee. Y quizá condujo arriba y abajo un vehículo como ese precisamente para que alguien reparara en él, para que luego lo notificara, para convencernos de que ese era el vehículo del asesino.
– ¿Por qué complicarse tanto la vida? De todos modos, iba a aparcar un coche diferente donde nadie pudiera verlo.
– Quizá con lo del Humvee quería llevarnos a alguna parte.
Tal vez hasta Max Clinter, pero ¿por qué?
Bullard se quedó en silencio tanto tiempo que Gurney estaba a punto de preguntar si había colgado.
– Esto le interesa de verdad, ¿no? -dijo finalmente.
– He tratado de dejarlo claro antes.
– Vale, voy a ir al grano. Tengo una reunión mañana por la mañana con Matt Trout para discutir el caso y las cuestiones jurisdiccionales. ¿Le gustaría venir?
Gurney se quedó momentáneamente sin habla. La invitación no tenía sentido. O quizá sí.
– ¿Conoce bien al agente Daker? -preguntó él.
– Lo he conocido hoy. -Había tensión en la voz de Bullard-. ¿Por qué lo pregunta?
La reacción de la teniente animó a Gurney a arriesgarse.
– Porque creo que él y su jefe son unos cabrones arrogantes y controladores.
– Tengo la impresión de que ellos le tienen el mismo cariño.
– No esperaba menos. ¿Daker le ha explicado el caso original?
– Al parecer, eso es lo que pretendía. Lo cierto es que acabó soltando un montón de datos sin ton ni son.
– Es probable que quieran abrumarla, para que el caso le parezca tan enrevesadamente complicado que acabe por ceder la jurisdicción sin discutir.
– Ya…, pero lo cierto es que me gusta la confrontación, me cuesta mucho alejarme cuando preveo pelea. Y, por encima de todo, no me gusta que me subestimen los…, ¿cómo los ha llamado?, cabrones arrogantes y controladores. No sé por qué le estoy diciendo esto. La verdad es que no lo conozco de nada… Debo de estar un poco loca.
Sin embargo, Gurney intuyó que Bullard sabía exactamente lo que se traía entre manos.
– Sabe que Trout y Daker no me soportan -dijo-. ¿Eso no basta para tranquilizarla?
– Supongo que tendrá que bastar. ¿Sabe dónde está nuestra comisaría central en Sasparilla?
– Sí.
– ¿Puede estar allí mañana a las 9.45?
– Sí.
– Bien. Le esperaré en el aparcamiento. Una última cosa: nuestra gente del laboratorio examinó más a conciencia el teclado del ordenador de la víctima. Descubrieron algo. Sus huellas dactilares…
– Déjeme adivinarlo -intervino Gurney-: las huellas dactilares que había sobre las teclas necesarias para escribir el mensaje de Facebook estaban ligeramente borrosas, no como sobre las otras teclas. Y sus técnicos de laboratorio no descartan que alguien hubiera podido pulsar las teclas con guantes de látex.
Hubo un segundo de silencio.
– No necesariamente látex, pero ¿cómo…?
– Es el escenario más probable. La otra opción sería que el asesino hubiera forzado a Ruth a escribir el mensaje mientras él se lo dictaba. Pero ella habría estado tan aterrorizada que no hubiera resultado nada fácil. El asesino ya se sentiría demasiado expuesto con tan solo sonsacarle la contraseña. Cuanto más tiempo estuviera viva ella, más riesgo corría el asesino. Ruth podría haber tenido una crisis y haber empezado a gritar. No creo que el asesino se sintiera cómodo ante tal circunstancia. La quería muerta lo antes posible. Así correría menos riesgos.
– Veo que tiene su propio punto de vista, señor Gurney. ¿Alguna cosa más que quiera compartir?
Pensó en su hoja de resumen de comentarios y preguntas, la que había enviado a Hardwick y Holdenfield.
– Tengo algunas ideas impopulares sobre el caso original que podrían resultarle útiles.
– Tengo la impresión de que considera su impopularidad una virtud.
– Una virtud no, pero me parece irrelevante.
– ¿En serio? En fin, pensaba que… Duerma bien. Mañana nos espera un día muy interesante.
Apenas durmió.
Tenía la idea de acostarse temprano, pero Madeleine regresó de su reunión en la clínica ansiosa por expresar la perenne queja de los trabajadores sociales: -Si toda la energía que dedican a cubrirse las espaldas y a chorradas burocráticas la dedicaran a ayudar a la gente, el mundo podría cambiar en menos de una semana.
Tres tazas de infusión después, se fueron al dormitorio. Madeleine se acomodó en su lado de la cama con Guerra y paz, aquella soporífera obra maestra que parecía decidida a conquistar mordisqueando trocitos con persistencia.
Después de poner su alarma, Gurney pensó en qué objetivos perseguía Bullard y en cómo podrían influir en la reunión de la mañana siguiente. La teniente parecía verlo como un aliado, o al menos como una herramienta útil con Trout y compañía. No le importaba que lo usara, siempre y cuando eso no le impidiera alcanzar sus propósitos. Su alianza era muy circunstancial, sin raíces, así que debía permanecer muy atento, pues en cualquier momento el viento podría cambiar de dirección. Nada nuevo. En el Departamento de Policía de Nueva York los vientos siempre estaban cambiando.
Una hora después, cuando ya se estaba quedando dormido, Madeleine dejó su libro a un lado y le preguntó: -¿Has podido ponerte en contacto con ese contable deprimido que te preocupaba, el de la pistola grande?
– Todavía no.
De nuevo la mente de Gurney se llenó de una angustiosa maraña de dudas. Adiós a una noche de descanso. Sus sueños intermitentes estuvieron infestados de imágenes repetitivas de pistolas, picahielos, edificios en llamas, paraguas negros y cabezas destrozadas.
Al salir el sol, se sumió en un sueño profundo del cual lo despertó una hora más tarde el tono agudo de su alarma.
En cuanto se hubo duchado y se hubo vestido, y ya con el café en la mano, vio que Madeleine estaba fuera, esponjando el suelo en uno de los jardines.
Hacía poco le había dicho algo sobre plantar los guisantes.
Parecía la típica mañana anodina, sin amenazas ni complicaciones. Cada mañana -sobre todo si habías podido dormir- creaba la ilusión de un nuevo comienzo, una especie de liberación del pasado. Los humanos, al parecer, eran criaturas diurnas, parecían estar hechos para vivir de día. La vigilia ininterrumpida podía destrozar a un hombre. No era de extra-ñar que la CIA hubiera usado la privación de sueño como tortura. Bastaban noventa y seis horas de vivir de manera ininterrumpida -ver, oír, sentir, pensar- para que un hombre deseara morir.
El sol se pone y nos vamos a dormir. El sol se levanta y nos despertamos. Nos despertamos y, de forma muy fugaz, ciegamente, disfrutamos de la fantasía de empezar de nuevo. Luego, sin falta, la realidad reafirma su presencia.
Esa mañana, de pie, junto a la ventana de la cocina, con su café, contemplando el césped ralo, la realidad se reafirmó en forma de una figura oscura a lomos de una motocicleta negra, inmóvil, detenida entre el estanque y las vigas quemadas del granero.
Gurney dejó su taza, se puso una chaqueta y un par de botas bajas, y salió. La figura de la motocicleta no se movió. El aire olía más a invierno que a primavera. Cinco días después del incendio, todavía conservaba un atisbo de cenizas.
Empezó a caminar poco a poco por el sendero del prado. El motorista puso en marcha su máquina, una gran moto de motocrós, llena de barro. Empezó a subir erráticamente por el sendero desde el extremo inferior, a la misma velocidad que los pasos de Gurney. Se encontraron en un punto intermedio. Hasta que no se subió la visera del casco, no reconoció los ojos intensos de Max Clinter.
– Debería haberme avisado de que venía -dijo Gurney con tranquilidad-. Tengo una reunión esta mañana. Podría no haberme encontrado.
– No sabía que iba a venir hasta que ya estaba de camino -respondió Clinter, nervioso-. Hay un montón de cosas en mi lista y es difícil decidir el orden. El orden que uno debe seguir es la clave. ¿Se da cuenta de que las cosas están llegando a un punto crítico? -El motor seguía en marcha.
– Creo que el Buen Pastor ha vuelto, o que alguien quiere que pensemos eso.
– Oh, ha vuelto. Lo siento en los huesos, los huesos que se rompieron hace diez años. El muy cabrón ha vuelto, sin duda.
– ¿Qué puedo hacer por usted, Max?
– He venido a hacerle una pregunta. -Sus ojos centellearon.
– Si me hubiera dejado un número cuando llamó, le habría telefoneado.
– Al no responder, me lo tomé como una señal.
– ¿Una señal de qué?
– De que siempre es mejor formular una pregunta cara a cara. Es mejor ver los ojos de un hombre que solo oír su voz. Así pues, esta es mi pregunta: ¿qué lugar ocupa en toda esta mierda de RAM?
– ¿Cómo?
– El mundo está lleno de maldad, señor Gurney. El mal y su espejo. El asesinato y los medios. Necesito saber de qué lado está.
– ¿Me está preguntando qué pienso respecto a cómo se ha tratado el caos en los medios? ¿Cómo se siente usted con eso?
Una risa áspera estalló en la garganta de Clinter.
– Es un drama para idiotas orquestado por gusanos. ¡Exageración, basura y mentiras! Eso es la cobertura informativa, señor Gurney. La glorificación de la ignorancia. Todo preparado para sacarle un provecho. La venta de ira y resentimiento como una mera fórmula para entretener. RAM News es lo peor. ¡Escupe bilis y mierda para que los cerdos se beneficien!
Una saliva blanca se había acumulado en las comisuras de la boca de Clinter.
– Parece que la ira puede con usted, señor Clinter -dijo Gurney con la placidez que siempre exhibía ante personas que perdían los nervios.
– ¿Ira? ¡Oh, sí! Podría incluso decir que me consume. Pero yo no la vendo. No soy un bocazas que la vende en RAM News. Mi ira no está en venta.
El motor de la moto aún estaba al ralentí, un poco más ruidoso ahora. Clinter hizo rugir el motor.
– Así que usted no vende su ira -dijo Gurney cuando el rugido remitió-, pero ¿qué es usted, Max? No lo entiendo.
– Soy lo que ese cabrón hizo de mí. Soy la ira de Dios.
– ¿Dónde está el Humvee?
– Es gracioso que lo pregunte.
– ¿Alguna posibilidad de que estuviera cerca del lago Cayuga anteayer?
Clinter se lo quedó mirando fijamente un buen rato.
– Hay una posibilidad, sí.
– ¿Le importa que le pregunte por qué?
Otra mirada apreciativa.
– Estuve allí por una invitación especial.
– ¿Perdón?
– Su movimiento de apertura.
– No lo sigo.
– Recibí un mensaje de texto del Pastor, una invitación a reunirme con él en la carretera para terminar lo que quedó inacabado. Creer en sus palabras fue una estupidez. No apareció. A la mañana siguiente entendí por qué. El asesinato de Blum. Me tendió una trampa, ¿no se da cuenta? Me tuvo conduciendo junto a su casa, adelante y atrás, lleno de sed de venganza. Sabía que yo aparecería. Bien jugado. Un punto para él. El siguiente será para mí.
– Supongo que la fuente del mensaje no se puede localizar.
– No vale la pena, un teléfono móvil de prepago. Pero, dígame, ¿cómo sabía que estuve en el lago?
– Entrevistas puerta a puerta al día siguiente del asesinato. Al parecer, un par de personas recordaban el vehículo. Se lo dijeron a la policía, que me lo dijo a mí.
Los ojos de Clinter destellaron.
– ¿Lo ve? ¡Una puta trampa, nada más!
– ¿Así que decidió salir de su casa y esconder el Humvee?
– Hasta que lo necesite. -Se humedeció los labios y se limpió la boca con el dorso de la mano-. No sé cómo de profunda es la trampa que me tendió. Si me detuvieran para interrogarme o me retuvieran como sospechoso, no podría enfrentarme al enemigo. ¿Lo entiende?
– Supongo.
– Así pues, ¿de qué lado está?
– Estoy donde estoy, Max. En realidad, solo estoy de mi lado.
– Eso me parece bien.
De nuevo hizo rugir el motor; el estruendo duró al menos cinco segundos. Rebuscó en un bolsillo interior de su chaqueta de cuero y sacó lo que parecía una tarjeta de visita. No tenía ningún nombre ni dirección, pero sí un número de teléfono. Se la dio a Gurney.
– Mi móvil. Siempre lo llevo. Si cree que necesito saber algo… Los secretos provocan conflictos, espero que podamos evitarlos.
Gurney se guardó la tarjeta en el bolsillo.
– Una pregunta antes de que se vaya, Max. Creo que ha estudiado mucho mejor que nadie las vidas de las víctimas, y me gustaría saber qué idea tiene de todo esto.
– ¿Qué quiere decir?
– Cuando piensa en las víctimas o en sus familias, ¿hay algo raro que aflore a la superficie, algo que podría conectarlos a todos?
Clinter se quedó pensativo, luego recitó los nombres en una especie de rápida letanía rítmica: -Villani, Rotker, Sterne, Stone, Brewster, Blum. -Frunció el ceño-. Muchas cosas extrañas. Las conexiones son escurridizas. Pasé semanas, años, navegando por Internet. Seguí los nombres en artículos de noticias, que aportaron más nombres, organizaciones, empresas, adelante y atrás, una cosa conducía a otras diez. Bruno Villani y Harold Blum fueron al mismo instituto en Queens, en años diferentes. El hijo de Ian Sterne tenía una novia que fue una de las víctimas del Estrangulador de las Montañas Blancas. Era alumno de último año en Dartmouth al mismo tiempo que Jimi Brewster era estudiante de primer año allí mismo. Sharon Stone podría haberle enseñado alguna vez una casa a Roberta Rotker, cuyos rottweilers procedían de un criadero de perros de Williamstown, a tres kilómetros de la finca del doctor Brewster. Podría continuar, pero… ¿me entiende? Son conexiones poco claras.
Una ráfaga de viento barrió el prado y dobló las hierbas rígidas y secas.
Gurney se metió las manos en los bolsillos de la chaqueta.
– ¿Nunca descubrió un hilo que los conectara a todos?
– Nada, salvo los putos coches. Por supuesto, era el único que investigaba. Sé que mis colegas estaban pensando: los coches son la conexión obvia, ¿por qué buscar una segunda conexión?
– Pero cree que existe, ¿no?
– No es que lo crea, es que estoy seguro. Un plan más grande que nadie ha entendido, pero ahora ya estamos mucho más allá de eso.
– ¿Más allá?
– El Buen Pastor está en movimiento. Me ha tendido una trampa para acabar conmigo. Todo llega a un punto crítico. Se acabó pensar, sopesar y hacer cábalas. La hora de pensar ha quedado atrás. Es hora del combate. Hora de irse. Se está acabando el tiempo.
– Una última pregunta, Max: ¿le dice algo la frase «Deja en paz al diablo»?
– Nada. -Abrió desmesuradamente los ojos-. Aunque es una expresión siniestra, ¿no? ¿Dónde la ha oído?
– En un sótano oscuro.
Clinter miró a Gurney un buen rato. Se ajustó el casco negro, aceleró el motor, ofreció un breve saludo militar, dio un rápido giro de ciento ochenta grados y bajó por la colina.
Cuando moto y motorista se perdieron de vista, Gurney volvió a subir a la casa, cavilando sobre los extraños vínculos que Clinter había encontrado entre las familias. Le recordó la teoría de los seis grados de separación, según la cual las vidas de diversas personas aparentemente sin conexión se pueden cruzar un número considerable de veces.
De nuevo en la cocina, Gurney se sirvió otra taza de café. Madeleine entró en la casa por el lavadero y preguntó con voz suave: -¿Un amigo?
– Era Max Clinter. -Empezó a contarle lo que le había dicho, pero, de repente, se fijó en la hora-. Lo siento, es más tarde de lo que pensaba. He de estar en Sasparilla a las diez menos cuarto.
– Y yo voy al cuarto de baño.
Unos minutos después, Gurney le dio una voz a su mujer para decirle que se marchaba. Ella le gritó que tuviera cuidado.
– Te quiero -dijo él.
– Te quiero -contestó ella.
Al cabo de cinco minutos, cuando había bajado un par de kilómetros por el camino de montaña, vio una furgoneta de correo urgente que subía. Solo había otras dos casas entre ese punto y la suya, ambas ocupadas sobre todo los fines de semana, lo que significaba que, probablemente, el envío era para él o para Madeleine. Se detuvo y saludó al bajar del coche.
El conductor de la furgoneta reconoció a Gurney y se detuvo. Sacó un sobre urgente de la parte de atrás del camión y se lo entregó. Después del intercambio de unas pocas palabras de lamento por una primavera demasiado gélida, el conductor se metió en la furgoneta y Gurney abrió el sobre, que estaba dirigido a él.
Dentro del sobre exterior había otro liso, que también abrió. Una única hoja de papel. La leyó: La codicia se extiende en una familia como la sangre séptica en el agua de la bañera. Infecta todo lo que toca. Por consiguiente, las mujeres y los hijos que presentáis como objetos de pesar y compasión también deben ser destruidos. Los hijos de la codicia son malvados, y malvados son aquellos a los que abrazan. Así pues, ellos también deben ser destruidos. Todos aquellos a los que presentáis para que los necios del mundo los consuelen, todos deben ser destruidos, todos los relacionados por sangre o por matrimonio con los hijos de la codicia.
Consumir el producto de la codicia es consumir su mácula. El fruto deja su marca. Los beneficiarios de la codicia son portadores del pecado de la codicia y han de recibir su castigo. Morirán en el foco de tu alabanza. Tu alabanza será su perdición. Tu lástima es un veneno. Tu compasión los condena a muerte.
¿No puedes ver la verdad? ¿Tan grande es tu ceguera?
El mundo se ha vuelto loco. La codicia se disfraza de ambición loable. La riqueza finge ser prueba de talento y valor. Los canales de comunicación han caído en manos de monstruos. Se exalta lo peor de lo peor.
Con los demonios en los púlpitos y los ángeles olvidados, corresponde al honrado castigar aquello que la locura del mundo recompensa.
Estas son las verdaderas y últimas palabras del Buen Pastor.
Cuando Gurney giró en la carretera 7, la principal vía que atravesaba Sasparilla, sonó su móvil. El identificador decía que era Kyle, pero la voz era la de Kim.
El shock y el miedo habían sustituido a la culpa y la rabia.
– Acaba de llegarme algo por correo urgente… Es de él…, del Buen Pastor… Habla de gente destruida…, de gente que morirá.
Gurney le pidió que se lo leyera. Quería asegurarse de que era el mismo mensaje que había recibido él mismo.
Era idéntico.
– ¿Qué deberíamos hacer? -preguntó Kim-. ¿Llamamos a la policía?
Gurney le dijo que había recibido el mismo mensaje y que dentro de poco iba a asistir a una reunión con una agente de la policía estatal y con gente del FBI. Él les informaría de la nota.
– ¿A quién va dirigido el sobre? -preguntó él.
– Eso es lo que da más miedo. -Le temblaba la voz-. El sobre exterior estaba dirigido a Kyle, venía la dirección de su apartamento. Después, dentro, había un segundo sobre con mi nombre. Eso implica que el Buen Pastor sabe dónde estoy, sabe que estamos juntos. ¿Cómo puede saberlo?
Después de oír el mensaje que Meese había dejado en su contestador, Madeleine se había preguntado lo mismo. Gurney había descartado la idea de que les hubiera seguido, pero ahora ya no estaba tan seguro.
– ¿Cómo podía saberlo? -repitió Kim, subiendo la voz.
– Puede que no supiera que estáis juntos. Puede que simplemente creyera que Kyle tendría una forma de contactar contigo, de hacerte llegar el mensaje.
Él mismo se dio cuenta de que aquella teoría no tenía sentido, pero tal vez ayudara a calmar a Kim.
Al parecer no funcionó.
– El correo urgente significa que quería que lo recibiera esta mañana. Y usó nuestros dos nombres. Así que tenía que saber que estamos los dos aquí.
Esa lógica no era perfecta, pero Gurney no iba a discutir con ella. Por un momento consideró la posibilidad de involucrar en el caso al Departamento de Policía de Nueva York, aunque solo fuera para que un agente de uniforme los visitara; así crearía cierta ilusión de que estaban protegidos. Sin embargo, no traería más que confusión, y la necesidad de dar explicaciones. No había una amenaza directa sobre ellos; implicar al Departamento de Policía de Nueva York probablemente empezaría con una discusión y terminaría con un embrollo.
– Te diré lo que quiero que hagáis. Quiero que os quedéis en el apartamento, los dos. Aseguraos de que la puerta está bien cerrada. No abráis a nadie. Os telefonearé otra vez después de mi reunión. Entre tanto, si hay alguna amenaza tangible o alguien se pone en contacto con vosotros, llamadme de inmediato. ¿De acuerdo?
– De acuerdo.
– Ahora deja que te pregunte otra cosa: ¿tienes acceso a la grabación de tu entrevista con Jimi Brewster?
– Sí, claro. Tengo una copia en mi iPod.
– ¿Lo tienes ahí?
– Sí.
– ¿En un formato que puedas enviarme por correo electrónico?
– Depende de la capacidad que admita tu servidor de correo. Bajaré la resolución para reducir el tamaño del archivo. No debería haber problema.
– Bien, mientras sepa lo que estoy mirando.
– ¿Quieres que te lo mande ahora mismo?
– Por favor.
– ¿Puedo preguntarte por qué?
– El nombre de Jimi Brewster ha surgido en otro contexto, en una conversación que he tenido con Max Clinter. Me gustaría saber quién es exactamente.
Cuando Gurney colgó, estaba entrando en el aparcamiento de la comisaría central de la Policía del Estado de Nueva York. Pasó ante una fila de coches patrulla y aparcó al lado de un BWW 640i plateado.
Que un simple funcionario tuviera un ostentoso vehículo de ochenta y cinco mil dólares no tenía mucho sentido, pero sí lo tenía si su dueña era una asesora de altos vuelos que se estaba comiendo el mundo. Hasta entonces no se le había ocurrido que Rebecca Holdenfield podría asistir a la reunión, pero en ese momento incluso habría apostado dinero por ello. Aquel coche le venía como anillo al dedo.
Gurney miró el reloj. Llegaba cinco minutos pronto. Decidió devolverle la llamada a Connie Clarke, así tendría una excusa perfecta para cortar la conversación al cabo de cinco minutos: una reunión. Cuando estaba buscando su número, un Crown Victoria negro de la Policía del Estado de Nueva York que conducía Andy Clegg aparcó a su lado. Bullard iba en el asiento del acompañante.
La mujer le hizo un gesto a Gurney para que se uniera a ellos, señalando el gran asiento de atrás del sedán. Dave hizo lo que le pidieron. Llevaba consigo el sobre urgente.
Bullard empezó a hablar como quien había pensado cuidadosamente lo que quería decir:
– Buenos días, Dave. Gracias por venir con tan poco margen de aviso. Antes de que entremos, quiero que sea consciente de mi posición. Como sabe, la unidad de Auburn del DIC está investigando el asesinato de Ruth Blum. El asesinato podría estar relacionado, o no, con el caso del Buen Pastor. Podríamos estar tratando con la misma persona, con un imitador o con una tercera opción aún no definida.
Para Gurney no existía posibilidad de una tercera opción, pero comprendía que Bullard quisiera establecer la hipótesis más amplia posible para retener el control de la investigación.
– Creo -continuó Bullard- que hay una teoría establecida del caso original y que usted ha estado cuestionándola. Por mi parte, acudo a la reunión sin ideas preconcebidas. No tengo ningún interés previo en ninguna versión. Tampoco me interesan ciertas peleas infantiles condicionadas por el ego. Solo me interesan los hechos. Siento devoción por ellos. Le he pedido que se una a nosotros porque me parece que podría compartir esta devoción. ¿Alguna pregunta?
Todo parecía tan directo como la voz clara e imperiosa de Bullard. Sin embargo, Gurney sabía que había algo más. Estaba convencido de que lo había invitado porque Bullard había descubierto, probablemente a través de Daker, que había cabreado a Trout, lo que implicaba que su papel oculto consistiría en complicar la química de la reunión y mantener a Trout en una posición algo débil. En pocas palabras, estaba allí como un comodín en manos de Bullard.
– ¿Alguna pregunta? -repitió.
– Solo una. Supongo que Daker le mostró el perfil que hizo el FBI del Buen Pastor.
– Sí.
– ¿Qué opina de él?
– No estoy segura.
– Bien.
– ¿Perdón?
– Es señal de que tiene una mente abierta. Ahora, antes de que entremos, le he traído una pequeña bomba. -Abrió el sobre urgente que tenía en su regazo, luego el sobre interior y sacó el mensaje-. Me lo han entregado esta mañana. Yo ya lo he tocado, pero sería mejor que no lo tocara nadie más.
Bullard y Clegg se volvieron un poco más en sus asientos. Gurney leyó el mensaje en voz alta, despacio. Le sorprendió otra vez por su elegancia, sobre todo la conclusión: «Con los demonios en los púlpitos y con los ángeles olvidados, corresponde al honrado castigar aquello que la locura del mundo recompensa». Una expresión elegante para expresar una emoción, pero carente de todo sentimiento.
Cuando terminó, se volvió y sostuvo la carta para que Bullard y Clegg la leyeran por sí mismos.
Bullard parecía conmocionada.
– ¿Es el original? -preguntó.
– Uno de los dos originales de los que tengo noticia. El otro lo ha recibido Kim Corazon.
La teniente parpadeó varias veces. La mente le iba a mil por hora.
– Haremos media docena de copias cuando entremos, luego etiquetaremos el original y lo enviaremos en un sobre de pruebas a Albany. -Clavó la mirada en Gurney-. ¿Por qué a usted?
– ¿Porque estoy ayudando a Kim Corazon? ¿Porque quiere que pare?
Más parpadeos. Miró a Clegg.
– Hay que alertar a la gente aludida en este mensaje. A todos los que podamos identificar que encajen en su definición del enemigo. -Miró a Gurney-. Levántela otra vez para que pueda leerla. -Examinó de nuevo el texto-. Da la impresión de que podría estar amenazando a todos los familiares de las víctimas originales, sus hijos y las familias de sus hijos. Necesitamos nombres, direcciones, números de teléfono, deprisa. ¿Quién tendría todo ese material? -Miró a Clegg.
– Había alguna información de localización y contacto en los archivos que nos mostró Daker, pero la cuestión es si está actualizada.
– La fuente más actual sería la de Kim Corazon -dijo Gurney-. Ha estado en contacto con un montón de esas personas.
– Claro. Bueno, vamos a entrar y conseguir ayuda con esto. Nuestra principal preocupación aquí es alertar a cualquiera que pueda estar en peligro, sin que cunda el pánico.
Bullard fue la primera en salir del coche. Su paso era firme, el típico de una persona que asume las situaciones de crisis con energía. Cuando estaba a punto de seguirla a través de las pesadas puertas de cristal que daban acceso a la zona de recepción, Gurney vio un todoterreno oscuro que entraba en el aparcamiento. Tras el volante, reconoció la cara delgada e inexpresiva del agente Daker.
Un reflejo en el cristal oscureció el rostro del acompañante. Gurney no pudo observar si Trout lo había visto, para poder deducir cuánto le había desagradado su presencia.
A consecuencia del mensaje del Buen Pastor y todo lo que conllevaba, la reunión empezó cuarenta y cinco minutos tarde, con un nuevo orden del día y olor a café requemado.
Se encontraban en la típica sala de conferencias sin ventanas, con un tablón de anuncios de corcho pegado a una pared y una pizarra blanca reluciente al lado. La luz fluorescente era al mismo tiempo brillante e inhóspita, como la de la oficina claustrofóbica de Paul Villani. Una mesa de conferencias rectangular con seis sillas ocupaba la mayor parte del espacio. En un rincón había una mesita con una jarra de aluminio llena de café, vasos y cucharillas de plástico, leche en polvo y una caja casi vacía de sobres de azúcar. Gurney había pasado incontables horas en salas como aquella. Y siempre que entraba en un sitio así, inmediatamente tenía ganas de marcharse.
A un lado de la mesa se sentaron Daker, Trout y Holdenfield. Al otro, Clegg, Bullard y Gurney. Perfecto para una buena confrontación. Delante de cada uno, Bullard había colocado una fotocopia de la nueva carta del Buen Pastor, que todos leyeron varias veces.
Bullard también tenía delante una carpeta gruesa. Gurney comprobó que encima de ella estaba el resumen que le había enviado por correo, en el que detallaba sus ideas respecto al caso original.
Bullard se sentó justo frente a Trout, que tenía las manos cruzadas ante sí.
– Aprecio que hayan hecho el viaje hasta aquí -dijo Bullard -. Más allá de la importancia obvia de esta nueva comunicación, supuestamente del Buen Pastor, ¿hay alguna otra cosa que alguien quiera decir antes de que empecemos?
Trout sonrió de manera insulsa, poniendo las palmas hacia arriba en un gesto tradicional de deferencia.
– Es su terreno, teniente. Estoy aquí solo para escuchar. -Luego le lanzó una mirada menos cordial a Gurney-. Solo me preocupa que se entrometa, en una investigación en curso como esta, cierto personal no acreditado.
Bullard torció el gesto en ademán de desconcierto.
– ¿No acreditado?
La sonrisa insulsa regresó.
– Permítame ser más concreto. Conozco la publicitada carrera del señor Gurney en la policía, pero desconozco qué pinta en este enredo, cuál es su relación con ciertos individuos que podrían ser objeto de esta investigación.
– ¿Se refiere a Kim Corazon?
– Y a su exnovio, por poner dos ejemplos.
Gurney pensó que era interesante que supiera de Meese. Dos posibles fuentes de eso: Schiff y Kramden, el investigador del incendio, que le había preguntado a Kim sobre amenazas y enemigos. O puede que Trout hubiera empezado a hurgar en la vida de Kim de otra manera. La cuestión era por qué. ¿Otra señal de que era un obseso del control? ¿De que deseaba, por encima de todo, protegerse?
Bullard asintió, reflexiva. Su mirada vagó a la pizarra blanca.
– Es una preocupación razonable. Mi propia posición es, tal vez, menos razonable. Más impulsiva. Mi sensación es que el culpable podría estar tratando de apartar del caso a Dave Gurney, y eso hace que yo quiera que participe. -De repente la voz y los rasgos faciales de Bullard eran duros como el acero-. Mire, si el asesino está en contra, yo estoy a favor. También estoy dispuesta a hacer algunas suposiciones sobre la integridad individual, la integridad de cualquier individuo en esta sala.
Trout se apartó de la mesa.
– No me entienda mal. No estoy cuestionando la integridad de nadie.
– Lo siento si no le he entendido. Hace un momento ha utilizado la palabra «enredo». En mi mente esa palabra tiene connotaciones inequívocas. Pero no nos empantanemos antes de empezar. Mi recomendación es que primero revisemos lo que sabemos del homicidio de Blum. Luego podemos discutir acerca del mensaje de esta mañana, o sobre qué relación guarda este homicidio con los asesinatos que ocurrieron en la primavera del año 2000.
– Y por supuesto, está la cuestión jurisdiccional -agregó Trout.
– Por supuesto. Pero solo podremos abordar eso a partir del análisis de los hechos. Así pues, primero los hechos.
Una sonrisita asomó a los labios de Gurney. La teniente le parecía dura, lista, clara y pragmática.
– Algunos de ustedes -continuó ella- puede que hayan visto la detallada actualización número tres del CJIS que publicamos anoche. En el caso de que no lo hayan hecho, aquí hay copias. -Sacó varias hojas impresas de su carpeta y las repartió por la mesa.
Gurney examinó rápidamente su copia. Era un resumen conciso de las pruebas recogidas en la escena del crimen y las conclusiones forenses preliminares. Le complació comprobar que sus hipótesis se habían confirmado, así como ver los ceños que se estaban formando en las caras de Trout y sus compañeros.
Después de darles tiempo para asimilar la información y lo que implicaba, Bullard subrayó algunos puntos clave y preguntó si tenían dudas.
Trout levantó el informe.
– ¿Qué significado atribuye a esa confusión sobre dónde aparcó su coche el asesino?
– Creo que «intento de engaño» sería más adecuado que «confusión».
– Llámelo como quiera, mi pregunta es qué significado tiene.
– Por sí mismo no mucho, más allá de indicar cierto nivel de precaución. Pero combinado con el mensaje de Facebook, diría que indica un intento de crear un hilo narrativo falso. Por eso mismo llevó el cadáver de la habitación del piso de arriba, donde se produjo el ataque, al recibidor, donde se encontró.
Trout levantó una ceja.
– Marcas microscópicas de los tacones de los zapatos de la víctima en la moqueta de la escalera, que podrían haberse producido al arrastrar el cuerpo -explicó Bullard-. Así que el asesino quería que creyéramos que el crimen ocurrió de una determinada forma, y no tal como sucedió de verdad.
Holdenfield habló por primera vez.
– ¿Por qué?
Bullard sonrió como una profesora que observa que, por fin, su alumno hace la pregunta pertinente.
– Bueno, si nos hubiéramos creído el engaño, el escenario del asesino aparcando en el sendero, llamando a la puerta de la calle, acuchillando a la víctima en cuanto le abrió y alejándose en la noche, habríamos terminado creyendo que el mensaje de Facebook era de la víctima y que todo lo que decía era cierto, incluida la descripción del vehículo del asesino. Además hubiéramos deducido que el asesino era probablemente alguien que ella no conocía.
Holdenfield parecía tener sincera curiosidad.
– ¿Por qué alguien que no conocía?
– Dos razones. Primero, el mensaje de Facebook indica que no era un vehículo que reconociera. Segundo, la posición en la que se encontró el cadáver nos haría deducir que la víctima no permitió que el asesino entrara en su casa, cuando, de hecho, sabemos que sí lo hizo.
– Pocas pruebas para eso -dijo Trout.
– Tenemos pruebas de que estuvo en la casa y de que hizo un esfuerzo para despistarnos sobre este punto. Podía tener varias razones para ello. Sin embargo, la más importante puede ser que la víctima lo conociera y que lo invitara a entrar.
Trout pareció sorprendido.
– ¿Está diciendo que Ruth Blum conocía personalmente al Buen Pastor?
– Estoy afirmando que ciertos elementos de la escena del crimen exigen que tomemos en serio esa posibilidad.
Trout miró a Daker, que se encogió de hombros, como si pensara que aquello no tenía mayor importancia. Luego miró a Holdenfield, que parecía estar pensando que sí que tenía mucha importancia.
Bullard apoyó la espalda en la silla y dejó que el silencio calara antes de añadir.
– El hilo narrativo falso construido por el Buen Pastor en torno al asesinato de Ruth Blum hace que me pregunte por los asesinatos originales.
– ¿Que se pregunte…? -Trout estaba agitado-. ¿Que se pregunte qué?
– Que me pregunte si entonces ya tenía la misma afición por el engaño, ¿qué opina, agente Trout?
Bullard, a su manera, había dejado caer una pequeña bomba. No era una bomba nueva, por supuesto. Era lo que Gurney había estado murmurando desde hacía una semana, y Clinter desde hacía diez años. Sin embargo, en ese momento, por primera vez, alguien que no era un outsider, sino una investigadora oficial, la había puesto sobre la mesa.
Bullard, a su manera, estaba invitando a Trout a que cuestionara la validez del manifiesto y el perfil del sujeto que habían creado, a que no se aferrara tanto a ellos.
Sin embargo, Trout se mantenía en sus trece:
– Antes ha hablado de la importancia de los hechos. Me gustaría conocer muchos más antes de emitir cualquier opinión. No tengo prisa por repensar el caso más analizado de la criminología moderna, solo porque alguien tratara de engañarnos acerca de dónde había aparcado su coche.
El sarcasmo era un error. Gurney lo vio en la posición de la mandíbula de Bullard en los dos segundos extra en que ella le sostuvo la mirada. La teniente cogió el mensaje de correo impreso que le había enviado Gurney.
– Como ustedes, amigos del FBI, han estado en el centro de todo ese análisis, espero que puedan iluminar unos pocos puntos para mí. Este asunto de los animalitos. Estoy segura de que han visto en nuestro informe del CJIS que pusieron un león de plástico de cinco centímetros en la boca de nuestra víctima. ¿Qué opinan de eso?
Trout se volvió hacia Holdenfield.
– ¿Becca?
La psicóloga sonrió fríamente.
– Todo es pura especulación. La procedencia de los animales originales, un juego del Arca de Noé, sugiere un significado religioso. La Biblia describe el diluvio como el juicio de Dios sobre un mundo maligno, igual que las acciones del Buen Pastor representan su propio juicio sobre este mundo. Además, el Buen Pastor solo empleaba un animal de cada pareja. Tal vez, el romper las parejas de ese modo podría tener un significado. Su forma de «seleccionar el rebaño». Desde una perspectiva freudiana, podría reflejar un deseo infantil de romper el matrimonio de sus padres, quizá de matar a uno de ellos. Pero, insisto, es especular por especular.
Bullard asintió lentamente, como si estuviera tratando de asimilar una idea profunda.
– ¿Y la pistola tan grande? Desde la perspectiva freudiana, sería un pene muy grande.
– No es tan sencillo -contestó Holdenfield.
– Ah -dijo Bullard-, me lo temía. Justo cuando creo que lo estaba entendiendo… -Se volvió hacia Gurney-.
¿Cuál es su lectura de la pistola grande y los animalitos?
– Creo que su propósito era generar esta conversación.
– ¿Cómo?
– Creo que lo de la pistola y los animales son formas de distraer la atención.
– ¿Distraer de qué?
– De su pragmatismo. Están concebidas para sugerir una capa subyacente de motivación neurótica o incluso de locura.
– ¿El Buen Pastor quiere que pensemos que está loco?
– Bajo las razones superficiales que impulsan a un asesino en serie que se mueve por una misión, siempre hay una capa de motivación neurótica o psicótica. Es la fuente inconsciente de la energía homicida lo que impulsa la «misión» consciente. ¿Correcto, Rebecca?
Holdenfield no hizo caso de la pregunta.
– Creo que el asesino es plenamente consciente de ello -continuó Gurney-. En mi opinión, la pistola y los animales eran los toques finales de un manipulador genial. Los profilers esperarían encontrar cosas como esas, así que él mismo se las proporcionó. Ayudaron a hacer creíble el concepto de «misión». La única hipótesis que el asesino no quería que se investigara era que estaba perfectamente cuerdo y que sus crímenes podrían tener un motivo práctico. Un móvil de asesinato tradicional. Eso habría llevado la investigación en una dirección completamente diferente y tal vez lo habría expuesto con bastante rapidez.
Trout suspiró con impaciencia, dirigiéndose a Bullard.
– Ya hemos discutido todo esto con el señor Gurney. Sus teorías todavía no son más que teorías. No se sustentan en pruebas. La verdad, la repetición cansa. La hipótesis aceptada es más que coherente, la única explicación congruente y racional del caso que se ha presentado. -Cogió uno de sus ejemplares del mensaje del Buen Pastor-. Además, esta nueva comunicación concuerda completamente con el manifiesto original y ofrece una explicación más que creíble de por qué atacó a la viuda de Harold Blum.
– ¿Qué opina de ello, Rebecca? -dijo Gurney, señalando el papel en la mano de Trout.
– Me gustaría tener más tiempo para estudiarlo, pero, ahora mismo, desde mi experiencia profesional, diría que lo escribió el mismo individuo que compuso el documento original.
– ¿Qué más?
Holdenfield frunció los labios y pareció contemplar diversas formas de continuar su exposición.
– Está articulando el mismo resentimiento obsesivo, pero que ahora se ha agravado por la emisión de Los huérfanos del crimen. Su nueva queja, el factor motivador que desencadenó su ataque sobre Ruth Blum, es que ese programa de televisión glorifica de un modo indecente a una gente despreciable.
– Todo eso tiene sentido -se entrometió Trout- y refuerza la teoría principal del caso, la que se ha seguido desde el principio.
Gurney no hizo caso de la interrupción y permaneció concentrado en lo que decía Holdenfield.
– ¿Cómo de enfadado diría que estaba?
– ¿Qué?
– ¿Cómo de enfadado estaba el hombre que lo escribió? Aquella pregunta pareció sorprenderla. Cogió su copia y la releyó.
– Bueno… Emplea un lenguaje emotivo e imágenes frecuentes. Palabras tales como sangre…, malvados…, mácula…, castigo…, muerte… veneno…, monstruos, expresan una ira de connotaciones religiosas.
– Sí, pero lo que vemos en este documento ¿es ira o una descripción de lo que es la ira?
Hubo un minúsculo movimiento en la comisura de la boca de Holdenfield.
– ¿Esta distinción sería…?
– Me gustaría saber si se trata de un hombre furioso que expresa su ira o si estamos ante un hombre calmado que escribió lo que imagina que un hombre furioso expresaría en tales circunstancias.
– ¿Qué sentido tiene…? -interrumpió de nuevo Trout.
– Bueno, es bastante elemental -respondió Gurney-. Me pregunto si la doctora Holdenfield, una psicoterapeuta muy perspicaz, tiene la impresión de que el autor de este mensaje estaba expresando una emoción auténtica, propia, o si, digámoslo así, puso palabras en boca de un personaje de ficción que él mismo se inventó y al que bautizó con el nombre del Buen Pastor.
Trout miró a Bullard.
– Teniente, no podemos pasarnos todo el día dándole vueltas a esta suerte de teorización excéntrica. Esta es su reunión. Le insto a ejercer cierto control sobre ella.
Gurney continuó sosteniendo la mirada de la psicóloga.
– Una pregunta sencilla, Rebecca. ¿Qué opina?
Ella se tomó su tiempo antes de responder.
– No estoy segura.
Gurney percibió, por fin, cierta honradez en su mirada y en su respuesta.
Bullard parecía preocupada.
– David, hace un par de minutos ha utilizado la expresión «puramente práctico» en relación con el Buen Pastor. ¿Qué clase de motivo «puramente práctico» podría impulsar a un asesino a elegir seis víctimas que solo comparten entre sí el hecho de conducir coches de lujo?
– Mercedes de color negro -la corrigió Gurney más para sí mismo que para ella.
El hombre del paraguas negro le vino otra vez a la cabeza. Referirse a la trama de una película durante la discusión de un crimen real era arriesgado, sobre todo en compañía no demasiado amigable, pero Gurney decidió seguir adelante. Contó de nuevo cómo los francotiradores se sintieron frustrados cuando perseguían al hombre del paraguas y este se mezcló con una multitud de gente con paraguas similares.
– ¿Qué demonios de relación tiene esta historia con lo que estamos hablando aquí? -dijo Daker, que hasta entonces había permanecido en silencio.
Gurney sonrió.
– No lo sé. Solo tengo la sensación de que la tiene. Quizás haya alguien en la sala lo bastante perceptivo para detectarla.
Trout puso los ojos en blanco.
Bullard recogió el mensaje de correo en el que Gurney había escrito su lista de preguntas sobre los asesinatos. Se detuvo hacia la mitad de la página y leyó en voz alta:
– «¿Son todos igual de importantes?» -Miró a su alrededor-. Esta me parece una pregunta interesante en relación con la historia del paraguas.
– No veo la relevancia -dijo Daker.
Los ojos de Bullard estaban pestañeando otra vez, como si eliminara posibilidades.
– Supongamos que no todas las víctimas fueran objetivos primarios.
– Y las que no lo eran, ¿qué eran? ¿Errores? -La expresión de Trout era de incredulidad.
Gurney ya había explorado esa vía con Hardwick. No le había conducido a ningún sitio.
– Errores no -dijo Gurney-, pero, en cierto modo, secundarios.
– ¿Secundarios? -repitió Daker-. ¿Qué diablos significa eso?
– Todavía no lo sé. Es solo una idea.
Trout dejó caer las manos ruidosamente en la mesa.
– Solo diré esto una vez: en toda investigación llega un momento en el que hay que dejar de cuestionarse lo básico y concentrarse en la persecución del culpable.
– Aquí el problema es que ni siquiera nos hemos empezado a cuestionar las cosas seriamente -respondió Gurney.
– Vale, vale -dijo Bullard, que levantó las palmas de las manos-. Quiero hablar de qué debemos hacer ahora.
Se volvió hacia Clegg, que estaba sentado a su izquierda.
– Andy, haznos un breve resumen de lo que está pasando.
– Sí, teniente. -El chico sacó un pequeño dispositivo digital del bolsillo de la chaqueta, marcó unas cuantas teclas y estudió la pantalla-. El equipo técnico ha abierto la escena del crimen. Los indicios físicos han sido etiquetados, embolsados e introducidos en el sistema. Han llevado el ordenador al grupo de informática forense. Las huellas se han procesado en el sistema IAFIS. El informe preliminar del forense está entregado. El informe de la autopsia y el análisis toxicológico completo estarán disponibles dentro de setenta y dos horas. Las fotos de la escena del crimen y de la víctima se han introducido en el sistema, y lo mismo el atestado. El informe del CJIS, tercera actualización, está en el sistema. Estado de la investigación puerta a puerta: cuarenta y ocho completadas; proyectado un total de sesenta y seis hasta el final del día. Las transcripciones están disponibles y pronto tendremos los resúmenes. A partir de las declaraciones de dos testigos que dijeron ver un Humvee o un vehículo estilo Hummer cerca del lugar, Tráfico está compilando listas de propietarios de vehículos similares registrados en el centro del estado de Nueva York.
– ¿Qué utilidad tendrían esas listas? -preguntó Trout.
– Se crea una base de datos en la cual podamos cotejar los nombres de cualquiera que sea identificado como sospechoso -dijo Clegg.
Trout parecía escéptico, pero no dijo nada más.
Gurney se sentía incómodo: ya conocía la respuesta que Clegg estaba buscando. Era partidario de actuar con la máxima franqueza, pero temía que ahora solo sirviera para que la atención se centrara en Clinter: una pérdida de tiempo. Al fin y al cabo, él no podía ser el Buen Pastor. Era peculiar, posiblemente estaba loco, pero desde luego no era un asesino.
No obstante, Gurney tenía otra razón para guardar silencio, un motivo menos objetivo: no deseaba mostrarse demasiado próximo a Clinter. No quería salir perjudicado con aquella asociación. En Branville, Holdenfield le había tirado encima el diagnóstico del TEPT. Y en cierta ocasión Max Clinter también había recibido un diagnóstico de estrés postraumático. No le gustaba el efecto eco.
Clegg estaba acabando con su informe.
– Se están procesando las impresiones de neumático en el aparcamiento de Lakeside Collision, se han enviado fotos a Forense de Vehículos en busca de posibles coincidencias con equipamiento original y de segunda mano. Tenemos una doble impresión horizontal decente. Crucemos los dedos para que dé una medida única de anchura de eje. -Levantó la mirada de la pantalla del dispositivo-. Eso es todo lo que tengo en este momento, teniente.
– ¿Han dicho cuándo tendrán el análisis físico del mensaje del Buen Pastor: tinta, papel, marca de impresora, huellas en el sobre, en el sobre interior, etcétera?
– Dentro de una hora puede que tengan más información.
Bullard asintió.
– ¿Y las notificaciones?
– El proceso acaba de empezar. Tenemos una lista preliminar de familiares, a partir del material proporcionado por el agente Daker. Creo que se está contactando ahora mismo con la señorita Corazon para que proporcione una lista actualizada de números de teléfono, a sugerencia del señor Gurney. Carly Madden, de Información Pública, está ayudando a formular un mensaje apropiado.
– ¿Entiende el objetivo de la comunicación (alerta seria sin provocar el pánico) y la importancia de redactarlo bien?
– Se le ha hecho saber.
– Bien. Me gustaría ver el borrador antes de que empiecen con las llamadas. Hay que tenerlo lo antes posible.
Gurney estaba convencido de que aquella mujer devoraba el estrés como si fueran vitaminas. Su trabajo era posiblemente su única adicción. «Lo antes posible» era sin duda la manera en que quería que ocurriera todo. A sus enemigos más les valía andarse con cuidado.
Miró a su alrededor.
– ¿Preguntas?
– Parece que está tocando muchas teclas al mismo tiempo -dijo Trout.
– Qué novedad.
– Lo que estoy diciendo es que hay un punto en el que todos necesitamos ayuda.
– Sin duda. No dude en llamarme si alguna vez se encuentra en tal posición.
Trout rio, un sonido tan cálido y musical como el arranque de un coche con una batería que está en las últimas.
– Solo quería recordarle que los federales tenemos algunos recursos de los que puede que no dispongan en Auburn o en Sasparilla. Y la cuestión es que cuanto más claro sea el vínculo entre este nuevo homicidio y el antiguo caso del Buen Pastor, más presión institucional habrá sobre todos nosotros para poner en juego los recursos del FBI.
– Eso podría ocurrir mañana. Pero hoy es hoy. Vayamos paso a paso.
Trout sonrió, una expresión mecánica coherente con su risa.
– No soy un filósofo, teniente. Solo soy realista y le digo cómo son las cosas y dónde va a terminar este caso. Supongo que puede elegir no hacer caso hasta el momento en que ocurra, pero necesitamos establecer algunas directrices y líneas de comunicación a partir de ahora mismo.
Bullard miró su reloj.
– De hecho, lo que empieza ahora es un descanso para comer. Son las doce en punto. Sugiero que nos volvamos a reunir dentro de cuarenta y cinco minutos para discutir sobre esto. Quizá luego nos podamos ocupar del trabajo real si las directrices lo permiten. -Su sarcasmo quedó suavizado por una sonrisa-. Las máquinas de café y de aperitivos de este edificio son bastante lamentables. Gente de Albany, ¿necesitan alguna recomendación de un sitio para comer?
– No hace falta, estamos bien -respondió Trout.
Holdenfield parecía pensativa, inquieta, muy lejos de estar bien.
Daker daba la impresión de no sentir nada en absoluto, más allá de un deseo general de infligir mucho dolor y exterminar a todos los que se encargaban de causar problemas en este mundo.
Bullard y Gurney estaban sentados en el reservado en forma de herradura de un pequeño restaurante italiano. El local tenía una barra y tres pantallas de televisión de las que no se podía huir.
Cada uno de ellos tenía un pequeño antipasto delante y estaban compartiendo una pizza. Clegg se había quedado en la unidad para comprobar el progreso en las múltiples iniciativas que se habían puesto en marcha. Bullard había permanecido en silencio desde que habían llegado. Estaba apartando las guindillas en el borde de su plato de ensalada. Una vez hubo descubierto y apartado la última de ellas, clavó su mirada en Gurney.
– Bueno, Dave, dígame: ¿qué demonios pretende?
– Si concreta un poco más la pregunta, estaré encantado de responderla.
La teniente miró su ensalada. Pinchó una de las guindillas con el tenedor, se la metió en la boca, la masticó y se la tragó sin ningún signo de desasosiego.
– Creo que está muy muy implicado en este caso. Me parece que es más que un favor que le está haciendo a una chiquilla con una idea fantástica. Así que dígame qué es. Necesito saberlo.
Gurney sonrió.
– ¿Por casualidad Daker le ha contado que RAM quiere que colabore en un programa de televisión sobre operaciones policiales fallidas?
– Algo así.
– Bueno, no tengo ninguna intención de hacerlo.
Ella le dedicó una mirada larga y apreciativa.
– Vale. ¿Tiene algún otro interés económico o profesional en este caso?
– No.
– Bien. Así pues, ¿de qué se trata? ¿Qué le atrae?
– Hay un boquete en el caso lo bastante grande para que pase un camión. También es lo bastante grande para no dejarme dormir por la noche. Y han ocurrido cosas peculiares concebidas para acabar con el proyecto de Kim y desalentarme con respecto a mi participación. Tengo una reacción contraria a esa clase de esfuerzos: empujarme hacia la puerta hace que quiera quedarme en la sala.
– Antes yo misma he dicho algo parecido. -Lo soltó de una manera tan plana que resultaba difícil saber si pretendía establecer camaradería o si se trataba de una advertencia para que no intentara manipularla. Antes de que Gurney pudiera decidir entre ambas posibilidades, ella continuó-: Pero tengo la sensación de que hay algo más, ¿me equivoco?
Se preguntó lo sincero que tenía que ser.
– Hay más. Soy reacio a contárselo, porque me hace parecer estúpido, pequeño y resentido.
Bullard se encogió de hombros.
– La vida está llena de elecciones básicas, ¿no? Podemos parecer fantásticos, elegantes y geniales, o podemos decir la verdad.
– Cuando empecé a examinar el caso del Buen Pastor para Kim Corazon, le pregunté a Holdenfield si creía que el agente Trout estaría dispuesto a verme para escuchar mi punto de vista del caso.
– ¿Y ella dijo que no lo haría, porque usted ya no es un miembro activo de la policía?
– Peor, me dijo: «Está de broma». Solo ese pequeño comentario. Un pequeño comentario exasperante. Supongo que parecerá una razón descabellada para que me aferre a esto y me resista a soltarlo.
– Por supuesto que es una razón descabellada, pero al menos ahora ya sé qué hay detrás de su tenacidad. -Se comió una segunda guindilla-. Volviendo a ese gran boquete que lo mantiene despierto por las noches: ¿qué preguntas le atormentan a las dos de la madrugada?
No tuvo que pensar la respuesta.
– Tres grandes preguntas. Primera, el factor tiempo. ¿Por qué los asesinatos empezaron cuando lo hicieron, en la primavera del 2000? Segunda, ¿qué líneas de investigación se interrumpieron o no llegaron a iniciarse por la aparición del manifiesto? Tercera, ¿qué hacía que «matar a los ricos codiciosos» fuera la tapadera perfecta para ocultar lo que estaba ocurriendo?
Bullard levantó una ceja, desafiante.
– Suponiendo que estuviera ocurriendo algo distinto a matar a los ricos codiciosos, una hipótesis sobre la cual usted está mucho más convencido que yo.
– Se convencerá. De hecho…
«¡El Buen Pastor ha vuelto!» La inquietante sincronía del anuncio de la televisión encendida encima de la barra hizo que Gurney se detuviera en medio de la frase. Uno de los melodramáticos presentadores de RAM compartía la pantalla con un famoso evangelista que lucía un tupé de cabello gris, el reverendo Emmet Prunk.
– Según fuentes fiables, el temido asesino en serie de Nueva York ha vuelto. El monstruo está acechando una vez más el paisaje rural. Hace diez años el Buen Pastor acabó con la vida de Harold Blum de un balazo en la cabeza. Hace dos noches, el asesino volvió. Regresó a la casa de la viuda de Harold, Ruth. Entró en su residencia en plena noche y le clavó un picahielos en el corazón. -La expresión exagerada del hombre era tan atrayente como repulsiva-. Esto es tan… Es tan inhumano…, tan inconcebible… Lo siento, amigos, hay cosas en este mundo que simplemente me dejan sin habla. -Negó con la cabeza de manera adusta y se volvió hacia la otra mitad de la pantalla, como si el teleevangelista estuviera realmente sentado a su lado en el estudio y no en otro lugar-. Reverendo Prunk, siempre da la sensación de que tiene las palabras adecuadas. Ayúdenos. ¿Cuál es su opinión sobre este terrorífico suceso?
– Bueno, Dan, como cualquier ser humano normal, mis sentimientos van del horror a la indignación. Sin embargo, creo que en la obra de Dios hay un propósito en todo suceso, por espantoso que pueda parecer desde un punto de vista meramente humano. Alguien podría preguntarme: «Pero, reverendo Prunk, ¿cuál podría ser el propósito de esta pesadilla?». Y yo le contestaría que en una demostración de tanta maldad hay mucho que aprender sobre la naturaleza del mal en el mundo de hoy. Lo que veo en los crímenes brutales del Buen Pastor, pasados y presentes, es su absoluto desprecio por la dignidad de la vida humana. Este monstruo no tiene respeto por sus víctimas. Son paja arrastrada por el viento de su voluntad. No son nada. Una voluta de humo. Un terrón de tierra. Esta es la lección de nuestro Señor, lo que ha puesto ante nuestros ojos. Nos está mostrando la verdadera naturaleza del mal. Toda vida humana es un don sagrado. Acabar con una vida, eliminarla como una voluta de humo, pisarla como un terrón de tierra, ¡eso es la esencia del mal! Esta es la lección de nuestro Señor, para que los justos la vean en los hechos del demonio.
– Gracias, reverendo. -El presentador volvió a mirar a cámara-. Como siempre, sabias palabras del reverendo Emmet Prunk. Y ahora cierta información importante sobre la buena gente que hace posible RAM News.
Una secuencia de anuncios ruidosos e hiperactivos sustituyeron a los presentadores.
– Dios -murmuró Gurney, mirando a Bullard a través de la mesa.
Ella le sostuvo la mirada.
– Dígame otra vez que no va a trabajar con esa gente.
– No voy a trabajar con esa gente.
Bullard le sostuvo la mirada y esbozó un gesto extraño, como si las guindillas le estuvieran repitiendo.
– Volvamos a lo de las líneas de investigación que quedaron relegadas por el manifiesto. ¿Tiene alguna idea de cuáles podrían ser?
– Lo obvio. Para empezar: cui bono? ¿Quién podría beneficiarse de los seis asesinatos? Esta pregunta tendría que estar en lo alto de la lista de las cosas que nunca se examinaron después de que el manifiesto condujera a concluir que el asesino tenía una misión.
– Vale, le escucho. ¿Qué más?
– Una conexión. Algún vínculo anterior entre las víctimas.
– ¿Además de lo del Mercedes?
– Exacto.
Bullard parecía escéptica.
– El problema con eso es que haría que los coches fueran algo secundario. Se convertirían en una coincidencia…, una coincidencia enorme, ¿no le parece?
Aquella objeción ya se la había planteado Jack Hardwick. Gurney no tuvo respuesta entonces y seguía sin tenerla ahora.
– ¿Qué más? -preguntó Bullard.
– Investigar profunda e individualmente cada uno de los casos.
– ¿Qué quiere decir?
– Una vez que el patrón de asesinato en serie se aceptó como evidente, se enfocó la investigación en ese sentido.
– Por supuesto que sí. ¿Cómo…?
– Solo estoy haciendo una lista de caminos no explorados. No estoy diciendo que tuvieran que ser explorados, solo que no lo fueron.
– Deme un ejemplo.
– Si los asesinatos se hubieran investigado como crímenes individuales, el proceso habría sido completamente diferente. Sabe tan bien como yo lo que ocurriría en cualquier caso de asesinato premeditado en el que no hubiera un motivo claro, obvio. Se empezaría por investigar la vida y las relaciones de la víctima: amigos, amantes, enemigos, conexiones criminales, antecedentes, malos hábitos, malos matrimonios, divorcios desagradables, conflictos profesionales, testamentos, deudas, presiones y oportunidades económicas. En otras palabras, habríamos hurgado en la vida de la víctima buscando todo lo que pudiera tener cierto interés, por mínimo que fuera. Sin embargo, en este caso…
– Sí, sí, por supuesto, en este caso no ocurrió nada de eso. Si alguien iba por ahí disparando al azar por las ventanillas de los Mercedes en medio de la noche, nadie iba a ponerse a perder tiempo y dinero comprobando los problemas personales de cada víctima.
– Obviamente. Un patrón psicopatológico, sobre todo con un desencadenante simple como un coche negro brillante, hace que encontrar al psicópata culpable se convierta en el único foco. Las víctimas son solo componentes genéricos del patrón.
La mujer le dedicó una mirada dura.
– Dígame que no está sugiriendo que los asesinatos del Buen Pastor tenían seis motivos diferentes que surgían de las vidas individuales de las seis víctimas.
– Sería absurdo, ¿no?
– Sí. Igual de absurdo que la idea de que seis coches similares sean una coincidencia.
– No puedo discutir con usted sobre eso.
– De acuerdo, entonces. Hasta ahí los caminos no seguidos. Hace un rato ha mencionado el factor tiempo como una de las cuestiones que le inquietan por las noches. ¿Algo en concreto sobre eso?
– Nada específico ahora mismo. En ocasiones un examen detallado de cuándo ocurrió algo puede llevarnos a comprender por qué sucedió. Por cierto, su referencia a mis noches inquietas me ha recordado algo que quería decirle: resulta que Paul Villani, hijo de Bruno Villani y que participa en el proyecto de Kim, tiene registrada una Desert Eagle.
– ¿Cuándo la consiguió?
– No tengo acceso a esa información.
– ¿En serio? -Bullard hizo una pausa-. Creo que el agente Trout tiene interés en averiguar cómo ha conseguido cierta información.
– Lo sé. Está perdiendo el tiempo, pero gracias por mencionarlo.
– También está interesado en su granero.
– ¿Cómo sabe eso?
– Daker me contó que su granero ardió en circunstancias sospechosas, que un investigador de incendios encontró su bidón de gasolina escondido en algún sitio y que debería ser muy cauta al tratar con usted.
– ¿Y qué le dice eso?
– Que no les cae muy bien.
– ¡Menuda revelación!
– Matthew Trout puede llegar a ser muy mal enemigo.
– Todo el mundo tiene su bestia negra.
Bullard asintió, casi sonrió.
Acto seguido cogió el teléfono.
– ¿Andy? Necesito cierta información sobre un permiso de armas… Paul Villani… Sí, el mismo… Una Desert Eagle… Me han dicho que tiene una, pero la gran pregunta es desde cuándo… La fecha del permiso original… Exacto… Gracias.
Comieron en silencio durante un rato. Se terminaron los antipasti y la mayor parte de la pizza, mientras una serie de anuncios de programas de realities de RAM destellaban en las tres pantallas de televisión del restaurante.
Un programa se llamaba Montaña rusa: al parecer, era un concurso en el que cuatro hombres y cuatro mujeres competían entre sí para ganar o perder el mayor número de kilos -o ganarlos primero y perderlos después- en un periodo de veintiséis semanas, durante las cuales los obligaban a permanecer constantemente en compañía unos de otros. El ganador de una edición anterior había pasado de 59 a 119 kilos, y luego otra vez a 58, con lo cual había ganado el bono de doblar el peso y el de reducirlo a la mitad.
Gurney se preguntó si su país tenía algo especial para que los medios se dejaran llevar todos por esa locura, o bien si todo el mundo había perdido el juicio. En ese momento le llegó un mensaje de texto de Kim: le había enviado por correo electrónico el archivo de vídeo de su conversación con Jimi Brewster.
Ver el nombre de Kim en el identificador de pantalla le recordó algo. Miró a Bullard, que estaba haciendo un gesto al camarero para que le trajera la cuenta.
– Supongo que querrá mandar al laboratorio de Albany la copia del mensaje que el Pastor envió a Kim. ¿Qué quiere que haga con él?
– ¿Dónde está ahora?
– En el apartamento de mi hijo, en Manhattan.
Bullard vaciló unos instantes, como si archivara ese dato para un examen posterior.
– Que lo lleve a la oficina de enlace de la policía del estado en la comisaría central del Departamento de Policía de Nueva York, en el número uno de Police Plaza. Cuando volvamos a la comisaría, daré las instrucciones necesarias para que llegue al laboratorio.
Gurney estaba a punto de guardarse el teléfono otra vez en el bolsillo cuando se le ocurrió que Bullard podría estar interesada en el vídeo de Brewster.
– Por cierto, teniente, hace un tiempo Kim entrevistó a Jimi Brewster, uno de los llamados huérfanos. Es el que…
Ella asintió.
– El que odiaba a su padre, el cirujano. Leí algo sobre él en la pila de información que Daker me echó encima.
– Exacto. Bueno, Kim acaba de mandarme una copia del vídeo de su entrevista con él. ¿Quiere verlo?
– Por supuesto. ¿Puede reenviármelo ahora mismo?
Cuando volvieron a la sala de conferencias, Trout, Daker y Holdenfield ya estaban sentados a la mesa. Aunque Gurney y Bullard llegaban solo un minuto tarde, Trout lanzó una mirada a su reloj.
– ¿Tiene que ir a algún otro sitio? -preguntó Gurney, cuyo tono desenfadado y su sonrisa insulsa apenas le protegieron de tanta hostilidad.
Trout prefirió no responder. Ni siquiera levantó la mirada. Se limitó a intentar sacarse con la uña una pizca de algo que se le había quedado entre los dientes.
En cuanto Bullard y Gurney ocuparon sus asientos, Clegg entró en la sala y puso una hoja de papel ante la teniente. Esta la examinó con un gesto de curiosidad.
– ¿Significa esto que habéis empezado a hacer las llamadas de advertencia?
– Llamadas iniciales para establecer contacto -explicó Clegg-, para saber rápidamente quién está localizable y quién no. Si podemos hablar con ellos, les decimos que dentro de una hora volveremos a llamarlos para ofrecerles información relacionada con el caso. Si nos sale el buzón de voz, les pedimos que nos devuelvan la llamada.
Bullard asintió, examinando de nuevo la hoja.
– Según esto se ha hablado directamente con la hermana de Ruth Blum, en ruta de Oregón a Aurora; con Larry Sterne, en Stone Ridge; y con Jimi Brewster, en Barkville. ¿Qué ocurre con el resto de la gente de la lista?
– Hemos dejado mensajes en los buzones de voz de Eric Stone, Roberta Rotker y Paul Villani.
– ¿Tenemos sus direcciones de correo electrónico?
– Creo que Kim Corazon proporcionó las direcciones de todos en su lista de contactos.
– Entonces enviemos inmediatamente mensajes de correo electrónico, al margen de los mensajes de voz que hayamos dejado. Dentro de una hora tenemos que volver a llamar a todos los que no hayan contestado. Dile a Carly que dispone de quince minutos para pasarme un borrador. Si no recibimos respuesta al segundo mensaje, enviaremos patrullas a sus domicilios.
Después de que Clegg abandonara la sala, Bullard respiró hondo, se echó hacia atrás en su silla y miró reflexivamente a Trout.
– Volviendo a la más difícil de las preguntas, ¿tiene alguna idea del móvil que hay detrás del asesinato de Ruth Blum?
– Lo que he dicho antes. Solo lea el mensaje del Buen Pastor.
– Lo he memorizado.
– Entonces conoce el motivo tan bien como yo. El estreno de Los huérfanos del crimen en RAM tocó su fibra más sensible y dio nueva vida a toda la misión de matar a los ricos.
– ¿Doctora Holdenfield? ¿Está de acuerdo con eso?
Rebecca asintió con rigidez.
– Sí, en líneas generales. De un modo más específico, diría que el programa de televisión dio nueva vida a su resentimiento. Rompió el dique que había contenido la ira del Buen Pastor durante los últimos diez años y la rabia empezó a fluir otra vez. Su fijación por lo que entiende que es una injusticia social se despertó de nuevo. El resultado fue el asesinato.
– Es un punto de vista interesante -dijo Bullard-. ¿Dave? ¿Cómo lo ve usted?
– Frío, calculador, huye de los riesgos, lo contrario de lo que dice la descripción de Rebecca. Ninguna rabia. Racionalidad total.
– ¿Y el móvil totalmente racional para matar a Ruth Blum sería…?
– Detener el trabajo que se estaba haciendo con Huérfanos porque planteaba una amenaza para él…
– ¿Y la amenaza sería…?
– O bien algo que Kim podría descubrir con las entrevistas, o bien algo de lo que un espectador podría darse cuenta al ver la serie en televisión.
El escepticismo de Bullard retornó.
– ¿Se refiere a un vínculo que podría conectar a las víctimas? ¿Además de los coches? Acabamos de discutir el problema con…
– Quizá no es un vínculo per se. El objetivo declarado de Kim, ampliamente publicitado, era revelar los efectos del crimen en las vidas de los supervivientes. Quizás haya algo en las vidas actuales de esas familias que el asesino no quiere que se revele, algo que podría descubrirle.
Trout bostezó.
Aquel gesto empujó a Gurney a añadir una posibilidad final.
– O puede que el asesinato, combinado con el mensaje explicativo, sea un intento para que todos sigan pensando en los ataques del Buen Pastor de la misma manera establecida. Tal vez quiera evitar que alguien, por fin, emprenda la clase de investigación adecuada, la que debería haberse seguido desde un primer momento.
Trout le dedicó una mirada airada.
– ¿Qué demonios sabe usted sobre lo que debería haberse hecho en ese momento?
– Lo que parece claro es que usted vio el caso exactamente de la manera en que quería el Buen Pastor, y actuó en consecuencia.
Trout se levantó abruptamente.
– Teniente Bullard, a partir de ahora este caso queda bajo control federal. El caos y las absurdas teorías que se están alentando aquí no me dejan alternativa. -Señaló a Gurney-. Este hombre está aquí por invitación suya. No tiene ninguna posición oficial. Repetidamente ha expresado una asombrosa falta de respeto por el FBI. Podría muy bien convertirse en la figura central de un caso de incendio provocado. También podría haber recibido materiales filtrados, de un modo ilegal, de los archivos del FBI y el DIC. Ha sufrido lesiones traumáticas en el cerebro y podría tener discapacidades físicas y psicológicas, que afectan a su modo de pensar. Me niego a perder más tiempo debatiendo nada con él o en su presencia. Hablaré con el alcalde Forbes para fijar de nuevo la responsabilidad de la investigación.
Daker se levantó al lado de Trout. Parecía complacido.
– Siento que opine así -dijo Bullard con calma-. Al contraponer todos estos puntos de vista solo quería probar qué fuerzas tenemos cada uno. ¿No cree que he logrado mi propósito?
– Es una pérdida de tiempo.
– Trout se va a hacer famoso -dijo Gurney con una sonrisa gélida.
Todos lo miraron.
– Va a pasar a la historia del FBI como el único agente supervisor que tomó dos veces el control del mismo caso y consiguió cagarla en ambas ocasiones.
No hubo despedidas ni apretones de manos.
Treinta segundos más tarde, Gurney y Bullard se quedaron solos en la sala.
– ¿Está completamente seguro de que tiene razón y de que todos los demás se equivocan? -preguntó Bullard.
– A un noventa y cinco por ciento.
Sus propias palabras le sorprendieron: estar seguro, al noventa y cinco por ciento, en un caso tan confuso como ese le pareció un exceso de confianza propio de un maniaco.
Cuando estaba a punto de preguntarle a Bullard sobre cuándo la oficina regional del FBI tomaría las riendas del caso, Clegg apareció en el umbral. Parecía angustiado, con los ojos como platos, una expresión que Gurney había visto muchísimas veces en policías jóvenes.
Bullard levantó la mirada.
– ¿Sí, Andy?
– Otro asesinato, Eric Stone. Justo en el umbral. Picahielos en el corazón. Una pequeña cebra de plástico en los labios.
– ¡Oh, Dios! -dijo Madeleine, haciendo una mueca-. ¿Quién lo encontró así? -Estaba de pie frente a la isleta del fregadero, con un escurridor lleno de fideos en las manos.
Gurney estaba sentado en un taburete alto enfrente de su mujer. Había estado contándole todos los problemas a los que se había enfrentado aquel día, algo que no le surgía de manera natural. Nunca le había sido fácil: cosa de los genes, pensaba. Su padre jamás reconoció que le molestara nada, nunca admitió haber experimentado miedo, angustia o confusión. Su aforismo preferido era: «La palabra es plata, y el silencio, oro». De hecho, hasta que Gurney comprendió en el instituto que estaba equivocado, pensaba que esa era la famosa «regla de oro».
Su primer instinto seguía siendo no decir nada de sus sentimientos, pero últimamente había estado tratando de hacer pequeños avances contra un hábito de toda la vida. Sus heridas del último otoño habían reducido su tolerancia al estrés, y había descubierto que compartir algunos de sus pensamientos y sentimientos con Madeleine le ayudaba a aliviar la presión.
Así que se sentó en el taburete, junto al fregadero y, a pesar de lo incómodo que se sentía, le contó todo lo que le había pasado. Incluso respondió las preguntas de su esposa lo mejor que pudo.
– Lo encontró una de sus clientes. Stone se ganaba la vida como pastelero para algunos pequeños hoteles y fondas locales. Una de las propietarias de un hotel fue a recoger un pedido: galletas de jengibre. Se fijó en que la puerta de la casa no estaba completamente cerrada. Al ver que Stone no respondía, abrió ella misma. Y allí estaba. Igual que Ruth Blum. Tendido boca arriba en el recibidor. El mango del picahielos le sobresalía justo por debajo del esternón.
– Dios, ¡qué espantoso! ¿Qué hizo la mujer?
– Supongo que llamó a la policía.
Madeleine negó lentamente con la cabeza, luego parpadeó y puso cara de sorpresa al ver que todavía tenía el escurridor en la mano. Vació los fideos humeantes en una bandeja.
– ¿Fue el final de tu día en Sasparilla?
– Más o menos.
Madeleine cogió del hornillo una sartén en la cual había salteado espárragos y champiñones troceados, volcó el contenido sobre los fideos y puso la sartén en el fregadero.
– La confrontación que me estabas contando con ese tal Trout, ¿estás muy preocupado por eso?
– No estoy seguro.
– Suena a que es un capullo burócrata.
– Oh, de eso no cabe duda.
– ¿Te preocupa que pueda ser un capullo peligroso?
– Podría decirse así.
Madeleine llevó a la mesa la bandeja de fideos, espárragos y champiñones, y a continuación los platos y cubiertos.
– Esto es lo único que he cocinado esta noche. Si quieres que añada carne, quedan albóndigas en la nevera.
– Así está bien.
– Porque hay muchas albóndigas y…
– En serio, está bien. Perfecto. Por cierto, he olvidado mencionarlo; he hablado con Kyle y Kim para que vuelvan aquí durante un par de días.
– ¿Cuándo?
– Ahora. Desde esta noche.
– Me refiero a cuándo se lo has dicho.
– Los he llamado cuando estaba volviendo de Sasparilla. El hecho de que recibieran el mensaje en el correo significa que el que lo envió sabe dónde vive Kyle. Así que he pensado que sería más seguro…
Madeleine torció el gesto.
– El que lo envió también sabe dónde vivimos nosotros.
– Es solo que… Prefiero que estén aquí. La unión hace la fuerza.
Comieron en silencio durante varios minutos, hasta que Madeleine dejó el tenedor cuando aún le quedaba la mitad de la comida y empujó ligeramente el plato hacia el centro de la mesa.
Gurney la miró.
– ¿Pasa algo?
– ¿Pasa algo? -Madeleine lo miró con incredulidad-. ¿De verdad me has preguntado eso?
– No, quiero decir… Dios, no sé qué quiero decir.
– Parece que se ha abierto la caja de Pandora.
– Sí, supongo que sí.
– Así pues, ¿cuál es tu plan?
Madeleine le había hecho la misma pregunta después de que se quemara el granero. Ahora todo era más inquietante, pues la situación se había deteriorado muy rápidamente. Había personas muertas. Les habían clavado un picahielos en el corazón. Por otra parte, el FBI parecía más decidido a buscarle problemas al propio Gurney y a protegerse las espaldas que a descubrir la verdad. Holdenfield había menoscabado su posición con aquello de la «lesión cerebral traumática» y las «secuelas psicológicas», algo que Trout no había desaprovechado. Bullard podía ser una suerte de aliada, al menos en ese momento, pero sabía que esa alianza se evaporaría rápidamente si le convenía hacer las paces con Trout.
Y eso no era todo. Más allá de la maraña de detalles alarmantes y amenazas concretas, Gurney tenía la sensación de que el mal estaba avanzando, la sensación de que una fatalidad sin rostro descendía sobre él, sobre Kim, sobre Kyle, sobre Madeleine. No sabía quién era aquel diablo sobre cuyo peligro le había advertido la pequeña grabación del sótano, pero ya había despertado. Y Gurney solo tenía un plan: seguir estudiando las piezas del rompecabezas, continuar buscando la imagen oculta, seguir dando golpecitos en el castillo de naipes oficial hasta que este se derrumbara…, o hasta que sus defensores lograran apartarlo a él.
– No tengo ningún plan -dijo-, pero si tienes tiempo, hay algo que me gustaría que vieras conmigo.
Madeleine miró el reloj de péndulo de la pared.
– Tengo una hora, quizá menos. Tenemos otra reunión en la clínica. ¿Qué quieres que mire?
Fueron al estudio. Mientras descargaba el vídeo de Jimi Brewster que Kim le había enviado, le explicó lo poco que sabía del asunto.
Se acomodaron en sus sillas delante de la pantalla del ordenador.
El vídeo empezó con un fragmento que parecía grabado en invierno, desde el asiento del pasajero del coche de Kim. El vehículo se acercaba a un cartel de carretera situado sobre un montículo de nieve: anunciaba la entrada en Barkville, el virtualmente inexistente pueblo del norte de los Catskills donde Jimi Brewster recogía su correo.
Aquel hombre vivía en lo alto de la colina, lejos del inhóspito grupo de casas en ruinas y tiendas abandonadas que formaban el pueblo en sí. Al parecer, los únicos establecimientos en activo eran un bar con un ventanal sucio, una gasolinera de un solo surtidor y una oficina de correos situada en un edificio de bloques de hormigón del tamaño de un garaje para un solo coche.
El coche de Kim ascendió por un camino lleno de surcos, con nieve acumulada a ambos lados; más edificios ruinosos y árboles que parecían no solo desnudos de hojas, sino muertos desde hacía mucho. A Gurney le impactó que Barkville representara un entorno rural en las antípodas de Williams-town, donde había vivido el padre de Jimi, como si fuera el lado oscuro de la luna. Se preguntó si la distancia cultural y estética constituía una declaración de intenciones.
Esa idea fue ganando fuerza a medida que avanzaba el vídeo.
Por otro lado, ¿quién manejaba la cámara? Supuso que Robby Meese, lo que implicaba que aquella visita a Jimi Brewster se produjo antes de que Kim y él rompieran su relación.
El coche frenó cerca de una casa pequeña situada a la derecha. Todo aquel entorno agreste y la casa misma mostraban un decidido desinterés por las apariencias. Nada, desde los postes que aguantaban el techo combado sobre el porche inclinado hasta la puerta del escusado exterior, estaba dispuesto en ángulo recto respecto a ninguna otra cosa. Según la experiencia de Gurney, cierta asimetría, no guardar el viejo precepto de los noventa grados, solía asociarse con pobreza, incapacidad física, depresión o trastorno cognitivo.
El hombre que salió por la ruinosa puerta de la casa al porche era delgado, de aspecto nervioso y ojos vivaces. Vestía unos vaqueros negros. Llevaba el pelo corto y lucía una barba rala, ambos de un tono anaranjado, igual que su camiseta.
Teniendo en cuenta lo que decía su ficha sobre cuándo había ido a la universidad, debía de tener unos treinta y siete años, aunque aparentaba una década más joven. En su camiseta se podía leer el mensaje CONTRA TODO, lo que reforzaba su imagen juvenil.
– Pasen -dijo, con un gesto de impaciencia-. Ahí fuera hace un frío que pela.
La cámara lo siguió al interior. La parte de atrás de su camiseta proclamaba: A LA MIERDA LA AUTORIDAD.
El interior de la casa era tan poco acogedor como el exterior. Los muebles en la pequeña sala de estar eran minimalistas y de aspecto gastado, como de IKEA de segunda mano. Había un sofá descolorido apoyado en una pared y una mesita rectangular ajustada contra la opuesta, con una silla plegable en cada uno de sus lados.
Gurney vio una puerta cerrada a cada lado del sofá. Otra puerta en la parte de atrás de la sala proporcionaba el atisbo de una estrecha cocina. La luz procedía básicamente de una ventana amplia situada sobre la mesa.
Cuando la cámara hizo un barrido por el escaso espacio, se oyó la voz de Kim.
– Robby, apaga eso hasta que nos sentemos.
La cámara continuó funcionando, acercándose lentamente al hombre pelirrojo, que estaba cambiando el peso del cuerpo de un pie al otro con energía nerviosa. Costaba saber si estaba sonriendo o haciendo una mueca.
– Robby, apaga la cámara, por favor.
A pesar del tono perentorio de Kim, la grabación continuó durante al menos diez segundos antes de fundirse a negro.
Cuando la imagen y el sonido se reanudaron, Kim y Jimi Brewster estaban sentados uno a cada lado de la mesa. El ángulo de la imagen y el encuadre sugerían que probablemente Meese manejaba la cámara desde algún punto del sofá.
– Muy bien -dijo Kim con la clase de entusiasmo que Gurney recordaba haber visto el día que la conoció-, vamos al grano. Quiero decirle otra vez, Jimi, lo mucho que aprecio que quiera participar en este proyecto documental. Por cierto, ¿prefiere que lo llame Jimi o señor Brewster?
Él negó con la cabeza en un pequeño movimiento sincopado.
– No importa, como quiera.
Empezó a tamborilear con las uñas en un ritmo de ligero staccato sobre la mesa.
– Muy bien. Si no le importa, le llamaré Jimi. Como le he explicado cuando teníamos la cámara apagada, esta conversación es una toma de contacto, por decirlo así. Más adelante, otro día, le plantearé de un modo más…
Brewster detuvo su tamborileo abruptamente e interrumpió a Kim.
– ¿Cree que yo lo maté?
– ¿Disculpe?
– Eso es lo que, en secreto, todo el mundo se pregunta.
– Lo siento, Jimi, pero no le sigo…
Brewster la interrumpió una vez más.
– Pero si lo maté, entonces tuve que matarlos a todos. Y por eso no me detuvieron, porque tenía coartada para los cinco primeros.
– Me he perdido, Jimi. Nunca pensé que matara…
– Ojalá lo hubiera hecho.
Kim hizo una pausa, parecía anonadada.
– ¿Le gustaría…? ¿Le gustaría haber matado a su padre?
– Y a todos los demás. ¿Cree que parezco el Buen Pastor?
– ¿Qué?
– ¿Cómo se imagina al Buen Pastor?
– Nunca…, nunca me lo he imaginado.
Brewster empezó a tamborilear otra vez con las uñas.
– ¿Porque lo hacía todo en la oscuridad?
– ¿En la oscuridad? No, simplemente… Simplemente no me lo imagino, no sé por qué.
– ¿Cree que es un monstruo?
– Físicamente…, ¿un monstruo?
– Física, mental, espiritualmente…, de cualquier manera que sea. ¿Cree que es un monstruo?
– Mató a seis personas.
– A seis monstruos. Eso lo convierte en un héroe, ¿no?
– ¿Por qué cree que todas sus víctimas eran monstruos?
La cámara se había ido acercando de manera muy gradual, como un intruso de puntillas, como si explorara el más ligero tic o arruga en los rostros.
Los párpados de Jimi Brewster estaban temblando sin llegar a pestañear.
– Fácil. Si te gastas cien mil dólares en un coche, en un puto coche, eres, de facto, un mierda. -Su voz era intensa y acusatoria. Aquel rasgo también le hacía parecer más joven. Por su aspecto y su manera de hablar parecía más un miembro problemático de un club de ajedrez del instituto que un hombre de casi cuarenta años.
– ¿Un mierda malvado? ¿Es así como veía a su padre?
– ¿El gran cirujano? El caraculo sacadineros de mierda.
– ¿Todavía odia tanto a su padre como entonces?
– ¿Mi madre sigue tan muerta ahora como lo estaba entonces?
– ¿Perdón?
– Mi madre se suicidó con somníferos que él le recetó. El gran genio cirujano, al que le volaron esa cabeza tan genial. ¿Quiere saber un secreto? Cuando me llamaron para decírmelo, les pedí que me lo repitieran tres veces. Pensaban que estaba en estado de shock. No lo estaba. Sentí tanta alegría que quería asegurarme de que no estaba soñando. Quería oír la noticia una y otra vez. Fue el día más feliz de mi vida.
Brewster hizo una pausa. Parecía excitado, con la mirada fija en la cara de Kim.
– Ajá -gritó él-. ¡Ahí está! Lo veo en sus ojos.
– ¿Qué ve?
– La gran pregunta.
– ¿Qué gran pregunta?
– La gran pregunta de todos: ¿Jimi Brewster podría ser el Buen Pastor?
– Ya le he dicho antes que nunca he pensado tal cosa.
– Pero ahí está ahora. No mienta. Está pensando: «Todo ese odio, ¿bastaría para eliminar a seis mierdas?».
– Ha dicho que tenía coartada. Si tenía coartada…
Él la interrumpió.
– ¿Cree que alguna gente puede estar físicamente en un sitio y espiritualmente en otro?
– Eh…, no estoy segura de qué quiere decir.
– Hay gente que asegura haber visto a yoguis indios en dos sitios diferentes al mismo tiempo. El tiempo y el espacio podrían no ser lo que creemos que son. Parece que yo estoy aquí, pero podría estar en otro sitio.
– Perdón, Jimi, creo que no…
– Cada noche, en mi mente, conduzco por carreteras oscuras, buscando a doctores geniales, robots de mierda que recetan pastillas, y cuando veo a uno en su brillante coche de mierda levanto mi pistola y le apunto a un punto entre la sien y la oreja. Aprieto el gatillo. Hay un estallido de luz en el cielo, la luz blanca de la verdad y la muerte, y la mitad de su cabeza ha desaparecido.
El ritmo y el volumen del tamborileo con las uñas se incrementó.
La cámara se acercó a la cara de Brewster.
Estaba mirando a Kim como un loco, aparentemente esperando su reacción, mordiéndose el labio inferior. La cámara se alejó otra vez para incluirlos en el mismo encuadre.
En lugar de reaccionar directamente, la chica respiró hondo y cambió de tema.
– ¿Fue a la universidad?
La pregunta tomó a Brewster a contrapié. Parecía decepcionado.
– Sí.
– ¿Dónde?
– Dartmouth.
– ¿Qué estudió?
Su boca se ensanchó en un pequeño espasmo que podría haber sido una sonrisa de un segundo.
– Estudié Medicina.
– Me sorprende.
– ¿Por qué?
– Por lo que ha dicho que sentía por su padre, no me esperaba que quisiera seguir sus pasos.
– No lo hice. -Otra vez aquel espasmo en su boca. No llegaba a ser una sonrisa, al menos no una sonrisa afable-. Lo dejé un mes antes de la graduación.
Kim frunció el ceño.
– ¿Solo para decepcionarlo?
– Solo para ver si sabía que existía.
– ¿Lo sabía?
– La verdad es que no. Lo único que dijo fue que era estúpido por dejarlo, como podría haber dicho que es estúpido dejar la ventanilla del coche abierta cuando está lloviendo. Ni siquiera estaba enfadado. No le importaba lo suficiente para estar enfadado. Siempre tan calmado… Tendría que haber visto lo tranquilo que estaba en el funeral de mi madre.
– Desperdició un montón de dinero de su padre al no graduarse. ¿Eso le importó?
– Pasaba ocho horas al día en la sala de operaciones, cinco días por semana. El hijo de perra podía ganar en dos semanas lo bastante como para pagar mis cuatro años en Dartmouth. Mi comida, alojamiento y formación eran una puta cagadita de mosca en su vida. Como mi madre. Como yo. Sus coches eran más importantes que nosotros.
Kim no dijo nada. Levantó los dedos entrelazados y los apretó contra sus labios, cerrando los ojos, como si tratara de contener cierta emoción indisciplinada. El silencio continuó un buen rato. Kim se aclaró la garganta antes de hablar otra vez.
– ¿Cómo vive?
Estalló en una risa áspera.
– ¿Cómo vive cualquiera?
– Me refiero a cómo se gana la vida.
– ¿Está tratando de resaltar alguna ironía?
– No lo entiendo.
– Está pensando que vivo del dinero que me dejó. Cree que su dinero, pese a que simulo odiarlo, es en realidad lo que me mantiene. Está pensando: «Vaya puto hipócrita». Está pensando que soy exactamente igual que él, que lo único que quería era su puto dinero.
– No estaba pensando nada de eso. Solo era una pregunta inocente.
Brewster dejó escapar otra risa áspera.
– ¿Una periodista de televisión con una pregunta inocente? Es como un puto demonio con un corazón de oro. O un cirujano con alma. Sí, claro, una pregunta inocente.
– Puede creer lo que quiera, Jimi. ¿Tiene una respuesta?
– Ah, ahora veo de qué se trata. Quiere saber cómo nos va. Nuestras herencias. Cuánto tenemos. ¿Es eso lo que quiere saber?
– Quiero saber lo que quiera contarme.
– Se refiere a lo que quiera contarle del dinero. Eso es lo que quiere saber su puta audiencia de televisión. Pornografía financiera. Muy bien. Perfecto. El puto dinero. El que se quedó más jodido fue ese patético contable, cuya hermana lo heredó todo gracias a sus putos niños. Luego estaba el pastelero, que sobre todo heredó las deudas de su gran mamá rubia. A la dulce mujer del abogado no le fue mal, terminó con dos o tres millones, sobre todo porque su marido tenía un seguro de puta madre. Es la clase de mierda que compartían en su grupo de apoyo. ¿Es la clase de mentira que quiere saber?
– Lo que quiera contarme.
– Claro, por supuesto. Muy bien. Larry Sterne terminó con la hermosa factoría de belleza dental de su padre, que estoy seguro de que vale millones. Roberta, la señora siniestra de los perros siniestros, se quedó el puto multimillonario negocio de váteres de su padre. Y por supuesto, estoy yo. Mi despreciable y codicioso padre tenía un fondo de inversión en Fidelity que valía un poco más de doce millones de dólares cuando le volaron los sesos. Y en caso de que sus espectadores, que siempre buscan la verdad, quieran conocer la última actualización, les diré que ese fondo de inversión, ahora a mi nombre, vale alrededor de diecisiete millones. Eso, obviamente, plantea una pregunta: «Si el pequeño Jimi Brewster tiene semejante montaña de dinero, ¿por qué vive en esta pocilga?». La respuesta es simple. ¿Puede imaginar cuál es?
– No, Jimi, no puedo.
– Oh, creo que podría si lo intentara, pero, no se preocupe, se lo diré. Estoy ahorrando hasta el último centavo para dárselo al Buen Pastor cuando lo detengan.
– ¿Quiere darle el dinero de su padre al hombre que lo mató?
– Hasta el último centavo. Un buen fondo para poder disponer de una buena defensa en el juicio, ¿no cree?
El vídeo continuaba durante diez o quince minutos más, pero nada de lo que siguió resultaba tan impactante como los planes que tenía Brewster para la herencia de su padre. Después de hablar brevemente sobre la fuente actual de ingresos con la que Jim pagaba sus facturas -un pequeño negocio de diseño web y consultoría electrónica-, la entrevista se fue marchitando poco a poco. Kim despidió a Jimi con gesto serio y le prometió que pronto contactaría con él.
– Cielo santo -dijo Gurney, que apagó el ordenador y se recostó en la silla.
Madeleine suspiró.
– Tan lleno de culpa.
Él la miró con curiosidad.
– ¿Culpa?
– Odiaba a su padre, probablemente deseaba su muerte. Quizás incluso deseó que alguien lo matara. Y entonces lo asesinaron. Es difícil escapar de eso.
– Aunque no tuviera nada que ver con ello… -Gurney estaba pensando en voz alta.
– En cierto modo sí tenía que ver. Cuando su sueño se hizo realidad, no había forma de escapar del hecho de que era su sueño. Tenía lo que había deseado.
– En ese vídeo he visto mucha más rabia que culpa.
– La rabia no duele tanto como la culpa.
– ¿Es una elección?
Madeleine le dedicó una mirada larga antes de responder.
– Si se centra en que su padre hizo cosas terribles por las que merecía morir, puede continuar enfadado con él para siempre, en lugar de sentirse culpable por desear su muerte.
Aquel comentario le inquietó. No solo le decía algo sobre Jimi Brewster, sino acerca de su propia relación con su difunto padre, un hombre que no le había hecho caso cuando era niño y a quien él, a su vez, casi había olvidado. Sin embargo, era mejor no abrir aquella puerta, una ciénaga en la que fácilmente podría quedarse enfangado.
De hecho, el foco lo era todo. Así pues, más preguntas, más acción. Salió del estudio y fue al aparador de la cocina para coger su teléfono móvil.
Le había pasado el vídeo a la teniente Bullard. Supuso que ya lo habría visto. Era extraño que no hubiera llamado para comentarlo. O quizá no era tan extraño, teniendo en cuenta las circunstancias, las presiones. Quizá lo mejor sería llamarla, solo para comprobar cómo estaban las cosas. Por otra parte, tal vez fuera mejor esperar a que ella misma le llamara.
A través de la ventana de la cocina vio el Miata rojo de Kim subiendo por la colina, pasando junto a los restos del granero. Detrás, venía la BSA de Kyle.
Ya cerca de la casa, el Miata rebotó con un ruidoso golpe en un declive formado por una madriguera de marmota, hundida en el sendero del prado. Kim aparcó al lado del Outback de Gurney. No parecía haberse dado cuenta del impacto. Su gesto preocupado, la ansiedad rígida en torno a su boca y sus ojos, parecía proceder de preocupaciones más profundas que un golpe en el eje trasero. La exagerada atención que Kyle puso en equilibrar su moto en el pie de apoyo mostraba, asimismo, su preocupación.
Al ver a Gurney, Kim se mordió el labio para contener sus lágrimas.
– Perdona.
– Está bien.
– No entiendo qué está pasando. -Parecía una niña asustada que buscaba que la absolvieran de un pecado que no acababa de entender.
Kyle estaba de pie junto a ella. Su gesto reflejaba una angustia parecida.
Gurney sonrió con la mayor afabilidad de la que fue capaz.
– Pasad.
Cuando estaban entrando en la cocina desde el pasillo del lavadero, Madeleine llegó desde el pasillo opuesto. Iba vestida con lo que Gurney llamaba su «traje de la clínica»: pantalones de pinzas y chaqueta beis, un atuendo mucho más contenido y «profesional» que el desmadre de colores tropicales que le gustaba tanto.
Madeleine sonrió fugazmente.
– Si tenéis hambre, hay cosas en la nevera y en la despensa. -Fue al aparador y cogió la bolsa grande que usaba como si fuera un bolso de viaje. El logo era una cabra de aspecto amistoso dibujada dentro de una circunferencia en la que se podía leer APOYA LAS GRANJAS LOCALES.
– Calculo que volveré dentro de dos horas -dijo al salir.
– Ten cuidado -gritó Gurney a su espalda.
Miró a Kim y Kyle. Parecían cansados, nerviosos y asustados.
– ¿Cómo lo sabía? -preguntó Kim, que parecía tener clara la respuesta.
– ¿Te refieres a cómo sabía el Buen Pastor que podía enviarte algo a la dirección de Kyle?
Ella asintió.
– Detesto la idea de que nos estuviera siguiendo, vigilándonos. Es espeluznante. -Empezó a frotarse los brazos como si tratara de entrar en calor.
– No más espeluznante que esa pequeña grabación, las gotas de sangre en tu cocina o el cuchillo en tu sótano.
– Pero todo eso lo hizo el capullo de Robby. Pero esto… Esto es cosa del asesino…, el que mató a Ruthie… y a Eric… con los picahielos. Oh, Dios mío…, ¿va a matar a todos los que hablaron conmigo?
– Espero que no… -contestó, y decidió que era mejor cambiar de tema-. Deberíamos encender la estufa. Cuando el sol se pone, baja mucho la temperatura.
– Yo me ocupo -dijo Kyle, que parecía desesperado, ansiosos por hacer algo útil.
– Gracias. Kim, ¿por qué no te sientas en el sillón al lado de la estufa? Necesitas relajarte. Hay una manta de lana en el asiento. Yo prepararé café.
Diez minutos después, los tres estaban sentados en los sillones, en torno al fuego. El olor tranquilizador de madera de cerezo, las llamas rojizas que parpadeaban en el vientre de la estufa de hierro y las tazas de café humeante en las manos les proporcionaron una pequeña dosis de tranquilidad, un oasis de paz en medio del caos.
– Estoy casi seguro de que nadie nos siguió a la ciudad -dijo Kyle-. Y estoy seguro de que hoy nadie nos ha seguido hasta aquí.
– ¿Cómo puedes decir eso? -La pregunta de Kim era más una súplica para que la tranquilizaran que un reto.
– He ido detrás de ti todo el tiempo, a veces muy cerca, a ratos más lejos. No he dejado de mirar. Si alguien nos hubiera seguido, lo habría visto. Y cuando salimos de la carretera 17, en Roscoe, no había nada de tráfico.
Aquello sirvió para que Kim se tranquilizara un poco.
Gurney decidió reservarse, al menos por el momento, las preguntas que aquello le sugería, pues no quería preocupar a Kim.
– Has mencionado a Robby Meese hace un momento -dijo Gurney-. Me estaba preguntando… ¿tenía mucho contacto con Jimi Brewster?
– No, no mucho.
– ¿No era el cámara del vídeo que me enviaste?
– Lo era, pero no había mucha química entre los dos. Robby se mostraba muy inseguro.
– ¿Cómo?
– Cuanto más se exponía Robby a la gente implicada en mi proyecto, más parecía necesitar su aprobación. Fue entonces cuando empecé a ver un lado de él que no había visto antes, un auténtico adulador que solo pensaba en el dinero. Creo que Jimi también lo vio. Y Jimi reacciona violentamente contra este tipo de actitud.
– ¿A quién adulaba?
– A casi todos. A Eric Stone, hasta que descubrió que todo lo que poseía estaba hipotecado por más de lo que valía. Luego a Ruthie, que era vulnerable y tenía dinero suficiente para interesarle. -Kim negó con la cabeza-. Menudo cabrón perverso. Y lo supo esconder muy bien durante los primeros meses de nuestra relación.
Gurney esperó en silencio a que ella continuara.
– Por supuesto, estaba Roberta, que tenía toneladas de dinero de la empresa de sanitarios de su padre -dijo la chica tras respirar hondo-. No era vulnerable. De hecho, parecía intimidar a la gente. Sin embargo, Robby nunca dejó de llamarla. Y estaba Larry, también con montones de dinero de su gran negocio de cosmética dental. Pero creo que Larry lo caló. Se dio cuenta de que necesitaba, desesperadamente, que le prestaran atención; puede, incluso, que sintiera compasión por él… Pero ¿por qué estamos hablando de esto? Robby no mató ni a Ruthie ni a Eric. No es capaz de eso. Es siniestro, pero no tanto. ¿Qué importancia tiene?
Gurney no tenía respuesta para esa pregunta. Por suerte, en ese instante sonó el teléfono. Supuso que sería, por fin, la teniente Bullard, para contarle qué le había parecido el vídeo de Brewster. Que no le llamara implicaba que estaba poniendo distancia entre ambos, probablemente por razones que tenían que ver con el procedimiento policial y con lo políticamente correcto. Miró la pantalla de identificación. No era Bullard.
Era Hardwick.
– Davey, no sé si eres consciente de esto, pero has conseguido convertirte en un pedo en el ascensor.
– ¿Alguien se ha quejado?
– ¿Quejarse? Si colgarte del cuello un delito grave y tirarte en el triturador de madera del sistema de justicia es una forma de quejarse, entonces sí, diría que alguien se ha quejado.
– ¿Trout insiste con la cuestión del granero?
– La Unidad de Incendios del DIC tiene control nominal, pero la oficina regional del FBI se está mostrando muy interesada. Se están ofreciendo para lo que haga falta, cualquier ayuda que se pueda necesitar para investigar tu vida financiera, para descubrir si, por alguna razón, necesitas el dinero del seguro de incendios, problemas de juego, de hipotecas, de salud, de novias.
– Hijo de puta -murmuró Gurney. Empezó a pasear en torno a la mesa del comedor.
– ¿Qué coño esperabas? Si amenazas con bajarle los pantalones en público, tiene que reaccionar de algún modo.
– No me sorprende su reacción, solo lo rápidamente que me estoy quedando sin tiempo.
– Hablando de lo que…, aparte de cabrear a todo el mundo, ¿hay algún progreso con tu gran revelación de la verdad oculta?
– Lo dices como si estuviera buscando algo que no está ahí.
– No he dicho eso. Solo me preguntaba si estás más cerca de lo que coño esté ahí.
– No lo sabré hasta que lo descubra. Entre tanto, ¿qué sabes del Estrangulador de las Montañas Blancas?
Hubo un breve silencio.
– Historia antigua, ¿eh? ¿Hace quince años? ¿New Hampshire?
– Más bien veinte años. En Hanover y alrededores.
– Exacto. Ya lo voy recordando. Cinco o seis mujeres estranguladas con pañuelos de seda en un periodo relativamente corto. ¿Por qué?
– Una de las víctimas del estrangulador era la novia del hijo de una de las víctimas del Buen Pastor. Era alumno de último año en Dartmouth. Y resulta que el hijo de otra víctima del Buen Pastor estaba allí al mismo tiempo, en primer año.
– ¿Eh? La novia del… hijo de la… víctima… de último año…, de primer año. ¿De qué demonios estás hablando?
– Una alumna de último año de Dartmouth, que resultó ser novia de Larry Sterne, fue asesinada por el estrangulador mientras Jimi Brewster estaba en Dartmouth como alumno de Medicina.
Hubo otro silencio. Gurney casi podía ver lucecitas destellando en la calculadora mental de Hardwick. Finalmente, el hombre se aclaró la garganta:
– ¿Se supone que eso significa algo? O sea, ¿qué coño…? Tenemos dos familias del noreste, cada una de las cuales perdió a un familiar a manos de un asesino en serie en el año 2000. Y resulta que diez años antes, en 1990, el hijo de una de esas víctimas era alumno de una gran universidad privada cuando la novia del hijo de otra víctima fue asesinada por un estrangulador, un asesino en serie. Es llamativo, pero creo que hay un montón de coincidencias simples que llaman la atención. ¿Piensas que Jimi Brewster era el Estrangulador de las Montañas Blancas?
– No tengo por qué, pero, solo para quitármelo de la cabeza, ¿puedes buscar en tus bases de datos, quizás entre los viejos informes del CJIS, si es que se puede acceder, los hechos básicos?
– ¿Como qué?
– Para empezar, más detalles del modus operandi, perfiles de las víctimas, pistas, cualquier cosa que pueda sugerir una relación con Brewster.
– ¿Para empezar?
– Bueno, finalmente podríamos intentar hablar con el detective que estuvo al mando de la investigación, meternos un poco más a fondo, para descubrir si el nombre de Brewster surgió en algún momento de la investigación.
Se hizo un largo silencio.
– ¿Estás ahí, Jack?
– Sí, estoy pensando en el puto incordio que suponen todas estas pequeñas peticiones tuyas.
– Lo sé.
– ¿Hay algún final a la vista?
– Como te he dicho antes, es obvio que me estoy quedando sin tiempo. Así que el final está cerca, de un modo o de otro. A lo mejor me queda un día más.
– ¿Para hacer qué?
– Para entenderlo todo… o que quede enterrado para siempre.
Otro silencio, no tan largo.
Hardwick estornudó y se sonó la nariz.
– El caso del Buen Pastor lleva años abierto. ¿Piensas resolverlo en las próximas veinticuatro horas?
– No creo que queden más opciones. Por cierto, Jimi Brewster le dijo a Kim que tenía coartada para los asesinatos del Buen Pastor. ¿No sabrás cuál era?
Hardwick se sonó la nariz otra vez.
– Es difícil olvidarla. El asesinato de Brewster fue la última notificación que hizo el DIC al familiar más cercano. Al doctor le dispararon en Massachusetts, pero su hijo residía aquí, así que tuvimos que notificarlo nosotros, antes de que el FBI tomara el control de lo que se convirtió en una investigación interestatal.
– ¿Qué lo hace difícil de olvidar?
– El hecho de que la coartada de Jimi parecía más un motivo para hacerlo, al menos en el caso de su padre. Cuando se produjeron los cuatro primeros asesinatos, Jimi estaba encerrado en el calabozo del condado, pues no pudo pagar la fianza. Estaba acusado de posesión de LSD. Su padre se negó a ayudarle y dejó que estuviera detenido durante un par de semanas. Finalmente, Jimi consiguió que una exnovia se presentara con el dinero de la fianza y lo soltaron (bullendo de rabia) unas tres horas antes de que mataran a su padre.
– ¿Lo consideraron sospechoso?
– La verdad es que no. El modus operandi en el caso del doctor Brewster era exactamente igual que en los otros. Y Jimi no podría haberlo copiado, porque en ese punto no se habían hecho públicos los detalles.
– Así que podemos olvidarnos de Jimi.
– Eso parece. Lástima, en cierto modo. Habría encajado perfectamente en una de las posibilidades de esa lista tuya.
– ¿Qué quieres decir?
– Eso de que las víctimas del Buen Pastor no eran igual de importantes. Bueno, si Jimi los hubiera matado a todos, su padre habría sido la víctima principal; los otros, habrían sido una suerte de excedente emocional, gente que conducía el mismo coche que su padre, lo cual en su mente retorcida podría hacerlos igual de despreciables, igual de merecedores de una bala. Objetivos duplicados. Culpables por asociación. -Hizo una pausa-. Oh, que se jodan. ¿Qué estoy diciendo? Todo esto no es más que jerga de psicólogos.
Cuando llegó a casa de su reunión en la clínica, exhausta e indignada, Madeleine parecía estar en su propio mundo. Después de unos pocos comentarios sobre las miserias de la burocracia, se fue a la cama con Guerra y paz bajo el brazo.
Poco después, Kim dijo algo respecto a que quería estar fresca y descansada para la reunión del día siguiente con Rudy Getz, dio las buenas noches y subió.
Kyle la siguió enseguida.
Cuando Gurney oyó que Madeleine apagaba su lámpara de lectura, apagó el fuego de la estufa, comprobó que puertas y ventanas estuvieran cerradas, lavó unos pocos vasos que habían quedado en el fregadero, se descubrió bostezando y decidió que era hora de acostarse.
No obstante, por cansado y sobrecargado que estuviera, irse a la cama era muy diferente de dormir. Tumbado en la oscuridad, los diferentes aspectos del caso del Buen Pastor parecían girar sobre él, desligados del mundo real.
Tenía los pies fríos y sudorosos al mismo tiempo. Quería ponerse unos calcetines, pero no se decidía a levantarse de la cama. Miró por la ventana y le sorprendió ver que la luz plateada de la luna estaba cubriendo el prado alto como la fosforescencia de un pez muerto.
Se sentía tan agitado que, finalmente, se levantó y se vistió. Salió de la habitación y se sentó en uno de los sillones que había entre la chimenea y la estufa. Todavía quedaba alguna que otra brasa en la rejilla, así que mantenía cierto calor. Sentado en el sillón, consiguió aclarar un poco las ideas, para abordar el caos con más firmeza.
¿Qué sabía a ciencia cierta?
Sabía que el Buen Pastor era inteligente, que no le afectaba la presión y que evitaba cualquier tipo de riesgo. Concienzudo en su planificación, meticuloso en su ejecución. Era absolutamente indiferente a la vida humana. Estaba decidido a impedir a toda costa que Los huérfanos del crimen se continuara emitiendo. Se mostraba igual de eficaz con una pistola del tamaño de un cañón que con un minúsculo picahielos.
El asesino quería, por encima de todo, evitar cualquier tipo de riesgo. ¿Esa podía ser la clave? Parecía estar en la raíz de todo. Por ejemplo: había buscado lugares ideales para perpetrar sus ataques; había escogido solo curvas hacia la izquierda para que, después de disparar, no hubiera peligro de colisión con otro vehículo; se había deshecho de cada arma después de cada asesinato, a pesar de lo caras que eran; en el asesinato de Blum se había tomado muchas molestias buscando el sitio ideal donde aparcar; había dedicado mucho tiempo a elaborar pistas falsas, desde el primer manifiesto hasta lo que había escrito en la página de Facebook de Ruth.
Era un hombre decidido a permanecer oculto, a cualquier precio.
A cualquier precio en tiempo, dinero y vidas de otras personas.
Eso planteaba una cuestión interesante: aparte de las conocidas, ¿qué otras tácticas podría haber empleado para garantizar su seguridad? O, dicho de otra manera, ¿qué otros riesgos podría haber corrido en sus asesinatos y cómo había decidido tratar con ellos?
Necesitaba ponerse en el pellejo del Buen Pastor.
¿Qué le hubiera preocupado más si hubiera pretendido disparar a alguien en un coche, de noche, en una carretera solitaria? La primera preocupación era evidente: ¿y si fallaba? ¿Y si la víctima captaba un atisbo de su número de matrícula? Era improbable, pero podía pasar.
Muchos criminales solían usar coches robados; sin embargo, el peligro de seguir conduciendo un coche robado durante tres semanas, mucho después de que el robo fuera denunciado e introducido en las bases de datos policiales, no parecía la mejor estrategia para reducir riesgos. Y la alternativa de robar un coche para cada ataque habría creado otra clase de riesgo. No era un escenario en el que el Buen Pastor se hubiera sentido cómodo.
Así pues, ¿qué haría?
¿Oscurecer parcialmente la placa de matrícula con un poco de barro? Desde luego, una placa de matrícula no legible podría costarle una multa, pero ¿y qué? Era un riesgo insignificante.
¿De qué más podría preocuparse el Buen Pastor?
Gurney parecía observar los rescoldos en la rejilla de la estufa, pero tenía la mirada perdida. Se levantó de la silla, encendió la lámpara de pie y se acercó a la isla de la cocina para prepararse un café. Tiempo atrás, había descubierto que para conseguir dar con una solución era bueno distanciarse del problema, ocuparse en otra cosa. El cerebro, libre de la presión de encontrar una respuesta en concreto, solía hallar él solito su propio camino. Como uno de sus vecinos del condado de Delaware, nacido y criado en el lugar, le había dicho en cierta ocasión: «El sabueso no puede atrapar al conejo hasta que lo sueltas de la correa».
Así que a otra cosa. O de vuelta a otra cosa.
Kyle había insistido en que nadie los había seguido a la ciudad o de vuelta a Walnut Crossing. Aquello le hacía sentir incómodo. No había querido decirles nada a Kim o a su hijo, pero ahora era el momento de resolver ese problema. Cogió las tres linternas del cajón del aparador, las probó una por una y seleccionó aquella cuya batería parecía menos agotada. Fue al lavadero, se puso la chaqueta manchada de pintura que usaba para ir al granero, encendió la luz lateral y salió.
Fuera hacía frío. Se agachó en la hierba congelada, delante del coche de Kim, para comprobar el espacio entre los bajos del vehículo y el suelo. No bastaba para lo que tenía pensado, así que volvió a la casa a por las llaves del Miata.
Las encontró en el bolso de Kim, en la mesita de café al lado de la chimenea.
Se dirigió al cobertizo del tractor a coger un par de rampas metálicas que normalmente usaba para elevar el cortacésped cuando había que cambiar las cuchillas. Colocó las rampas delante del Miata y, suavemente, condujo el vehículo hacia delante y hacia arriba hasta que la puerta delantera estuvo veinte centímetros más arriba de lo normal. Echó el freno de mano. Se tumbó boca arriba y se metió bajo el coche elevado, iluminando con la linterna.
No tardó en encontrar lo que buscaba. Era una caja negra de metal, no mucho más grande que un paquete de cigarrillos, sostenida por un imán a la parte inferior del chasis. Un cable salía de la caja en dirección a la batería del coche.
Gurney volvió a bajar el automóvil de las rampas, entró en la casa y dejó las llaves de Kim en su bolso.
El transmisor GPS que había encontrado en el Miata no es que cambiara totalmente el juego, pero añadía un elemento más. ¿Era mejor dejarlo allí o quitarlo?
Empezó a darle vueltas, pero le asaltaban demasiadas preguntas sin responder como para poder tomar un camino u otro. En ese momento, se le ocurrió que lo mejor era hacer una llamada de teléfono.
Eran las 23.30 y supuso que Hardwick no lo cogería. Le dejaría un mensaje de voz: aquello le vendría bien para despejar su cabeza. Como esperaba, salió el buzón de voz.
– Eh, Jack, tengo más preguntas molestas para ti. ¿Hay una base de datos accesible de multas de tráfico de hace diez años? Estoy buscando multas o notificaciones por llevar una placa de matrícula oscurecida, concretamente en condados del norte del estado. ¿El momento? El periodo de tiempo en el que se cometieron los asesinatos del Buen Pastor. Por otra parte, ¿algún progreso con los detalles del Estrangulador de las Montañas Blancas?
Después de colgar, volvió a pensar en la cuestión del localizador GPS. Que estuviera conectado con el sistema electrónico del coche implicaba que, a diferencia de un sistema de batería con una vida de transmisión limitada, podría haber sido instalado tiempo atrás y seguir operativo. Pero ¿cuándo?, ¿por qué?, ¿quién? Sin duda, el responsable era la misma persona que había instalado los micrófonos en el apartamento. Tal vez había sido su exnovio, ese acosador obseso, pero tenía la sensación de que podría ser algo más complicado que eso.
De hecho, era más probable que…
Se dirigió al lavadero, se puso la chaqueta y fue otra vez a la zona de aparcamiento.
Sacó las rampas de delante del Miata y las puso delante del Outback. Después de volver a la casa a buscar las llaves y la linterna que había olvidado, arrancó el motor y repitió el mismo proceso.
Casi esperaba encontrar un aparato localizador parecido. Revisó con cuidado los bajos del coche, pero nada. Abrió el capó y buscó en el compartimento del motor: nada. Siguió los cables de la batería: nada.
Después, colocó las rampas en la parte trasera del coche y lo hizo retroceder. De nuevo inspeccionó con su linterna, esta vez los bajos de la parte posterior.
Y allí estaba. Una segunda caja negra, ligeramente más grande que la primera. Llevaba una batería imantada en la parte superior de uno de los soportes del parachoques trasero. La marca y las especificaciones generales impresas en el lateral del aparato indicaban que era del mismo fabricante. Era igual que el que habían puesto en el coche de Kim, salvo por la fuente de alimentación.
La diferencia entra las dos, por otro lado, era obvia: el tiempo requerido para su instalación. Para armar la versión cableada se tardaría, por lo menos, media hora; mientras que la que llevaba batería se podía instalar en un momento. En condiciones normales, era preferible conectarlo a la batería del coche. Eso sugería que para quien lo había instalado había sido más sencillo acceder al coche de Kim que al Outback. Una vez más todo apuntaba a Meese.
Ya era más de medianoche, pero dormir estaba descartado. Cogió una libreta y un bolígrafo del escritorio del estudio y copió la información impresa en los localizadores para poder buscar sus parámetros de rendimiento en el sitio web del fabricante. Todos los localizadores GPS funcionaban más o menos del mismo modo: transmitían coordenadas de localización que, mediante el software apropiado, podían ser mostradas como un icono en un mapa en casi cualquier ordenador con conexión a Internet. Los diferentes precios tenían que ver con la precisión y con lo sofisticado que fuera el software. La tecnología se había vuelto muy barata, incluso a niveles de elevado rendimiento. De hecho, era accesible casi para cualquiera.
Cuando estaba saliendo de debajo del Miata por segunda vez esa noche, lo sobresaltó una suerte de vibración en la cadera derecha. En un primer momento, pensó que se trataba de algo causado por el dispositivo GPS. Sin embargo, enseguida se dio cuenta de que era su teléfono: lo había puesto en vibración para evitar despertar a nadie en la casa, por si Hardwick lo llamaba.
Al ponerse en pie, sacó el teléfono del bolsillo y vio el nombre de Hardwick en la pantalla.
– Qué rapidez -dijo Gurney.
– ¿Rapidez? ¿De qué coño estás hablando?
– Respuestas rápidas a mis preguntas.
– ¿Qué preguntas?
– Las que te he dejado en tu buzón de voz.
– No miro mi buzón de voz en plena noche. No te llamo por eso.
Gurney tuvo una pequeña premonición. O quizá simplemente es que empezaba a conocer bien los cambios de tono en la voz de Hardwick para reconocer el sonido de la muerte. Esperó el anuncio.
– Lila Sterne. La mujer del dentista. En el suelo, nada más entrar. Picahielos en el corazón. Tres más seis. En total, nueve asesinatos. Y no parece que haya acabado. Pensaba que te gustaría saberlo. Además, me he imaginado que ahora mismo nadie más se molestaría en contártelo.
– Cielos. Domingo, lunes, martes. Uno cada noche.
– Entonces, ¿quién es el siguiente? ¿Apuestas para el picahielos del miércoles? -El tono de Hardwick había cambiado otra vez, esta vez al registro cínico que Gurney sentía como si fueran unas uñas rascando la pizarra.
Un policía necesitaba distanciarse de las cosas, emplear el humor negro, pero a veces Hardwick parecía pasarse de la raya. A Gurney le disgustaba, aunque sabía que allí había algo más profundo: algo en ese tono le recordaba a su padre.
– Gracias por la información, Jack.
– Para eso están los amigos, ¿no?
Gurney entró en la casa y se quedó en medio de la cocina, tratando de asimilar todos los datos que había conocido en la última hora. Se quedó de pie junto al aparador. Con las luces de la cocina encendidas, no podía ver por la ventana. Así que las apagó. La luna estaba casi llena: una bola con un lado ligeramente aplanado. Su luz era lo bastante brillante para dar a la hierba un brillo gris y que los árboles del borde del prado proyectaran nítidas sombras negras. Gurney entrecerró los ojos y pensó que podía distinguir las ramas de la cicuta.
Entonces le pareció ver algo que se movía. Contuvo el aliento y se inclinó para acercarse a la ventana. Al apoyarse en el aparador, sintió un dolor desgarrador en la muñeca derecha y soltó un grito agudo. Supo, incluso antes de ver la herida, que sin darse cuenta había apretado la mano contra la punta afilada de la flecha que llevaba allí una semana. Se había hecho un corte profundo. Al encender la luz, comprobó que la sangre se le acumulaba en la palma de la mano, se deslizaba entre sus dedos y goteaba sobre el suelo.
Incapaz de dormir, a pesar de sentirse exhausto, Gurney se había sentado en la semioscuridad a la mesa del desayuno, mirando la cumbre del lado este. La madrugada se estaba extendiendo como una palidez enfermiza en el cielo: un reflejo preciso de su estado de ánimo.
Al oír su grito, Madeleine se había despertado y lo había llevado a la sala de urgencias del pequeño hospital de Walnut Crossing.
Habían estado allí cuatro horas. Normalmente hubieran estado listos en menos de una, pero de repente llegaron tres ambulancias con los supervivientes de un accidente tragicómico: un conductor borracho había derribado un poste telefónico que a su vez había derribado un anuncio que había actuado como rampa para propulsar por los aires una motocicleta que iba a toda velocidad y que aterrizó en el capó de un coche que venía en dirección contraria. Al menos esa era la historia que el personal de los servicios de urgencia contaban y recontaban en el exterior del cubículo donde Gurney había esperado a que le dieran los puntos pertinentes.
Era inquietante pensar que era su segunda visita a un hospital en menos de una semana.
En la sala de espera y en el camino de vuelta a casa, Madeleine le había mirado con preocupación, pero apenas intercambiaron palabras. Solo se dijeron cuatro cosas sobre el estado de su mano, acerca de aquel accidente de carretera tan extraño o sobre que necesitaban librarse de aquella maldita flecha, o al menos ponerla en un lugar más seguro.
Le podía haber contado otras cosas, quizá debería haberlo hecho. Podría haberle hablado sobre el localizador que había encontrado en el coche de Kim; acerca del que había hallado en el suyo; sobre el tercer asesinato, otra vez con un picahielos. Pero no dijo nada.
Se dijo que contárselo solo la inquietaría, pero en el fondo intuía que, tal vez, no había dicho nada para mantener sus opciones abiertas. Solo lo mantendría en secreto durante un tiempo, no es que pretendiera ocultar la verdad.
Cuando llegaron a casa, media hora antes del amanecer, Madeleine se fue a la cama con la misma expresión preocupada que había tenido casi toda la noche.
Él, por su parte, demasiado agitado como para conciliar el sueño, se sentó a la mesa y empezó a darle vueltas a todo aquello de lo que prefería no hablar, en especial a la serie de asesinatos.
A los asesinos inteligentes y disciplinados, y el Buen Pastor podía ser el más listo y el más disciplinado de todos, no se les solía atrapar siguiendo los procedimientos habituales que sí servían para capturar a otros criminales.
Solo a través de un esfuerzo policial colectivo y coordinado tendrían alguna opción. Se requería reevaluar cada indicio del caso original y asumir un gasto abrumador en recursos humanos. Era preciso empezar desde cero. Pero eso, tal como estaban las cosas, no iba a suceder. Ni el FBI ni el DIC podrían separarse lo suficiente del esquema preestablecido. Era un esquema que ellos mismos habían construido, que ellos mismos habían reforzado durante diez años. Y tal esquema los había puesto peligrosamente a la defensiva.
Así pues, ¿qué podía hacer?
En el ostracismo y sintiéndose demonizado, con la espada de Damocles de una posible acusación y con la etiqueta de estrés postraumático pegada en la frente, ¿qué demonios podía hacer?
No se le ocurrió nada.
Nada salvo un aforismo irritantemente simplista: «Juegas con las cartas que te han repartido».
Pero ¿qué cartas eran esas?
La mayoría de ellas eran paja. Era imposible jugar con esas cartas. No tenía recurso alguno a su disposición.
Pero tenía que admitir que contaba con un comodín.
Podía valer algo o podía no valer nada.
El sol se levantó detrás de la neblina matinal. Todavía estaba bajo en el cielo cuando sonó el teléfono. Gurney se levantó de la mesa y fue a responder al estudio. Era alguien de la clínica que preguntaba por Madeleine.
Cuando estaba a punto de llevarle el aparato al dormitorio, ella apareció en la puerta del estudio en pijama, extendiendo la mano como si fuera una llamada que estuviera esperando.
Miró el identificador de la pantalla antes de hablar en un agradable tono profesional que contrastaba con su cara de sueño.
– Buenos días, soy Madeleine.
Ella escuchó en silencio lo que era, evidentemente, una larga explicación de algo. Gurney regresó a la cocina y puso en marcha la cafetera.
No volvió a oír otra vez la voz de su mujer hasta el final de la llamada, y solo por un momento. Entendió pocas palabras, pero le dio la impresión de que Madeleine estaba accediendo a hacer algo. Al cabo de unos momentos, apareció en el umbral de la cocina, mirándolo con la preocupación de la noche anterior de nuevo presente en sus pupilas.
– ¿Cómo tienes la mano?
El bloqueador nervioso de lidocaína que le habían dado antes de aplicarle nueve puntos de sutura había ido perdiendo efecto. Ahora le dolía la mitad inferior de la palma de la mano.
– No muy mal -dijo-. ¿Qué te piden que hagas ahora?
Ella no hizo caso de la pregunta.
– Deberías mantenerla elevada. Como dijo el doctor.
– Exacto. -Levantó la mano unos pocos centímetros por encima de la isla del fregadero, mientras esperaba a que terminara de filtrarse el café-. ¿Otro suicidio? -preguntó medio en broma.
– Carol Quilty dimitió anoche. Necesitan a alguien que la sustituya hoy.
– ¿A qué hora?
– En cuanto pueda llegar allí. Voy a ducharme, me comeré una tostada y saldré. ¿Te las arreglarás bien aquí solo?
– Por supuesto.
Madeleine frunció el ceño y señaló la mano.
– Más alta.
Él la levantó a la altura del ojo.
Madeleine suspiró, le hizo un pequeño gesto de ánimo y se dirigió a la ducha.
Gurney se maravilló por enésima vez del optimismo innato de su esposa, de su capacidad para aceptar las circunstancias, fueran las que fueran, y afrontarlas con un optimismo que a él le parecía imposible.
Madeleine se enfrentaba a la vida tal como venía y lo hacía lo mejor que podía.
Ella jugaba con las cartas que le tocaban.
De nuevo pensó en su comodín.
Fuera cual fuera su valor, tenía que ponerlo en juego de inmediato, antes de que terminara la partida.
Por un momento, pensó que tal vez no tuviera ningún valor, pero solo había una forma de descubrirlo.
Su «comodín» era que podía acceder al sistema de micrófonos que habían instalado en el apartamento de Kim. Quizá los había colocado el Buen Pastor y tal vez todavía estaba monitorizando sus transmisiones. De ser así, el sistema podría proporcionar un canal de comunicación, una forma de hablar con el asesino, una oportunidad de enviarle un mensaje.
Pero ¿qué clase de mensaje? Una pregunta simple con un número ilimitado de respuestas. Lo único que tenía que hacer era averiguar cuál era la buena.
Poco después de que Madeleine se fuera a la clínica, el teléfono sonó otra vez. Era Hardwick.
– Mira los archivos de la página web del Manchester Union Leader -dijo con voz rasposa-. Hicieron una serie sobre el caso del Estrangulador de las Montañas Blancas en 1991. Seguro que encuentras un montón de cosas interesantes. Tengo que ir a mear. Cuídate.
Sin duda, tenía una forma peculiar de despedirse.
Gurney pasó una hora revisando los archivos, no solo del Union Leader, sino también de otros periódicos de Nueva Inglaterra que habían informado con detalle de los crímenes del Estrangulador de las Montañas Blancas.
Habían sido cinco ataques mortales en dos meses. Todas las víctimas eran mujeres. Las habían estrangulado con pañuelos blancos de seda, que el asesino dejó atados en torno a sus cuellos. Los factores comunes entre las víctimas eran más circunstanciales que personales. Tres de las mujeres vivían solas, y las habían matado en sus casas. Las otras dos trabajaban hasta tarde en entornos aislados: a una la habían asesinado en una zona de aparcamiento sin iluminar, detrás del taller de artesanía que dirigía; a la otra, detrás de su propia pequeña floristería, en un espacio similar. Los cinco ataques ocurrieron en un radio de quince kilómetros de Hanover, donde estaba el Darmouth College.
En casos como aquellos, de mujeres estranguladas, solía haber un móvil sexual, pero no había signos de violación u otros abusos. Por otro lado, el perfil de las víctimas resultaba extraño. De hecho, en realidad no había patrón alguno; lo único que tenían en común era su estatura, no eran muy altas. Por lo demás, no se parecían en nada. Sus cortes de pelo y su estilo de vestir no tenían nada en común. Desde un punto de vista socioeconómico tampoco parecía haber relación: una estudiante de Darmouth (la novia de Larry Sterne en ese momento), dos propietarias de tiendas, una camarera a tiempo parcial en la cafetería de una escuela primaria local y una psiquiatra. Las edades oscilaban entre los veintiuno y los setenta y un años. La estudiante de Dartmouth era una joven rubia de clase acomodada. La psiquiatra jubilada era una afroamericana de cabello gris. Gurney rara vez había visto unos perfiles tan distintos entre las víctimas de un asesino en serie. A partir de ellos era muy difícil deducir cuál era la obsesión del asesino, qué le impulsaba a matar.
Oyó que corría agua en la ducha del piso de arriba. Al cabo de un rato, Kim apareció en el umbral del estudio con una expresión ansiosa.
– Buenos días -dijo Gurney, cerrando la búsqueda en su ordenador.
– Siento haberte metido en todo esto -dijo ella, al borde de las lágrimas.
– Es lo que hacía para ganarme la vida.
– Cuando lo hacías para ganarte la vida, nadie te quemaba el granero.
– No estamos seguros de que la cuestión del granero esté relacionada con el caso. Podría haber sido algún…
– Oh, Dios mío -lo interrumpió Kim-, ¿qué te ha pasado en la mano?
– La flecha que dejé en el aparador, apoyé la mano encima anoche, cuando estaba a oscuras.
– Oh, Dios mío -repitió ella, haciendo una mueca.
Kyle apareció en el pasillo detrás de ella.
– Buenas, papá, ¿cómo…? -Se detuvo cuando vio el vendaje-. ¿Qué ha pasado?
– Poca cosa. Parece peor de lo que es. ¿Queréis desayunar?
– Se cortó con esa flecha -dijo Kim.
– Dios, era como una cuchilla -dijo Kyle.
Gurney se levantó de la silla.
– Vamos -dijo-, tomaremos unos huevos, tostadas y café.
Trató de aparentar normalidad, sonrió y se encaminó a la mesa de la cocina. Pensó en lo que le había pasado a Lila Sterne y en los localizadores GPS que había encontrado en los coches. ¿De verdad tenía derecho a guardárselo? ¿Y por qué lo estaba haciendo?
Aquellas dudas sobre qué era lo que de verdad guiaba sus actos siempre habían actuado como una suerte de termitas que minaban la paz mental que de vez en cuando lograba. Intentó concentrarse otra vez en los detalles mundanos del desayuno.
– ¿Qué tal empezar con un zumo de naranja?
Aparte de algunos comentarios aislados, desayunaron con un silencio casi incómodo. En cuanto terminaron, Kim, ansiosa por ocuparse de algo, insistió en recoger la mesa y lavar los platos. Kyle se quedó absorto comprobando sus mensajes de texto; daba la impresión de que los leía todos al menos dos veces.
Gurney volvió a pensar en cómo jugar su comodín. Solo tendría una oportunidad de usarlo. Tenía la sensación casi física de estar quedándose sin tiempo, de arena que caía a través del estrecho embudo, de que el tiempo lo arrastraba por los pies.
Imaginó un final de partida en el que podría enfrentarse al Buen Pastor. Un final en el que las piezas del puzle encajarían. Un final que probaría que su punto de vista, tan opuesto al de los demás, era el producto de una mente sana, no la fantasía de un policía herido que había dejado atrás sus mejores días.
Por otro lado, no disponía de tiempo para plantearse si su objetivo tenía sentido, si de verdad tenía alguna posibilidad de salir airoso. Lo único que podía hacer en ese momento era concentrarse en cómo plantear la confrontación y dónde.
Decidir dónde era fácil.
El cómo era el reto.
El sonido del teléfono lo devolvió al presente. Seguía sentado a la mesa, iluminada ya por el sol de la mañana. Kim y Kyle se habían retirado a los sofás, en el otro extremo de la sala. Su hijo había encendido un pequeño fuego en la estufa de leña.
Fue al estudio a contestar la llamada.
– Buenos días, Connie.
– ¿David? -Sonó sorprendida de localizarlo.
– Estoy aquí.
– ¿En el ojo del huracán?
– Eso parece.
– Seguro que sí. -La voz de Connie era nerviosa y enérgica, siempre parecía que se hubiera tomado unas cuantas anfetas-. ¿De dónde sopla el viento en este momento?
– ¿Perdón?
– ¿Mi hija aguanta o va hacia la salida?
– Dice que está decidida a dejar el proyecto.
– ¿Por la intensidad?
– ¿Intensidad?
– Los asesinatos del picahielos, la vuelta del Buen Pastor, el pánico en las calles. ¿Eso es lo que la está asustando?
– Han asesinado a gente a la que tenía cierto aprecio.
– El periodismo no es para tiquismiquis. Nunca lo fue y nunca lo será.
– Además, tiene la sensación de que su idea de un documental emotivo serio se está convirtiendo en un culebrón de RAM con mala pinta.
– Oh, joder, David, vivimos en una sociedad capitalista.
– Y eso significa que…
– Significa que el negocio de los medios (sorpresa, sorpresa) es un negocio. El matiz está bien, pero lo que vende es el drama.
– Quizá deberías tener esta conversación con ella, no conmigo.
– Ni hablar. Ella y yo somos agua y aceite. Pero a ti te admira. A ti te escuchará.
– ¿Qué quieres que le diga? ¿Que RAM es una empresa noble y que Rudy Getz es un tipo legal?
– Por lo que he oído, Rudy es un cabrón. Sin embargo, es un cabrón listo. El mundo es el mundo. Algunos lo afrontamos, otros no. Quiero que se lo piense dos veces antes de abandonar.
– En este caso, abandonar no sería tan mala idea.
Hubo un silencio, algo poco común en una conversación con Connie Clarke. Cuando ella habló otra vez, su voz era más baja.
– No sabes adónde podría conducir eso. Su decisión de ir a la Facultad de Periodismo, de licenciarse, de seguir esa idea suya, de labrarse una carrera en los medios por sí misma, todo ha sido como un salvavidas, la ha salvado de donde estaba antes.
– ¿Dónde estaba?
Hubo otro silencio.
– La mujer joven ambiciosa y centrada que estás viendo ahora es una especie de milagro. Hace unos años me tenía asustada. Después de que su padre desapareciera, abandonó la vida normal. Cuando era adolescente iba a la deriva. No quería hacer nada, no estaba interesada en nada. A veces estaba bien, pero enseguida se hundía otra vez en un agujero negro. El periodismo, el proyecto de Huérfanos, le ha proporcionado cierta guía. Le ha dado vida. Prefiero no pensar qué pasaría si abandonara.
– ¿Quieres hablar con ella?
– ¿Está ahí? ¿En tu casa?
– Sí, es una larga historia.
– ¿Está ahí ahora, en la misma habitación que tú?
– En otra habitación, con mi hijo.
– ¿Tu hijo?
– Otra larga historia.
– Ya veo. Bueno…, me encantaría oír esa larga historia cuando tengas tiempo de contármela.
– Será un placer, tal vez mañana o pasado. Las cosas están un poco complicadas ahora mismo.
– Ya veo. Entre tanto, por favor, recuerda lo que he dicho.
– Ahora tengo que irme.
– Vale, pero… haz lo que puedas, David. Por favor. No dejes que se autodestruya.
Después de colgar, se quedó de pie junto a la ventana del estudio, con la mirada perdida. ¿Cómo demonios podía alguien impedir que otro se autodestruyera?
Una nueva punzada de dolor en la mano. La levantó y la apoyó contra la ventana. El dolor se atenuó. Kim y Kyle estaban en la cocina, hablando en voz baja. Se oía el sonido de platos apilándose en el escurridor. Miró el reloj del escritorio. Al cabo de menos de una hora, tendrían que salir para su reunión con Rudy Getz.
Pero antes tenía cuestiones más apremiantes que resolver.
El comodín. La oportunidad de enviar un mensaje al asesino.
¿Qué mensaje?
¿Una invitación?
¿Para ir adónde? ¿Para hacer qué? ¿Por qué razón?
¿Qué podría querer el Buen Pastor?
Una cosa que siempre quería era seguridad.
Quizá podría ofrecerle la oportunidad de eliminar algún elemento de riesgo en su vida.
Quizá la oportunidad para eliminar a un adversario.
Sí, eso podría servir.
Una oportunidad para matar a alguien que causaba problemas.
Y Gurney conocía el lugar perfecto para ello. El lugar perfecto para el asesinato.
Abrió el cajón del escritorio y sacó una tarjeta de visita en la que no había escrito ningún nombre, solo un número de móvil.
Cogió su teléfono y llamó. Saltó el buzón de voz. No había saludo ni identificación, solo una orden brusca.
«Exponga el propósito de su llamada.»
– Soy Dave Gurney. Es un asunto urgente. Llámeme.
La respuesta llegó al cabo de menos de un minuto.
– Maximilian Clinter. ¿Qué pasa, amigo? -preguntó con su clásico acento irlandés.
– Tengo una petición. He de hacer algo y necesito un lugar especial para hacerlo.
– Bueno, bueno, bueno. ¿Algo importante?
– Sí.
– ¿Cómo de importante exactamente?
– No puede haber nada más importante.
– Nada más importante. Bueno, bueno. Eso solo puede significar una cosa. ¿Tengo razón?
– No leo la mente, Max.
– Yo sí.
– Entonces no tiene que hacerme preguntas.
– No era una pregunta, solo pedía una confirmación.
– Le confirmo que es importante. Además le pido poder usar su cabaña por una noche.
– ¿Puede proporcionarme algunos detalles?
– Todavía no los he pensado.
– La idea básica, pues.
– Preferiría no hacerlo.
– Tengo derecho a saberlo.
– Voy a invitar a alguien a reunirse conmigo allí.
– ¿Al hombre en persona?
Gurney no respondió.
– ¡Maldita sea! ¿Es verdad? ¿Lo ha encontrado?
– En realidad, quiero que él me encuentre a mí.
– ¿En mi cabaña?
– Sí.
– ¿Por qué iba a querer ir allí?
– Posiblemente para matarme, si soy capaz de darle una razón lo bastante buena.
– Ya veo. Planea pasar la noche en mi cabaña en medio de la ciénaga de Hogmarrow y espera recibir una visita a medianoche de un hombre que tiene una buena razón para matarle. ¿Lo he entendido bien?
– Más o menos.
– ¿Y cuál es el final feliz? ¿Una fracción de segundo antes de que le vuele la cabeza, yo bajo del cielo para salvarlo como si fuera el puto Batman?
– No.
– ¿No?
– Me salvo yo… o no me salvo.
– ¿Usted qué es, un ejército de un solo hombre?
– Es un plan demasiado endeble para que participe alguien más.
– Yo debería formar parte de esto.
Gurney miró sin ver por la ventana del estudio. Su supuesto plan se basaba en una serie de hipótesis, en nada más. Ir allí solo sería sumamente arriesgado. Pero llevar apoyo, sobre todo el de alguien como Clinter, sería aún peor.
– Lo siento, se hace a mi manera o no se hace.
La voz de Clinter explotó.
– ¡Está hablando del cabrón que me jodió la vida! El cabrón que tengo que matar. El cabrón que quiero convertir en forraje. Y me está diciendo que ha de hacerse a su puta manera. ¿A su puta manera? ¿Ha perdido el juicio?
– La verdad es que no lo sé, Max. Pero veo una pequeña oportunidad de detener al Buen Pastor. Quizá pueda impedir que mate a Kim Corazon. O a mi hijo. O a mi mujer. Es ahora o nunca, Max. Es mi única oportunidad. Ya hay demasiadas variables, demasiados condicionantes. Y una persona más en la mezcla sería otra variable más. Lo siento, Max, no puedo tolerarlo. Se hace a mi manera o no se hace.
Hubo un largo silencio.
– De acuerdo. -La voz de Clinter era plana. Sin acento. Sin sentimiento.
– ¿De acuerdo qué?
– De acuerdo, puede usar mi casa. ¿Cuándo la necesita?
– Lo antes posible. Digamos… mañana por la noche. Del anochecer al amanecer.
– De acuerdo.
– Pero necesito que se mantenga absolutamente alejado.
– ¿Y si al final necesita ayuda?
– ¿Quién le ayudó en esa pequeña habitación de Buffalo?
– Lo de Buffalo fue diferente.
– Tal vez no tan diferente. ¿Hay llave para la puerta de la cabaña?
– No. Mis pequeñas víboras son las únicas llaves que he necesitado nunca.
– ¿Sus rumoreadas serpientes de cascabel? -Recordó ese extraño detalle de cuando, una semana antes, había visitado la cabaña de Clinter. Parecía que había pasado un mes.
– Los rumores pueden ser más fuertes que los hechos, amigo. Nunca subestime el poder de la mente humana. Una serpiente en el cerebro vale por dos en el matorral -concluyó, con el acento irlandés de nuevo ganando fuerza.
Poco antes de las once de esa mañana, Kyle se sentó ante el ordenador. Conectó la impresora y un cable USB, y empezó a transferir documentos PDF de su Blackberry. Un compañero lo estaba manteniendo al día con resúmenes de clases y trabajos; así podía evitar ir hasta Nueva York. Su trabajo a tiempo parcial también podía hacerlo a distancia, empleando el correo electrónico, al menos de manera temporal.
A las once en punto, Gurney y Kim salieron para asistir a la reunión con Getz, que estaba prevista a las doce y media. Cogieron el Miata. Kim era la que conducía. Gurney confiaba en que así podría dedicar tiempo a pensar en su idea de atraer al Buen Pastor a la cabaña de Max Clinter. Y, con un poco de suerte, podría echar una cabezadita antes de llegar a Ashokan.
En algunos crímenes, descubrir el móvil podía conducirte al culpable. En otros asesinatos, identificar al culpable podía conducirte al móvil. Pero en su actual situación no tenía tiempo para ninguno de esos dos enfoques. Su única esperanza era conseguir que el culpable se identificara a sí mismo, cosa que parecía imposible. ¿Cómo se engaña a un hombre que es un experto en engañar a los demás?
Cuando estaban a medio camino de Ashokan por la carretera 28, Gurney pudo por fin echar una cabezadita. Veinticinco minutos después, Kim lo despertó. Ya estaban en Falcon’s Nest Lane, a un kilómetro de la casa de Getz.
– ¿Dave?
– ¿Sí?
– ¿Qué crees que debería hacer? -le preguntó, con la vista fija en la carretera.
– Es una gran pregunta -contestó él vagamente-. Si decides echarte atrás con RAM, ¿hay un plan B?
– ¿Para qué necesitamos un plan B?
Antes de que se le ocurriera una respuesta, el coche llegó a la imponente entrada de la propiedad de Getz. Kim pasó entre las columnas de piedra y se metió en el túnel de rododendros que conducía a la casa.
Al salir del coche, los recibió el rotor de un helicóptero. El ruido era cada vez mayor. Gurney y Kim miraron hacia arriba a través de los árboles que los rodeaban. Enseguida estuvo tan cerca que podían sentirlo y oírlo al mismo tiempo. No vieron el aparato, que había descendido por el otro lado, hasta que estuvo a punto de aterrizar en la azotea. El cabello de Kim se enredó en su cara, debido al viento que levantaba el helicóptero.
Cuando aquella suerte de torbellino cesó, la chica buscó en su bolso y sacó un pequeño cepillo. Se peinó, se enderezó el bléiser y sonrió a Gurney. Subieron por la escalera en voladizo hasta la puerta y llamaron.
No hubo respuesta. Gurney lo intentó de nuevo. Después de esperar medio minuto, cuando ya estaba a punto de llamar por tercera vez, una de las puertas se abrió.
La boca de Rudy Getz esbozaba algo parecido a una sonrisa. El brillo de sus pupilas y sus párpados caídos hacían pensar que estaba colocado. Llevaba vaqueros negros y una camiseta del mismo color, como en la última visita que le habían hecho; sin embargo, ahora una chaqueta de sport color lavanda pálido había sustituido a la de hilo blanco.
– Eh, me alegro de verles. Puntualidad. Me gusta. Adelante, adelante.
El interior moderno, con sus muebles fríos de metal y cristal, era como Gurney lo recordaba. Getz estaba chascando los dedos como si así lo exigiera su elevado nivel de energía. Señaló la mesita de café ovalada de metacrilato y el grupo de sillas; el mismo lugar donde habían celebrado su anterior reunión.
– Sentémonos. Es hora de tomar una copa. Me encantan los helicópteros, los adoro. RAM tiene una flota. Somos famosos por eso: los «ramcópteros». El primero en llegar al lugar donde se ha producido una noticia es siempre un ramcóptero. Si es un suceso realmente importante, enviamos dos. Nadie más tiene los suficientes recursos para enviar dos. Es algo de lo que sentirse orgulloso. Pero cuando vuelo siempre aterrizo con sed. ¿Quieren tomar una copa conmigo?
Antes de que Gurney o Kim pudieran responder, Getz se llevó dos dedos a los labios y silbó: una nota ruidosa y aguda que en el exterior se habría oído a quinientos metros. Casi de inmediato, la patinadora entró desde el otro lado de la sala. Gurney reconoció los patines, el vestido ajustado de bailarina sobre un cuerpo atractivo, el pelo azul oscuro puesto de punta con gel, los ojos de un azul asombroso.
– ¿Alguna vez han tomado Stoli Elit? -preguntó Getz.
– Yo solo tomaré un vaso de agua, si puede ser -dijo Kim.
– ¿Usted, detective Gurney?
– Agua.
– Lástima. El vodka Stoli Elit es verdaderamente especial. Cuesta una fortuna. -Miró a la patinadora-. Claudia, cielo, a mí ponme tres dedos. -Colocó tres dedos en horizontal para indicar cuánto quería.
La joven pivotó en las puntas de los patines y salió patinando por el umbral del fondo.
– Así pues, ya que estamos, sentémonos a hablar. -Getz hizo un gesto hacia las sillas.
Kim y Gurney se sentaron a un lado de la mesa; Getz, al otro lado.
Claudia volvió patinando y puso un vaso delante de Getz. Él lo cogió, probó el líquido transparente y sonrió.
– Perfecto.
La patinadora le dedicó a Gurney una mirada evaluadora y una vez más desapareció por el otro lado.
– Muy bien -dijo Getz-. Negocios. -Posó sus ojos brillantes en Kim-. Cielo, sé que quieres decir cosas. Empecemos sacándonos eso de encima. Cuéntame.
Por un momento, la chica pareció perdida.
– No sé qué decir, salvo que estoy horrorizada. Horrorizada por lo que ha ocurrido. Me siento responsable. Esta gente a la que han matado, la han matado por mi culpa. Por culpa de Los huérfanos del crimen. Hay que detenerlo, acabar con ello.
Getz la miró.
– ¿Eso es todo? -Parecía desconcertado, como si le hubiera estado haciendo una prueba a una actriz y esta hubiera dejado de hablar después de la primera frase.
– Eso… y todo el tono del programa. No era lo que esperaba. La forma en que lo editaron, esa introducción con la carretera rural oscura, los llamados expertos a los que les pedían opinión… Para ser sincera, me pareció basura.
– ¿Basura?
– En resumen, quiero que se cancele el programa.
– En resumen, quieres que se cancele el programa. Tiene gracia.
– ¿Gracia?
– Sí, gracia. ¿Estás segura de que no quieres una copa?
– He pedido agua.
– Sí, eso es verdad. -Getz la señaló con el índice como si fuera el cañón de una pistola y sonrió. A continuación cogió su vodka y se lo tomó en dos tragos largos-. Vale, vamos a poner algunos puntos sobre las íes. Un poco de orden para empezar. Deberías mirar tu contrato, cielo, así comprenderías mejor algunas cosas, como quién es dueño de qué, quién toma las decisiones, quién cancela los programas, etcétera. Pero no es momento de perderse con legalidades. Tenemos cuestiones más importantes de las que hablar. Deja que te cuente unas pocas cosas sobre RAM que…
– ¿Me estás diciendo que no vas a cancelarlo?
– Por favor. Deja que te ponga en contexto. Sin contexto no podemos tomar buenas decisiones. Por favor, déjame terminar. Estaba empezando a decir que hay unas pocas cosas sobre RAM que puede que no sepas. Por ejemplo, ¿sabías que tenemos más programas número uno que ninguna otra televisión por cable? Tenemos la más alta…
– No me importa.
– Por favor, déjame hablar. Estas son cosas que puede que desconozcas. Nuestras cifras de audiencia son las mayores del negocio, y mejoran cada año. Nuestra compañía madre es la compañía de medios de comunicación más grande del mundo; nosotros somos su división más rentable. El año que viene lo seremos aún más.
– No veo qué importancia tiene eso en este caso concreto.
– Por favor, escucha. Entendemos de programación. Entendemos de audiencias. ¿El resumen? ¿Quieres hablar de resumen? El resumen es que sabemos lo que estamos haciendo y lo hacemos mejor que nadie. Tenías una idea de programa. Nosotros estamos convirtiendo esa idea en oro. Alquimia de los medios. Eso es lo que hacemos. Convertimos las ideas en oro, ¿lo entiendes?
Kim se inclinó hacia delante.
– Lo que entiendo es que han matado a gente a causa de este programa -contestó, levantando la voz.
– ¿Cuánta gente?
– ¿Qué?
– ¿Sabes cuántas personas mueren cada día en este planeta? ¿Cuántos millones?
Kim lo miró; por un momento se había quedado sin habla.
Gurney aprovechó la oportunidad para preguntar en un tono desenfadado: -¿Los nuevos crímenes harán aumentar la audiencia?
Getz esbozó otra sonrisa.
– ¿Quiere la verdad? Las audiencias se dispararán. Haremos especiales de noticias, debates sobre la Segunda Enmienda, quizás incluso un spin-off. Recuerde el proyecto que le ofrecí: A falta de justicia, una revisión crítica de casos sin resolver. Eso podría pegar fuerte. Aún hay mucho sobre la mesa, detective. Los huérfanos del crimen tiene mucho potencial. Una franquicia. Alquimia de los medios.
Kim cerró los puños.
– Esto es tan… asqueroso.
– ¿Sabes lo que es, cielo? Es la naturaleza humana.
Sus pupilas destellaron.
– A mí me suena a odio y codicia.
– Exacto. Lo que he dicho: naturaleza humana.
– ¡Eso no es la naturaleza humana! ¡Eso es basura!
– Deja que te diga algo. El animal humano es solo otro primate. Quizás incluso el más asqueroso y estúpido de todos. Es la verdad, la realidad. Y yo soy realista. Yo no he creado este maldito zoo. Solo me gano la vida con él. ¿Sabes lo que hago? Alimento a los animales.
Kim se levantó de su silla.
– Hemos terminado. Me voy.
– Te perderás un gran almuerzo de sushi.
– No tengo hambre. He de irme. Ahora.
Empezó a caminar en dirección a la puerta. Gurney se levantó sin hacer ningún comentario más y la siguió. Getz se quedó donde estaba.
Habló en voz alta cuando Gurney y Kim ya estaban cerca de la puerta.
– Antes de que se vayan, me gustaría que oyeran algo. Estamos tratando de encontrar un nuevo eslogan. Tenemos dos opciones finalistas. El primero es: «RAM News: la mente y el corazón de la libertad». El segundo: «RAM News: nada más que la verdad». ¿Cuál les suena mejor?
Negando con la cabeza, Kim abrió la puerta y salió lo más deprisa que pudo.
Gurney miró al hombre, que todavía estaba sentado detrás de la mesa de metacrilato. Estaba recogiendo una pelusa invisible de su chaqueta de color lavanda suave.
Kim conducía de un modo tan temerario por aquella carretera llena de cambios de rasante, que atravesaba el bosque de pinos que protegía la finca de Getz, que Gurney pareció olvidarse por un momento del ejecutivo de RAM y de su repugnante empresa.
Cuando el coche derrapó por segunda vez sobre el arcén, se ofreció a conducir él. Kim se negó, pero redujo la velocidad.
– No puedo creerlo -dijo la chica, negando con la cabeza-. Estaba tratando de crear algo bueno. Algo de verdad. Y mira en qué se ha convertido: en algo espantoso. Dios, ¡qué estúpida soy! ¡Qué estúpidamente ingenua he sido!
Gurney la miró. Con aquel bléiser azul, aquella blusa blanca sin adornar, aquel sencillo corte de pelo de repente tenía el aspecto de una niña disfrazada de adulta.
– ¿Qué voy a hacer? -Lo dijo en voz tan baja que Gurney apenas la oyó-. Supongamos que el Buen Pastor sigue matando. Esa advertencia, «Deja en paz al diablo», estaba pensada para mí. Pero yo no hice caso. Eso implica que todos los asesinatos son culpa mía. ¿Cómo podemos impedir que Getz siga adelante con esta bazofia horrible?
– No creo que podamos parar a Getz.
– Oh, Dios…
– Pero podría haber una forma de parar al Pastor.
– ¿Cómo?
– Es una opción remota.
– Cualquier cosa es mejor que nada.
– Podría necesitar tu ayuda.
Kim se volvió hacia él.
– Haré cualquier cosa. Cuéntame. Sea lo que sea, yo…
El coche se desvió rápidamente hacia el quitamiedos.
– ¡Dios! -gritó Gurney-. ¡Vigila la carretera!
– Lo siento, lo siento. Haré cualquier cosa que esté en mi mano.
Tal vez no fuera muy sensato contárselo mientras ella estaba conduciendo, pero no podía darse el lujo de esperar. Se le acababa el tiempo. Esperaba saber disimular sus dudas, sus temores, para que a Kim su plan no le pareciera tan endeble como a Clinter.
– Bueno, creo, cuando menos, tener un par de cosas claras sobre el Buen Pastor. Primero: mataría sin pensárselo a cualquiera que represente una amenaza para él, siempre y cuando pensara que puede hacerlo sin arriesgarse lo más mínimo. Segundo: considera que mi interés en el caso supone una amenaza para él, y está en lo cierto.
– ¿Y?
– Utilizaremos los micrófonos de tu apartamento para permitirle oír ciertas cosas, cosas que le harán pensar que está ante una oportunidad irresistible.
– ¿Una oportunidad de matarte?
– Sí.
– ¿Crees que es el Buen Pastor quien me ha estado espiando? ¿Que no fue Robby?
– Sí, claro, podría haber sido Robby, pero yo apuesto por el Buen Pastor.
Parecía preocupada, pero asintió animosamente.
– Vale. ¿Qué vamos a decir para que nos oiga?
– Quiero que sepa que estaré en un lugar muy aislado, en una posición muy vulnerable. Quiero que crea que la situación le ofrece una oportunidad única de matarme a mí y a Max Clinter, que necesita acabar con nosotros y que nunca tendrá una mejor ocasión de hacerlo.
– Así pues, ¿nos sentamos en mi apartamento y decimos ciertas cosas con la esperanza de que él esté escuchando?
– O de que lo escuche después. Supongo que está grabando las transmisiones de esos micrófonos en un dispositivo activado por la voz. Es probable que lo compruebe una o dos veces al día. Debemos desvelar la información que nos interesa de un modo sutil. Tiene que parecer algo natural. Ha de creer que estamos en el apartamento por alguna razón. Realidad ordinaria, descuidada. Tiene que sentir que está escuchando cosas que no debería estar escuchando.
Cuando llegaron a la granja de Gurney, poco después de las tres, Kyle estaba en el estudio, con su ordenador, rodeado de documentos salidos de la impresora, una BlackBerry, un iPhone y un iPad. Los saludó sin apartar la mirada de la pantalla, en la que tenía abierta una especie de hoja de cálculo.
– Hola, ¿qué tal? Ahora estoy con vosotros. Estoy cerrando esto.
No había señal de Madeleine, que al parecer todavía no había vuelto de la clínica. Mientras Kim subió a cambiarse de ropa, Gurney escuchó el contestador del teléfono fijo. No había mensajes. Primero fue al cuarto de baño y luego a la cocina. Abrió el frigorífico, pues recordó que no había comido nada.
Al cabo de un par de minutos, cuando Kim volvió a bajar, todavía estaba delante del frigorífico, con la mirada perdida. Trataba de darle forma a la representación que Kim y él iban a llevar a cabo más tarde. Todo dependía de que funcionara.
Ver a Kim en la cocina, vestida con unos vaqueros y una sudadera suelta, lo sacó de su ensimismamiento.
– ¿Quieres comer algo? -preguntó.
– No, gracias.
Kyle entró en la habitación detrás de ella.
– Supongo que habéis oído la noticia.
La expresión de Kim se congeló.
– ¿Qué noticia?
– Otro asesinato, la mujer de una de las personas con las que hablaste. Lila Sterne.
– ¡Oh, Dios, no! -Kim se agarró al borde de la isla de la cocina.
– ¿Lo han dicho por la radio? -preguntó Gurney.
– Lo he visto en Internet. Noticias de Google.
– ¿Qué dijeron? ¿Algunos detalles?
– Solo que la mataron con un picahielos, anoche. «La policía está en la escena, la investigación continúa. El monstruo anda suelto.» Mucho drama y pocos hechos.
– Mierda -murmuró Gurney.
Kim parecía perdida.
Gurney se acercó a ella y la rodeó con los brazos. La chica lo abrazó con fuerza. Cuando lo soltó, respiró profundamente y retrocedió.
– Estoy bien -dijo, respondiendo a una pregunta que nadie le había hecho.
– Bien, porque luego necesitaremos estar enteros.
– Lo sé.
Kyle frunció el ceño.
– ¿Enteros? ¿Para qué?
Gurney explicó de la manera más calmada y razonable de la que fue capaz cómo pretendía aprovechar el equipo de escucha instalado en el apartamento de Kim. Intentó que su plan pareciera más coherente de lo que era. ¿A quién estaba tratando de convencer, a Kyle o a sí mismo?
– ¿Hoy? -le preguntó su hijo, incrédulo-. ¿Planeas hacerlo esta noche?
– En realidad -dijo Gurney, sintiendo otra vez que el tiempo se le escurría entre las manos-, deberíamos salir para Siracusa lo antes posible.
Kyle parecía muy preocupado.
– ¿Estáis… preparados? Me refiero a que parece muy complicado. ¿Tienes idea de lo que vas a decir? ¿Qué quieres que oiga el Buen Pastor?
– Es posible que haya que improvisar bastante -contestó Gurney, tratando de parecer tranquilo-. Nos presentamos en el apartamento de Kim en medio de una discusión acerca del encuentro que hemos mantenido hoy con Rudy Getz. Kim me dice que quiere acabar con la serie de Huérfanos en RAM porque teme que el Pastor asesine a más gente, que incluso la mate a ella. Yo le digo que debería seguir adelante, que no podemos dejar que el Buen Pastor controle la situación de esta manera.
– Espera un momento -le interrumpió Kyle-. ¿Por qué ibas a decir eso?
– Quiero que me vea a mí, y no a Kim, como el objetivo primario. Ha de creer que ella desea que se cancele la serie y que yo supongo un obstáculo: por mi orgullo, por mi determinación de no retroceder ni un centímetro, por mi voluntad de ganar la batalla.
– ¿Ya está? ¿Ese es el plan?
– No, hay más. En medio de la discusión, recibiré una llamada de teléfono, supuestamente de Max Clinter. Los micrófonos solo transmiten lo que se oye en la casa, no al otro lado del hilo telefónico. De mis palabras ha de deducir que Max ha descubierto cierta información que señala la identidad del Buen Pastor. Tal vez algo que encaja con cosas que he descubierto yo mismo. Cualquiera que esté escuchando tendrá que concluir que Max y yo estamos convencidos de quién es el Buen Pastor y de que vamos a reunirnos mañana en su cabaña, para comparar notas y decidir cuáles han de ser los siguientes pasos.
Kyle se quedó en silencio un buen rato.
– Así pues…, la idea es que él… ¿qué? ¿Que vaya a la cabaña de Clinter para matarte?
– Si lo manejo bien, lo verá como una forma poco arriesgada de eliminar una gran amenaza.
– Y vosotros… -dijo Kyle, paseando la mirada de su padre a Kim-, ¿vosotros vais a improvisar todo esto sobre la marcha?
– En este momento es la única forma. -Dave levantó la mirada al reloj de la pared-. Hemos de irnos.
Ella parecía aterrorizada.
– Necesito mi bolso.
Cuando Gurney oyó sus pisadas subiendo por la escalera, se volvió hacia Kyle.
– Quiero enseñarte algo. -Lo condujo al dormitorio principal y abrió el cajón inferior de la cómoda-. No sé a qué hora volveré esta noche. En caso de que ocurra algo inesperado (o llegue un visitante no deseado), quiero que sepas que esto está aquí.
Kyle miró al cajón abierto. Dentro había una escopeta recortada de calibre doce y una caja de cartuchos.
Gurney y Kim se dirigieron a Siracusa en coches separados. Tal y como estaban las cosas, cuanto más margen de maniobra tuvieran, mejor. Cuando estuvieron delante de aquella vieja casa, cuya mitad correspondía al apartamento de Kim, Gurney repasó el plan otra vez.
– Te diga lo que te diga -insistió-, reacciona como si creyeras que es cierto. Intenta actuar lo menos posible, déjate llevar por lo que sientes. Es importante que estés relajada, ¿de acuerdo?
– Supongo. ¿Alguna cosa más?
– Solo una cosa más: ten el móvil preparado y listo para usarlo. En algún momento te haré una señal para que marques mi número y suene mi teléfono. Entonces fingiré mantener la falsa conversación con Clinter. Me inventaré lo que me tenga que inventar. Tú solo sé tú misma. No has de hacer nada más. -Le hizo un guiño y esbozó una sonrisa. Enseguida lo lamentó, avergonzado de su falsa bravuconería.
Kim tragó saliva, abrió la puerta del pequeño vestíbulo y, a continuación, la de su apartamento. Condujo a Gurney por el pasillo, hasta la sala. Él miró a su alrededor: el sofá, la mesa de café barata, el par de sillones gastados, cada uno con su correspondiente lámpara de suelo. Todo estaba como lo recordaba, hasta la raída alfombra de color tierra en la parte central.
– Pasa, siéntate, Dave. Solo tardaré un minuto -dijo Kim, natural. Se alejó por el pasillo, se metió en el cuarto de baño y cerró con estrépito la puerta.
Gurney caminó por la sala, se sonó la nariz, se aclaró la garganta varias veces y se sentó ruidosamente en el sofá. Al cabo de unos minutos, Kim volvió y los dos dejaron los móviles en la mesa.
– Bueno…, ¿quieres tomar algo?
– Sí, tengo sed. ¿Qué hay?
– Lo que quieras.
– Eh, un zumo, si puede ser.
– Creo que sí; dame un segundo. -Kim recorrió el pasillo hasta la cocina.
Gurney oyó un entrechocar de vasos y el grifo abriéndose y cerrándose.
La chica volvió con dos vasos de agua vacíos. Le pasó uno a él, lo entrechocó con el suyo y dijo: -Salud. -Se sentó de lado en el sofá, para verlo.
– Salud. ¿Cómo es que estás tomando vino? ¿Para no sentirte tan mal por el contrato con RAM?
Ella dejó escapar un sonoro suspiro.
– Todo esto es una pesadilla.
– La televisión es así, supongo.
– Quieres decir que tendría que estar encantada de trabajar con el gusano de Rudy.
– No -dijo Gurney-, pero tienes que pensar en tu futuro.
– No estoy segura de que quiera esa clase de futuro. ¿Acaso -dijo como si bromeara- estás interesado en aprovechar la oportunidad que te ha ofrecido Getz de tener tu propio programa?
– Ni hablar -dijo Dave. Tosió y se aclaró la garganta-. ¿Me lo puedes volver a llenar? -Señaló el teléfono móvil de Kim.
Kim asintió y lo cogió.
– Sí que tienes sed. -Se levantó ruidosamente y le dio un manotazo a su vaso, que, en realidad, estaba vacío-. ¡Mierda! ¡Lo siento!
La chica salió hacia el pasillo.
Gurney sonrió. Kim tenía talento.
Sonó su teléfono. Contestó y empezó a hablar.
– ¿Max?… Claro, adelante… ¿Qué quiere decir?… ¿Por qué lo pregunta?… ¿Qué?… ¿En serio?… Sí, sí, por supuesto… Claro… No, no, el mensaje de Facebook era falso… Ah, bien pensado… ¿Seguro?… Mire, lo que dice tiene todo el sentido, pero hay que confirmar esa identificación, y me refiero a confirmarla al cien por cien, sin dejar cabos sueltos… Es absolutamente increíble, pero… Puede… Tal vez tenga razón… Claro… ¿Cuándo?… Sí, lo llevaré todo… Muy bien… Sí… Tenga cuidado… Mañana a medianoche… ¡Seguro!
Gurney dejó su teléfono en la mesa, murmurando.
– ¡Vamos!
Kim volvió a la sala.
– Tu zumo -dijo, como si le estuviera entregando un vaso-. ¿Quién ha llamado? Pareces entusiasmado.
– Era Max Clinter. Parece que el Buen Pastor por fin ha cometido algunos errores. Para empezar, en casa de Ruth Blum y en el taller de coches. Eso ya lo sabía, pero Max acaba de descubrir otra cosa y… sabemos quién es.
– ¡Oh, Dios mío! ¿Habéis identificado al Buen Pastor?
– Sí. Al menos estoy convencido al noventa por ciento. Pero quiero estar seguro del todo. Es demasiado importante para dejar cabos sueltos.
– ¿Quién es? ¡Dímelo!
– Todavía no.
– ¿Todavía no?
– No puedo arriesgarme a cometer un error, no ahora. Hay demasiado en juego. Voy a reunirme con Clinter mañana por la noche, en su cabaña. Tiene algo que quiere que vea. Si encaja con lo que ya tenemos, cerraremos el lazo… y el Pastor será historia.
– ¿Por qué esperar hasta mañana por la noche? ¿Por qué no ahora mismo?
– Clinter ha estado fuera desde que recibió un mensaje del Buen Pastor para que condujera por el barrio de Ruth, en Aurora. Se asustó. Ni siquiera quiere estar en el condado de Cayuga durante el día. Dice que mañana a medianoche es lo antes que puede estar en la cabaña.
– ¡No puedo creerlo! ¡No puedo creer que sepas quién es el Buen Pastor y no me lo digas! -Sonó aterrorizada, casi fuera de sí.
– Es más seguro de este modo. -Esperó un par de segundos, como si reflexionara sobre algo-. Creo que, por ahora, deberías ir a un hotel. Será mejor que no llames la atención. ¿Por qué no recoges tus cosas y nos largamos de aquí?
No volvieron a hablar hasta que estuvieron en el aparcamiento de uno de los hoteles de la vía de servicio de la I-88.
Eran casi las siete y media, y el anochecer de finales de marzo se había convertido en noche. Habían encendido las luces del aparcamiento, lo que creó una atmósfera visual que no era ni oscuridad ni luz diurna; en un planeta que tuviera un sol azul gélido y donde todos los colores fueran apagados y fríos aquella sería la luz del día.
Kim se había unido a Gurney en el asiento delantero del Outback para hablar de su improvisación y sobre si su plan habría funcionado. Kim fue la primera en plantear una pregunta práctica.
– ¿Crees que el Pastor morderá el anzuelo?
– Creo que sí. Podría sospechar. Probablemente es la clase de persona que sospecha de todo, pero tendrá que hacer algo. Y para hacer algo, ha de aparecer. En el escenario que hemos planteado, el riesgo de no hacer nada sería más grande que el que correría al actuar. Eso lo comprenderá. Es un tipo muy lógico.
– Así pues, ¿lo hemos hecho bien?
– Lo has hecho mejor que bien. Has quedado muy natural. Ahora, escúchame: pasa esta noche en este hotel. No abras la puerta a nadie, bajo ninguna circunstancia. Si alguien trata de convencerte para que abras la puerta, llamas inmediatamente a seguridad. ¿Vale? Telefonéame en cuanto te levantes por la mañana.
– ¿Alguna vez vamos a estar a salvo?
Gurney sonrió.
– Eso espero. Creo que todos estaremos a salvo después de mañana por la noche.
Kim se estaba mordiendo el labio inferior.
– ¿Cuál es tu plan?
Gurney se echó hacia atrás en el asiento y contempló la desagradable iluminación del aparcamiento.
– Mi plan es dejar que el Buen Pastor dé un paso adelante y se condene. Pero eso será mañana por la noche. Esta noche el plan es ir a casa y dormir lo que no he dormido desde hace dos días.
Kim asintió.
– Vale. -Hizo una pausa-. Bueno, será mejor que vaya a la habitación.
Kim cogió su bolso, salió del coche y entró en el hotel.
Después de que entrara en el vestíbulo del hotel, Gurney bajó del coche y fue a la parte de atrás. Se tumbó boca arriba y metió la mano debajo. No le costó mucho quitar el localizador GPS del soporte del parachoques. De nuevo en su asiento, abrió el dispositivo con un pequeño destornillador y desconectó la batería.
A partir de ese momento y hasta cuando acabara toda aquella historia, no quería que nadie supiera dónde estaba.
El Señor me lo dio. El Señor me lo quitó.
Esa noche Gurney disfrutó de siete horas ininterrumpidas de sueño, algo que necesitaba. Aun así, a la mañana siguiente se despertó con una sensación de pavor: un miedo indescriptible que solo se alivió, en parte, después de ducharse, vestirse y enfundarse su Beretta.
A las ocho de la mañana estaba mirando por la ventana de la cocina: el sol era un disco blanco frío en la neblina matinal. Había tomado la mitad de su primera taza de café del día, esperando que surtiera efecto. Madeleine continuaba sentada a la mesa del desayuno con sus copos de avena, su tostada y Guerra y paz.
– ¿Has estado despierta leyendo eso toda la noche? -preguntó.
Ella pestañeó por la interrupción, visiblemente confundida y molesta.
– ¿Qué?
Dave negó con la cabeza. Había intentado gastar una broma, pero no le había salido muy bien.
– No importa, lo siento.
Cuando volvió de Siracusa, Madeleine estaba en la misma mesa que aquella mañana, sentada, con el mismo libro entre las manos. Después de contarle breve e insulsamente el drama que él y Kim habían representado, se había ido a acostar.
Se terminó el café y fue a servirse una segunda taza. Mientras lo hacía, Madeleine cerró el libro y lo deslizó unos centímetros hacia el centro de la mesa.
– A lo mejor no deberías tomar tanto café -dijo.
– Probablemente tengas razón. -De todos modos, se llenó la taza, pero, como si fuera una concesión a su mujer, le agregó solo un sobre de sacarina, en lugar de los dos de costumbre.
Madeleine continuó observándolo. Tenía la impresión de que le preocupaba algo más importante que su consumo de cafeína.
Después de apagar la cafetera y volver a la ventana, preguntó en voz baja: -¿Puedo ayudarte en algo?
La pregunta tuvo un extraño efecto sobre él. Parecía abarcarlo todo, pero al mismo tiempo era muy simple.
– No creo. -Incluso a él mismo su respuesta le pareció inadecuada.
– Bueno -dijo ella-, dímelo si se te ocurre algo.
El tono amable de su esposa le hizo sentirse un completo inepto. Trató de animarse cambiando de tema.
– Bueno, ¿qué tienes hoy en la agenda?
– La clínica, naturalmente. Y puede que no esté en casa para cenar. Puede que vaya a casa de Betty después del trabajo. -Hizo una pausa-. ¿Te parece bien?
Solía hacer aquella pregunta en contextos de lo más diverso: podía plantearla respecto a ir a algún sitio, o sobre plantar algo en el jardín, o acerca de una receta de cocina. Gurney, al que aquella respuesta, no sabía muy bien por qué, le parecía de lo más irritante, siempre le respondía lo mismo: -Por supuesto que me parece bien.
Y después siempre se hacía el silencio entre los dos.
Madeleine volvió a abrir Guerra y paz.
Dave se tomó el café en el estudio, sentado a su escritorio y pensando en la situación en la que se iba a meter, solo y muy poco preparado, en la cabaña de Max Clinter.
De repente le sobrevino una nueva idea, una nueva preocupación. Dejó el café en el escritorio y se acercó al coche de Madeleine.
Veinte minutos después volvió a entrar, satisfecho de que su temor hubiera resultado infundado: no había ningún dispositivo electrónico indeseado en el coche de su mujer.
– ¿De qué iba ese viajecito? -preguntó ella, mirándolo por encima del libro cuando Dave atravesó la cocina de camino al estudio.
Lo mejor opción era contarle la verdad. Le dijo lo que había estado buscando y por qué, y describió lo que había descubierto en el coche de Kim y en el suyo.
– ¿Quién crees que los instaló? -El tono de Madeleine era plano, pero había cierta tirantez en las comisuras de los ojos.
– No estoy seguro. -Técnicamente eso era cierto.
– ¿Ese tal Meese? -sugirió ella, casi con esperanza.
– Tal vez.
– ¿O tal vez la persona que incendió nuestro granero y puso una trampa en la escalera de Kim?
– Tal vez.
– ¿Tal vez el Buen Pastor en persona?
– Tal vez.
Madeleine respiró hondo.
– ¿Significa eso que te ha estado siguiendo?
– No necesariamente. Desde luego no de cerca. Lo habría notado. Puede que solo quiera saber dónde estoy.
– ¿Por qué iba a querer saberlo?
– Prevención de riesgos. Sensación de control. Deseo natural de saber dónde está su enemigo en todo momento.
Ella lo miró con la boca apretada. Estaba claro que se le ocurría otra forma más violenta de emplear aquella información.
Estaba a punto de disipar parte del miedo de su esposa explicándole que ya había desconectado el localizador que había encontrado en su Outback, pero entonces le preguntaría por qué no había desconectado también el del Miata.
La respuesta, en realidad, era simple. El Pastor podría creer que se había agotado la batería, pero costaría creer que la versión conectada a la batería había fallado, y menos aún al mismo tiempo. No quería contarle todo aquello a Madeleine, porque sabía que se inquietaría ante la idea de que el Buen Pastor pudiera seguir localizando a Kim. Y la capacidad de Gurney para afrontar diversos problemas abiertos al mismo tiempo tenía un límite.
– Bueno, papá, ¿vas a contarnos cómo os fue?
Al oír la voz de Kyle, Gurney se volvió y vio que entraba en la cocina. Iba descalzo, con vaqueros y camiseta, y llevaba el pelo mojado, después de haberse dado una ducha.
– Más o menos como te dije anoche.
– Anoche en realidad no dijiste demasiado.
– Supongo que quería acostarme pronto. Estaba a punto de derrumbarme. Pero todo fue bien. Sin problemas técnicos. Creo que todo sonó bastante creíble.
– ¿Ahora qué?
Delante de Madeleine, no podía hablar de todo lo que tenía planeado. Sabía que lo que se había propuesto era demasiado arriesgado.
– Básicamente, tomo posiciones y espero a que él caiga en la trampa -respondió del modo más natural del que fue capaz.
Kyle parecía escéptico.
– ¿Tan sencillo?
Gurney se encogió de hombros. Madeleine había dejado de leer y estaba mirándolo.
– ¿Cuáles fueron las palabras mágicas? -insistió Kyle.
– ¿Perdón?
– ¿Qué dijisteis en tu… escena improvisada…? ¿Qué va a hacer que ese tipo aparezca?
– Creamos la impresión de que podría tener una forma de deshacerse de mí. Es difícil recordar las palabras precisas… -Sonó el teléfono.
Miró la pantalla del móvil y reconoció el número de Kim. Agradeció la interrupción. Pero la gratitud duró apenas tres segundos.
Parecía que estuviera hiperventilando.
– ¿Kim? ¿Qué pasa?
– Dios… Dios…
– ¿Kim?
– Sí.
– ¿Qué sucede? ¿Qué pasa?
– Robby está muerto.
– ¿Qué?
– Está muerto.
– ¿Robby Meese está muerto?
– Sí.
– ¿Dónde?
– ¿Qué?
– ¿Puedes decirme dónde está?
– Está en mi cama.
– ¿Qué ha ocurrido?
– No lo sé.
– ¿Cómo terminó en tu cama?
– ¡No lo sé! ¡Solo sé que está aquí! ¿Qué hago?
– ¿Estás en el apartamento?
– Sí, ¿puedes venir?
– Dime qué ha ocurrido.
– No sé qué ha ocurrido. He venido del hotel esta mañana para coger algunas cosas. He entrado en el dormitorio y…
– ¿Kim?
– ¿Sí?
– Has entrado en el dormitorio…
– Está ahí. En mi cama.
– ¿Cómo sabes que está muerto?
– Está boca abajo. He intentado darle la vuelta y despertarlo. Tiene… Tiene el mango de algo clavado en el pecho.
Las ideas se agolpaban en la mente de Gurney; las piezas de todo aquel puzle se levantaron en un remolino.
– ¿Dave?
– ¿Sí, Kim?
– ¿Puedes venir, por favor?
– Escúchame, Kim. Llama a Emergencias.
– ¿Puedes venir?
– Kim, que yo esté allí no va a ayudar. Has de llamar a Emergencias. Has de hacerlo ahora mismo. Después me vuelves a llamar. ¿Entendido?
– Sí.
Cuando Gurney colgó, Kyle y Madeleine lo estaban mirando. Cinco minutos después seguía contándoles la llamada con el máximo detalle posible. Kim volvió a llamar.
– Me han dicho que la policía está de camino -dijo, un poco más calmada.
– ¿Estás bien?
– Supongo. No lo sé. Hay una nota de suicidio.
– ¿Qué?
– Una nota de suicidio de Robby. En mi ordenador.
– ¿Has mirado tu ordenador?
– Acabo de verlo. Está en la pantalla, delante de mí. Estaba encendido.
– ¿Estás segura de que es una nota de suicidio?
– Por supuesto que estoy segura. ¿Qué otra cosa podría ser?
– ¿Qué dice?
– Es horrible.
– ¿Qué dice?
– No quiero leerla en voz alta. No puedo.
Gurney la oyó respirar profundamente.
– Por favor, Kim, intenta leérmela. Es importante.
– ¿De verdad tengo que leerlo? Es espantoso.
– Inténtalo, por favor.
– Está bien, lo intentaré. -Leyó con voz temblorosa-: «La raza humana me da asco. La vida me da asco. Tú me das asco. Tú y Gurney juntos me dais asco. La vida es asquerosa. Espero que algún día veas la verdad y esta te mate. Es la última voluntad de Robert Montague». Nada más. Eso es todo. ¿Qué he de decir cuando venga la policía?
– Solo responde a sus preguntas.
– ¿Debería hablarles de anoche?
– Responde sus preguntas de manera concisa y sincera. -Hizo una pausa, buscando las palabras adecuadas-. Yo no diría voluntariamente muchas cosas que solo lograrían emborronar la imagen.
– ¿Está bien decir que estuviste aquí?
– Sí. Querrán saber si estabas en el apartamento, cuándo llegaste, cuándo te fuiste y si había alguien contigo. Puedes decirles que estuvimos allí, que estuvimos discutiendo el proyecto de RAM. No creo que sea útil distraerlos con detalles que no vienen al caso sobre Max Clinter o su casa. Debes decir la verdad, no puedes mentir, pero no tienes por qué contar detalles que no te pregunten. ¿Entiendes lo que estoy diciendo?
– Creo que sí. ¿Debo contarles que pasé la noche en un hotel?
– Desde luego. Querrán saber dónde estuviste. Tienes que ser sincera. Es normal que después de que entraran en tu apartamento varias veces y de que la policía local no actuara de un modo adecuado no quisieras dormir allí. Es normal que te sintieras más segura en un hotel, en Walnut Crossing o en el apartamento de un amigo en Manhattan. Por cierto, ¿saliste del hotel en algún momento durante la noche?
– No, por supuesto que no. Pero supón… -Hubo un fuerte sonido de alguien que llamaba a la puerta-. La policía está aquí. Mejor que vaya a abrir. Te llamaré después.
Después de colgar, Gurney se quedó donde estaba, en medio de la sala, tratando de aferrarse con fuerza a los hechos, dándole vueltas a todo lo que implicaban. Se sentía como alguien que está haciendo juegos malabares con media docena de naranjas y al que, de repente, le cae una sandía.
Una sandía cargada de nitroglicerina.
– ¿Suicidio? -dijo Kyle.
– Lo dudo -contestó Gurney-. No da el perfil. Y aunque lo diera, el homicidio sigue teniendo más sentido.
– ¿Crees que los policías de Siracusa son lo bastante buenos para averiguar lo que ocurrió de verdad?
– Quizá con un poco de ayuda. -Pasó unos segundos sopesando sus opciones, luego sacó el teléfono y marcó el número de Hardwick.
– Puta casualidad -dijo la voz áspera, que respondió de inmediato.
– ¿Perdón?
– Estaba cogiendo el teléfono para llamarte… y aquí estás. No me digas que no es una puta casualidad.
– Lo que tú digas, Jack. Te llamo porque sé algo que podría resultar valioso para el DIC. Además, tal vez seas la única persona del DIC dispuesta a hablar conmigo.
– Sí, bueno, después de que te dé cierta noticia, puede que te importe una mierda…
– Escúchame. Robby Meese está muerto.
– ¿Muerto? ¿Muerto significa asesinado?
– Eso diría, aunque lo han preparado para que parezca un suicidio.
– ¿Lo saben en el DIC?
– De momento, lo sabe la policía de Siracusa. Así pues, lo sabréis muy pronto, pero esa no es la cuestión. Quiero que el forense se asegure de mirar en el teclado del ordenador que se usó para escribir la supuesta nota de suicidio. Es probable que las manchas en las teclas sean similares a las del ordenador de Ruth Blum.
Hardwick hizo una pausa, como si tratara de comprenderlo.
– ¿Dónde está el cadáver?
– En el apartamento de Kim Corazon.
Una pausa más larga.
– Los borrones de guantes de látex en el teclado de Blum. Alguien trató de escribir el mensaje sin que se borraran las huellas dactilares de la víctima. Trataba de dar la impresión de que lo había escrito ella. ¿Sí?
– Sí.
– ¿Y en este caso? Las huellas en el teclado serían las de ella, no las de Meese. ¿Cómo iba a parecer que él escribió esa nota?
– El asesino podría haberle pedido a Meese que escribiera otra cosa (un correo electrónico, por ejemplo) antes de matarlo. Luego, con las huellas de Meese en el teclado, el asesino se pone los guantes y escribe la nota de suicidio.
– Y bien, ¿qué quieres que haga yo con todo eso?
– Cuando veas el informe del CJIS, que con suerte mencionará la nota del ordenador, podría ocurrírsete, de repente, quizá por la relación de Kim Corazon con Ruth Blum, que las huellas del teclado de ordenador deberían compararse. Puede que quieras mencionárselo a Bullard en Auburn. Y al detective James Schiff de Siracusa.
– ¿No quieres hacerlo tú mismo?
– En estos momentos, no soy muy popular que digamos. Cualquier sugerencia mía terminaría al fondo de la pila, si es que llega a la pila.
Hardwick explotó en un acceso de tos. O podría haber sido una risa.
– Tío, no sabes cuánta razón tienes, y por eso estaba a punto de llamarte. La Unidad de Incendios ha decidido detenerte para interrogarte como sospechoso.
– ¿Cuándo?
– Seguramente mañana por la mañana. Podría ser esta tarde. He pensado que sería bueno que lo supieras, por si prefieres no estar en casa.
– Bueno, Jack, gracias. Te cuelgo. Tengo que hacer unas cuantas cosas.
– Cuídate, kemosabe. La partida se está poniendo fea.
Cuando Gurney colgó, estaba de pie en medio de la gran sala. Madeleine y Kyle permanecían sentados a la mesa. Su hijo lo miraba asombrado.
– Esa historia de los guantes en el teclado es increíble. ¿Cómo la has descubierto?
– Solo es una posibilidad. Puede que no haya descubierto nada. Sin embargo, hay otro problema: los idiotas de los federales están presionando a los idiotas de la Unidad de Incendios para que me interroguen en relación con el incendio del granero.
Kyle parecía indignado.
– ¿No es eso lo que ese capullo de Kramden hizo cuando estuvo aquí?
– Kramden me tomó declaración como testigo. Ahora quieren interrogarme como sospechoso.
Madeleine estaba desconcertada.
– ¿Sospechoso? -gritó Kyle-. ¿Han perdido completamente el juicio?
– Eso no es todo -dijo Gurney-. Uno o más cuerpos policiales podrían querer interrogarme por la muerte de Robby Meese, porque estuve en el apartamento de Kim anoche. Así pues, creo que será mejor que no esté por aquí. Los interrogatorios de homicidios pueden eternizarse y esta noche tengo una cita a la que no puedo faltar.
Kyle parecía ansioso, tenso, impotente. Caminó hasta el otro extremo de la sala y observó la estufa, que estaba apagada. Negó con la cabeza.
La mirada de Madeleine estaba clavada en su marido.
– ¿Adónde irás?
– A la cabaña de Clinter.
– ¿Y esta noche…?
– Esperaré, observaré, escucharé. A ver quién se presenta. Improvisaré.
– Que hables con tanta calma resulta aterrador.
– ¿Por qué?
– Le restas importancia a todo, cuando todo está en juego.
– No me gusta el drama.
Hubo un silencio entre ellos, roto por el sonido de un graznido en la distancia. En el prado de abajo, tres cuervos alzaron el vuelo desde la hierba rala y ascendieron formando un arco hasta las copas de las cicutas, al otro lado del estanque.
Madeleine respiraba larga y lentamente.
– ¿Y si el Buen Pastor entra con una pistola y te dispara?
– No te preocupes, eso no ocurrirá.
– ¿Que no me preocupe? ¿Que no me preocupe? ¿De verdad has dicho eso?
– Lo que quiero decir es que quizá no haya tanto por lo que preocuparse como crees.
– ¿Cómo lo sabes?
– Si ha estado escuchando esos micrófonos, me habrá oído decir que Max y yo vamos a reunirnos en la cabaña esta medianoche. Lo más razonable para él sería aparecer un par de horas antes que nosotros, decidir la posición más ventajosa, esconder su vehículo, ocultarse y esperar. Creo que ese le parecerá el mejor plan. Tiene mucha experiencia disparando a gente por la noche en entornos rurales remotos. De hecho, es muy bueno en eso. Tendrá a mano obtener una gran recompensa corriendo un riesgo mínimo. Además esa oscuridad y ese aislamiento le serán familiares, le alentarán. Será casi como una zona de confort.
– Solo si su mente trabaja como tú crees que lo hace.
– Es un hombre extremadamente racional.
– ¿Racional?
– Extremadamente, no tiene ningún tipo de empatía. Eso es lo que lo convierte en un monstruo, en un completo sociópata. Pero también hace que sea más fácil de comprender. Su mente es una calculadora que siente infinita aversión por el riesgo…, y las calculadoras son predecibles.
Madeleine lo miró como si le estuviera hablando en un idioma diferente, en un idioma de otro planeta.
– Así que tu plan es, básicamente, aparecer antes -dijo Kyle, cuya voz reflejaba toda sus dudas-. Tú le esperarás a él en lugar de que él te espere a ti.
– Algo así. En realidad es muy simple.
– ¿Estás seguro?
– Lo bastante seguro para seguir adelante.
Hasta cierto punto era verdad, aunque todo era relativo. No podía quedarse quieto y no se le ocurría ninguna otra manera de seguir adelante.
Madeleine se levantó de la mesa y se llevó sus copos de avena fríos y la tostada sin terminar al fregadero. Miró el grifo durante un rato, sin tocarlo, con los ojos llenos de terror. Luego, levantando la mirada, con una sonrisa tensa, dijo: -Hace un buen día; voy a ir a dar un paseo.
– ¿No vas a trabajar en la clínica hoy? -preguntó Gurney.
– No he de estar allí hasta las diez y media. Tengo mucho tiempo. La mañana es demasiado bonita para estar en casa.
Fue al dormitorio y dos minutos más tarde salió con una combinación de colores arriesgada: pantalones de lana color lavanda, chaqueta de nailon rosa y una boina roja.
– Estaré al lado del estanque -dijo ella-. Te veré antes de que te vayas.
Kyle se acercó y se sentó a la mesa con su padre.
– ¿Crees que está bien?
– Claro. Es decir…, obviamente está… Estoy seguro de que está bien. Estar al aire libre siempre le ayuda. Caminar le ayuda, le sienta bien.
Kyle asintió.
– ¿Qué debo hacer?
Sonó como la pregunta más trascendente que un hijo le puede hacer a un padre. Gurney sonrió.
– Mantén los ojos bien abiertos. -Hizo una pausa-. ¿Cómo va tu trabajo? ¿Y las cosas de la facultad?
– El correo electrónico es mágico.
– Bien. Me siento mal con todo esto. Te he arrastrado a algo… Tengo la sensación de que te he creado un problema, de que te he puesto en peligro. Es algo que un padre… -Su voz se fue apagando. Miró por la puerta cristalera, para ver si los cuervos seguían posados en la cicuta.
– No es cierto, papá. Precisamente, eres tú quien se encarga de alejar el peligro.
– Sí, claro. Bueno, será mejor que me prepare. No quiero quedarme atrapado con esta cuestión absurda del incendio cuando necesito estar en otro sitio.
– ¿Quieres que haga algo?
– Lo que te he dicho: mantén los ojos abiertos. Y ya… sabes dónde… -Gurney hizo un gesto hacia el dormitorio.
– Dónde está la escopeta. Sí. No hay problema.
– Mañana por la mañana, con un poco de suerte, todo debería estar bien. -Tras estas palabras, que le parecieron un tanto huecas, Gurney salió de la habitación.
Realmente no tenía mucho que hacer antes de salir. Comprobó que su teléfono estaba cargado, el mecanismo de su Beretta y la seguridad de su cartuchera de tobillo. Fue a su escritorio y sacó la carpeta de información que Kim le había dado en su primera reunión y agregó las copias impresas de los informes que Hardwick le había enviado por correo electrónico. Contaba con unas horas antes de que ocurriera nada. Tendría tiempo para revisar todo aquello.
Cuando salió a la cocina, Kyle estaba de pie junto a la mesa, demasiado ansioso para permanecer quieto.
– Oye, hijo, será mejor que me vaya.
– Bueno, pues… hasta luego. Hasta esta noche. -El chico levantó la mano de un modo que quiso aparentar normalidad, algo entre un gesto y un saludo.
– Claro. Hasta luego.
Gurney cogió su chaqueta del lavadero y se dirigió al coche. Apenas era consciente de que estaba conduciendo por el sendero del prado cuando llegó junto al estanque, donde la hierba se mezclaba con la gravilla del camino rural. En ese momento vio a Madeleine.
Estaba de pie junto a un abedul alto en el borde del estanque del lado de la colina, con los ojos cerrados y la cara levantada hacia el sol. Detuvo el coche, bajó y caminó hacia ella. Quería despedirse y decirle que estaría en casa antes de la mañana.
Ella abrió los ojos despacio y le sonrió.
– ¿No es asombroso?
– ¿Qué?
– El aire.
– Oh. Sí, muy bonito. Ya estaba en camino y pensaba…
La sonrisa de su mujer lo pilló a contrapié. Estaba tan… intensamente llena de…, ¿de qué? No era exactamente tristeza. Era otra cosa.
Fuese lo que fuese, también estaba en su voz.
– Solo para un momento -dijo ella- y siente el aire en la cara.
Durante unos instantes -unos segundos, un minuto quizá, no estaba seguro- sintió una emoción que lo paralizó.
– ¿No es asombroso? -dijo ella otra vez, con tanta suavidad que las palabras parecían parte del aire que ella estaba describiendo.
– He de irme -dijo-. He de irme antes…
Ella lo detuvo.
– Lo sé. Sé qué has de irte. Ten cuidado. -Puso la mano en la mejilla de Dave-. Te quiero.
– Oh, Dios. -La miró-. Tengo miedo, Maddie. Siempre he sido capaz de resolver las cosas. Por Dios, espero saber lo que estoy haciendo. Es lo único que me queda.
Ella puso los dedos suavemente en sus labios.
– Lo harás genial.
No recordaba haber caminado hacia su coche, haberse subido en él.
Lo que recordaba era mirar atrás, ver a Madeleine de pie en el terreno alto de encima del abedul, radiante a la luz del sol, con aquella profusión de colores, saludándolo, sonriendo de un modo conmovedor que iba más allá de lo que él podía comprender.
El terreno rural entre Walnut Crossing y el condado de Cayuga ofrecía un paisaje bucólico clásico: pequeñas granjas, viñedos y ondulados campos de maíz intercalados con bosquecillos de árboles de madera dura. Pero Gurney apenas se fijó. Solo pensaba en su destino -una pequeña cabaña austera en una ciénaga de agua negra- y en lo que podría ocurrir esa noche.
Todavía no era mediodía cuando llegó. En lugar de entrar, decidió pasar de largo junto a la entrada de tierra, con aquel esqueleto centinela y la puerta de aluminio combada. La puerta estaba abierta, lo que parecía más un mal presagio que una invitación.
Continuó un par de kilómetros y dio un giro de ciento ochenta grados. Al volver, a medio camino del sendero intimidante de Clinter, vio un granero grande y decrépito en medio de un campo lleno de malas hierbas. El techo se estaba combando. Faltaban unos pocos tablones del lateral, así como una de las puertas dobles. No había ninguna casa a la vista, solo unos cimientos ruinosos que podrían haberla sostenido.
Gurney sintió curiosidad. En cuanto llegó a lo que sospechaba que había sido la entrada, ascendió lentamente por el campo hasta el granero. Dentro estaba oscuro. Tuvo que encender los faros para formarse una idea del interior. El suelo era de hormigón. Un pasillo abierto se extendía desde la claridad de la entrada hasta la oscura parte de atrás del edificio. Estaba sucio, con heno en descomposición por todas partes, pero, por lo demás, estaba vacío.
Entró lentamente en la oscuridad del granero y se adentró hasta donde pudo. Cogió la carpeta con la información de Los huérfanos y los informes policiales, bajó del coche y cerró las puertas. Era mediodía. Iba a ser una larga espera, pero estaba preparado para aprovecharla bien.
Continuó a pie, bajando por el campo enmarañado y a lo largo de la carretera hasta el sendero de Clinter. Al entrar por el estrecho camino elevado que atravesaba el estanque de castores y la ciénaga adyacente, le sorprendió otra vez la determinación del hombre por controlar el acceso a su casa. Su evidente paranoia le había servido para crear ciertos elementos disuasorios eficaces para que nadie entrara sin permiso.
Como le había prometido Clinter, la puerta delantera de la cabaña no estaba cerrada con llave. El interior, una gran sala, olía a humedad, el típico olor de un lugar cuyas ventanas rara vez se abren. Las paredes de troncos aportaban otro olor, leñoso y acre. Los muebles parecían proceder todos de una tienda especializada en estilo rústico. Era un entorno masculino. Un entorno de cazador.
Había un hornillo, un fregadero y un frigorífico contra una pared; una mesa larga con tres sillas junto a la pared adyacente; un cama individual baja contra otra pared. El suelo estaba hecho de planchas de pino con manchas oscuras. La silueta de lo que parecía ser una trampilla en el suelo captó su atención. Vio un orificio del tamaño de un dedo en uno de los bordes, supuso que era un medio para levantar la trampilla. Por curiosidad, Gurney intentó abrirla, pero no se movió. Presumiblemente, en algún momento del pasado, la habían cerrado. O, conociendo a Clinter, podía haber un cierre oculto en alguna parte. Quizás allí guardaba las armas de colección que vendía a otros coleccionistas sin que le fuera necesaria una licencia federal de armas.
Había una ventana que proporcionaba cierta luz natural y una vista de la senda exterior. Se acomodó en una de las tres sillas y trató de ordenar la gruesa pila de papeles para mantenerse entretenido las horas que tenía por delante. Después de ordenar y reordenar los documentos de diferentes modos, decidió empezar por donde se le antojara.
Armándose de valor, cogió la hoja de las fotos de las autopsias de diez años antes y eligió las de las heridas en la cabeza. Una vez más le parecieron espantosas: la forma en que los traumas masivos distorsionaban los rasgos faciales de las víctimas en facsímiles grotescos de emociones vivas. Aquella brutal violación de la dignidad personal renovó sus ganas de llevar a aquel asesino ante la justicia, de reponer el honor de las víctimas.
Se sintió mejor. Era una determinación sin complicaciones y que le daba fuerzas. Sin embargo, su momentáneo entusiasmo pronto empezó a apagarse.
Al mirar en torno a la estancia -esa sala fría, poco acogedora e impersonal que servía de hogar a un hombre- le sorprendió la pequeñez del mundo de Max Clinter. No sabía cómo había sido su vida antes de su encuentro con el Buen Pastor, pero desde luego se había marchitado y contraído en los años transcurridos desde entonces. Esa cabaña, esa pequeña caja apostada en un montículo de tierra en medio de una ciénaga, en medio de ninguna parte, era la guarida de un ermitaño. Clinter era un ser humano profundamente aislado, movido por sus demonios, por sus fantasías, por su hambre de venganza. Clinter era Ahab. Un Ahab herido y obsesionado. Sin embargo, en lugar de vagar por el mar, este Ahab acechaba en el páramo. Era un Ahab con pistolas en lugar de arpones. Obsesionado por su propia búsqueda, no imaginaba otro futuro que la culminación de su misión, no oía nada más que las voces que resonaban en su mente.
Ese hombre estaba completamente solo.
La certeza y la fuerza de esa idea llevaron a Gurney al borde de las lágrimas.
Pero no lloraba por Max.
Lloraba por sí mismo.
Y fue entonces cuando pensó en la imagen de Madeleine. El recuerdo de su mujer de pie en el pequeño montículo detrás del abedul, entre el estanque y el bosque. Allí de pie, diciéndole adiós, con ese desenfrenado estallido de color y luz, saludando y sonriendo. Sonriendo con una emoción que estaba mucho más allá de él. Una emoción que iba más allá de las palabras.
Era como el final de una película, una película sobre un hombre al que le habían dado un gran regalo, un ángel para iluminar con amor su camino, un ángel que podía habérselo mostrado todo, que podía haberle conducido a todas partes, simplemente con que él hubiera estado dispuesto a mirar, a escuchar, a seguirlo. Pero el hombre había estado demasiado ocupado, demasiado absorto en demasiadas cosas, encerrado en sí mismo. Y al final el ángel tuvo que marcharse, porque ya había hecho todo lo posible por él, todo lo que él estaba dispuesto a permitir. Ella lo quería, sabía todo lo que había que saber de él, lo amaba y lo aceptaba exactamente como era, le deseaba todo el amor y la luz y la felicidad que él era capaz de aceptar, le deseaba todo lo mejor para siempre. Pero ahora era hora de que se fuera. Y la película terminaba con el ángel sonriendo, sonriendo con todo el amor del mundo, mientras ella desaparecía en la luz del sol.
Gurney bajó la cabeza y se mordió el labio. Unas lágrimas rodaron por sus mejillas. Y empezó a sollozar. Por la película imaginada. Por su propia vida.
Era ridículo, pensó una hora después. Era absurdo. Un desatino autoindulgente, desbordado e hiperemocional. Cuando tuviera tiempo, lo estudiaría con más atención, descubriría lo que en realidad había desencadenado aquella crisis infantil y sin importancia. Obviamente había estado sintiéndose vulnerable. Todos los problemas derivados del caso y lo que le estaba costando recuperarse de las heridas de bala le hacían sentirse frustrado y demasiado sensible. Y sin duda había cuestiones más profundas, ecos de inseguridades infantiles, temores… Decididamente tenía que examinarlo, pero en ese momento…
En ese momento necesitaba aprovechar lo mejor posible el tiempo del que disponía. Necesitaba prepararse para el final de la partida.
Empezó a hojear los papeles, desde los resúmenes a los atestados originales y las notas de Kim respecto a sus contactos iniciales con las familias, desde el perfil generado por el FBI al texto completo del memorando de intenciones del Buen Pastor.
Se lo leyó todo con atención, como si lo estuviera haciendo por primera vez. Cada dos por tres miraba por la ventana a la senda elevada y daba algún que otro paseo por la estancia para mirar por las otras ventanas. Tardó unas dos horas en leer los documentos. Y luego lo repasó todo otra vez.
Cuando terminó, ya estaba anocheciendo. Estaba cansado de leer y agarrotado de estar sentado. Se levantó de la silla, se estiró, sacó la Beretta de su funda del tobillo y salió de la cabaña. El cielo sin nubes estaba en esa fase del anochecer en la que el azul se torna gris. En el estanque de los castores hubo un chapoteo ruidoso. Y luego otro. Y otro. Y después, silencio.
El silencio trajo consigo una sensación de tensión. Gurney rodeó lentamente la cabaña. Todo parecía igual a como lo recordaba de su anterior visita, salvo que ahora ya no había ningún Humvee aparcado en la parte de atrás. Regresó a la parte delantera y entró de nuevo en la casa. Cerró la puerta detrás de él, pero no pasó el pestillo.
Solo había estado fuera tres o cuatro minutos, pero el nivel de luz había bajado de manera perceptible. Volvió a la mesa, dejó la Beretta a mano y seleccionó de la pila de papeles su propia lista de preguntas sobre el caso. Captó su atención la misma a la que Bullard había aludido en Sasparilla y que Hardwick había mencionado por teléfono. Jimi Brewster podría haber tenido un par de motivos para matar no solo a su padre, sino también a las otras cinco víctimas.
Hardwick especuló con que Jimi podría haber matado a su padre por puro odio, ese hombre que priorizaba ciertas cosas, como demostraba el coche que había elegido. Añadió que podía haber asesinado a las otras cinco víctimas porque conducían coches similares al de su padre. Un objetivo principal y cinco víctimas secundarias.
No obstante, aunque aquella teoría tenía algo de seductor, no cuadraba con el esquema clásico de los asesinos patológicos. Tendían a matar al objeto principal de su odio o a una serie de sustitutos, no a ambos. Así que la estructura de motivación primaria-secundaria no…
¿O sí?
¿Y si…?
¿Y si el asesino tenía un objetivo principal, una persona a la que quería matar? ¿Y si mató a las otras cinco no porque a él le recordaran al objetivo principal, sino porque la policía las asociaría con el objetivo principal?
¿Y si el asesino escogió a esas otras cinco personas solo para crear la impresión de que se estaba ante una clase de crimen diferente? Como mínimo, esas víctimas extra volverían tan enrevesado el caso que impedirían que la policía pudiera averiguar quién de las seis era realmente el objetivo principal. Además, era bastante probable que la policía nunca llegara a plantearse siquiera esa pregunta.
¿Por qué iba a ocurrírseles que seis era, en realidad, la suma de uno más cinco? ¿Por qué tomar ese camino? Sobre todo si desde un principio manejaban una teoría según la cual los seis objetivos eran igual de importantes; sobre todo si habían recibido un manifiesto del asesino del que se deducía que todos los asesinatos tenían un mismo sentido, que se basaban en una forma de misión. El manifiesto lo explicaba todo. Era un documento tan inteligente y que reflejaba tan bien los detalles de los crímenes que hasta las mentes más brillantes se lo tragarían por completo.
Gurney sentía que por fin pensaba con claridad, que la niebla empezaba a disiparse. Era la primera hipótesis del caso que parecía, al menos a primera vista, coherente.
Como le pasaba siempre, se preguntó por qué no se le había ocurrido antes. Al fin y al cabo, solo era una pequeña vuelta de tuerca de la descripción que Madeleine había hecho de la escena central de El hombre del paraguas negro. Pero en ocasiones un milímetro marca toda la diferencia.
Por otra parte, no todas las ideas que encajan tienen por qué ser correctas. Sabía bien lo fácil que era pasar por alto errores lógicos cuando todo parecía cuadrar. Cuando el producto de la propia mente es el sujeto, la objetividad es una ilusión. Todos creemos que tenemos una mente abierta, pero en realidad nadie la tiene. En tales circunstancias, que alguien haga de abogado del diablo es vital.
Su primera opción era Hardwick. Cogió el teléfono y le llamó. Dejó un breve mensaje en el buzón de voz.
– Eh, Jack, tengo un nuevo enfoque del caso y me gustaría saber cómo lo ves. Llámame.
Se aseguró de que tenía el teléfono en modo vibración. No estaba seguro de qué le depararía la noche, pero que, de repente, empezara a sonar el teléfono podría ser un problema.
Su siguiente opción para que le hiciera de abogado del diablo era la teniente Bullard. No sabía en qué había quedado su relación con ella, pero, fuera como fuera, necesitaba su punto de vista. Además, si su visión del caso era correcta, todos sus problemas con la autoridad podían quedar en nada. La llamó, pero de nuevo volvió a saltar el buzón de voz. Le dejó, esencialmente, el mismo mensaje que a Hardwick.
Sin embargo, seguía necesitando confrontar su nueva teoría. Así pues, con sentimientos encontrados, decidió llamar a Clinter, que respondió después del tercer tono.
– Eh, amigo, ¿problemas en su gran noche? ¿Llama para pedir ayuda?
– No hay problemas, solo una idea que quería cotejar, a ver qué le parece.
– Soy todo oídos.
De repente se le ocurrió que entre Clinter y Hardwick había cierto parecido. Clinter era Hardwick llevado al límite. La idea, extrañamente, le hizo sentirse más y menos cómodo a la vez.
Gurney le explicó su teoría. Dos veces.
No hubo respuesta. Mientras esperaba, miró por la ventana al amplio estanque pantanoso. La luz de la luna hacía que los árboles muertos que se cernían sobre la hierba de la ciénaga adquirieran un aire inquietante.
– ¿Está ahí, Max?
– Estoy pensando, amigo. No encuentro ningún fallo fatal en lo que dice. Por supuesto, plantea preguntas.
– Por supuesto.
– Para estar seguro de que lo comprendo, ¿está diciendo que solo uno de los asesinatos importaba?
– Correcto.
– ¿Y que los otros cinco fueron para protegerse?
– Correcto.
– ¿Y que ninguno de los asesinatos tiene nada que ver con los males de la sociedad?
– Correcto.
– Y que los coches caros eran el objetivo…, ¿por qué?
– Quizá porque la única víctima que importaba conducía uno. Un Mercedes grande, negro y caro. Tal vez de ahí surgió todo.
– ¿Y a las otras cinco personas las mataron básicamente por azar? ¿Les dispararon porque conducían el mismo tipo de coche? Para que pareciera que había un patrón.
– Correcto. No creo que el asesino conociera a las otras víctimas ni que le importaran lo más mínimo.
– Lo cual lo convertiría en un cabrón muy frío, ¿no?
– Correcto.
– Así que ahora la gran pregunta es: ¿qué víctima era la que importaba?
– Cuando me encuentre con el Buen Pastor se lo preguntaré.
– ¿Y cree que será esta noche? -La voz de Clinter vibraba de entusiasmo.
– Max, ha de mantenerse alejado. Es una situación muy delicada.
– Entendido, amigo. Una pregunta más: ¿cómo explica su teoría respecto a los viejos crímenes los asesinatos más recientes?
– Es sencillo. El Buen Pastor está tratando de impedir que nos demos cuenta de que las seis víctimas originales eran la suma de una más cinco. De alguna manera, Los huérfanos del crimen puede llegar a desvelar ese secreto, posiblemente señalando en cierto modo el que importaba. Está matando gente para impedir que eso ocurra.
– Un hombre muy desesperado.
– Más pragmático que desesperado.
– Cielo santo, Gurney, ha matado a tres personas en tres días, según las noticias.
– Exacto. Pero no creo que la desesperación tenga mucho que ver. No creo que el Buen Pastor vea el crimen como algo grande. Mata cuando cree que le resulta beneficioso, cuando siente que con un asesinato eliminará más riesgo en su vida del que creará. No creo que la desesperación entre en…
Una señal de llamada en espera detuvo a Gurney a mitad de la frase. Miró el identificador.
– Max, he de colgar. Tengo a la teniente Bullard del DIC en la otra línea. Y, Max, manténgase alejado de aquí hoy, por favor.
Gurney miró por la ventana. El extraño paisaje negro y plata ponía la carne de gallina. Un rayo de luz de luna cruzaba el centro de la sala, proyectando una imagen de la ventana y su propia sombra, en la pared de enfrente, encima de la cama.
Pulsó el botón de hablar para atender la llamada en espera.
– Gracias por devolverme la llamada, teniente. Se lo agradezco. Creo que podría tener algo… -No terminó la frase.
Hubo una explosión asombrosa; un destello blanco acompañado por un estallido ensordecedor; un impacto terrible en la mano de Gurney.
Trastabilló contra la mesa, sin saber durante varios segundos qué había ocurrido. Notó que la mano derecha estaba entumecida. Sentía un dolor ardiente en la muñeca.
Temiendo lo que podría ver, levantó la mano a la luz de la luna y la volvió poco a poco. Todos los dedos estaban allí, pero solo sostenían un pequeño trozo del teléfono. Miró a su alrededor en la sala, buscando fútilmente en la oscuridad otras zonas dañadas.
Lo primero que pensó fue que su teléfono había explotado. Pensó en cómo podrían haberlo manipulado, en qué momento alguien capaz de realizar esa clase de sabotaje podría haber accedido a su móvil, en cómo podían haber insertado y activado aquel artefacto explosivo en miniatura.
Pero aquello no solo era improbable, era imposible. La fuerza de la explosión descartaba esa posibilidad; tal vez fuera posible en un móvil falso, construido para tal propósito, pero no en un teléfono de verdad.
Entonces olió la pólvora de un cartucho.
No había sido una minibomba sofisticada, sino el estallido de un cañón.
Pero era el estallido de un cañón ruidoso, no de cualquier pistola, por eso había pensado en una bomba.
Sabía que había una pistola capaz de producir un ruido como aquel.
Había un individuo con la puntería necesaria y el pulso tan firme como para atravesar un teléfono móvil con una bala solo con la luz de la luna como guía.
Habían disparado a través de una de las ventanas. Se agachó y miró a la ventana de encima de la mesa. El cristal iluminado por la luna no estaba roto. El disparo tenía que proceder de una de las ventanas de atrás. Sin embargo, dada la posición de su cuerpo en el momento del impacto, era difícil entender cómo la bala podría haber alcanzado el teléfono sin atravesarle el hombro.
¿Cómo…?
La respuesta le llegó con un pequeño escalofrío.
El disparo no procedía del exterior de la cabaña.
Había alguien allí, en la sala, con él.
No lo vio, lo percibió.
Un sonido de respiración.
A un par de metros de él.
Una respiración lenta, relajada.
Gurney miró en la dirección de la que procedía el sonido. Interrumpiendo la franja de luz plateada a lo largo del suelo de la cabaña, vio un rectángulo oscuro. La trampilla estaba abierta. En el otro lado del hueco, la luz de luna sugería que allí había una figura, de pie.
Un susurro brusco confirmó su impresión.
– Siéntese, detective. Ponga las manos sobre la cabeza.
Gurney obedeció las instrucciones en silencio.
– Tengo algunas preguntas. Ha de responderlas deprisa. ¿Lo entiende? -El susurro resonó como el ronroneo de un gran felino.
– Lo entiendo.
– Si la respuesta no es rápida, supondré que es mentira. ¿Lo entiende?
– Sí.
– Bien. Primera pregunta: ¿va a venir Clinter?
– No lo sé.
– Acaba de decirle por teléfono que no venga.
– Exacto.
– ¿Espera que venga de todos modos?
– Podría ser. No lo sé. No es un hombre previsible.
– Eso es verdad. Siga diciéndome la verdad. La verdad lo mantendrá vivo. ¿Lo entiende?
– Sí.
Gurney sabía aparentar tranquilidad en situaciones extremas. Sin embargo, por dentro solo sentía miedo e ira: miedo por la situación en la que se había metido; ira ante ese error de cálculo que lo había puesto en semejante situación.
Había supuesto que el Buen Pastor se ajustaría al horario que, de alguna manera, él mismo le había marcado en su falsa conversación con Kim, que aparecería en la cabaña dos o tres horas antes de la supuesta reunión de Clinter y Gurney. Perdido en el torbellino de especulaciones sobre el caso, no había contemplado que el Pastor pudiera aparecer mucho antes que eso, quizá doce horas antes.
¿Qué demonios había estado pensando? ¿Que el Buen Pastor era un hombre lógico y que lo lógico era llegar unas pocas horas antes de medianoche? ¿Y que, por lo tanto, eso era lo que ocurriría, cuestión resuelta, al siguiente punto? Cielos, ¡qué estúpido! Se dijo a sí mismo que todo el mundo comete errores, pero aquel podía resultar mortal.
La voz de ronroneo habló otra vez.
– ¿Esperaba engañarme para que viniera aquí? ¿Esperaba tomarme por sorpresa?
Era una pregunta tan acertada que resultaba irritante.
– Sí.
– La verdad. Bien. Eso lo mantiene vivo. Ahora su llamada a Clinter, ¿cree de verdad lo que le ha dicho?
– ¿Sobre los asesinatos?
– Por supuesto que sobre los asesinatos.
– Sí, lo creo.
Durante varios segundos lo único que se oyó fue el sonido de la respiración de aquel hombre. Después le planteó una pregunta con un tono tan suave que apenas lo oyó.
– ¿Qué otras ideas tiene?
– Mi única idea ahora mismo es preguntarme si me va a matar.
– Por supuesto que lo voy a matar. Sin embargo, si me va diciendo la verdad, su vida se alargará unos minutos. Es sencillo. ¿Lo entiende?
– Sí.
– Bien. Ahora dígame todo lo que piensa de los asesinatos. Sus verdaderas ideas.
– Mis ideas son básicamente preguntas.
– ¿Qué preguntas?
¿El susurro ronco era la voz real del Buen Pastor o solo era una forma de ocultarla? Supuso que lo segundo, lo que implicaba cosas interesantes. Sin embargo, su única preocupación en aquel instante era seguir con vida.
– Me pregunto a cuánta gente más ha matado, además de a los que conocemos. Posiblemente unos cuantos. ¿Tengo razón?
– Por supuesto.
Le asombró la franqueza de la respuesta. Por un momento fugaz, esperó que el hombre pudiera, orgulloso, empezar a alardear de lo que había hecho. Al fin y al cabo, los sociópatas tienen su ego y disfrutan de su despiadado poder. Quizá podía conseguir que hablara de sí mismo, a la espera de que alguien acudiera en su ayuda.
Sin embargo, la moneda de la esperanza mostró su otra cara. Se dio cuenta de que a aquel tipo no le importaba hablar porque no corría ningún riesgo, pues Gurney pronto estaría muerto.
El susurro ronco era una parodia de amabilidad.
– ¿Qué otras cosas se pregunta?
– Me pregunto por Robby Meese y por su relación con él. Me pregunto qué hizo él por su cuenta y qué le alentó a hacer. Me pregunto por qué lo mató cuando lo hizo. Me pregunto si pensaba que la gente iba a creer la historia del suicidio.
– ¿Qué más?
– Me pregunto si de verdad trataba de colgarle a Max Clinter el asesinato de Ruth Blum o si solo era un juego estúpido.
– ¿Qué más?
– Me pregunto por mi granero. -Gurney estaba tratando de prolongar la conversación lo más posible, con el máximo de pausas que pudiera insertar. Cuanto más durara, mejor, en todos los sentidos.
– Siga hablando, detective.
– Me pregunto por los transmisores GPS en los coches. Me pregunto si el del coche de Kim fue idea suya o de Robby. Robby, el acosador.
– ¿Qué más?
– Algunas de las cosas que ha hecho son muy inteligentes, aunque otras son muy estúpidas. Me pregunto si sabe cuáles son cuáles.
– La provocación no tiene sentido, detective. ¿Ha llegado al final de sus ideas?
– Me pregunto por el Estrangulador de las Montañas Blancas. Un caso muy extraño. ¿Está familiarizado con él? Tiene algunos aspectos interesantes.
Hubo un largo silencio. El tiempo equivalía a esperanza. El tiempo le daba espacio para pensar, quizás incluso una oportunidad de alcanzar la pistola que estaba a su espalda, sobre la mesa.
Cuando el Pastor habló otra vez, el ronroneo fue almibarado.
– ¿Algunas ideas finales?
– Solo una más. ¿Cómo es posible que alguien tan listo como usted cometiera un error tan colosal en Lakeside Collision?
Hubo un largo silencio, un silencio alarmante que podría significar alguna cosa. Tal vez por fin algo le había pillado por sorpresa. O podía ser, simplemente, que su dedo se estuviera tensando en el gatillo. Gurney sintió un nudo en el estómago.
– ¿De qué está hablando?
– Lo descubrirá muy pronto.
– Quiero saberlo ahora. -Había una nueva intensidad en el susurro, junto con el destello de algo que se movía en el rayo de luz de luna.
Gurney captó el primer atisbo del cañón plateado de una enorme pistola levantándose a la altura de su cara, a un par de metros.
– Ahora -repitió el hombre-. Hábleme de Lakeside Collision.
– Dejó una identificación allí.
– No llevo ninguna identificación.
– Esa noche la llevaba.
– Dígame exactamente qué era. Dígamelo ahora.
No había respuesta buena para esa pregunta, ninguna respuesta que pudiera salvarlo. Desde luego, revelar el hallazgo de la huella de los neumáticos no iba a conseguirle indulto. Y rogar por su vida sería peor que inútil. Solo había una opción, una posibilidad que le daba un rayo de esperanza para seguir con vida un minuto más: contestar con evasivas, negarse a decir nada más.
Gurney trató de que no le temblara la voz:
– Dejó la solución al rompecabezas en el aparcamiento de Lakeside Collision.
– No me gustan los acertijos. Tiene tres segundos para responder mi pregunta. Uno. -Levantó la pistola un poco, bajo el rayo de luz de luna-. Dos. -La movió ligeramente a la derecha y la mantuvo firme-. Tres. -Apretó el gatillo.
El movimiento reflejo de Gurney para apartarse del destello y el estallido ensordecedor habría derribado la silla si no hubiera sido por el borde de la mesa. Durante un minuto no pudo ver nada y lo único que pudo oír fue el eco discordante del disparo.
Sintió cierta humedad en el lado izquierdo del cuello, un leve goteo. Se llevó la mano a un lado de la cara y notó más humedad en el lóbulo de la oreja. Al palpar con los dedos descubrió un punto que le escocía, que le ardía, en la parte superior de la oreja: el origen de la sangre.
– Ponga las manos sobre la cabeza. Ahora. -La voz que susurraba parecía distante, perdida en la reverberación de sus oídos.
Pero hizo lo posible por obedecer.
– ¿Me ha oído? -dijo la voz distante, apagada.
– Sí -dijo Gurney.
– Bien. Escuche con atención. Le haré la pregunta otra vez. Debe responderla. Sé juzgar bien qué es verdad y qué no lo es. Si oigo la verdad, continuamos con una bonita conversación inofensiva. Pero si escucho una mentira, aprieto el gatillo otra vez. ¿Está claro?
– Sí.
– Cada vez que oiga una mentira, pierde algo. La próxima vez no será solamente un trocito de su oreja. Perderá cosas más importantes. ¿Entiende?
– Entiendo. -La visión de Gurney estaba empezando a recuperarse del destello del cañón. Otra vez distinguía una franja de luz de luna en medio de la sala.
– Bien. Quiero saberlo todo de ese supuesto error en Lakeside Collision. Sin acertijos. La pura verdad. -A la luz de la luna, el cañón bañado en plata de la pistola descendió gradualmente hasta que se alineó con el tobillo derecho de Gurney.
Dave apretó los dientes para no temblar ante la idea de lo que una bala de la Desert Eagle podía hacerle a esa articulación. Podía ir despidiéndose del pie, pero lo peor sería la pérdida de sangre arterial. Y responder la verdad a aquellas preguntas no era la palanca que controlaría el resultado. La palanca era el sentido de seguridad personal del Buen Pastor. Y esa palanca solo podía moverse en una dirección. No había escenario alguno en el que un Gurney vivo pudiera plantear un riesgo menor para el Buen Pastor que un Gurney muerto.
Lo único que faltaba por determinar era cuántas partes de su cuerpo le amputaría antes de morir desangrado, solo, en el suelo de la cabaña de Max Clinter, en medio de una ciénaga, en medio de ninguna parte.
Cerró los ojos y vio a Madeleine junto al abedul.
En fucsia, violeta, rosa, azul, naranja, escarlata…, brillando bajo la luz del sol.
Caminó hacia ella, a través de una hierba que era tan verde como la vida y que olía tan dulce como debía de oler el cielo.
Madeleine puso sus dedos levemente en los labios de él y sonrió.
– Lo harás genial -dijo-. Lo harás genial.
Y un momento después estaba muerto.
O eso pensó.
A través de los párpados cerrados, sintió una iluminación repentina, acompañada por el sonido de una música distante que sonaba cada vez más fuerte en sus oídos, que todavía le zumbaban. Por encima oyó el ritmo de un gran tambor.
Y luego la voz.
La voz que lo devolvió a la cabaña en la ciénaga en medio de ninguna parte. Una voz poderosamente amplificada por un megáfono.
«Policía… Policía del estado de Nueva York… Tire sus armas… Tire sus armas y abra la puerta… Ahora… Tire sus armas y abra la puerta… Policía del estado de Nueva York… Tire sus armas y abra la puerta.»
Gurney abrió los ojos. En lugar de luz de luna, había un foco brillando en la ventana. Miró a través de la sala al lugar donde el Buen Pastor había permanecido como un ninja en la oscuridad. En su lugar había un hombre de estatura media, vestido con pantalones marrones y un cárdigan color habano, con una mano levantada para cubrirse los ojos del resplandor. Le costó asociar esa modesta figura con el monstruo homicida de su imaginación. Sin embargo, en la otra mano la brillante pistola Desert Eagle de calibre 50 no dejaba lugar a dudas. La pistola responsable de la sangre que aún goteaba por un lado del cuello de Gurney, del olor acre de pólvora en la sala, del zumbido en sus oídos.
La pistola que había estado a punto de acabar con su vida.
El hombre se apartó un poco del foco y con calma bajó la mano con la que se había protegido los ojos, revelando un rostro impasible, sin arrugas. Era una cara sin nada especial, que no reflejaba emoción alguna, sin ningún rasgo en particular. Era una cara equilibrada y ordinaria. Una cara que era esencialmente olvidable.
Sin embargo, Gurney sabía que la había visto antes.
Cuando finalmente fue capaz de situarla, cuando por fin pudo ponerle un nombre, pensó que se había equivocado. Parpadeó varias veces, tratando de encontrarle sentido a lo que veían sus ojos. Le costaba unir esa identidad callada e inofensiva con las palabras y acciones del Buen Pastor. En especial con una de esas acciones.
Sin embargo, al tiempo que aumentaba su certeza y se aseguraba de que no se equivocaba, casi pudo sentir que las piezas del puzle se movían y empezaban a encajar.
Larry Sterne le devolvió la mirada con expresión más reflexiva que temerosa. Larry Sterne, que le había recordado al señor Rogers. Larry Sterne, el odontólogo de voz calmada. Larry Sterne, el sereno empresario propietario de una gran clínica dental. Larry Sterne, el hijo de Ian Sterne, que había construido un imperio de la belleza que valía millones de dólares.
Larry Sterne, el hijo de Ian Sterne, quien había invitado a una encantadora joven pianista rusa a compartir su casa de Woodstock. Y casi con certeza su cama. Y, potencialmente, un lugar en su testamento.
Dios santo, ¿solo se trataba de eso?
¿Simplemente se trataba de asegurarse su herencia?
¿Solo intentaba proteger su futuro económico de los imprevisibles afectos de su padre?
Por supuesto, era una herencia sustancial. Una herencia por la que merecía la pena preocuparse. Una máquina de hacer dinero, en realidad. Algo que nadie querría perder.
¿El calmado y amable Larry había evitado, matando a su padre, cualquier riesgo de que esa máquina de hacer dinero terminara en manos de aquella joven y encantadora pianista rusa? Y luego, al llenar el paisaje con otros cinco cadáveres, simplemente había estado evitando correr cualquier riesgo de que la policía se planteara la que habría sido su primera pregunta si Ian Sterne hubiera sido la única víctima: la maldita pregunta que habría llevado directamente a Larry.
Cui bono?
En la extraña combinación de luz de luna y focos en movimiento que iluminaban la ventana, Gurney vio que Sterne seguía agarrando su pistola de manera firme y estable, pero los ojos del hombre estaban innegablemente concentrados en un mundo de opciones que se reducían. Era difícil identificar la emoción exacta que se reflejaba en sus pupilas. ¿Era terror? ¿Rabia? ¿La feroz determinación de una rata acorralada? ¿La glacial calculadora acababa de saturarse y había dejado a aquel tipo en un estado frenético?
Gurney pensó que estaba viendo a alguien que actuaba mecánicamente, sin corazón. Ese mismo modo de actuar había provocado… ¿cuántas muertes?
¿Cuántas muertes? Entonces recordó el caso del Estrangulador de las Montañas Blancas. Encajaba en el patrón: un asesinato quedaba oculto por otros que solo servían a tal propósito, crímenes que parecían los típicos de un asesino en serie. Gurney se preguntó qué había hecho la novia de Larry para que su vida se convirtiera en un inconveniente para él. ¿Tal vez se había quedado embarazada? O tal vez no era nada tan importante. Para un hombre como Larry -el Estrangulador de las Montañas Blancas, el Buen Pastor- el asesinato no tenía por qué basarse en un motivo importante. Lo crucial era que el beneficio que pudiera extraer de él fuera mayor que su coste.
Gurney recordó las palabras del evangelista de RAM con un escalofrío: acabar con una vida, eliminarla como una voluta de humo, pisarla como un terrón de tierra, eso es la esencia del mal.
Fuera, más allá del estanque de los castores, una sirena intermitente se encendió durante cinco segundos y se apagó. El anuncio previo del megáfono se repitió entonces a pleno volumen.
Gurney se volvió en su silla y miró por la ventana delantera. Potentes focos iluminaban el terreno desde el fondo del camino elevado. Aquel sonido que había percibido antes debía de ser el de una sirena. Con el estallido de la pistola zumbando todavía en sus oídos, conmocionado, lo había tomado por música. Y lo que antes le había parecido un gran tambor ahora lo reconoció como el zumbido del rotor de un helicóptero que volaba en círculos. Su foco se desplazaba adelante y atrás por encima de la cabaña, por encima de la hierba enredada de la ciénaga, por encima de los troncos desnudos de los árboles que sobresalían del agua negra.
Gurney se volvió hacia Sterne. Tenía dos preguntas que pugnaban en lo alto de su lista de cuarenta o cincuenta. La primera era la más urgente.
– ¿Qué va a hacer ahora, Larry?
– Actuar de la manera más razonable posible.
La respuesta no podría haber sido más demencial.
– ¿Qué significa eso?
– Rendirme. Jugar el juego. Imponerme.
Gurney temía estar viendo la calma que precede a la tormenta, temía que la dulce luz de la razón y la rendición estuviera a punto de explotar para dar paso a un desquiciado baño de sangre.
– ¿Imponerse?
– Siempre lo hago. Siempre lo haré.
– Pero ¿pretende rendirse?
– Por supuesto. -Sonrió como si estuviera intentando aliviar el temor de un niño de jardín de infancia a subir al autobús-. ¿Qué se creía? ¿Que iba a tomarlo como rehén, como escudo humano para escapar?
– No sería la primera vez.
– No es el caso. -Parecía estar divirtiéndose-. Sea realista, detective. ¿Qué clase de escudo sería? Por lo que he oído, sus colegas de profesión estarían encantados de tener una oportunidad para dispararle. Más me valdría escudarme con un saco de patatas.
Gurney no sabía qué decir ante la compostura de aquel hombre. ¿Estaba completamente loco?
– Teniendo en cuenta que es un hombre que terminará en la silla eléctrica, se le ve muy contento. -De inmediato se dio cuenta de lo peligroso y poco aconsejable que era aquel comentario, pero la actitud de Sterne lo frustraba.
Sin embargo, al parecer, no tenía por qué preocuparse. Sterne se limitó a negar con la cabeza.
– No sea tonto, detective. Tarados con abogados de tercera han conseguido posponer sus ejecuciones durante veinte años o más. Yo puedo hacerlo mejor. Mucho mejor. Tengo dinero. Un montón de dinero. Tengo conexiones tanto visibles como invisibles. Lo más importante de todo: conozco cómo funciona el sistema legal…, cómo funciona de verdad. Y tengo algo de gran valor para ofrecer al sistema. Algo que intercambiar, digamos. -Irradiaba una tranquilidad que se situaba en algún punto entre la paz de un yogui y la locura.
– ¿Qué tiene?
– Conocimiento.
– ¿De?
– De ciertos casos sin resolver.
Fuera, cinco segundos de una sirena intermitente precedieron a otro anuncio de megáfono. Las palabras se habían hecho más urgentes.
«Policía del estado… Deje sus armas ahora… Abra la puerta ahora… Hágalo ahora… Deje sus armas inmediatamente y abra la puerta… Abra la puerta ahora.»
– ¿Casos sin resolver, como, por ejemplo…?
– Hace unos minutos ha dicho que podría haber más cadáveres. Podría tener razón.
El rugido sordo del helicóptero estaba haciéndose más alto sobre la cabaña; su luz, más brillante. Sterne parecía ajeno a ello. Su atención estaba completamente centrada en Gurney, que a su vez intentaba analizar aquel penúltimo giro de uno de los casos más inquietantes de su carrera.
– No le sigo, Larry. Si pueden colgarle diez asesinatos…
– Bueno, habría que ver si son capaces de eso.
– Sí, de acuerdo, habría que verlo. Pero si pueden, no entiendo qué influencia podría tener confesar un par más.
Sterne sonrió.
– Ya veo lo que está haciendo. Intenta ridiculizar mi oferta para que le muestre mis cartas. Es una treta estúpida, pero me parece bien. Sin secretos entre amigos. Deje que le plantee una pregunta, pura hipótesis: ¿qué importancia tendría para una policía del estado resolver (pura hipótesis) treinta, cuarenta, cincuenta casos abiertos?
O Larry Sterne estaba loco más allá de lo imaginable, o era un mentiroso compulsivo, un megalómano que se creía capaz de inventarse cualquier cosa y hacer que la gente lo creyera.
El escepticismo de Gurney no le pasó desapercibido a Sterne, que dobló su apuesta.
– Supongo que poner cincuenta casos en la carpeta de resueltos mejoraría drásticamente las estadísticas del departamento, proporcionaría un cierre a las familias. Sí, puede tener su influencia. Y si cincuenta no es un número lo bastante grande, podríamos ofrecer sesenta. O setenta. Lo que sea necesario para cerrar el tipo de trato que tengo pensado.
– ¿Cuál es, Larry?
– Nada que no sea razonable. Creo que descubrirá que soy el hombre más razonable que ha conocido. No hay necesidad de entrar en detalles. Lo único que pido es un encarcelamiento razonablemente civilizado. Una celda acogedora para mí solo. Comodidades sencillas. Simplemente la relajación de las reglas poco razonables. Nada que hombres de buena voluntad no puedan negociar razonablemente.
– ¿Y a cambio de eso podría confesar cincuenta o sesenta asesinatos no resueltos, junto con detalles completos que corroborarían el móvil y el método?
– Hipotéticamente.
El megáfono anunció: «Está es su última oportunidad. Tire sus armas y abra la puerta. Es su última oportunidad».
Gurney lo volvió a intentar, a la desesperada.
– ¿Incluido el caso del Estrangulador de las Montañas Blancas?
– Hipotéticamente.
– ¿Y la razón del número tan elevado de víctimas es que el método siempre era el mismo: matar a cinco o seis personas cada vez, solo para disimular el motivo del único crimen que de verdad le importaba?
– Hipotéticamente.
– Ya veo, pero no estoy seguro de comprender el cálculo de riesgo. ¿No sería razonable asumir que un solo asesinato bien planeado presentaría menos riesgo de exposición que cinco o seis?
– La respuesta es no. Por bien planeado que esté un asesinato, sigue centrando la atención en la víctima y en las consecuencias de esa única muerte. No hay escapatoria de la singularidad del suceso. En cambio, los asesinatos adicionales prácticamente eliminan todo riesgo de que el crimen central reciba la atención que requiere, y casi no crea ningún riesgo adicional. A los asesinos se les detiene, básicamente, por su conexión con las víctimas. Si no hay conexión…, bueno, estoy seguro de que comprende el concepto.
– Y el coste, las vidas con las que acabó…
Sterne no dijo nada. Su sonrisa vacía tenía más valor que sus palabras.
Gurney se preguntó cuánto tiempo tardaría una dura prisión del estado en borrarle aquella sonrisa.
Una vez más Sterne pareció comprender lo que estaba pensando. Su sonrisa se ensanchó.
– De hecho ya tengo ganas de ver mis interacciones con el sistema penal y su población. Siempre pienso en positivo, detective. Acepto la realidad que se me presenta. Una prisión es un nuevo mundo por conquistar. Tengo cierta habilidad para atraer a gente a la que puedo usar. Parece que se ha fijado en mi éxito con Robby Meese. Piense en ello. Las instituciones penitenciarias están llenas de gente como Robby Meese, jóvenes susceptibles que buscan una figura paterna, alguien que los comprenda, alguien que esté a su lado, que pueda canalizar sus energías, sus temores, sus resentimientos. Piense en ello, detective. Bien guiados, jóvenes así pueden convertirse en una especie de guardia de palacio. Es una perspectiva excitante en la que he tenido ocasión de pensar muchas veces a lo largo de los años. En resumen, creo que la vida en prisión será manejable. Podría incluso convertirme en una celebridad…, con abogados y amigos famosos, con apelaciones de perfil alto y un sinfín de retos legales. Tengo la sensación de que podría convertirme otra vez en el niño mimado de la comunidad de psicólogos. Todos tratarán de rehabilitarse con profundas y nuevas ideas sobre la verdadera historia del Buen Pastor. Y no se olvide de los libros: biografías autorizadas y no autorizadas. Y especiales de RAM. Tal vez una película. ¿Y sabe una cosa? Puede que a largo plazo termine en una posición mucho mejor que la suya. Se ha ganado más enemigos fuera de los que yo tendré dentro. Cuando lo piense, verá que no es una gran victoria para usted. Yo puedo pagar a gente para que me proteja, a gente que es muy buena en esta clase de cosas. Pero ¿y usted? Yo, en su lugar, estaría preocupado.
Otra vez la voz tras el megáfono: «Tire las armas y abra la puerta».
Gurney observó a aquel tipo pequeño y común que vestía con un cárdigan color habano.
– ¿Dígame una cosa, Larry? ¿Se arrepiente de algo?
Parecía sorprendido.
– Por supuesto que no. Todo tiene perfecto sentido.
– ¿Incluido Lila?
– ¿Perdón?
– ¿Incluido matar a su mujer, Lila?
– ¿Qué pasa con eso?
– ¿También tiene perfecto sentido?
– Por supuesto. De lo contrario no lo habría hecho, siempre hablando en hipótesis. En realidad, debería decir que más bien teníamos un acuerdo comercial, no tanto un matrimonio convencional. Lila era una atleta sexual muy refinada. Pero eso es otra historia.
Pasó al lado de Gurney, se acercó a la puerta de la cabaña, la abrió y arrojó la gran pistola a la hierba.
«Muestre las manos… Levántelas por encima de la cabeza… Camine hacia delante muy poco a poco.»
Sterne levantó las manos y salió de la cabaña. Al dirigirse hacia el camino elevado, el foco del helicóptero se centró en él. Un vehículo en el otro extremo del paso elevado, con luces antiniebla y dos faros encendidos empezó a avanzar.
Era extraño. Lo normal era mantener la posición y dejar que el sospechoso avanzara hasta un punto preseleccionado. Allí, con la intervención de un equipo de apoyo, la situación podría controlarse mejor.
Y por cierto, ¿dónde estaban los refuerzos? ¿En el helicóptero que sobrevolaba la cabaña? Ningún jefe de equipo en su sano juicio lo manejaría de ese modo.
Había varios focos instalados, pero ningún faro más. No había coches de policía. Dios, si había uno, debería de haber una docena.
Gurney cogió la Beretta de la mesa y miró por la ventana.
Era difícil ver gran cosa del vehículo que se acercaba por el camino elevado, con aquellas luces enfocadas hacia delante. Pero había una cosa evidente: los faros estaban demasiado separados para pertenecer a un coche patrulla. El Departamento de Policía del estado de Nueva York tenía diversos todoterrenos, pero el que se acercaba por el paso elevado era un vehículo demasiado grande.
Y era lo bastante ancho como para ser el Humvee de Clinter.
Eso significaba que el helicóptero tampoco era de la policía.
¿Qué cojones?
Sterne ya estaba en el camino elevado, con las manos levantadas, a cinco o seis metros del vehículo que se acercaba.
Gurney salió de la cabaña. Con la Beretta a punto, levantó la mirada. A pesar del destello del faro del helicóptero no le costó reconocer el gigante logo de RAM en su vientre.
El faro barrió el camino elevado, iluminando primero a Sterne y luego al vehículo que tenía delante, que desde luego parecía el Humvee de Clinter. Había algo sobre el capó. ¿Quizás una clase de arma? La luz del helicóptero barrió el agua, volvió a la cabaña y regresó al camino elevado.
¿Qué coño estaba pasando ahí? ¿Qué pretendía hacer Max Clinter?
La respuesta llegó en un horrendo shock. El artefacto del capó disparó una llamarada que al momento envolvió a Sterne de la cabeza a los pies en un fuego naranja que se fue haciendo cada vez mayor. El hombre empezó a tambalearse, gritando. El helicóptero se inclinó para acercarse, pero la corriente de aire provocada por el rotor intensificó las llamas y el aparato se alejó elevándose rápidamente.
Gurney corrió desde la cabaña al camino elevado, pero cuando llegó Sterne ya había caído al suelo, inconsciente, por suerte. Estaba envuelto en un fuego que ardía con el calor cegador de un napalm casero.
Cuando Gurney levantó la mirada del cuerpo que ardía, vio a Max Clinter de pie, junto a la puerta del Humvee, con uniforme de camuflaje y botas de piel de serpiente. Tenía los labios retraídos y mostraba los dientes. Sostenía una ametralladora de las que Gurney solo había visto en viejas películas de guerra, siempre sobre un soporte. Parecía demasiado grande y pesada para que la llevara un hombre, pero Clinter no parecía tener problemas para aguantar su peso. Se separó varios pasos del Humvee y levantó el enorme cañón hacia el cielo.
Por un momento, por el ángulo del arma y la ferocidad demente en los ojos de Clinter tuvo la sensación de que estaba a punto de cargar contra la luna. Pero entonces el cañón se movió firmemente hacia el helicóptero de RAM, cuyo rugiente rotor estaba convirtiendo la plácida superficie del estanque en una masa de agua ondulada.
– ¡Max, no! -gritó Gurney.
Sin embargo, Clinter estaba lejos de su alcance y no le escuchaba. Parecía que nada podía detenerle. Separó los pies, gritó algo que Gurney no pudo descifrar en medio de aquel estruendo y empezó a disparar.
Al principio la andanada de balas pareció no provocar efecto alguno, pero luego el helicóptero se inclinó y empezó a caer en pequeño arcos descendentes. Max siguió disparando. Gurney estaba tratando de llegar a él, pero el fuego que se extendía desde el cuerpo de Sterne le bloqueaba el paso. El calor y el hedor de carne quemada eran horrendos.
Entonces, con una abrupta sacudida, el helicóptero giró noventa grados de costado, estalló en llamas y se estrelló en el camino elevado justo detrás del Humvee. Hubo una segunda explosión y luego una tercera, cuando el vehículo de Clinter quedó envuelto en la conflagración. Clinter no pareció fijarse en que lo había rodeado una salpicadura de combustible ardiendo.
Gurney saltó al estanque para rodear el cuerpo de Sterne y avanzó por el agua, que le llegaba hasta la cadera, sobreponiéndose al efecto ventosa del barro del fondo. Cuando logró auparse otra vez al camino elevado, medio reptando, medio tambaleándose hacia Clinter, la ropa y el cabello del hombre ya estaban en llamas. Todavía sosteniendo el arma, Clinter empezó a correr como un loco en dirección a la cabaña: el aire que generaba al correr alimentaba el fuego que lo estaba consumiendo. Gurney se propulsó hacia delante para intentar arrojarlo al estanque, pero cayeron juntos al suelo, al borde del agua, mientras la enorme ametralladora, entre ellos, no dejaba de disparar balas en la noche.
A la mañana siguiente, casi a mediodía, Gurney todavía estaba en la cama de una habitación de urgencias del hospital municipal de Ithaca. Aunque el personal de urgencias había estado relativamente seguro de que su estado no revestía gravedad -tenía algunas quemaduras de primer grado y algunas de segundo grado-, Madeleine había insistido después en que llamaran al dermatólogo de guardia. Una vez que este -que les pareció un niño jugando a ser médico en el recreo- se fue, después de confirmar el diagnóstico primero, estaban esperando a que se solucionara una confusión con el seguro y terminaran con el papeleo. El sistema informático de alguien había caído, no estaba claro el de quién, y les habían advertido con despreocupación de que todo el proceso podría prolongarse.
Kyle, que había acompañado a Madeleine al hospital, estaba vagando entre la habitación de Gurney y la sala de espera, entre la tienda de regalos y la cafetería, entre la sala de enfermeras y el aparcamiento. Estaba claro que quería estar allí e igual de claro que se sentía frustrado por no poder ocuparse de nada. Esa misma mañana, había entrado y había salido numerosas veces de la pequeña habitación de su padre. En un momento dado, con torpeza, dijo: -¿Sabes, papá, tenemos la cabeza más o menos del mismo tamaño? Me preguntaba… Quería saber… Quiero decir…, bueno, si podría quedarme con tu casco.
Se lo había querido pedir desde que Madeleine le había mencionado que el viejo casco de motocicleta de Gurney estaba guardado en el desván.
– Claro, por supuesto. Te lo daré cuando volvamos a casa. -Sonrió al pensar que, al parecer, su hijo había heredado esa forma indirecta de expresar afecto.
– Gracias, papá. Es genial. Guau. Gracias.
Kim había llamado -dos veces- para preguntar cómo estaba, para disculparse por no poder ir al hospital, para darle las gracias profusamente por arriesgar su vida enfrentándose al Buen Pastor y para hacerle saber que el detective Schiff iba a interrogarla a fondo en relación con el homicidio de Robby Meese. Ella había cooperado en todo. Sin embargo, cuando el agente Trout se había unido esa mañana a Schiff para volver a interrogarla, tras lo sucedido en la cabaña de Max Clinter, Kim hacía decidido que prefería que estuviera presente un abogado. Así pues, aquel nuevo interrogatorio debería esperar.
Hardwick entró en la habitación de Gurney un minuto antes del mediodía. Después de ofrecerle a Madeleine una sonrisa y un guiño tranquilizador, miró a su amigo con mala cara y estalló en una risa que era más un gruñido rítmico que una expresión de alegría.
– Joder, tío, ¿qué coño has hecho con tus cejas?
– Decidí quemarlas y que crezcan de nuevo.
– ¿También decidiste convertir tu cara en una puta granada?
– Me alegro de que hayas pasado a verme, Jack. Necesitaba apoyo.
– Joder, en la tele parecías James Bond. Y aquí pareces…
– ¿Qué quiere decir en la tele?
– No me digas que no lo has visto.
– ¿El qué?
– Vaya por Dios. El hombre promueve la Tercera Guerra Mundial y ahora alega ignorancia. En RAM News llevan toda la mañana pasando lo de anoche: Sterne saliendo de la cabaña; ese puto lanzallamas instalado en el capó del coche de Maxie; Sterne incinerado; Maxie ametrallando al helicóptero de RAM; tu heroica carga en plena noche arriesgando tu vida; la caída del helicóptero de RAM, seguida por lo que los presentadores de RAM llaman la «espeluznante y trágica bola de fuego». Es un espectáculo de la hostia, Davey.
– Espera un momento, Jack. El helicóptero cayó, ¿de dónde ha salido la grabación de su caída?
– Los cabrones tenían dos helicópteros allí. Un ramcóptero cae y el otro se coloca en posición y sigue filmando. Las bolas de fuego trágicas son fantásticas para los índices de audiencia. Sobre todo si hay gente que muere quemada.
Gurney esbozó una mueca. La muerte de Max Clinter abrasado todavía era dolorosamente vívida.
– ¿Y eso está en televisión?
– Han estado pasándolo toda la mañana. Es el puto negocio del espectáculo.
– Pero ¿cómo es posible que esos helicópteros estuvieran allí?
– Tu amigo Clinter avisó a los de RAM News. Los llamó antes y les dijo que algo realmente grande iba a pasar esa noche con el Buen Pastor y que deberían estar por la zona, preparados para entrar en escena. Los llamó otra vez justo antes de empezar a actuar. Max siempre odió a RAM por la forma repugnante en que cubrieron su incidente con el Pastor. Parece que derribar el helicóptero formaba parte de su plan.
Mientras Gurney trataba de asimilar aquella noticia, Hardwick salió de la habitación y cruzó una amplia zona abierta hasta el puesto de enfermeras, donde interrumpió a una joven que estaba trabajando con un ordenador.
Volvió con un brillo de triunfo en las pupilas.
– Tienen un par de teles en mesas con ruedas. El melocotoncito de tetas grandes nos va a traer una. Deberías ver esa mierda tú mismo.
Madeleine suspiró y cerró los ojos.
– Entre tanto, Sherlock, dos preguntas: ¿cómo diablos Larry, el dentista, era tan bueno con una pistola?
– Creo que sentía un entusiasmo fuera de lo común por la precisión. La gente así puede ser muy buena en lo que se propone.
– Lástima que no podamos embotellar eso y vendérselo a gente cuerda. La segunda pregunta, un poco más personal: ¿tenías idea de dónde te estabas metiendo en casa de Clinter?
Gurney miró a Madeleine. Ella lo miró fijamente, esperando su respuesta.
– Esperaba encontrarme con el Buen Pastor, pero no podía imaginarme todo este desastre.
– ¿Estás seguro?
– ¿Qué coño quieres decir?
– ¿De verdad creías que Clinter no iba a acercarse, tal y como le pediste?
Gurney hizo una pausa.
– ¿Cómo sabes que le pedí que no se acercara?
Hardwick desvió la pregunta con otra pregunta.
– ¿Por qué crees que apareció cuando lo hizo?
Gurney también se lo había planteado. La sincronización había sido demasiado perfecta en relación con el desagradable giro de acontecimientos en el interior de la cabaña. De repente, la explicación parecía obvia.
– ¿Puso micrófonos en su propia casa?
– Por supuesto.
– ¿Y tenía el receptor en el Humvee?
– Así es.
– ¿Así que estuvo escuchando mi conversación con Larry Sterne?
– Naturalmente.
– Y su receptor grabó todo lo que se dijo en la cabaña, incluida la llamada telefónica que le hice. Y en algún momento vosotros recibisteis la grabación, y por eso sabes que le pedí que no se acercara. Pero el Humvee estalló en llamas, así pues, ¿cómo…?
– Lo recibimos directamente de él. Envió al DIC el archivo de audio justo antes de que arrancara ese lanzallamas suyo. Parece que sabía cómo podría terminar el baile. También parece que quería que tuviéramos algo concreto que verificara tu teoría sobre el caso.
Gurney sintió un arranque de gratitud por Clinter. Los comentarios y la confesión de Larry Sterne mostrarían, de una vez por todas, lo falsa que había sido la historia del manifiesto.
– Esto va a amargar la vida a mucha gente.
Hardwick sonrió.
– Que se jodan.
Hubo un largo silencio. Gurney se dio cuenta de que su participación en el caso del Buen Pastor había llegado a su fin. El crimen estaba resuelto. El peligro había pasado.
Un montón de gente en la policía y en el campo de la psicología forense pronto tomaría parte en una orgía frenética para señalar a otros con el dedo, insistiendo en que errores de otras personas los habían desviado del buen camino. Gurney tal vez recibiría un pequeño reconocimiento por su contribución, una vez que todo se calmara un poco. Sin embargo, el reconocimiento a veces tenía un precio muy alto.
– Por cierto -dijo Hardwick-, Paul Villani se suicidó.
Gurney pestañeó.
– ¿Qué?
– Se disparó con su Desert Eagle. Al parecer, sucedió hace un par de días. Una mujer que trabaja en el establecimiento adjunto a su oficina denunció que, a través del sistema de ventilación, le llegaba un mal olor.
– ¿No hay duda de que fue un suicidio?
– Ninguna.
– Vaya por Dios.
Madeleine parecía afectada.
– ¿Es ese el pobre hombre del que me hablaste la semana pasada?
– Sí. -Gurney se volvió hacia Hardwick-. ¿Pudiste descubrir desde cuándo poseía el arma?
– Desde hace menos de un año.
– Vaya por Dios -repitió para sí-. De todas las armas posibles que podía haber usado, ¿por qué una Desert Eagle?
Hardwick se encogió de hombros.
– Una Desert Eagle mató a su padre. A lo mejor quería morir del mismo modo.
– Odiaba a su padre.
– A lo mejor ese era el pecado que tenía que expiar.
Gurney miró a Hardwick. En ocasiones decía cosas sorprendentes.
– Hablando de padres -dijo Gurney-, ¿algún rastro de Emilio Corazon?
– Más que un rastro.
– ¿Eh?
– Cuando tengas tiempo, tendrás que pensar en una forma de manejar esto.
– ¿Manejar qué?
– Emilio Corazón es un adicto al alcohol y a la heroína en fase terminal. Vive en un albergue del Ejército de Salvación en Ventura, California. Mendiga para conseguir dinero para sus adicciones. Se ha cambiado de nombre una docena de veces. No quería que lo encontraran. Necesita un trasplante de hígado para sobrevivir, pero no puede estar sobrio el tiempo suficiente para entrar en la lista de espera. Tiene demencia, por los niveles de amoniaco en la sangre. La gente del albergue cree que estará muerto dentro de tres meses. Puede que antes.
Gurney quiso decir algo, cualquier cosa, pero tenía la mente en blanco.
Se sentía vacío.
Dolorido, triste y vacío.
– ¿Señor Gurney?
Levantó la cabeza. La teniente Bullard estaba de pie en el umbral.
– Lo siento si interrumpo algo. Solo… quería darle las gracias… y asegurarme de que estaba bien.
– Pase.
– No, no. Solo… -Miró a Madeleine-. ¿Es usted la señora Gurney?
– Sí, ¿y usted?
– Georgia Bullard. Su marido es un hombre excepcional. Pero, por supuesto, eso usted ya lo sabe. -Miró a Gurney-. A lo mejor, después de que todo esto se calme, bueno, tal vez podría invitarles a cenar a usted y a su esposa. Conozco un pequeño restaurante italiano en Sasparilla.
Gurney se rio.
– Lo espero con impaciencia. -Luego añadió con un guiño-: Lo antes posible.
Ella retrocedió con una sonrisa y un saludo, y tan de repente como había aparecido se marchó.
Gurney volvió a pensar en Emilio Corazon y en el efecto que la noticia podría tener en su hija. Cerró los ojos y volvió a apoyar la cabeza en la almohada.
Cuando los abrió de nuevo, no estaba seguro de cuánto tiempo había pasado. Hardwick se había ido. Madeleine había desplazado su silla de la esquina de la habitación al lado de la cama y lo estaba mirando. Le recordó cómo había acabado el caso Perry, cuando habían estado a punto de matarlo, cuando había sufrido lesiones que, en cierto modo, todavía lo acompañaban. Al salir del coma, al final de esa experiencia, Madeleine estaba junto a su cama, esperando, mirándolo.
Por un momento, al sostener su mirada, se sintió tentado de soltar un cliché de película: «Hemos de dejar de vernos en estas circunstancias». Pero algo le dijo que no estaba bien, que no tenía gracia, que no tenía derecho a gastar esa broma.
Una sonrisa pícara apareció en el rostro de Madeleine.
– ¿Ibas a decir algo?
Él negó con la cabeza. En realidad solo la acunó ligeramente de lado a lado en la almohada.
– Sí, ibas a decir algo -insistió Madeleine-. Algo estúpido. Te lo he visto en los ojos.
Dave se rio, luego esbozó una mueca por el dolor que le provocaba la piel tensa en torno a su boca.
Ella le cogió de la mano.
– ¿Estás triste por lo de Paul Villani?
– Sí.
– ¿Crees que deberías haber hecho algo?
– Quizá.
Madeleine asintió y le acarició con suavidad el dorso de los dedos.
– Es una lástima que la búsqueda del padre de Kim no haya tenido un final más feliz.
– Sí.
Madeleine señaló su otra mano, la vendada.
– ¿Cómo está la herida de la flecha?
Levantó la mano de la cama y se la miró.
– Me había olvidado de ella.
– Bien.
– ¿Bien?
– No me refiero a la mano herida. Me refiero a la flecha. El gran misterio de la flecha.
– ¿No crees que sea un misterio? -preguntó él.
– No uno que se pueda resolver.
– Así pues, ¿deberíamos olvidarlo?
– Sí. -Al ver que él no parecía convencido, Madeleine añadió-: ¿Acaso no es así la vida?
– ¿Llena de flechas inexplicables que caen del cielo?
– Quiero decir que siempre habrá cosas que no podremos comprender perfectamente.
Esa era la clase de afirmación que le molestaba. No es que no fuera cierta. Por supuesto que era cierta, pero sentía que no era del todo razonable, que era un ataque directo a su forma de pensar. Sin embargo, si había una discusión que no merecía la pena tener con Madeleine era esa.
Una joven enfermera se acercó a la puerta empujando un carrito con una tele, pero Gurney negó con la cabeza y la hizo salir. La espeluznante y trágica bola de fuego de RAM podía esperar.
– ¿Entendiste a Larry Sterne? -preguntó Madeleine.
– En parte… Sterne era… una criatura inusual.
– Me alegro de que no haya muchos como él.
– Se consideraba un hombre completamente racional. Completamente práctico. Un dechado de razón.
– ¿Crees que se preocupó por alguien alguna vez?
– No. Ni un poco.
– ¿Crees que confió en alguien?
Gurney negó con la cabeza.
– La confianza no significaba nada para él. No en el sentido normal. La habría visto como una forma de debilidad, un error irracional de otros, un error que podría traer malas consecuencias. Sus relaciones se basaban en la explotación y la manipulación. Veía a las personas como herramientas.
– Entonces estaba completamente solo.
– Sí. Completamente solo.
– ¡Qué horror!
Gurney casi dijo que ese podría ser su propio destino. Sabía lo mucho que podía aislarse sin darse cuenta apenas de lo que estaba ocurriendo, cómo podían escapársele las relaciones, como humo en la brisa. Sabía perfectamente lo fácil que le resultaba hundirse en sí mismo; lo naturales y benignas que podían parecer sus ganas de permanecer aislado.
Quería explicárselo a su mujer, contarle que eso formaba parte de él. Sin embargo, entonces, de nuevo tuvo una peculiar sensación que le embargaba a veces, cuando estaba cerca de ella: la sensación de que su mujer ya sabía lo que estaba pensando, de que no hacía falta expresarlo con palabras.
Madeleine lo miró a los ojos, apretándole la mano con más fuerza. Entonces, por primera vez en su vida, Dave tuvo la misma sensación, pero en la dirección opuesta: intuyó lo que Madeleine estaba pensando, sin que ella tuviera que decir nada.
Pudo sentir las palabras en su mano, verlas en sus ojos.
Le estaba diciendo que no tuviera miedo.
Le estaba diciendo que confiara en ella, que creyera en su amor.
Le estaba diciendo que la gracia de la que dependía siempre estaría con él.
En la profunda paz que siguió a aquel silencio, Dave Gurney se sintió alejado de cualquier preocupación mundana, aliviado. Todo estaba bien. Todo estaba tranquilo. Y entonces, en la distancia, un sonido. Era tan débil, tan delicado, que no estaba seguro de si lo oía de verdad o de si eran imaginaciones suyas. Aun así, lo reconoció enseguida.
Era el característico ritmo cadencioso de la «Primavera», de Vivaldi.