Alberto Vázquez Figueroa Delfines

Grandes burbujas color plata que semejaban temblorosas bolas de mercurio ascendían mansamente para ir a estallar en la quieta superficie de un tranquilo mar que refulgía bajo el inclemente sol, sin que nada, excepto el casi imperceptible murmullo del agua al rozar el casco de la lancha, viniera a turbar la paz de unas horas en las que podría creerse que el mundo se había detenido a descansar un tanto de su agobiante y continuo ajetreo.

Al fondo, como a una milla de la embarcación, se alzaba una costa de grises rocas cortadas en forma de inmenso anfiteatro, cuyo escenario no era más que una inmóvil explanada de agua muy azul y profunda, sobre la que dormitaban media docena de apáticas gaviotas, mientras que hacia el Sur se abría un mar sin horizontes que a un supuesto pintor no hubiese ofrecido más esfuerzo que trazar una casi imperceptible línea que separase el agua del cielo.

La motora, de apenas ocho metros de eslora, blanca, moderna y de agresivas líneas, imitaba a las gaviotas en su tranquilo sueño, esclavizada al fondo por un largo cabo y un ancla firmemente enganchada entre dos rocas, no lejos de las cuales un buceador permanecía a la espera de que un oscuro mero de ojos saltones se decidiese a abandonar su estrecha cueva, permitiendo que le fotografiaran en toda su belleza.

Había otros muchos peces, entre los que destacaban verdosos abadejos, negruzcas corvinas, relucientes doradas e incluso sargos del tamaño de una bandeja, que circulaban sin miedo por las proximidades, ya que a aquella profundidad no recibían la temida visita de los pescadores submarinos, pero al buceador de la cámara fotográfica se le diría únicamente interesado en el desconfiado mero, que se complacía en coquetear con él como una esquiva damisela coquetearía con su más sumiso galanteador.

Poco después la atención del hombre se desvió de la entrada de la cueva, y fue debido a que a no más de cinco metros sobre su cabeza cruzó la hermosa figura de su compañera de inmersión, quien, sin más vestimenta que los arneses que le sujetaban a la espalda dos grandes botellas de aire comprimido, ofrecía un maravilloso espectáculo con su prodigiosa desnudez recortándose contra el plateado espejo de la lejana superficie.

Todo era armonía bajo el agua, al igual que todo era paz en el exterior, y el buceador extendió la mano haciendo un inequívoco gesto a la muchacha para que fuera a reunirse con él sobre una mancha de blanca arena que se distinguía a unos cinco metros de las rocas.

Ella accedió indudablemente divertida, aferrándose a una piedra mientras él se acomodaba, y a los pocos instantes hacían el amor muy dulcemente, con gestos tan medidos y pausados, sin agitar la arena ni aumentar siquiera el ritmo de sus aspiraciones, con tal cadencia y compenetración en los detalles, que resultaba evidente que estaban habituados a tales ejercicios y que tal vez disfrutaban con más plenitud allí, a cuarenta metros de profundidad, que en tierra firme.

En tales circunstancias no le resultó difícil al

hombre aguardar a que su compañera se sintiese plenamente satisfecha en primer lugar, y tan sólo cuando pareció comprender que ella había alcanzado un largo y callado orgasmo, se dejó ir a su vez, para cachetearle afectuosamente las nalgas y regresar sin prisas junto a un mero que había observado indiferente la insólita escena.

La muchacha optó por aferrarse al cabo del ancla y ascender muy despacio, consultando el reloj y el profundímetro, y a los pocos instantes hacía su aparición junto a la lancha para despojarse hábilmente de los arneses, subir a bordo y tumbarse sobre la colchoneta de proa, a permitir que el violento sol del mediodía calentase su cuerpo y oscureciese aún más su ya bronceada piel de veinteañera.

A los cinco minutos dormía evocando tal vez su largo y maravilloso orgasmo submarino, y cuando por fin abrió de nuevo los ojos, le sorprendió descubrir que caía la tarde y el alto farallón de roca extendía ya sus primeras sombras sobre un agua mucho más oscura e inquietante.

Se alzó de un salto, alarmada, buscó a su alrededor, y no pudo evitar un sollozo de angustia o un trágico lamento de animal malherido, al descubrir que, a menos de cien metros de distancia, flotaba el cuerpo del hombre al que había amado.

El chaleco salvavidas le había elevado hasta la superficie, pero aparecía con la cabeza sumergida y la boquilla a un lado, los brazos separados y las piernas colgando, como un muñeco roto o un viejo espantapájaros que alguien se hubiese entretenido en lanzar desde la cima del alto acantilado.

La muchacha lanzó al agua el cabo del ancla, puso el motor en marcha y se acercó lentamente.

Ni siquiera gritaba.

Las manos le temblaban y las piernas se negaban a mantenerla erguida, pero no pronunció una sola palabra, consciente como estaba de que todo era inútil, pues la muerte siempre rué sorda y jamás se apiadó de quien le hablaba.

¡Cuánto dolor se siente al extraer del agua el nacido cadáver de un hermoso muchacho de poco más de veinte años!

¡Cuánto pesa su muerte!

¡Cuánto cuesta aceptar que su eterna sonrisa se ha congelado para siempre en las azules profundidades!

Con el propio cuchillo del difunto le cortó los arneses, permitió que las botellas se hundieran, y buscó todas las fuerzas que nunca creyó tener para alzar a bordo aquel objeto inerte que apenas tres horas antes le había demostrado estar lleno de vida, entusiasmo y energía. Rodaron juntos por el fondo de la lacha y se avergonzó de sí misma al descubrir que le horrorizaba sentir sobre su piel desnuda la helada piel que tantas veces había acariciado, y que el simple roce de aquel colgajo que antaño tanto placer le diera, le producía escalofríos.

Lloró mansamente durante la larga hora de travesía, y cuando con las primeras sombras de la noche atracó en el diminuto puerto en que un grupo de pescadores preparaban sus redes, apenas tuvo fuerzas para extender el brazo y suplicar:

¡Ayúdenme, por favor! Mi novio se ha ahogado.


— En realidad no puede decirse que se haya «ahogado»… — El tono de voz del sudoroso forense mostraba una cierta inquietud, o tal vez desconcierto, como si las dudas le atormentasen mucho más de lo que desearía reconocer—. Es cierto que tenía agua en los pulmones pero sospecho que la auténtica causa de su muerte puede haber sido otra.

César Brujas observó con desagrado al empapado hombrecillo que hablaba del difunto como si se tratara de una «cosa» que no ofrecía otro interés que el de averiguar las razones de su fallecimiento, y esforzándose por vencer la impotente agresividad que se había apoderado de él desde el momento mismo en que le comunicaron la terrible desgracia, inquirió roncamente:

— ¿Qué pudo ser entonces…? ¿Un ataque al corazón? ¿Una embolia? ¿Una súbita descompresión?

— Aún es pronto para saberlo — replicó el otro ladinamente—. Necesito algunos análisis más, y comprobaciones… ¡Muchas comprobaciones!

— ¿Qué clase de comprobaciones? — quiso saber.

— Todas las que hagan falta.

— ¿Quiere decir con eso que aún no puedo reclamar el cadáver?

— Desgraciadamente así es… — El forense se secó una vez más las manos en una desteñida toalla que mantenía siempre cerca, y se despojó de las gafas como si el hecho de limpiarlas le ayudara a encontrar unas palabras que normalmente le faltaban—. Comprendo lo que siente, pero creo que por el bien de todos sería mucho mejor averiguar qué es lo que en realidad le ocurrió a su hermano.

— Yo creo más bien que lo único que mi hermano necesita es que le permitan descansar en paz.

— Ya descansa en paz — fue la contundente respuesta del doctor—. Descansa desde que estaba allá abajo, pero ninguno de nosotros conseguirá hacerlo si no averiguamos por qué extraña razón un hombre joven y fuerte deja súbitamente de respirar a cuarenta metros de profundidad, cuando le sobra aire comprimido a cien atmósferas de presión.

Un silencioso individuo, que había permanecido indolentemente apoyado en el quicio de la puerta, chupando y rechupando un manoseado cigarrillo de plástico, y al que al parecer no le importaba ni poco ni mucho lo que pudiera haber ocurrido a cuarenta metros de profundidad, ya que sin duda eso quedaba fuera de su jurisdicción, pareció hacer un inaudito esfuerzo por demostrar un interés que no sentía, y señalar:

— Tal vez el miedo le bloqueó.

— ¿Miedo a qué? — quiso saber César Brujas evidentemente molesto—. Mi hermano buceaba desde los catorce años y jamás tuvo miedo.

— Pudo ver algo…

— ¿Como qué? En esas aguas no hay más que meros, abadejos, morenas y algún pulpo. Las conozco bien.

— ¿Tiburones?

— Ninguno que se recuerde… Y tampoco les temía a los tiburones. Pescó ocho el año pasado en el Caribe.

— ¡Bien…! — El forense pareció querer mediar para que la inútil charla no siguiese adelante, y sin dirigirse directamente a nadie, como procurando no ofender, añadió—: Estoy convencido de que tampoco fue el miedo lo que provocó este desgraciado accidente, y por ello creo que lo mejor que pueden hacer es dejarme trabajar y permitir que saque mis propias conclusiones. Por desgracia, lo que yo no consiga descubrir sobre este caso nadie más lo va a averiguar.

Ya en la calle, y cuando César Brujas se disponía a introducirse en el taxi que había dejado esperándole a la puerta del «Depósito», el individuo mordisqueó una vez más el destrozado pedazo de plástico, y, sujetándole suavemente por el brazo, señaló en tono conciliador:

— Siento haberle molestado, pero es que ese ambiente y ese hombre me irritan… — Chasqueó la lengua con gesto pesaroso—. Entiendo lo que debe sentir en estos momentos, y me gustaría ayudarle, pero, por desgracia, ante una tragedia semejante poco se puede hacer.

— Nada, créame — fue la dolida respuesta—. Cuando se pierde a un hermano de veintitrés años, no se puede hacer nada. Quizás únicamente blasfemar.

— ¿Tiene más hermanos?

— No.

— ¿Lo saben ya sus padres?

— Murieron.

— ¡¡Dios…!!

— ¿Dios? ¿Qué Dios, inspector? — El tono de voz de César Brujas era francamente agresivo—. Si en verdad existiese un Dios, jamás permitiría que una de las criaturas más maravillosas que consiguió crear acabase de este modo, cuando hay tanto hijo de puta suelto por ahí… ¡No me hable de Dios en un momento como éste, por favor!

Subió al taxi, cerró la puerta y ni siquiera dedicó una última mirada al desconcertado policía que había quedado inmóvil como una estatua de piedra bajo el tórrido calor del mediodía.

No volvió a pensar en él durante el largo trayecto hasta el pequeño apartamento de su hermano. No pudo pensar en nada que no fuese el hecho de que su vida había quedado totalmente vacía de sentido, pues aquel que la llenaba, y por quien tanto había luchado durante tantos años, yacía ahora sobre una fría mesa de mármol, impotente ante cuanto quisiera hacer con él un repugnante hombrecillo sudoroso para el que los seres humanos no eran ya más que pedazos de carne o vísceras que tirar en un cubo.

A través del espejo, el chofer le observaba llorar sin un lamento.

Ni siquiera se molestó en disimular o secarse las lágrimas.

Ningún alivio sentía, ni disminuía en un ápice el dolor que le abrasaba las entrañas, pero al menos las lágrimas ahogaban la ira y la impotencia que se habían apoderado de su alma, e incluso aquel confuso sentimiento de culpabilidad que pugnaba por aflorar, aun a sabiendas de que ninguna responsabilidad tenía en lo ocurrido.

Cierto que era él quien le había iniciado en el hermoso deporte del buceo, y era él quien le había enseñado a amar la indescriptible sensación de volar sobre un fondo de corales observando la vida de los peces, pero cierto era también que le había enseñado cuanto sabía — que era mucho— y le había inculcado el hábito de ser siempre prudente, consciente de que el mar puede llegar a ser al propio tiempo el mejor aliado del hombre y el más despiadado de todos sus enemigos.

— Recuerda — le decía siempre— que cuando creas tenerlo todo bajo control, puede ocurrir lo más inesperado. Tú sabes — añadió en una ocasión— que las grandes «mantas-diablo» son totalmente inofensivas, puesto que pese a su gigantesco tamaño y su inmensa boca, tan sólo se alimentan de peces diminutos. Sin embargo, un día me mostraron una película, tomada por un buzo clásico que estaba reparando un barco. De pronto una gran sombra cruzó sobre su cabeza, y cuando la enfocó descubrió que se trataba de una de esas «mantas-diablo» que inadvertidamente se enredaba con la manguera y los cabos. La bestia luchó por desasirse, se enfureció y acabó por abalanzarse sobre el pobre hombre que tiró a un lado la cámara que, al caer, filmó cómo la monstruosa boca de la bestia se lo tragaba con escafandra y todo. Tan sólo se recuperó un zapato de plomo.

Aún tenía muy vivas en la mente aquellas escenas, última lección con la que un prudente profesor había querido rematar el curso de buceo con escafandra autónoma, haciendo notar a sus alumnos que nada había bajo el mar, o sobre su superficie, que pudiese considerarse en todo momento absolutamente inofensivo.

Un mar en calma podía encresparse en cuestión de minutos; un hermoso pez de cola en forma de flor podía inyectar un terrible veneno; un rojo coral que atraía como un imán quemaba como el fuego; una «manta-diablo» devoraba de improviso a un hombre y su casco de acero…

Él le había enseñado todo eso a Rafael.

Y le había enseñado a mostrarse especialmente riguroso con las normas de descompresión, la profundidad límite, y el visceral rechazo a penetrar en cualquier tipo de cueva submarina.

Le había hecho partícipe de todas y cada una de sus muchas experiencias, y no le había dejado «volar» solo por los hermosos fondos marinos hasta que tuvo el absoluto convencimiento de que era un buceador sereno y prudente que jamás olvidaría el hecho incuestionable de que el ser humano es siempre un extraño bajo el mar, y éste tan sólo le admite cuando respeta rigurosamente sus normas.

Pero ahora estaba muerto.

¿Por qué?

¿Por qué, si se había comprobado que en las botellas quedaba aún casi la mitad del aire comprimido, y el regulador funcionaba a la perfección?

¿Qué fue lo que le hizo activar el dispositivo de seguridad?

¿Por qué quiso buscar tan aprisa la superficie, y cómo era que llegó a ella ya cadáver?

¿Si no había agua en sus pulmones, qué fue lo que le produjo un final tan instantáneo?

No era la primera vez que César Brujas se enfrentaba a la terrible realidad de un accidente mortal bajo las aguas, pero siempre, ¡siempre! dicho accidente había respondido a unas causas muy concretas, la mayor parte de las veces innegablemente achacable a la imprudencia de la víctima.

Pero ahora todo se le aparecía confuso e inexplicable.

Cuando, media hora después, penetró en el dormitorio en el que la muchacha aún permanecía como atontada bajo los efectos de los tranquilizantes, consideró que había llegado el momento de obligarle a reaccionar y hacer frente de una vez por todas a una situación que comenzaba a hacerse insostenible.

— ¿Qué fue lo que pasó? — insistió una vez más aun a sabiendas de que, conscientemente, la muchacha nunca conseguiría aclararle gran cosa—. ¿Cuánto tiempo transcurrió desde que le dejaste hasta que descubriste el cadáver?

— No lo sé, ya te lo he dicho. — La hermosa chiquilla parecía haber envejecido diez años en dos días—. Me quedé dormida, pero no pudieron ser más de dos horas.

— ¿Cuánto tiempo llevaba abajo cuando tú ascendiste?

— Tal vez quince minutos.

— ¿A cuarenta metros?

— Más o menos.

— ¿Habíais llenado a tope?

— Creo que sí…

— Rafael consumía poco… — Se diría que César Brujas estaba haciendo trabajar rápidamente a su cerebro calculando el posible gasto de aire—. Le enseñé a respirar sólo lo justo, lo cual quiere decir que a esa profundidad pudo permanecer aún casi veinte minutos…

— No tanto… — Resultaba evidente que a Miriam Collingwood le costaba un enorme esfuerzo admitir lo que iba a decir—. Habíamos hecho el amor en el fondo, y eso acelera el gasto.

— ¿Hicisteis el amor en el fondo? — se asombró el otro—. ¿A cuarenta metros?

— No era la primera vez… Tú lo sabes.

— Sí, lo sé… — admitió de mala gana—. Me lo había contado, pero siempre creí que lo hacíais a diez o doce metros. No a cuarenta.

— A cuarenta es más excitante.

— Lo imagino… — César hizo una larga pausa, se asomó a la ventana y observó el tranquilo mar del que se diría que no cabía esperar amenaza alguna—. Puede que sea más excitante, pero también más peligroso… ¿Cómo estaba Rafael cuando le dejaste?

— Normal… Como siempre. — Se encogió de hombros—. Se rió señalando cómo los peces venían a comerse lo que flotaba y luego se volvió a fotografiar a un mero encuevado.

— ¿Muy grande?

— Seis o siete kilos… Tal vez más.

— Me gustaría ver esas fotos… — indicó él—. ¿Dónde está la cámara?

La muchacha meditó unos instantes, hizo memoria y por último admitió su ignorancia:

— No tengo ni la menor idea. Creo que no he vuelto a verla.

— ¿Pudo quedarse en el fondo?

— Quizás.

— Iremos a buscarla.

— No quiero volver allí… — protestó Miriam Collingwood abandonando por primera vez la cama para ir a reunirse con él frente al amplio ventanal y observar de igual modo la quieta superficie del mar—. Lo único que quiero es regresar a Londres y no volver a sumergirme nunca más.

— No tendrás que hacerlo. Bastará con que me indiques el punto exacto donde os encontrabais.

— ¿Y si te ocurre algo?

— ¿Qué diablos quieres que ocurra? — Se impacientó—. Fue un accidente; un estúpido accidente de los que tan sólo se dan uno entre millones, aunque será mejor que no le cuentes a nadie que hicisteis el amor allá abajo…

Ella regresó a sentarse de nuevo en la cama para servirse un gran vaso de agua, bebérselo con sorprendente ansia, y permanecer luego con él en la mano para comentar al fin en voz muy baja:

— Creo que pasaré el resto de mi vida sintiéndome culpable.

— ¿Por el hecho de haber hecho el amor? Fue una imprudencia; no un delito.

— Pero me quedé dormida, cuando lo primero que me enseñasteis era que había que estar siempre atenta al compañero.

César Brujas acudió a tomar asiento a su lado, acariciándole la mejilla con afecto.

— Nadie podía imaginar que algo así pudiese suceder con un mar tan tranquilo. — Le tomó de la barbilla obligándole a que le mirara a los ojos—. Y no quiero que te vayas — añadió—. No ahora que me voy a sentir muy solo.

— ¿Qué hago ya aquí? Toda mi familia está en Inglaterra.

— Servirme de consuelo… — Sonrió con amargura—. Servirnos de consuelo el uno al otro — puntualizó—. Únicamente tú y yo sabemos qué clase de persona era, y cómo lo vamos a echar de menos… — Se diría que las lágrimas estaban a punto de aflorar de nuevo a sus ojos—. ¡Dios Bendito! — sollozó—. ¿Cómo será la vida sin él? ¡Era todo lo que tenía!

Ella apoyó la cabeza en su pecho y permitió que la emoción le venciera, dejando que las lágrimas manaran libremente de sus inmensos ojos increíblemente azules.





La motora se encontraba aparejada, lista para zarpar y con las botellas de aire comprimido a punto de alcanzar las doscientas atmósferas de presión, cuando un cochambroso automóvil se detuvo a la entrada del espigón del muelle deportivo del Port d'Andratx, y el zanquilargo inspector Adrián Fonseca se aproximó con su cansino paso de hombre de vuelta de todo, pese a que en esta ocasión mordisqueara un cigarrillo de plástico prácticamente nuevo.

— Buenos días… — Saludó haciendo un vago gesto con la mano, aunque sin apartar la vista del compresor que parecía reclamar poderosamente su atención—. ¿Aún les quedan ganas de sumergirse?

— Quiero ver si encuentro la cámara fotográfica de mi hermano — fue la áspera respuesta—. Tal vez su contenido aclare algo.

— ¿Como qué?

— No lo sé.

— Procure no obsesionarse con algo que ya no tiene remedio — fue el sincero consejo del policía—. Por desgracia, nadie va a devolverle la vida a su hermano, y debería saber que cuando se tira al agua con ese trasto a la espalda, siempre está expuesto a un accidente. — Observó aún más de cerca el compresor, como si le costara trabajo aceptar su existencia—. Si Dios hubiese querido que fuéramos peces, nos habría proporcionado agallas y no necesitaríamos tantos archiperres.

— Aun así pienso bajar. — El tono de voz de César era casi agresivo—. ¿Algún inconveniente?

— ¿Inconveniente? — se sorprendió el otro—. ¡En absoluto! Cada cual es libre de hacer lo que quiera con su pellejo. — Sonrió levemente—. ¿Les importaría que les acompañase?

Tanto Miriam Collingwood como César Brujas le observaron con una cierta extrañeza, puesto que parecía haber cambiado notablemente de actitud con respecto al nefasto día en que le conocieron.

— ¿Y eso? — inquirió el primero—. ¿A qué viene tanto interés? Creí que aborrecía el mar.

— Alguien que nace en una isla, no puede aborrecer el mar. Es como el amor y el odio: nos une y nos separa del resto del mundo. — Su tono de voz cambió de improviso, ganando en trascendencia—. Un bañista ha aparecido muerto.

— ¿Dónde?

— Aquí cerca; en Santa Ponsa. Y nadie se explica la razón. Era un magnífico nadador.

— ¿Le han hecho la autopsia?

— Están en ello… — El esquelético policía, que tal vez en un tiempo aún no muy lejano debió pesar veinte kilos más, ya que la holgadísima ropa le caía por todas partes, tomó asiento en uno de los «norays» a que permanecía amarrada la motora, y añadió convencido—: Aunque nos encontraremos con las mismas respuestas que en el caso de su hermano. Es decir: no hay respuestas.

— ¿Por qué aborrece tanto a ese forense?

— Suda demasiado. — Carraspeó para lanzar luego un escupitajo al agua—. Y adora su oficio. — Se volvió interrogante a la muchacha, que permanecía atenta al compresor de aire—. ¿Cómo puede existir alguien a quien le divierta escudriñar en las tripas de los muertos? — Pareció comprender que había cometido una indiscreción y se disculpó de inmediato—. ¡Lo siento! — musitó enrojeciendo ligeramente—. No he pretendido molestar.

No obtuvo respuesta, pues tanto Miriam como César habían dado por concluido el proceso de rellenado de las botellas, disponiéndose a zarpar y por unos instantes el inspector Fonseca dudó entre lanzarse a una aventura que no le apetecía en absoluto, o quedarse allí, observando cómo una pareja que no parecía tener ningún interés en que les acompañara se hacía a la mar, pero tras palparse los bolsillos como si buscara un encendedor que de poco iba a servirle, optó por ponerse en pie y saltar pesadamente a la embarcación.

— ¡Qué diablos…! — masculló resignado—. Espero no marearme.

Fue lo único que dijo mientras pasaban entre las innumerables embarcaciones que abarrotaban el recogido puerto, y tan sólo cuando hubieron dejado atrás el muelle grande y cruzaban bajo los impresionantes farallones de La Mola, comentó visiblemente malhumorado:

— Hace treinta años me ofrecieron aquella casa de la cima, pero me decidí por un coche. Mi primer coche. Ahora pertenece a un pintor catalán, y no podría comprarla ni con el sueldo de otros treinta años… ¡Estúpido de mí!

Volvió a quedar en silencio, observándose los pies, sentado en popa y de espaldas al mar, tan lejano a la belleza del paisaje como si se encontrara en su diminuto despacho oficial, sumido en sus recuerdos, o en confusos pensamientos que sin duda le obsesionaban.

Miriam Collingwood y César Brujas le ignoraban, o tal vez se encontraban de igual modo tan inmersos en sus propios asuntos que no alcanzaban a reparar en su presencia, y únicamente cuando al fin doblaron el extremo sur de la oscura isla de La Dragonera cruzando bajo el faro y descubriendo a proa las abiertas aguas de poniente, la muchacha pareció volver a la realidad para comentar señalando un punto ante ella:

— ¡Es curioso! Ese barco también estaba fondeado ahí mismo el otro día. Zarpó al poco de llegar nosotros.

Los dos hombres observaron con curiosidad la lujosa embarcación de cuarenta metros de eslora y modernas líneas aerodinámicas, y al fin fue el inspector el que comentó sin concederle excesiva importancia:

— Estaría pescando.

— Ahí no hay pesca — fue la seca respuesta de César—. Al menos nada que pueda interesar a un barco de ese porte.

— ¿Cómo puede estar tan seguro?

— Porque he pasado la mitad de mi vida sumergiéndome en estas aguas — replicó el otro con acritud—. Conozco todos los «caladeros» de la isla, y ahí no hay más que arena y algas.

— Tal vez no lo sepan. O tal vez sólo pretenden darse un baño. — Adrián Fonseca señaló con un ademán de la cabeza el alto acantilado cortado a cuchillo que se alzaba justo sobre el yate—. Lo que está claro es que no pretenden desembarcar contrabando.

— ¡No, desde luego! Eso resulta evidente.

La inglesa había hecho girar el timón a estribor, aproximándose a la ancha ensenada en forma de anfiteatro en que había tenido lugar el accidente, para ir a detener la embarcación justo en el punto en que habían permanecido fondeados dos días antes, señalando decidida una serpenteante forma blanca que apenas se distinguía entre dos aguas.

— Ahí esta el cabo del ancla — dijo—. Podemos amarrarnos a él.

— ¿Seguro que no quieres bajar?

Negó con firmeza:

— No me necesitas. — Hizo una corta pausa para añadir de mala gana—: La cueva del mero está entre dos rocas, a unos cinco metros del ancla, aguas afuera, luego encontrarás una laja inmensa, y más allá una pequeña extensión de arena. El resto son algas.

— De acuerdo…

César se lanzó de inmediato al agua, ya en ella se calzó hábilmente las aletas, descendiendo a pulmón libre unos metros para atrapar el extremo del blanco cabo, y sólo cuando Miriam lo hubo afirmado hizo un gesto al policía para que le alcanzara el equipo.

— ¡Está loco! — masculló éste mientras obedecía inclinándose con sumo cuidado sobre la borda—. ¡Ni por todo el oro del mundo metería la cabeza bajo el agua!

En cualquier otra circunstancia, César Brujas no hubiera dudado en echarse a reír ante el sincero pánico del otro, pero en aquellos momentos se limitó a ajustarse el corto chaleco salvavidas al que se encontraban sujetas las botellas, y tras cerciorarse de que el «reductor» le ofrecía todo el aire que pudiera necesitar, hizo un leve gesto de despedida con la mano y se dobló sobre sí mismo sumergiéndose verticalmente.

Se encontraba a unos quince metros de profundidad cuando comenzó a percibir el ronroneo de un motor cuyo sonido se transmitía por el agua con mucha mayor nitidez que por la superficie, le llegó luego el chirriar de un ancla al ser izada, y al poco el altivo yate cruzó a unos trescientos metros de distancia para alejarse rápidamente mar adentro.

En la lancha, el inspector Fonseca rebuscó en sus inmensos bolsillos hasta conseguir un amarillo bloc de notas y un cochambroso lápiz con el que apuntó cuidadosamente un nombre: Guaicaipuro. Panamá.

— ¿Qué diablos querrá decir Guaicaipuro…? — inquirió seguro de no obtener respuesta, pues la delicada rubia de asustados ojos parecía ensimismada siguiendo con la vista las burbujas que estallaban en la superficie, y que le iban marcando el punto exacto en que se encontraba el buceador en todo momento.

Éste tardó muy poco en descubrir que el mero había desaparecido de su cueva, al igual que los abadejos y corvinas, pero que bajo la gran laja de piedra revoloteaban infinidad de rayados sargos juguetones.

Cuando el rumor de motores se perdió definitivamente hacia poniente, y el vacío silencio de las profundidades le rodeó de nuevo, César Brujas abrigó de improviso la desagradable sensación de que algo extraño sucedía, y no parecía ser ya el pacífico paisaje submarino en el que tantas veces había buceado anteriormente.

La diminuta isla de La Dragonera, y en realidad la práctica totalidad de los fondos de las agrestes costas del archipiélago Balear, habían constituido durante años una especie de feudo personal del que se sentía especialmente orgulloso, abrigando el convencimiento de que no existía una sola roca, una cueva o un grupo de corales que no hubiese visitado una y cien veces, hasta el punto de que en sus alrededores había llegado a localizar media docena de pecios de innegable valor arqueológico.

Una nave romana repleta de ánforas que aún conservaban restos de trigo, parte del armazón de una galera, y tres cañones de un navio del siglo XVI, aguardaban ocultos bajo arena y algas a que dispusiera de medios para recuperarlos, y eso le había impulsado a creer que había desentrañado todos los secretos de unas costas llenas de recovecos, por lo que le constaba que en aquel punto concreto no había secreto alguno que desvelar, pero pese a ello, y tal vez impresionado por el trágico fin que había tenido la persona que más quería en este mundo, le invadía de pronto una inexplicable angustia, impropia de un buceador de su experiencia.

Era como cuando por primera vez decidió sumergirse de noche, y el foco de su linterna escudriñó tembloroso las tinieblas, pues aun sabiendo que se encontraban en una quieta ensenada sin más señal de vida que inofensivos salmonetes, no podía por menos que imaginar que de la temblorosa oscuridad estaban a punto de nacer monstruos apocalípticos en forma de tiburones blancos, congrios gigantes, viscosos pulpos, calamares de ojos incandescentes o terribles «mantas-diablo» dispuestos a devorarle.

Y ahora, en aguas transparentes, y a plena luz del día, experimentaba idénticos temores.

— ¿Por qué?

— «¡Desconfía del mar!» «¡Desconfía siempre!» «Cuando menos lo esperes te dará una sorpresa…»

Aquéllas eran las palabras que repitió siempre a su hermano; palabras aprendidas de aquel viejo canario sangre-de-horchata que las había aprendido a su vez de labios del mítico Cousteau a bordo del Calipso; palabras que todo buen submarinista debía machacar obsesivamente a sus alumnos, puesto que ni aun insistiendo hasta la saciedad se conseguía evitar que un alegre muchacho de veintitrés años dejara de existir sin razón válida alguna.

Giró sobre sí mismo.

Fue una vuelta en redondo, como si presintiera que alguien le espiaba desde más allá del límite de su propia visión, pero no descubrió más que un agua muy limpia que se iba diluyendo en un azul intenso en la distancia.

Le tranquilizó la visión del cabo del ancla y la silueta de la lancha que era como la huella de un gigantesco zapato sobre una lámina de plata, descubriendo al mirar hacia lo alto que Miriam le observaba desde la superficie con ayuda de un rústico mirafondos de pescador, por lo que tras hacerle un gesto con la mano, se concentró e intentó localizar lo que venía buscando.

Tardó apenas diez minutos en distinguir la amarilla cámara encajada entre dos rocas a menos de veinte metros de profundidad al pie del acantilado, y se preguntó qué demonios podría haber ido a fotografiar su hermano allí, si no se distinguían más que moradas «tutas» y minúsculas «cabrillas» sobre un pelado fondo salpicado de erizos.

Volvió por tanto a bordo, y mientras se frotaba vigorosamente el cuerpo con una áspera toalla, señaló convencido:

— Ese fondo resulta más inofensivo que la bañera de mi casa.

— Sin embargo parecías muy agitado — le hizo notar la muchacha—. ¿Tenías miedo?

— En cierto modo — admitió sin reservas—. Tenía la impresión de que alguien me observaba desde más allá de la línea azul, y cuando una sensación así se apodera de ti allá abajo, resulta muy difícil controlarla.

No volvieron a pronunciar palabra, como si durante el lento regreso a puerto la sombra del muchacho, que había muerto en aquellas mismas aguas, planeara mansamente sobre ellos como una negra gaviota, pero las cosas cambiaron radicalmente desde antes incluso de haber lanzado amarras, puesto que un aburrido policía, que llevaba sin duda largo rato esperando, anunció a voz en grito:

— Ha aparecido un nuevo cadáver.

— ¡Mierda…! — se lamentó Fonseca—. ¿Dónde?

— En Cala Figuera. Uno que hacía windsurfing. — Extendió la mano para ayudarle a saltar, y añadió—: Y lo más curioso es que llevaba chaleco salvavidas y no se encontraba a más de doscientos metros de la costa.

— Esto empieza a convertirse en una epidemia — masculló el otro, molesto—. ¿Había algún barco cerca?

— Ninguno… He ordenado que envíen el cadáver con los otros.

Estaba efectivamente «con los otros», y aunque en apariencia el sudoroso forense continuaba mostrándose desconcertado, al menos en esta ocasión tenía una respuesta al porqué del deceso, aunque no la tuviera en absoluto de cómo podía haber sucedido.

— Le partieron la columna — señaló seguro de sí mismo—. Y debió ser un golpe terrible ya que incluso a través del salvavidas le mató instantáneamente.

— Tal vez le arrolló otro windsurfista — aventuró el inspector—. Van como locos.

— Al parecer sólo había uno, que se encontraba muy lejos. Eran amigos, le vio caer y nadar, junto a la tabla, pero cuando poco después volvió a mirar, ya estaba muerto.

El desaliñado y cejijunto inspector Fonseca se derrumbó pesadamente en una silla permitiendo que sus largas piernas de cigüeña se extendieran casi hasta la mitad del pequeño despacho, y partiendo de un seco mordisco el cigarrillo de plástico, guardó a continuación los pedazos en el bolsillo superior de su chaqueta.

— Esto se complica — sentenció—. Empezó como un asunto de rutina que no debía exigir más que un pequeño informe, y he aquí que nos encontramos con tres casos que no tienen otra cosa en común que el hecho de haber ocurrido en el mar. — Lanzó un bufido—. ¡Con lo que me mareo! — Alzó el rostro hacia César Brujas—. ¿A qué hora tendrá esas fotos? — quiso saber.

— A las siete.

— Entonces será mejor que nos vayamos… — Apuntó casi amenazadoramente al forense—. Y usted procure averiguar si existe algún vínculo entre esas muertes, pues mientras no lo establezcamos, andaremos a ciegas. — Lanzó un grosero denuesto—. Confío en que esas malditas fotos aclaren algo.

Pero no aclaraban nada, y durante el transcurso de una desangelada cena en la que dedicaron más tiempo a estudiarlas que a comer, llegaron a la conclusión de que todo cuanto se distinguía era inofensivos pececillos, cuatro tomas de Miriam, y un primer plano de una superficie gris, perteneciente sin duda a una de las rocas entre las que se encajó la cámara al caer.

— Está visto que los únicos testigos fueron unos estúpidos peces que no hablan — se lamentó César dejando a un lado las fotos—. ¿Qué vamos a hacer ahora?

— Ustedes pueden hacer lo que quieran — fue la aburrida respuesta—. Yo me voy a darle de comer a las palomas.

— No le imagino criando palomas.

— Pues tengo más de trescientas — replicó orgulloso el policía—. Cuatro de ellas campeonas, y la mejor, Maritormes, le sacó media hora de ventaja a la segunda en la última «suelta»… — Revolvió una y otra vez un helado de chocolate que había convertido en una plasta—. Sentarme entre ellas y observarlas me ayuda a pensar — añadió—. Y hace unos meses, estudiar a una pareja me permitió resolver un caso que me tenía jodido. — Carraspeó levemente y dirigió una larga mirada de soslayo a sus contertulios en un intento de descubrir si les estaba aburriendo—. Se trataba del inexplicable suicidio de un gallego emigrado a Uruguay, que había venido a reunirse aquí con sus hermanos. Todo parecía ir bien, pero visitó a sus hermanos y ese mismo día se suicidó…

Hizo una larga pausa, y resultó evidente que evocaba momentos que debieron significar mucho en su vida.

— No podía quitarme de la cabeza aquella muerte absurda — añadió al fin—. La hermana era una mujer hermosa y dulce; el hermano un empresario de holgada posición económica, y el tipo no era un depresivo, ni estaba enfermo, ni tenía al parecer problema alguno.

— ¿Entonces…? — se impacientó Miriam curiosa—. ¿Por qué demonios tenía que suicidarse?

— Eso era lo que me daba vueltas en la cabeza, y una tarde, al observar cómo dos palomas se apareaban, caí en la cuenta de que en el precioso apartamento de los dos hermanos no había más que un sólo dormitorio… — Chasqueó la lengua asqueado—. Hice algunas averiguaciones, y descubrí que se hacían pasar por marido y mujer. — Arrojó la cucharilla a un lado—. ¡Ésa fue la clave! Aquel desgraciado se había matado a trabajar veinte años en un país extranjero para enviarle dinero a su única familia: dos hermosas criaturas a las que adoraba, y cuando al fin regresó a compartir con ellas cuanto había conseguido, descubrió su terrible aberración y se negó a seguir viviendo.

— ¡Dios bendito! Es una historia horrible — se lamentó la inglesa.

— En mi oficio se descubren historias en las que las miserias humanas te agreden de tal forma, que acabas llegando a la conclusión de que con quien mejor estás es con las palomas.

— ¿Qué fue de los hermanos? — quiso saber César Brujas, al que también había impresionado el desagradable relato—. ¿Continúan en la isla?

— Conseguí que se marcharan, pero no pude evitar que heredaran todo lo que el pobre tipo había ahorrado. — Extrajo del bolsillo un nuevo cigarrillo de plástico que comenzó a mordisquear con rabia—. Jamás he llorado tanto como el día en que cayeron en mis manos algunas de las cartas que había escrito desde Uruguay. Para él su hermano había sido siempre como un Dios, y su hermana la Virgen… ¡Y se acostaban juntos!

— Pues sí que nos ha animado usted la noche… — Se lamentó Miriam Collingwood poniéndose en pie dispuesta a marcharse—. Era, ¡justo! lo que nos faltaba.





Una tímida luna en creciente se alzaba sobre un mar en calma en el que aisladas barcas pescaban con ayuda de enormes luces que iluminaban las aguas para atraer a los peces.

Todo era silencio, con los hombres atentos a la faena de lanzar las redes, y la escena tenía un aire fantasmagórico, pues el reflejo de la luna, los «petromax» y el cabrilleo de los diminutos peces que ascendían hasta casi la superficie, confería a las oscuras aguas circundantes un aspecto mágico, ya que las siluetas de los pescadores resultaban apenas visibles tras los inmensos focos de petróleo.

Luego, súbitamente, una negra masa surgió de las profundidades, surcó el aire como una exhalación, cruzó sobre una de las barcas, golpeó bestialmente a un hombretón que se encontraba en proa, y lo derribó cayendo ambos al mar con un sordo chapoteo.

Se escuchó un alarido y casi al instante alguien gritó alarmado:

— ¿Qué ha sido eso?

— ¡No lo sé! — replicó otra voz nerviosamente—. Creo que el patrón Perdigó se ha caído al agua.

El veterano y respetado patrón Perdigó se había caído efectivamente al agua sin que nadie consiguiera explicarse el porqué, pero cuando al día siguiente el inspector Fonseca acudió a la sucia taberna en que solían reunirse los pescadores, su único cliente, un viejo borrachín de rostro marcado por un millón de arrugas y aspecto de haber pasado casi un siglo en el mar, señaló convencido:

— Lo mató un delfín.

Fonseca pareció necesitar unos instantes para digerir semejante afirmación, pero acabó por tomar asiento frente al anciano, dispuesto a compartir la botella de tinto peleón que se había apresurado a servirles un hediondo tabernero con cara de pocos amigos.

— ¿Qué le hace pensar eso? — quiso saber.

— Yo estaba en popa — fue la respuestas—. No lo vi con claridad, pero una especie de bala de cañón salió del agua, golpeó al patrón Perdigó en las costillas y lo tiró a la mar. ¡Era un delfín! — repitió sin inmutarse.

— El patrón Perdigó tenía siete costillas destrozadas — admitió sin querer comprometerse el policía—. Pero también pudo rompérselas al golpearse con la borda.

— No se golpeó con la borda… — El aplomo del borrachín contrastaba con su ligero balbuceo—. Cayó limpiamente al mar. Y era un hombre muy fuerte. De haber resbalado tal vez se hubiese roto una o dos costillas. No siete… ¡Fue un delfín! — insistió con machaconería.

— ¡No le haga caso! — terció el tabernero desde detrás de un sucio mostrador alzado sobre barricas—. Siempre está borracho y no dice más que tonterías.

— ¿Tonterías…? — El hombre cuyas mejillas más bien parecían un mapa en relieve que un rostro humano, ni siquiera pareció ofenderse—. ¿Qué sabrás tú, si todo el agua que conoces es la que le echas al vino? Llevo sesenta años en la mar y me he dado cuenta de que desde hace unos días los delfines andan encabronados. ¡Muy encabronados!

— ¿Encabronados? ¿Qué quiere decir con eso de encabronados?

— Que rompen las redes, destrozan las nasas y golpean las barcas… — Escupió en el suelo—. Y no es corriente en ellos — concluyó.

— ¿Estás seguro?

El viejo se sirvió hasta los bordes un vaso de vino que se bebió de un solo golpe.

— Tan seguro corno que este vino está aguado — sentenció—. ¡Esos delfines se han vuelto unos tremendos hijos de la gran puta! ¡Se lo digo yo, el viejo Melquíades!

— Si el viejo Melquíades lo asegura, sus razones tendrá — fue el comentario del cabo de Marina, cuando el inspector acudió poco más tarde a recabar su opinión sobre el tema—. Cierto es que la mar le serena y nadie es capaz de predecir como él cuándo vendrá el mal tiempo. Hay quien asegura que son los mismos peces los que se lo cuentan.

— Los peces no hablan — fue el malhumorado comentario de Fonseca—. Ni hablan, ni vuelan.

Pero cuando emprendió el camino de regreso a Palma a través de una serpenteante y destrozada carretera que ofrecía todo el aspecto de no haber sido reparada en treinta años, no podía por menos que darle vueltas a la cabeza, no al hecho en sí de que el viejo lobo de mar hubiese acusado a los delfines, sino a la firmeza y naturalidad con que lo había hecho, como si fuera la cosa más lógica del mundo que las leyes que habían regido el mundo a lo largo de milenios pudieran ser cambiadas de improviso.

— ¡Están encabronados! — fue toda su explicación—. Lo ve hasta un ciego.

Para el inspector Adrián Fonseca, hombre de tierra adentro pese a que hubiese pasado gran parte de su vida a menos de dos kilómetros del mar, el

hecho de que alguien «pudiese ver» que los delfines se comportaban de un modo diferente, constituía sin duda un misterio insondable, puesto que no tenía la más mínima idea de cuál era su comportamiento cuando merodeaban de forma normal bajo las aguas, pero tal vez debido al tremendo respeto que le imponían todos aquellos que eran capaces de arriesgar la vida sobre cuatro tablones, se inclinaba a aceptar que aquel anciano de voz aguardentosa y ojillos legañosos tenía razón y sabía muy bien de lo que hablaba.

Por ello, cuando dos horas más tarde, y tras haber estado a punto de despeñarse por tres veces debido al pésimo estado de la inconcebible carretera, penetró en el cementerio en el momento mismo en que, concluido el sepelio, un sacerdote, un monaguillo y unos pocos amigos se perdían de vista entre los cipreses, se aproximó respetuosamente a la pareja que permanecía en pie ante una sencilla tumba aún sin lápida, y tras persignarse casi clandestinamente, señaló sin excesivo convencimiento:

— Entra dentro de lo posible, que lo matara un delfín.

Tanto César Brujas como Miriam Collingwood tardaron en reaccionar, y fue el primero el que al fin replicó sin poder evitar un leve tono despectivo:

— ¡Ésa es la mayor estupidez que he oído en mi vida!

— Pues hay quien lo asegura.

— Será un chiflado… O un policía… O un forense. Únicamente a un loco, un forense o un policía se le podría ocurrir semejante bobada.

— Los delfines nunca le han hecho mal a nadie — se apresuró a mediar la inglesa con ánimo conciliador—. Son los animales más cariñosos que existen.

— Yo no entiendo mucho de peces — admitió amoscado el inspector—, pero es lo que me ha dicho un viejo pescador que sí que entiende.

— El delfín no es un pez; es un mamífero.

— ¡Por mí como si quiere ser dentista…! — fue la impaciente respuesta—. Estoy de acuerdo en que resulta estúpido, pero parece ser que últimamente los delfines se están comportando de un modo muy extraño; rompen redes, destrozan nasas, golpean barcas… — Señaló de nuevo hacia la tumba—. Y ese forense de mierda parece haber llegado a la conclusión de que a su hermano le dieron un golpe tan fuerte en la cabeza que lo descerebró… — Se encogió de hombros—. ¿Por qué no pudo ser un delfín?

— Porque en toda la historia de la Humanidad no se ha dado un solo caso en el que un delfín ataque a un hombre — le hizo notar César.

— Tampoco el hombre había estado nunca en la Luna, y los americanos juran que llegaron, aunque yo aún no me lo creo — rebatió el otro—. Tal vez ese viejo pescador sea un borracho y un cretino, pero por el momento es el único que ha dado una respuesta válida al porqué de cuatro muertes inexplicables…; el posible vínculo de unión son los delfines.

Echó a andar sin prisas por la amplia avenida bordeada de tumbas en dirección a la salida y tanto Miriam como César le siguieron evidentemente desconcertados.

— Cuando Rafael murió no había delfines por los alrededores — señaló por último la muchacha—. Yo los habría visto.

— Un delfín puede llegar inesperadamente a toda pastilla, darle un golpe en la cabeza a un buceador desprevenido, y desaparecer de igual forma sin que «alguien que duerme treinta metros más arriba» se entere de lo que está pasando — replicó el policía sin volverse—. Y usted jura que dormía.

— Y es cierto. ¿Pero por qué habría de hacer un delfín una cosa semejante?

— ¡Por dinero no, desde luego…! — señaló el otro con innegable ironía—. Ni por rivalidad política… — Ahora sí que se detuvo para observarlos con fijeza—. Pero los motivos ya se establecerán más adelante. El primer paso estriba en aclarar si, en efecto, pudieron haber sido esos malditos peces.

— «¡Mamíferos…!» — insistió Miriam con marcada intención.

— ¡Lo que quiera que sean…! — refunfuñó el policía—. Desde luego, palomas no son, pero les aseguro que si alguien, aunque sea un viejo borrachín, me proporciona una pista que me ayude a entender cuatro muertes inexplicables, la seguiré hasta el final aunque me tomen por loco o por estúpido.

— ¿Y cómo piensa hacerlo?

— Preguntando.

— ¿A los delfines?

— A quien más sepa sobre ellos. Y quien más sabe sobre delfines es Max Lorenz.

— ¿Lorenz? ¿El austriaco? Se sorprendió César Brujas—. Le conozco hace años, y tengo la impresión de que lo único que le interesa de los delfines es obligarles a hacer payasadas que diviertan a los turistas.

Los turistas se divertían en efecto, sobre todo los más pequeños, pues resultaba evidente que el barbudo Max Lorenz, y sobre todo su atractiva hija Claudia, sabían cómo hacer que sus dos hermosos pupilos, Tom y Jerry obedeciesen sus órdenes, saltando, bailando, jugando con una pelota o un sombrero, y paseando a Claudia sobre su lomo de un lado a otro de una gigantesca piscina ovalada.

Pero más tarde, la cantidad de libros, fotografías, dibujos e incluso estatuas que se desparramaban por el amplio salón de la hermosa casa que se alzaba al borde mismo de un acantilado, demostraba que el amor de la familia Lorenz por el mar en general y los delfines en particular, iba más allá de cualquier tipo de especulación económica, y que tanto la preciosa muchacha como el anciano vienes, establecido en la isla cuarenta años atrás, experimentaban un invencible entusiasmo por las simpáticas criaturas con las que compartían la mayor parte de sus vidas.

Oyendo hablar a Claudia podría llegar a creerse que se refería a sus compañeros de espectáculo como si se tratara de sus propios hermanos, y por lo tanto, cuando el inspector insinuó la posibilidad de que pudiera atribuírseles la autoría de alguna de las cuatro muertes que habían tenido lugar en las costas de la isla, estalló como una pantera a la que intentaran arrebatarle a sus crías.

— ¿Cómo se atreve…? — casi gritó furiosa—. ¿Qué demonios sabe usted sobre delfines?

— Sólo que no se comen… — replicó el otro un tanto impresionado—. Y desde hace un rato que no son peces.

— ¿Y cree que basta con eso para tacharles de asesinos?

— Yo no les estoy acusando de nada, señorita — replicó el pobre hombre francamente confuso—. Tan sólo estoy tratando de que me aclaren si en alguna ocasión, y bajo muy determinadas circunstancias, podría darse el caso de que se volvieran agresivos.

Por unos instantes pareció que la indignada muchacha estaba a punto de responder violentamente, pero su padre la interrumpió con un gesto al tiempo que comenzaba a servir vino de la botella que acababa de descorchar.

— Escuche, inspector… — puntualizó con voz pausada—. Tanto yo, como mi difunta esposa que en paz descanse, y ahora mi hija, hemos dedicado la mayor parte de nuestras vidas a estudiar, cuidar y amaestrar delfines, y puedo asegurarle que son las criaturas más nobles, dulces e inteligentes del planeta. Más incluso que el propio ser humano, ya que han sido capaces de rechazar de sus hábitos de comportamiento el uso gratuito de la violencia. — Bebió despacio de su copa, como si tratara de centrar sus ideas, y por último añadió—: Tan sólo el hambre les empuja a precipitarse en ocasiones sobre las redes, pero su constitución y su especial dentadura les impide atacar a un pez de mediano tamaño. Cuánto menos, a un buceador.

— Puede hacerlo a golpes.

— Tan sólo el hombre mata aunque no tenga oportunidad de devorar a sus víctimas — argumentó el austriaco—. Entre los animales, y salvo en muy especiales circunstancias de celo o terror, no suele darse el caso. ¿Alguna de las víctimas presentaba señales de mordiscos?

— No, desde luego — admitió el policía de mala gana—, eso sí que no.

— ¿Entonces…? ¿Por qué habría de atacar un delfín a alguien a quien no piensa devorar ni es su enemigo?

— Eso es lo que he venido a preguntar, no a que me pregunten — fue la áspera respuesta—. ¡Y por Dios que no estoy tratando de ofender a su familia!

— No son «mi familia» — rió el otro—. Aunque a veces casi los consideremos parte de ella, pero le aseguro que ésa es una pregunta que tan sólo admite una respuesta: ¡Imposible!

— ¿Imposible?

— Imposible.

— ¿Bajo ninguna circunstancia?

— ¡A veces es usted más pesado que las moscas! — intervino César Brujas, que había asistido como mero espectador a la incómoda entrevista—. ¿Acaso pretende que se lo certifiquen por escrito?

— No estaría de más… — replicó sonriente el inspector—. Si cada vez que tengo una pista en mi trabajo alguien me certificase por escrito que estoy equivocado, le juro que me ahorraría un millón de quebraderos de cabeza.

— Y si cada vez que no la tiene se le ocurre acusar tan alocadamente, le juro que los tendrá a millones — intervino de nuevo agriamente la muchacha—. No me extraña que con semejantes razonamientos la Policía haga el ridículo.

La forma en que Adrián Fonseca rebuscó en sus bolsillos un cigarrillo de plástico y se lo echó a la boca mordisqueándolo con furia, mostró bien a las claras que estaba efectuando un sobrehumano esfuerzo por no replicar groseramente, por lo que tras detenerse a contemplar uno por uno a los dos hombres y las dos mujeres que tanta hostilidad le demostraban, concluyó por encogerse de hombros con gesto de profundo cansancio:

— Bastantes problemas tengo como para enzarzarme en estúpidas discusiones sobre la validez de mis métodos, pero aquí hay una señorita que ha visto morir a su novio, y un señor que ha perdido a su hermano… ¿Qué concepto tendrían de mí, si desde el primer momento aceptara a ojos cerrados que algo relacionado con tan trágico acontecimiento es estúpido? Yo me limito a cumplir con mi obligación y no se me antoja justo que me insulten por ello.

— No hemos pretendido insultarle.

— Pues lo disimulan muy bien… — Lanzó un hondo suspiro y al poco añadió—: ¿Todos los delfines son absolutamente iguales? — quiso saber—. ¿No hay ningún tipo de diferencia apreciable con los que tienen ahí fuera?

— Sí que la hay… — admitió Max Lorenz con naturalidad—. Los nuestros son delfines «mulares» de

Florida, que suelen ser los más inteligentes, pero existe además el delfín común; el «listado» o Stenellea coeruleoalba; el de «flancos blancos»; el de «hocico estrecho», y el «hocico blanco», aunque me atrevería a asegurar que su norma de conducta suele ser muy semejante.

El policía asintió como dando por buena la explicación, y tras una corta pausa señaló con un amplio ademán de la mano la extensa librería que ocupaba la pared del fondo del espacioso salón:

— ¿Y entre todos estos libros, no se habla de un solo caso, ¡uno solo! en que un delfín se haya comportado de una forma un tanto «peculiar»…?

— ¡Desde luego! — admitió el científico—. En muchas ocasiones. Pero siempre actuando en favor del hombre, nunca en contra. En el cuarenta y tres una mujer se vio arrastrada por una fuerte corriente en las playas de Miami. Estaba a punto de ahogarse cuando un delfín la empujó hasta ponerla a salvo, y ya el poeta Anón narra con detalle en sus memorias, cómo los delfines lo salvaron cuando lo arrojaron al agua los piratas.

— ¡Curioso! ¿Siempre actúan así?

— No siempre. Aunque hay que tener en cuenta que el delfín es un mamífero y, cuando nace, su madre le empuja hacia la superficie para que respire. A veces, si la cría nace muerta, la mantiene a flote durante días. De igual modo sus compañeros sostienen a los heridos o enfermos, y se ha llegado por tanto a la conclusión de que cuando ayudan a un ser humano no lo hacen por un sentimiento de amistad, sino porque responden a una ley genética que les impulsa a mantener fuera del agua a todo ser viviente en peligro.

El inspector Fonseca se puso en pie, estudió con detenimiento la ingente cantidad de títulos que se alineaban en las estanterías, relacionados con el mar y sus habitantes, y, tras unos segundos de concentrada meditación, aventuró sin atreverse a mirar a sus interlocutores:

— ¿Y no podría darse el caso de que uno de esos animales, tal vez en un exceso de entusiasmo y sin medir bien el alcance de sus fuerzas, hubiera intentado sacar del agua a un buceador al que creía en apuros, matándole sin proponérselo?

El helado silencio que se hizo a sus espaldas le obligó a volverse para enfrentarse a las burlonas miradas de cuatro pares de ojos.

He dicho una estupidez, ¿no es cierto? — inquirió incómodo.

— ¿Usted qué cree…?

— Que nadie me da ninguna explicación que me convenza…

Volvió a tomar asiento y se dirigió a Max Lorenz con un tono casi de súplica:

— Cuénteme algo más sobre delfines — rogó—. Ya sé que son muy buenos, y muy cariñosos, pero qué más puede decirme sobre ellos.

El austriaco pareció desconcertarse, no ya por la pregunta en sí, sino por la forma en que había sido hecha, y tras rascarse la espesa barba con gesto meditabundo, abrió las manos en actitud de impotencia, pues al parecer el tema se le antojaba de una amplitud exagerada.

— Podría pasarme días, e incluso semanas, hablando de ellos — señaló—. Pero si pretende que se lo resuma, le diré que el cerebro del delfín es tan grande o mayor que el nuestro, y que su corteza cerebral muestra pliegues semejantes al del ser humano. Eso le convierte en el único animal de «curiosidad innata», que perdura en él incluso cuando ha alcanzado su desarrollo sexual, con lo cual se le compara al hombre en lo que se refiere a su capacidad de aprender a todo lo largo de su vida.

— ¿Y eso qué significa?

— Que se trata sin lugar a dudas de un ser superior. Las especies inferiores «nacen sabiendo» casi todo lo que necesitan saber, puesto que ese conocimiento les viene transmitido por los genes. Un insecto vuela el primer día, y la mayoría de los peces se las arreglan por sí solos desde que nacen. Pero los mamíferos, sobre todo los mamíferos superiores, necesitan protección y aprendizaje durante largo tiempo, tanto más largo cuanto más evolucionados se encuentran. La cima de esa pirámide la ocupamos nosotros, y a continuación se encuentra el delfín.

— ¿Eso es «científico»?

— Totalmente — replicó el otro sin la menor sombra de duda—. Y la prueba está en que así como los demás animales dejan de «sentir curiosidad» en cuanto llegan a la madurez y ya no son proclives a jugar si no se les incita, los delfines son capaces de jugar por sí solos aun de viejos, y hasta en el último momento de su vida están en condiciones de aprender algo nuevo.

— Nunca se me habría ocurrido.

— Ni a mí… — admitió César Brujas que permanecía atento a la explicación, tan interesado o más que el propio policía—. He visto muchos delfines incluso en inmersión, pero jamás se me pasó por la mente que alcanzaran tal grado de desarrollo digamos «intelectual».

— Tienen una actitud «abierta al mundo que les rodea», son, por decirlo de alguna manera, «estudiosos» de su entorno, y creo estar en condiciones de asegurar que si se introduce un elemento totalmente nuevo en sus vidas, crean un sonido concreto para determinarlo, como si dijéramos una «palabra» que lo define con perfecta exactitud.

— ¿Es que acaso hablan?

— «Hablar» no es el término exacto, pero lo cierto es que se comunican por sonidos, ultrasonidos, e incluso empezamos a sospechar que una cierta forma de telepatía.

— ¡Anda ya!

Max Lorenz no pudo evitar una leve sonrisa ante una exclamación que mostraba muy a las claras el escepticismo del incrédulo inspector Fonseca, y tras una corta pausa en la que pareció querer darle tiempo para que meditara sobre cuanto estaba diciendo, añadió:

— Lo de la telepatía se ha comenzado a intuir desde que se descubrió que cada vez que un delfín fallecía en la sala de operaciones en el Centro de Investigación de San Diego, en California, sus hermanos, y sobre todo su madre, se volvían como locos y comenzaban a chillar en el acuario, pese a que éste se encuentra a varios kilómetros de distancia.

— Pero un comportamiento semejante les situaría en una escala evolutiva en cierto modo superior a la nuestra.

— ¿Y eso le sorprende? El elefante es superior a nosotros en fuerza, el leopardo en velocidad, el mono en agilidad, y todas las aves en su capacidad de volar. ¿Por qué no pueden los delfines ser superiores a nosotros en ciertos aspectos de la evolución de su cerebro?

— Porque usted mismo acaba de afirmar que es el hombre el que se encuentra en la cima de la pirámide gracias a su cerebro.

— Y a sus manos. — Sonrió con intención—. Ahí estriba nuestra gran ventaja: la Naturaleza nos ha dotado de cerebro, pero también de manos. Podemos realizar aquello que pensamos, transformando a nuestro antojo el mundo que nos rodea a base de herramientas, mientras que el delfín tiene que limitarse a observar, y tal vez debido a ello ha aprendido a desarrollar esa capacidad de comunicarse a través de la telepatía.

— Temo que nos estamos saliendo del contexto de lo que el inspector desea saber — intervino Claudia, que asistía a la charla con la indiferencia de quien conoce excesivamente el tema—. Lo que en verdad le importa no es el, digamos…, «coeficiente intelectual» de los delfines, sino su posible predisposición al uso de la violencia… ¿Me equivoco?

— Está claro que eso es lo que intento averiguar desde un principio.

— Pues está de igual modo muy claro, que así como han desarrollado unas partes del cerebro que nosotros mantenemos atrofiadas, otras, sobre todo aquellas en las que se asienta la capacidad de causar daño, permanecen completamente intactas.

— ¿Cómo puede estar tan segura?

— Porque desde que tengo memoria paso con ellos ocho horas al día, y los conozco a fondo. Ni siquiera son capaces de «odiar» a los tiburones, pese a que a veces intenten devorar a sus crías. Se limitan a defenderlas y en cuanto el tiburón desiste de su ataque, cesan de golpearle.

— Acabarán convenciéndome de que se trata de «San Delfín Virgen y Mártir»… — masculló el policía desabridamente—. Pero la experiencia me enseña que incluso los seres aparentemente más inocentes pueden transformarse en asesinos. De hecho, nada suele haber más cruel que un niño.

— No es éste el caso. Desde hace más de dos mil años, desde Plinio el Joven, se tiene noticias de las buenas relaciones entre los delfines y los hombres, y cuenta una leyenda anterior a Jesucristo que un niño de las proximidades de Nápoles hizo tal amistad con uno de ellos, que le cruzaba cada día la bahía sobre su lomo para evitar dar un gran rodeo por tierra. Al poco de que el niño muriera, el delfín lo hizo de tristeza y nostalgia. De esos casos están llenos los libros. De enemistad jamás se ha escrito nada. — Claudia hizo un gesto de fatiga, como si quisiera dar por concluida la larga discusión—. No nos venga por tanto con historias absurdas, y la verdad es que ese viejo borracho no merece siquiera que le consideren pescador y hombre de mar. Insultar de ese modo a los delfines podría considerarse casi una «obscenidad».





No hacía falta ser un gran psicólogo para comprender que el inspector Fonseca abandonaba la casa de los Lorenz desconcertado, molesto y hasta casi ofendido por la forma en que le habían tratado por su «osadía» a la hora de sospechar de «los pobres delfines», y a punto estuvo de rechazar la invitación de César Brujas de tornar una copa en el «Tito's» en un último intento por encontrar «el vínculo en común» que pudiese aclarar unas muertes que cada vez se les antojaban más inexplicables.

— Yo sigo pensando que la forma de actuar de aquel yate resulta sospechosa… — señaló por su parte la inglesa Miriam Collingwood en el momento en que enfilaban la avenida marítima y hacían su aparición los muelles deportivos—. ¿Por qué se marcha en cuanto nos ve aparecer?

— Tal vez no le gusten los mirones… — El inspector sacó un papel del bolsillo y se lo pasó a César Brujas que se sentaba a su lado—. El informe sobre el Guaicaipuro — señaló—. El nombre pertenece a un cacique venezolano que luchó contra los conquistadores. — Sonrió disculpándose—. Lo consulté en la enciclopedia.

El otro tomó el papel, encendió la diminuta bombilla que aparecía sobre su cabeza y leyó en voz alta:

Guaicaipuro, matrícula de Panamá. Propietario, Rómulo Cardenal. — Hizo una corta pausa—.

Rómulo Cardenal, ganadero venezolano nacido en Barinas, el ocho de mayo de mil novecientos cuarenta y siete, último descendiente de una influyente y antigua familia llanera, carece de antecedentes penales o filiación política. Se le considera un hombre libre de toda sospecha, aunque algo excéntrico. Aficiones: el juego, el alcohol y las mujeres de dudosa reputación…

— Eso último quiere decir que suelen ser más «reputas» que dudosas — aclaró el policía—. Y no creo que un millonario venezolano «libre de toda sospecha», según la INTERPOL, tenga nada que ver con esas muertes.

— ¿Y qué hace un tipo así en Mallorca?

— Turismo… Cada mañana zarpa de Palma, recorre las costas, se detiene aquí y allá, y al atardecer atraca de nuevo.

— ¿Por qué?

— Por qué, ¿qué?

— ¿Por qué alguien que tiene un barco con el que podría fondear tranquilamente en cualquier cala, se toma la molestia de regresar a puerto cada noche?

— La culpa es del Casino… — fue la sencilla aclaración—. Pierde millones a la ruleta.

— ¿Tanto dinero tiene?

— Más aún.

Rómulo Cardenal debía tener, en efecto, «más dinero aún», a juzgar por la impasibilidad con que regaba de placas los diez primeros números de la ruleta, y la absoluta indiferencia con que asistía al hecho de que, indefectiblemente, la caprichosa bolita fuese a caer en un número alto.

Era un hombre corpulento, de tez olivácea y ojos oscuros, pequeño bigote muy cuidado y cabello ralo y lacio que obligaba a pensar en algún cercano antepasado indígena, grandes manos cuajadas de costosos anillos, y pesada cadena de oro al cuello de la que pendía, casi insultante, un auténtico doblón español de valor tal vez incalculable.

Pero, de todo cuanto Rómulo Cardenal exhibía con inconcebible desfachatez, incluido el reloj más caro del mercado, lo más espectacular era, sin lugar a dudas, la prodigiosa mujer de ojos verdes, rostro alargado, pómulos salientes, cabello azabache, cuerpo de gacela y aire ausente, que se repantigaba displicentemente en el asiento vecino.

Laila Goutreau jugaba sin embargo muy poco, y resultaba evidente que lo hacía más por matar el tiempo, que por auténtica afición, fumando sin descanso cortos puros del tamaño de un cigarrillo, y estudiando sin especial interés a cuantos se aproximaban a la apartada mesa del salón semiprivado, a fascinarse por el hecho de que existiese seres humanos que pudieran hacer semejante alarde de riqueza.

César Brujas calculó mentalmente que en menos de diez minutos aquel tosco hombretón de ojos profundos había perdido más de cinco millones de pesetas, y se preguntó, desconcertado, qué clase de fortuna podría respaldar tal cúmulo de gastos durante toda una noche e infinidad de noches semejantes.

— Treinta, negro, par y pasa…

Era como una burla; como si la fortuna se complaciese en demostrar que no admitía más dueño que su propio capricho, y que ni siquiera quien aparentaba tenerlo todo, tenía no obstante el más mínimo poder sobre la suerte.

— ¡Vaina!

— ¡Perdone, señor! ¿Podría prestarme atención sólo un minuto?

Las manos quedaron inmóviles sobre el montón de placas, y el oscuro rostro se alzó hacia el intruso que había tenido la osadía de interrumpirle.

— ¿Usted dirá? — inquirió educadamente.

— Mi hermano murió el miércoles en un accidente de inmersión, y me consta que poco antes su yate había estado fondeado cerca de allí… — César Brujas se sentía incómodo al saber sobre él la atención de todos los presentes—. ¿Podría decirme si por casualidad vio usted algo que se le antojara «anormal»?

El venezolano le observó desconcertado y pareció querer hacer memoria.

— «¿Anormal?» — repitió—. Si no recuerdo mal, el miércoles el mar estaba en calma, y ni siquiera había viento. ¿Podría explicarse mejor?

— ¿No vieron por casualidad delfines cuyo comportamiento les resultara extraño?

— ¿Delfines…? — La expresión de Rómulo Cardenal mostró a las claras que aquélla era sin lugar a dudas una de las preguntas más absurdas que le habían hecho en la vida—. Estos días hemos visto muchos delfines… — admitió por último al tiempo que alargaba una enorme placa al croupier para que repitiera su juego—. Pero no eran más que simples delfines inofensivos… — Agitó la cabeza como desechando una idea estúpida—. ¿Supongo que no se le habrá ocurrido imaginar que los delfines pueden tener algo que ver con el accidente de su hermano? — concluyó.

— Un pescador asegura que últimamente se están comportando de una manera extraña — fue la tímida respuesta.

— Digan lo que digan, olvídese de los delfines… — Replicó secamente el otro, dando por concluida la charla, y prestando de nuevo atención a la bolita que ya giraba sobre el cilindro cuajado de números rojos y negros—. Siempre han sido totalmente inofensivos.

— «Veintiséis, negro, par y pasa.»

— ¡No hay manera! «Completos» del dos y el ocho.

— ¡Perdona, cariño…! — La voz de Laila Goutreau era la voz densa, profunda e incitante, pero al propio tiempo suficientemente discreta, de la perfecta profesional que sabe estar siempre en su sitio—. Pero precisamente ese día ocurrió una cosa muy extraña con los delfines… — Alzó el rostro para dirigirse directamente a César Brujas—. Estaba observándoles cuando de pronto uno muy pequeño se atravesó ante la proa. — Hizo un ademán como mostrando su impotencia—. Lo golpeamos, quedó allí, medio atontado, y los demás le rodearon de inmediato.

— No me lo habías comentado — se sorprendió Rómulo Cardenal.

— Dormías, y luego se me olvidó. — La prodigiosa muchacha se encogió de hombros como dando por zanjado el asunto—. En realidad no tuvo mayor importancia. No creo que lo matáramos.

Rómulo Cardenal hizo un significativo ademán hacia su acompañante, y su voz tuvo ahora una tonalidad a todas luces impaciente al señalar:

— Ya ha oído a la señorita. Es todo lo que podemos decirle.

— ¡Gracias! Tal vez sirva de algo…

Pero no sirvió de mucho, pese a que cuando César Brujas se lo contó al día siguiente a Claudia Lorenz, ésta admitió que los delfines poseían una increíble memoria, y eran incluso capaces de vengarse de quienes les causaban algún daño.

— A mediados del siglo pasado — dijo— los barcos tenían graves problemas a la hora de cruzar los arrecifes del Mar del Coral en su ruta hacia Australia, y solían encallar en aquella solitaria región, aislada y peligrosa…

Habían tomado asiento al borde de la piscina en

la que jugueteaban Tom y Jerry, que de tanto en tanto asomaban la cabeza y le observaban «sonrientes», o acudían a que les rascase el lomo.

— Pero en cierta ocasión, un astuto capitán de «clipper» decidió seguir a un delfín que marchaba ante su proa, convencido de que éste nadaría siempre por aguas profundas. — Sonrió como para sí misma—. Cuando llegó a Sydney lo contó, y a partir de ese momento muchos barcos tomaron la costumbre de seguir al delfín que solía estar esperándoles a la entrada de los arrecifes para conducirles sanos y salvos al otro lado. Le pagaban con sardinas.

— ¡Curiosa historia!

— Pero no acaba ahí… — puntualizó ella—. Un mal día, un pasajero borracho se divirtió disparándole al pobre animal, que desapareció de inmediato seguido por una estela de sangre.

— ¡Cono…!

— La tripulación quiso linchar al borracho, y durante más de un año el delfín no volvió a aparecer, con lo que naufragó un nuevo buque.

Hizo una corta pausa que dedicó a acariciar amorosamente la cabeza de Jerry que había venido a colocarla sobre su regazo como un niño mimoso que busca el consuelo de su madre, y por último añadió:

— Cuando al fin el delfín volvió, continuó pasando barcos sin peligro, hasta el día en que hizo su aparición aquel desde el que le habían disparado, al que condujo directamente hacia un bajío, obligándole a embarrancar y perdiéndolo para siempre.

— No puedo creerlo — protestó César—. Eso no son más que cuentos de viejo marino.

— Pues es cierto… — El tono de su voz no admitía réplica—. Está en todos los libros de historia de la navegación, y en muchos puertos del Pacífico aún se conservan las estatuas que se le levantaron, pues continuó pasando barcos sin perder uno solo hasta que murió de viejo.

— ¿Pretendes insinuar con eso que tal vez los delfines de la zona están tratando de vengar el daño que el yate le hizo a una de sus crías?

— No exactamente, pero podría darse el caso. Una vez un gamberro le dio a Tom una sardina de plástico, de esas que se usan para pescar. Cuando volvió al cabo de un mes, Tom se las ingenió de tal modo al golpear el agua que lo empapó de pies a cabeza.

— ¿Realmente crees que razonan?

Claudia asintió convencida.

— Razonan, hablan entre sí, y tienen un profundo sentido del humor — señaló—. Cuando estoy sola y me pongo a tomar el sol desnuda, no hacen nada, pero si advierten que alguien llega, se las ingenian para robarme el traje de baño con la intención de hacerme pasar vergüenza. — Rió divertida—. Y si me tiro al agua, vienen por detrás y me lanzan fuera… ¡Son unos golfos!

— Me gustaría ver eso.

Ella se sonrojó visiblemente.

— Son como niños grandes; las criaturas más adorables del planeta, y por eso me cuesta aceptar que se les acuse de causar daño. — Hizo una corta pausa y añadió—: ¿Conoces Cabrera?

— He buceado allí a menudo.

Hay una cala, al Sudoeste, a la que suelen acudir por esta época del año. Me encanta bañarme con ellos, y observar cómo se comportan en absoluta libertad.

— ¿Te atreverías a hacerlo ahora, con todo lo que se está diciendo?

— ¡Naturalmente…! No son más que invenciones absurdas a las que tan sólo un estúpido prestaría la más mínima atención.

— ¿Vamos mañana?

— ¿Por qué no?

— Tendríamos que zarpar casi al amanecer.

Ella hizo un firme gesto de asentimiento.

— Estaré esperándote a las seis.


A las siete cruzaban bajo el faro de Cap Blanc, y al poco hacía su aparición ante la proa de la motora la aún borrosa silueta de La Foradada, el primero de los islotes que componen el diminuto archipiélago de Cabrera, uno de los más salvajes y hermosos espacios naturales del sur de Europa, en los que aún resulta factible disfrutar del placer de observar aves, peces y reptiles en su auténtico hábitat.

«Las Galápagos de Europa», como a menudo se les denomina, aparecían envueltas en una suave bruma matutina que les confería un sutil aire misterioso, con un mar de un azul-añil en el que se reflejaban como en un oscuro espejo altos acantilados y frágiles gaviotas, y a medida que se iban aproximando a la «isla grande» con sus sinuosas costas cuajadas de calas y playones, profundas ensenadas de aguas transparentes y agresivos farallones de cien tonos de grises, les invadía la indescriptible sensación de placer y temor que suele apoderarse de la mayoría de los viajeros que arriban a un lugar tan repleto de leyendas.

Refugio de piratas berberiscos y testigo de infinitos naufragios, era, sin embargo, el amargo recuerdo de los innumerables prisioneros franceses que sufrieron en aquel solitario peñasco un cruel cautiverio tras la terrible batalla de Bailen, el que había extendido la absurda fábula de que el espíritu de los que allí murieron de hambre y sed vagaba por los riscos del Norte, oteando eternamente un horizonte en el que se dibujaba apenas el lejano perfil de Mallorca.

Más de un pescador había muerto aplastado por una pesada roca desprendida de modo inexplicable de inaccesibles acantilados, y pretendían las consejas que no había sido el viento o las aves marinas las que provocaron semejante desprendimiento inoportuno, sino que se trataba en verdad de fantasmas franceses ansiosos de venganza.

Y ahora, a la tierra amenazante se sumaban unas aguas profundas de las que podía surgir de igual modo el peligro en forma de bestia agresiva, y tal vez debido a ello, o al sueño de la temprana hora, tanto Claudia como César permanecían en silencio, observando abstraídos cómo avanzaban hacia ellos los peñascales de la isla.

Ningún otro lugar de este planeta ofrecía, sin embargo, tal cúmulo de abrigos naturales y ocultas ensenadas en las que el furibundo mar jugaba a transformarse en plácida laguna transparente, y al dejar caer el ancla sobre un brillante cristal inmaculado se tenía la impresión de haber alcanzado el paraíso.

La embarcación cesó de balancearse, la suave brisa se vio frenada por los muros de piedra, y el silencio se adueñó del paisaje, pues ni siquiera el rumor de las olas acertaba a turbar un universo del que se diría que había conseguido establecer al fin un tratado de paz consigo mismo.

Quieta en proa, observando abstraída un pececillo que jugueteaba bajo la quilla, Claudia parecía encontrarse lejos de todo, tan atrapada por secretos pensamientos, que César se limitó a admirarla sin moverse, como si el hecho de realizar un solo gesto pudiera romper el prodigioso encanto del momento.

— Se muere… — musitó ella al fin muy quedamente.

— ¿El pez?

— El mar… — Giró apenas la cabeza y le miró a los ojos—. Éste es el más hermoso de los mundos y lo estamos matando. — Señaló una botella semienterrada en un fondo de arena—. Es la fuente de la vida y, sin embargo, cada año le arrojamos cincuenta mil toneladas de insecticidas y millones de toneladas de basura. En el término de una sola generación hemos logrado reducir de tal forma la capacidad de fotosíntesis de las algas, que son las encargadas de renovar el oxígeno, que a este paso muy pronto ningún pez sobrevivirá ahí abajo.

— ¿Te preocupa ese tema?

— ¿Cuál si no? Año tras año veo cómo el mar deja de florecer en primavera, y desde que tengo memoria asisto a su lenta agonía. — Agitó la cabeza pesimista—. Ya nada es lo mismo.

— ¿El mar florece en primavera? — se sorprendió él.

— ¿No lo sabías? Cada año, y sobre todo en las plataformas continentales del hemisferio norte, las aguas de las regiones templadas se van enfriando en sus capas superiores a lo largo del invierno, y con la llegada de la primavera esas capas frías, superficiales, más pesadas, se hunden lentamente desplazando hacia lo alto a las inferiores, más calientes.

— No tenía ni idea.

— Poca gente la tiene, pues se preocupan más de cuestiones de las que no depende tanto el futuro de su especie… — Volvió a contemplar las evoluciones del solitario pececillo—. La gran cantidad de sales minerales, especialmente nitratos y fosfatos, que se han ido acumulando en el fondo por efecto de la sedimentación o los aluviones de los ríos, se desplazan entonces junto a esas capas y ascienden hacia la superficie. — Claudia hablaba con naturalidad, sin hacer el más mínimo alarde de su dominio de un tema que evidentemente le apasionaba—. Y al igual que las plantas terrestres necesitan sales para su sustento, las algas comienzan a despertar de su letargo y abandonan su enquistamiento para que la vida vegetal estalle con ímpetu incontenible, en un proceso sin igual de crecimiento y multiplicación…

César Brujas había ido a tomar asiento a su lado, y permanecían ahora muy juntos, con las piernas colgando sobre la borda, casi rozando el agua, él atento a algo de lo que jamás se había preocupado anteriormente, y ella a todas luces complacida por el hecho de que escuchara con tan sincero interés.

— Esa multiplicación resulta tan asombrosamente desproporcionada — añadió en el mismo tono de voz, cadencioso pero a la vez acalorado—, que en poco tiempo kilómetros y kilómetros cuadrados de la superficie del mar se pueden teñir de rojo, verde o pardo a causa de los microscópicos granos de pigmento que diminutas algas contienen en su interior, y al eclosionar de tal forma la vida vegetal, crecen de igual modo los infinitos animales que también forman el «plancton» y que se alimentan de ella.

— Y la mesa está servida… — puntualizó él con una leve sonrisa.

— ¡Exactamente! Todos los peces a los que ese plancton sirve de alimento ascienden a su vez hacia la superficie, y ésta se convierte en un gigantesco criadero, o en una fabulosa máquina de alimentación, reproducción y muerte, en una cadena sin fin que se ha prolongado a través de milenios, y que ahora estamos a punto de romper.

— Al oírte se te diría tan enamorada del mar como de los delfines.

— ¿Quién puede no estarlo conociéndolo? ¡Es tan hermoso! ¡Y tan cambiante! En otoño un nuevo fulgor fosforescente, frío y metálico, hace parecer como encendidas las crestas de las olas, sumiéndolo todo en una tonalidad fascinante y casi sobrenatural, y más tarde, el mar frío y gris del invierno parece muerto, pero no es así, porque en el fondo la vida duerme aguardando la llamada de una primavera que muy pronto ya nunca llegará.

— ¿Por qué eres tan pesimista? Los océanos son inmensos y por mucha porquería que le echemos acabará por disolverse y desaparecer. Hay zonas en las que alcanza los diez mil metros de profundidad… No creo que ni aunque le arrojáramos dentro todos los continentes, conseguiríamos matarlo.

— Te equivocas. El noventa por ciento de la vida marina se concentra en las plataformas continentales, a profundidades inferiores a los doscientos metros. Eso significa menos del diez por ciento del volumen total de las aguas, y el que más cerca está de las fuentes de contaminación. Es en los manglares y las desembocaduras de los ríos donde los peces acostumbran a desovar, y es ahí, justo en el principio, donde estamos rompiendo su ciclo reproductivo. Pronto no nacerán más peces, y sin peces el mar habrá dejado de existir.

— Confío en no llegar a verlo.

— Lo verán tus hijos.

César fue a decir algo, pero pareció arrepentirse, su rostro se ensombreció, y bruscamente se puso de pie como aquejado de una extraña urgencia, comenzando a preparar las botellas dispuesto a sumergirse.

— Se hace tarde — fue todo lo que dijo.

Ella no pudo por menos que desconcertarse ante tan inexplicable reacción, pero no acertó a hacer comentario alguno, y poniéndose en pie acudió a su lado demostrando de inmediato que sabía perfectamente lo que tenía que hacer y estaba acostumbrada a bucear en mar abierto.

Diez minutos más tarde «volaban» mansamente sobre un fondo en el que comenzaban a hacer su aparición algunos peces de mediano tamaño, y aunque en un principio César permaneció atento a las evoluciones de su acompañante, pronto llegó a la conclusión de que no tenía por qué preocuparse, dado que Claudia Lorenz se desenvolvía en las profundidades con tanta o más gracia con que solía hacerlo en el acuario.

Continuaron juntos su lento recorrido, disfrutando a gusto de un paisaje en que las oscuras rocas iban cobrando formas cada vez más extrañas, y donde la vida ganaba en colorido metro a metro, pues tras dejar a un lado interminables praderas de Posidonia oceánica, una planta alargada que la mayoría de los buceadores solían confundir con un alga, y era la que con más fuerza contribuía a la oxigenación de aquellas aguas, comenzaron a hacer su aparición llamativas algas calcáreas de rosadas, ocres y anaranjadas tonalidades, algunas de las cuales semejaban gigantescos hongos petrificados.

De tanto en tanto divisaban una estrella de mar o una «mano de muerto» carmesí cubierta de lo que fingían ser diminutos luceros erizados de blancas púas, y abundaban los caprichosos nudibranquios que se dirían escapados de un cuadro modernista, y que ponían la nota exótica reposando sobre lechos de piedras que jugaban a ser hierros herrumbrosos.

Su excéntrica configuración, las corrientes marinas, y el hecho de encontrarse alejada de toda fuente de contaminación, conseguía que las aguas de Cabrera estuviesen catalogadas entre las más transparentes del planeta, y gracias a ello la luz alcanzaba cotas inconcebibles, haciendo que la vida y el color se prolongase más allá de cuanto un entusiasta buceador hubiese imaginado en sus más locos sueños.

Sumergirse en ellas era como planear en un aire

a punto de solidificarse, se experimentaba la curiosa sensación de que nada se interponía entre el pecho y el fondo, y tal vez fue por ello por lo que tanto César como Claudia se olvidaron bien pronto de cuál había sido la auténtica razón de su aventura.

Disfrutaban del mar y del momento; de los agrestes fondos y la mutua compañía; de la ingravidez y la capacidad de respirar a más de treinta metros bajo el agua; de los curiosos peces y frágiles corales; de ser humanos y sentirse divinos; de estar tan lejos de la civilización y sus problemas como si se hubieran trasladado mágicamente al país de los «gnomos».

Buceaban.

Buceaban, y, al hacerlo, el hombre comprendía en un instante por qué miles de años atrás algunos seres supieron elegir entre el horror de vivir pegados a la tierra o regresar a las cálidas aguas de ilimitados océanos sin fondo, y el porqué del silencio; y el porqué de ser libres allá donde aún no se habían inventado las fronteras, y donde no existía otro camino ni sendero que aquel que nace y muere delante y detrás de quien lo surca.

Buceaban.

Acariciaban los límites del tiempo; gateaban como niños de pecho por donde los peces galopaban; «vivían» unos minutos una vida prestada, y se adentraban, con sus pesadas cargas a la espalda, en un cielo invertido del que sabían que muy pronto serían expulsados.

Y llegó el guardián furioso; el arcángel divino de velocísima carrera; el callado enemigo desarmado; el delfín de instintos asesinos que atacaba de frente, y al que César tan sólo tuvo oportunidad de esquivar en él 'último segundo, volviéndose de espaldas y consiguiendo que fuera a golpearse contra la metálica botella amarillenta.

La bestia lanzó un chillido de dolor y de rabia, giró sobre sí misma y de un violento coletazo se desplazó como una flecha viva dispuesta a no errar la nueva acometida, pero ya el hombre estaba alerta, y aunque desconcertado y temeroso, conservó la serenidad suficiente como para buscar protección entre dos rocas y colocar ante él, a modo de escudo improvisado, unas pesadas botellas de las que se había desprendido rápidamente.

Por tres veces se repitió el ataque y por tres veces el airado agresor se hirió el hocico contra el frío metal inalterable, y cuando al fin pareció comprender que ninguna esperanza de victoria le quedaba, se perdió en el inmenso azul dejando un sorprendente vacío a sus espaldas.

Podría creerse que de improviso el inmutable equilibrio de los mares se hubiese dislocado.





Laila Goutreau había tenido una difícil «vida fácil».

Demasiado hermosa para resignarse a ser una de las tantas inadaptadas que pululaban por los barrios marginales de Marsella, esforzándose por ser admitida en una sociedad cada vez más xenófoba a base de hacer hincapié en la cuarta parte de sangre que le daba derecho a un sonoro apellido francés, había optado por resaltar cuanto de exótico le confería el poseer igualmente una cuarta parte de sangre auténticamente tuareg, destacando en su forma de vestir, hablar o comportarse, que era biznieta de uno de aquellos valientes «bandidos del desierto» que tanta guerra dieran en su día a la avasalladora y odiada Legión Extranjera de nefasto recuerdo.

Hablaba correctamente cinco idiomas, pero rara era la ocasión en que leía un libro o un periódico que no estuviera impreso en árabe; árabes solían ser también sus discos predilectos, y árabes sus restaurantes favoritos, pese a que rechazara de plano acostarse con árabes por alto que pudiera ser el precio que ofrecieran.

— Ya hay demasiadas putas persiguiendo «chilabas»… — solía responder cuando Marc Cotrell insistía en que aceptara a un cliente particularmente generoso—. Y en el fondo prefieren humillar a una infiel y soltar obscenidades impunemente.

A los dieciocho años había «emigrado» a París, y a los veinte era una de las «chicas predilectas» del más «exquisito» proxeneta de los Campos Elíseos, lo cual le permitía viajar en aviones privados y ser dueña de un coqueto apartamento, algunas joyas, y un pequeño deportivo veloz y reluciente.

Treinta mil francos por noche solía ser su tarifa, aunque difícilmente aceptaba trabajos de ese tipo, y Marc Cotrell la reservaba para las grandes ocasiones, y para algunos elegidos que habiendo disfrutado ya de «sus favores» — pese a que poco de favor tuviera lo que tanto costaba— no dudaban a la hora de pagar ese precio por llevársela a la cama.

Aunque para la mayoría de sus «asiduos», el placer de disfrutar de Laila no se centraba tanto en el inigualable hecho de hacerle el amor una o tres veces, como en el de tenerla cerca, escuchar su cálida voz, admirar sus verdes ojos, aspirar su perfume, y sentir sobre sus hombros la mal disimulada envidia de cuantos no podían por menos que apabullarse ante la demoledora fascinación de tan inimitable criatura.

Era, en pocas palabras, una de las cuatro o cinco prostitutas de más clase de un surtidísimo mercado.

Pero era también una prostituta que sabía hacer honor a su oficio, no sólo a la hora de conseguir que un hombre disfrutara en una cama, sino sobre todo por la sencillez de su comportamiento, su cultura, su capacidad de saber ser «ama de casa» cuando se hacía necesario, y sus dotes de geisha atenta a los más excéntricos caprichos de aquel a quien servía.

El más alto ejecutivo podía incluirla sin miedo a que hiciera el ridículo en cualquier cena de negocios, y era proverbial entre sus conocidos su discreción y juicios acertados, sin que se le recordara una actitud incorrecta o una respuesta inadecuada, haciendo gala siempre de un «saber estar» y una elegancia natural dignas de encomio.

Y ahora se sentía a gusto en compañía de aquel tosco venezolano de espléndidos «regalos» con el que llevaba ya tres semanas de «romance» a bordo de un yate prodigioso, disfrutando del mar y el cielo de Mallorca, aunque tuviera que sufrir largas veladas de aburrimiento pegada a una mesa de ruleta que ninguna excitación le producía.

Rómulo Cardenal había demostrado ser un hombre amable y educado, respetuoso en la cama, donde no solía exigir nada que pudiese repeler a una mujer de su experiencia, apasionado a veces, y morigerado en la bebida, dado que pese a ingerir alcohol a todas horas, jamás daba la más mínima muestra de sentirse alterado en absoluto.

Tendida a media mañana en una cómoda hamaca en la cubierta, teniendo ante los ojos altos acantilados y un mar que brillaba a lo lejos, tranquila y relajada, Laila permitía que su memoria planease sobre los últimos años de su vida, y aceptaba que no le importaría mantener tan cómoda y gratificante relación durante una larga temporada.

El «amor» — absurdo sentimiento carente de futuro según ella— dejó de incomodarla desde la fría mañana en que Barry Stevens decidió regresar a Montreal con su esposa y sus hijos, y una vez que su cuerpo dejó de experimentar la desagradable sensación de que algo imprescindible le faltaba, asumió sin reservas la triste realidad de que resultaba mucho más lógico aceptar lo que le dieran que entregar lo que tenía.

Ladeó levemente la cabeza para observar mejor al hombretón que, con un vaso en una mano y un habano en la otra, estudiaba hora tras hora una carta marina cuajada de anotaciones, y comentó amablemente:

— ¡Te quedarás ciego de estudiar ese mapa!

Rómulo Cardenal alzó el rostro y se recreó en la perfección de sus pechos desnudos.

— Y el pobre camarero se quedará ciego de tanto verte así. Lo tienes loco…

— ¡Déjale que disfrute! Mirar no gasta.

Se puso en pie, acudió a su lado y le acarició dulcemente la cabeza de lacios cabellos negros al tiempo que hacía un leve gesto hacia el mapa.

— ¿Crees que lo encontrarás? — quiso saber.

El otro asintió seguro de sí mismo:

— Puedes jugarte la cabeza. O lo encuentro, o dejo de llamarme Rómulo Cardenal.

Ella tomó asiento sobre sus rodillas y se inclinó a observar con más detenimiento las marcas trazadas con un lápiz muy fino.

— A mí todo esto se me antoja absurdo — señaló—. Estás derrochando una fortuna entre la maldita ruleta y esa locura de galeón perdido. — Le rozó apenas con los labios el lóbulo de la oreja—. Ya no eres un niño para buscar tesoros.

El venezolano tardó unos instantes en responder, ocupado como estaba en marcar una nueva cota, y luego, rozándole muy suavemente la punta del pezón con la del lápiz, señaló paciente:

— Escucha, cielo… Mi padre era un «huevón» que me hizo trabajar como una muía, criando vacas y tragando polvo, sin permitirme bajar siquiera a Caracas a divertirme un poco… — Deslizó la mano hacia su entrepierna, complaciéndose en el privilegio que significaba enredar las yemas de los dedos en aquel vello suave y excitante—. Me trató como un peón, casi como a un esclavo, consiguiendo amasar una fortuna de la que tampoco disfrutó ni un sólo día de su pendeja vida. — Resultó harto evidente que el íntimo contacto comenzaba a surtir su efecto y se acomodó mejor el pantalón de baño—. Nunca conoció el mar, un casino de juego, ni tan siquiera una mujer que no apestara a estiércol, pero ahora está muerto y enterrado, tragando todo el polvo que quería, y yo pienso derrochar toda su puerca plata en buscar un viejo barco que lleva dentro tanto oro que no habrá ruleta capaz de arrebatármelo.

— ¿Y si en realidad ese barco no existe?

— ¡Existe! — replicó firmemente—. Sé que está ahí abajo, esperándome, y cuento con el mejor material que se ha fabricado hasta el presente. Nadie dispuso jamás ni de mi tiempo, ni de mis medios, y te juro que no pararé hasta que el Santo Tomás caiga en mis manos.

Fue ella la que se entretuvo ahora en acariciarle expertamente.

— He estado dándole muchas vueltas a lo que dijo aquel muchacho la otra noche… — musitó, aunque resultaba evidente que su atención estaba ya puesta en otra cosa—. ¿No podría ser ese «sonar» que estás utilizando, el que vuelve locos a los delfines?

Rómulo Cardenal le había desatado uno de los nudos del minúsculo bikini y se inclinó a rozarle las ingles con la punta de la lengua.

— No creo que pudiera negarlo — replicó distraídamente—. Pero tampoco puedo hacer nada al respecto. Sin ese «sonar» las posibilidades de éxito son mínimas.

— ¡Pero los delfines están matando gente!

— De momento no es más que una estúpida teoría sin confirmar. — La lengua estaba a punto de alcanzar su objetivo—. Cuando alguien me demuestre que se trata en efecto de delfines, y que nuestro «sonar» tiene algo que ver con ello, me plantearé seriamente el problema. De momento, seguiré buscando. — Lanzó un hondo suspiro—. ¡Abre un poco! — suplicó quedamente.





— ¡No puedo creerlo!

— Pues debes creerlo, papá. Yo estaba allí. — El tono de voz de Claudia Lorenz denotaba una profunda tristeza al admitir algo que iba en contra de sus principios—. Se trataba de un «mular» de casi cuatro metros, trescientos kilos, y una banda oscura sobre el melón que le bajaba del aventador al pico.

Max Lorenz aparecía hundido en su viejo sillón de cuero, anonadado por la codicia, y con el abatido aire de quien descubre de improviso que su joven esposa le engaña, o su más amado hijo ha sido acusado de traficar con heroína.

— ¡Es tan absurdo! — musitó apenas.

Su hija, Adrián Fonseca, Miriam Collingwood y César Brujas le observaban, y podría creerse que comprendían sus sentimientos, puesto que resultaba evidente, por la cantidad de referencias que se distinguían en el amplio salón, que la dedicación del anciano a los delfines iba mucho más allá de lo que cabría siquiera imaginar.

— Absurdo o no, así es… — señaló César por último—. Y empiezo a creer que esta foto de lo que creíamos una roca, se trata en realidad de la foto de un delfín tomada desde muy cerca. — Hizo una significativa pausa—. El delfín que mató a mi hermano — concluyó secamente.

El austriaco se apoderó de la foto, la estudió con detenimiento y acabó por dejarla sobre la mesita del centro.

— ¡Dios bendito! — exclamó confuso—. Toda una vida dedicada a ellos, y ahora mi mundo se desmorona de improviso.

— El hecho de que algunos hayan sufrido una alteración emocional, tal vez transitoria, no significa necesariamente que su mundo tenga que desmoronarse — puntualizó Adrián Fonseca—. Alguna explicación habrá.

— Sí, desde luego. Tiene que haberla, pero… ¿cuál?

— Eso es lo que intentamos averiguar. Y averiguarlo pronto, porque como se descubra que en Mallorca los delfines se cargan a la gente, no nos va a quedar un turista ni para una foto.

— ¿Es que acaso no piensa hacer público lo ocurrido? — se sorprendió la inglesa.

— ¿Yo? — replicó el inspector—. ¡Dios me libre! Es un asunto que tendrían que decidir los políticos, porque si destapo este cubo de mierda lo más probable es que me entierren en él.

— ¿Y si hay más muertes?

— Le pasaré el caso a la Armada. Este lío empieza a quedar fuera de mi jurisdicción, ya que yo, en realidad, ni siquiera sé nadar.

— Se toma el asunto demasiado a la ligera.

— Un policía no puede tomarse cuatro muertes a la ligera — fue la agria respuesta—. Lo que ocurre es que para mí, el mar nunca ha sido más que agua, y lo que está dentro, peces. Si ustedes no me ayudan, ¿qué otra cosa puedo hacer?

— Pretendemos ayudarle — le hizo notar César Brujas—. De hecho, tengo más interés que nadie en descubrir por qué murió mi hermano.

— Es ese caso, lo primero que tenemos que hacer es analizar el tema desapasionadamente — hizo notar el policía—, y olvidar los rencores.

— ¿A qué se refiere con eso de rencores?

A que el otro día, aquí, en esta misma estancia, me insultaron porque insinué algo que ahora resulta evidente.

— Ya hemos reconocido nuestro error. ¿Qué más quiere?

— Nada. Pero lo cierto es que contamos con uno, ¡o varios! presuntos culpables, a los que por desgracia no creo que estemos en condiciones de detener, y mucho menos de interrogar, por lo que les ruego que olviden lo mucho que los puedan querer. — Los observó uno por uno tratando de leer sus pensamientos, y por último añadió—: Primera pregunta: ¿Por qué razón un delfín puede haber cambiado unos hábitos que se suponen milenarios?

Todos los ojos se clavaron en Max Lorenz, conscientes de que su autoridad en la materia resultaba indiscutible.

Éste lo advirtió, se agitó incómodo en su asiento, y con la timidez propia de quien no está seguro de nada después de haber recibido un golpe inesperado, señaló:

— A mi modo de ver, tan sólo el ser humano está en condiciones de alterar tales hábitos. — Lanzó un hondo suspiro—. De igual modo que nosotros les enseñamos a jugar, otros les enseñan a matar. De hecho, la Marina norteamericana acaba de anunciar la suspensión de un complejo programa militar que pretendía convertir a un numeroso grupo de delfines en los centinelas de sus bases de submarinos atómicos «Trident».

— Algo leí hace tiempo sobre unas protestas de grupos ecologistas — admitió Fonseca—. Pero lo cierto es que no presté demasiada atención. Hoy en día los ecologistas protestan por todo.

— Pues en este caso tenían razón — puntualizó el científico—. La Navy pretendía dotar a los delfines de una cápsula cuyo solo contacto con un submarinista enemigo o cualquier objeto sospechoso, provocaría de inmediato una explosión. Cientos de delfines murieron durante el adiestramiento.

— ¡Qué bestialidad!

— ¡Y que lo diga…! Durante los últimos treinta años la Marina americana ha estado masacrando delfines con sus «investigaciones». Los emplearon en la defensa de la base de Cam Rhan en Vietnam, y tras la guerra irano-iraquí docenas de ellos fueron sacrificados en la limpieza de minas del golfo Pérsico. Más de doscientos, contando algunos leones marinos y ballenas continúan adiestrándose en las bases de Kailúa, en Hawai, San Diego, en California, y Cayo Oeste, en Florida, ya que con su inteligencia, su capacidad de descender a grandes profundidades, su velocidad de más de cuarenta nudos, y su extraordinario sentido de la orientación, constituyen un «arma» excepcional de la que les cuesta trabajo desprenderse.

— Me resisto a creer que nadie se dedique a enseñar a un delfín a matar inocentes bañistas. ¡Sobre todo tan lejos de las costas americanas!

— El que nos atacó no era americano — intervino Claudia—. No cabe duda de que era un «mular» autóctono.

— ¿Cómo puede estar tan segura?

— Porque casi todos los que se adiestran son «mulares de Florida», mucho más pequeños y de tonalidad más clara. Éste era un mular grande, robusto y muy oscuro, típico del Mediterráneo.

— ¿Y eso qué nos aclara?

— Que era «salvaje», lo cual quiere decir que el cambio de una actitud siempre pacífica por otra violenta no se debe al hecho de que haya sido entrenado escapando posteriormente al control de sus dueños. Tiene que existir alguna otra razón.

— ¿Como cuál?

— Lo ignoro.

— ¡Pues qué bien! — se lamentó el policía—. Estamos como al principio, con la única diferencia de que ahora le tengo más miedo a los delfines que una sardina. — Se puso en pie, se aproximó al ventanal y observó el acuario y el mar del atardecer, gris y tranquilo—. ¿Se imaginan lo que significaría tener que buscar en esa inmensidad a un animal determinado? No me siento el capitán Achab, persiguiendo a Moby Dick por todos los océanos del mundo.

— Nadie se lo pide.

— Lo sé. Pero mi obligación es capturar asesinos, se escondan donde se escondan.

— Un delfín no puede ser nunca «un asesino» — le hizo notar Max Lorenz puntilloso—. La definición exacta de «Asesino» es «Persona que mata alevosamente a otra», y un delfín no es una persona. De hecho, y debido a tal definición, el hombre excluye la posibilidad de que cualquier animal «asesine», pese a que a menudo se les acuse de hacerlo con el fin se destruirlos.

— No es cuestión de entrar ahora en discusiones semánticas — replicó Adrián Fonseca mientras se volvía y tomaba asiento en el amplio quicio de la ventana—. Es cuestión de averiguar si nos encontramos ante el caso aislado de una bestia que se mueve a todo lo largo de las costas de la isla con increíble rapidez, o existen otras más atacando a la gente.

— Puede tratarse perfectamente de una sola — argumentó Claudia convencida—. Por su velocidad y potencia, el animal que vimos es capaz de haber estado en todos los puntos en que han aparecido personas muertas, en menos de veinticuatro horas.

— ¿Era macho o hembra?

Ella rió divertida.

— Ésa es una pregunta a la que no puedo responder — especificó—. En los cetáceos, excepto entre los muy grandes, en los que el pene resulta claramente visible, tanto éste como las glándulas mamarias se encuentran ocultas en una hendidura genital idéntica en ambos sexos.

— ¿Y cómo se reconocen entre ellos?

— Supongo que de la misma forma en que yo sé que usted es un hombre pese a que lleva pantalones — fue la humorística respuesta—. El cuerpo del delfín es tan absolutamente aerodinámico, que ni siquiera se puede permitir el lujo del más mínimo saliente.

— Ahora me explico por qué nunca aprendí a nadar. — El policía guiñó un ojo—. ¡Con esta nariz! — Chasqueó la lengua—. Bromas aparte — añadió—: Si se trata de uno solo tiene que haber hecho un esfuerzo terrible para estar en todas partes, contando que a ustedes les atacó en Cabrera. ¿Tanta es su velocidad y resistencia?

— Un macho adulto puede navegar delante del barco más rápido que existe hasta aburrirse y dejarlo atrás. — Ahora era de nuevo Max Lorenz el que había tomado la palabra—. De hecho, ningún músculo, de ningún animal, sea el que sea, posee ni siquiera la mitad de la potencia de los músculos de la parte alta de la cola de un delfín. Es al contraerlos cuando hace todo el esfuerzo para avanzar, ya que los de abajo tan sólo le sirven para devolver la cola a su posición normal. Con rapidísimas contracciones, alcanza velocidades y distancias casi inimaginables incluso para una máquina. — Señaló hacia fuera—. Si se fija en Jerry comprobará que es capaz de alzar sus doscientos kilos de peso a casi seis metros de altura de un solo golpe. — Chasqueó los dedos sonoramente—. Y con el único gasto de unas cuantas sardinas. Para que le resulte más comprensible, le diré que es como si dispusiera de un motor de unos quinientos caballos de potencia.

— ¡Caray! ¡Más de dos caballos por kilo…!

— Con la ventaja de que lo mismo puede usarlos para máxima aceleración, un salto súbito, o «velocidad de crucero» de larga distancia. Todo ello con el consumo de un velomotor de bicicleta.

— Me lo están poniendo muy difícil — se lamentó el inspector Fonseca sin el más mínimo ánimo de hacer reír—. ¿Cómo pretenden que me enfrente a alguien así en su propio elemento? ¡No lo agarraría ni con un cohete en el trasero!

— Ni usted ni nadie — admitió Claudia—. Nadie que no fuera, naturalmente, otro delfín.

— ¿Qué pretende decir con eso?

— Que tal vez los nuestros podrían averiguar qué es lo que está pasando ahí abajo.

— ¿Me toma el pelo?

— ¿Por qué? Tom y Jerry están perfectamente adiestrados y podrían «echar un vistazo» e intentar descubrir algo.

César Brujas, que había preferido mantenerse al margen, limitándose a escuchar, se mostró ahora verdaderamente sorprendido.

— ¿Pretendes decir que serías capaz de permitir que tus delfines salieran a mar abierto? — inquirió.

— ¿Por qué no?

— ¿Y si se escapan?

— Nunca se escapan — fue la segura respuesta—. Con frecuencia los llevamos a dar un paseo y jamás parecen haber tenido la más mínima tentación de desertar. Somos «su familia» y la vida en libertad tan sólo les produce una cierta curiosidad que muy pronto satisfacen.

— ¡No se me habría ocurrido nunca!

— Es que no sabes nada sobre ellos. Cuando nacen entre los hombres, prefieren vivir entre los hombres, y si los echáramos de casa irían a buscar a alguien que les brindara amistad y compañía.

— Pues le juro que si me ayudan a resolver este caso, los nombro agentes de Policía honorarios y les pago un sueldo — sentenció Adrián Fonseca—. Aunque exijan caviar.





El comisario Alcántara escuchó las complejas explicaciones del inspector Adrián Fonseca sin dejar ni por un sólo instante de hurgarse la nariz con el dedo meñique de la mano izquierda, entreteniéndose luego en lanzar por la ventana las pelotillas que obtenía, deporte este en el que había ganado justa fama de experto, hasta el punto de que sus subordinados consideraban que si algún día se organizaba una olimpíada de lanzamiento de mocos, el gigantesco policía ganaría sin lugar a dudas una digna medalla.

— ¿Crees en todo eso? — inquirió al fin sin demostrar excesiva extrañeza—. ¿Pueden ser los delfines?

— ¿Qué quieres que te diga?

— Tu sincera opinión. ¿Vale la pena que te deje en el caso, o es perder el tiempo?

— Me intriga.

— ¿Pero conseguirás resultados?

— Lo dudo.

Una de las pelotillas rebotó contra el marco de la contraventana yendo a caer sobre un legajo de documentos, y el comisario Alcántara se limitó a rematarla utilizando los dedos pulgar y corazón para conseguir que trazara un amplio semicírculo y fuese a parar al patio.

— Yo también lo dudo — admitió con desgana—. Pero pronto estas playas rebosarán de turistas y la familia real ha vuelto a invitar a los príncipes de Gales. — Lanzó un silbido de admiración—. ¿Te imaginas a Lady Di, atacada por un delfín?

— Creerían que nos estamos tomando la revancha por lo de la Armada Invencible — rió Fonseca sin convicción—. Pero he estado recordando una vieja película en la que alguien utilizaba delfines para hacer volar el yate de un Presidente o algo por el estilo. — Chasqueó la lengua molesto—. Los terroristas cada día se vuelven más sofisticados, mientras que nosotros tenemos que esperar a que actúen para aprender nuevos métodos.

— El año próximo tendremos ordenadores.

— No pienso utilizarlos… — Adrián Fonseca parecía profundamente fatigado, tal vez porque tenía plena conciencia de que jamás podría triunfar en tan estúpida contienda—. ¿Qué hago? — inquirió por último—. ¿Sigo o lo dejo?

— ¿Hay algún asunto pendiente?

— Un par de violaciones.

— Andreu puede ocuparse de ellas. Le encantan las violaciones. Empiezo a creer que sueña con que le violen en un parque a medianoche… — Cesó de hurgarse la nariz, lo que en él significaba tanto como dar por concluido un tema—. Sigue con lo de los delfines — añadió—. Resultará una gilipollez, pero al menos no podrán acusarnos de incompetencia. — Rió con ironía—. ¡La eficiente Policía mallorquina sigue una pista hasta el fondo de los mares!

De regreso a casa, cosa que solía hacer a pie, pues vivía a menos de cuatro calles de distancia, y constituía un agradable paseo que le ayudaba a meditar, el inspector Adrián Fonseca trató de analizar una vez más, y con total desapasionamiento, los datos de que disponía, y llegó, como siempre, a la lógica conclusión de que se había metido en un disparatado asunto que se sentía incapaz de resolver, y que no le proporcionaría más que innumerables problemas y sinsabores.

Él era un policía acostumbrado a perseguir criminales, y según la acertada teoría de los Lorenz, ni un delfín, ni ningún otro bicho de este mundo, podía ser considerado nunca un «criminal» a los ojos de la ley.

«El caso debería pasar a manos de los veterinarios, los perreros, o quien quiera que se ocupe de los animales que causan daño — se dijo—. Pero lo cierto es que todo este jaleo me divierte.»

En el fondo de su alma, Fonseca debía admitir que después de más de veinte años en el oficio, y cuando ya creía haberlo visto todo en este mundo, aquel caso le intrigaba como muy pocos habían conseguido hacerlo en los últimos tiempos, y le servía, además, para dejar de momento a un lado sus múltiples obsesiones.

Aunque a decir verdad, esas «múltiples» obsesiones podrían concretarse en una única palabra: Soledad.

Soledad había muerto tres años antes, y el inspector Fonseca había perdido ese mismo día a la más dulce y hermosa Soledad que jamás existiese, para ganar la más amarga y horrenda soledad que nadie conociera.

Era domingo, él se afeitaba con la puerta del baño entreabierta, y ella estaba sentada en la cama, comentando que el día invitaba a una romántica excursión a Valldemosa.

Luego quedó en silencio, y cuando su marido entró en el dormitorio la encontró sonriente y sugestiva, pero muerta.

Adrián Fonseca siempre recordaría que instintivamente miró a su alrededor buscando un alma que no podía haber tenido tiempo de abandonar una estancia en la que perduraba su perfume y aún resonaba claramente su última palabra: «Valldemosa.»

La supo muerta, pero aún la sintió allí, y sintió, tan claro como el calor del ruego o la humedad del agua, que en el momento de elevarse hacia la nada, ella sufría, no por abandonar el cuerpo tendido sobre la cama, sino por abandonar al hombre de rostro enjabonado que acababa de morir con más dolor que ella.

En cuestión de segundos, sin razón lógica alguna, sin aspavientos, llantos, ni violencias, Adrián Fonseca había pasado de ser dueño de todo a no tener de nada.

Aquel fatídico segundo tenía la obligación de ser exactamente igual a cualquier otro segundo de un tiempo supuestamente inalterable, pero no obstante, fue diferente a todos los restantes segundos de la historia, y a los ojos de Adrián Fonseca dividió esa misma historia en dos mitades que habría de llevar, por extraña ironía, un nombre idéntico: Soledad, y «soledad».

Soledad se ha marchado, llega la «soledad».

Tres años ya de regresar a una casa vacía, de cenar con desgana en la cocina, de ver una televisión mil veces vista y de pasar largas horas limpiando las palomas, hablándoles de ella y recordando los momentos felices que compartieron allá arriba en noches de verano, cuando la cercana catedral se ilumina y Palma era una fiesta de luz y de rumores.

Tres largos años ya de vivir sin aliciente, perseguir ladronzuelos, encerrar prostitutas, emboscar a «camellos» cerca de los colegios y hacer un ímprobo esfuerzo por evitar que la amargura se convirtiera en un sordo rencor que le empujara a ser injusto en su duro trabajo.

Sentado en el palomar, contempló la oscura mancha del mar en la inmensa bahía salpicada de luces amarillas, y se planteó seriamente por enésima vez, si era posible que un simpático bicho de cara de payaso y sonrisa traviesa se hubiera transformado en un ilógico «asesino».

Se inclinaba a creer a Claudia Lorenz cuando aseguraba que el delfín que le atacó era en apariencia un animal aún no «manipulado» por el hombre, pese a que admitirlo desbarataba la hipótesis de su padre de que únicamente el ser humano podía influir para que una bestia alterara hábitos de conducta que le venían dictados por sus genes.

Hubiera resultado mucho más cómodo aventurar que tal vez el agresor había escapado al control de sus dueños, pues siempre le hubiera resultado de igual modo más sencillo descubrir a esos dueños, pero el inspector Adrián Fonseca llevaba los suficientes años en el oficio como para presentir cuando un testigo decía la verdad o se equivocaba aun sin saberlo.

Para una mujer que había pasado la mayor parte de su vida entre delfines, distinguir a un «mular del Mediterráneo» de casi cuatro metros de longitud y cuatrocientos kilos de peso, de un «mular de Florida» que apenas superaba la mitad de dicha envergadura, era como para un buen jinete diferenciar un percherón de un poni, y si efectivamente nadie había conseguido amaestrar a uno de los primeros, resultaba lógico inclinarse por la versión de que el hombre nada tenía que ver — al menos de un modo consciente— con cuanto estaba ocurriendo.

¿Quién, o, mejor dicho, «qué» entonces?

Los mares morían y en especial aquel inigualable Mare Nostrum romano agonizaba a ojos vista por culpa de los millones de detritus que la «civilización» del siglo XX vomitaba en sus orillas, y tal vez había que buscar en tanta mierda como contaminaba playas y bahías una respuesta válida a tan brutal cambio genético.

Se preguntó cuántas plantas nucleares estarían dejando escapar en esos momentos residuos radiactivos a todo lo largo de las costas de una docena de países ribereños, y en qué forma esa radiactividad, capaz de producir increíbles malformaciones y cánceres irreversibles en los mamíferos terrestres, estaba en condiciones de alterar el delicado equilibrio de un cetáceo.

En los últimos días Adrián Fonseca había aprendido más sobre los mares de cuanto hubiera sabido de ellos a todo lo largo de su vida, y no podía por menos que impresionarse ante el desorbitado cúmulo de desconocimientos que tanto él como la mayoría de los seres humanos poseían sobre lo que constituía la parte más importante del planeta.

Incluso las grandes ciudades costeras vivían de espaldas al mar, y se daba el caso de puertos en los que sus habitantes no podían contemplarlo más que a través de las sucias y contaminadas aguas de una dársena mugrienta.

¡Y existían tantas maravillas y enigmas sorprendentes más allá de la azul y monótona superficie de esas aguas!

De entre las muchas que los Lorenz — padre e hija— habían ido desvelándole, le impresionaba especialmente una que demostraba hasta qué punto el ser humano era capaz de romper estúpidamente el delicado equilibrio ecológico poniendo en peligro con ello su propia existencia.

Según Max Lorenz, veinte años atrás, las estrellas de mar del Pacífico comenzaron a reproducirse en tan desproporcionada escala que muy pronto iniciaron una masiva destrucción de los arrecifes coralinos que circundaban las islas del Sur.

Dichas estrellas de mar se alimentaban al parecer de pólipos del coral, y en unas cuantas horas podían destruir arrecifes que habían tardado medio siglo en formarse, y que una vez muertos y concluido por tanto su lento proceso de crecimiento, se partían cayendo al fondo, y dejando las islas desprotegidas contra los embates del océano.

La inusitada invasión de estrellas puso en peligro infinidad de pueblos, y si se les permitía continuar reproduciéndose corría serio peligro el futuro mismo de la Micronesia, por lo que científicos de todas las nacionalidades, incluido el propio Lorenz, acudieron a estudiar el extraño fenómeno, llegando a la conclusión de que la súbita eclosión de vida se debía a que los buceadores habían arrancado más de cien mil tritones, un hermoso molusco usado como adorno o pila bautismal, y cuya principal fuente de alimentación lo constituían precisamente las estrellas de mar.

Se había roto por tanto la cadena ecológica y para recomponerla se enviaron docenas de submarinistas que se dedicaron a cortar en dos pedazos a los miembros de las «columnas invasoras» que avanzaban como un disciplinado y arrasador ejército sobre los arrecifes.

Pero el terrorífico resultado fue que, en cuanto los submarinistas se marcharon, cada una de las partes en que se había dividido cada estrella de mar se convirtió en otra nueva, duplicando su número y causando el pánico entre los espantados aborígenes que veían cómo su viejo mundo se desmoronaba.

Hubo de recurrirse por último al poco ortodoxo sistema de inyectar una pequeña dosis de aldehído fórmico a cada una de las indestructibles invasoras.

¿Cuántas veces cometería el hombre idénticos errores, y cuándo aprendería que el Universo es como un inmenso acueducto romano en el que la falta de una piedra provoca que todo se derrumbe?

Tal vez fuera la contaminación radiactiva, los residuos de petróleo, o los venenos que algunas fábricas de pesticidas lanzaban al mar, lo que había alterado la mente de los pacíficos delfines, o tal vez la ingestión de peces con una excesiva concentración de cobre, plomo, mercurio o cualquier otra sustancia fuertemente tóxica.

— «Sigo opinando que ésta no es ya labor de un policía — masculló para sus adentros—. Y menos aún de uno tan lerdo en estos temas como yo.»

Pero tenía conciencia de que nada le desagradaría más que el hecho de que le apartaran del caso, pese a que abrigara el secreto temor de que su falta de preparación adecuada pudiera repercutir negativamente en el resultado de las investigaciones.

La sola idea de que por su evidente incapacidad provocara retrasos que acarrearan nuevas muertes le desvelaba, y siendo como era desde hacía tres años un hombre habituado a dormir poco, dejó que transcurrieran las horas alternando largos períodos de depresión en los que la sensación de soledad se tornaba angustiosa, con otros de inexplicable excitación ante la complejidad del problema que pretendía resolver.

«Lo que está claro — concluyó en el momento de irse a la cama— es que se trata del «criminal» más escurridizo a que me haya enfrentado nunca.»





El sudoroso hombretón, mugriento, desaliñado y fofo que contemplaba la televisión despatarrado en un desvencijado camastro, tenía el aspecto más desagradable y repulsivo que cupiera imaginar, y por si no le bastara con las escasas gracias con que le había dotado la Naturaleza, aumentaba su ya de por sí repelente presencia con la emisión de una ininterrumpida ristra de sonoros y apestosos eructos provocados sin duda por la ingente cantidad de fuerte cerveza barata que ingería en todo momento.

La estancia, sin más ventilación que un alto y minúsculo ventanuco enrejado y en la que se encontraba encerrado al parecer a cal y canto, no le iba a la zaga en cuanto se refería a hedor y podredumbre, sin otro mobiliario aparte del televisor y el camastro, que una mesa, una silla, un diminuto lavabo y un retrete.

Y como adorno, pósteres de mujeres desnudas y media docena de fotos pornográficas.

Lucas Barrientes tenía los ojos tristes, de párpados caídos, la boca, de tan carnosa y húmeda, babosa, y la incipiente barba ya entrecana, coronada por un poblado bigote sucio de nicotina.

Y además debía tener pulgas, piojos, ladillas, chinches o cualquier otro tipo de bichos agresivos que le obligaban a rascarse de continuo, pese a lo cual no apartaba ni un instante la vista de una pantalla en la que unos supuestos millonarios californianos libraban una eterna batalla de intrigas y ambiciones.

El reiterativo capítulo de la interminable teleserie estaba al parecer en un momento álgido cuando se escuchó el rumor de una llave al girar en la cerradura, el correr de un cerrojo y el chirrido de la pesada puerta al girar sobre sus goznes, por lo que Lucas Barrientes ni siquiera se volvió a observar a quien entraba, y tan sólo alzó el rostro cuando una voz en exceso amistosa comentó roncamente:

— ¿Qué nueva cabronada está preparando la vieja Ángela Chaning?

— ¡Carajo, Bocanegra! — fue la inmediata respuesta del gordinflón que se puso pesadamente en pie alargándole los brazos—. ¡Ya era hora! Creí que no volverías nunca.

El recién llegado, un hombrecillo enjuto de rostro aceitunado, nariz aguileña y ojos de mosca que parecían estar atentos a cuanto sucedía incluso a sus espaldas, extendió las manos con las palmas por delante como para prevenir el abrazo del otro, al tiempo que replicaba con ironía.

— ¡No me brindes, hermano! Que con la peste que echas a cerveza tumbas a un mulo. — Tomó asiento en la silla no sin cierto temor por la integridad de su flamante traje de alpaca gris, y añadió con desgana—: Estuve fuera; arreglando los últimos detalles. — Hizo un gesto para que le acercara el rostro, y estudiando la piel bajo la sucia barba a la altura de las quijadas, señaló satisfecho—: Ahora podrás pasar ante los policías sin que nadie pueda reconocer al temido Lucas Barrientos. ¡Valió la pena!

— ¡Tal vez! — admitió el hediondo hombretón en tono quejumbroso—. Pero dos meses aquí encerrado manda cojones.

— ¿Y qué cono querías? — fue la agresiva respuesta—. ¿Que esos mierdas de ahí fuera te vieran la cara y más tarde pudieran reconocerte? — Negó convencido—. Son muy capaces de defenderte a sangre y fuego un día y venderte por cien «pavos» al siguiente.

— Algunos son de confianza — aventuró sin convicción el otro—. Solana y el Milmuertes…

— ¡Escoria pura! Y al Solana se lo «picaron» el jueves.

— ¡Vaina! ¿Y eso?

— Se «cogió» a Jacinta, la novia del Negro Pastaza, que le metió el cañón de la «repetidora» por el culo y le dio gusto al gatillo. Los sesos aún le cuelgan del techo.

— ¡Lindo! ¿Y ella?

— Lo mismo pero en la boca. Jacinta siempre fue una «comevergas».

— ¡Eso es muy cierto! Carajo que veía, carajo que se jalaba. — Se rascó groseramente la entrepierna—. ¡Pero era lista la puta! ¿Te contó alguna vez su versión de por qué expulsaron a Adán y Eva del Paraíso?

— No, que yo recuerde.

— Según ella, Adán y Eva eran dos tipos que vivían en un lugar maravilloso en compañía de más gente. Todos andaban desnudos y sin vergüenza alguna, porque se limitaban a follar como los perros. Pero un buen día a la tal Eva se le metió en la cabeza «chupársela» al bueno de Adán, que se lo pasó «a lo grande». Aquello provocó una especie de revolución local porque con la «mamada» la tribu acababa de descubrir el «pecado» y el más «carca», un tal Gabriel, los expulsó del lugar condenándolos a vagar por el desierto. A partir de ese día los hombres tuvieron que taparse el carajo por vergüenza, o para evitar que otras mujeres tuviesen la misma ocurrencia.

— ¡Cosas de la Jacinta, pero no es mala la explicación!

— A mí me convenció. Jacinta aseguraba que con el paso del tiempo la historia se fue suavizando y se dijo que el carajo había sido una serpiente que tenía en la boca una manzana, que no era otra cosa en realidad que la punta de una gran verga, que tiene esa apariencia. Y que el «comemierda» del tal Gabriel era un arcángel enviado por Dios, cuando en realidad lo enviaron las viejas del lugar.

— ¡Curioso! Y más lógico que lo que me enseñaron en la escuela.

— Me caía bien la Jacinta. ¡Lástima que se le atragantara su última «chupada»!

— ¡La vida…! — se limitó a exclamar Guzmán Bocanegra en tono fatalista—. Y ahora vamos arriba. Tienes que darte un buen baño y ponerte ropa limpia. Ya eres otra persona.

— ¿Cuándo podré verme la cara?

— Cuando estés limpio. Tal como estás, te morirías del susto.

— ¿Y los de fuera?

— Los mandé al jardín de atrás… — Se puso en pie encaminándose a la puerta—. ¡Tranquilo! — añadió—. Nadie va a verte la cara hasta que estés lejos de aquí.

Abandonó la estancia, se cercioró de que no había nadie por los alrededores, e hizo un inequívoco ademán al hediondo para que le siguiese, precediéndole con rapidez por un largo pasillo, para abrir otra puerta yendo a desembocar a un lujoso salón y de allí a un recargado dormitorio decorado en verde y negro.

Se encaminaron directamente al cuarto de baño, cuyo espejo aparecía cubierto con una toalla gris, y Guzmán Bocanegra empujó sin miramientos a Lucas Barrientes a la ducha, al tiempo que señalaba una cesta de mimbre.

— Tira ahí toda esa mierda y restriégate hasta el alma.

El otro obedeció evidenciando su desgana, y mientras se esforzaba por arrancarse de la piel la mugre de semanas, Bocanegra extrajo de los armarios un inmaculado traje de hilo italiano.

Quince minutos después el apestoso cerdo se había convertido en un elegante puerco perfumado, y, únicamente entonces, su anfitrión se apartó un par de metros indicándole que se colocase delante del espejo.

— Procura no impresionarte — le aconsejó—. Recuerda que el rostro que vas a ver no tiene nada en común con el tuyo.

Lucas Barrientes respiró como si se dispusiera a lanzarse de cabeza al agua, y por último alargó la mano y apartó de un brusco gesto la toalla.

Su expresión fue de estupor, desconcierto y por último un incontrolable horror fuera de toda lógica.

— ¿Pero qué es esto? — exclamó histéricamente—. ¿Qué significa? ¿Por qué han tenido que ponerme esta cara? ¿Por qué «precisamente» ésta?

Se volvió atemorizado a Guzmán Bocanegra, pero por toda respuesta recibió tres certeros balazos que le precipitaron al interior de la bañera.

Quedó allí, agonizando con un estertor ansioso y una loca mirada de terror e impotencia, y mientras exhalaba el último suspiro, su asesino desenroscó el silenciador de la pistola, limpió con la toalla la culata y se la arrojó con desprecio sobre el pecho.

— Siempre fuiste un pendejo, Lucas — masculló desabrido—. ¡Un jodido pendejo!

Luego regresó calmosamente al dormitorio, descolgó el teléfono, marcó un número y cuando respondieron al otro lado, se colocó el dedo índice entre los dientes y comentó distorsionando mucho la voz:

— ¿Barrantes…? Pablo Roldan Santana está oculto en el número seis de la Avenida de las Acacias, en la «Urbanización Caribe Azul». Ándese con ojo porque se encuentra muy bien protegido. Mi identidad no viene al caso, pero reclamaré la recompensa a nombre de el Pastueño. ¡Recuérdelo: el Pastueño*.

Colgó y abandonó la estancia con la naturalidad de quien acaba de hacer pis, y lavarse las manos, para cruzar el salón, encaminarse al jardín posterior en el que ocho hombres fuertemente armados jugaban a las cartas, y ordenar secamente:

— ¡Que nadie entre en la casa! ¡Y mañana nos largamos!

— ¿Adonde jefe?

— No es tu problema, pero alegra esa cara: os habéis merecido un buen descanso.

— ¿Miami?

— ¡Quién sabe! — sonrió enigmáticamente—. ¡Y ojo al parche!

Se despidió con un leve ademán de la mano, y cruzando un pequeño bosquecillo de araguaneys abandonó la casa por la escondida puerta que daba a un callejón largo y estrecho.

Cinco minutos después había subido a un oscuro automóvil europeo en el que se alejaba hacia los altos edificios de la populosa ciudad que se distinguía a unos tres kilómetros de distancia.


Cerrada ya la noche, sigilosas sombras comenzaron a deslizarse por el final de la calle, y aunque en un principio no resultaba posible distinguirlas con claridad, al poco quedó evidente que se trataba de un nutrido grupo de soldados con uniforme de campaña, que se movían, como si se encontraran en plena guerra, en dirección al número seis de la Avenida de las Acacias.

Cuando no les cupo duda de que todo se hallaba bajo su control y nadie conseguiría escapar del cerco que iban estrechando, un coronel de expresión severa y concentrada hizo una leve señal a su ayudante, éste murmuró algo por un radioteléfono y en ambas esquinas de la calle hicieron su aparición sendas tanquetas que enfilaron sus cañones hacia la fachada de la casa.

Uno de los sargentos, de rostro tiznado de negro y agilísimos gestos, se alzó sobre la espalda de su más cercano compañero, trepó a un copudo árbol, y utilizando unos prismáticos de rayos infrarrojos espió detenidamente el jardín delantero. Al fin susurró nervioso:

— Comunica al coronel que la información parece correcta. Distingo al menos cuatro hombres armados.

Minutos después, emplazadas todas sus fuerzas, el coronel ordenó de nuevo a su ayudante:

— Corra la voz de que atacaremos en treinta segundos… — Hizo una corta pausa—. Y no quiero supervivientes.

El aludido desapareció al instante, y tras observar con serenidad su cronómetro, el coronel musitó por radio:

— Carro siete, la puerta. Carro doce, el muro. ¿Preparados? — Aspiró profundamente—. ¡Fuego!

Los cañones tronaron al unísono, la puerta saltó en pedazos, el muro se derrumbó con estrépito y al instante las tropas se lanzaron al asalto, con lo que se entabló una sangrienta refriega en plena noche, ya que los defensores de la casa parecieron comprender desde el primer momento que no recibirían cuartel, por lo que decidieron vender lo más caras posibles sus ya perdidas vidas.

Bombas de mano, ráfagas de ametralladora, aullidos, insultos, órdenes… toda la violencia se entremezcló en un maremágnum indescriptible que concluyó de improviso dejando paso a un silencio de muerte.

Media hora más tarde una docena de cadáveres aparecían alineados en la acera, iluminados por potentes reflectores, y mientras periodistas y curiosos se mantenían más allá del férreo cordón de seguridad, el coronel y sus oficiales pasaron revista a los difuntos, para ir a detenerse ante el ensangrentado cuerpo de Lucas Barrientos.

— ¡Aquí está! — exclamó alborozado un joven teniente—. Es Roldan Santana, no cabe duda.

El adusto coronel se lo tomó con calma, clavó la rodilla en tierra, giró el rostro del muerto, lo examinó en todos sus detalles, y por último ordenó a su ayudante:

— Póngame con el Presidente. — Se alzó muy despacio sin apartar los ojos del muerto—. Éste es un gran día en la historia de Colombia.





Tom y Jerry jugueteaban ante la proa saltando con enloquecidas cabriolas como niños que hubiesen hecho novillos en día de exámenes, chillando y retozando para sumergirse como un plomo y surgir de improviso de entre la blanca espuma de la estela trazando una nueva pirueta aún más inconcebible.

Era como una orgía de mar, sol y risas: orgía que César Brujas compartía con los Lorenz, pues éstos parecían disfrutar tanto o más que los delfines con su prodigioso día de libertad y asueto, felices al comprobar que pese a que los hermosos animales dispusiesen de todas las oportunidades para perderse en la inmensidad del mar para no volver nunca, preferían no apartarse de su lado, como perros falderos incapaces de comprender la existencia sin el afecto de sus dueños.

Y observándoles, tan inofensivos e inocentes; tan mansos y obedientes; tan «payasos», resultaba de todo punto imposible imaginar que allá abajo, en aquel mismo mar, no demasiado lejos de donde ahora se encontraban, algunos de sus congéneres pudieran haberse convertido en bestias agresivas.

Pero así era, allí estaban, y había que encontrarlos.

Fondearon en esta ocasión al norte de Cabrera, en el ancho canal que la separa de Conejera, no lejos de los altos farallones de «La Redonda», punto de paso obligado según Lorenz de todos los delfines de la zona.

Lanzaron al fondo largos cables de los que pendían micrófonos de gran sensibilidad, conectaron un altavoz dejando preparado el grabador, y Claudia ordenó a Tom y Jerry que se alejaran en busca de sus «amigos».

Los delfines tardaron en comprender qué era lo que se pretendía de ellos, pero al advertir que en apariencia la intención de sus «amos» era permanecer en aquel punto un largo rato, se sumergieron al unísono perdiéndose de vista de inmediato.

— Dudo que sirva de algo — comentó César Brujas convencido—. Pero menos es nada.

— Si hay delfines por los alrededores, darán con ellos. — Fue la inmediata respuesta de Claudia—. Veremos lo que ocurre.

No ocurrió nada durante más de una hora. Comieron, se bañaron sin alejarse de la lancha, charlaron de mil cosas y por último Max Lorenz se extendió en una larga disertación sobre el pasado y el futuro de los mares.

— En el setenta y cinco — comenzó—, asistí en Caracas a la primera «Conferencia de las Naciones Unidas sobre los Derechos del Mar», y ya entonces pude darme cuenta de que la mayoría de las grandes potencias no tenían la menor intención de defender esos «derechos», y tan sólo les preocupaban sus propios «intereses» en la ejecución de tales derechos.

— ¿Qué clase de intereses?

— Los que se refieren a la explotación de las riquezas de los océanos, una vez se haya agotado en ellos toda forma de vida, cosa que al paso que llevamos no tardará en acontecer. Cada año extraemos del mar miles de toneladas de pescado, de las cuales más de la mitad se convierten en harinas para piensos, pero aun así los océanos no nos proporcionan ni siquiera un dos por ciento de las proteínas que consumimos, y no somos capaces de obtener ni siquiera el tres por mil de lo que podrían ofrecernos sin esquilmarlos. Curiosamente, seremos capaces de agotarlos sin haberlo aprovechado mínimamente, y en eso nuestra especie demuestra ser mucho más bestia que la más inconsciente de las bestias.

— ¿Y qué otra cosa piensan obtener cuando el mar haya muerto?

— Lo mismo que obtienen de las tierras arrasadas: minerales. Aparte del petróleo, del que pronto se extraerá más de las plataformas continentales que de la propia tierra firme, el fondo de los grandes océanos aparece plagado de «nódulos» del tamaño de una patata, compuestos por un diente de tiburón o un hueso de ballena, alrededor del cual se ha ido solidificando hierro, cobalto, níquel, cobre o manganeso. Fortunas del orden de seis millones de dólares por kilómetro cuadrado aguardan a quienes sean capaces de extraerlas a más de cinco mil metros de profundidad, y como únicamente las grandes potencias industriales poseen la técnica necesaria para trabajar allí, serán los países ricos los que como siempre se enriquezcan más aún a costa de algo que «teóricamente» pertenece a todos. Cuando los «pobres» pretendan compartirlo ya no quedará nada.

— En buena lógica no se puede culpar a los «ricos» de que los «pobres» estén técnicamente más atrasados y obligarse a renunciar por ello a tal riqueza — le hizo notar César Brujas.

— En «buena lógica», no, desde luego, a no ser que tengamos en cuenta que ese atraso ha sido la mayoría de las veces propiciado. Y debemos tener en cuenta, también, que son los «ricos» con sus residuos industriales y su desorbitada ambición, los que están aniquilando la vida marina. Son las poderosas flotas japonesas, y no los sencillos pescadores de Guinea, los que esquilman los océanos.

— ¿Y cómo evitarlo?

— Algunos propusimos repartir ese océano, asignándole a cada cual una parcela, para que la explote cuanto pueda, pero «los ricos» se opusieron. Para eso es para lo único que les interesa recordar la «Ley de Grotius».

— ¿De quién?

— De Hugo Grotius, un jurista que en el 1600 estableció que «el océano es común a todos porque es tan ilimitado que nunca podrá ser medido ni cercado».

— Parte de razón tenía.

— Sólo parte, dado que ya la inmensa mayoría de los países han ampliado los límites de sus costas a doscientas millas, lo que ha dado pie a infinitos problemas. El día que esos límites se aumenten…

Se interrumpió, puesto que a través del altavoz llegaba un leve sonido metálico, como si dos hierros golpeasen entre sí con una cierta cadencia, pero tan lejanos y casi imperceptibles, que costaba trabajo averiguar si se trataba de una señal preconcebida o de un simple tintineo casual que tuviese lugar en el fondo del mar.

— ¿Qué es eso? — quiso saber Claudia de inmediato.

Su padre le hizo un significativo gesto para que guardara silencio, puso la grabadora en marcha, y aguzó el oído ampliando al máximo el volumen.

— Me recuerda algo — señaló por último.

— Es como si alguien se entretuviera en martillear cerca del agua.

César tomó los prismáticos observando detenidamente las costas de Cabrera para acabar negando semejante posibilidad.

— No se distingue a nadie.

— Tal vez sea la cadena del ancla — aventuró la muchacha, pero su padre lo rechazó de plano.

— Viene de muy lejos — dijo—. De cuatro o cinco millas por lo menos, y se repite siempre en la misma cadencia. Un ancla no haría eso.

— ¡Qué extraño!

Un agudo chillido que surgió del altavoz, superponiéndose al metálico golpeteo, les obligó a dar un respingo, al tiempo que Claudia exclamaba alarmada:

— ¡Ése es Jerry! ¿Qué le ocurre?

— Parece asustado — señaló inquieto su padre—. ¡Escucha! ¡Ahí está Tora!

Se percibió, clarísimo, un nuevo grito, y a continuación otros varios en confuso tropel; una algarabía tal y de tal intensidad, que a punto estuvo de romperles los tímpanos, por lo que Max Lorenz se apresuró a reducir el volumen del sonido, al tiempo que exclamaba:

— ¡Parece un manicomio!

— ¿Son delfines? — quiso saber César Brujas.

— Naturalmente, pero muy excitados. Nunca les había oído chillar de esa manera.

— ¡Ahí vienen! — indicó su hija señalando un punto al sur de Isla Redonda—. ¡Por allí!

Prestaron atención y pronto pudieron distinguir las inconfundibles siluetas de Tom y Jerry que nadaban velozmente en dirección a la lancha, seguidos muy de cerca por seis o siete delfines más oscuros y de mayor tamaño.

— ¡Santo cielo! — se alarmó el austriaco—. Son «mulares» y les están atacando. ¡Pon los motores en marcha! — ordenó al tiempo que arrancaba de cuajo los cables de los micrófonos lanzándolos al agua—. ¡César, corta el cabo del ancla!

Obedecieron, casi cayéndose de espaldas cuando la lancha dio un salto hacia delante lanzada a la máxima potencia, y comenzaron a deslizarse rápidamente sobre las quietas aguas cuando ya Tom y Jerry estaban a punto de alcanzarles.

Max Lorenz dio muestras de una notable capacidad de reacción haciéndose cargo de inmediato del difícil problema que se le planteaba a sus pupilos, por lo que buscó a su alrededor hasta encontrar la lona del toldo, extendiéndola rápidamente a todo lo ancho de la «bañera» posterior de la embarcación.

— A media marcha, Claudia… ¡Y llámalos! — Señaló luego el otro extremo de la lona—. Tú agarra ahí.

César obedeció, y entre ambos la tensaron mientras Claudia silbaba a los delfines que nadaban velozmente seguidos por lo que parecía ser ahora una rabiosa manada de lobos furiosos.

— Cuando estén junto a nosotros aceleras lentamente y que salten. ¿Me oyes? ¡Que salten!

Aguardaron unos instantes hasta que el primer delfín se colocó justo a la altura de la aleta de estribor, y en ese momento Claudia hizo un significativo gesto con la mano al tiempo que gritaba.

— ¡Salta, Jerry! ¡Salta…! ¡Alehop!

Dio una rápida palmada como si se encontrara en plena exhibición en el Acuario. El bien amaestrado animal surgió del agua como una flecha, y con una elegancia y una belleza inigualables fue a caer con matemática precisión sobre la lona que los dos hombres sostenían.

— ¡Déjalo sobre el sillón! — ordenó sin perder la calma Max Lorenz—. Ahora el otro, hija… ¡Aprisa!

Se repitió la escena, calcada de la anterior, y cuando ambos animales se encontraron a salvo chillando y temblando presas sin duda de un pánico invencible, el científico se apoderó del respaldo de un asiento, colocándolo de tal forma que el chorro de agua que pasaba veloz justo a la borda se desviaba empapándolos.

— ¡Aguanta aquí, César! — pidió—. Tienen que estar húmedos… — Alzó el rostro hacia su hija—. ¡Acelera, Claudia! — gritó—. ¡A casa!





Miriam Collingwood no quiso saber nada más sobre delfines asesinos y misteriosas muertes bajo el radiante sol mediterráneo, por lo que decidió regresar a las brumas de su Londres natal, donde los criminales tenían el buen gusto de mantenerse dentro de los cánones marcados por un Jack el Destripador, que realizaba sus fechorías a horas nocturnas, en plena niebla, y con un arma tan tradicional y lógica como un simple cuchillo de cocina.

A decir verdad, podría creerse que la frágil chiquilla de ojos asustados que tanta entereza demostrara el trágico día de la muerte de su novio, había agotado en aquella ocasión toda su capacidad de reacción, puesto que a partir de ese momento se había ido apagando como si tan sólo el paso del tiempo, y la vuelta a la normalidad, le permitiese comprender que el muchacho al que tanto amaba había desaparecido de su vida para siempre.

El verdadero dolor de una herida muy profunda llega cuando se enfría, y, de igual modo, para la desorientada inglesita el sufrimiento comenzó a volverse insoportable a partir de la mañana en que sonó el despertador y no tuvo razón alguna para levantarse a preparar un desayuno que nadie tenía que consumir rápidamente para encaminarse al trabajo.

La isla donde tan feliz había sido comenzó a hacérsele odiosa; el mar en cuyos fondos se entregara con increíble pasión se le antojó una fría mortaja, y el mundo submarino que llegó a obsesionarle, un lugar hostil cuyo sólo recuerdo le estremecía.

Malvendió por tanto lo poco que poseía, le envió a César, en una caja, los escasos objetos de su hermano a los que no se sentía unida sentimentalmente, preparó las maletas, y telefoneó a sus padres para que fueran a esperarla al aeropuerto.

Estaba poniendo punto final al más hermoso capítulo de su existencia, y lo sabía.

Por su parte, César Brujas ni siquiera se esforzó en tratar de hacer que se quedara, consciente de que aquél era un lugar en el que la delicada criatura ya nunca encontraría la paz que tanto estaba necesitando.

Eso no evitó, sin embargo, que en el momento de decirle adiós se sintiera afectado, hasta el punto de que Claudia Lorenz, que había insistido en acompañarles al aeropuerto, tuviera que inquirir desconcertada:

— ¿Tanto te apena que se marche?

— Es como si me arrebataran lo único que me quedaba de mi hermano — admitió él—. Estaba tan acostumbrado a verlos juntos, que los consideraba ya como una sola persona.

— Pero son dos.

— Sí. Son dos, aunque siempre imaginé que acabarían casándose, me darían hijos y continuarían siendo mi familia. — Hizo un gesto que pretendía mostrar la magnitud de su impotencia—. Ahora ella se vuelve a Londres y él está muerto… ¿De quién voy a preocuparme?

— Entiendo que debe ser terrible quedarse completamente solo.

— ¡No imaginas hasta qué punto! La auténtica soledad no estriba tanto en no tener quien te cuide, como en no tener a quien cuidar.

— Eso suena bonito.

— No lo he dicho para que suene bonito, sino por pura lógica — replicó César desabridamente—. Si dispones de medios económicos, siempre puedes pagar a alguien para que te atienda en los momentos difíciles. Pero querer a alguien no se compra con nada.

Habían abandonado ya el edificio de la terminal y se disponían a subir a un pequeño automóvil deportivo, pero Claudia se detuvo con la mano en el tirador de la puerta observándole sin ocultar su desconcierto.

— Lo dices como si nunca fueras a formar tu propia familia.

— Acabo de perderla.

— Pero aún eres joven. Y muy atractivo. Pronto encontrarás una mujer que te dé tus propios hijos.

Él, que había tomado asiento frente al volante, permaneció muy quieto, aguardando a que se acomodara a su vez, y por último, sin dejar de mirar al frente, señaló con un notable esfuerzo:

— Yo no puedo tener hijos. No es que sea impotente; únicamente estéril, y aunque lo tengo perfectamente asumido y superado, resulta muy difícil que una chica lo asuma de igual modo.

— Eso es una tontería.

— No. No lo es. He convivido con tres, y al final la cosa acabó en nada.

— No todas las mujeres quieren tener hijos.

— Las que pretenden formar una familia, sí. — Arrancó muy despacio tomando el camino de regreso a la ciudad—. Las otras suelen ser aves de paso que al final tan sólo te dejan un amargo sabor de boca.

Durante un par de kilómetros ella guardó silencio, y tan sólo cuando un enorme avión — tal vez aquel en que viajaba Miriam— hubo cruzado sobre sus cabezas con un sonoro estruendo, inquirió sin demasiado convencimiento.

— ¿No se te ha ocurrido adoptar un niño?

— Con frecuencia — admitió él con naturalidad—. Pero a nadie le apetece embarcarse en la aventura de un matrimonio con el handicap de empezar teniendo que adoptar hijos ajenos.

— Yo no estaría tan segura.

— Porque no te has enfrentado al problema como yo — le hizo notar—. En los tiempos que corren, con la libertad sexual y económica de que disfrutan, cuando una mujer decide casarse, es porque desea tener sus propios hijos. — Se encogió de hombros como si comprendiera que resultaba lógico—. De otro modo prefiere un breve romance sin consecuencias. — Rió con una cierta amargura—. Y para eso yo estoy mandado hacer; conmigo la cosa nunca tiene «consecuencias».

— No hablas como si efectivamente lo tuvieses «asumido y superado».

— Será porque tratarlo con una mujer atractiva se me hace «muy cuesta arriba», tras haber sufrido tantas desilusiones. — Se habían detenido ante un semáforo en rojo, y se volvió a mirarla abiertamente—. Yo tuve una infancia feliz, con unos padres maravillosos que por desgracia murieron demasiado jóvenes, y siempre me quedó ese vacío y esa necesidad de recomponer una familia tan perfecta. Otros ambicionan dinero, fama o poder político… — Abrió las manos con un claro gesto fatalista—. Yo tan sólo enseñar a mis hijos lo que mi padre me enseñó, llevarles a pescar, descubrirles el placer del buceo, ir con ellos al circo, o contarles La isla del tesoro… ¡Y resulta tan difícil!

— Volver a la infancia siempre ha resultado muy difícil, y en el fondo eso es lo que estás pretendiendo — le hizo notar Claudia Lorenz con naturalidad—. Todos quisiéramos volver atrás de alguna forma, y nadie lo ha conseguido nunca. — Hizo un gesto para que arrancara de nuevo, puesto que el semáforo había cambiado, y añadió—: Mi consejo es que aceptes que ya eres un adulto sin opción al retorno, busques una buena mujer, te cases, y el día de mañana le cuentes tus problemas. Si te quiere de veras conseguiréis superarlos.

— Eso no sería justo. Ni honrado.

— La felicidad no se basa siempre en cosas justas… — Rió levemente—.Ni honradas.

— Pero una familia edificada sobre bases de ocultación y falsedad estaría siempre condenada al fracaso, ¿no crees?

— Lo que en verdad creo es que eres uno de los tipos más extraños que conozco — replicó ella cambiando levemente el tono de voz—. Te preocupas por cosas a las que la mayoría de los hombres no le dedicarían un solo pensamiento, y en todo el tiempo que hemos pasado juntos no me has contado nada de ti.

— Apenas he tenido ocasión.

— Has tenido mil ocasiones… — refutó ella convencida—. Y lo normal suele ser que en cuanto conoces a un tipo se empeñe en contarte su vida, sus conquistas, y sus maravillosos éxitos profesionales aunque no tenga la más mínima ocasión. — Le observó de reojo—. ¿Acaso te avergüenza tu trabajo?

— ¡En absoluto!

— ¿A qué te dedicas?

— Dirijo una empresa que fundó mi bisabuelo.

— ¿Una funeraria? — Rió ella con intención.

— No. No es una funeraria.

— ¿Un prostíbulo?

— No. Tampoco es un prostíbulo.

— ¿Una fábrica de condones?

— ¡Qué más quisiera…!

— ¿Qué diablos es entonces?

César detuvo el vehículo a un lado de la calle y se volvió a mirarla burlón.

— ¿Realmente quieres saberlo?

— ¡Naturalmente! Has conseguido picarme la curiosidad.

— No es nada especial.

— ¡Pues dilo de una vez! — se impacientó Claudia.

— ¡Haremos algo mejor! — replicó César con intención—. Te llevaré a verlo.

— ¿A estas horas?

Asintió con un gesto al tiempo que arrancaba de nuevo.

— Es aquí cerca.

Enfilaron la Ronda del Litoral en dirección al Arenal, y a los pocos minutos se detuvieron ante una gigantesca nave industrial cuya espalda daba directamente al mar.

César abrió una pequeña puerta lateral, encendió la luz cuyo interruptor se encontraba junto al quicio y dejó pasar a la muchacha que quedó un tanto desconcertada al enfrentarse a dos esbeltos veleros a medio construir, uno de los cuales se encontraba ya en su fase final, mientras que el otro apenas presentaba más que el «esqueleto» del armazón alzado sobre firmes zancos.

La escasa iluminación confería a todo un aspecto extraño, casi fantasmagórico, puesto que las desnudas curvas del barco menos adelantado dibujaban caprichosas sombras sobre las paredes, alargándolas y convirtiéndolas en su parte alta casi en los arcos de una ultramoderna catedral de inspiración gótica.

Claudia Lorenz los observó fascinada, y adelantándose pasó la mano por la proa del navio más cercano, maravillándose ante la suavidad de las líneas y la magnífica calidad de la madera.

— ¿Así que construyes barcos? — señaló por último.

— Desde que murió mi hermano, soy el único propietario de uno de los últimos astilleros auténticamente artesanos que quedan en el mundo. — César rió sin ganas—. Un celoso guardián de la vieja y hermosa tradición de los carpinteros de ribera, que muere bajo el peso de los barcos de fibra plástica.

— Pues sí que es una hermosa tradición — admitió ella sin dejar de curiosear—. Y haces unos barcos fabulosos.

— Por lo menos, únicos — puntualizó él—. Cada velero que sale de aquí no se parece a ningún otro, y jamás hemos repetido un modelo en cien años de historia.

— Yo me sentiría orgullosa de trabajar en algo así — le hizo notar Claudia volviéndose a observarle—. Son casi como obras de arte.

— «Son» obras de arte — recalcó él acariciando a su vez el costillar del barco—. Van firmados, y para los entendidos, tener un auténtico «Brujas», es tener un fuera de serie: «Un "Rolls" del Viento», aunque por desgracia no puedo hacer más que dos al año.

— Amplía el negocio.

— No es tan fácil. Ya no existen operarios que amen su oficio, cuiden los detalles y comprendan que un auténtico velero es algo a lo que hay que darle su propia personalidad desde el momento mismo en que se planta la quilla. Mis barcos, al estar hechos de una materia viva como es la madera, «viven», mientras que los de hierro o fibra tan sólo son «cosas» puestas sobre el agua que navegan por obra y gracia de la técnica, no porque hayan nacido para ello.

— Sin embargo, tú tienes una lancha de fibra.

— Porque no puedo pagarme un auténtico «Brujas». — Rió él abiertamente—. ¿Sabes lo que cuesta la madera de éste? Viene directamente de los bosques más profundos del Gabón, de árboles hermanos, seleccionados por expertos y aserrados en Tulón. Su dueño, un Lord inglés, me lo encargó hace cinco años, porque mi padre le construyó el Ebony Segundo, y mi abuelo, a su padre, el primer Ebony. Éste será el tercero, y lo más triste es que no habrá ya quien construya el cuarto. La tradición acabará con el fin de la dinastía «Brujas».

— Hoy la ciencia hace milagros.

— No en mi caso. — Se encogió de hombros—. Además cada día quedan menos románticos que prefieran un costoso velero de artesanía a un superyate capaz de coger los cuarenta nudos. La gente tiene prisa incluso en vacaciones.

— No creo que tengas razón para sentirte amargado. Es un trabajo precioso, independiente, y por lo visto bien pagado. Tienes un coche deportivo y una motora de lujo, y apuesto a que vives en un chalet de Magaluf o Port d'Andratx.

— Te equivocas. Vivo aquí.

— ¿Aquí? — Se sorprendió ella volviendo la vista a su alrededor—. ¿Dónde?

César alzó el rostro indicándole lo que parecía ser la acristalada popa de un navio de principios del XIX que sobresalía del alto muro que cerraba la nave por uno de sus extremos, y a la que se ascendía por una corta escalera de caracol.

— Es la Camareta del Almirante — dijo—. Réplica exacta de la de Nelson a bordo del Victoria. ¿Quieres verla?

Ella le observó de reojo.

— ¡Qué bien te lo montas! ¿Acaso existe una sola mujer que haya resistido semejante tentación?

— ¿Por qué tienes que imaginar lo que no es? — protestó él sin demasiado entusiasmo—. Verla no compromete a nada.

— No, desde luego — admitió Claudia sonriente—. Visitar el dormitorio del almirante Nelson a las doce de la noche no compromete, pero te puede colocar en una situación «comprometida». ¿Qué tienes de beber?

— Más de lo que tenía Nelson, desde luego — admitió César—. Y mucho más frío.

La Camareta del Almirante era, al parecer, una «réplica exacta» de la del vizconde Horacio Tíelson a bordo de su buque insignia, pero dotada de una cama muchísimo más grande y mullida, luces indirectas, música ambiental, televisor, nevera, lujoso cuarto de baño y todo cuanto pudiera contribuir a hacer notablemente más comprometida y peligrosa la visita de una hermosa mujer a altas horas de la noche.

Con todo ello contaba Claudia Lorenz, pero con lo que desde luego no contaba, ni por lo más remoto, era con el hecho de que cuando más profundamente dormía tras una larguísima y apasionada batalla — no precisamente naval— la puerta se abriera de improviso para que un vociferante hombrecillo corriera bruscamente las cortinas exclamando sin la más mínima consideración:

— ¡Buenos días, jefe…! Hoy se le pegaron las sábanas… — Extendió un enorme plano sobre la alfombra, junto al rostro de César que abrió de mala gana un ojo, y añadió—: Tenemos un problema: si levantamos el mamparo del baño donde teníamos previsto, se queda sin el apoyo de la cuaderna y temo que, a la larga, se afloje.

— ¿Cuánto a la larga? — masculló el otro con voz ronca y casi inaudible.

— ¡No lo sé! Ocho o diez años… Pero si lo corremos una cuarta hacia proa, lo afirmamos a la quinta cuaderna y eso ya será eterno… — Tomó asiento en el suelo, al otro lado de la cama, ocasión que Claudia aprovechó para cubrirse la cabeza con la sábana y tratar de pasar desapercibida, aunque al hacerlo destapó el trasero de César que se había inclinado sobre el plano.

— Pero, en ese caso, el baño perdería mucho espacio — señaló éste—. Si un tipo alto se sentara en el retrete las rodillas le tocarían en la pared de enfrente.

— Ya lo he pensado — fue la rápida respuesta—. Pero podríamos correr este otro mamparo en la misma proporción.

Dos nuevos operarios de mono azul hicieron su irrupción con la naturalidad de quien en lugar de en la supuesta Camareta del Almirante Nelson se encuentra en la trastienda de una ferretería, ya que uno de ellos exhibía un muestrario de pinturas, mientras el otro cargaba con un pequeño molinete de ancla.

— ¡Buenos días, jefe! — saludaron alegremente casi al unísono mientras el primero tomaba asiento en la cama y su compañero dejaba su carga en el suelo.

— ¡Buenos días! — gruñó César—. ¿Qué tripa se os ha roto ahora?

— Aquí tiene las pinturas — replicó el del muestrario—. Yo me inclino por el castaño claro.

César había acabado por tomar asiento en la cama, colocándose la almohada tras la espalda, y podría decirse que se había olvidado por completo de la presencia de su acompañante, que cada vez se acurrucaba más bajo las sábanas esforzándose sin éxito por hacer creer que no existía.

— Ése es el tono que quería. — Se volvió al segundo de los recién llegados y señaló el molinillo—. ¿Qué tal se acopla? — quiso saber.

— Como un guante — replicó el otro feliz—. Nadie podrá decir que está allí. Pregúnteselo a Manolo. — Sin darle tiempo a dar su opinión, gritó hacia fuera—: ¡Manolo!

I

— Escuche, jefe, que esto es más importante. — La interrupción llegó ahora por parte del hombrecillo del plano que insistía en su problema—. Cierto que al correr el mamparo el tambucho de proa se reduce, pero como ganamos ese espacio aquí, nos iría muy bien…

Ahora fue un gordinflón sudoroso el que penetró volando en la estancia como si hubiese un incendio.

— ¿Qué cono pasa? — quiso saber.

— ¿Pregunta el jefe que cómo va el molinillo?

— ¡De putísima madre! — admitió al tiempo que se servía una copa de la botella de coñac que aparecía sobre la mesita y tomaba asiento uniéndose a la tertulia—. Ya le dije que esos suecos fabrican lo que les pidas. ¡Y llegó en el avión de las nueve, como habían prometido!

— ¿Pero qué hora es? — se alarmó César.

— Las once y veinte.

— ¡Las once y veinte! ¡Mierda!

Claudia, que era quien había lanzado la sonora exclamación, saltó de la cama desnuda como estaba, para atravesar decidida la estancia apartando amablemente a los operarios que la observaban boquiabiertos.

— ¡Con permiso! — pidió—. ¡Con permiso! ¡Las once y media! ¡Con permiso! ¡Mi padre me mata! ¡Con permiso!

Penetró en el cuarto de baño cerrando la puerta a sus espaldas, y todos los presentes permanecieron un momento en silencio y meditabundos, hasta que el tal Manolo comentó admirativamente.

— ¡Buen culo!

— ¡Y buenas tetas! — admitió el hombrecillo—. Por fin, ¿qué hacemos con el mamparo, jefe?





El jovencísimo camarero de inmaculado uniforme y blancos guantes se inclinó para servir el pescado, pero la presencia del par de agresivos pechos cuyos rosados pezones desafiaban todas las leyes de la gravedad ya que se proyectaban hacia arriba como los pitones de un toro de casta, a punto estuvo de hacerle perder el equilibrio lanzando sobre el regazo de Laila el contenido de la bandeja, por lo que necesitó tomarse un tiempo y respirar profundamente antes de atreverse a intentarlo de nuevo.

— ¿Qué hubo, Paquito? — exclamó divertido Rómulo Cardenal—. ¿A qué viene ese «agite» si estamos fondeados y con el mar en calma?

— Usted perdone — fue la azarada respuesta—. La falta de costumbre.

La hermosa argelina no pudo por menos que sonreír a su vez, consciente como estaba de la desorbitada admiración que el muchacho sentía por sus pechos, pero no tuvo tiempo de hacer comentario alguno, puesto que la atención del venezolano había quedado prendida en las violentas imágenes del televisor que ocupaba el fondo del amplio comedor, por lo que utilizando un mando a distancia subió el volumen permitiendo que la voz del locutor ganara intensidad al comentar:

«Fuerzas del Ejército colombiano irrumpieron anteanoche en una vivienda de la zona residencial de Bogotá en la que se ocultaba el conocido narcotraficante Pablo Roldan Santana, número uno del tristemente famoso "Cártel de Medellín".»

En la pantalla hizo su aparición el adusto coronel que mandaba la operación, así como la larga hilera de cadáveres tendidos sobre la acera, para ir a detenerse sobre el rostro de Lucas Barrientos y descender luego a su pecho ensangrentado por tres impactos de bala.

La voz monótona y sin inflexiones del locutor, que lo mismo podía hablar de muertes que del anticiclón de las Azores, continuó sin hacer énfasis en una sola frase:

«En el violentísimo enfrentamiento armado murieron el citado Pablo Roldan y ocho de sus temidos guardaespaldas o "sicarios", así como cinco miembros de las fuerzas de asalto. La desaparición de este narcotraficante puede significar el principio del fin del imperio de la coca procedente de Colombia.»

Con el cambio de imágenes, referidas ahora a las cotizaciones de la Bolsa internacional, Rómulo Cardenal bajó de nuevo el volumen, y tras probar el vino blanco que el camarero acababa de servirle, asintió satisfecho al tiempo que comentaba:

— ¡Jamás creí que le atraparan! Ese tipo era muy listo.

— Se enfrentó a demasiada gente — puntualizó Laila sin especial interés—. Pero conozco a más de uno que se va a tirar de los pelos al quedarse sin su «rayita» de coca. Los precios se van a poner por las nubes.

— Quien es tan estúpido como para dejarse atrapar por esa clase de vicios, tiene que ser tan imbécil como para pagar lo que le pidan — fue la áspera respuesta—. ¿A quién se le ocurre drogarse con la cantidad de cosas magníficas que ofrece la vida?

— ¿Tú nunca lo has probado?

— Nunca.

— ¿Ni siquiera una «snifada»?

— Ni siquiera.

— ¿Ni un simple «porro»?

— ¡Nada de nada! — La voz del venezolano sonó fría y amenazante—. Y recuerda que si se te ocurre subir un gramo de droga al barco o probarla estando conmigo, te tiro por la borda. — Alzó el rostro hacia el camarero que permanecía atento en un rincón de la estancia—. ¡Y eso va por todos! — añadió.

— ¡Descuide, señor! — replicó el otro acojonado—. Ya nos lo explicaron muy claramente el primer día.

— Pues que nadie lo olvide. — Hizo un impaciente gesto con la mano para que se retirase—. Y ahora dile al capitán que zarpe hacia Cabrera.

El otro desapareció sin hacerse repetir la orden, tras dirigir una última ojeada a los pechos de Laila, y ésta permaneció desconcertada y con el tenedor en alto, antes de inquirir visiblemente sorprendida:

— ¿Cabrera? Según las crónicas, el Santo Tomás se hundió cuando avistaba las costas de Mallorca, llegando de Valencia; es decir: por el Oeste. — Trazó un arco con el dedo de la mano izquierda—. Y Cabrera está demasiado desviada al Sudeste.

— Lo sé — admitió Rómulo Cardenal—. Pero aún no hemos explorado esa zona, y tal vez las corrientes la empujaron hacia allá. — Hizo un leve gesto de impotencia—. Lo que está claro, es que las costas del Oeste las tenemos muy machacadas y no hemos encontrado nada… — Bebió de nuevo y al hacerlo la observó con innegable admiración—. Perdona si antes he sido un poco brusco, pero es que el tema de la droga me saca de quicio.

— No tienes por qué disculparte. — La hermosa muchacha extendió la mano y le acarició la mejilla en la que hacía su aparición una incipiente barba blanquecina—. Fue culpa mía, ya que en «mi ambiente» una «snifada» es algo tan natural como tomarse una copa, y olvidé que tú eres un «sano llanero» que odia la droga.

— ¡La encuentro tan estúpida! — fue la agria respuesta—. Y tan cobardes a los que necesitan refugiarse en ella. — La observó con fijeza—. ¿Realmente te gusta?

— No especialmente — replicó Laila con naturalidad—. Pero algunos «clientes» la necesitan para combatir sus angustias, y me he acostumbrado a convivir con ella. Más de uno sería incapaz de llevarme a la cama si no se hubiese metido antes unos gramos entre pecho y espalda. — Ríe divertida—. ¡Y muchas veces se la ponen en otra parte!

Rómulo Cardenal arrojó a un lado los cubiertos con evidente mal humor.

— ¡No me gusta que hables de ese modo! — masculló irritado—. No es tu estilo. — Se bebió de un trago la copa, sirviéndose de nuevo—. ¡Vaina! — exclamó—. En realidad no me gusta que hables de tus «clientes». Me siento como uno más. ¡Un cabrón imbécil!

— Perdona. — Resultaba evidente que Laila tenía plena conciencia de haber cometido un error, pero su voz sonó sincera al añadir—: Tal vez lo he hecho porque me he acostumbrado a no considerarte un «cliente» más. — Extendió la mano apoyándola cariñosamente sobre la de él—. Me siento muy a gusto contigo — murmuró—. ¡Demasiado, quizá! y eso me obliga a olvidar que cualquier día me pedirás que haga las maletas y regrese a París.

— ¿Por qué habría de hacerlo?

— Porque no soy más que una puta de lujo que cobra por semanas. Cuando la gente se cansa de mí, firma el «finiquito» y «puerta»… — Hizo una corta pausa—. Y a veces duele. ¡Duele mucho!

— No es mi caso.

— ¿Cómo puedo saberlo?

— Porque yo te lo digo.

— ¡Me han dicho tantas cosas! Tener estos pechos, este cuerpo y esta cara, te pueden proporcionar una gran seguridad en ti misma, pero al propio tiempo te proporcionan una terrible inseguridad. Cualquier hombre haría cualquier cosa por tenerme, sobre todo mentir, y al final tan sólo me quedan las mentiras y unos cuantos billetes.

— ¿Has probado a no mentirles tú?

— Algunas veces — admitió—. Pero sirvió de muy poco. Cuanto más sincera fui, más me engañaron. Hay gordas, cretinas de tetas caídas, capaces de retener a un hombre toda la vida. — Sonrió con tristeza—. ¡Yo no! Algunos dicen que soy como el caviar, que acaba empalagando.

— Yo sería capaz de comer de ese caviar hasta en la tumba — fue la sencilla respuesta—. Olvídate del pasado, sigue como hasta ahora, y deja de preocuparte por lo que pueda ocurrir el día de mañana. Si estamos a gusto juntos, el resto carece de importancia…

Ella dejó pasar un largo rato, meditabunda, y, por último, señaló mirándole a los ojos:

— Tengo unas ganas locas de hacerte el amor. — Le apretó la mano con más fuerza—. De hacértelo sabiendo que no te estoy cobrando por ello. — Agitó la corta cabellera con un gesto muy suyo, cautivador y sin malicia—. De hecho no quiero volver a cobrarte nunca — añadió—. Olvida las tarifas y hazte a la idea de que soy tan sólo una mujer que está compartiendo contigo unos día maravillosos porque así le apetece… — Le miró a los ojos—. ¿Me llevas a la cama?





El inspector Adrián Fonseca pasó la mañana en su despacho, haciendo una serie de llamadas telefónicas de larga distancia que no le sirvieron más que para confirmar las tesis de los Lorenz sobre el comportamiento de los delfines, pero mientras esperaba a que amaneciera en California y alguna persona autorizada del Instituto Oceanográfico de San Diego pudiera ponerse al aparato, recibió la desagradable noticia de que un turista holandés había desaparecido inexplicablemente en Camp de Mar.

— ¡Ya empezamos! — masculló masticando una vez más un cigarrillo de plástico que cada día le ayudaba menos a dejar de fumar—. ¡De aquí no paso!

Se encaminó decidido el despacho de su superior, pero el comisario Alcántara se negó a escucharle alegando que hasta que la Cruz Roja no encontrase el cadáver de alguien que muy bien podía haber muerto de un infarto o un corte de digestión, no quería volver a oír hablar de delfines asesinos ni de la puta madre que los parió.

— ¡Oficialmente no existen! — pontificó sin darle opción a la protesta—. Llévate a Ramírez, Villarroya y Morales y busca hasta en los cubos de basura si es preciso, pero no me vuelvas con chorradas. — Lanzó una pelotilla al patio dando por concluido el asunto—. ¡Haz lo que te salga de los cojones, pero lárgate!

Morales tampoco sabía nadar, y tanto Villarroya como Ramírez apenas habían oído hablar de la supuesta astucia de los delfines, por lo que Fonseca llegó a la conclusión de que, a pesar de tratarse de tres aceptables profesionales, de poco iban a servirle en aquellas complejas circunstancias.

Al caer la tarde, y tras comprobar que el cuerpo del turista continuaba sin aparecer pese a que lo habían buscado con buceadores y helicópteros, encaminó sus pasos una vez más a casa de los Lorenz, en demanda de cualquier información que pudiese servirle de ayuda, para descubrir que se habían encerrado en una especie de locutorio insonorizado, para estudiar una serie de chillidos que surgían de un altavoz, comparándolos por medio de sofisticados aparatos con la extensa colección de grabaciones que ocupaban toda una estantería.

— ¿Qué significan esos gritos? — inquirió.

— Eso quisiéramos saber nosotros — replicó el viejo austriaco agitando pesimista la cabeza—. Son delfines furiosos, pero por más que busco en mis archivos, no encuentro nada que se les asemeje. Es como si se hubieran vuelto locos.

— Loco me van a volver a mí. Me temo que tenemos otro muerto, aunque aún no hemos encontrado el cadáver.

— ¿Por qué no le pasa de una vez el caso a la Marina? — quiso saber Claudia Lorenz.

— Ya he hecho algunas insinuaciones, pero un amable capitán de navio me ha dado a entender que en cuestión de delfines, están «pez». — Buscó una nueva boquilla plástica, pero se limitó a juguetear con ella sin llevársela a la boca—. Si se les «exige» oficialmente, intervendrán, pero tengo la impresión de que prefieren mantenerse al margen, ya que en realidad no tienen muy claro qué es lo que podrían hacer. — Rió sin ganas—. Insinuaron que su única baza sería recurrir al eminente profesor Lorenz.

— Me honra su confianza, pero aquí me gustaría verlos. — El científico hizo un desalentado gesto hacia los aparatos—. ¡No entiendo nada de todo esto!

— Una extraña mancha amarilla está contaminando las costas de Valencia, produciendo irritaciones en los bañistas y obligando a cerrar las playas — señaló Adrián Fonseca—. ¿Podría tener algo que ver?

— Es posible, aunque hasta ahora los delfines han sabido evitar las aguas contaminadas. Por eso cada día hay menos en el Mediterráneo.

— ¡Pues ya podrían largarse definitivamente! — masculló el inspector dejándose caer en una butaca—. ¿De dónde sacaron eso?

— De Cabrera.

— Aquellas aguas son muy limpias. ¡Y solitarias en esta época del año!

— Eso creíamos nosotros, pero escuche lo que grabamos antes de que hicieran su aparición los delfines. ¿Tiene idea de lo que puede ser?

Max Lorenz hizo retroceder la cinta poniéndola luego en marcha desde el principio, permitiendo que los ruidos metálicos que había percibido al sur de la isla de Cabrera llenaran por completo la estancia.

El inspector prestó atención, casi de inmediato asintió con la cabeza:

— Naturalmente — señaló—. Es Morse. S. Punto. O. Punto. S. Punto. — Abrió las manos con las palmas hacia arriba y añadió—: S.O.S. La llamada de auxilio internacional.

— ¡Mierda! — exclamó Claudia Lorenz poniéndose en pie de un salto—. ¡Qué estúpidos somos! ¡S.O.S! Por eso nos recordaba algo y no sabíamos qué. Alguien pedía ayuda.

— ¿Quién? — quiso saber su padre—. No había nadie por los alrededores, a no ser que estuviera al otro lado de Conejera o Isla Redonda y por eso se escuchaba tan débilmente.

— Habrá que ir a comprobarlo.

— Quizás alguien se estaba burlando de ustedes — insinuó el policía no demasiado convencido—. Hay mucho desaprensivo suelto por el mundo.

— Dudo que ningún desaprensivo se arriesgue a que lo metan en la cárcel por gastar ese tipo de bromas — le contradijo Claudia Lorenz al tiempo que tomaba el teléfono y marcaba un número—. Lo mejor será echar un vistazo.

Aguardó a que respondieran al otro lado, y al reconocer la voz, inquirió:

— ¿César…? Necesitamos tu barco. Tenemos que volver a Cabrera.

— De acuerdo — fue la inmediata respuesta—. Estaré en el muelle a las seis. — Hizo una corta pausa y añadió compungido—: Siento lo de esta mañana.

— ¿Lo de la «convención»? — rió ella—. No tuvo importancia, aunque imagino que ni el propio Nelson recibía tantas visitas. Fue como una visión erótica del camarote de los Marx.

— ¿Sí, hija? — inquirió su padre distraído.

— He dicho Marx, papá. No Max — puntualizó la muchacha—. Harpo, Groucho y Chico. ¡Los hermanos!

— No sé de qué diablos hablas, pero no creo que sea momento de andar con bromas. ¿Nos lleva a Cabrera o no?

— Nos lleva.

Tuvieron problemas con el abastecimiento de carburante, pero a media mañana habían hecho ya un pequeño recorrido alrededor de Cabrera y sus islotes sin divisar más que gaviotas, cernícalos y alguna que otra avutarda, anclando poco después en el estrecho canal que separa la isla grande de Conejera, aproximadamente en el mismo punto en el que habían fondeado tres días antes.

Lanzaron al agua nuevos micrófonos y aguardaron durante horas sin volver a percibir el metálico golpear ni gritos de delfines.

— Quienquiera que haya sido, se largó — señaló al fin César Brujas—. Y si no fuera por esos malditos delfines, me sumergiría ahora mismo. Por aquí suele haber unos corales preciosos.

— No creo que haya delfines cerca — sentenció Max Lorenz.

— Pero pueden llegar en cualquier momento, y la verdad es que después de lo que ha pasado no me apetece enfrentarme a ellos.

— Me pregunto qué ocurriría si se tratase de una epidemia — comentó Claudia—. Los delfines están en todos los mares y se aproximan a todas las costas. Acabarían con la pesca, el deporte, el turismo… ¡Significaría el caos!

— Confiemos en encontrar una vacuna antes de que la plaga se extienda — señaló su padre—. Sigo opinando que tiene que existir un agente externo, muy concreto, que es el que les ha producido esa alteración emocional, probablemente pasajera. Le he recomendado a Fonseca que ordene a todas las autoridades de la costa que me proporcionen muestras de agua, e informen sobre cualquier fenómeno anormal.

— ¿Qué clase de fenómeno?

— Desde la aparición de delfines muertos a una gran mancha de petróleo, cualquier cosa. Nos enfrentamos a…

Fue a añadir algo, pero su hija adelantando la mano pidió silencio, ya que a través del altavoz llegaba un rumor sordo que iba ganando intensidad segundo a segundo, y al que acompañaba una especie de chasquido intermitente.

— ¡Calla un momento! — pidió la muchacha—. ¿Qué es eso?

Max Lorenz y César Brujas prestaron atención, y al fin el primero señaló seguro de sí mismo:

— Los motores de un barco que llega por detrás de la isla grande.

— ¿Y el chasquido?

— El «sonar».

— ¡Pues menudo «sonar» se gasta! Debe tratarse de un barco de guerra.

Permanecieron a la expectativa hasta que bajo el alto acantilado del Cap Ventos hizo su aparición la elegante y afilada proa del Guaicaipuro, que apenas descubrió su presencia aceleró la marcha virando hacia el Norte al tiempo que silenciaba el chasquido del «sonar».

— ¿Por qué se marcha?

— No lo sé — replicó César Brujas inquieto—. Pero empiezo a creer que Miriam tenía razón: siempre está al acecho, como un buitre.

— Usa un «sonar» desproporcionado en un barco de recreo, y en cuanto hay alguien a su alrededor se aleja — admitió Max Lorenz—. Tal vez sería oportuno pedirle al inspector que investigara a ese venezolano más a fondo. No se comporta de un modo lógico en quien se supone que tan sólo pretende disfrutar de unas tranquilas vacaciones.


El inspector Adrián Fonseca aceptó de buena gana la insinuación, hizo varias llamadas telefónicas, y a la noche siguiente, cuando Laila Goutreau se retocaba el maquillaje en los lavabos del Casino, quedó muy sorprendida al observar a través del espejo cómo el policía penetraba tranquilamente en el «tocador de señoras» para apoyarse sonriente en el quicio de la puerta.

— Creo que se ha equivocado de baño — comentó sin alterarse.

Él se limitó a mostrarle la placa al tiempo que negaba con suavidad.

— ¡No! No me he equivocado. Inspector Fonseca, de la Brigada Criminal. ¿Puedo hacerle unas preguntas?

— ¿Aquí? — replicó la argelina divertida—. ¿Tan mal le van las cosas a la Policía española?

— Van mal, pero, pero no tanto — admitió el otro en parecido tono—. Éste es el único lugar en el que podía hablar tranquilamente con usted sin que su «amigo» se diera cuenta. ¿Lo conoce hace mucho?

— ¿A Rómulo? Poco menos de un mes.

— ¿Se lo presentó Marc Cotrell?

— ¿Qué sabe usted sobre Marc Cotrell?

— Lo que saben casi todos los policías del mundo. — Hizo una pausa en la que se diría que se limitaba a admirar la portentosa belleza de la mujer que tenía a menos de dos metros de distancia, lo que le producía una innegable inquietud—. También sé muchas cosas sobre usted — añadió al fin—. Aunque debo admitir que aunque creí que exageraban se quedaron cortos. Es realmente impresionante. — Sacudió la cabeza como alejando un mal pensamiento—. ¡Disculpe! — rogó—. No he venido a cortejarla, ni estoy interesado en sus relaciones con Rómulo Cardenal. Tan sólo quiero que me informe sobre sus actividades.

— ¿Por qué tendría que hacerlo? — fue la desabrida respuesta.

— Porque a Marc Cotrell no le gusta que sus «chicas» le busquen problemas, y a mí no me gusta buscarlos si no resulta absolutamente imprescindible… ¿Entiende el lenguaje?

— Es siempre el mismo. — El tono de la muchacha se hizo cínico—. ¿Incluye algún «servicio» especial fuera de cuota?

— ¡En absoluto! Incluye tan sólo una amistosa colaboración con la Justicia para que todo vaya por buen camino. ¿A qué se dedica su amigo Rómulo Cardenal?

— A tirar el dinero en la ruleta.

— Eso ya lo sabemos. ¿Qué más?

— ¡Está bien! — se resignó la muchacha—. Además de derrochar dinero como un loco, Rómulo pierde su tiempo en buscar un viejo galeón hundido a finales del siglo XVI.

— ¡No joda!

— Si no jodo, no como — replicó ella con naturalidad—. El muy iluso se pasa el día rastreando el fondo de las islas con un «sonar» inmenso y haciendo marcas en un mapa. — Se encogió de hombros como dando a entender que no podía hacer nada por evitarlo—. Es bueno, cariñoso y espléndido, pero está algo «tocado» de la mollera, aunque cada cual se gasta el dinero en lo que más le apetece, ¿no cree?

— Desde luego — admitió el policía que no podía evitar sentirse incómodo, tanto por lo que acababa de averiguar, como por la presencia de una mujer que a todas luces le había producido un profundo impacto—. ¿Quién lo iba a imaginar?

— ¿Satisfecha su curiosidad?

— Esa explicación lo aclara todo.

— En ese caso le ruego que me permita terminar de arreglarme, o Rómulo creerá que me he caído en la taza del retrete.

— De acuerdo. Pero por favor: ni una palabra de esto. No nos gusta que los turistas crean que aún viven bajo un régimen policial.

Laila, que se había girado de nuevo hacia el espejo, le guiñó un ojo y se pasó el dedo por los labios como dando a entender que estaban sellados para siempre.

Adrián Fonseca dirigió una última mirada de admiración a aquel soberbio trasero y aquellas largas piernas que parecían dos columnas perfectamente torneadas, y lanzando un hondo resoplido de angustia abandonó la estancia secándose el incontenible sudor frío que le corría por la frente.





La agresiva piscina sobresalía corno una concha, a más de cien metros de altura sobre el lujuriante bosque tropical que cubría las faldas del «morro», dominando Tijuca y la bahía de Guanabara, con el Cristo del Corcovado a la izquierda y los altos edificios desdibujados por el humo y la polución muy a lo lejos.

Sumergirse en las transparentes aguas sabiendo que debajo no existía más que un cristal y un abismo, requería un valor muy contrastado y una gran confianza en el arquitecto que había diseñado y construido semejante prodigio de ingeniería, por lo que a Paulo Duncan no solía sorprenderle que la mayoría de sus invitados se negasen a darse un refrescante baño en su piscina ni aun durante los más sofocantes días de finales de enero.

Pero pocos espectáculos podían compararse, en este mundo, al hecho de contemplar en una noche de carnaval a cinco o seis fabulosas mulatas nadando desnudas en la piscina iluminada, como si se encontraran suspendidas en mitad de las tinieblas, y no había una sola persona en Río de Janeiro que no soñase con la posibilidad de que al menos una vez en su vida Paulo Duncan le invitase a una de sus inimitables fiestas.

Aunque aquel día y en aquel preciso instante, con los últimos coletazos de una resaca de tres noches de alcohol y sexo aún correteándole por las venas, Paulo Duncan lo único que deseaba era continuar a la sombra de su flamboyán predilecto, dejando pasar las horas con la mente absolutamente en blanco.

Permaneció así, muy quieto y como muerto, hasta que un diminuto teléfono inalámbrico le sacó de su ensueño para anunciar tímidamente:

— Dos caballeros desean verle.

— He dicho que no estoy para nadie.

— Son de la Policía.

El corazón de Paulo Duncan dio un vuelco y por unos instantes tuvo la impresión de que la piscina se resquebrajaba y toneladas de agua le caían encima desde la cima del acantilado. A punto estuvo de negar su presencia o pedirles que volvieran cuando hubiese tenido tiempo de hacer venir a su abogado, pero tras reflexionar fríamente llegó a la conclusión de que lo mejor sería aparentar que no tenía nada que temer, por lo que, procurando que su voz sonara lo más tranquila posible, replicó secamente:

— ¡Está bien! Hágales pasar.

Chasqueó los dedos para llamar la atención de la diminuta rubia que dormitaba en una hamaca vecina, y cuando ésta abrió los ojos y le lanzó una inquisitiva mirada, le hizo un inequívoco gesto para que se marchara.

La rubita, una adolescente con aire de viciosa que alguien había traído no sabía de dónde pero que había demostrado ser dueña de la boca más ávida y experta del continente, se puso en pie con desgana, para alejarse hacia la enorme mansión sin preocuparse por cubrir su total desnudez, pero limitándose a sacarle la lengua con descaro a los dos hombres que se cruzaron con ella en el sendero.

Paulo Duncan ni siquiera se irguió o extendió la mano al recibirles, limitándose a indicar con un ademán de la cabeza la hamaca que la descarada chiquilla había dejado libre.

— ¡Buenos días! — masculló de mala gana—. ¿En qué puedo servirles?

Uno de ellos, un negro casi esquelético que vestía un traje «milrayas» del que le sobraban ochocientas, se limitó a volver levemente la solapa de su chaqueta y musitar:

— Comisario Simoes. El señor es el comisario Barrantes, de Bogotá. ¿Le importaría responder a unas preguntas?

— ¿Qué es lo que desean saber?

— ¿Estuvo usted en Colombia hace dos meses?

— ¿Acaso es un delito?

El negro, que había tomado asiento en el lugar indicado mientras su compañero prefería mantenerse en pie, pareció hacer un gran esfuerzo para no dar muestras de irritación o impaciencia, y por último, con sorprendente calma, señaló:

— Le advierto, señor Duncan, que éste es un asunto muy serio. — Abrió un chicle y se lo echó a la boca—. Si quiere, puede llamar a su abogado, aunque, en mi opinión, cuanto menos trascienda lo que aquí se trate, mejor para todos.

— ¿Por qué?

— Porque al ser una visita «extraoficial» lo que ahora admita no podremos utilizarlo en su contra, y lo que en verdad nos interesa es llegar a algún tipo de acuerdo… ¿Entiende lo que pretendo decirle?

— Más o menos.

— En ese caso comportémonos como gente civilizada. ¿Estuvo o no estuvo en Colombia?

— Estuve.

El hombre que se mantenía en pie, el llamado Barrantes, sacó del bolsillo interior de la chaqueta una fotografía y se la tendió.

— ¿Hizo usted este trabajo?

— Lo dice.

— Lo suponíamos. Es tan perfecto que estuvo a punto de engañarnos, ¿Cuánto le pagaron?

— Un millón de dólares.

El otro dejó escapar un sonoro silbido de admiración.

— ¡Bonita suma! Aunque no cabe duda de que se la ganó. — Hizo una corta pausa y añadió con intención—: ¿Le pagaron lo mismo por el otro?

— ¿Qué otro?

— ¡Vamos, doctor! No se haga el tonto — fue la irónica respuesta—. Usted le puso ésta cara a alguien, no sabemos quién ni nos importa, porque ya está muerto y enterrado. — Se rascó la nariz repetidas veces con extraña fruición—. Pero esta cara pertenecía a Pablo Roldan Santana, y conociéndole, imagino que no permitiría que nadie fuese por el mundo con su cara, a no ser que él ya tuviera otra. ¿Me equivoco?

— Usted se lo dice todo.

— Pero sé de lo que hablo. ¿También le operó a él?

— Nunca podrían probarlo.

— No estamos interesados en probar nada, doctor. — Ahora era el negro brasileño el que había tomado la palabra—. Usted es el mejor cirujano plástico del mundo, con infinidad de amigos influyentes. Nadie pretende perjudicarle. — Se puso en pie y paseó de un lado a otro, para ir a apoyarse en el flamboyán—. Quien en verdad nos interesa es Roldan Santana, puesto que mientras continúe en libertad — y ahora con otra cara— no habrá forma humana de acabar con el narcotráfico.

— Lo supongo. — Duncan se agitó incómodo en su asiento, e inquirió con un leve tono de ofensa en la voz—: Lo que no entiendo es cómo pudieron descubrir que el otro no era él. Hice un trabajo impecable.

— Nadie lo duda — señaló Barrantes—. Pero el error no fue suyo. Alguien le mató y me avisó imaginando que intervendría rápidamente. Pero la cosa era tan grave que pasó a manos del Ejército, que se tomó un tiempo para preparar la operación.

— Y cuando llegaron ya hedía.

— Por lo menos aparecía sospechosamente rígido — fue la aclaración—. Luego caímos en la cuenta de que tiempo atrás, en el asalto al Palacio de Justicia, alguien se había preocupado de incendiar los archivos con todos los datos sobre narcotraficantes, y atamos cabos.

— ¿Y cómo es que pensaron en mí?

— Porque es el mejor, y Pablo Roldan siempre exige lo mejor… — Sonrió con intención—. Y porque es el único de entre los realmente buenos que estuvo ilocalizable hace dos meses.

— ¡Enhorabuena! También ustedes saben su oficio.

— Hacemos lo que podemos. Pero dígame: ¿no le asustó trabajar para gente que no duda en asesinar a miles de personas.

— Tomé mis precauciones.

— ¿Qué clase de precauciones?

— Creo que no resultaría en absoluto «precavido» descubrírselo.

— Desde luego. Pero permítame que le aclare una cosa: la única salida lógica, tanto para usted como para nosotros, es que un canalla que «oficialmente» ya está muerto desaparezca de un modo definitivo. Todo se hará de una forma «pulcra» y sin problemas — añadió—. Ya que nadie tendrá nunca conocimiento de que nos proporcionó los datos que necesitamos…

El comisario Barrantes demostraba ser un hombre inteligente y práctico, pero pese a su astucia y eficacia, lo que ni él mismo, ni el comisario Simoes, ni mucho menos el propio Paulo Duncan podían imaginar, era que apenas una hora más tarde un teléfono sonaría en un lujoso despacho de Bogotá.

— ¿Estás segura? — inquirió una elegante secretaria tras escuchar con atención.

— Completamente — replicó una voz casi infantil al otro lado—. Era Barrantes, lo conozco de sobras.

— ¡Buena chica! Mantenme informada.

Colgó, marcó un número, y cuando reconoció la voz de Guzmán Bocanegra al otro lado, señaló escuetamente:

Загрузка...