— Barrantes ha ido a ver a Paulo Duncan.

Guzmán Bocanegra ni parpadeó siquiera, como si hubiera previsto de antemano que algo así podía suceder, y tras dar amablemente las gracias y colgar el auricular, permaneció un largo rato observando fijamente la pared de enfrente, analizando los pros y los contras de las decisiones que se vería obligado a tomar.

Media hora más tarde penetraba en una amplia sala en la que seis chicuelos de entre diecisiete y veinte años se entretenían jugando al billar, al ping-pong o maquinitas electrónicas, en un ambiente alegre, divertido y relajado, que cambió, electrizándose, en el momento mismo en que cruzó el umbral de la puerta.

— ¡Buenos días, muchachos! — saludó con fingido afecto—. ¿Cómo van las cosas?

Como respuesta no obtuvo más que una serie de murmullos que pretendían ser saludos, pese a lo cual los chiquillos abandonaron inmediatamente sus actividades para acudir a agruparse en torno a él como disciplinados granaderos.

Los observó uno por uno, aunque podría creerse que no tenía el más mínimo interés en retener un sólo detalle de sus rasgos, y por último, con un tono de voz tan impersonal que obligaba a pensar que estaba hablándole a las paredes, señaló:

— Iré directamente al grano, puesto que jamás me ha gustado andarme con rodeos — comenzó—. Se presenta una situación difícil; «extrema» más bien, y supongo que ya sabéis lo que esa palabra significa.

— Lo sabemos — respondieron dos de los presentes casi al unísono—. No tiene que preocuparse por nosotros.

— En ese caso, no hay más que decir. Habéis disfrutado de mujeres, coca, alcohol y todo lo que siempre habíais soñado. — Carraspeó levemente—. Eso cuesta caro, por lo que ha llegado el momento de pagar. ¿De acuerdo?

— De acuerdo.

— ¿Alguna objeción?

— Ninguna.

— ¡Magnífico! Seguiremos las reglas de siempre. ¡Elegir bola!

Cada uno de los muchachos tomó una de las bolas de la mesa de billar americano, se colocó en un extremo, y la lanzó con la mano procurando que rebotara en la banda contraria y se aproximara lo más posible a aquella en la que se encontraba.

Debían haberlo hecho cientos, o quizá miles de veces, puesto que demostraban una concentración y una delicadeza en verdad asombrosas, hasta el punto de que Guzmán Bocanegra tuvo que inclinarse por un costado de la mesa, cerrar un ojo y estudiar con especial concentración la posición de las bolas para decidir cuál de ellas se encontraba más separada por cuestión de milímetros.

— ¡La número tres! — señaló con la seriedad de un arbitro consciente de su responsabilidad.

— Es la mía — se apresuró a puntualizar un chicuelo que, pese a haber superado la mayoría de edad, no aparentaba más de quince años.

— ¿Crees que la decisión es justa?

El otro se limitó a encogerse de hombros con gesto fatalista al tiempo que comentaba:

— Alguna vez tenía que ser.





— ¡Ahí está!

— ¿Seguro?

El capitán se despojó de la inmaculada gorra para limpiarse cuidadosamente el sudor que había quedado depositado en la marca que le dejaba en la frente.

— Seguros estaremos cuando lo veamos — dijo—. Pero o mucho me equivoco, o es él.

Se encontraban fondeados al norte de Conejera, a poco más de media milla del islote de Na Pobra, y el mar parecía haberse solidificado, sin una gota de viento, ni una ola, ni un sonido, como si en lugar de encontrarse en mitad de un paisaje vivo y real, hubiesen sido dibujados en mitad de una fotografía.

Hacía bochorno; un calor pegajoso, más propio de finales de julio o primeros de agosto, y el sol rebotaba contra el agua molestando a los ojos y extrayendo hirientes destellos a los bronces del barco.

Rómulo Cardenal meditó largamente, como si estuviese preguntándose qué posibilidades existían de que el navio que con tanto afán andaba buscando se encontrase en el fondo de aquel estrecho canal de aguas muy limpias, y por último se volvió al impasible oficial que permanecía junto a la «sonda», y que era la tercera persona que ocupaba el puente de mando del fastuoso yate.

— ¿Usted qué opina?

— Que puede ser él, aunque está más profundo de lo que habíamos imaginado. — Hizo una significativa pausa—. Y a más de cincuenta millas de donde sospechábamos.

— ¿Cómo puede haber llegado hasta aquí?

No obtuvo respuesta, como si ambos marinos se hubiesen hecho ya idéntica pregunta con idéntico resultado, por lo que el venezolano levantó el teléfono interior, marcó un número y ordenó secamente:

— Suba al puente de mando, por favor. — Se volvió de nuevo al capitán—. No me gusta el sitio — señaló—. En dos semanas esto se llenará de pequeñas embarcaciones de veraneantes.

— Lo primero será comprobar que no nos equivocamos.

— Ponga vigías. Que se cercioren de que no hay nadie por los alrededores, y mantenga el radar rastreando en todo momento. — Rómulo Cardenal se dirigió luego al hercúleo hombretón de cuello de toro y prominente mandíbula que acababa de hacer su entrada en el puente—. Es posible que lo tengamos justo bajo nosotros — dijo—. A unos sesenta metros.

— Bajaré a echar un vistazo.

— ¿No le importa ir solo?

— ¿Por qué habría de importarme? — quiso saber el otro desconcertado.

— Por todas esas historias sobre delfines.

— ¿Delfines? — se asombró—. ¡Chorradas! En cinco minutos estoy listo.

Lo estuvo, en efecto, y en el momento de lanzarse al agua toda la tripulación, Laila Goutreau incluida, permanecía a la expectativa observando cómo su enorme corpachón enfundado en un negro traje desaparecía bajo las tranquilas aguas, mientras desde la cubierta superior tres marineros provistos de prismáticos oteaban a la búsqueda de cualquier señal de vida por los alrededores.

El Guaicaipuro se mantenía inmóvil, como plantado en un campo de plata, y tan sólo una rosada medusa que se desplazaba con armoniosas oscilaciones cerca del casco permitía recordar que flotaba sobre las aguas.

Pasaron los minutos.

Las burbujas se perdieron de vista.

Casi una hora.

La expectación se convirtió en nerviosismo.

Un pequeño grupo de delfines surgió a menos de doscientos metros de la proa para alejarse rumbo al Oeste, y la argelina ascendió por la escalerilla para indicárselos a Rómulo Cardenal.

— ¡Mira! — exclamó excitada—. ¡Delfines!

— Ya los veo. ¿Y qué?

— Que ese hombre lleva una hora sin dar señales de vida y hay delfines cerca. — Le colocó la mano en el antebrazo—. Recuerda lo que dijo aquel muchacho.

— Tranquila. — Fue la seca respuesta—. Medina es un profesional y sabe lo que hace.

— ¿Y si no sale?

— ¡Saldrá!

Pero por mucho que pretendiese fingir confianza, estaba claro que Rómulo Cardenal no las tenía todas consigo, por lo que alzó el rostro hacia los marineros de los prismáticos e inquirió:

— ¿Pueden ver las burbujas?

— No, señor.

Al poco, el oficial que permanecía junto a la «sonda», llamó desde dentro.

— Lo he localizado. Se ha quedado en el fondo, inmóvil como una piedra.

— ¡Pobre hombre! — sollozó la argelina conmovida—. ¡Qué muerte tan horrenda!

El venezolano se volvió al capitán.

— ¿Cuánto aire puede quedarle? — quiso saber.

— No estoy seguro. Unos minutos, supongo.

Aguardaron sin embargo otra hora, y cuando no les cupo duda de que el Hércules de acusada barbilla no regresaría con vida a la superficie, Rómulo Cardenal apretó furioso los dientes, y ordenó:

— Marquen el punto exacto y volvamos a puerto. — Su tono era de acusada firmeza—. ¡Y ni una palabra de esto!

— ¿Cómo que ni una palabra? — se asombró Laila—. ¿Es que no piensas dar parte a las autoridades?

— ¡En absoluto! Si confesamos dónde está Medina descubrirán el galeón. — Le pellizcó las mejillas como a una chiquilla traviesa a la que hubiera quitado un caramelo—. ¡No te preocupes! — añadió—. Traeré gente para rescatar el cadáver, y equipos de seguridad para bajar sin riesgo. — Lanzó un reniego—. ¡Compréndelo! — pidió—. Si no mantengo el secreto perderé los derechos sobre el oro.

— ¡Estás loco! — se lamentó ella con acritud—. ¡Completamente loco! ¿A quién se le ocurre ocultar una muerte, arriesgándose a ir a la cárcel por culpa de un viejo barco que tal vez ni siquiera exista o esté vacío?

— ¡Existe! Y no está vacío.

— ¿Cómo lo sabes?

— Lo sé y basta — puntualizó el venezolano—. Y no voy a dar por perdidos tanto tiempo y dinero por culpa de un accidente. Medina sabía a lo que se arriesgaba. — Le acarició ahora la barbilla y la besó dulcemente—. Quédate mañana en tierra y no te mezcles en esto. Sacar el cadáver no resultará agradable, pero luego, cuando esté en condiciones de probar que he encontrado el Santo Tomás, lo denunciaré ante las autoridades y ya nadie podrá discutir mi derecho sobre su cargamento. — El tono de su voz se hizo casi suplicante—. ¡Es cuestión de un día! — concluyó—. ¡Dos a lo sumo!

Laila Goutreau pareció librar una dura batalla consigo misma. La tragedia de la que acababa de ser testigo la había desquiciado, puesto que era necesario tener un corazón de piedra para permanecer impasible cuando un hombre sano y fuerte se introducía en el agua para no volver nunca, pero se esforzaba por entender las razones de quien había invertido una fortuna en un sueño maravilloso y corría el riesgo de que se lo arrebataran cuando lo rozaba con la punta de los dedos.

No entendía mucho de leyes, y menos aún de leyes marinas y derechos sobre las riquezas que pudiera contener un barco hundido, ya que en cierto modo aquella historia del galeón y sus barras de oro se le antojaba una fantasía de cuentos infantiles, pero como al fin y al cabo la contrataron para hacer más agradable la vida a un aburrido millonario a bordo de un yate de lujo, nunca se había tomado demasiado en serio todo aquel asunto. Ahora, sin embargo, aquella «pendejada» — para utilizar una expresión muy propia de Rómulo Cardenal— llevaba camino de convertirse en un maldito embrollo sin sentido, y del que al parecer tenían la culpa unos simpáticos bichos que hasta unos días antes tan sólo merecían la consideración de payasos de circo.

¿Qué pintaba ella en todo eso?

¿Por qué razón tenía que correr el riesgo de que las autoridades de un país extranjero, que al parecer la tenían fichada como «furcia de lujo», pudieran encontrar una disculpa para encerrarla?

Laila Goutreau sabía bien lo que era una cárcel y temblaba tan sólo de recordarlo.

Tres años antes, un supuesto diplomático holandés la había «contratado» para un fastuoso viaje de placer, pero en realidad la utilizó como tapadera en un feo asunto de tráfico de divisas. Al cabo de dos meses Marc Cotrell consiguió que las cosas se aclarasen, pero aquélla constituyó una de las más amargas experiencias en la vida de la argelina, que tuvo que mostrarse particularmente «afectuosa» con los funcionarios italianos que se ocuparon de acelerar los trámites de su caso.

— Preferiría volver a París — musitó al fin.

— Si tú no estás, ya nada será lo mismo — replicó Rómulo Cardenal acariciándole amorosamente el cabello—. Ni siquiera encontrar ese oro habrá valido la pena. — Su tono sonaba absolutamente sincero—. ¡Te necesito! — añadió—. Te necesito como te juro que no he necesitado a ninguna mujer en mi vida.

— ¡Pero tengo miedo — gimió ella— y me da tanta pena ese hombre!

— Ya nada se puede hacer por él — le hizo notar—. Contárselo a la Policía no le devolverá la vida, y no nos traería más que problemas. ¡Confía en mí — añadió—. Quédate mañana en Palma, vete de compras, a la peluquería o al cine, y cuando vuelvas al barco ya todo se habrá solucionado.

— ¿Y si no es así?

— Te pagaré el doble de lo convenido y podrás irte.

— No es cuestión de dinero.

— Lo sé — admitió—. Pero es lo único que tengo.

— ¡Es una lástima!

Aceptó el trato, y a la mañana siguiente, cuando el Guaicaipuro regresó al mar, se fue de tiendas, aunque no se sentía con ánimos para fijarse en la belleza de los vestidos ni de la elegancia de los zapatos.

El mediodía le sorprendió sentada en una terraza del Paseo Marítimo hojeando distraídamente un periódico de su país, pero lo que en verdad más le sorprendió fue alzar la vista para enfrentarse a la desaliñada presencia de Adrián Fonseca, que la observaba sonriente.

— ¡Buenos días, señorita Goutreau! — fue su alegre saludo—. ¡Qué feliz coincidencia!

— ¿Coincidencia? — replicó con ironía—. ¡Vamos, inspector! Las mujeres como yo sabemos que estas «coincidencias» suelen estar cuidadosamente preparadas.

— ¿Y no le enorgullece?

— No, cuando se trata de la Policía.

— Lo comprendo. — Fonseca señaló una silla frente a ella—. ¿Puedo…? — quiso saber.

— Será mejor que le diga que sí, o corro el riesgo de «meterme en problemas» — replicó mordaz—. ¿No tiene nada mejor que hacer que seguirme?

— ¡Ojalá! — Rió él de buen humor—. Seguirla sería el trabajo más agradable que jamás me hubieran encomendado. — Alzó el brazo para llamar la atención del camarero—. ¡Una cerveza sin alcohol! — pidió.

Laila aguardó a que tomara asiento, le estudió de arriba abajo con inquietante detenimiento, y por último comentó burlona:

— Fuma cigarrillos de plástico, bebe cerveza sin alcohol, se «viste» con los desechos de alguna asociación benéfica, y juraría que se corta el pelo con una segadora… Su mujer debe sentirse orgullosa del hombre que tiene al lado — concluyó.

— Soy viudo.

La argelina cambió inmediatamente el tono.

— Lo siento — dijo—. ¡Como lleva alianza…!

— Que muriera no significa que deje de considerarla mi esposa, pero no creo que ahora le importe mi aspecto.

— ¿Y a usted no le importa?

— Me baño y me afeito cada mañana.

— ¿Cuánto hace que murió su esposa?

— Tres años.

— ¿Y no cree que va siendo hora de que alguna mujer se fije en que es usted un hombre de mediana edad medianamente atractivo?

— ¡Qué tonterías dice! Tengo más de cincuenta años, y un espejo.

— ¡Pues no lo parece! Ni que tenga cincuenta años, ni, mucho menos, que tenga espejo.

— ¡Dejemos eso! — pidió Fonseca, y tras hacer una pausa esperando a que el camarero dejara la cerveza y se alejara de nuevo, añadió señalando el periódico que había quedado sobre la mesa—: Nunca entenderé cómo alguien puede comprender esos signos árabes.

— Es mi lengua materna. Como supongo que sabrá, nací en Argel.

— Sí, lo sé. Y también sé que habla y escribe correctamente cinco idiomas. — La miró a los ojos y quedó como un conejo deslumbrado por los faros de un coche—. ¿Cómo es que una mujer tan inteligente no ha encontrado un trabajo más acorde a sus méritos? — inquirió por último.

— Hablar cinco idiomas no significa necesariamente ser inteligente — fue la sencilla respuesta carente de presunción—. Y si lo soy, quizá por eso mismo escogí un trabajo cómodo, tranquilo y bien pagado.

— ¿Durante cuánto tiempo?

— Soy puta, no adivina. — Rió ella de mala gana—. Y serán los hombres los que se encarguen de hacerme comprender que ha llegado el momento de buscarme otro empleo. — Le guiñó un ojo—. Aunque por la forma en que me mira, sospecho que aún es pronto para preocuparme.

— Es usted una mujer sorprendente — admitió él—. Sabe que es la criatura más hermosa que jamás ha existido, y sin embargo no parece darle importancia.

— ¡Pero bueno, inspector…! — le recriminó la argelina como a un niño—. ¡Cualquiera diría que está usted tratando de embaucarme! Yo sé bien lo que valgo; lo sé mejor que nadie, puesto que soy la «Número Uno» del principal proxeneta de Francia, y eso tiene una cotización en la bolsa de valores, casi como las acciones de un Banco. Lo sé, lo cobro, y basta. — Hizo una corta pausa y añadió con intención—: Y ahora lo que me gustaría saber es por qué diablos me vigila.

— No la vigilo a usted, vigilo el barco, y me sorprendió que decidiera quedarse en tierra.

— Quería ir de compras.

— En casi cuatro horas no ha comprado nada. Y si una mujer joven, guapa y con dinero en el bolso no compra nada en cuatro horas, es porque algo le preocupa.

— Tal vez empiece a temer que estoy embarazada.

— Se hubiera hecho un análisis, o hubiera pedido un test en la farmacia. Lo único que se llevó fueron «Tampax», y dudo que sean para el cocinero.

— ¡Muy agudo! — admitió ella divertida—. Pero dígame, ¿a qué viene tanta preocupación por ese barco?

Adrián Fonseca tardó en responder, pero tras observarla con toda la atención del mundo y llegar a la conclusión de que podría confiar en ella, comentó con cierto desánimo:

— A que hay cinco muertes a las que no puedo dar explicación, y mis únicas pistas son unos malditos delfines y ese barco.

— Me recuerda la historia del tipo que va por la autopista a sesenta por hora y le pasa como un rayo otro que va a doscientos. Al poco un policía le multa por exceso de velocidad, y cuando le pregunta por qué le detiene a él, y no al que va volando, el policía le responde que porque al otro no hay forma de alcanzarle. Usted, como no puede atrapar a los delfines, trata de multar al barco.

— ¡De alguna manera tengo que justificar el sueldo! — fue la humorística respuesta—. ¿Ha visto delfines últimamente?

— Algunos.

— ¿Y…?

— Nada.

Algo debió notar el policía, pues fue como si una llamada de atención resonara en su interior obligándole a cambiar de tono.

— ¿Está segura?

— Ni me insultaron, ni intentaron violarme. — Replicó ella con un tono jocoso que sonaba falso—. Lo cierto es que desde que circulan tantas historias no he vuelto a meterme en el mar y ellos no subieron a bordo.

— No sé por qué tengo la impresión de que no me dice todo lo que sabe.

— ¡Escuche, inspector! — replicó ella impaciente—. Usted me cae bien. Es pobre, desastrado, impertinente y además policía… ¡Todo lo que siempre he odiado! pero aun así me cae bien. — Se inclinó hacia delante, con lo cual le colocó ante los ojos el fastuoso escote, lo que tuvo la virtud de que al infeliz Adrián Fonseca estuviera a punto de darle un vahído al observar aquel par de pezones inigualables—. Por lo tanto voy a darle un buen consejo — añadió—. Deje este asunto en manos de la Marina, los científicos o quien quiera que sea que entienda de delfines, o este verano tendrá graves problemas con el turismo.

— Ni la Marina, ni los científicos, ni nadie en este cochino mundo, tiene puñetera idea de cómo meterle mano al problema — fue la agria respuesta—. Y yo tengo que cumplir con mi trabajo.

— Pues en ese caso cúmplalo y olvídese de Rómulo. No es más que un pobre niño rico y caprichoso capaz de hacer muchas cosas por ese maldito galeón, pero, en el fondo, no tiene mala intención. Si acaso, mala suerte.

— ¿A qué se refiere? — fue la inmediata pregunta—. ¿En qué ha tenido mala suerte?

— En nada concreto… — Resultaba evidente que la argelina se encontraba nerviosa y casi violenta—. Bueno, sí; en la ruleta. Ésta semana lleva perdidos más de un millón de dólares.

— Eso es mucho dinero incluso para un millonario venezolano que no tiene pozos de petróleo sino vacas. — Hizo una corta pausa—. Esta mañana han subido a bordo tres buceadores franceses con un equipo muy sofisticado. ¿Significa eso que ha encontrado el galeón?

— Lo ignoro.

— ¿Realmente lo ignora? Ellos suben a bordo y precisamente el mismo día usted decide quedarse en tierra a leer el periódico. — Ahora fue Fonseca el que se inclinó hacia delante—. ¿Por qué?

— Escuche, inspector. — Señaló Laila Goutreau queriendo dar por concluida la charla—. Lo primero que se aprende en mi oficio, es a no meter las narices en los asuntos de los clientes. Ver, oír, callar y abrir las piernas. ¡Ésas son las reglas! — Se recostó hacia atrás refugiándose en el periódico—. Y ahora déjeme en paz o llamo a un guardia.

Adrián Fonseca se puso en pie con aire de desaliento. Por unos instantes estuvo a punto de dar media vuelta, pero súbitamente pareció vencer su timidez para lanzarse al agua de cabeza.

— ¡Permítame que la invite a comer! — pidió.

— ¿Para que me dé el «coñazo» hablando de delfines? ¡Ni muerta!

— ¿Y si le prometo no tocar el tema? Ni delfines, ni Rómulo Cardenal, ni el barco, ni nada de todo eso…

— ¿De qué hablaremos entonces?

— De sus ojos.

— Será un almuerzo rápido.

— Podría durar cien años.





El inmenso aparato rodó por la pista con un tenebroso rugir de motores, alzó el vuelo y se sumergió en la noche trazando un semicírculo y virando hacia el Norte.

En su interior, sentado junto a una ventanilla, Ramiro Castreje observó cómo las luces de la ciudad cruzaban velozmente bajo sus pies, cada vez más lejanas, y cuando las tinieblas se adueñaron por completo del paisaje, clavó la vista en el respaldo del asiento delantero permitiendo que el tiempo pasara, más vacío de contenido que nunca, consciente de que nada podía hacer por detenerlo o conseguir que corriera más aprisa.

Una deslavazada azafata de aspecto fatigado le ofreció los periódicos del día, y una vez más Ramiro Castreje lamentó no haber aprendido a leer, pues había llegado a la conclusión de que colocarse uno de aquellos enormes papeles delante constituía un método ideal para lograr que las horas transcurrieran velozmente.

La vida le había enseñado que el mundo se dividía entre quienes eran capaces de leer un periódico, y quienes no sabían hacerlo, y entre quienes ponían su nombre al pie de un documento y quienes no lograban ni siquiera mantener un lápiz entre los dedos.

¡Tal vez todo hubiera sido muy distinto si hubiera puesto más empeño en conseguirlo!

Tal vez, si en aquella ocasión en que le ofrecieron asistir a una escuela pública alguien se hubiese molestado en demostrarle las múltiples ventajas que ello podría acarrearle en un futuro, hubiera decidido aceptar la propuesta.

Pero jamás hubo una sola persona en este mundo al que interesara en lo más mínimo que Ramiro Castreje pudiera disfrutar o no de un futuro más cómodo.

Quizá lo hubo en un principio — muy al principio— y recordaba vagamente que existió un tiempo en que disponía de un techo, un jergón donde dormir, y una mujer — posiblemente su madre— que solía traerle de comer y alguna ropa.

Luego, una noche, la mujer ya no se presentó, alguien, no recordaba quién, tomó posesión del cuartucho, le quitaron su cama, y le ordenaron sin miramiento alguno que abandonara una estancia en la que tenían cosas que hacer de las que un mocoso no debería ser testigo.

Mocos era lo único que Ramiro Castreje poseía en abundancia en aquel tiempo. Mocos, hambre, miedo y un frío insoportable que iba subiendo muy despacio desde unos pies descalzos que no conseguían evitar los infinitos charcos de la calle.

Descendió de la mísera colina de chabolas de cartón y latas para adentrarse en un destartalado barrio de cemento y basuras, tropezó con hombres y mujeres que corrían apresurados bajo la lluvia, a punto estuvo de que un enorme camión cisterna le atropellara, y se acurrucó por último en el quicio de un portal con la vana esperanza de que la llegada del nuevo día acallara su angustia.

Pero días y años siguieron siendo iguales.

Frío y hambre se convirtieron en los únicos dueños de un destino tan sólo compartido por docenas de otros niños igualmente abandonados, que como animalitos gregarios se buscaban, ansiando calor y compañía hasta llegar a un punto en que formaron un mundo aparte que nada tenía en común con el adulto.

Éstos se convirtieron pronto en «El Enemigo».

Adultos eran siempre los que los expulsaban de las estancias calientes; adultos los que les impedían apoderarse de alimentos; adultos los que les pegaban incluso por capricho, y adultos los que violaron a Serafín y a Rufa la única vez en que les ofrecieron algo.

Les limpiaban los cristales del auto y arrancaban sin pagar; les cargaban las maletas rompiéndose el joven espinazo en el intento, y les ofrecían la mitad que a un hombretón; les abrían amablemente las puertas, y ni siquiera les miraban.

El adulto vivía allá arriba, y el mocoso al ras del suelo, pero no parecía que fuese tan sólo un metro escaso lo que les separaba, sino más bien un edificio de cuarenta pisos mayor que el Tequendama.

Y fue allí, en los jardines al pie del Tequendama, cuando decidieron unir sus fuerzas contra el enemigo común, porque acababan de descubrir que así como los pequeños se mostraban casi siempre solidarios, compartiendo sus alegrías y desgracias, los adultos parecían vivir solos.

Diez o doce niños formaban una fuerza terrorífica para hombres y mujeres que no sabían cómo reaccionar cuando les caían encima como una manada de lobos, y Ramiro Castreje descubrió muy pronto que bastaba con acosar a un transeúnte para que el resto se escabullera abandonándolo a su suerte, con lo que el elegido optaba por vaciar de inmediato sus bolsillos suplicando, con lágrimas en los ojos, que no le hicieran daño.

Aquello era mejor que pasar hambre.

Más gratificante, más lógico, y también más divertido.

Si los habían traído al mundo para olvidarlos luego como objetos inservibles, se le antojó más justo exigir que se les permitiese al menos comer y no morirse de frío, que mendigar unas migajas que jamás recibían.

Ni Ramiro, ni Serafín, ni Rufa, ni Carmelo, ni aun la catira Catalina Cuatrobocas, que ya a los diez años se ganaba unos pesos chupándosela a los taxistas, tenían la culpa de que hombres y mujeres no pareciesen pensar más que en revolcarse juntos sin tomar precauciones, para dejar luego en la calle a tanto niño indefenso que la mayor parte de las veces no conseguía superar los quince años de angustias y miserias.

Ramiro Castreje nunca aprendió a leer, pero una vez oyó en la radio que siete de cada diez criaturas nacidas en su país carecían de padres reconocidos, y de que de esos siete por lo menos tres vivían en las calles.

¿Por qué se lamentaban tanto entonces, cuando una vez al año les despojaban de los escasos pesos que llevaban encima?

Aquello no debía significar, al fin y al cabo, más que una mínima parte de lo que hubieran tenido que pagar si hubieran decidido hacer frente a sus obligaciones.

Luego, un atardecer, a un pendejo encorbatado se le ocurrió la nefasta idea de oponer resistencia defendiéndose a patadas con lo que le rompió tres dientes a Carmelo, y cuando Ramiro Castreje vio a su compañero de mil noches de miedos sangrando como un cerdo, abrió la navaja y le rajó el nudo de la corbata al mal nacido.

Quedó tendido sobre la acera, pataleando ahora en los estertores de la muerte, y a Ramiro Castreje aún le resonaba en los oídos el gorgojeo de la sangre al manar inconteniblemente, y el asombrado silencio con que sus compañeros observaban impasibles qué frágiles llegaban a ser los temidos adultos.

Bastaba una navaja y un poco de coraje.

Y doce años de dormir al relente con las tripas vacías acostumbran a dar mucho coraje.

Al cumplir los catorce, Ramiro había librado al mundo de cuatro adultos más, se había ganado justa fama de valiente, tenía un chaquetón de cuero, una chabola propia y dos pares de zapatos.

Y por si fuera poco, era el chico predilecto de Catalina Cuatrobocas.

Probablemente aún no tendría los quince cuando al fin le ofrecieron su primer trabajo digno y bien pagado.

Pidió «prestada» la caja a un limpiabotas, entró en un bar, se sentó ante un tipo gordo y calvo, le pulió el primer zapato y cuando el otro desplegó por completo El Espectador estableciendo entre ambos un impenetrable muro de papel, sacó de la caja una gruesa pistola y le vació el cargador en la entrepierna tumbándole de espaldas.

¡Ni Dios dijo ni pío!

Abandonó el local sin prisa alguna y se plantó en la esquina a comprobar que la Policía tardaba casi media hora en hacer acto de presencia.

¡Resultaba tan fácil!

Aceptó más encargos, y a los seis meses se trasladó a vivir a una mansión de las afueras compartiendo largas horas de ocio con una docena de muchachos, varias putas muy jóvenes, y toda la «coca» y el alcohol que pudiera soñarse.

¡Aquello sí era vida!

Por primera vez los adultos mostraban interés por su persona.

A cambio tan sólo le exigían fidelidad, absoluto silencio, y el firme juramento de cumplir cualquier misión por difícil que fuese.

Romper tal juramento acarreaba la más terrible de las ejecuciones a manos de sus propios compañeros, y conociéndolos, Ramiro Castreje abrigaba la absoluta seguridad de que sabrían cumplir lo prometido.

Así pasaron dos años.

Y valieron la pena.

Por término medio cada tres meses cumplía una misión de poco riesgo, sin que jamás le preocupara saber a quién mataba ni por qué.

Seguían siendo adultos.

A los adultos tan sólo les interesaba asesinar a los adultos.

Los pequeños ya se encargaban de morirse por sí solos, y a Ramiro Castreje le divertía que sus enemigos de siempre le pagaran por aniquilarse mutuamente.

En el fondo sabía que por el camino que llevaba tenía pocas posibilidades de llegar a ser adulto.

Luego, un hombrecillo al que tan sólo conocían por el Flaco, entró en la sala de juegos para comunicarles que se había presentado una situación difícil — «extrema»— y todos tenían plenamente asumido lo que tal definición significaba.

No le tembló la mano al hacer rodar la bola sobre el tapete verde.

Ni le inmutó saber que había perdido.

Así estaban las cosas.

Así estuvieron siempre.

Así tenía que ser desde aquella lejana noche en que su madre no volvió a la chabola y él descendió a la ciudad bajo la lluvia.

Al fin y al cabo, tampoco tenía maldito interés en ser adulto.

Se puso en pie muy lentamente, y recorrió el largo pasillo sin reparar apenas en los restantes pasajeros que tampoco parecieron reparar en su presencia.

Entró en el baño, orinó sin prisas, buscó en el fondo de la caja de toallas de papel y encontró el arma prometida.

La guardó en el amplio bolsillo de su viejo chaquetón, salió despacio y se encaminó a su asiento, pero a mitad de camino se volvió bruscamente, se encaró a un hombre muy tostado por el sol que hojeaba una revista y le voló los sesos.

Luego, dejó caer el arma y se quedó muy quieto esperando la reacción del comisario Barrantes y tres de sus matones, que le vaciaron en el vientre siete balas.

Tumbado de espaldas en mitad del pasillo, agonizante, Ramiro Castreje tuvo la extraña impresión de que en el interior de un avión los adultos eran aún mucho más altos.





A primera vista podría pensarse que no había nadie en el interior de la inmensa nave, pero una observación más detallada permitió a Claudia Lorenz descubrir la figura de César Brujas arrodillado sobre la cubierta del Ebony Tercero, afanado en la tarea de cubrir de cera los pequeños huecos que habían dejado las cabezas de una serie de tornillos de bronce que afirmaban la tablazón al casco.

Se aproximó sin ser vista, y le observó largo rato, inmerso en su trabajo y sumido al parecer en pensamientos que le mantenían muy lejos de allí, y que tenían la virtud de marcar profundas arrugas en su frente.

— ¿Te preocupa algo?

Él dejó a un lado la lata de cera y la espátula, para tomar asiento y volverse forzando una sonrisa que no parecía convincente.

— ¿Tanto me conoces en tan poco tiempo? — quiso saber.

— No hace falta conocerte para comprender que si estás trabajando un sábado por la tarde en una tarea que no debe ser la tuya con aspecto de encontrarte a mil kilómetros de distancia, es porque algo te preocupa.

— Me gusta hacer este tipo de cosas.

— No lo dudo — admitió la muchacha—. Pero hace tres días que no sabemos nada de ti. — Se interrumpió en una significativa pausa—. Y no creo que lo haya hecho tan mal como para merecer este trato.

— No tiene nada que ver contigo.

— ¿Con quién entonces?

— Conmigo mismo. Estoy tratando de decidir si debo olvidarme o no de los delfines. Al fin y al cabo, y como apuntó Fonseca, descubra lo que descubra, ya nadie me devolverá a mi hermano.

Claudia le observó con detenimiento, como tratando de adivinar si era o no sincero en sus afirmaciones, y, por último, inquirió con intención:

— ¿Seguro que es sólo eso?

— Seguro.

— ¿Por qué mientes? — quiso saber—. No se trata de los delfines. Dijiste que tienes problemas con las mujeres; que siempre los has tenido, pero empiezo a creer que eres tú quien los busca. Si en cuanto empiezas una relación tratas a tu pareja como me estás tratando a mí, no creo que te dure y no precisamente por culpa de la esterilidad.

— Dejemos el tema — pidió él.

— No he venido hasta aquí para dejarlo — fue la seca respuesta—. Tan sólo quiero que me digas que no te intereso, que no te atraigo, o que no te sientes a gusto conmigo. — Abrió las manos en un claro gesto de impotencia—. En ese caso no hay más que hablar y me vuelvo a casa. Pero si existe otra razón quiero saberla.

— Me gustas y me siento muy a gusto contigo — admitió él—. Las mujeres os dais cuenta de esas cosas.

— ¿Entonces?

— Prefiero cortar antes de que se complique.

— ¿Temes que también yo pueda fallarte?

— Tal vez.

— ¿Y no piensas darme ni tan siquiera una oportunidad?

— Lo que yo pido es muy duro.

— ¿No tener hijos? — se asombró la muchacha—. No me parece algo tan duro. Conozco cientos de parejas que no los tienen y son felices.

— Ya no es sólo eso — recalcó César Brujas—. Es bastante más complicado.

— ¡Explícate! — se impacientó ella—. No es momento de charadas ni adivinanzas.

— Lo que tengo que pedirle a mi pareja, es que acepte tener un hijo que no sea mío.

Claudia Lorenz pareció acusar el impacto, se desconcertó levemente, y tras unos instantes de reflexión fue a tomar asiento en los peldaños de una escalera de mano que aparecía apoyada en el casco del otro velero.

— ¿Tanto te gustan los niños, que estás dispuesto a que la mujer que amas tenga un hijo con un extraño? — quiso saber.

— No se trataría de un extraño.

— ¿Ah, no? — ironizó—. ¿De quién entonces?

— De mi hermano.

— ¿De tu hermano? — se asombró ella—. ¡Pero si tu hermano ha muerto…!

— Sí. Es cierto. Está muerto y enterrado. — Lanzó un hondo suspiro—. Pero ha ocurrido algo imprevisto.

— ¿Qué pretendes decir con imprevisto? — inquirió Claudia Lorenz visiblemente nerviosa—. ¿Qué clase de imprevistos pueden darse en estos casos?

— Anteayer me llamó Miriam — fue la respuesta—. Parece ser que Rafael presentía que algo malo podía ocurrirle, o que tal vez podía volverse estéril, y sabiendo como sabía que era el último de los Brujas capaz de tener hijos, hizo una donación de semen a condición de que pudiese disponer de una parte para concebir un hijo más adelante.

— ¿Una donación de semen? — repitió la muchacha creyendo haber oído mal.

— Eso dice Miriam.

— ¡Pero nadie hace una donación de semen porque crea que puede llegar a convertirse en estéril!

— Mi hermano, sí. Tal vez influyó el hecho de vivir tan de cerca mi problema; o el saber que podía darse el caso de que nuestro apellido dejara de figurar en los grandes veleros. Nunca podré saberlo, pero conociéndole, no me extraña. Era el muchacho más previsor, cuidadoso y detallista que haya existido. — Hizo un amplio ademán señalando el barco—. Se lo daba el oficio — añadió—. Mi padre nos inculcó la idea de que los Brujas serían siempre distintos porque en un mundo de comidas rápidas, platos de papel y productos desechables, éramos capaces de hacer algo duradero y casi eterno. Pasábamos horas y días aquí, solos, ajustando una cuaderna o torneando un palo, y jamás se cansaba de repetir un trabajo hasta que quedaba perfecto. Llevaba en los genes seis generaciones de carpinteros de ribera y tal vez le asustó la idea de que la tradición de hacer las cosas bien, se perdiera definitivamente.

— ¡Entiendo! Tu hermano donó su semen para que siempre hubiera Brujas artesanos. ¡De acuerdo! ¿Y ahora qué…?

— Ahora Miriam no se siente con fuerzas suficientes como para convertirse en madre soltera.

— No puedes culparla.

— Y no la culpo. Es muy joven, y sus padres se oponen pese a que el niño llegaría a convertirse en heredero de una tradición y unos astilleros. Una cosa es lo que se promete a un novio, y otra es lo que se cumple a un muerto.

— ¡Lógico! Imagino que lo único que desea es empezar una nueva vida sin hipotecársela de antemano.

— Me parece muy justo — admitió él—. Y ya se lo he dicho. — Sonrió apenas—. No le guardo ningún rencor por el hecho de que no pudiera darme un «sobrino póstumo.» «A quien Dios no le da hijos, el diablo y la genética le dan sobrinos.»

— Creo que lo que tú pretendes no es tener un sobrino, sino un hijo, ¿me equivoco? — Agitó la cabeza como si se tratara de alejar un mal pensamiento—. ¿Pero qué clase de hijo sería ése? ¿A quién verías cada vez que le miraras?

— A un Brujas sin duda alguna.

— ¿Un constructor de barcos? ¿Sólo eso? — Claudia negó convencida—. Un hijo es algo más que un apellido o unas determinadas aptitudes. Se le tiene que querer por sí mismo, independientemente de lo que sea o lo que represente.

— Yo hubiese querido de igual modo a mi hermano aunque hubiese sido cocinero — le hizo notar César con naturalidad—. Este trabajo nos unía, pero dudo que cualquier otro nos hubiese separado. — Abandonó el velero descendiendo a tierra, y sólo entonces decidió encender un cigarrillo tomando asiento sobre un banco de carpintero—. Me gustan los niños — añadió luego—. Me agrada la idea de educarlos, llevarlos al mar, jugar con ellos, y enseñarles a hacer buenos barcos. ¿Qué tiene de malo que ahora me haga la ilusión de que uno puede llevar mi propia sangre? La mía, y la de la mujer de la que esté enamorado.

— Supongo que no tiene nada de malo — admitió Claudia Lorenz—. Siempre que el simple hecho de que te vaya a proporcionar ese «hijo» no te obligue a creer que estás enamorado.

— Complicas las cosas.

— En absoluto. Tan sólo pretendo advertirte que la obsesión de no dejar que se pierda una dinastía que tanto significa para ti, puede llegar a confundirte.

— Es lo que estoy tratando de evitar — señaló él con naturalidad—. De ahí que haya decidido encerrarme aquí a meditar a solas. Y trabajar en el barco, me ayuda a pensar.

— Pues deja de pensar por el momento y ven conmigo. Mi padre quiere que le llevemos a Cap Salines. La Guardia Civil ha mandado aviso de que han aparecido tres delfines muertos en la costa de levante.

— ¡Mierda! ¿Por qué no lo has dicho antes?

— Porque esos pobres bichos ya no van a ir a ninguna parte, y me importaba más lo que te bullía en la cabeza.

Él fue a decir algo, pero su mirada permaneció prendida en los hermosos muslos que habían quedado a la vista cuando ella alzó inadvertidamente una de las piernas, y con un tono de voz muy diferente, inquirió:

— Si no van a ir a ninguna parte, no importará que nos retrasemos media hora, ¿no crees?

Claudia Lorenz siguió la dirección de su mirada y aceptó con un gesto.

— No. La verdad es que no creo que importe en absoluto. Imagino que ya olerán a demonios.

Apestaban a diez metros, en efecto, y tanto César como Claudia y Max Lorenz pasaron uno de los momentos más desagradables de su vida a la hora de abrirles en canal para depositar las vísceras y una de las cabezas en recipientes de plástico que cerraron luego herméticamente, teniendo que darse más tarde un largo baño de espuma rociándose de colonia para tratar de quitarse de encima el insoportable hedor que parecía habérseles introducido para siempre en las narices.

— ¿Crees que servirá de algo? — quiso saber César Brujas cuando hubieron dejado al viejo austriaco encerrado en su laboratorio examinando con ayuda de un microscopio un hígado hediondo.

— Lo ignoro — admitió sinceramente la muchacha—. Pero puedes apostarte la cabeza a que si existiese una explicación científica a todo lo que está ocurriendo, mi padre la encontrará.

— Lo admiras mucho, ¿no es cierto?

— Tanto como admirabas tú al tuyo. No construye barcos de artesanía, pero también me enseñó que las cosas bien hechas son las únicas que merecen la pena.

— ¿Pensarás en lo que te dije esta tarde?

Asintió convencida.

— Pensaré en ello — sonrió con intención—. Pero quien más debe pensarlo, eres tú.





— Sobre todo, presten mucha atención a los delfines — advirtió Rómulo Cardenal con severidad—. Parece una tontería, pero es posible que mataran a mi buceador, y se rumorea que por aquí han causado muchos problemas últimamente.

Eran tres, y el que llevaba la voz cantante, un corso llamado Fierre Valentine, que jamás miraba de frente como si sus propias manos fueran todo lo que le interesara en este mundo, replicó con una voz de ultratumba que sorprendía en un cuerpo tan diminuto y fibroso como el suyo.

— Lo tendremos en cuenta. — Hizo un significativo gesto hacia los pesados fusiles de gas con cabeza explosiva que descansaban sobre cubierta—. Eso es capaz de partir en dos a un tiburón, de modo que no se preocupe. Sabemos lo que tenemos que hacer.

— También lo sabía Medina, y ahora está esperando a que lo saquen. — Podría creerse que Rómulo Cardenal se había endurecido en menos de veinticuatro horas, y no era ya el hombre cariñoso y apático, siempre amable con Laila, de días antes—. ¡Búsquenlo! — concluyó secamente.

El corso ni le miró siquiera, limitándose a colocarse la mascarilla para dejarse caer al agua seguido de inmediato por sus dos compañeros, y tras permanecer unos instantes cerciorándose de que los reguladores les proporcionaban el aire que necesitaban y los potentes fusiles parecían en orden, se sumergieron al unísono con los armónicos gestos de miembros de un ballet acuático perfectamente compenetrados.

El mar aparecía más oscuro que de costumbre, cabrilleado como si el agua hirviera, pues el viento no se decidía a enviar el oleaje de levante o poniente, sino que el cruce de dos corrientes opuestas en el estrecho que separaba Cabrera de Conejera producía aquel extraño fenómeno de millones de picos que se alzaban un metro para desaparecer de inmediato haciendo que el Guaicaipuro bailase como un borracho sobre una playa de guijarros calientes.

A menos de dos metros bajo la superficie las aguas se aquietaron, pero los buceadores pudieron comprobar que las corrientes luchaban allá abajo con más ímpetu; cálida y turbia una, casi helada y transparente la otra, entrecruzándose sin mezclarse, esforzándose cada una de ellas por mantener sus propias características sin permitir que su rival la absorbiera.

Luego, a partir de los treinta y cinco metros, ya todo fue de una tonalidad glauca y monótona con una temperatura que descendía gradualmente, por lo que se adentraron en un abismo angustioso que atenazaba el ánimo y obligándoles a lanzar un sonoro suspiro de alivio cuando al fin vislumbraron un monótono fondo de grava que semejaba un paisaje lunar.

Al Norte y al Sur hubieran encontrado piedra, rocas, campos de poseidonias, y aislados corales; al Oeste, llanuras de fango, pero allí, en mitad del canal, la grava era la reina y tras cinco minutos de planear sobre ella cruzando sobre el ancla del yate que descansaba junto a unos veinte metros de cadena, divisaron la mancha negra del traje de buceo de Medina que semejaba una inmensa mosca sobre un plato de arena.

Se balanceaba dulcemente, como si siguiera el ritmo de una tenue melodía, y media docena de pececillos le mordisqueaban las manos y la boca, que eran las únicas partes que no aparecían protegidas por el traje o la máscara.

Fierre Napoleón Valentine, el diminuto corso de ojos huidizos descendió hasta aferrarle por las botellas, para abrir la válvula que inflaba el chaleco salvavidas y permitir que comenzara a ascender cada vez más aprisa.

Pronto se perdió de vista en el azul y casi al instante los tres buceadores se despreocuparon de él, puesto que una inmensa sombra que se desdibujaba a unos treinta metros hacia el Oeste atraía poderosamente su atención.

Se aproximaron hasta casi tocarla, giraron en torno a ella, y por último ascendieron unos metros para estudiar mejor el estado en que se encontraba el enorme submarino escorado de babor en el fondo de grava.

Era un viejo modelo de la guerra del Pacífico, último sobreviviente quizá de una especie tan extinguida como los dinosaurios, cubierto de abolladuras y manchas de herrumbre, tan cochambroso en apariencia, que resultaba en verdad increíble que alguien hubiese tenido el valor suficiente como para realizar una postrera inmersión en semejante trasto.

Una inspección más detallada les permitió comprobar que las planchas de la amura de estribor, cerca de donde debió estar el tubo lanzatorpedos habían cedido, y cuando Pierre Valentine encendió una negra linterna y enfocó el interior, un inmenso delfín surgió como una flecha y se alejó chillando.

Pasada la primera impresión estudiaron de nuevo la amplia cavidad de aguas quietas y muy espesas, como con polvo en suspensión en las que centenares de sargos que bullían como en un gigantesco acuario les impidieron comprobar la magnitud del destrozo y hasta qué punto el mar se adentraba en el corazón del sumergible.

A los pocos instantes regresaron a la parte alta, y tras verificar el estado de la tórrela y calcular el tiempo de inmersión que llevaban y el aire de que aún disponían, el corso hizo inequívocos gestos a sus dos compañeros para que le ayudaran a girar la rueda de la escotilla superior.

Al entreabrirla, el agua penetró furiosa en el habitáculo intermedio, y una vez se hubo aquietado, y tras iluminarla con la linterna para cerciorarse de que la escotilla inferior también estaba cerrada, Fierre Valentine señaló que se disponía a descender.

Con impresionante calma y sangre fría se introdujo en el ataúd de acero, permitió que sus dos acompañantes cerraran sobre él la escotilla girando fuertemente la rueda, y cuando tuvo la absoluta certeza de que el agua ya no podía filtrarse, se despojó de las aletas, se inclinó pesadamente y giró muy despacio la rueda que abría la compuerta inferior.

A los pocos instantes el agua que llenaba el pequeño habitáculo cayó al interior del navio, y cuando se supo completamente en seco, descendió muy despacio los dos tramos de la escalerilla metálica para ir a parar al puente de mando.

Bajo el fuerte haz de luz de la linterna todo aparecía en orden, excepto por el agua que acababa de caer y que apenas cubría una parte del suelo, y lo primero que pudo distinguir fueron dos cadáveres en cuyos ojos se leía la desesperación de quien ha visto llegar la muerte sin poder hacer nada por evitarlo.

Uno de ellos aún empuñaba el grueso martillo con el que había estado golpeando el casco en una última llamada de auxilio hasta que le fallaron definitivamente las fuerzas.

Fierre Valentine no les prestó sin embargo más que una leve atención, y avanzando con esfuerzo por culpa de las botellas que le daban el aire imprescindible para sobrevivir en aquel ambiente carente ya de oxígeno, se adentró decidido en la tétrica nave.

El cadáver de un negro ocupaba la litera del primer camarote, y al abrir una puerta se enfrentó a una especie de almacén repleto de paquetes envueltos en plástico, cada uno de ellos de aproximadamente tres kilos de peso.

Con ayuda de su grueso y afilado cuchillo despanzurró uno de ellos, y al hacer su aparición un polvo blanco, sus ojos por lo general impasibles lanzaron un corto destello de entusiasmo.

Una hora más tarde, Rómulo Cardenal palpaba el contenido de un paquete idéntico que el corso había depositado sobre la mesa del salón principal del Guaicaipuro.

Lo estudió con profunda concentración y tras colocarse en la punta del dedo apenas una brizna, lo probó con la punta de la lengua para puntualizar convencido:

— Está en perfecto estado. — Se volvió a Valentine—. ¿Alguna duda?

— En absoluto.

Como si ello diera por zanjado un tema espinoso, el venezolano tomó el paquete, se aproximó a un «ojo de buey» y lo arrojó al mar sin miramiento alguno.

— ¿Se ha vuelto loco? — Le recriminó el otro—. ¡Son tres kilos!

— Loco estaría si permitiera un solo gramo en mi barco. — Tomó asiento y encendió un grueso habano—. ¿Qué cantidad de carga cree que puede continuar intacta — quiso saber.

— Al primer golpe de vista, unas dos terceras partes — fue la segura respuesta—. La zona de proa está inundada y lo que allí se almacenaba se va diluyendo a medida que el agua derriba mamparos y se introduce en los paquetes. El plástico es grueso, pero no están cerrados todo lo herméticamente que hubiera sido necesario a tal profundidad.

— Nunca imaginamos que una cosa así pudiera ocurrir — admitió el venezolano—. Pero lo tendremos en cuenta para futuros envíos… — Le observó con fijeza—. ¿De modo que dos terceras partes? — repitió.

— Más o menos.

Rómulo Cardenal pareció hacer un rápido cálculo mental y por último lanzó un grueso chorro de humo.

— Según el precio acordado, eso vendría a significar poco más de dos mil millones de dólares, aunque teniendo en cuenta las «peculiaridades» de la entrega, estoy dispuesto a dejarlo en la mitad.

— ¿Quiere decir con eso que tendríamos que sacarla nosotros?

— Naturalmente.

— Tendremos dificultades. ¡Muchas dificultades!

— Por eso les rebajo dinero. ¡Mucho dinero!

— Aun así, mil millones de dólares es una fortuna.

— Lo sé — admitió Cardenal sin inmutarse—. Pero también sé que puesta en el mercado esa mercancía valdrá diez veces más.

— Pero hay que extraerla de un submarino a sesenta metros de profundidad sin que nadie lo advierta.

— Su organización puede hacerlo. — El venezolano parecía no darle la más mínima importancia a nada—. Se trata de la mayor operación que se haya llevado a cabo jamás en este negocio, y deben tener en cuenta que si llegamos a un acuerdo, dentro de seis meses dispondrán de un cargamento igual… ¡Mejor! — puntualizó—. Porque me encargaré personalmente de que el submarino esté en perfectas condiciones. El «coño-e-madre» que nos proporcionó éste se pasó de listo, pero le juro que no tendrá oportunidad de gastarse la plata.

— Por lo que he visto estaba en ruinas y quienes se atrevieron a sumergirse en él fueron unos locos.

— Los errores se pagan y con ellos se aprende — admitió Rómulo Cardenal con aire fatalista—. El próximo será moderno y nos esperará más cerca; frente a las costas de Marruecos. Desde allí lo pasaremos bajo las narices de los aduaneros hasta las puertas mismas de Marsella. Les entregaremos la mercancía a domicilio.

— ¡Será una gran cosa! — admitió el corso—, y nos agrada el hecho de que cada vez se las ingenien de un modo diferente. ¡Por cierto! — añadió—. Mis socios quisieran saber con quién tienen que tratar ahora que Roldan Santana ha muerto.

— Los cauces seguirán siendo los mismos — fue la sencilla explicación—. Los hombres cambian o desaparecen, pero la organización sigue siendo la misma. — Se reclinó en la butaca observándole como tratando de estudiar su reacción—. Esta nueva forma de envío es más cómoda y eficaz, pero ustedes deberán pagarnos tal como lo han hecho hasta ahora.

— ¿Tendría inconveniente en que lo hiciéramos en tres entregas? Treinta, sesenta y noventa días.

— ¡Cualquiera diría que les estamos vendiendo una lavadora! — exclamó el venezolano divertido—. Pero no veo inconveniente. — Le apuntó amenazadoramente con el dedo—. Pero recuerde que si nos la juega, arrasamos Marsella.

— Lo sabemos — admitió el otro sin alzar la vista—. Y lo que es más importante: sabemos que sin su mercancía nuestras redes de distribución de nada servirían. — Ahora sí que les miró de frente—. Entre profesionales el auténtico negocio está en que todos ganen, haya continuidad, y mutua confianza. Puede estar seguro de que haciéndonos llegar este tipo de cargamentos, pronto se convertirá en uno de los hombres más ricos del mundo.

Rómulo Cardenal estuvo a punto de responderle que ya lo era, pero prefirió limitarse a asentir con un leve ademán de cabeza.





— ¿Cocaína?

— Cocaína.

— ¡Pero eso es absurdo! — El inspector Adrián Fonseca creía haberlo oído todo con respecto a aquel enrevesado asunto, y ahora un viejo profesor chiflado le sorprendía con algo que se salía de toda lógica—. ¡Completamente absurdo!

— Todo lo absurdo que usted quiera — argumentó Max Lorenz sin inmutarse—. Pero ahí está y no hay quien lo niegue.

— Explíquese.

— Presentan un promedio de cero coma sesenta miligramos de cocaína por litro de sangre.

— ¿Pero quién ha oído hablar nunca de delfines drogadictos? — se lamentó desmoralizado el pobre policía—. ¡Si le suelto eso al comisario me lanza por la ventana como si fuera uno de sus mocos!

— Cálleselo si quiere — intervino Claudia Lorenz que asistía a la discusión recostada en el brazo del sillón que ocupaba César Brujas—. Pero que es cierto, es cierto. Estaban drogados. — No pudo evitar una leve sonrisa—. «Flipados», que diría un castizo. «¡Flippers, flipados!»

— ¡Déjese de bromas! — masculló el otro que no cesaba de masticar uno de sus cigarrillos de plástico como si le fuera en ello la vida—. ¿Qué pruebas tienen de que es así?

— Hemos repetido el análisis, con la sangre y las vísceras más de diez veces y la química no engaña — puntualizó el científico—. No hay duda; se trata de cocaína en cantidades que habrían matado mucho antes a cualquier ser humano.

— ¿Era por eso por lo que atacaban a las personas?

— Probablemente, puesto que tenían el cerebro muy afectado — aceptó el austriaco—. Nadie puede saber qué reacciones produce tal cantidad de droga en un animal tan perfectamente equilibrado. Si es capaz de convertir en asesino a un ser humano, ¿por qué no a un delfín?

— Usted mismo aseguró que el término «asesino» no puede aplicarse a un animal. ¿Qué le hace cambiar de idea?

— Olvide ahora la semántica — protestó el otro—. Si prefiere diremos que los ha vuelto agresivos, pero así es.

— El drogadicto no suele mostrarse agresivo más que cuando tiene necesidad de droga. Por lo general se comporta de un modo más bien apático. ¿Por qué el delfín opta por atacar?

— Ya le he dicho que resulta imposible predecir el comportamiento de un delfín en un caso como éste — farfulló Max Lorenz impaciente—. Que yo sepa no existen precedentes, a no ser que el Ejército norteamericano haya utilizado algún tipo de drogas en sus experimentos.

— ¿En semejantes cantidades? ¡Vamos, profesor! Para que una bestia de trescientos cincuenta kilos llegue a acumular tal cantidad de cocaína en la sangre, tiene que haber ingerido una barbaridad.

— ¡Desde luego! Y lo que está claro es que no eran «mulares de Florida», ni ningún otro tipo de animal previamente entrenado. — El austriaco había reflexionado toda la noche sopesando los pros y los contras, y buscando explicaciones a algo que en apariencia no las tenía, pero como hombre analítico se negaba a admitir su fracaso—. Si se tratase de tiburones — añadió al cabo de un rato—, la cosa tal vez resultaría más comprensible.

— ¿En qué sentido?

— En el que el tiburón es un animal voraz por excelencia que acostumbra a tragarse cualquier cosa. En las Canarias incluso han destrozado el cable de fibra óptica del nuevo tendido telefónico porque la vibración les atraía. Además, no suele ver muy bien en aguas turbias, por lo que cabría admitir que se hubiese tragado un paquete de cocaína caído de algún barco. Al disolver los jugos gástricos el material en que estuviera envuelto, la droga se le habría introducido en la sangre, enloqueciéndole y acabando por matarle.

— ¿Y por qué no puede haber ocurrido lo mismo con un delfín? — quiso saber César Brujas—. Se me antoja una explicación bastante plausible.

— Porque este tipo de delfín se alimenta casi exclusivamente de sargos, sepias y camarones. También le gustan lógicamente las sardinas, y puede aceptar otro tipo de peces, pero siempre que estén vivos y los conozca de antemano.

— Tal vez estaban hambrientos — puntualizó Adrián Fonseca, más por decir algo que por auténtico convencimiento.

El austriaco negó con un gesto de la mano:

No es el caso. Tenían el estómago repleto de sargos. En esta época del año ningún delfín pasa hambre en el Mediterráneo. Tal vez en pleno invierno, pero ahora no. — Era un hombre que sabía de lo que hablaba y los que le escuchaban así lo entendían—. Ni aun en la peor de las situaciones, con hambre de semanas, devoraría un delfín un objeto inanimado. — Negó de nuevo—. Un tiburón, sí. Un delfín, nunca.

— También aseguró en su momento que «nunca» atacarían a un ser humano, y ya ve — le hizo notar el policía sin ánimo de polemizar—. Si falla una teoría, pueden fallar todas.

— En efecto — admitió el otro con humildad—. Pero falló por una causa que ahora conocemos: la droga que todo lo transforma. Pero antes de drogarse no existía razón para tal cambio.

— Alguna habrá — puntualizó Adrián Fonseca que tampoco parecía desear llevar el tema al campo de la discusión personal, consciente como estaba de que si llegaba a alguna conclusión razonable era únicamente gracias a los Lorenz—. Y por lo que estoy viendo — añadió—, la cuestión se centra en la forma en que se drogaron. — Alzó la mano abriendo los dedos a medida que mencionaba las hipótesis—. Que yo sepa tan sólo existen tres formas de hacerlo: ingiriéndola, inyectándosela y «snifándola». — Sonrió sin ganas—. Existe una cuarta: fumándosela tipo «crack», pero ésa la desecho, y si me demuestran lo contrario me tiro de cabeza al mar.

— A mi modo de ver, la primera forma se me antoja improbable — argumentó el científico.

— ¿Y la segunda?

— Veo difícil que un delfín se inyecte o que alguien pierda su tiempo en hacerlo.

— Nos queda por tanto la tercera: «snifándola», o lo que es lo mismo en este caso, aspirándola disuelta en agua.

— Ya lo he pensado — admitió el austriaco—. Pero para que resultase factible tendría que darse la circunstancia de que hubiesen sido encerrados en una pequeña piscina en cuyas aguas se hubieran disuelto por lo menos cincuenta kilos de cocaína.

Los cuatro se miraron. Las condiciones expuestas resultaban tan poco probables, que casi no merecía la pena hacer comentario alguno, lo cual les devolvía a los orígenes de un problema que cada vez se les antojaba más enrevesado.

— La verdad es que no me vendría mal una «rayita» de coca para despejarme las ideas — admitió el policía—. Aquí me gustaría ver al inspector Maigret, Hércules Poirot, e incluso al mismísimo Sherlock Holmes. Si alguien me sale con aquello de «elemental, querido Watson» le arreo un guantazo.

— Pues en cierta forma a mí se me antoja «elemental, querido Watson» — señaló César Brujas divertido—. Se me está ocurriendo una explicación muy sencilla.

— ¿Podríamos saberla?

— Naturalmente. Nuestros amigos encontraron una gran fuente de cocaína; quizás un alijo que los traficantes arrojaron al fondo con intención de recuperarlo más tarde, y que el agua disolvió. Ellos estaban allí, lo aspiraron y se drogaron.

— Suena lógico. — Adrián Fonseca parecía admitirlo con naturalidad, sin sorprenderse en exceso—. De hecho es lo primero en que se piensa, pero luego no puede uno por menos que calcular la cantidad de cocaína que tendría que haberse disuelto en el agua, y se ve en la obligación de rechazarlo. — Indicó con un leve ademán de la cabeza a Max Lorenz que permanecía en pie junto a la ventana contemplando absorto la luna que hacía su aparición sobre el mar—. Si como el profesor asegura, harían falta cincuenta kilos en una piscina pequeña, ¿cuántos serían necesarios en el mar?

— Toneladas, supongo.

— ¿Sólo toneladas?

— Miles de toneladas, más bien.

— ¿Entonces…? — La pregunta quedó flotando a la espera de una respuesta que no llegaba, y el policía pareció dar por concluido el tema—. Nunca se ha tenido noticias de un alijo de «miles de toneladas» de cocaína. De hecho, imagino que si la totalidad de la producción mundial se lanzase al mar, los «cetáceos»… — pareció reírse de sí mismo al haber conseguido acertar con la palabra justa— …ni siquiera notarían un ligero mareo. Mucho menos les provocaría tal concentración de cocaína en la sangre.

— Pero la tienen.

Adrián Fonseca se volvió a Claudia Lorenz que era quien había hecho semejante puntualización.

— Ustedes lo aseguran, y yo lo acepto — masculló como si fuera la verdad que más trabajo le había costado admitir en su vida—. Pero para mí eso constituye un misterio tan confuso como el de la Santísima Trinidad.

— Para mí también — corroboró Claudia—. ¿Qué piensa hacer ahora?

El otro se encogió de hombros.

— Seguir adelante, supongo — masculló—. En el fondo no puedo quejarme: en un principio tenía cuatro simples víctimas; luego unos improbables sospechosos; más tarde unos culpables absurdos, y por último unos móviles absolutamente paranoicos. ¡Está claro que progreso!

El austriaco se volvió para quedar sentado en el quicio de la ventana, tal como lo hiciera el propio Fonseca días antes. Durante los últimos minutos había permanecido en silencio, contemplando la luna sumido en una profunda concentración que parecía permitirle aislarse de cuanto le rodeaba, como si se hubiese refugiado en una campana de cristal.

— Y en verdad progresa… — musitó para ir alzando el tono de voz muy lentamente, medida que iba dando forma verbal a las ideas que le bullían en la cabeza. Todos progresamos por senderos paranoicos, pero que nos conducen de forma caprichosa hacia una respuesta lógica. — Quedó un instante con la vista clavada en la alfombra, y sin alzar los ojos, añadió—: Hasta este momento hemos estado dándole vueltas a la astronómica cantidad de cocaína que se necesitaría para que un delfín alcanzase tal grado de concentración en la sangre. — Los miró ahora casi retadoramente—. Pero lo hemos estado calculando según una disolución normal y a presión normal… ¡Estúpido de mí!

— ¡Cielos! — exclamó su hija captando lo que pretendía decir—. ¡Presión normal!

— ¡Puede que ahí esté la solución! — César Brujas había dado a su vez un salto—. ¡Y no es presión normal!

— ¡ Naturalmente!

— ¿Me quiere explicar alguien de qué diablos están hablando…? — suplicó Adrián Fonseca—. No entiendo nada.

— Es muy sencillo — aclaró el científico—. En el mar, por cada diez metros de profundidad, la presión aumenta una atmósfera…

— Bueno; eso ya lo sabía — reconoció el inspector—. Lo estudié en el bachillerato. ¿Pero qué tiene que ver con el problema?

— Que a medida que la presión aumenta, los gases, y probablemente de igual modo la cocaína, se introducen en la sangre mucho más rápidamente. A diez metros, el doble; a treinta, el triple; a cincuenta el quíntuplo…

— ¿Y eso qué quiere decir…?

— Que cuanto más profunda estuviera la supuesta fuente, menos cantidad necesitarían para drogarse.

— ¡Carajo!

— ¡Carajo, en efecto! — repitió Max Lorenz, poco amigo de tales expresiones—. Una pequeña concentración de droga aspirada a sesenta o setenta metros de profundidad no surtiría un efecto inmediato en los peces que permanecieran allí, pero sí en cualquier cetáceo que en cuestión de minutos tuviera que ascender a la superficie a respirar. La brusca diferencia de presión le disolvería en la sangre tal cantidad de droga, que sería como si le hubiesen inyectado en vena una dosis letal. Un animal de tanto peso y vitalidad como un delfín conseguiría soportarlo, pero el efecto sería alucinante. Y a la larga, mortal.

— Creo que empiezo a comprender — reconoció el policía aunque se le veía aún muy poco seguro de haberlo captado—. ¿Tiene algo que ver con la «borrachera de las profundidades» y la descompresión de los buceadores?

— Sí y no — fue la desconcertante respuesta del austriaco—. Sí, en cuanto a que el efecto es similar y responde a unas causas en cierto modo parecidas. A grandes presiones una determinada sustancia penetra en el torrente sanguíneo y acaba afectando al cerebro, lo que conduce a esa supuesta «borrachera de las profundidades». Algunos buceadores incluso llegan a creer que pueden respirar bajo el agua, quitándose la boquilla y ahogándose. No, en cuanto a que se trate de un típico accidente de «descompresión» de los que provocan embolias por exceso de nitrógeno en la sangre, lo que deriva en parálisis e incluso la muerte.

— ¿Le importaría explicarme la diferencia?

— En el primer caso, la presión es la única culpable; en el segundo, interviene, sobre todo, una defectuosa «descompresión». — Max Lorenz se expresaba ahora del modo más sencillo posible, consciente de que se dirigía a un profano en la materia—. Cuando el buceador se sumerge respira aire comprimido que las botellas le van proporcionando por medio de un «regulador» que equilibra la presión de ese aire con la del agua según la profundidad a que se encuentra — añadió—. Llega un momento en que el nitrógeno que contiene el aire pasa al torrente sanguíneo y si en ese momento el buceador asciende con rapidez, forma burbujas que acaban por provocar la embolia. ¿Me sigue hasta aquí?

— Le sigo.

— Para evitarlo, se hace necesario subir haciendo unas determinadas paradas para conseguir que el nitrógeno no forme burbujas, sino que se elimine normalmente. Es lo que vulgarmente se llama «descompresión».

— Entiendo.

— Si se respetan las normas marcadas por una serie de tablas que tienen en cuenta el tiempo que se ha permanecido a una determinada profundidad, no existe problema alguno.

— Está muy claro, pero no creo que los delfines respeten esas normas — le hizo notar el policía—. Suben y bajan como locos.

— ¡Lógico! No tienen por qué hacerlo, puesto que respiran aire en la superficie, a presión normal, y la proporción de nitrógeno es mínima.

— ¿Entonces…?

— Entonces se da el caso de que por primera vez absorben un elemento nuevo, en este caso cocaína, a grandes presiones, y como no respetan normas, ascienden a toda velocidad, no lo eliminan y eso les provoca, al parecer, una excesiva concentración en la sangre.

— ¡Diantre! En ese caso resultaría que no harían falta miles de toneladas de cocaína para conseguir ese resultado.

— ¡Desde luego! A sesenta u ochenta metros bastaría con unos cuantos cientos.

El inspector Adrián Fonseca comenzó a pasear de un lado a otro de la habitación como una fiera enjaulada al tiempo que se golpeaba una y otra vez la frente con el puño como si pretendiera rompérsela.

— ¿Será posible? — exclamó—. ¿Será posible que todo este absurdo embrollo empiece a tener sentido? Hace dos meses el Departamento Antidroga Norteamericano detectó un gigantesco envío desde Colombia con destino al sur de Europa, pero la situación actual de desabastecimiento del mercado indica que aún no ha llegado… — Los miró con ojos alucinados—. ¿Y si estuviera aquí? — quiso saber—. ¿Y si ese maldito barco se hubiera hundido en nuestras costas…? — Consultó con gesto nervioso el reloj—. ¡Dios santo! — se lamentó—. ¡La una y cuarto! Confío en encontrar alguien de guardia en las oficinas de la INTERPOL.





La caprichosa bolita giraba y giraba seguida por docenas de ojos ansiosos, para ir a caer mansamente en el número veinte.

Un apático croupier cantó la jugada, al tiempo que comenzaba a retirar con ayuda del rastrillo el montón de fichas y placas que regaban la mesa, y Laila Goutreau sonrió al comprobar que le había correspondido un pequeño pleno.

A su lado Rómulo Cardenal ni se inmutó siquiera, consciente de que lo que acababa de perder no significaba nada frente a la fabulosa suma que había ganado ese mismo día por el simple hecho de encontrar un submarino que empezaba a dar por desaparecido junto a su valiosísima carga, y decidió por tanto cubrir como siempre el dos y el ocho con el máximo que permitían los reglamentos del Casino.

Cuando lo hubo hecho se dispuso a esperar la nueva jugada, pero alzó la mirada y por primera vez sus ojos mostraron una leve sorpresa al descubrir, al otro lado de la mesa, el aceitunado rostro de Guzmán Bocanegra.

Un buen observador hubiese llegado de inmediato a la conclusión de que aquella inesperada presencia le inquietaba, y que esa inquietud aumentó de forma notable cuando el otro le hizo un levísimo gesto con la cabeza para que le siguiera, dando media vuelta y perdiéndose de vista entre el numeroso público que llenaba las salas de juego.

El venezolano aguardó no obstante a que la nueva bola cayera en el número treinta y dos obligándole a perder una vez más y sólo entonces se inclinó sobre su acompañante, rogándole en voz baja:

— Continúa jugando mis números. Voy a salir un momento.

— ¿Te ocurre algo? — se alarmó Laila.

— Quiero tomar un poco de aire y hacer un par de llamadas. — La besó en las mejillas al tiempo que se ponía en pie—. No te preocupes.

Se alejó despacio, entró en el baño, se lavó las manos, y al salir procuró cerciorarse de que nadie reparaba en su presencia, para encaminarse con naturalidad hacia la puerta exterior y aguardar allí a que un negro automóvil se detuviese ante él.

Guzmán Bocanegra le hizo un gesto para que subiese, e inmediatamente arrancó perdiéndose en la noche.

— ¿Qué diablos ocurre? — quiso saber Rómulo Cadernal visiblemente molesto—. Te advertí que no deberían vernos juntos bajo ninguna circunstancia.

— Las cosas se han complicado — fue la áspera respuesta—. No me pareció prudente explicártelo por teléfono, y he preferido venir. — Hizo una corta pausa en la que por primera vez le miró abandonando la atención de la carretera—. Tengo un avión en el aeropuerto. ¡Nos vamos!

— ¿Y esas prisas? ¿Qué ha sucedido?

— No sé cómo, Barrantes averiguó que el muerto no eras tú, sino el pendejo al que le habíamos puesto tu cara. — Chasqueó la lengua con gesto de fastidio—. Ese jodido polizonte es muy listo y debió llegar a la conclusión de que el cirujano no podía ser otro que Paulo Duncan. Lo visitó en Río, pero por suerte tenía a una de mis chicas vigilándole y nos cargamos a Duncan cuando se dirigían a Nueva York.

— ¿Entonces? ¿Dónde está el problema?

— En que por lo visto al muy jodido se le había ocurrido la idea de hacerse una especie de «seguro» por si se nos ocurría liquidarle.

— «¿Seguro?» — se atemorizó el otro—. ¿Qué clase de «seguro»?

— Hizo un dibujo de tu nuevo rostro, detalle a detalle, y lo depositó en la caja fuerte del «Chase-Manhattan» especificando en su testamento que se lo entregaran a la INTERPOL. — Lanzó un reniego—. La información me ha costado una fortuna, pero como comprenderás tardarán apenas unas horas en averiguar que esa cara pertenecía a un ganadero venezolano llamado Rómulo Cardenal, de vacaciones en Mallorca.

— ¡Mierda!

— ¡Y que lo digas! Si te atrapan, no sólo te acusarán de narcotráfico, sino de secuestro, asesinato, y un millón de cosas más por las que los gringos te pueden enviar a la silla eléctrica.

— ¡Maldita sea! ¿Qué vamos a hacer ahora?

— Lo primero desaparecer y ordenar al yate que zarpe rumbo a aguas internacionales — fue la firme respuesta—. Luego, buscarte una nueva personalidad y una nueva cara. Por fortuna, lo que sobran en el mundo son cirujanos plásticos.

— ¡Oh, no! — se lamentó el otro—. ¡Pasar otra vez por eso, no!

— ¿Y qué solución te queda? Medio mundo te quiere encarcelar, y el otro medio, matarte. Eres el hombre más rico que existe, pero el que menos puede disfrutar de su dinero. Salvo en mí, no puedes confiar en nadie y lo sabes. — Le miró de nuevo—. ¿Entiendes ahora por qué he preferido venir personalmente?

— Te lo agradezco — fue la sincera respuesta, y tras unos instantes de silencio, y en el momento mismo en que penetraban ya en la ciudad, añadió—: ¡Lástima! Me gustaba este lugar y este tipo de vida. — Sonrió con intención—. Y sobre todo me gustaba esa chica.

— El mundo está lleno de chicas.

— No con sus ojos, su cuerpo y su clase.

— Puedes permitirte el lujo de conseguir una con sus mismos ojos; otra con el mismo cuerpo, y una tercera con idéntica clase. — Rió groseramente—. ¡Las metes todas en una cama, y en paz!

— No es lo mismo. La voy a echar de menos.

— Más te echará ella de menos a ti. ¡Imagino qué cara va a poner cuando vea que no vuelves!


La cara de Laila Goutreau fue, a decir verdad, todo un poema.

La primera media hora transcurrió con absoluta normalidad, incluso en cierto modo emocionante, puesto que salió el ocho y ganó una considerable suma que le permitió ir reponiendo las apuestas sin agobio, pero a partir de ahí pareció perseguirle la mala suerte del venezolano, y tuvo que asistir, impotente, al hecho de que una vez tras otra le arrebataran las placas sin pagarle a cambio ni un miserable «caballo».

Cuando ya no le quedaban placas de un millón, comenzó a incomodarse.

Cuando le despojaron de la última de cien mil, atisbo por encima de las cabezas de los curiosos en procura del enorme corpachón de su acompañante, y cuando tuvo plena conciencia de que le habían dejado una única placa de diez mil, abandonó la mesa y le buscó por todas partes.

Fue el portero el que le comunicó que se había ido hacía ya más de dos horas.

Pidió un taxi, ordenó que le llevara directamente al Club Náutico, y aunque por el camino trató de ir haciéndose a la idea de que podría haber ocurrido lo peor, ni siquiera pudo dar crédito a sus ojos al comprobar que el Guaicaipuro había zarpado perdiéndose en la noche.

Se quedó allí, muy quieta, observando cómo el taxi se alejaba dejándola sola en mitad del puerto, y por primera vez en su agitada vida de prostituta de lujo experimentó la amarga angustia de no tener donde ir, y un terrible miedo a lo desconocido que podía llegar en forma de salvaje violencia de cualquier sádico nocturno.

Lanzó un leve lamento; un quejido angustioso de perrillo faldero que ha perdido a su dueño; de niño abandonado, o de mujer burlada que asiste al hecho inconcebible que en cuestión de horas ha pasado de hembra de lujo que despilfarra millones, a ramerilla portuaria.

Tomó asiento en un herrumbroso «noray» y un violento escalofrío le recorrió la espalda. Su fino vestido de seda negra y generoso escote, ideal para una noche de juego en el Casino, no ofrecía sin embargo protección alguna frente al húmedo aire del amanecer que se anunciaba, y casi de inmediato le asaltó la imperiosa necesidad de orinar por efecto del frío, o tal vez del propio miedo que sentía.

Se odió por ser víctima de una necesidad tan denigrante en tan comprometida situación, esforzándose por olvidarla a base de concentrarse en la terrible magnitud de su problema.

La habían abandonado, sin más que lo puesto, en la soledad de un puerto de un país extranjero, con tres arrugados billetes y un paquete de cigarrillos en el bolso, aunque por fortuna conservaba el pasaporte, imprescindible para acceder al Casino, y un pesado encendedor de oro que tal vez le pagara el hotel de una noche. El resto: sus ropas, sus maletas, sus joyas y la considerable suma de dinero que el venezolano le había ido adelantando durante casi un mes de cumplidos «servicios», había desaparecido para siempre con el barco, y ya estaría probablemente muy lejos.

— ¡Hijo de puta!

Jamás pudo siquiera imaginárselo.

Ni en sus más tétricas pesadillas de noches sin «trabajo» le pasó por la mente la idea de que un «cliente» de Marc Cotrell que derrochaba millones a diestro y siniestro fuera capaz de tratarla peor que el más rastrero chulo barriobajero, y la amarga experiencia restalló en su cerebro como una violenta campanada, primer aviso de que situaciones semejantes podían comenzar a presentarse a medida que pasaran los años y su increíble belleza comenzara a marchitarse.

Dos lágrimas sin vida destrozaron su bien cuidado maquillaje.

Lloró de rabia o tal vez de compasión hacia sí misma, y se preguntó una y mil veces qué monstruoso error había cometido para que el caballeroso hombretón que tan apasionadamente le había hecho el amor a la caída de la tarde, se olvidara de ella con la primera luz del alba.

Zarpó un velero y sus adormilados tripulantes la observaron curiosos.

Alguien rió a lo lejos.

La necesidad de evacuar comenzaba a volverse dolorosa, pero la sola idea de tener que hacerlo allí, a la vista de quien pudiera estar espiándola, se le antojó insoportable.

Lloró de nuevo.

Fue entonces cuando un vetusto automóvil de frenos rechinantes se detuvo frente a ella, y respiró aliviada al descubrir la desaliñada figura del inspector Adrián Fonseca, que se despojó al instante de la inmensa chaqueta cubriéndole los hombros.

— ¿Qué ha ocurrido? — quiso saber.

Hizo un leve ademán hacia las sombras.

— Se fue.

— Eso ya lo sé — admitió él—. Y también sé que no se marchó en el barco, sino en un avión privado una hora antes.

— ¿Por qué?

— Supongo que imaginó que pretendía detenerle.

— ¿Por qué?

— Si quiere que le diga la verdad, aún no estoy muy seguro — replicó el otro con ironía—. Esperaba que usted me lo aclarase.

— ¿Yo? ¿Qué tengo que ver yo con todo esto?

— Imagino que nada.

— ¿Entonces?

— Entonces… ¿qué?

— ¿Cómo es que pretendía detenerle? ¿De qué pensaba acusarle?

— De algo estúpido; casi podría decir que «paranoico»…: drogar delfines.

— ¿Cómo ha dicho?

— Drogar delfines. Atiborrarlos de cocaína.

— ¡Pero qué tonterías dice! ¿Cómo se puede acusar a nadie de drogar delfines? ¿Acaso es delito?

— Que yo sepa no — señaló Fonseca con naturalidad—. Pero debe ser grave, a juzgar por las prisas que se dio en largarse abandonando en su huida a una mujer maravillosa. ¿Por qué lo haría?

— ¿Y me lo pregunta? Me ha dejado con lo puesto. — Lanzó un reniego impropio de una mujer de su clase—. Y pensar que Marc Cotrell juraba que era todo un caballero.

— ¡Gajes del oficio! Tendrá que cambiar de alcahuete… — Extendió la mano ayudándola a que se pusiera en pie—. Y ahora dígame… ¿Realmente no observó nada sospechoso en todo el tiempo que pasó a su lado?

— ¿Como qué?

— ¡Y yo qué sé! — protestó él—. Las cosas sospechosas son simplemente «sospechosas». Las otras ya no son sospechosas; suelen ser delito.

— ¿Eso es lo que enseñan en la Policía?

— No. Eso es más bien una estupidez de mi propia cosecha. Pero sirve. — La tomó por el brazo—. Y ahora déjese de tonterías y olvide esa absurda norma de la fidelidad al «cliente». Su «cliente» se ha largado dejándola en la estacada, y si alguien puede sacarla de este apuro, ése soy yo. ¿Entiende lo que le digo?

— Perfectamente.

— ¿Y qué piensa hacer?

— Pis.

— ¿Cómo ha dicho? — dijo él temiendo haber oído mal.

— Que lo primero que pienso hacer es pis, y si no lo hago pronto, me va a dar algo… ¿Me permite que lo haga detrás de su coche?

— ¡Pero eso es ridículo! ¡Una mujer como usted…!

— Una mujer como yo, que se ha bebido dos botellas de champagne, se méa como cualquier hija de vecina… — le hizo notar ella—. Y lo encuentra ridículo porque usted no tiene más que desabrocharse la bragueta y arrimarse a un árbol… — Acudió junto al automóvil, abrió la portezuela y se acuclilló en el ángulo que formaba, oculta a la vista de la calle, para permanecer así tan largo rato que Adrián Fonseca acabó por inquietarse.

— ¿Qué le ocurre? — inquirió alarmado—. ¿Se ha desmayado?

— Un poco de paciencia.

— ¡Dios bendito! Hará subir la marea.

— ¡Ya se lo dije! A mí el champagne me hace siempre el mismo efecto.

— ¿Por qué no se pasa al whisky?

— Aún es peor — admitió ella poniéndose en pie al tiempo que lanzaba un sonoro suspiro—. ¡Madre mía! — rezongó—. Ahora veo las cosas de otro modo. — Tomó asiento en el vehículo—. Lléveme a alguna parte — pidió—. Este lugar me deprime.

— ¿Un hotel?

— No tengo dinero para pagarlo, ni ganas de que me miren como a un putón callejero.

— ¿Por qué tiene tan mal concepto de sí misma?

— ¿Acaso he dicho algo que no se ajuste estrictamente a la verdad? — inquirió—. Que cobre más o menos, no significa que cambie la denominación: eso tan sólo ocurre entre los banqueros, que pueden pasar de estafadores a genios de las finanzas según lo que roben. Yo soy puta y punto. — Le miró con aire retador—. ¿Adonde piensa llevarme?

— Lo estoy pensando.

— ¿Por qué no a su casa?

— Vivo solo.

— ¿Cree que voy a comprometerle? ¿O a violarle?

— Estoy ya muy viejo para cualquiera de las dos cosas. — Señaló él con agrio humor—. Pero lo cierto es que absolutamente nadie ha puesto los pies en mi casa en estos últimos años, y me da un cierto reparo.

— No se preocupe — le tranquilizó—. Conociéndole imagino cómo será su casa, pero le garantizo que puedo apañarme en cualquier rincón. Lo único que necesito es dormir un rato.

Laila Goutreau se había equivocado en muchas cosas en su vida, pero uno de sus mayores errores estribó en prejuzgar lo que iba a encontrar en casa de Adrián Fonseca, pues apenas echó un vistazo al amplio apartamento en el que cada objeto aparecía reluciente, como si acabara de ser repulido una y mil veces, lanzó un corto silbido de admiración.

— ¡Demonios! — exclamó—. ¡Esto es precioso!

— Lo decoró mi esposa.

— ¿Y pretende hacerme creer que nadie se la cuida?

— Me agrada hacerlo solo. Duermo poco, y lo único que me entretiene es leer, criar palomas y mantener esto como Soledad lo dejó.

— Me siento como si profanara un santuario. — Laila señaló una foto enmarcada—. ¿Es ella? — Ante el mudo gesto de asentimiento la observó más de cerca—. ¡Era bellísima! — admitió—. Y tenía una expresión muy dulce.

El policía no hizo comentario alguno, y bastaba observarle para comprender que se sentía desconcertado, como si por un lado se encontrara feliz de que ella estuviera allí, admirando la pequeña joya que era su casa, y por el otro le incomodaba el hecho de que hubiese invadido la amada intimidad que con tanto celo había preservado aquellos años.

— ¿Quiere tomar algo? — preguntó al fin por puro compromiso.

— ¿Sería pedir demasiado un chocolate caliente?.

— En absoluto.

De nuevo la argelina tuvo que admirarse cuando al pasar a la luminosa cocina descubrió dos neveras y varios anaqueles repletos de toda clase de manjares de «exquisiteces», y tras examinarlas, comentó casi para sí misma:

— No cabe duda de que es usted una caja de sorpresas. Imaginé que viviría en una pocilga y se alimentaría de pizzas y hamburguesas, y resulta que es un auténtico gourmet. Ya el almuerzo del otro día me desconcertó, pero imaginé que trataba de impresionarme.

— Fue Soledad quien me enseñó a comer. Era una magnífica cocinera.

— Yo sé hacer cuscús. — Masculló ella de evidente mal humor—. Y estofado de ternera.

— ¿Con patatas o con guisantes…? — El policía había colocado sobre la mesa un gran tazón de chocolate humeante, y tomando asiento la observó con marcada intención al tiempo que añadía—: Y ahora dejémonos de bromas y vayamos a lo que importa: ¿Qué puede decirme de Rómulo Cardenal?

— ¿Aparte de que es un cerdo hijo de puta? No mucho, aunque imagino que después de lo que me ha hecho sería una estupidez continuar guardándole fidelidad. — Sopló el chocolate, bebió un sorbo y asintió satisfecha—. ¡Está buenísimo! — puntualizó, y luego le miró por encima de la taza—. El otro día creyó haber localizado el galeón, pero el buceador que bajó a comprobarlo nunca regresó, y a partir de ahí todo cambió. En primer lugar se negó a dar parte del accidente, ordenando que no se comentase nada sobre el asunto. Tenía miedo de que descubrieran el tesoro antes de que pudiera registrarlo a su nombre.

— Suena absurdo.

— Así se lo dije, pero no quiso escucharme. — Agitó la cabeza pesimista—. Era otro hombre — añadió—. Duro, autoritario y encerrado en sí mismo. — Lanzó un resoplido con el que parecía querer demostrar su malestar—. No le oculto que me pasó por la cabeza la idea de que algo raro pudiera estar ocurriendo, pero me sentía tan a gusto que procuré rechazarlo. Estúpidamente imaginé que se estaba enamorando de mí.

— ¿Y qué tiene eso de estúpido?

— ¡Mucho! Cuando se ha llevado una vida como la mía, y un hombre demuestra auténtico interés por ti, te esfuerzas por ignorar sus defectos creyendo que es el «Príncipe Azul» que va a librarte de esta mierda. — Concluyó de un golpe el chocolate—. ¡Y nunca es cierto!

— Algunas veces llega a serlo — trató de animarle el policía—. Conozco hombres que han sido capaces de olvidar el pasado de sus parejas por turbio que haya sido.

— Mi pasado no tiene nada de turbio — bromeó ella—. ¡Está clarísimo! He sido siempre, siempre, una de las putas más caras del mercado.

— Se esfuerza tanto en recalcarlo, que obliga a pensar que no es del todo cierto — le hizo notar él—. Aunque no es hora de discutir sus convicciones. Acuéstese y cuando haya descansado me señalará el punto en que se ahogó el submarinista. — La observó con fijeza—. ¿Cree que podrá hacerlo?

La argelina asintió convencida:

— Conozco ya más estas costas que las calles de París. — Lanzó un sonoro bostezo—. Si me proporciona una manta me tumbaré un rato en el diván del salón. Tiene un aspecto estupendo.

— No diga tonterías y acuéstese en mi cama — protestó él—. Yo tengo que ir a Comisaría. Anoche pedí un informe exhaustivo sobre su amigo, y debe estar a punto de llegar.

— ¿Y de qué le va a servir, si ya se ha largado?

— Aún no lo sé — reconoció—. Pero lo que ahora me preocupa no es tanto Rómulo Cardenal, como lo que realmente estaba haciendo en Mallorca, y qué tiene eso que ver con los delfines.





Laila Goutreau no tuvo el más mínimo problema a la hora de indicar, sobre una detallada carta marina del archipiélago de Cabrera, el punto exacto en que se ahogó el buceador del Guaicaipuro, y pese a que en un principio Adrián Fonseca estuvo a punto de lavarse definitivamente las manos en el asunto, pasándole la información a la Armada, llegó a la conclusión de que tanto los Lorenz como César Brujas tenían derecho a colaborar en el esclarecimiento del caso hasta el último momento.

Fue éste por tanto quien se sumergió — tomando toda clase de precauciones— sobre la vertical de! submarino, y el que regresó a los veinte minutos con la sorprendente noticia de un inesperado hallazgo que lo explicaba todo.

Dos días más tarde, el inspector invitó a la argelina a un precioso restaurante del Puerto de «Portalls Neus» que nada tenía que envidiar a los mejores de París y donde era al parecer sobradamente conocido por su afición a la buena cocina, y mientras el maitre les deleitaba con la infinita variedad de pequeños platos de degustación que conformaban la extensa sinfonía gastronómica del «Tristán», el policía fue poniendo al corriente a su acompañante de los últimos hallazgos que completaban, casi a la perfección, la complicada trama criminal en que se había visto inmersa sin saberlo.

— Rómulo Cardenal era, en efecto, un rico y honrado ganadero venezolano, libre de toda sospecha, que tuvo sin embargo la mala ocurrencia de poseer una constitución física similar a la de un famoso narcotraficante colombiano — comenzó—. Este último, acosado por todas las Policías del mundo, decidió matarle y hacer que un cirujano plástico le pusiese sus facciones, con lo que adoptó su personalidad, haciendo que, entretanto, un asesino a sueldo ocupase su lugar y fuese eliminado para que la Policía dejara de buscarle.

— ¡Hijo de puta…!

— ¡Y astuto! Fuera de Venezuela, nadie pondría en duda la personalidad de alguien que lejos de su ambiente no era más que un nombre y un pasaporte. Sin embargo, un error de la Policía colombiana facilitó descubrir el engaño. — Fonseca hizo un claro ademán de impotencia—. Podríamos haberle atrapado entonces, pero debieron ponerle sobreaviso y escapó.

— Pues hasta el momento de abandonar el Casino parecía relajado y feliz. Apostaba más que nunca, y ni siquiera hacía un mal gesto cuando perdía.

— ¡Naturalmente! — admitió él—. Probablemente ya sabía que una gran parte de la mercancía extraviada estaba a salvo. — Hizo una corta pausa—. E incluso sin contar con ella, la fortuna de Pablo Roldan se calcula en más de veinte mil millones de dólares. Eso le permite tener aviones, barcos, un ejército de asesinos que recluta entre jóvenes marginados, e incluso por lo que ahora sabemos, submarinos capaces de burlar la vigilancia costera.

— ¿Envió el submarino por debajo del agua desde Colombia? — se asombró Laila Goutreau.

— No lo creo. Tiene medios de sacar de allí toda la cocaína que quiera en sus propios barcos — fue la detallada explicación—. Lo más probable es que el submarino acudiera a algún lugar del Atlántico, cerca de las Azores, donde recibió la carga. Debió sumergirse al cruzar el Estrecho y al llegar aquí fue entonces cuando unas viejas planchas que cubrían la antigua salida de los tubos lanzatorpedos cedieron, y se fue al fondo.

— ¿Cuánto tiempo lleva allí?

— Doce o quince días, supongo. El yate debía servirle de escolta y apoyo, porque sabemos que tocó en Azores y en Marbella, donde tú subiste a bordo. Luego debieron perder contacto en algún lugar, al norte de Ibiza, y él acudió al siguiente punto de reunión, que probablemente estaba situado cerca de la isla de Dragonera. Sin embargo, por alguna razón que desconocemos, el submarino se desvió al Este y fue a parar a Cabrera.

— Donde lo encontraron los delfines…

Adrián Fonseca negó con un gesto y aguardó unos instantes mientras el camarero les servía un nuevo plato y se alejaba.

— Exactamente los delfines, no — especificó—. Quien primero los descubrió fueron los sargos, que acudieron a devorar los cadáveres de tres tripulantes que habían quedado en la zona inundada. — Hizo un gesto señalando el local—. No es mucho mayor que este salón y estaba a tope de paquetes que al romperse provocaron una terrible concentración de cocaína en un espacio muy reducido, con una única salida en cierta forma «bloqueada» por la presión exterior. Poco a poco aquello se convirtió en un hervidero de peces drogados. Los sargos tienen unos dientes muy fuertes, con los que comenzaron a destrozar los paquetes que quedaban intactos, con lo cual la concentración de cocaína jamás disminuía.

— ¡Curioso!

— Extraordinario, más bien. Lorenz ha analizado algunos sargos, y el porcentaje de cocaína en la sangre es brutal, pero a tanta profundidad no les afectaba en exceso, y lo único que les producía era una especie de apatía. Además, su cerebro es muy primitivo y sus posibilidades de reacción muy limitadas.

— ¿Y los delfines?

— Llegaron atraídos por la pesca — fue la inmediata aclaración. Descubrieron una despensa inagotable en la que sus víctimas ni siquiera intentaban escapar, y se atiborraron tragando al propio tiempo parte de ese agua.

— ¿Y por qué a ellos les hizo efecto la coca?

— Porque son mamíferos, poseen un cerebro muy desarrollado y sobre todo tienen que subir a respirar a la superficie. — Se encogió de hombros como queriendo demostrar su desconocimiento del tema—. Por lo que aseguran los expertos, son esas subidas, con el correspondiente cambio brusco de presión, lo que realmente les afecta volviéndoles agresivos. — Cruzó el tenedor sobre el plato indicando con ello que era incapaz de ingerir un solo bocado más—. Creemos que la mayoría de los que formaban el grupo afectado ha muerto de sobredosis.

— ¡Pobrecillos!

— Mejor así, pues hubiéramos tenido que perseguirles como a perros rabiosos, o hubiesen sufrido terriblemente por síndrome de abstinencia. Los buceadores de la Marina han cerrado ya el agujero de proa.

— ¿Qué van a hacer con el submarino?

— Nada de momento. La escotilla se ha soldado, pero «oficialmente» nadie sabe que continúa ahí abajo. Se ha establecido una discreta vigilancia, y si vienen a recuperar la mercancía los cogeremos con las manos en la masa.

— ¿Y si no vienen?

— Dentro de un año se hará público el hallazgo, y todos los que hemos intervenido en el caso tendremos derecho a una recompensa. — Sonrió golpeándole con afecto el dorso de la mano que tenía sobre la mesa—. Alégrese, porque a la larga no habrá perdido su tiempo. Recuperar un «alijo» que puede valer miles de millones, significa una suma bastante sustanciosa.

— Lo que de verdad me gustaría es que hubieran conseguido meter a ese mal nacido en la cárcel — masculló la argelina malhumorada—. ¡Me engañó como a una imbécil!

— Pablo Roldan es quizás el mayor criminal de la historia, y puede darse por contenta con que únicamente la engañara. Tiene sobre su conciencia miles de asesinatos.

— ¿Intenta insinuar con eso que he corrido peligro?

— Está demostrado que todo el que se relaciona con Pablo Roldan corre peligro — fue la honrada respuesta—. Hace once años era un oscuro vendedor de automóviles, hoy figura en las listas de Fortune, y la base de su negocio está en la muerte, pese a que los consumidores de cocaína se nieguen a aceptarlo. Nadie admite que cada vez que compra una pequeña dosis con la que evadirse un rato o animar una fiesta, más del cincuenta por ciento de lo que paga está destinado a sobornar a políticos, aduaneros y policías corruptos, o a asesinar a los honrados. — Le daba ahora vueltas muy despacio al excelente café muy cargado que le habían servido, observando con gesto de envidia el delgado habano que ella encendía—. En algunos países — añadió—, el mío entre otros, la ley ha cometido el error de no penalizar al consumidor, sin tener en cuenta que en él radica el mal. Si no hubiese viciosos, no existirían los traficantes, puesto que la droga no es algo que el ser humano necesite ineludiblemente.

— No creo que «snifar» una «rayita» de tanto en tanto sea un vicio como para que te encarcelen — protestó la argelina—. Es como beberse un par de copas.

— El hecho en sí mismo no es tan grave — admitió Fonseca—. Pero se trata del último eslabón de una cadena putrefacta, y moralmente no es admisible que el consumidor se refugie en su supuesta inocencia negando la parte de culpa que le corresponde en el conjunto. El estúpido snobismo de quienes no tienen la suficiente personalidad como para encontrar por sí solos el bienestar que les produce el uso de las drogas, es lo que permite que se creen monstruos como Roldan Santana. Sin tanto ejecutivo mentecato, seguiría siendo un miserable vendedor de coches usados.

— Le juro que después de esto no volveré a probarla — comentó Laila, y sus verdes ojos refulgieron de tal modo que al pobre policía a punto estuvo de darle un síncope—. De ahora en adelante me limitaré al tabaco y al champagne, aunque acabe haciéndome pis patas abajo.

— ¿Qué planes tiene?

— Esperar a que Marc me envíe dinero y tomarme unos días de descanso. — Le observó con fijeza—. Necesito empezar a replantearme el futuro. Tengo treinta y un años y ya no me atrae lo que esta clase de vida ofrece. Como usted dijo, alguien que habla cinco idiomas, entre ellos el árabe, debe aspirar a algo más que a abrirse de piernas a disgusto.

— Creí que estaba convencida de que ese oficio «marca» para siempre.

— Y sigo estándolo. — Sonrió de nuevo—. Lo que ocurre es que existen dos clases de putas: las putas retiradas, y las putas en activo.

— El cinismo no le sienta bien con ese peinado — señaló él desabridamente—. Ni con ese vestido de

Soledad. Mire a su alrededor — añadió—. Todos la admiran, y estoy seguro que nadie imagina que sea lo que pretende ser.

— ¿Y qué es lo que imaginan?

— Quizá, que es mi hija.

— ¡Oh, vamos! — rió ella—. ¡Qué tontería! ¿Cómo puede nadie imaginar que soy su hija?

— ¿Por qué no? Me sobran años, y aquellos dos jovencitos de la esquina, están rogando a Dios para que así sea.

— Aborrezco a los jovencitos — puntualizó ella sin molestarse en mirarlos—. Incluso a los muy ricos. No dudan en recurrir a tipos como Marc para que les proporcione chicas de lujo que no se sienten capaces de conseguir, pero luego se niegan a admitir que se trata de un «negocio» e imaginan que tenemos la obligación de enamorarnos de ellos solamente porque se consideran maravillosos en la cama.

— Es que resulta mucho más fácil ser «maravilloso en la cama» a los treinta que a los cincuenta.

— Se equivoca — refutó convencida—. Puede que a los dieciocho creyera que un hombre de treinta era un portento, pero a mi edad, y con mi experiencia, las cosas cambian.

— Supongo que habrá de todo, y a todas las edades. — Adrián Fonseca parecía tener un marcado interés en abandonar un tema que le ponía nervioso, en especial por la personalidad de su interlocutora—. Cuando veo a un tipo como César Brujas, joven, fuerte y lleno de entusiasmo que no duda en sumergirse a setenta metros sin miedo a los tiburones o a los delfines, tomo plena conciencia de mi edad, y empiezo a preguntarme qué diablos pinto ya en esta vida.

— ¿Y se lo pregunta precisamente el día que ha resuelto uno de los casos más complejos que se le hayan presentado jamás a un policía? — se asombró la argelina—. Si no fuera por usted cientos de toneladas de cocaína estarían dentro de quince días matando gente.

— Lo dudo. En realidad yo no he tenido mucho que ver en la solución del problema. Sin los Lorenz, César, la INTERPOL y usted misma, no habría conseguido avanzar un paso.

— Y Velázquez sin lienzos, pinceles y pinturas nunca nos habría dado Las Meninas — fue la respuesta—. Por lo general aborrezco a los policías, pero no puedo negarle que le admiro. Si se comprase un traje, se cortase el pelo y dejara de mordisquear esos estúpidos cigarrillos de plástico sería un tipo fantástico.

— No tengo el menor interés en ser un tipo «fantástico.» A las palomas les gusto así.

— ¿Es que acaso se «beneficia» a las palomas?

— ¡No sea vulgar! Las palomas son unos animales maravillosos, aparte de ser una de las pocas especies que se mantienen fieles a su pareja hasta la muerte. — Hizo una larga pausa—. Y a menudo, incluso a pesar de su muerte.

— ¿Y eso tiene una especial importancia para usted? — quiso saber la argelina.

— En cierto modo, sí.

— ¿Le fue siempre fiel a su esposa?

— Siempre.

— ¿Continúa siéndolo?

— Ésa es una pregunta que no viene al caso, ¿no cree?

— ¿Por qué? ¿Le avergüenza reconocer que ha tenido alguna aventurilla con chicas de mi oficio? — Cambió el tono de voz—. ¿O lo que le avergüenza es reconocer que no ha hecho el amor en tres años?

— Ni una cosa ni la otra. Como viudo puedo permitirme cualquier tipo de «aventurilla», y como hombre seguro de su virilidad, puedo permitirme de igual modo mantenerme fiel al recuerdo de un ser único e irrepetible.

— Acabaré aborreciéndola.

— Lo dudo. Usted vale más que eso.

— Por mucho que valga una mujer, acaba siempre por aborrecer a alguien que es hermosa, discreta, inteligente, simpática, buena cocinera, esposa fiel, y para colmo excelente decoradora…

— Pero está muerta.

— Sí — admitió ella—. Y eso es lo peor: está muerta.





El Ebony Tercero estaba dispuesto ya para ser botado, pero César Brujas se resistía a permitir que se deslizara hasta las tranquilas aguas de la bahía, quizá porque los últimos recuerdos que conservaba de su hermano se relacionaban con las largas horas en que habían trabajado juntos sobre la negra y reluciente cubierta de aquel velero único en su género; la más perfecta obra de arte que había salido de sus manos.

Libraba una sorda lucha entre el deseo de verle navegar cortando el agua como una flecha azabache \ o un cormorán en el momento de lanzarse en pos de su presa, y su inconsciente temor a que, lejos ya Miriam Collingwood y ahora el barco, la amada presencia comenzara a diluirse en su memoria, tal como se había desvanecido tiempo atrás la de sus padres.

Fue el día en que plantaron la quilla del Ebony Tercero cuando César Brujas le confesó a su hermano que el médico le había confirmado que jamás podría tener hijos, y cuando le recomendó — medio en serio, medio en broma— que se cuidase mucho, puesto que había pasado a convertirse en la única esperanza de un apellido famoso en todos los puertos deportivos del mundo.

En los últimos días se había acostumbrado a dejar pasar largas horas encerrado en su luminoso despacho, observando fotografías que cubrían del suelo al techo las paredes, y en las que podían admirarse los ciento doce barcos que habían salido del astillero a lo largo de su historia, orgulloso al constatar que más de la mitad aún navegaban y quizás en aquellos momentos estaría realizando una hermosa singladura por cualquiera de los grandes océanos.

Su vista se detuvo en la estilizada silueta del Samoa con el que el australiano Matt Kimberley estableció un récord al dar la vuelta al mundo sin escalas, y su memoria se remontó al día en que su padre decidió lanzarlo al agua cuando él apenas acababa de cumplir los cuatro años.

Luego se preguntó una vez más por qué razón el Ulisses pasó a convertirse en un buque fantasma que vagó más de tres años por el Atlántico Sur para ir a parar a un escondido golfo de la Patagonia sin que jamás nadie fuera capaz de aclarar qué profundo misterio ocultaba en su seno, y por qué oscura razón toda una familia argentina y cuatro miembros de la tripulación desaparecieron en el mar sin dejar rastro.

Su padre siempre quiso recuperar el Ulisses conservándolo como prueba tangible de que un velero construido por los «Brujas» era capaz de resistir tres años de abandono e incluso los rigores de la climatología patagónica, pero problemas burocráticos y el estallido de la guerra impidieron que el valiente navio abandonara «Ríos Gallegos», donde acabó alimentando chimeneas.

Quedaba por último el Mambatha, al que un capitán borracho estrelló contra un bajío al día siguiente de haberle sido entregado oficialmente, y era aquel el «Brujas» de más corta existencia, lo que provocó una semana de duelo y llanto entre quienes habían dedicado un año de trabajos e ilusiones para que un beodo inepto las desbaratase en un instante.

Y es que toda su gente amaba su oficio, cosa poco frecuente ya entre los operarios, y para la mayoría de ellos ver penetrar un velero en el mar el día de su botadura, era como ver nacer al hijo que habían engendrado entre todos con amor y entusiasmo.

El viejo Sebastián, que aún era aprendiz cuando se estaba trabajando en el mítico Aquitania, el mayor de cuantos veleros vieron la luz en España en todo el siglo XX, podía relatar la historia de cada uno de los sesenta y tres navíos que habían pasado por sus manos, conocía los nombres de sus dueños y les seguía la pista a través de los mares como si fueran algo de su exclusiva propiedad.

— Son parte de mi vida — decía—. Y de igual modo que suelo saber qué hacen mis nietos, me gusta tener una idea de dónde fondean mis «barcos».

Ver perderse en el horizonte uno de esos barcos dejaba siempre un vacío en el alma, y ningún sentimiento de dolor podía comparársele, puesto que cuando un arquitecto y su equipo concluían una casa, esa casa continuaba siempre allí, y siempre podían visitarla, pero un navio tan sólo comenzaba a serlo cuando iniciaba su andadura, y quedaba la duda de si estaría comportándose como debía y sería todo lo valiente que se esperaba que fuese.

El mar era un poderoso enemigo al que le divertía destrozar a los cobardes, respetando únicamente — y no siempre— a aquellos que sabían plantarle cara en los difíciles momentos.

Cincuenta y siete «Brujas» habían navegado en alguna ocasión por «Los Cuarenta Rugientes» doblando el Cabo de Hornos en una u otra dirección, y ninguno de ellos le dio nunca la popa a las gigantescas olas o los aullidos del viento, pese a que en cierta ocasión el Cosmopolitas, tardó casi dos meses en coronar su hazaña.

«De sangre, de sal y brea» fueron siempre los «Brujas» de Mallorca, pero ahora esa sangre parecía haber perdido toda su fuerza, y cuanto quedaba de bueno en ella se conservaba en la nevera de un hospital, aguardando a que engendrara gente de otro apellido y otro oficio, que jamás tendría conocimiento de cuánta sal y cuánta brea corría por sus venas.

— Si realmente la tienen, pronto o tarde saldrá a la luz. — Fue el sereno comentario de Claudia Lorenz durante una de las largas charlas que acostumbraban a mantener sobre tan delicado tema—. Y si no aflora, no tendrá mayor trascendencia, puesto que se puede llegar a ser un gran hombre sin necesidad de construir barcos de vela. Lo que en verdad importa, es que esos niños nazcan, nazcan sanos, y lleguen a ser dignos hijos de tu hermano.

— ¿Y cómo sabré si han nacido, si están sanos y son felices, o tal vez necesitan una ayuda que yo no podré proporcionarles por mucho que lo intente?

— Supongo que no hay forma de que lo sepas — admitió ella—. Y supongo que ésa es una pregunta que se habrán hecho la mayoría de quienes han decidido donar su semen conscientes de que acabará inseminando a mujeres anónimas. ¿Dónde irán a parar sus posibles hijos, y qué futuro les espera? Incluso más de uno se planteará qué derecho tiene a esparcir alegremente su semilla sin cerciorarse de que va a caer en tierra fértil. — La muchacha frunció los labios mostrando a las claras su desagrado—. Admito que como mujer no me gustaría tener que plantearme nunca semejante pregunta. Mis hijos tendrán que ser siempre algo próximo, que pueda vigilar y atender mientras tenga fuerzas para ello.

No había vuelto a discutir la posibilidad de que Claudia Lorenz se convirtiera en la madre de los hijos de Rafael Brujas, puesto que César había comprendido desde el primer momento que ella rechazaba visceralmente la idea, e incluso él mismo había llegado a la conclusión de que al igual que no se le podía ofrecer a una mujer un futuro sin hijos, tampoco podía ofrecérsele otro en el que los hijos fueran «impuestos» de una forma fría y científica.

— Estamos bien así, por el momento — había puntualizado ella una tarde en que acudieron a examinar los cadáveres de dos pequeños delfines listados que habían encallado en una playa de Alcudia—. Y creo que lo mejor será no forzar los acontecimientos dejando que el tiempo decida por nosotros. Por lo que tengo entendido ese esperma puede permanecer congelado varios años.

Poco más tarde, mediado el mes de agosto, lo que en un principio no parecieron ser más que dos muertes fortuitas, comenzó a transformarse en una alarmante epidemia, ya que cientos de delfines «listados» comenzaron a ser empujados por las olas a la mayoría de las playas del Mediterráneo, y los Lorenz se vieron desbordados por una tragedia que les afectaba directamente, y en la que el mismo César Brujas se vio involucrado sin proponérselo.

¿A qué podía deberse una mortandad que amenazaba el futuro de toda una especie, y qué relación podía tener con el submarino hundido?

— Ninguna — fue la categórica afirmación de Max Lorenz, que en esta ocasión se mostró seguro de sí mismo—. No presentan el más mínimo rastro de cocaína en la sangre, y lo que sí he encontrado es un nivel de policlorobifenilos o «PCB», de casi mil pares por millón, cuando lo normal es que una cantidad superior a los cincuenta pares sea considerada altamente tóxica. No es que eso les haya causado la muerte de forma directa, pero sí es muy probable que haya reducido de tal forma sus defensas inmunológicas, que cualquier virus, inofensivo en otras circunstancias, los está aniquilando.

— ¿Qué clase de virus?

— Eso aún no he podido determinarlo con exactitud, pero sospecho que alguno que les ataca al hígado. — Hizo una pausa y añadió meditabundo—: Lo que sí es muy posible, es que los delfines «mulares» padecieran también, en menor escala, idéntica carencia inmunológica, aunque al pertenecer a una especie de mayor tamaño que suele habitar lejos de las costas, no se vieran afectados tan decisivamente. Quizá fue la debilidad lo que les impulsó a buscar comida fácil en el interior del submarino, y lo que propició que la cocaína les produjera un efecto tan brutal.

— ¿Y no es mucha coincidencia, que en el mismo año ocurran las dos cosas?

— Sí y no. De hecho delfines mueren siempre, y más morirán a medida que vayamos contaminando los mares. El Mediterráneo es el primero, sin duda porque es el más recogido y el que sufre mayor número de vertidos industriales, pero nos guste o no, tendremos que acostumbrarnos a la idea de que esto ocurra cada vez con más frecuencia, de la misma forma que cada vez serán más frecuentes accidentes como el de Chernobyl. Si nos destruimos nosotros mismos, ahogándonos en mierda, ¿qué tiene de extraño que destruyamos también a los delfines?

— Pero es triste. ¿Qué culpa tienen ellos de que unos cuantos desaprensivos se quieran enriquecer traficando con drogas o poniendo en marcha fábricas sin garantías de seguridad?

— ¿Y qué culpa tienen los niños que mueren cada año en las grandes zonas industriales, los que nacen tarados o deformes, o los que arrastran una existencia miserable respirando aire viciado? — Se advertía que el viejo científico se encontraba cansado, quizá vencido de antemano en una guerra que sabía perdida hacía ya muchos años—. El delfín es un animal demasiado hermoso como para subsistir en el detritus en que nosotros nos movemos, y si he de ser sincero, en cierto modo prefiero asistir a su destrucción total, que a su total degradación.

— No creo que sea posible asistir a la «destrucción total» de una especie tan numerosa como la de los delfines — protestó César Brujas—. ¡Hay tantos y en tantos océanos…!

— El hombre es capaz de todo — fue la pesimista respuesta—. En Norteamérica, unos cinco mil millones de palomas salvajes ocultaban a veces el sol durante días, pero la última murió a finales de siglo en el zoológico de Cincinnati. Si en el transcurso de una sola generación se consiguió aniquilar tal cantidad de aves en unos tiempos en que no existía nuestro grado de contaminación, ¿qué no seremos capaces de destruir en el futuro? En ochenta años han desaparecido cincuenta y siete especies de animales tan sólo en los Estados Unidos, y se calcula que en el mundo se extingue una especie al año. Viendo lo que está ocurriendo aquí ahora, no me sorprendería que los delfines estuviesen ya en esa lista.

— ¿Y qué piensa hacer al respecto?

— ¿Yo? Luchar como siempre he luchado, aunque en lo más profundo de mi alma abrigue el convencimiento de que no existe esperanza alguna de triunfo. Al fin y al cabo, tampoco nadie ha vencido nunca a la muerte, y no por eso dejamos de intentarlo.





De regreso a París, Laila Goutreau realizó un meritorio esfuerzo por abandonar la forma de ganarse la vida a que estaba acostumbrada, pero pronto comprendió que no era el momento idóneo, puesto que la crisis del golfo Pérsico había repercutido muy negativamente sobre una economía que amenazaba con entrar en un período de profundo receso, convirtiendo por tanto en inútiles todos sus intentos de conseguir un trabajo medianamente bien remunerado.

Cada vez que creía haberlo logrado, solía enfrentarse a la triste realidad de que quien se lo proporcionaba lo hacía con el secreto propósito de obtener a bajo costo lo que otros pagaban de forma mucho más directa, y no le sorprendió comprobar que la segunda vez que se negaba a aceptar una invitación para ir a cenar con un superior se quedaba automáticamente sin empleo.

Por si todo ello no bastara, los últimos acontecimientos habían exacerbado de forma notable el proverbial rechazo de los franceses por todo cuanto tuviera algo que ver con el mundo islámico, y descubrió que había quien aún pensaba que por el simple hecho de hablar correctamente el árabe y ser demasiado atractiva, parecía candidata segura a convertirse en agente secreto de palestinos o iraquíes.

Se vio en la obligación, por tanto, de dejar de frecuentar restaurantes magrebíes o leer en público periódicos en su lengua materna, e incluso arrinconó en un armario aquellos vestidos que de alguna forma evocaban la clase de sangre que le corría por las venas.

Su situación se complicaba además por el hecho de que había mantenido un duro enfrentamiento con Marc Cotrell a causa del desgraciado incidente con el «encantador millonario venezolano» que con tanto ardor le había recomendado, aunque a la postre tuvo que reconocer que el afeminado proxeneta había sido una víctima más de la innegable astucia de un hombre que había sabido burlar a todas las Policías del mundo, pese a haberse convertido por méritos propios en el criminal más perseguido del momento.

— Al fin y al cabo… — fue el intencionado comentario del mariquita— …por contenta puedes darte con que no se limitara a tirarte por la borda. Era lo menos que cabía esperar de un tipo tan feroz.

Razón no le faltaba desde luego, y con frecuencia la argelina experimentaba un ligero estremecimiento al imaginar lo que podía haber ocurrido si en lugar de en una sala de juego rebosante de público, Rómulo Cardenal hubiese tomado la decisión de desaparecer de la circulación en cualquier otra circunstancia.

A su mente volvían una y otra vez los recuerdos de aquella nefasta noche, y cuanto más memoria hacía, más se reafirmaba en la idea de que fue allí, sentado ante la ruleta, cuando el «venezolano» tuvo auténtico conocimiento de que algo grave ocurría, decidiendo en ese instante alzar rápidamente el vuelo.

El barco había atracado en Palma a media tarde, los buceadores habían desembarcado de inmediato, y a Rómulo Cardenal se le advertía relajado, feliz de verla después de todo un día de separación, y más apasionado que nunca a la hora de conducirla directamente a la cama.

Incluso le había reñido por no haberse comprado apenas ropa, prometiéndole un hermoso regalo para el domingo siguiente en que se cumplía un mes de haberse conocido, y Laila Goutreau tuvo entonces la impresión de que no podía existir un ser humano más satisfecho que aquél con su existencia.

Luego, en el Casino, todo fue bien durante dos largas horas, pese a que la fortuna en el juego continuara tan esquiva como siempre.

¿Qué ocurrió entonces?

¿Por qué desapareció tan de improviso?

¿A quién vio, que le obligó a marcharse?

Se estrujaba el cerebro tratando de elegir entre tantos rostros ansiosos como seguían el girar de la bola, uno que se significase por algún detalle especial, pero no conseguía aislarlo, pese a que en lo más íntimo de su ser abrigase el convencimiento de que estaba allí, lo había visto e incluso le había llamado la atención su presencia.

Era como cuando se tiene un nombre en la punta de la lengua y no acaba de aflorar, o como un sueño que al despertar se pretende recuperar inútilmente.

Al fin y al cabo, ¿qué importancia tenía quién pudiera haberle avisado?

Se había ido y probablemente estaría ya de regreso en Colombia, escondido en alguna hermosa isla caribeña, o alojado en un lujoso hotel de Nueva York en compañía de una exótica belleza profesional que tal vez se hacía también la vana ilusión de que estaba consiguiendo enamorarle.

¡Qué estúpida había sido!

¡Cómo debió burlarse cuando le pidió que no siguiera pagándole sumas que se le antojaban fastuosas, pero que para alguien como él ni siquiera contaban…!

Algunas noches se despertaba empapada en sudor frío, imaginando que estaba a punto de hacer el amor con alguien que no dudaba a la hora de ordenar la muerte de miles de inocentes, y que se empeñaba en continuar amasando más y más dinero pese a que lo estuviera amasando con la vida de millones de personas.

¿Para qué?

¿Qué podía empujar a Rómulo Cardenal, Pablo Roldan, o como quiera que se llamase, a continuar acumulando riquezas, si por mil años que viviese jamás conseguiría gastárselas?

— Tan sólo el valor en el mercado de lo que contiene ese submarino constituye en sí mismo una suma alucinante — había señalado Adrián Fonseca—. Y no es más que una pequeña parte de la coca que exporta cada año.

Laila Goutreau había conocido a muchos hombres ricos, muy ricos y riquísimos, y en más de una ocasión había asistido a fiestas en la Costa Azul o Marbella en las que jeques árabes competían con petroleros tejanos, fabricantes de coches italianos o banqueros suizos, e incluso podía vanagloriarse de haber dormido con personajes que valían su peso en oro o en diamantes, pero aun así, se sentía impresionada por cuanto había averiguado sobre la fortuna del narcotraficante colombiano.

A solas en su coqueto apartamento de la Avenida George V, observando durante largas horas de hastío las luces de los coches que cruzaban los vecinos Campos Elíseos, o contemplando a los últimos clientes de «Le Fouquet», se preguntaba una y otra vez por qué razón un hombre que ya lo tenía todo, y al que en un momento dado se le planteó incluso la posibilidad de «retirarse», prefería continuar jugándose la vida por conseguir algo que jamás le serviría de nada.

De vender coches usados a hacerse rico, se entendía. De ser rico a ser inmensamente rico, quizá también, pero a partir de ciertas cifras, era como si las compuertas que contenían la avaricia o la ambición se desmoronasen, y no existiera fuerza alguna que pusiera freno a la posibilidad de poseer más y más, aunque ya ni siquiera se supiera qué era en verdad lo que se intentaba poseer.

El policía mallorquín le había hablado largamente de lo que constituía en aquellos momentos el complejo negocio de la droga, y hasta qué punto ésta se estaba convirtiendo en la fuerza oculta que movía los hilos de la política mundial, y a Laila Goutreau le asombró descubrir qué ingente cantidad de respetados líderes no habían dudado a la hora de enfangarse en un negocio que hipócritamente denostaban en público pese a que estaba claro que en los últimos veinte años la mayoría tan sólo danzaban al son de dos únicas melodías: la droga y el petróleo.

— La historia nos enseña que los ingleses provocaron una guerra para obligar a los chinos a consumir opio — había señalado seriamente Adrián Fonseca—. Y la historia futura nos enseñará que, en las postrimerías del siglo XX, la Humanidad vivió esclava de dos únicos productos: el petróleo que mueve sus máquinas, y la droga que mueve sus cansados espíritus. Si alguien no lo remedia, llegará un momento en que no habrá más Dios que la coca.

El otoño caía sobre París y la mayoría de las tardes llovía mansamente. Era un tiempo de reflexión y de nostalgia; tiempo de hacer balance y plantearse con honradez el alcance de triunfos y fracasos, y la argelina era lo suficientemente honesta consigo misma como para comprender que abundaban más las derrotas que las victorias a la hora de hacer anotaciones en su particular libro de cuentas.

Aún podía mirarse al espejo y descubrirse hermosa; más mujer, más hecha y más a punto, pero aquella luz de ilusión que antaño inundaba sus ojos comenzaba a dar paso a una fría opacidad decepcionada, pues los años pasaban y su mayor logro se centraba en haber conseguido cobrar por una sola noche de «amor» lo que nadie cobrara anteriormente.

«Rómulo Cardenal» había constituido quizá su última esperanza de convertirse en mantenida de lujo permanente, y Adrián Fonseca el fallido sueño de olvidar el pasado y transformarse en una sencilla ama de casa, pero una y otra oportunidad habían pasado junto a ella sin detenerse, y a menudo se preguntaba las razones de tan rotundo fracaso.

Con respecto al escurridizo «venezolano» la cosa estaba en cierto modo justificada, puesto que había tenido que poner pies en polvorosa cuando más entusiasmado parecía y a nadie podía culparse de tal fuga, pero la argelina aún se preguntaba con frecuencia en qué se equivocó para que el policía adoptase una actitud tan indiferente en el último momento.

Tenía la suficiente experiencia como para saber cuándo gustaba, y le constaba que al desgarbado inspector mallorquín lo había vuelto loco, pero algo falló sin razón lógica alguna, y continuamente se preguntaba qué pudo ser.

Su última charla había tenido lugar en el palomar de la azotea, donde él solía refugiarse a meditar cuando algún problema le inquietaba, y fue por tanto allí donde Laila no dudó en preguntarle si podría darse el caso de que llegara un momento en que consiguiese olvidar su pasado para considerarla una mujer «normal.»

— Con pasado o sin pasado, tú nunca podrás ser una mujer «normal» — fue la humorística respuesta—. Las mujeres normales no suelen tener ese cuerpo, ni esos ojos.

— No es a eso a lo que me estoy refiriendo — protestó ella—. Lo que quiero saber es si en caso de que cambiara de vida, se te pasaría por la cabeza la idea de casarte conmigo.

— Se me ha pasado un millón de veces.

— ¿Y…?

— No puedo hacerlo.

Nada le dolió nunca tanto a la argelina como aquella respuesta, simple y directa. Nada; ni aun el hecho de descubrir que la habían abandonado en un puerto extranjero, ni el saber que el único hombre que había amado regresaba a Montreal con su familia.

— ¿Por qué? — quiso saber.

— Digamos que por razones «muy especiales».

— ¿Relacionadas con mi oficio?

— En cierto modo.

Por unos instantes la muchacha había dudado entre enfurecerse o echarse a llorar, pero al fin había conseguido reunir la suficiente entereza como para comentar con aparente calma y voz pausada:

— Llegué a pensar que eras otro tipo de hombre: más caritativo o, quizá sería mejor decir, más «comprensivo», pero al menos debo reconocer que eres sincero, y aunque no puedo negar que me has decepcionado, entiendo tus razones. Espero que la próxima vez que conozcas a una mujer que te interese, tengas más suerte.

No volvieron a verse; no volvieron a mantener contacto alguno pese a que habían transcurrido ya tres largos meses, y en todo ese tiempo Laila Goutreau no había podido dejar pasar un solo día sin sentirse avergonzada por el hecho de que la única vez que le pidió a un hombre algo que no fuera dinero, se lo hubieran negado de forma tan rotunda.

Sabía que podía haber sido feliz con Adrián Fonseca, y que habría aprendido a convertirse en una esposa de la que cualquier hombre tendría motivos para sentirse orgulloso, e incluso sus vanos intentos de los primeros días de rehacer su vida y no volver a prostituirse estaban inspirados en el hecho de que tal vez el policía recapacitase y viniera a buscarla encontrándola convertida en otra clase de persona.

Pero a partir de aquella tarde en el palomar no había recibido ni tan siquiera una postal o una llamada, y comenzaba a perder toda esperanza de abandonar por algo que valiera la pena el viejo oficio.

Poco más tarde Marc Cotrell volvió a la carga ofreciéndole «clientes» muy selectos que pagaban espléndidamente y por adelantado, llegó a la conclusión de que no valía la pena seguir pasando apuros tontamente, y permitió que sus fotografías volvieran a un «circuito» del que se había hecho la firme promesa de alejarse.

Tal como ella misma aseguraba, tan sólo existían dos tipos de prostitutas: las que estaban en activo y las que ya se habían retirado, y al parecer aún no le había llegado el momento de retirarse dignamente u obligada por la fuerza de los años.

Seguía lloviendo en los atardeceres parisinos, y jamás se le antojó tan triste aquella ciudad rebosante de gente apresurada.

Algunos días iba al cine; otros daba un largo paseo sin destino aparente y sin prestar la más mínima atención a cuantos la piropeaban, con la altivez propia de las putas de lujo en horas de asueto, que tan sólo buscan que las dejen en paz aquellos que saben bien que nunca podrán abonar sus tarifas.

Trabajaba muy poco, pues fiel a su promesa o temiendo perderla, Marc Cotrell tan sólo le ofrecía «servicios» muy bien remunerados que no exigían el esfuerzo de asistir a una cena, una estúpida charla, o largas horas de bailar y emborracharse en discotecas.

Una noche de principios de octubre se sorprendió a sí misma marcando un número de Palma de Mallorca, pero se arrepintió antes de que la voz del policía respondiera al otro lado, y se maldijo por haber cedido un solo instante a semejante impulso. Al fin y al cabo, Adrián Fonseca no era más que un pobre hombre que vivía aferrado al recuerdo de un cadáver, y que no había sido capaz de aprovechar la oportunidad que el destino le había puesto al alcance de la mano.

Pasaron, interminables, dos semanas.

Luego, una noche, estando ya en la cama, casi a punto de dormirse vencida por uno de aquellos interminables coloquios pseudo intelectuales a que tan aficionada solía ser la televisión francesa, sonó el teléfono y la voz de Marc Cotrell le anunció que «un cliente muy especial» solicitaba sus servicios.

— ¿A esas horas, y lloviendo a cántaros? — se horrorizó—. ¡Tú estás loco!

— No son más que las diez, y no lo harás en la calle, sino en tu hotel de lujo predilecto — fue la irónica respuesta.

— ¡Pero ya estoy en la cama!

— Cuando vuelvas a meterte en ella serás sesenta mil francos más rica.

— ¡Sesenta mil francos! — se asombró—. ¿Bromeas?

— Ya están cobrados.

— ¿Un árabe?

— No, no se trata de un árabe, Marcel jura que es griego, que tiene buen aspecto, y que en cuanto vio tu foto puso el dinero sobre la mesa con tal de que fueras esta misma noche. Al parecer se va mañana.

— ¡Mierda!

— Son sesenta mil francos, niña… ¡Libres de impuestos!

— Algo raro querrá a cambio.

— Nada raro. Marcel se lo advirtió: si quería cosas «raras» tendría que elegir a Dominique o a Etna. — La voz del afeminado sonó levemente impaciente—. ¡Decídete! Ocasiones como ésta no se presentan todos los días.

Laila meditó unos instantes, calculó el tiempo que necesitaría para arreglarse, y por último chasqueó la lengua con gesto de disgusto.

— ¡Está bien! — aceptó—. Estaré allí en una hora. ¿Cómo se llama el tipo?

— Dupond. Suite ciento seis.

— ¡Maldita sea! ¿Por qué todos tus clientes se llaman siempre Smith, Pérez o Dupond?

— Porque a los otros nunca les sobran sesenta mil francos — fue la burlona respuesta—. ¡Diviértete, pequeña!

— ¡Vete a la mierda!

Colgó, se encaminó al cuarto de baño, se dio una larga ducha y comenzó a maquillarse. Quien se mostraba tan increíblemente generoso bien merecía no sentirse decepcionado, por lo que puso sumo cuidado en elegir un atuendo acorde con la ocasión. Ya que se vendía, y que se vendía tan cara, lo menos que podía hacer era procurar que el cliente quedara satisfecho.

El resultado fue a todas luces espectacular o al menos así opinaron los innumerables Smith, Pérez y Dupond que llenaban el amplio hall del hotel, y sobre todo Marcel y los restantes conserjes, que conociéndola como la conocían desde hacía años, admiraron no obstante su paso con una leve sonrisa de complicidad o una larga mirada de ese tipo de deseo que sabe de antemano que jamás se verá satisfecho.

El ascensorista había cambiado.

Ya no era el viejo parlanchín libidinoso que solía desnudarla con la mirada o hacía malintencionados comentarios sobre los motivos de su estancia en el hotel, sino un respetuoso muchachuelo lo suficientemente inexperto como para no saber diferenciar entre una simple huésped y una vulgar «visitadora» por costoso que fuera el abrigo de piel que le cubría.

Y en este caso, el blanco abrigo de zorro daba el pego, y contribuía a resaltar aún más, si es que ello era posible, la espectacular belleza de la argelina.

El hombre que abrió la puerta de la suite ciento seis debió pensar lo mismo, puesto que permaneció unos instantes inmóvil en el umbral observando con aire complacido a la prodigiosa criatura que acababa de hacer acto de presencia.

— ¡Vaya, vaya, vaya! — exclamó en un francés bastante deficiente, al tiempo que lanzaba un leve silbido de admiración—. Era mucho lo que esperaba, pero en verdad que no esperaba tanto.

— ¿Puedo pasar?

— ¡Desde luego! A eso has venido, supongo.

Cerró tras ella y le ayudó a despojarse del abrigo con una forma de comportarse y unos ademanes tan precisos que obligaban a pensar que se trataba de una persona más que habituada a situaciones semejantes.

Era alto, fuerte, de cabello rizado y entrecano, barba cuidada y grandes gafas ahumadas, y aunque no exhibía joya alguna, ni aun tan siquiera una simple alianza, el lujo de la estancia y la calidad de su ropa mostraban a las claras que se trataba sin duda de un individuo de holgadísima posición económica.

— ¿Cómo te llamas? — fue lo primero que inquirió educadamente.

— Laila.

— ¡Ah, sí, Laila! — admitió—. ¡Es cierto! Lo vi en la foto, aunque pensé que se trataba más bien de un nombre «artístico.»

— Pues es auténtico.

— ¡Mejor así! Yo me llamo Dupond.

— Ya lo sabía, aunque también pensé que se trataba más bien de un nombre «artístico.»

— ¡Muy agudo! — rió el otro de buena gana—. En realidad puedes llamarme Nick. Soy griego.

— Yo argelina.

— ¿Champagne…?

Estuvo a punto de responder que el champagne tenía la virtud de conseguir que acabara crinándose en los puertos, pero se limitó a hacer un leve gesto de asentimiento, para ir a tomar asiento en el amplio sofá del inmenso salón, con la naturalidad de quien ha visitado ya infinidad de salones semejantes.

En realidad, y aunque se librara lógicamente de comentarlo, Laila Goutreau había pasado innumerables noches en la suite ciento seis de un hotel que se encontraba casi a tiro de piedra de su propio apartamento, y podía señalar a ojos cerrados dónde se encontraba cada interruptor de la luz e incluso casi cada cenicero.

El griego tuvo en un principio más dificultades de las previstas para descorchar el champagne, pero al fin sirvió dos altas copas aproximando al propio tiempo un pesado bol de caviar incrustado en un recipiente de plata con hielo picado.

— Lo mejor para la mejor — comentó al fin tomando asiento a su lado—. ¿Me permites que te haga una pregunta un tanto delicada?

— Naturalmente, aunque si lo que pretendes saber es la razón por la que una chica tan guapa como yo se dedica a un oficio como éste, te diré de antemano que es porque las feas no suelen tener clientes como tú.

¡Touché!

— No he pretendido molestar, pero es que ésa suele ser la primera pregunta que todo el mundo me hace.

— Deberías de dedicarte al cine.

— Lo intenté, pero no sirvo.

— ¿Por qué?

— No soy demasiado fotogénica y tampoco me siento capaz de meterme en el papel de otra persona. — Sonrió muy levemente—. Lo único que pretendían era que hiciera ante las cámaras lo que suelo hacer en privado, pero no me gusta el exhibicionismo, y además pagan muy poco.

— Pareces una mujer que sabe lo que quiere.

— Lo sabía, pero ya no estoy tan segura.

— ¿Te importaría desnudarte?

— ¿Aquí o en el dormitorio?

— De momento aquí. Me apetece continuar charlando un rato.

La argelina obedeció despojándose del leve vestido camisero de seda cruda, y resultó evidente que su acompañante necesitaba respirar profundamente al enfrentarse a la rotunda esplendidez de sus pechos y la inimitable curva de sus caderas.

— ¡Diantre! — exclamó admirado—. ¡Lástima no haberte conocido el primer día! Me voy mañana… — La observó con detenimiento para acabar agitando la cabeza con incredulidad—. ¿Cómo es posible que nadie haya intentado sacarte de esto definitivamente? — quiso saber.

— Algunos lo intentaron — admitió la argelina con naturalidad—. Pero por una causa u otra nunca cuajó.

— ¿Culpa tuya?

— A veces sí, y a veces no. La vez que más cerca estuvo de que ocurriera, fue como una burla del destino, pero es una larga historia.

— Cuéntamela.

— ¿Ahora? — se sorprendió ella—. ¿Has pagado sesenta mil francos para que te cuente historias? No soy Sherezade.

— No. No he pagado para que me cuentes historias, sino para hacer el amor, pero ya no soy tan joven como para intentarlo por dos veces, y el hecho de contemplarte así desnuda mientras me hablas de ti, constituye un placer adicional que más tarde ya no tendrá idéntico valor. ¿Entiendes lo que trato de decir?

— Naturalmente. Siempre es más hermoso lo que se desea, que lo que ya se ha poseído.

— Más o menos… ¿Me cuentas esa historia?

— Te advierto que no tiene excesiva importancia y data de hace algún tiempo, cuando aún me ilusionaba con la idea de que las cosas podían cambiar. — La argelina sonrió como si se burlara de sí misma y, por último, añadió—: Y para colmo es tan ridicula, que incluso me da rabia recordarla. — Se encogió de hombros—. Por suerte, el tiempo lo borra todo. — Se sirvió una copa de champagne, mojó apenas los labios, y se diría que eso le animaba a continuar—. Tenía unos veinticuatro años cuando conocí a un hombre maravilloso: un piloto del que me enamoré como una loca. Él estaba a punto de separarse de su mujer, y nos fuimos a vivir a una pequeña colonia de chalets, cerca del aeropuerto, donde residían muchos compañeros suyos. Todo era perfecto y empecé a olvidar mi pasado, y hacerme a la idea de un futuro normal, con hijos y todo.

— ¿Te gustan los niños?

— Mucho. Y pensaba que tendría cuatro o cinco. — Se reclinó mirando al techo—. Una noche que él volaba a Nueva York, me quedé en casa, vi la televisión y me acosté, pero al poco rato, un hombre desnudo irrumpió en mi dormitorio. Era joven, alto, fuerte y muy guapo. Me suplicó que no me asustara y le diera alguna ropa. Por lo visto, estaba en casa de una vecina cuando su marido regresó inesperadamente al no haber podido despegar a causa de la niebla. En ese mismo instante, mi «novio», cuyo vuelo también había sido suspendido, llegó, nos sorprendió desnudos y desapareció sin pronunciar palabra. — Laila Goutreau lanzó una corta carcajada repleta de amargura—. ¡Yo, que me había acostado con tantísimos hombres, lo perdí todo por uno que ni siquiera me había tocado! ¿No es ridículo?

— ¿Nunca pudiste aclarárselo?

— ¿Quién va a creer a alguien que ha sacado de la mierda cuando la descubre en un retrete? Volvió con su mujer, tuvieron dos hijos, y yo me senté de nuevo a esperar junto al teléfono.

— Es una triste historia — admitió el griego—. Cómica y triste al mismo tiempo, y siempre me ha intrigado sobremanera comprobar cómo a menudo pequeños detalles sin importancia transforman por completo la vida de la gente por muy bien que la hayan planificado. — Sonrió con intención—. El destino suele jugar con cartas que supuestamente no estaban en la baraja. — Se abrió levemente la bata, y extendió la mano para acariciarle el cabello haciendo una leve presión sobre la nuca—. Y ahora olvidémonos de historias — musitó—. Se hace tarde.

Laila Goutreau tenía la suficiente experiencia profesional como para comprender qué era lo que estaba dándole a entender, por lo que alargó a su vez la mano para acariciar el fuerte pecho velludo, pero cuando se disponía a asomar la punta de la

lengua entre los dientes, el mundo pareció volverse loco, puesto que el amplio ventanal estalló en mil pedazos por el impulso de un hombre uniformado de negro que portaba una metralleta y un chaleco antibalas, y que rodó por la alfombra; la puerta saltó por los aires por culpa de una pequeña explosión, y la hermosa estancia se llenó en un instante de humo y gente que aullaba y daba órdenes lanzándose sobre Nick el griego o Monsieur Dupond, en cuya mano acababa de hacer su aparición, como por arte de magia, una pesada pistola que había extraído de debajo de uno de los almohadones.

— ¡¡Policía!! ¡¡Policía!! — ordenó alguien—. ¡Quieto, o es hombre muerto!

La argelina se precipitó bajo la mesa cubriéndose la cabeza con las manos y lanzando alaridos de terror, mientras su «cliente» hacía un postrer intento por montar el arma y disparar, pero tres energúmenos embutidos en traje de marcianos cayeron sobre él inmovilizándole de un fuerte golpe que le hizo rodar como un conejo desnucado.

— ¡Todo en orden, comisario!

Un individuo regordete y de tez rubicunda que lucía una inmensa nariz con aspecto de pimiento morrón, se abrió paso a través del humo, observó el cuerpo del hombre y se volvió satisfecho a Adrián Fonseca que enfundaba en esos momentos su revólver.

— Le advertí que podía confiar en mi gente. — Señaló el caído—. ¿Así que es éste?

El mallorquín se inclinó sobre el griego y estudió las pequeñas cicatrices que aún podían advertirse bajo la bien cuidada barba.

— Esperemos que sí, aunque tendremos que hacer muchas comprobaciones. — Extendió ahora la mano para ayudar a erguirse a la argelina que le observaba entre aterrorizada y estupefacta—. ¡Hola! — musitó—. ¿Estás bien?

— ¿Qué haces tú aquí? — farfulló ella—. ¿Qué diablos ha ocurrido, y quién es ese hombre?

— Lo mejor será que te aclare, que sospecho que ese hombre es «Rómulo Cardenal», y que estoy aquí para detenerle.

— ¿Rómulo Cardenal? — se asombró Laila Goutreau al tiempo que se ponía en pie y permitía que él le cubriera con el abrigo—. ¿Ése? ¡Tú estás loco!

— Es posible — admitió Adrián Fonseca—. Pero de momento todo coincide: estatura, constitución, peso, color de los ojos, cicatrices de una reciente operación de cirugía estética, y la documentación de un millonario griego asesinado.

— ¡No es posible…! ¿Volvió a…?

El otro asintió convencido:

— Volvió a intentarlo. ¿Qué otro remedio le quedaba si tiene a todas las Policías del mundo en los talones? — Se dirigió ahora al rubicundo inspector francés que estaba estudiando el contenido de un pequeño maletín que había descubierto en el fondo de un armario—. ¿Algo interesante, comisario?

— Órdenes bancarias por valor de cientos de millones, varios pasaportes falsos, y una libreta en castellano, que aunque me da la impresión de que está en clave, podrá aclararnos muchas cosas… — Señaló al hombre que parecía a punto ya de recuperar la conciencia—. Será mejor que lo ponga a buen recaudo cuanto antes — añadió—. Debe haber docenas de personas que preferirían verlo muerto que en condiciones de ser interrogado… — Hizo un inequívoco gesto a dos de los «gorilas» de su fuerza de choque que alzaron por los sobacos al prisionero como si se tratara de un pelele y se llevó la mano a la frente en gesto de saludo—. Le espero mañana en mi despacho… ¡Señorita!

Se encaminó a la puerta con el maletín en la mano y tan sólo se volvió cuando el mallorquín le advirtió seriamente:

— Recuerde que Pablo Roldan es capaz de cualquier cosa con tal de que no le manden a los Estados Unidos y pasarse el resto de la vida en prisión.

— ¡Descuide! — fue la segura respuesta—. Por lo que a nosotros respecta, se lo pasará.

Salió, encajó como pudo la puerta a sus espaldas y emprendió la marcha en pos de sus hombres que se alejaban por el largo pasillo repleto de alarmados huéspedes curiosos.

— ¿Se puede saber qué diablos significa todo esto? — quiso saber en esos momentos una argelina que parecía morder las palabras de furia—. ¿Qué haces en París, y por qué cono estoy metida en un lío que casi me cuesta la vida?

— No es fácil de explicar.

— ¡Inténtalo!

— Te vas a enfadar — le hizo notar Fonseca con naturalidad.

— ¿Enfadar? — se asombró ella—. ¡Imposible! Ya estoy todo lo furiosa, indignada, cabreada, encabronada, pisoteada, asustada y humillada que pueda estar un ser humano, o sea que cuanto me digas me va a dar igual. ¡Repito…! ¿Por qué cono estoy metida en este lío?

— Porque imaginé que un hombre que te ha conocido, tendría necesidad de volver a verte.

— ¿Lo dices por experiencia?

— ¡Naturalmente! — fue la honrada respuesta—. ¿O es que no te habías dado cuenta de que estoy loco por ti?

— ¿Loco por mí? — repitió Laila Goutreau estupefacta—. Casi te supliqué que te casaras conmigo, lo único que hiciste fue dejar que siguiera puteando, y ni siquiera tuviste el detalle de llamarme.

Adrián Fonseca, que se había servido una generosa ración de caviar en una tostada, la devoró con ansia para llenarse a continuación una copa de champagne.

— Admito que es lo más doloroso que me he visto obligado a hacer en mi vida — replicó—. ¡Dios, qué hambre tengo! No he probado bocado en todo el día. — Apuró la copa—. Pero no me quedaba otro remedio si pretendía atrapar a ese canalla.

— O sea, ¿que me has estado utilizando como cebo? — Él asintió con un gesto de la cabeza mientras mordisqueaba una nueva tostada—. ¿Pretendes insinuar que todo este tiempo has estado consintiendo en que me acostara con un montón de tipos con el único fin de detener a un miserable delincuente?

El policía se limpió unos granos de caviar que le habían quedado en la comisura de los labios, y negó con firmeza:

— No. Eso sí que no. Por detener a un miserable delincuente, no. Por atrapar al principal narcotraficante del mundo; y por cuya causa mueren miles de personas cada año, mientras otras muchas acaban en la cárcel o prostituyéndose. — Extendió la mano y tomó la de ella que intentó apartarla—. Tienes que entenderlo — suplicó—. Fue una decisión muy dura, sobre todo para mí, que te quiero, pero honradamente tenía que hacerlo. Si había una oportunidad, ¡una sola! de impedir que continuara haciendo daño, tenía que sacrificarte aunque se me desgarrasen las entrañas al saber que estabas en la cama con otro.

— ¡Pero era yo la que tenía que aguantarlos!

— Igual que antes, con la diferencia de que ahora Marc Cotrell te daba menos «trabajo». Únicamente el justo para mantenerte en el «circuito» sin levantar sospechas.

— ¿Es que también Marc está metido en esto?

— Tenía que estarlo si queríamos que Roldan Santana te localizara. En cuanto alguien se interesaba por ti, nos pasaba la información y lo investigábamos a fondo. Veinte agentes han estado vigilándote y protegiéndote día y noche sin que lo advirtieras, pero el resultado ha valido la pena.

— ¿Estás seguro?

— Creo que sí. Hace apenas media hora han llegado las huellas dactilares del auténtico Nikolas Teópulus, el desgraciado al que ha asesinado esta vez para ocupar su puesto. Esas huellas no tienen nada que ver con las que este tipo dejó en las copas del almuerzo. — Se sirvió una nueva tostada con caviar—. Incluso sabemos ya quién le cambió la cara, y cuándo…

Fue a añadir algo, pero se interrumpió, porque en la destrozada puerta había hecho su aparición el rubicundo hombrecillo de la nariz de pimiento, que balbuceó de un modo casi ininteligible:

— ¡Lo han matado!

Adrián Fonseca se puso en pie de un salto, lo que le obligó a derribar sobre la mesa el poco caviar que quedaba.

— ¿Cómo ha dicho? — aulló fuera de sí.

— ¡Que lo han matado! — sollozó el comisario a punto de dejarse resbalar por la pared como si las piernas se negaran a sostenerle—. Le han metido cinco balas en el estómago.

— ¿Pero cómo es posible? ¿Quién ha sido?

— El ascensorista. A la altura del tercer piso le dijo en español: «Siempre a sus órdenes don Pablo», y le mató.

— ¡Qué salvajes! — se horrorizó la argelina.

— ¡Cielo santo! — exclamó a su vez Adrián Fonseca—. ¡No puedo creerlo!

— ¡Pues es cierto! Por lo visto ayer se presentó diciendo que venía a sustituir a un viejo ascensorista que estaba enfermo, y nadie le prestó mucha atención. — El destrozado comisario se había dejado caer en un sillón, apoderándose de la botella de champagne y apurándola directamente del gollete—. ¡Mis mejores hombres! ¡Los mejores de Francia, y un mocoso de mierda les asesina a un detenido en las narices…! ¡Me cuesta el puesto!

El inspector Fonseca tomó un cigarrillo de la caja de oro que aparecía sobre la mesa, lo encendió nerviosamente y casi al instante comenzó a toser al tiempo que mascullaba:

— ¡Maldita sea! ¡Tanto esfuerzo para nada! Tantas noches consolándome con la idea de que le daríamos un golpe definitivo a esos malditos traficantes, y lo único que tenemos es un cadáver. ¡Mierda!

— ¿Y qué vamos a hacer ahora?

El policía meditó largo rato, observó de hito en hito a su colega francés y acabó por encogerse de hombros con absoluta indiferencia.

— No sé lo que hará usted — replicó con calma—, pero, por mi parte, lo único que pienso hacer es casarme… — Señaló a Laila sonriente—. Si es que aún me acepta.

— Se han casado, se han ido a vivir a Mallorca, y ahora es la respetable señora Fonseca, que sueña con tener cuatro hijos y olvidar por completo su pasado.

— ¿Y la investigación?

— Cerrada. — Los acerados ojos, por lo general inexpresivos, de Guzmán Bocanegra, lanzaron un leve destello de triunfo y resultaba evidente que se sentía orgulloso de sí mismo—. El tipo es como un perro de presa, tenaz e inasequible al desaliento, pero en esta ocasión no dejé un solo detalle al azar, y hasta los más nimios obligaban a pensar que ese fiambre eras tú. El Gobierno colombiano, la INTERPOL, y sobre todo ese jodido polizonte, están convencidos de que uno de nuestros sicarios te liquidó en el ascensor antes de consentir que te enviaran a un penal norteamericano.

— Me preocupa que puedan seguir buscando.

— Te repito que es caso absolutamente cerrado, y ya procuraré yo que nadie tenga el menor interés en removerlo. — El hombrecillo del escuálido rostro aceitunado hizo un amplio ademán con la cabeza indicando la hermosa y solitaria playa privada flanqueada de palmeras, y el lujoso yate que aparecía anclado justo frente a una blanca mansión de estilizadas columnatas—. Ahora lo único que tienes que hacer es quedarte un par de años aquí, disfrutando de tu pequeño paraíso y de tus chicas, y dejar que yo me ocupe del negocio.

— Sé que está en buenas manos — replicó el hombre alto, fuerte, de nariz levemente aguileña y acusado mentón prominente que se sentaba frente a él, y que en nada recordaba a «Rómulo Cardenal», excepto en el tono de la voz, grave, profundo y autoritario—. Pero hay una cosa que me gustaría saber — añadió—. ¿Seguro que Laila no estaba al tanto de la trampa que pretendían tenderme?

— Seguro — replicó el otro convencido—. Ellos la vigilaban, y nosotros los vigilábamos a ellos. El tal Fonseca es muy listo, pero a veces los listos olvidan de que otros pueden estar aprovechando su excesiva inteligencia. Nos puso una hábil trampa, y le hicimos caer en ella.

— De acuerdo — sentenció Roldan Santana—. Por lo que a mí respecta, caso cerrado también. Dejemos que sean felices, que tengan muchos hijos y que todos podamos vivir en paz y en armonía… — Cambió de tema dando por concluido aquel molesto asunto—. ¿Cuál es la predicción para la cosecha de este año en Bolivia?





Laila Goutreau tuvo su primer hijo un año más tarde, y era un precioso niño que venía a completar la felicidad de una pareja que había vivido hasta aquel momento una ininterrumpida luna de miel que prometía seguir siendo cada vez más perfecta a medida que más y más mocosos conformaran lo que ambos querían que fuese una amplia y ruidosa familia.

Adrián Fonseca, por su parte, no dejaba de dar gracias a Dios por haber puesto en su camino a una mujer tan maravillosa, y a menudo se preguntaba cómo era posible que entre tanto hombre como había conocido, ninguno hubiera sido capaz de descubrir con anterioridad qué clase de joya tenía al alcance de las manos, por lo que el día que conoció a su hijo se sentó en el borde de la cama, a contemplar extasiado los inmensos ojos verdes que destacaban más que nunca en un rostro ligeramente pálido a causa del parto.

— ¿Cómo vamos a llamarle? — quiso saber.

— Como tú quieras.

— Una vez leí una novela sobre Gacel, un tuareg del desierto — señaló él—. Tú tienes un cuarto de sangre tuareg, y me gustaría que el niño se llamara Gacel.

— No sé si te autorizarán a llamarlo con un nombre árabe si pretendes que lo bauticen.

— Lo intentaré.

Se hizo un silencio; un largo y extraño silencio en el que Laila había quedado inmóvil contemplando un punto perdido en la pared como si se encontrara muy lejos de allí o de pronto el mundo se le hubiera caído encima.

— ¿Te ocurre algo? — quiso saber su marido.

— Puede que sí… — fue la imprecisa respuesta—. Puede que de pronto me haya venido a la memoria algo que tenía completamente olvidado. — Le miró de frente—. ¿Tienes una idea de si a los ortodoxos griegos les hacen la circuncisión? — inquirió.

— «¿Que si a los ortodoxos griegos les hacen la circuncisión?» — repitió estupefacto—. ¡No! ¡Naturalmente que no tengo las más mínima idea! ¿A qué viene ahora una pregunta tan idiota?

— A que al pensar en si le haríamos o no la circuncisión al niño, acabo de recordar que en un momento dado me planteé ese mismo tema. Fue aquella noche; justo cuando la Policía entró arrasándolo todo.

— ¿Por qué? ¿Por qué un planteamiento idiota en un momento clave?

— Porque me sorprendió que un griego tuviera hecha la circuncisión, pero supuse que tal vez a los ortodoxos se la hicieran, y no lo olvidé.

— ¿Y qué me quieres decir con eso?

— ¿Es que no lo entiendes? — se impacientó—. Si estaba circuncidado es que era árabe, judío, o griego, pero no cristiano. Y menos aún, un cristiano llamado «Rómulo Cardenal», del que sí puedo afirmar sin miedo a equivocarme que no tenía hecha la circuncisión.

— ¡Santo cielo…!

— ¡Santo cielo, sí! — admitió ella—. Nunca he podido aclararte si la voz, los gestos, las manos o los ojos de aquel desgraciado eran los de «Rómulo Cardenal», pero lo que sí puedo jurarte por la memoria de mi madre, es que de cintura para abajo, no lo era.

Adrián Fonseca lanzó un sonoro resoplido.

— ¿Y ahora qué hacemos?

— Reabrir el caso.

— ¿Reabrir el caso? — se horrorizó—. ¿Reabrir un caso que todas las Policías del mundo han dado por definitivamente resuelto?

— Hay nuevas pruebas, y cuando aparecen nuevas pruebas, los casos acostumbran a reabrirse, ¿o no?

— ¡Naturalmente! ¿Pero qué nuevas pruebas? — casi sollozó Adrián Fonseca cómicamente—. ¿Pretendes que me presente ante mis superiores, y les diga: «Señores, hay que reabrir el caso Roldan Santana, porque contamos con un testigo excepcional: mi propia esposa, que es una autoridad mundial en pollas»? ¿Es eso lo que te gustaría que hiciese? ¿Vale la pena por atrapar a un miserable delincuente?

— No es un miserable delincuente — le recordó Laila Goutreau sonriendo con naturalidad—. Como tú mismo dijiste, es el principal narcotraficante del mundo…


Lanzarote, mayo-setiembre 1990

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