Capítulo 14

Justo una semana después de que Sarah empezara a cavar, la Sociedad Literaria de Damas Londinenses se reunió en el dormitorio de Sarah. Unas horas antes había estallado una tormenta. La lluvia y el viento golpeaban con fuerza las ventanas. Aunque a Sarah le gustaba reunirse con su hermana y sus amigas, una parte de ella lamentaba que la tormenta impidiera otra expedición nocturna para excavar en la rosaleda con lord Langston. Algo que habían estado haciendo todas las noches de la última semana.

Como lord Langston tenía que pasar largas horas del día y de la noche entreteniendo a sus invitados, ambos, de mutuo acuerdo, pasaban varias horas cada noche cavando en la rosaleda -acompañados por Danforth- después de que todos se hubieran ido a la cama. Y esa noche, debido a la tormenta, no irían a excavar. Lo que quería decir que no estaría con lord Langston. Lo que, según insistía su sentido común, era bueno. Y si su corazón disentía, bueno, pues sencillamente era una lástima. En cada expedición -cuya búsqueda infructuosa estaba cada vez más próxima al fracaso-, ella se había obligado a escuchar la voz de la razón, y, aunque había logrado controlar sus actos, no había tenido la misma suerte con sus pensamientos.

Ahora, embutidas en sus batas y camisones, los miembros de la Sociedad Literaria de Damas Londinenses estaban sentadas sobre la cama de Sarah con las piernas cruzadas. Franklin, con la cabeza llena de bultos finalmente cosida, aunque algo torcida, presidía la reunión apoyado contra el cabecero. Unos días atrás, en una reunión de la Sociedad Literaria que había tenido lugar mientras los caballeros iban de caza, Sarah le había dibujado la cara a Franklin, sus rasgos habían sido decididos con voto secreto. Cada una de ellas había votado por el caballero que poseía los mejores rasgos, el que poseía la mejor nariz, la mejor boca o mandíbula. Según los resultados, Franklin poseía los ojos de lord Langston, la nariz de lord Berwick, la boca del señor Jennsen y la mandíbula de lord Surbrooke.

– Es muy extraño cuánto se parece Franklin a todos los caballeros -dijo Emily.

– Salvo por los bultos de la cabeza -dijo Julianne-. Y no creo que ninguno de ellos posea una pierna más gorda que otra.

– También dudo que ninguno de ellos, o cualquier otro hombre si vamos a eso, esté tan… bien dotado como nuestro Franklin -dijo Carolyn.

Su comentario fue seguido por varias risitas tontas, y la imagen de lord Langston saliendo del baño se materializó en la mente de Sarah. Él se aproximaba bastante.

– Has hecho un maravilloso trabajo con la cara, Sarah -dijo Carolyn con una sonrisa.

Ella parpadeó con firmeza para hacer desaparecer esa inquietante imagen.

– Gracias. Y ahora vamos a ceñirnos al orden del día. ¿Algo que añadir?

– Sólo me gustaría señalar algo -dijo Julianne-: esta noche es muy similar a la noche tormentosa en la que el doctor Frankenstein creó al monstruo. -Se envolvió en sus propios brazos y lanzó una aprensiva mirada a las ventanas oscuras, salpicadas por la lluvia.

– Así que el ambiente es el idóneo -dijo Sarah en un tono tranquilizador pues sabía lo fácilmente que se asustaba Julianne-. Y eso es todo lo que es… el ambiente.

– Y también es una noche similar a la noche en que el pobre señor Willstone fue asesinado -añadió Julianne-. Mi madre no hace más que decir que hay un loco suelto por aquí, asesinando gente.

– No hay señales de que haya extraños acechando por aquí -dijo Carolyn palmeándole una mano a Julianne-. El señor Willstone estaba solo en mitad de la noche. Nosotras estamos rodeadas de gente.

– Sí, así que será mejor dejar de hablar de cosas tan inquietantes -dijo Emily-. Sé que convinimos en que ya le habíamos otorgado a nuestro Hombre Perfecto los atributos adecuados, pero ya que Franklin está aquí sentado entre nosotras, creo que deberíamos añadir algo más a nuestra lista de cosas que debería hacer el Hombre Perfecto.

– ¿Qué? -preguntó Sarah.

– El Hombre Perfecto no sólo debe estar dispuesto a sentarse en una habitación llena de mujeres chismosas y escuchar atentamente, sino que deberá ser sumamente discreto -Emily arqueó las cejas-, ya que Franklin está a punto de oír un chisme.

– Imposible…, no tiene orejas -bromeó Carolyn. Las risas disiparon el ánimo sombrío.

Julianne se acercó más a Emily y preguntó:

– ¿Cuál es el chisme?

– No me preguntes a mí -dijo Emily, obsequiándolas con su mirada más inocente-. Preguntadle a Sarah.

Sarah sintió de repente el peso de tres pares de ojos curiosos mirándola fijamente, y el estómago le dio un vuelco. Dios Santo, ¿se habría enterado Emily de alguna manera de sus excavaciones nocturnas?

– ¿A mí? -preguntó, quedándose horrorizada cuando la palabra sonó como un chillido culpable.

– Sí, a ti -dijo Emily, dándole un pequeño empujoncito. Se acercó un poco más al centro del círculo que formaban y dijo en un susurro audible-: Sarah tiene un admirador.

Por Dios. Lo sabía.

– No es lo que piensas…

– Por supuesto que sí -dijo Emily-. Es obvio que le gustas al señor Jennsen.

Durante varios segundos ella permaneció sentada con la boca abierta, estupefacta. Luego se liberó de la sorpresa y frunció el ceño.

– ¿Al señor Jennsen?

Emily miró al techo.

– No me digas que no te has dado cuenta.

Antes de que pudiese replicar, Carolyn dijo:

– Yo también he notado el interés que demuestra por ti, Sarah.

– Y yo -agregó Julianne.

Un acalorado rubor inundó el rostro de Sarah, revelando su vergüenza.

– Ha sido amable y encantador con todas nosotras.

– Sí -convino Carolyn-, pero especialmente contigo. -Frunció el ceño-. Me preocupa un poco. Parece un hombre decente, pero hay algo en él, no sé bien qué es…, es algo oscuro. Y reservado.

– Sin duda alguna su educación americana -dijo Julianne-. Algo por lo que no es aceptado por completo dentro de la sociedad.

– Eso y sus negocios -dijo Emily con desdén-. Personalmente creo que es un memo. Se pavonea ante la gente presumiendo de su riqueza, y ahora le ha echado el ojo a nuestra Sarah. Me gustaría saber por qué, si no es más que un paleto venido de las colonias. Se cree un diamante, pero no es más que una piedra falsa.

Sorprendida por los comentarios de Emily, Sarah se sintió impelida a defender al hombre.

– No he visto nada ofensivo en el señor Jennsen -dijo-. De hecho, siempre ha sido muy amable conmigo.

– Quizá no te ofenda -dijo Emily-, pero creo que debajo de toda esa ropa hecha a medida se oculta un hombre vulgar e incivilizado que no es lo suficientemente bueno para nuestra Sarah. Pero ¿qué opináis de los demás caballeros? Personalmente encuentro que lord Langston y lord Berwick son muy bien parecidos.

– Cierto -dijo Julianne-, pero lord Berwick es más guapo. Lord Langston es más bien melancólico. Y no parece demasiado apasionado. -Lanzó un triste suspiro-. Yo siempre he soñado con un pretendiente misterioso y apasionado.

– Quizá te sorprenda. -Las palabras salieron de la boca de Sarah antes de que pudiera detenerlas, y apenas se refrenó de llevarse la mano a esa boca desbocada. Dios Santo, sólo le faltaba decir cuan apasionado podía ser lord Langston. Pero Julianne tenía que averiguarlo por sí misma… y eso era algo en lo que Sarah no quería pensar.

Emily asintió.

– Estoy de acuerdo con Sarah… Quizá te sorprenda. Y sobre lord Langston corre el rumor de que está buscando esposa -añadió, lanzando una mirada traviesa en dirección a Julianne-. Y fue a ti a quien le pidió que fuera su pareja en el whist.

Incluso bajo la tenue luz Sarah podía ver el sonrojo de Julianne, y no pudo evitar sentirse incómoda y culpable. Ansiosa por desviar el tema de lord Langston, dijo:

– ¿Y qué opináis de lord Surbrooke?

– Otro hombre lleno de secretos -dijo Emily.

– Y de tristeza -dijo Sarah-. Incluso cuando se ríe la sonrisa no se refleja en sus ojos. ¿Y lord Berwick?

– Muy guapo -dijo Julianne.

– Fascinante -agregó Emily.

– Refinado, pero opino que es demasiado superficial -dijo Carolyn-. Me senté a su lado en la cena de esta noche y oí sin querer la conversación que mantuvo con lord Thurston, que estaba sentado frente a nosotros, sobre lo incompetentes que pueden llegar a ser los criados. Lord Berwick mencionaba que le faltaban un par de botas, un par que su ayuda de cámara jura haber metido en el equipaje aunque es obvio que no lo hizo. No se dio cuenta de la falta de las botas hasta que los caballeros fueron de caza, pues son las que le gusta usar en esas circunstancias.

– Oh, cielos, espero que nuestra pequeña broma no le cause dificultades al ayuda de cámara de lord Berwick -dijo Sarah, con la mirada fija en Franklin-. Supongo que deberíamos ir pensando en desmontar a nuestro Hombre Perfecto y devolver las prendas de ropa.

– No puedo soportar pensar en desmontarlo esta noche -protestó Julianne-. Ésta es nuestra primera reunión delante de él.

– Cierto -acordó Sarah-. Bueno, esperaremos otro día más antes de hacerlo. Ahora continuemos con nuestras valoraciones. ¿Qué opináis de lord Thurston y lord Hartley?

– Ocurrente y agradable, y agradable pero aburrido -dijo Carolyn, señalando sus características con los dedos.

– Totalmente de acuerdo -dijeron Emily y Sarah al unísono.

– Sí -dijo Julianne-, aunque los dos me parecen más bien… lascivos. -Se estremeció exageradamente-. Además, lord Thurston tiene un aliento horrible.

– ¡Puaj! -dijeron todas a la vez, luego se rieron tontamente. Emily se rió tanto que se dejó caer de espaldas. Franklin perdió el equilibrio y cayó sobre ella.

– Hablando de ser lascivo… -dijo Carolyn con una sonrisa, alargando la mano para sentar de nuevo a Franklin-. El Hombre Perfecto nunca se comportaría de una manera tan poco caballerosa. Quizá Franklin no sea tan perfecto después de todo.

Sarah se rió con las demás, pero una imagen se apoderó de su mente: la de lord Langston tendiéndole las manos para salir de la bañera; besándola mientras acariciaba su cuerpo mojado y desnudo. Seguramente ese tipo de comportamiento no sería considerado demasiado caballeroso.

Sin embargo, para ella seguía siendo perfecto.

Desafortunadamente.


Matthew se detuvo ante la ventana de su dormitorio y miró fijamente la oscuridad de la noche. La lluvia golpeaba los cristales acompañada por ráfagas de viento, y él maldijo el destino que había traído un tiempo tan inclemente. De no ser por esa condenada tormenta ahora mismo estaría en la rosaleda cavando bajo la luz de la luna, y aunque no era ni su afición ni su lugar favoritos, los había disfrutado enormemente la semana anterior gracias a la compañía de Sarah.

Cerró los ojos y exhaló un largo suspiro. Esa última semana que había pasado cavando con Sarah hasta altas horas de la noche había sido a la vez la más agradable y la más frustrante de su vida. Pero esa noche, debido a la tormenta, no habría excavación. Lo que significaba que no vería a Sarah y que por lo tanto no disfrutaría de su compañía. No pasearía con ella por la orilla del lago bajo la luz de la luna como habían hecho tras cada noche cavando infructuosamente. No compartiría historias sobre las aventuras y desventuras de la niñez. No tirarían piedras a la superficie lisa del lago. No jugarían con Danforth. No se engancharían en una rama como había ocurrido la noche anterior. No habría sonrisas. Ni risas. No sentiría más liviano el nudo opresivo de la soledad que había padecido durante tanto tiempo. No se sentiría profundamente feliz.

Por supuesto también significaba que no tendría que padecer la tortura de estar tan cerca de ella sin tocarla. Ni el tormento de inhalar el seductor aroma de lavanda que impregnaba la suave piel y el pelo alborotado -de una manera encantadora- de Sarah. Ni sufriría la agonía de tener que apretar los dientes cada vez que sus hombros o sus dedos se rozaban accidentalmente. No padecería la frustración de tener que fingir que no sentía por ella más que una simple amistad. Lo cierto era que había sido una semana de satisfacción y de tortura. La noche anterior, después de observar cómo Sarah entraba en el dormitorio, se había dirigido a su alcoba y, sin poder dormir, había recorrido la habitación con largas zancadas hasta el amanecer incapaz de apartarla de su mente. Con la sombra del fracaso pendiendo sobre su cabeza, se había dicho a sí mismo que si pasaba más tiempo con ella, descubriría aspectos de su carácter que no le gustarían. Rarezas molestas. Rasgos de su personalidad que detestaría.

Pero ahora, una semana después, únicamente podía reírse de la insensatez de esa creencia. Cuanto más tiempo pasaba con Sarah, más quería pasar a su lado. A pesar de su empeño de encontrar algo sobre ella que no le gustara, sus expediciones sólo habían servido para reforzar todo lo que le gustaba y admiraba en ella. Es más, había descubierto nuevos aspectos de ella, todos los cuales le satisfacían enormemente.

Ella era una persona tenaz y decidida, de naturaleza optimista, que se negaba a permitir que él perdiera las esperanzas de encontrar el dinero. Era paciente e incansable, jamás se quejaba ni del trabajo extenuante, ni de las ampollas que se le formaban en las manos. Tarareaba mientras trabajaba, una costumbre que hacía que Matthew sonriera porque ella obviamente no tenía oído para la música…, un defecto que debería haber encontrado irritante, pero que por el contrarío le resultaba absolutamente encantador.

Muy preocupado por su seguridad, él había llevado sus cuchillos cada noche -además de una pistola-, pero ni una sola vez había sentido que los observaran o amenazaran, ni siquiera Danforth se había mostrado alerta. Si alguien lo había vigilado con anterioridad, estaba claro que ya había perdido el interés.

Y esa misma tarde había oído un chisme de boca de los criados sobre el hermano de Elizabeth Willstone, Billy Smythe. Al parecer había abandonado precipitadamente Upper Fladersham, lo que a los ojos de la gente del pueblo lo convertía en sospechoso del asesinato de Tom. Una triste noticia para la familia Willstone, pero un enorme alivio para él porque quedaba libre de sospechas.

Había acompañado a Sarah a la puerta de su dormitorio cada noche a eso de las tres de la madrugada con el corazón encogido por un sentimiento de pérdida al alejarse de su compañía. Luego se había pasado cada minuto del día lleno de impaciencia, deseando que cayera la noche para poder dedicarse a sus expediciones nocturnas al jardín.

Pero cada una de las excursiones que los llevaba a estar más cerca de completar la búsqueda en la rosaleda los acercaba también al fracaso. Y, aunque no quería admitir ese hecho, en su corazón sabía que sólo era cuestión de tiempo. Calculaba que terminarían en cinco noches…, antes si se apuraban, pero eso haría que pasara menos tiempo con Sarah, y él valoraba sobremanera esas horas a solas con ella como para permitir que terminasen antes.

Así que aún tenía cinco noches por delante. A partir de ahí no habría nada que registrar. Ninguna esperanza de encontrar la fortuna que su padre aseguraba haber ocultado. Ni de poder ser libre de casarse con quien quisiera.

Ese deprimente pensamiento le hizo abrir los ojos y pasarse las manos por la cara. Dándole la espalda a la ventana salpicada por la lluvia recorrió la habitación antes de sentarse en un sillón ante el fuego. Danforth, que estaba tumbado pesadamente en la alfombra delante de la chimenea, se acercó a sus pies, y se sentó sobre sus botas. Después de que Danforth le dirigiera una mirada inquisitiva que indicaba claramente que el animal sabía que las cosas no iban bien, dejó caer su enorme cabeza sobre el muslo de Matthew, lanzando un suspiro perruno de pesar.

– Tú lo has dicho -dijo Matthew rascando ligeramente detrás de las orejas de Danforth-. No tienes ni idea de lo afortunado que eres de ser un perro.

Danforth se relamió antes de dirigir una ansiosa mirada hacía la puerta. Matthew negó con la cabeza.

– Esta noche no, amigo. No veremos a Sarah esta noche.

Danforth pareció abatido ante las noticias, un sentimiento que Matthew comprendió perfectamente.

«No vería a Sarah esa noche…»

Las palabras resonaron en su mente, llenándolo de una inquietud a la que no podía dar nombre. Una inquietud que aumentó cuando comprendió que después de esos cinco días, no volvería a ver a Sarah ninguna otra noche más. La reunión campestre terminaría y ella se iría de Langston Manor. Él se casaría poco después -para honrar la promesa hecha a su padre- con una heredera que satisficiera todas las exigencias del título.

«Una heredera…» Echó hacia atrás la cabeza y clavó los ojos en el techo; una imagen de la hermosa lady Julianne se materializó en su mente. Durante la semana anterior había hecho el esfuerzo de pasar más tiempo con ella: se había sentado a su lado en varias comidas, había sido su pareja para jugar al whist, la había invitado a dar una vuelta por el jardín; todo ello bajo el ojo vigilante de su no muy sutil madre, por no mencionar las torvas miradas que le habían dirigido Hartley, Thurston y Berwick, que obviamente admiraban a lady Julianne.

Con un gruñido levantó la cabeza y clavó la vista en las danzantes llamas. Un matrimonio entre él y lady Julianne sería perfecto desde todos los puntos de vista. Ella tenía el dinero que él necesitaba, él tenía el título que su familia deseaba y ella poseía una presencia más que agradable. Era perfecta en todos los sentidos.

Pero el simple pensamiento de casarse con ella le producía rechazo. No importaba cuánto intentase decirse a sí mismo que debía compartir su vida con ella, sencillamente no era capaz de imaginárselo.

Y en ese momento la verdad lo golpeó de lleno. Fue un impacto tan brutal que se incorporó de golpe.

Por muy perfecta que fuera lady Julianne, él, sencillamente, no podía casarse con ella. No se casaría con ella. No con ese implacable deseo por Sarah ardiendo en sus venas. Casarse con una de las más queridas amigas de Sarah le haría recordar constantemente a la mujer que de verdad quería; ella los visitaría, y él sabía en su corazón y su alma que no sería capaz de soportarlo. Sería una situación inaceptable que los deshonraría tanto a ellos como a lady Julianne, que era una joven decente que se merecía a un hombre que no deseara a su mejor amiga.

Si no quería volverse loco cuando Sarah se fuera de su casa, tendría que salir en ese momento de su vida. Necesitaba una heredera, de acuerdo, pero tendría que buscar en otro sitio. Por su amistad con Sarah, lady Julianne no era una candidata viable -lo cierto era que nunca lo había sido-, y debería haberse dado cuenta antes. Y seguramente lo habría hecho si no hubiese estado tan ofuscado por la atracción que sentía por Sarah.

Exhaló un largo suspiro de alivio. Ahora que había tomado la decisión de eliminar a lady Julianne de la lista de candidatas, sentía que se aligeraba parte de la carga que pesaba sobre sus hombros. Ese mismo día había recibido unas cartas de las familias de lady Prudence Whipple y de lady Jane Carlson donde le informaban de que las jóvenes no podrían unirse a la reunión campestre, pues ambas estaban de viaje por el continente. Pero Londres estaba lleno de jóvenes ricas y ansiosas por casarse con un título. A pesar de que el tiempo apremiaba, siendo joven y atractivo tenía el éxito asegurado.

Sin embargo, aquello también significaba que tendría que viajar a Londres le gustase o no, y no le quedaba demasiado tiempo. El año se cumpliría en tan sólo tres semanas, así que tenía que acelerar la búsqueda. Tras hacer unos rápidos cálculos mentales, decidió que podría acabar en tres noches en vez de en cinco, lo que le dejaba sólo tres noches con Sarah, algo que le dolía como un puñal clavado en el vientre. Y, a no ser que tuviera éxito, partiría hacia Londres inmediatamente después.

A buscar una esposa.

Que no fuera Sarah.

Maldición, si ella fuera una heredera se solucionarían todos sus problemas. Ojalá no hubiera hecho esa promesa en el lecho de muerte de su padre; un juramento que su honor le exigía cumplir. Ojalá no hubiera heredado ese condenado título y todas esas responsabilidades -y deudas- que lo obligaban a tomar esas medidas.

Se pasó las manos por el pelo. No había otra opción. Sabía lo que tenía que hacer e iba a hacerlo.

Con suavidad apartó la cabeza de Danforth de su muslo, se levantó y se dirigió a la licorera donde se sirvió una generosa copa de brandy. Tomó un largo trago, agradeciendo la sensación ardiente en su garganta constreñida y reseca. Su mirada cayó sobre el escritorio e instantáneamente pensó en el contenido del cajón superior. Parecía atraerle como el canto de una sirena.

Como en un sueño, dejó la copa sobre la mesa y atravesó la estancia. Abrió el cajón y sacó los dos dibujos. Sosteniéndolos entre las manos, estudió el primero; era un bosquejo de Danforth sentado sobre la hierba con el flanco apoyado en lo que parecía una bota masculina. Su mascota estaba dibujada de una manera tan realista que Matthew casi lo veía respirar. Casi podía sentir el peso del animal sobre su pie.

Dejó el dibujo sobre el escritorio y estudió el segundo boceto. Era el retrato de un niño con gafas vestido de pirata saludando con una expresión estoica en un bote de remos medio hundido en mitad del lago. Una sirena sin cabeza ni cola adornaba la proa del bote justo al lado del nombre del desafortunado bergantín: Botín del Tunante. Había captado el momento con tanta lucidez, con tanta exactitud, que le parecía que ella había estado allí.

La noche anterior, después de su salida nocturna, ella le había dado los bocetos enrollados y atados con un cinta. Cuando él le dijo que no era su cumpleaños, ella se sonrojó y contestó que no era suficiente para ser un regalo de cumpleaños.

Oh, pero había estado equivocada. Matthew había clavado la vista en los dibujos de la misma manera que ahora, con un nudo de emoción constriñendo su garganta. Eran… perfectos. Y únicos. Igual que la mujer que los había dibujado para él.

Miró fijamente el boceto durante varios segundos más, luego le dio la vuelta para volver a leer la breve dedicatoria: «Para lord Langston, en recuerdo de un día perfecto.»

Luego estaba la firma, rozó suavemente con el dedo la clara y meticulosa escritura y su mente recordó al instante cómo se había sentido al tocar su piel suave. Algo le rozó la pierna, parpadeó y esas imágenes que lo obsesionaban día y noche se disolvieron. Danforth se había unido a él y lo miraba con una expresión expectante que luego giró hacia la puerta. Matthew negó con la cabeza.

– Lo siento, amigo. Como ya te he dicho, estaremos solos esta noche.

Danforth le dirigió lo que parecía una mirada de reproche. Luego, de improviso, el perro agarró entre los dientes los extremos del boceto que Matthew había dejado sobre el escritorio. Antes de que Matthew pudiera recuperarse de la sorpresa, el animal corrió hacia la puerta con el boceto colgando de la boca.

A Matthew le llevó varios segundos recuperarse de la sorpresa. Luego exigió en tono duro:

– Detente.

Y Danforth ciertamente se detuvo. Justo delante de la puerta. Pero sólo el tiempo suficiente para levantar su enorme pata y abrir la puerta utilizando el truco que Matthew le había enseñado. En un instante el animal desapareció por el pasillo.

– Maldita sea.

Decidido a rescatar su boceto, Matthew salió corriendo detrás de ese perro que se había vuelto totalmente loco. Salió al pasillo y miró a ambos lados. Danforth aguardaba al final del largo pasillo con el boceto colgando de su boca, agitando la cola como si eso fuera algún tipo de juego y estuviera esperando que su amo se uniera a él para jugar.

– Ven aquí -ordenó Matthew en un susurro para no despertar a todo el mundo.

Danforth, que normalmente era un perro obediente, dobló la esquina y desapareció de su vista. Mascullando, Matthew corrió por el pasillo. Cuando llegó a la esquina, se paró de golpe como si hubiera tropezado con una pared. Danforth estaba parado en medio del pasillo.

Justo delante de la puerta del dormitorio de Sarah.

– Ven -le dijo al perro en un susurro siseante. Al ver que Danforth no se movía se dirigió hacia él a paso vivo-. Si me has estropeado el boceto, no volverás a comer carne -le prometió-, ni panecillos calientes. No habrá más que sobras para ti de ahora en adelante.

Danforth no pareció preocupado por esas amenazas que afectaban a su régimen alimenticio. En realidad, no parecía que estuviera prestando ni la más mínima atención a Matthew. No, de hecho, levantó la pata, la depositó sobre el pomo de latón y, por segunda vez, empleó su truco favorito. Matthew echó a correr. La puerta se abrió y, antes de que Matthew estuviera lo suficientemente cerca para detenerlo, Danforth -y su boceto- desaparecieron en la habitación.

Matthew se detuvo en seco ante la puerta. Maldición, ¿qué podía hacer ahora? Estaba ante su dormitorio… El único lugar del planeta donde quería estar, pero que también era el único sitio donde sabía sin lugar a dudas que no debería aventurarse por ningún motivo. Ella podía estar bañándose. O desvistiéndose. Se sintió arder sólo de pensarlo.

Pero quizá sólo estaba dormida. Sí, eso era lo más probable. Y tenía que entrar en la habitación…, tenía que rescatar el boceto antes de que quedara arruinado por la saliva de Danforth. De hecho, era su deber recuperar el regalo que ella le había hecho. Si estaba bañándose o desvistiéndose cuando debería estar durmiendo como un tronco, bueno, no sería culpa suya.

Tomó aliento, apretó los nudillos y entró en ese lugar de tentación, esto…, en el dormitorio de Sarah.

En el mismo momento en que traspasó el umbral, su mirada voló hacia la chimenea. No había ninguna bañera con agua humeante ante el fuego ni una Sarah desnuda y mojada. Mierda. Esto…, mejor. Luego miró a la cama. Vacía. Escudriñó la estancia y detuvo la mirada en ella, que estaba de pie ante el armario. Su corazón comenzó a comportarse de la misma manera errática que se comportaba cada vez que le ponía los ojos encima.

Llevaba un camisón blanco que la cubría de la barbilla a los pies, una prenda modesta que no debería hacerle hervir la sangre. Ella sujetaba el boceto entre las manos y lo miraba, con los ojos totalmente agrandados por la sorpresa. Danforth, que parecía sonreír abiertamente, estaba sentado a sus pies, bueno, probablemente sobre sus pies -a Matthew no le cabía duda pues parecía incapaz de moverse-, y se le ocurrió que Danforth era un perro muy listo.

Ella echó lo que parecía una mirada nerviosa por encima del hombro hacia el armario, luego se humedeció los labios, provocando que Matthew apretara con fuerza la mandíbula.

– Lord Langston… ¿qué está haciendo aquí?

Él odió que ella insistiera en utilizar la formalidad de su título. Quería oírle decir su nombre, quería observar cómo movía los labios con delicadeza para pronunciar cada sílaba. Pero aunque la había invitado repetidas veces a hacerlo, ella, irreflexivamente, mantenía el trato de cortesía.

– Danforth -dijo él, negando con la cabeza-. Es un demonio. Me cogió el boceto que dibujaste del escritorio, y antes de poder detenerlo estaba entrando en tu cuarto. Como ya sabes, es muy hábil abriendo puertas.

– Sí, lo sé. -Sarah volvió a dirigir la mirada al armario que tenía a sus espaldas.

Parecía y sonaba algo nerviosa. Agitada. Estaba claro que su presencia la afectaba bastante. Bueno, eso estaba bien. ¿Por qué iba a ser el único que sufriera?

– Lamento el comportamiento de Danforth.

– No es necesario. -Le tendió la mano-. Aquí tiene el boceto.

Él no lo cogió.

– Gracias, pero creo que tenía alguna razón para traértelo. Creo que quiere que le escribas una dedicatoria al dorso como hiciste en el otro boceto. -La voz de Matthew sonó como un susurro conspirador cuando le confió-: Se ha sentido algo insultado al no ponerle nada. Me lo dijo.

Sarah curvó los labios y bajó la mirada al perro.

– ¿Es eso verdad, Danforth?

Danforth la miraba con adoración y soltó un gemido lastimero. Por Dios, qué listo era ese perro. Y un maravilloso actor. Si fuera humano, podría actuar en el Teatro del Liceo.

– Perdón por tan imperdonable descuido, lo corregiré de inmediato -dijo ella con el adecuado tono contrito.

Matthew la observó sacar el pie de debajo de Danforth y caminar hacia el escritorio de la esquina. En un esfuerzo por no quedarse mirándola mientras se ocupaba de la tarea, Matthew miró a su alrededor, fijándose en el montón de libros que había en la mesilla de noche, la bata que estaba a los pies de la cama, el cepillo y el peine del tocador y las botas negras de hombre que se veían por debajo de las puertas entrecerradas del armario.

Matthew detuvo la mirada. Entrecerró los ojos. Luego los agrandó. Clavó los ojos en el calzado masculino durante varios segundos con pasmada incredulidad. Parpadeó varias veces para asegurarse de que realmente estaba viendo lo que veía. Y sí, allí estaban las botas, eran claramente visibles hasta los tobillos. Lo que sólo podía significar…

Había un hombre escondido en el armario.

Un hombre que, basándose en la agitación y las miradas que Sarah había echado por encima del hombro, ella sabía que estaba allí. Y como no había dado señales de sentirse amenazada estaba claro que consentía su presencia.

En ese momento sintió que la sangre le inundaba la cabeza. ¡Por todos los infiernos! ¡Estaba con un hombre! Un hombre que no era él. Un cobarde bastardo que se había escondido en el armario en el mismo momento que se abrió la puerta, interrumpiendo así su cita. Una cita que no era con él.

Cólera, ira, orgullo, celos y -maldita fuera- también dolor hicieron erupción en su interior, dejándolo aturdido y herido. Y muy furioso.

Su primera reacción fue ir al armario, abrir bruscamente las puertas y sacar de un tirón a ese cobarde bastardo de entre la ropa. Pero eso podía esperar, así que se encaminó al escritorio con pasos lentos y comedidos. Cuando llegó donde estaba Sarah, rodeó el escritorio y, plantando las manos sobre la madera pulida, se inclinó hacia ella.

– ¿Sarah?

Ella levantó la vista de lo que estaba escribiendo en la parte posterior del boceto.

– ¿Sí, milord?

– ¿Qué estabas haciendo cuando Danforth entró en la habitación?

Algo brilló en los ojos de Sarah, que miró de reojo el armario. El rubor tiñó sus mejillas. Parecía tan culpable como si tuviera la palabra escrita en la frente.

– Nada.

– ¿Nada? Vaya, vaya. Debías de estar haciendo algo.

– No. Nada. Sólo estaba… sentada junto al fuego.

Él la miró fijamente, conteniendo su furia mientras sentía el estómago revuelto.

– No sabes mentir -dijo él, sintiéndose orgulloso de lo tranquilo que parecía.

Ella alzó la barbilla. El fastidio brillaba en sus ojos.

– Nunca he aspirado a saber mentir. No miento. Estaba sentada junto al fuego.

Dios, si no estuviera tan enfadado estaría tentado a aplaudir su valentía. Sin embargo, lo que hizo fue enderezarse y, sin decir nada, se dirigió al armario. Supo el momento exacto en que ella se dio cuenta de lo que pretendía pues oyó que boqueaba y el sonido de sus pasos apresurados tras él.

– Lord Langston, ¿qué piensa hacer?

Él no podía hablar, la furia que sentía le había dejado sin habla.

Nunca en su vida había sentido tal violencia hacia otra persona como la que sentía hacia el mequetrefe cobarde que se escondía en el armario. El maldito bastardo que ella obviamente había invitado a su dormitorio. Un hombre que no tendría reparos en tocarla. En besarla.

Pero interiormente oía las palabras con toda nitidez. «¿Cómo te has atrevido? ¿Cómo has escondido a semejante bastardo en el armario?»

Apretaba los dientes con tal fuerza que se maravilló de que no rechinaran. Un fiero gruñido vibraba en su garganta cuando cogió los tiradores de latón del armario.

– Detente -dijo ella a sus espaldas-. Por favor, no…

Sus palabras quedaron interrumpidas cuando él tiró con brusquedad, abriendo las puertas del armario con tal fuerza que se rompió uno de los goznes y una de las hojas quedó colgando precariamente. Preparado para asestar un puñetazo al bastardo a la mínima oportunidad, Matthew metió las manos entre la ropa y agarró al hombre por la corbata al tiempo que tiraba de él bruscamente hacía fuera.

Y se encontró mirando unos ojos iguales a los suyos.

Mejor dicho, un dibujo al carboncillo de sus ojos junto con una nariz, una boca y una mandíbula que no eran suyos, pero que le resultaban muy familiares. Todo dibujado sobre una cabeza llena de bultos. Que no tenía pelo. Ni orejas.

En medio de un gran silencio él se quedó paralizado; salvo sus ojos, que deslizó hacia abajo por esa cosa… fuera lo que fuese. Parecía ser una réplica a tamaño natural de un hombre. Un hombre que llevaba su… ¿camisa? Un hombre que poseía una pierna considerablemente más gorda que la otra y que lucía lo que parecía ser una inusitada y enorme erección.

Bajó el puño y se giró hacia Sarah, que permanecía a unos metros con las manos en las mejillas, los ojos muy abiertos y una expresión de auténtico horror en la cara.

– ¿Qué demonios es esto? -preguntó él, sacudiendo con fuerza esa cosa. Al parecer lo sacudió demasiado fuerte porque oyó el sonido de un desgarro. La cabeza llena de bultos se desprendió de los hombros y rodó al suelo.

Sarah se inclinó al instante para recuperarla, luego se enderezó sujetándola protectoramente bajo el brazo. Los mismos ojos de Matthew quedaron mirando hacia él, tan reales que se encontró tocándose la cabeza para asegurarse de que todavía la tenía firmemente pegada a los hombros. Cuando levantó la mirada a la de ella, le pareció ver que escupía fuego por sus ojos.

– Mira lo que has hecho. -Ella estaba furiosa-. ¿Tienes idea de cuánto tiempo me llevó coserle la cabeza para que no estuviera torcida?

Él la miró desconcertado. Un silencio ensordecedor surgió entre ellos, hasta que él lo rompió al decir:

– No tengo ni idea…, pero es obvio que no fue suficiente. Y ahora tengo una pregunta que hacerte. ¿Qué demonios está pasando? ¿Qué demonios es esta cosa? -Sacudió de nuevo la grotesca figura sin cabeza-. ¿De dónde ha salido? ¿Por qué lleva puesta mi camisa? ¿Y por qué esa cabeza llena de bultos tiene mis ojos?

Ella arqueó las cejas.

– Has dicho una pregunta. Han sido cinco.

– Quiero que me respondas. De inmediato.

Ella apretó los labios y lo miró firmemente durante varios segundos, luego sacudió la cabeza con fuerza, lo que hizo que se le deslizaran las gafas. Después de colocárselas de nuevo le dijo:

– Muy bien. Primero, no está pasando más que lo que has visto al entrar en mi dormitorio sin llamar ni ser invitado. Segundo, esta cosa, como tú tan groseramente le has llamado, es una réplica a tamaño natural de un hombre. Tercero, forma parte de las actividades de la Sociedad Literaria de Damas. Cuarto, aparte de tu camisa, tiene la corbata de lord Surbrooke, los pantalones de lord Thurston y las botas de lord Berwick. Y si no fuera porque sin todo eso habría sido imposible rellenarlo, habría estado desnudo.

Levantó la barbilla y continuó:

– Y por último, esa cabeza llena de bultos, además de tus ojos, tiene la nariz del señor Jennsen, la boca de lord Berwick y el mentón de lord Surbrooke como resultado de intentar crear al Hombre Perfecto. -Chasqueó la lengua y arrugó la nariz-. Aparte de los ojos, no tiene nada tuyo.

– Eso ya lo veo. Yo tengo orejas, ¿sabes? Y pelo. Sin mencionar el cuello y…

– Quería decir -lo interrumpió ella en tono de reprimenda mientras achicaba los ojos-, que él es la caballerosidad personificada. No tendría el descaro de entrar en el dormitorio de una dama ni de soltar calumnias hacia alguien sin cabeza.

– Si su perro se hubiera escapado con algo importante y fuera demasiado cobarde para no hacer todo lo necesario para recuperarlo, entonces, Don Caballero Personificado, no dejaría de ser un memo. -Matthew se pasó la mano libre por la cara-. Por Dios, encima hablas de esta cosa como si fuera alguien real. Como si tuviera nombre y todo.

– De hecho tiene nombre.

– ¿De veras? ¿Y cómo se llama? ¿Señor Lleno de Bultos? -Bajó la mirada a la tremenda protuberancia que tenían los pantalones del Hombre Perfecto-. ¿Conde Duro? ¿Señor Maravilla?

– No. -Ella extendió la mano y le arrebató el cuerpo, agarrándolo con firmeza contra su pecho. Después de una breve vacilación en la que él casi la pudo oír debatir consigo misma, añadió-: Deja que te presente a mi buen amigo el señor Franklin N. Stein.

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