Zacarías anduvo ayer de reclamo y, por lo que dice, le salieron dos jurados. Dice que les dijo que si no espabilaban iba a hacer carambola de jurados, que era lo único que le quedaba por hacer en la vida. El chalado las urde como agua. Tochano dice que para el 17 habrá aquí una tirada de pichón. Allá iremos a ver remangarse a los señoritos.
Me queman las piernas del sol de esta mañana. Las tías escuecen. No veo momento de salir al campo.
Aprieta el sol. La casa está echando bombas. En un mes no se ha visto una nube. ¡Dios! Si sigue así, en agosto se van a cocer los pájaros. Dice Crescencio que buena diferencia con Santander. Ya le dije que tampoco aquí los dos últimos años hizo verano.
Colé esta tarde a la madre, que tenía capricho por ver «Me casé con una estrella», de Sandrini. Fermín dejó que la acomodara y luego me dijo que Quintín le había dicho que estaba colando matute todos los días. Le respondí que era la cuarta vez que lo hacía y que en ese tiempo había visto allí a su hermano una docena de veces. El maula voceó que no era cierto y que aunque lo fuese es diferente colar una misma persona que gente distinta cada día. Luego dijo que llevadas las cosas a este terreno aprovechaba para decirme que el día que pasara a la novia no me pusiera de plan con ella estando de uniforme. Le dije lealmente que tomaba nota. La madre me dijo a la salida que se había reído las muelas y que ahora que podemos entrar gratis tengo que llevarla al cine más a menudo.
Ha hecho un día hermoso y la noche está calma, como en agosto. Mañana subiré donde Gabriel en la burra. No por nada sino por estirar las piernas. Dejaré la escopeta para evitar tentaciones. Esta tarde me tropecé a Cosme. Por lo visto ya está decidido su traslado a Barcelona. Melecio dice que en Cataluña la caza se la llevó la trampa hace tiempo. Si es así no envidio a Cosme.
Hace días que llegaron los vencejos y en casa es no parar. Los condenados chillan como pendones sin dejarlo. Todo el día de Dios andan colgados del alero. A las siete ya me tienen de pie. ¡La madre que los echó, no los mataran a todos!
Hoy empezamos con los de ingreso.
A las nueve ya estaba en Villaherrero. Gabriel se sorprendió. Le aclaré que venía solamente a asomarme al campo. Me enseñó el pájaro y tenía buena estampa. Luego me dijo que había terminado un tollo en la misma linde de lo de Moyano. Le aclaré que no traje escopeta ni cartuchos a intención. Él dijo entonces que por eso no, porque escopetas y cartuchos le sobraban en casa. Al fin le dije que me llegaría al tollo, pero sólo por ver pelear a los machos. Gabriel insistió en que cogiera la escopeta, pues siempre puede ocurrir un qué. La agarré por complacerle. El campo estaba hermoso y junto al puesto había una pradera cuajada de chiribitas y tréboles bravíos. A mano izquierda andaban acorrillando un majuelo. Ya en el tollo con la hembra a diez pasos dando el coreché se me olvidaron todas las cosas. Entró un macho y me lo cepillé. A poco entraron dos peleando y dejé a los dos de un tiro. Salí del tollo y me fui donde Gabriel. Se echó a reír al ver las perdices y dijo que eso ya lo sabía él. Las envolvió en un trapo y las amarró al soporte. Aún llegué a tiempo de ir con Anita a la Cerve. Se ha inaugurado la pista de verano y bailamos al descubierto. Teníamos la mesa bajo una acacia y yo le dije a Anita que puestas así las cosas había que pensar en fijar un día para la boda. Yo contaba con la luna y con la música, pero Anita dijo que nanay.
Los exámenes marchan. Sólo la de Alemán y el de Francés están a ver quién puede más. La gente anda que echa las muelas.
Vi a Melecio este mediodía. Está murrio otra vez. ¡Ay qué coño de hombre! Dice que es el calor, pero vaya usted a saber. Me giba verle así, porque el hombre, a lo bobo a lo bobo, pasa lo suyo. Me dijo que ha oído decir que entró poca codorniz este año y que en cambio la perdiz está criando como agua. No le dije una palabra de lo de Gabriel.
En el Novelty andaban alborotados con la tirada de pichón de pasado mañana. Tochano voceaba que esos pichones los mata un niño. Melecio dijo que hacía falta puntería. Tochano se atocinó y dijo que lo único que hace falta son cinco mil pavos de sobra en la cartera. Melecio le preguntó por qué no probaba si tan seguro estaba y Tochano voceó que un pájaro se le marcha al más pintado. Nos enredamos a voces y a vasos y Tochano dijo, al fin, que no tenía inconveniente en que escotáramos entre todos para que uno de los cuatro hiciese una tirada. Zacarías se calentó y dijo que por él no quedaría. Yo dije que por mí tampoco y Melecio no tuvo más remedio que hincarla. Acordamos ir a la prueba más barata, que sale a mil pelas la inscripción y a 23 el pájaro. A 250 por barba. Tochano pidió un dado, tiró y sacó un cuatro. Zacarías sacó un tres, Melecio otro tres y yo un seis. ¡Gibar con la comisión! Les dije que no tenía escopeta presentable y Melecio quedó en pedírsela a su jefe. Tochano me prometió la cazadora, pues a estos sitios no puede uno presentarse de cualquier manera. ¡En mi vida las he visto más gordas! Tochano tiene cada zanganada que para qué. Y lo malo es que nos enreda a todos.
Nos vimos en el café. Tochano llevó la cazadora y Melecio dice que ya tiene la escopeta en casa. Me han calentado las orejas de más. Todo se vuelven consejos. Zacarías dice que el secreto está en no dejarle tomar vuelo al pichón. Tochano que doble aunque vea al pájaro en el suelo sin mover una pluma. Le hice ver que cada cartucho son siete pelas, pero él dijo que esa cantidad no va a París donde se ventilan doce billetes. No le falta razón. Melecio dice que lo principal es sujetar los nervios. Ya le dije yo que todo eso es muy bonito, pero no está en la mano de uno. Me atontonaron la cabeza y les dije lealmente que es mucha responsabilidad y que prefería que tirara otro. Zacarías voceó que ni hablar, ya que los dados habían decidido. Estoy que no puedo parar. Ayer sentí el exprés de Galicia y hoy es fijo que volveré a sentirlo. Me giba presentarme allí como un mermado sin saber qué hacer ni qué decir. Dice Melecio que hay otra prueba antes y que andaremos al quite. ¡Vamos, que también tendría guasa que me embolsara mañana doce billetes!
Todavía no me salió el susto del cuerpo. La verdad es que he pegado el golpe. Veinte tíos bonitos dándole al asunto todo el año para que luego llegue un pelado y se lo lleve. A lo primero me dio lacha y tiraba mal y precipitado. A pesar de ello, los pájaros caían solos. La cuadrilla andaba detrás, más despistada que un chivo en un garaje. Luego cogieron confianza y en cuanto bajaba uno me aplaudían. Cuando fallaron todos menos yo y Pito, el de la armería, se quedaron como sin habla. Para entonces ya me reportaba y tiraba sobre seguro. Le había cogido el qué y hubiese matado ciento. Luego falló Pito y la gente me pegó una ovación que ni Cagancho. La cuadrilla vino hasta mí y me subieron en hombros. Me gibó porque ya había hecho alguna amistad y de este modo parecía que en la vida había visto doce billetes juntos. Quisieron enredarme para otra tirada, pero terció Tochano y dijo que nones. Ya le dije luego que me había puesto en evidencia como si yo fuera panoli. El tío se mosqueó. ¡Anda y que le zurzan!
La madre se quedó como tolondra al enterarse. Yo no le había dicho nada. A la noche se presentó don Florián. Le pregunté quién se lo había dicho y respondió que en el barrio no se hablaba de otra cosa. Recordó al padre y a punto estuvo de aguar la fiesta. A poco llegó Aquilino y luego Tomasito. Bajé por unas botellas y unos bollos. Después se presentaron Tochano y Zacarías con dos botellas más y la Amparo y Melecio con los chiquillos. Pasé recado a Crescencio, sacamos unas mesas a la azotea y armamos la de Dios. Anduvimos hasta las tantas haciendo el zángano. Aún me parece mentira. Hace tres días no había oído hablar de la tirada y hoy soy más popular que el Tato. El señor Moro ha estado tragando quina. La candajo de la Carmina no hacía más que fisgar detrás de la persiana. A las diez se presentó mi hermana con Serafín. Me eché a temblar. Antes de marchar, como me olía, me pidió dinero. Le di cinco barbos y le dije lealmente que no estoy para ayudar sino para que me ayuden. La Modes anda siempre a la que salta. Terminamos la noche de folklore en el bar de Polo.
El periódico trae mi fotografía y una reseña de la tirada. Dice que mi triunfo fue una revelación y que «con un estilo de furtivo, improvisado y ramplón, vencí a las mejores escopetas del país». ¡No te giba! Estos periodistas son la oca. No saben elogiar sin ofender. Tochano quería ir a pedir explicaciones. ¡Anda y que les den morcilla! Don Basilio subió esta mañana a felicitar a la madre. En la calle todo el mundo tiene algo que decirme. Anita iba hoy conmigo más orgullosa que un ocho. En cambio a Fermín no le duelen penas. En cuanto llegué esta tarde me dio un repaso. Yo le dije que no todos los días se ganan doce billetes. Él dijo que ni el gordo de Navidad le privaría a él de acudir puntual al trabajo. Me atociné y le planté que eso va en temperamentos. Luego cambió de conversación y me dijo que sospecha que Manolo no entrega todo lo que saca a la comandita. Le pregunté en qué se basa y dijo que en los ingresos de otros años por estas fechas y en las liquidaciones de los demás. Le dije que lo dejara de mi cuenta. Si eso es cierto lo voy a saber a escape.
Tochano se compró hoy una radio con las tres mil. Zacarías me propuso subir al páramo a cazar codornices con red. No tengo pepita en la lengua y le dije lealmente que me parecía una traición. Él dijo entonces que sólo por el gusto de atraparlas y luego las soltaría. Le dije que en ese caso, bien. A la madre le dio otra vez el telele esta noche. Se me hace que cuando se pone así se le vuelve un poco un ojo.
Un día con otro los exámenes me dejan cinco barbos líquidos. De fijo el que aprueba el Francés o el Alemán no me deja con las manos vacías. A cada aprobado de estos que canto suena una ovación. En cambio, no faltan todo el tiempo chavalas llorando por los rincones. Es la vida.
Le propuse a Melecio ir al cine esta tarde y aceptó. Le dije que diera a Manolo una peseta marcada con una cruz. A la hora de rendir cuentas, Manolo no entregó la pela marcada y Fermín le preguntó por ella. El cínico de él contestó que no le habían dado ninguna. Entonces llamé a Melecio, que se había aguardado a intención. El cabo le obligó a Manolo a sacar la cartera y allí tenía la pela de la cruz. Fermín le llamó una cosa gorda y dijo que en lo sucesivo podía campar por sus respetos. Manolo andaba acobardado y salió con que en casa había mucha necesidad, pero Fermín, que es un águila, le soltó que si se creía que no sabía que cada tarde tenía una partida interesada en el París. Manolo lloriqueó que no era interesada y el cabo dijo que echando por bajo cambiaban cinco duros de mano todos los días. Manolo se largó con las orejas gachas.
En la primera quincena de agosto tenemos permiso. Le pregunté a Fermín si no podía cambiarla por la segunda, pensando en la codorniz, pero me dijo que nones. ¡Esto no es vida!
Terminaron los exámenes. He echado cuentas: 473,65 líquidas, que no está mal.
Esta mañana visité a Aquilino en la Residencia de Suboficiales. El hombre anda reventado con un ataque de ciática. Qué cosa será que en la cama todavía parece más grande. Mañana le trasladarán al Hospital Militar.
Al atardecer subí al páramo con Zacarías y la fiesta terminó a bofetadas. El marrajo prometió soltar los pájaros, pero a última hora, como me olía, me hizo la trastada. Es un granuja. Al principio todo fue bien. Nos escondimos entre los surcos, tendió la red sobre las espigas y atrajo a los bichos con el pito. En cuanto que se arrimaba una, el tío se levantaba como una centella y el pájaro, al arrancar, se enredaba en la red. Así hicimos hasta siete. A la luz de la luna aún agarramos dos. Hacía un poco de viento que combaba las cañas de las espigas y el movimiento del campo parecía el mar. Estaba hermosa la noche. Al acercarnos a las burras los grillos aturdían. Como no hacía intención, le recordé a Zacarías que había prometido soltar los pájaros, pero él se echó a reír y uno a uno los fue sacando de la sera y dándoles una dentellada en la nuca. Los animalitos morían sin un temblor. Me entró tal coraje que, sin más, le di una guantada, él contestó y terminamos a golpes en medio la carretera. Al fin le sujeté y le dije que si intentaba algo le partía el espinazo. Él dijo que asunto liquidado y fui yo entonces y tiré las codornices muertas en medio de los trigos. En el cielo había una luna roja como una sandía. Agarré la burra y me largué sin esperarle. Dice Melecio que conociendo a Zacarías nunca debí llegar a esos extremos. Un pronto lo tiene cualquiera, digo yo.
Tropecé esta mañana en la calle con don Adolfo, el presidente de la Sociedad de Cazadores. Me felicitó por lo del pichón y luego me preguntó cómo llevaba la veda. Le respondí lealmente que con resignación, ya que no había otro sistema. Dijo él entonces que otros la llevan matando al margen de la ley. Le pregunté si no era posible terminar de una vez con esa canalla. Él respondió que se hace lo que se puede. Luego hizo números y dijo que calcula en cuatro mil las perdices que de mayo acá se han matado en la provincia con el reclamo. ¡Gibar! Así es que luego sale uno con la ley y no hace más que dar patadas a lo bobo.
El sol es fuego. A mediodía la Paula dio a luz un chaval muerto. Fui para allá, pero en la papeleta decía que no reciben. A Melecio le ocurrió lo propio. Anduvimos discutiendo sobre si deberíamos insistir. Me giban esos prontos de Tochano, la verdad. Melecio dice que no habiendo entierro no procede otra cosa. En fin, quedamos en dejarlo para el domingo.
Estuvimos donde Tochano. En el gabinete nos quedamos los tres mirándonos como pasmados. Melecio, por decir algo, dijo que tenía entendido que entró poca codorniz este año. Dijo Tochano que, por su parte, podían morirse todas. Para quitar hierro tercié y dije que la liebre, en cambio, había criado bien. Tochano dijo que se alegraba por los ricos que disponían de coto. Melecio le atajó que si no fuese por los cotos, de qué íbamos a matar nosotros liebres en Castilla. Se armó debate y Tochano se puso terco e insistió que los cotos eran un privilegio de mierda. Le dije yo que quitara las tablillas a lo de Muro, a ver qué liebres cazaba él en los bacillares de Herrera. Voceábamos tanto que entró la madre de Tochano y dijo que molestábamos a la Paula. Entonces Melecio se levantó y le dijo a Tochano entre dientes algo del chaval. A Tochano se le hinchó una vena negra en la frente y dijo que de este asunto ni una palabra. Luego se volvió a mí y me preguntó si era cierto que me había sacudido con Zacarías por un qué. Le respondí que sí y él dijo entonces que anduviera al quite porque Zacarías estaba caliente aún.
Tenía la tarde libre y di un paseo en barca con Anita. De regreso intenté besarla, pero ella me dijo con muchos humos que apartara el brazo si no quería que me soltase una guantada.
A las doce no corría una gota de viento. La casa está como un horno. A la madre le volvió el mareo. Cuando se acostó tenía el ojo vuelto del todo. Digo yo si serán los nervios.
Hubo carta de la Veva. Dice que el chavea es un golfo, pero que mi hermano es ciego por él. Nos dice que callemos la boca porque Tino no sabe que nos escribe. Por lo visto ella sigue con los dolores y el médico ha determinado operarla para el otoño.
En la vida hay días torcidos y de nada sirve que nos esforcemos en variar su mala disposición. Uno piensa, luego que la desgracia sucede, que una palabra hubiera bastado para cambiar el destino, pero esa palabra, a cosa pasada, no es más que un nuevo dolor. Cuando a uno se le va una perdiz a postura de perro, se dice que hubiese sido suficiente con reportarse para bajarla, pero eso se piensa después de que no se ha bajado y es ya tarde para enmendar la torpeza. Lo mismo sucede con las desgracias. Y uno se desespera y se da cuenta entonces de que cualquier tipo de la calle no es más que un mandado en la Tierra y que no basta tener en la cartera un buen fajo para determinar esto hago y esto no hago. Uno no sabe más que lo que quiere hacer y lo que no quiere hacer; lo que luego vaya en realidad a hacer o deshacer sólo el Señor lo sabe. Y uno, después que las cosas pasan, se queda como tolondro y se da cuenta de que aunque presuma de estar de vuelta, en el fondo no es más que un buñolero.
Ayer se ahogó el Mele. Melecio llegó a preguntarme por el chico cuando me sentaba a comer. Le dije que no sabía una palabra y nos largamos juntos. El sol era un infierno. Anduvimos corriendo calles hasta las cinco y luego bajamos hasta el río por los merenderos. Uno estaba diciendo en ese momento que se veía algo como un ahogado. Agarramos una barca y, según remaba, yo le pedía a Dios que no fuera el Mele, pero sí era. El chavea parecía talmente de cristal. Me dio por temblar según le subía Melecio a la barca. Luego se quitó la americana y le envolvió en ella. Hablaba solo, como los locos, y dijo que no quería que le robaran al chico para encerrarle en el depósito como un perro. Cuando llegamos a casa, la Amparo se arrancó a llorar a gritos. Yo estaba tolondro, igual que cuando sueño con perdices y el tiro no sale. Me fui escapado donde don Florián y, al regreso, la Amparo le había puesto al crío la marinera y le había lavado y peinado. La niña dijo que el Mele se había dormido, y, ciertamente, estaba tal cual el angelito sobre la colcha. La Amparo rompió a gritar al ver a don Florián. Melecio se sentó en una silla y miraba la pared de enfrente sin dejarlo. El cura le cogió por los hombros y le sacó fuera y le estuvo hablando en voz baja todo el tiempo y Melecio decía que sí con la cabeza. Entonces empezó a aullar la Doly en el corral. Digo yo si olería el cadáver. Mandé recado a la madre, a Serafín, a Tochano y a Zacarías, y, entre tanto, fueron llegando las vecinas y todas se arrimaban a la cama a besar al chiquillo. Hemos pasado la noche con Melecio. De madrugada le hicieron la autopsia al crío. La Amparo se puso loca. Melecio sigue como en la higuera. Con ese temperamento que tiene, esta desgracia ha de afectarle. Al tiempo. A las cinco salió el entierro. Detrás mío iban formados los chavalillos de la escuela 2 con el maestro y el estandarte. Cerca de la parroquia nos alcanzó la Doly, jadeando, con la lengua fuera. El animal se colocó junto a la carroza y andaba con las patas como encogidas, aullando lastimeramente. Daba congoja el verla. Cuando don Florián rezó el responso frente a la parroquia, la perra, como si se diera cuenta, calló la boca. Luego, en el cementerio, se tumbó junto a la cruz y lloraba como una persona. El cura del camposanto dijo que retiráramos al animal, y Zacarías, sin pensarlo, le dio una patada. Melecio se puso loco. Le calmé y le dije a la perra que se largase y ella se largó, pero aún la sentíamos aullar desde la puerta. Al acabar, Zacarías se me acercó y me dijo que mal año. Le di la mano y todo arreglado. Tochano no ha aparecido vivo ni muerto. Estoy como si me hubieran dado una paliza. Me duelen los huesos y tengo dentro una tristeza que para qué.
Melecio sigue sin abrir la boca. El hombre parece una estatua. Nada reza con él. Se pasa el santo día en el taburete acariciando la cabeza de la perra. Ya le digo que llore, pero el chalado aguanta, y el dolor le come por dentro. En cambio, la Amparo anda ya más resignada. Hoy estuvo allí don Florián y le dijo a Melecio que efectivamente es una dura prueba la que le envía el Señor, pero que otros pasaron por ella antes que él. Melecio dice que sí, pero sigue lo mismo. Me da miedo el temperamento de este hombre, la verdad.
Pasé la tarde donde Melecio. Parece algo más animado, aunque no acierta a explicar lo que le pasa. Dice que a veces se siente como si también él estuviese muerto. Don Basilio me había dicho que a las cuatro vendrían los pintores, pero hasta las seis no se presentaron. Estuvo también el electricista a colocar un tubo fluorescente en el tablón de anuncios. Los pintores empezaron por los retretes, y el maestro me preguntó quién era Pérez. Le dije que el profesor de Francés, y que acababa de casarse y él se echó a reír y dijo que cualquiera lo diría.
Manolo anduvo rodándome esta tarde y no se quedó a gusto hasta que me soltó que quiere volver a la comandita. Se lo indiqué a Fermín y dijo que bueno si se avenía a no ver un céntimo en la primera semana. En contra de lo que esperaba, Manolo aceptó.
Hoy bajé al río a darme un chapuzón. Están poniéndolo bien con eso de la playa artificial. El sol es fuego y la casa está imposible. La madre y yo dormimos con las ventanas abiertas y comunicadas, pero ni aun así. Cada tren que pasa es un susto y a la madrugada, con los vencejos, no se puede parar. Pero menos malo es esto que ahogarse. El chaval de Crescencio lleva unos días durmiendo en la azotea, sobre un jergón, y cada mañana se levanta con la cara perdida de carbonilla.
Anoche vino por casa Aquilino. Renquea un poco de la pierna izquierda, pero está muy mejorado.
La madre volvió a enzarzarse esta tarde con la Carmina. Por lo visto había desaparecido una prenda del tendedero. Pregunté a la madre que qué prenda y me dijo que no sabía, pero que contó diecinueve al tenderlas esta mañana y al recogerlas no había más que dieciocho. Le dije a la Carmina con toda mi santa paciencia que hasta cuándo iba a durar esto, y me contestó que ella no tiene la culpa de que la vieja esté chocha. La madre la llamó basura y dijo que peor era que a una le faltase la vergüenza. Entonces le dijo la Carmina que no le daba una guantada por no ensuciarse la mano. Le advertí que hasta ahí podíamos llegar. A la noche pasó la mujer de Crescencio con una camisa mía y preguntó a la madre si era esa la prenda que faltaba. La madre le preguntó dónde la había encontrado, y resulta que su chica la cogió por equivocación esta mañana. Le recordé a la madre que no quiero cuestiones con las hijas del señor Moro, aunque ya sé que es como hablarle a la luna.
Sigue el calor achicharrante. Las noches son imposibles. Esta tarde rompió aguas la Modes. La madre se fue para allá. Anoche no lo pude resistir y me tumbé a dormir en la azotea. El 16 se abre la veda de la codorniz.
La Modes tuvo mellizos: chico y chica. El torda de mi cuñado dice que mejor, que así es como si no se le hubiera muerto ninguno. Le hice ver que ninguno se le había muerto, y él, entonces, recordó a Pío. Le convidé a un vaso y en lo que yo bebí uno, se metió él media botella. Le recordé su promesa cuando lo de la Titina, pero él guiñó un ojo y dijo que esas promesas las hace uno cuando está agobiado y que el Señor no las toma en cuenta. ¡Valiente zascandil!
Llevo dos noches soñando con perdices. La de siempre. Las persigo por la alcoba, y cuando aprieto el gatillo los tiros salen follones y ellas se escurren por debajo de la puerta. ¡Malditas zorras!
En la calle encontré a Tomasito. Acababa de regresar de Carrascalejo y dice que hay allí una nube de perdices. Me preguntó si tenía compromiso para el día de la Virgen y le dije que estaba ocupado. No sabía lo de acomodador. Dice que para él el domingo es sagrado, y que no aguantaría eso aunque le pagasen en oro. Razón no le falta. Luego le pregunté dónde iría y él me dijo que a Villatorán. Me decidí a acompañarle para volver a las cuatro. Quedamos en encontrarnos en la Plaza a las seis de la mañana.
Melecio no está de humor para acompañarnos. Lo comprendo. Hoy besé a Anita por segunda vez. ¡Madre, qué boca! Cuando la pruebo me olvido hasta de mi nombre. En casa he andado preparando los trebejos como tolondro. No tengo ni pinta de sueño. La Doly pasó la noche en la azotea. Sentí el exprés de Galicia.
A las seis de la mañana ya olía la resina en la carretera. Eso quiere decir calor. Estos olores tienen que ser saludables, por lo menos es el olor de los sanatorios. La Doly no se portó mal a la ida; pero a la vuelta, ya que yo traía poco encima, me la jugó. En Villatorán empezamos con las pajas, pero se hicieron las doce y no habíamos bajado más que una pareja. La primera la caí yo, y a la segunda le tiramos al tiempo, como la perdiz aquella de Villalba, pero Tomasito voceó «¡mía!» y no quise armar gresca. Por dos veces me dio Tomasito con la boca de los caños en la barriga, y cuando le dije que tuviera precaución me salió con que estaba en el seguro. ¡No te giba! Después de comer quise venirme, pero él me animó a manear antes unas remolachas. Y lo que pasa. Meterse la Doly y pegarle los vientos fue todo uno. Nos colocamos uno a cada lado de la perra, y cuando la tía se arrancó tiramos los dos, y Tomasito volvió a vocear «¡mía!». Me gibó ya tanta frescura y le dije que a santo de qué suya. Él respondió que mi tiro marchó alto y que él, en cambio, andaba con la chorrina. Me cabreé y le dije que tirase sólo las de su lado o me largaba con la perra. Él dijo que bueno, que lo que deseaba era tener la fiesta en paz. Hice un doblete junto a un almorrón, se me calentó la sangre y decidí fumarme el cine. Caímos cuatro más en la remolacha, y yo bajé una tórtola junto al arroyo. Al regresar donde las burras, la Doly se puso como un garrote junto a un montón de piedras. Saltó una media liebre y tiramos los dos a tenazón. El ansioso voceó otra vez «¡mía!», pero me planté y le dije de malos modos que esa liebre la había quedado yo como me llamo Lorenzo. Se puso burro y dijo que mi tiro había quedado corto y que llevaba quince años cazando y nunca le había ocurrido que le discutiera nadie una pieza. Me puso de tal café que ni le miré a la cara siquiera. Llamé a la perra, agarré la bicicleta y a casa. Para acabar de arreglarlo me tropecé con Fermín frente a lo de Creus. El zorro de él me vio, aunque calló la boca. A la madre le dije que había pinchado tres veces.
Como esperaba, Fermín me dio un repaso y dijo que a la próxima me aguardaba. Ni sé todavía cómo aguanté y no le tiré el cargo a la cara. Le tengo dicho que no me gusta que me voceen y que todas las cosas se pueden decir con educación, pero él que si quieres; lo mismo que si tratase con una caballería.
Estuve con Anita en la Cerve. No perdimos baile. Cada día me pone más negro la chavalina esta.
Hoy conseguí llevar a Melecio al café. El hombre se distrajo. Zacarías y Tochano hicieron el domingo tres liebres y dos perdices junto a lo de Muro. Al marchar le dije a Melecio si contaba con él para subir el viernes, que descanso, a lo de Ortega. Me dijo que no, claro, por la sierra. No podemos ponernos de acuerdo. El día que él descansa, trabajo yo. Verdaderamente esto no es vida.
Subí a lo de Ortega solo, con la Doly. Pasé un día tranquilo. La perrina trabajó bien la huerta. Ciertamente ha hecho muchos progresos. A la tarde la metí en un perdido de escobillas y avena loca. Todo el tiempo se levantaban bandos de carracos y el animal andaba negro. Junto a un romero se arrancó una perdiz y no tuve valor para dejarla escapar. Cuando me agaché a cobrarla, volaron media docena de igualones. ¡La madre que los echó! Con la perdiz hice once codornices. Marré un solo tiro, por precipitado.
Tochano y Zacarías estuvieron anteayer en Quintanilla. Dicen que en las pajas nada, pero en la ladera hicieron siete perdices. Cuando quieran abrir la general no va a quedar una para muestra.
Colé hoy a Serafín con la Modes y los chicos. Fermín me dijo a la salida con recochineo que otro día avise para no abrir la taquilla. Le di una mala contestación. Cada día estoy más decidido a dejar esto. No va con mi temperamento. Lo malo del caso es la madre. ¿Cómo le doy yo ahora este disgusto?
Esta tarde me decidí. Melecio salió con Tochano al campo y yo me quedé en casita. A la hora de comer le dije a la madre que lo del cine no me peta; que es justamente un oficio de perros. Ella dijo que lo comprendía, pero que no puede vivir sin esos ingresos. Yo le dije que sería más feliz comiendo pan a secas que con pichones a diario y en esta esclavitud de ahora. Me salió con que no me di cuenta de que era un esclavo hasta que empezó la caza. Todo puede ser. El caso es que lo del cine me giba y no pienso seguir así. Ella me preguntó por qué pensaba sustituirlo y le respondí lealmente que aún no había pensado en ello, pero que no faltan sitios donde ganar cuatro cuartos teniendo voluntad de trabajar. Por la noche, sin más, le dije a Fermín que me buscara sustituto. Me preguntó con guasa si me había caído el gordo y dije que a lo mejor. ¡No te giba, el panoli este!
De madrugada agarré la burra y me llegué a San Miguel. No quería más que darme cuenta de que soy libre. Sentado en un teso estuve viendo volar a los abejarucos y luego bajé hasta el río y me tumbé en la hierba entre los mimbrerales y los tomates silvestres. Las tórtolas se arrullaban y, de vez en cuando, una atravesaba el río como un rayo. Entre los sauces correteaban las ratas de agua. Dicen que hay nutrias aquí. No sé, no sé. Sin darme cuenta me quedé dormido. Me despertó una urraca rebullendo entre los tamarindos. En cuanto que moví un dedo, la tía se largó. De regreso hice un tiro larguísimo a una torcaz. Cayó sobre una zarzamora y sudé tinta para encontrarla. Ya en casita me tumbé una siesta hasta las ocho. Esto es vivir.
Estuve donde don Rodrigo a decirle que he dejado lo del cine. El hombre no dijo ni palabra. Le pregunté por sus clases y me contestó que iba tirando con tres alumnos. Me entregó un montón de apuntes, a ver si entre septiembre y octubre puedo colocarlos. Al marchar me dijo que tiene un chico en cama y que parece que la cosa va para largo.
Anita se puso loca cuando le comuniqué que ya no tendría necesidad de dejar de bailar a las nueve y cuarto. Aproveché para decirle que cuando un hombre honrado se enamora de una mujer honrada y no hay obstáculos por medio, la inmediata es casarse. Le faltó tiempo para decirme que de ese asunto ni hablar por ahora. Toda la razón que me dio es que tiene diecinueve años y a esa edad ninguna mujer piensa en sacrificarse. ¡No te giba! Ya le dije que no creía que hablase por ella. Me respondió que si la creía una idiota o qué. Como si no la oyera, le planté que las Mimis no tenían por qué saber lo que era la vida de casada, puesto que las dos son solteras. Ella salió entonces con que las Mimis llevan veinte años peinando a casadas, y una peluquería es como un confesonario. Me gibó la salida y le solté una barbaridad. Se puso negra y me dijo a voces que me largara. Antes le dije que estaba cansado de hacer el memo y que la aguante su madre, que era su obligación. Me fui donde Melecio, y le conté la historia de pe a pa. Él se reía y dijo que efectivamente el separar a la novia de las amigas es un renglón. Cuando se me pasó el sofoco, Melecio me hizo salir al corral, prendió un fósforo y dijo que me asomara. Junto a la portilla estaba la Doly acostada en las pajas y ocho cachorros a la greña por la teta. Melecio a lo primero sonreía, pero luego se puso murrio y dijo que el Mele le preguntaba todo el tiempo cuándo iba a tener cachorros la perra. Luego me dijo que piensa ahogarlos a todos menos uno que le ha pedido Tochano. No lo pensé más. Agarré una perrilla moteada y me la traje para casa. La llamaré Zeta. Hace años que tengo capricho por una perra con este nombre. De momento parece que tiene casta. Veremos. La madre me puso jeta en cuanto le mostré el animal.
Subimos esta mañana a los meandros de Villavieja, el bebedero de tórtolas. Pensamos en ir a lo de Aniago, a la codorniz, pero la perra no está aún en condiciones, y codorniz sin perro es tiempo perdido. Nunca había estado en los meandros de Villavieja, pero es un verdadero espectáculo. El río se ensancha allí y corre el agua tan mansa que parece un lago. En la ribera crecen olmos y alisos gigantescos y los tamarindos están tan prietos que apenas si entra el sol. Las tórtolas y las palomas bajan a beber a la islilla de arena que se forma en el centro del río. Según Melecio, en el otoño, la isla se la lleva la trampa y el agua corre a ciento por hora entre el follaje. A poco de llegar empezó el bureo. Cruzó un martín pescador como una centella, le solté los dos tiros, pero ni le toqué. El condenado llevaba un pececillo en el pico. Luego sentí el aleteo de una torcaz y la tía se fue a posar justamente en la punta de un aliso, frente a mi puesto. Aguardé con mi santa paciencia, y cuando se tiró a beber a la isla la sacudí en forma. La zorra de ella no dijo ni pío. En seguida empezaron a bajar las tórtolas. Era mediodía y el sol arriba debía apretar de firme. A la hora de comer había hecho tres, y Melecio dos. Nos descalzamos para cobrarlas. Melecio empezó a enredar y acabamos dándonos un baño. Luego subimos fuera del cauce a secar la ropa. Por la tarde hicimos otras nueve y una oropéndola. De regreso echamos un vaso en el merendero de Eliecer. Fue entonces que me dijo Melecio que la Amparo está embarazada, que cuando lo del Mele había dudas, pero que ahora se ha confirmado. Me alegró la novedad y le deseé que fuese un chicote como el Mele. Puso una cara rara y me dijo que cómo como el Mele, que es el mismo Mele que vuelve. Callé la boca para no llevarle la contraria. Desde lo del chico, Melecio tiene algo en la cabeza.
Empezaron los exámenes. El Pavo me pidió que le echara una mano en Francés. Ya le dije que no hay trato, pero que vería la manera de entrarle. Saqué a relucir el monte, pero el marrajo calló la boca. El domingo se abre la general. Parece que iremos a lo de Villalba.
Hoy dice el periódico que la veda no se alza mañana, sino el 27. ¡Está bueno eso! Por lo visto no hubo hasta ahora momento de anunciarlo. En este país la gente se los pisa, vamos. Yo me pregunto lo que habrán dicho los bilbaínos que llegaron anoche donde Polo. Les han hecho la santísima. Tochano quería reclamar una indemnización y todo. Estuve recargando con Melecio y le propuse subir a lo de Aniago, a la codorniz. Le petó la cosa y quedé en pasar por su casa a las siete con la misa oída.
De Anita ni una palabra.
Tropecé esta mañana con don Rodrigo en la Sala de Profesores. Por lo visto el chico así anda, y de las clases nada. La de Alemán le chapodó los tres alumnos y, con tan feliz circunstancia, puede dar el ensayo por liquidado. Le encontré un temblor raro en las manos y se lo dije. Dice que es del tabaco.
Por la tarde se hicieron los escritos de Reválida. Esta noche cerré balance: 306,70 líquidas. Treinta y cinco duros menos que en junio. No sé dónde vamos a llegar.
¡Veinte días sin saber de Anita! A terca no hay quien la gane. De sobra sabe el número del Centro, pero no. He de ser yo quien la hinque. ¡Pues no me da la gana, vaya!
El primo de Zacarías nos esperaba a la entrada del pueblo con el camión del panadero. A las nueve ya andábamos ojeando. No sé si lo cogimos mal, pero lo cierto es que a mediodía no habíamos hecho más que cambiar la bota de mano siete veces. Ni tiramos ni vimos caza. El primo de Zacarías propuso manear los majuelos para meter la perdiz en el monte. Efectivamente, levantamos la biblia, pero todo largo. Por la tarde volvimos a ojear el monte y en el primer ganchito los ojeadores se salieron de línea. El primo de Zacarías echaba las muelas. El panadero se cabreó, agarró el camión y se largó al pueblo. Estábamos todos de un café que para qué. El primo de Zacarías organizó entonces la mano para cazar la parte izquierda del monte. Yo llevaba a la vera a Tochano y le oía jurar. Al poco rato, el Sol empezó a levantar perdices en París. Le dije a Tochano lealmente que sujetase al animal si es que quería disparar la escopeta, pero el Sol estaba caliente y no atendía a razones. Los otros empezaron a tirar en forma. Le insistí a Tochano que mientras el Sol siguiera alargándose no había nada que hacer. Entonces Tochano, sin más, se echó la escopeta a la cara y soltó los dos tiros. Los aullidos del animal se oían en Pekín. Al acercarnos, Tochano iba diciendo de mala uva que «mucha guasita, y en cuanto le tocan, a llorar como un condenado». El Sol tenía el ojo izquierdo colgando y se había acostado en unas escobas. El bicho sangraba como una chota, pero lo que son las cosas, con el ojo sano miraba a Tochano con cariño. Tochano, al verle así, se puso a jurar y a decir que uno tira a una perdiz a esa distancia y ni la toca, y tira a un animal de veinte kilos sin ánimo de perjudicarle y le deja en el sitio. Vinieron todos, y Zacarías sólo dijo «¡pobre animal!», pero Tochano se echó a él como si hubiera mentado a su madre. El primo de Zacarías le aconsejó que le rematara, y Tochano, sin decir palabra, metió un cartucho de cuarta en el tubo izquierdo, se apartó tres metros y disparó. Luego volvió a cargar tranquilamente y dijo que a ver si era posible que tirase una perdiz en toda la tarde. El cielo estaba entoldado y yo me puse murrio. Llevaba metido en los oídos el murmullo de la sangre del Sol al extenderse por las escobas. Caí dos perdices casi en la linde, pero como si nada. Tocamos a perdiz por barba. Tal como iba, con escopeta y todo, subí donde don Rodrigo y le di la mía para el chico. El hombre no quería aceptarla y según bajaba se asomaba con ella al hueco de la escalera como si fuera a tirármela encima. ¡No te giba!
Le llevé a don Florián la Zeta, pues la madre no puede parar con ella. En cuanto uno la deja en el suelo, a mearse por la pata abajo. ¡Qué cosas!
Pasé un rato con él en la rectoría. El hombre anda medianete; está demasiado fuerte. Me preguntó por la caza y me dijo que él tiene que conformarse con arrimarse a las tapias del cementerio a oír cantar las codornices. Hay que ver, con lo que ha sido este hombre. Mentira parece. Dice que ésa es la vida y que uno cuando sirve para todo no piensa en el día que no servirá para nada, y que cuando llega el día en que no sirve para nada no tarda en acostumbrarse a estar mano sobre mano. Le conté lo de Tochano y se cabreó. Dice que el hombre que mata a sangre fría a su perro es capaz de matar otro día a su padre por un qué. Yo no lo veo así, pero el hombre estaba tan quemado que callé la boca. Hablamos luego de la cuestión pesetas y me preguntó si me importaría cobrar recibos. Le dije lealmente que no siendo a horas fijas contara conmigo. Mañana empezaré con los del Secretariado de Caridad y para la semana que viene me ha prometido los del Colegio de Médicos. Ya me iba a largar cuando le dije lo de Anita, que cabalmente era a lo que iba. Me preguntó si había tratado de convencerla y le respondí lealmente que cada día, pero que la panoli está influida por dos elementos de cuidado. Acabó por decirme que cualquier día que venga a pelo la pase por allí.
Vi a Tomasito esta noche en la Plaza, y cuando iba a saludarle volvió la cara. ¡Anda y que te zurzan!
A los cinco días de curso, lo mismo que si no hubiera habido vacaciones. ¡Qué barbaridad, cómo pasa el tiempo! Esta mañana me recordó el de Francés que le dé la hora a las menos diez; su mujer, a las menos cinco; don Basilio, a las menos siete, y don Rafael, a las menos cuarto. Todo igual para no variar. El Pavo aprobó el Francés de chamba. Me dio las gracias y yo me dejé querer.
En sólo esta mañana coloqué veintidós apuntes de don Rodrigo. A la tarde le llevé el importe y me dio una copa.
A las ocho no lo pude aguantar más y me fui donde Anita. La panoli saltó como si no me conociese. Me puse a su lado y le dije lealmente si merecía tanto castigo un hombre por querer casarse con ella como Dios manda. Dijo que de sobra sabía que no era por eso, y yo le pregunté que si por lo de las Mimis entonces. Fui a cogerle una mano y ella me dijo que nanay, mientras no hiciera lo que debía. Le pedí disculpas y ella dijo entonces que daba el asunto por liquidado. Lo hemos pasado en grande. Estuvimos en el Guinea echando unos dados. Luego, en el portal se me hace a mí que ponía cara. ¿Qui lo sa? Sentí el exprés de Galicia.
Me avisó el maestro de Villagina que están concluyendo la vendimia y, a la tarde, me agarré la burra y me fui para allá. Si aguardo dos días, las ovejas se meten en los bacillares y cosa perdida. El campo, a pesar del buen tiempo, ya va para abajo. Los chopos de la carretera se deshojan y las huertas de Villavieja amarillean. Nada más apearme me recomendó un tipo que anduviera al quite, porque el pregonero del pueblo había anunciado que merodeaba por allí un perro rabioso. Le pregunté si sabía las señas y me dijo que era negro, rabón, como de diez kilos de peso. Añadió que el alcalde había prometido una recompensa a quien lo despachase. No me preocupó el asunto, pero apenas me metí en el pinar, un tazado que andaba a la miera me vino con el mismo cuento. Luego me lo volvió a repetir una cuadrilla que estaba escavanando. Me llegué a los majuelos y me puse a manearlos con calma. La Doly estaba alegre y cazaba a la mano, pero hizo dos muestras en falso y otra a un engañapastor. ¡No aprenderá nunca la condenada! En un barco caí un lebrato que venía levantado de sabe Dios dónde. Después me tiré dos horas pateando el bacillar sin resultado. Vi un bando de perdices en Pekín. También vi un zorro manco gazapeando a un kilómetro, en una pimpollada. De regreso, me topé con un perro negro, acostado junto a las ruinas del transformador. La Doly empezó a gruñir y se le pusieron de punta los pelos del espinazo. La llamé y me acerqué al paredón con tiento. El animal se incorporó con las orejas gachas y ciertamente me miraba torcido. Era rabón, de pequeño tamaño y me gibaba liquidarlo, pero en cuanto se arrancó, me armé y lo tendí de un tiro. Subí al pueblo en la bicicleta y le planté al cabo que acababa de matar un perro negro, rabón, como de diez kilos de peso. Él andaba de cháchara y no me hizo mucho caso. Se lo volví a repetir y él dijo entonces que si andaba sin dueño hice muy bien, y que no me preocupase, y que arreando. Le pregunté por el pregón y él dijo que algo decían de eso, pero que lo mejor era que enterrase cuanto antes al animal para evitar infecciones. Me volvió la espalda y yo entonces me metí en el estanco y pregunté por el alcalde. Una tía gorda me dijo que estaba en la ciudad. Le pregunté por el pregonero y me dijo que andaba a la vendimia. Ya cansado dije que esperaría, pero la tía gorda me salió entonces con que dormía en el campo mientras no concluyese la recolección. Ya de mala uva la pregunté si es que no habían dado un pregón sobre un perro rabioso, prometiendo una recompensa a quien lo despachase. La gorda parecía tolondra y me salió con que eso decían. Me puso negro, me agarré la burra y me vine para casa. En el pinar encontré a un pastor que regresaba al pueblo y me preguntó si había visto por casualidad un perro negro, rabón, como de diez kilos de peso. Me paré y él dijo entonces que llevaba diez años a su lado y en un descuido se le largó a beber a la acequia y no regresó. Le indiqué que tal vez se hubiera ahogado, pero él dijo que no porque nadaba mejor que un pez, y que si algún malnacido le había hecho daño, no le importaba terminar sus días en la cárcel. Llegué a casa de mal café. Por si faltase algo, a la madre le volvió el telele esta noche.
Llevo unos días con pesadillas. Sin ir más lejos, anoche soñé que mataba a tiros a un perro rabioso, y cuando me llegué donde él resultó que era un pastor. Tomasito me conducía de las orejas donde el cabo, y el cabo, al vernos, rompió a reír y le dijo a Tomasito que los dos éramos responsables, puesto que el pastor tenía dos tiros. Me desperté medio ahogado. Por la tarde estuve cobrando unos recibos. Pero no pasa día sin que recuerde al perro negro de Villagina. Deben de ser los remordimientos.
Zacarías llevó la noticia al café de que la mixomatosis también ataca a las liebres. ¡La hemos pringado! Asegura que aunque las autoridades dicen que aquí no, él sabe de buena tinta que de la parte de Aragón se han dado ya varios casos. Había pensado ir con la Anita donde don Florián, pero a última hora desistí. La mujer esta a lo mejor se incomoda. ¡Cualquiera sabe!
Pasé la tarde en casa de Melecio. Estaba fuera y me recibió la Amparo. La Amparín andaba en la cocina trasteando con un gazapo. Estuve un rato de palique con la Amparo y de repente se puso a llorar y salió con que tenía miedo. Ya le dije que ella siempre daba a luz bien y que esta vez además estaba poco abultada. Me dijo muy orgullosa que el médico le dice que tiene en el vientre un corsé de músculos muy majo. Luego me contó que Melecio desde lo del chavea anda como trastornado y que ahora dice que el Mele se ha vuelto a meter en el vientre de su madre y que esta vez no le hará tan faldero como la primera. ¡Buena se va a armar si sale chica! Estuve viendo la alcoba que le han preparado al chaval. Es la misma del Mele, pero toda encalada, la camita pintada de azul y las paredes cubiertas de muñecos. La dije lealmente a la Amparo que estaba muy curiosa, y como se me hacía tarde me largué. Dejé recado a Melecio de que antes de las ocho no puedo salir el domingo.
Hemos andado en lo de Miranda. Subir a lo de Miranda y desatarse el frío es todo uno. Ha hecho un día perro. Recuerdo que el año pasado nos cogió allí la nieve. Anoche llevé a la madre a ver al Tenorio y me acosté a las tantas. Hoy tenía el pulso alterado y de salida se me fue una perdiz a huevo. De todos modos se me da mal este monte. A la hora de comer, Melecio había hecho una liebre. Armamos lumbre a la abrigada y estuvimos de recordatorios. Salió el Mele a colación, y Melecio anduvo diciendo que no piensa dejar al chico un solo día sin hacer gimnasia, para que no sea canijo de pecho como él, y que le enseñará a tirar con los dos ojos, porque guiñando uno difícilmente se puede ser un maestro. Sentía un frío del demonio y el cielo estaba blanco como la leche. Le di un tiento a la bota y le dije a Melecio que o tirábamos para arriba o me quedaba entumido. La Doly andaba hoy fina de vientos y se ponía loca con los rastros de las perdices. Junto a un escarbadero se desesperaba, porque quería seguir todos los rastros al tiempo. De pronto se quedó tiesa junto a un tomillo, y Melecio me voceó que anduviera al quite. Pisé el tomillo con cuidado, la perra saltó y sentí volar la perdiz. Cuando la encañoné ya noté una cosa rara, pero mientras no la vi en el suelo no me di cuenta de que fuera del pico, los ojos y las patas, que los tiene encarnados, todo lo demás es blanco. Dice Melecio que es una perdiz albina, como la que tienen los Carmelitas en el Museo. La madre me preguntó si sé lo que vale una perdiz, cuando le dije que pienso disecarla. Le conté a Anita la aventura y la panoli me preguntó que qué era una perdiz albina. La respondí que blanca, y entonces me saltó con que de qué color son las demás. Me giba lo que nadie sabe oírla hablar así, la verdad. A última hora cayeron por la Cerve la Mimi con Faustino y se aguó la fiesta. Tardé en dormirme. Entre sueños sentí el exprés de Galicia.
Escribe la Veva que el chaval se largó después de limpiarles la cómoda. Le está bien al Tino por confiado. La madre se llevó un berrinchín. Vino la Modes y se fue con ella a la calle. Mi hermana ofrece así un pronto áspero, pero no tiene mal corazón. La madre ha andado toda la tarde como tolondra. Malo será que no la vuelva el telele.
Llevo unos días encandilado. Estar junto a Anita no me basta. Ayer se me antojó besarla y la besé, aunque ella se resistía. Se incomodó y todo lo que se me ocurrió entonces fue agarrarla por los hombros y volverla a besar. Naturalmente tuvimos unas palabras. Dice la mujer que no me entiende a mí ni a ningún hombre, y que somos como bichos. Iba a empezar con explicaciones, pero de nada iban a servir y terminé por decirle que yo no puedo aguantar, y que llevo una temporada que a cada paso me peta abrazarla y besarla y no hay más. La panoli dijo que me comiera las ganas. ¡Qué fácil es decirlo! Aun tuve que llorarle media hora para que no llevara las cosas más lejos.
Escribe la Veva. Encontraron al chavea en Guadalajara. No llevaba encima más que trescientas de las dos mil que limpió a Tino. Le han ingresado en el Reformatorio de C…
La perdiz ha quedado majilla. Melecio le puso una peana de aliso y la he colocado sobre el aparador. Hoy subieron Tochano y Zacarías a verla. Zacarías, que todo lo sabe, dice que las perdices se ponen blancas de un susto, y que si la Doly estuvo mucho tiempo sobre ella es fijo que se volvió blanca por eso. Tochano opina que es el clima, y que hay perdices blancas por la misma razón que hay hombres negros. Uno a otro se calentaron los cascos y decidieron subir el domingo a lo de Miranda a ver qué se cuece por allí.
Crescencio me comunicó esta mañana que han retirado los obvencionales al personal subalterno. Éramos pocos y parió la abuela. Por lo visto van a centralizarlos para repartirlos sólo entre los catedráticos. Nos han hecho la santísima. Ahora que empezábamos a arreglarnos con lo de los recibos, esto. Razón tiene Melecio, que una casa es como un barco viejo, que cuando se tapa un agujero se abre otro en el lado opuesto. Al terminar las clases nos reunimos con el señor Moro en la Conserjería. Nos enseñó el escrito de Sevilla, donde los subalternos exponen una queja razonada al Ministerio. Traía ya cinco firmas, que con las tres nuestras hacen ocho. En la carta nos dicen que lo remitamos al Centro de Zaragoza. Así lo hicimos.
Ha cambiado el tiempo. La temperatura es muy suave. Sin embargo, pronto se echará el invierno encima, y don Basilio sin hacernos los capotes. A la madre no le dije lo de los obvencionales. Por la tarde estuvo Aquilino ya totalmente repuesto. El vaina nos anunció su boda para mayo. Me preguntó si seguía incomodado por lo de la escopeta. ¡Gibar! Ya le dije que no, pero que visto como andan las cosas tiraré con la que tengo hasta que me muera.
Ya sabía yo que acabaría mal con el Pavo. Es un tipo que no distingue y un día le van a quitar la cara de un guantazo. Cuidado que le había advertido, pero el vaina entiende por la bragueta, como los gigantones. Esta mañana me salió con que la churrera está majilla, pero le falta delantera. Le dije que no me hablara así y él entonces se sintió guapo y pasó a lo otro. Se me subió la sangre a la cabeza y le dije que no metiera el cuezo en mis negocios, si no quería salir mal. Ya es la segunda vez que me pasa una cosa así. La otra fue con Tochano. Después de todo, Anita no es una tabla y si tiene mucho o poco ésa es cuestión mía.
Tuvimos reunión con el señor Moro. En Zaragoza y Barcelona han firmado el escrito. De Madrid hay también buenas impresiones. Dice el señor Moro que nada perdemos con exponer a don Basilio nuestra situación. Así lo decidimos y por la tarde fuimos a su casa. Nos recibió bien y nos dijo que entiende que las nuevas normas son provisionales, supuesto que el nuevo régimen está montado sobre la base de protección a los humildes. El señor Moro dijo, y con razón, que en términos generales podía ser así, pero que a nosotros las nuevas normas nos han hecho la santísima. Don Basilio nos prometió que verá de distraer de cualquier partida una cantidad para compensarnos momentáneamente. Don Basilio es un caballero.
Subí un par de horas a lo de la Diputación. En las tierras había perdices como para parar un tren, pero ni por un descuido aguarda una. Eché ladera arriba, y cuando menos lo esperaba caí un conejo. Había un bando de palomas rondando y me tapé tras unos zarzales. No llevaba diez minutos cuando el bando se me metió en la escopeta, disparé los dos tiros a cascaporrillo y bajé ocho. Las metí en el morral por miedo al dueño del palomar. Desde la loma veía apeonar las perdices por las tierras bajas, siguiendo los surcos. ¡Qué bonitas son las condenadas! Regresé a comer. Mañana no entran ya los chicos en clase y me espera un mes tranquilo.
En el café me dijo Tochano que para el domingo iremos a Aldeachica con los Currinches de ojeadores. Llevan cinco duros y la merienda, pero un día es un día. Me dan miedo los morros de Anita, pero le dije que de acuerdo.
Esto ya lo sabía yo. Cuando le comuniqué a la chavala que mañana no podríamos salir porque regresaré tarde del campo, me salió con que estaba harta, y que escogiera entre ella o la escopeta. Insistí en que eran cosas distintas, pero ella dijo que se había hecho a la idea de ir mañana a la Cerve, y que iría a la Cerve aunque tuviera que alquilar un acompañante. Me puso negro y ya embalado le dije cuántas son cinco. Se quedó tan terne y me respondió que aguardaría hasta las siete, y que a esa hora se largaría conmigo o sin mí. Ya mosca, le planté que podía ahorrarse la espera y ella dijo entonces que si no iba yo mañana, no fuera tampoco pasado. La dejé plantada con la palabra en la boca. No es más que una criatura consentida que va siempre con el «yo» por delante, caiga quien caiga. No me conviene. Así. Después de todo, otras mujeres hay. Tonto soy en tomarme este sofoco. Si fuese otra cosa lo dejaría, pero Tochano dice que en Aldeachica entran las perdices planeando y son grandotas como gansos. A ella ya se le pasará, y si no se le pasa, aquí paz y después gloria. Otras más apañadas se quedaron para vestir santos.
Llegamos a Aldeachica sin retraso y los Currinches nos aguardaban en la estación. Desde la estación se divisa el campo ondulado hasta los tesos de Quintanilla. Es un cazadero hermoso y la perdiz no tiene más defensa que la falta de maleza. Aldeachica, de no cazarlo en septiembre, no admite más que el ojeo. El primero lo dieron los Currinches sobre la Cotarra del Cuervo y bajamos cinco. Yo me lucí en un doblete de aúpa. La verdad es que se me metieron encima más de un ciento de ellas. Brillaba un sol vivo arriba y los bichos entraban planeando, confiados. En el segundo ganchito, los Currinches nos colocaron en la cortada de un camino. Las perdices aparecían de repente y no hubo manera. Así y todo, Melecio y Tochano hicieron una cada uno. A la hora de comer llevábamos trece y una liebre hermosa que ante los caños de Zacarías se puso a hacer títeres. Por la tarde, en el segundo ojeo, sentí batir el aire lo mismo que si se arrimara un ciclón. Me empiné sobre la mimbrera y vi venir el bando de avutardas. Me quedé sin habla. Le quise silbar a Melecio, pero los labios se me pusieron como tontos, y no respondían. Le hice una seña y él aprestó la escopeta. Volaban con todo el reposo y eran tan grandes que parecían aviones. Las encañoné fuera de tiro para asegurarlas, y las fui siguiendo por los puntos de la escopeta. Sentía una cosa en el pecho que no me dejaba ni respirar. De repente oí un tiro y la de la izquierda vaciló, la vi que perdía altura y entonces tiré yo sobre la más próxima. La zorra de ella se desplomó como un elefante. Marré el segundo por no reportarme. Cuando salimos de los puestos parecíamos un corro de locos. Se me hacía difícil creer que unos animales así, tan lucidos, no tuvieran dueño. Melecio había derribado otra y Tochano otra. Cuando las juntamos, Zacarías seguía mirando el bando con la mano en los ojos. De repente se puso a vocear que había pegado a dos y se echó a correr tierra abajo diciendo que una había caído sobre la línea del río. Aún dimos otro ganchito a la derecha de la vía y bajamos dos perdices. Camino del pueblo se nos juntó Zacarías. El tío venía negro y dijo que sin perro es bobada buscar un pájaro en la maleza. Tochano le dijo de cachondeo que ni que fuera un gorrión. El otro se puso de monos. Merendamos en la tasca de Peporro. El hombre había preparado una fabada en forma y teníamos apetito. Cuando empezamos eran las siete. Cogí el porrón y adentro. No dejé de beber hasta que se pasaron las siete y media, y el recuerdo de Anita se largó. En el tren devolví. Di el espectáculo. Me metí en cama tan pronto llegué a casa.
Cinco días sin ver a Anita. Que no olvide que si ella es burra yo lo soy más. Otras mujeres hay. A cambio, don Basilio nos largó hoy las dos mil a tocateja. Aún el señor Moro le hizo ver que de esta manera perdemos la grati de Navidad, pero don Basilio se cabreó y voceó que pedíamos más que un hijo tonto. El señor Moro le dijo que no lo tomara por ahí, pero don Basilio respondió, y con razón, que le dijera por qué otro sitio podía tomarlo. La madre se puso más hueca que un pavo real cuando le di los billetes. Llevaba unos días murria desde que Tino avisó que tampoco vendrán este año. El dinero no le empapa el llanto, pero le enjuga una lágrima, como diría el otro.
Mañana el sorteo de Navidad. Llevo cinco duros en el Centro, cinco en el Secretariado y tres con Melecio. Si no toca este año, no toca nunca. Decididamente, si cae, mañana a estas horas soy socio de un monte. Cada día es menos rentable esto de cazar a rabo en campo abierto. Se muele uno por nada. Dice Tochano que en la Argentina hay una liebre en cada yerbajo. Por lo visto allá no se cotizan. ¡Ya podría ocurrir aquí lo propio! Si mañana tengo suerte, soy capaz de sacarme un pasaje y hacerme una nueva vida allí. El cuñado de Zacarías dice que aquél es el país de las oportunidades para el que quiere trabajar. ¡Habría que ver la cara de Anita cuando yo regresara de allá con un bote de ocho metros y una buena mujer a mi lado! Se lo dije a la madre y me salió con que si de veras pensaba trabajar sabiendo que había una liebre detrás de cada yerbajo. A fin de cuentas tampoco sería perder el tiempo fabricar conservas de liebre para la exportación. Claro que para eso hace falta un capital, pero, bien mirado, cinco duros en el gordo tampoco es paja. Quita pasajes y aún restan cerca de los treinta y cinco mil machacantes para iniciar el negocio. Se lo propuse a Melecio en cuanto llegó y el torda dijo que eso son chiquilladas. ¡Pamplinas! A fin de cuentas, yo solito tampoco me iba a perder. Con un pellizco en el tercero aún me arreglaba. Nadie me manda empezar con más de dos hombres: uno para deshuesar y escabechar las piezas y el otro para envasarlas. El mismo Ford no empezó más desahogado. Con el tiempo iniciaría incluso otro negocio con las pieles, porque la piel de las liebres, sin ser cotizada, puede ser útil. Incluso podría tomar negros para las faenas más duras. Dice don Rodrigo que el negro, sobre ser fiel, tiene gran capacidad de trabajo. Con la cosa encarrilada me vendría a Europa a buscar gerente. Tampoco don Rodrigo le iba a hacer ascos, creo yo. Ahora, eso sí, por mucho personal que llegue a tener, el encargado de matar las liebres seré siempre yo. No quisiera hacerme a la vida regalada. Dispondré de un equipo señor, una Jabalí repetidora, una jauría de setter y todas las comodidades que se quiera. Eso está muy bien, pero el alba me cogerá en la pampa y me llevaré cada día dos gauchos para que acarreen las piezas muertas. Claro que no me daré pechugones y cazaré con método y, desde luego, nada de laderas. Lo malo es que, tiro aquí tiro allá, pronto acabo con las liebres de la Argentina, y entonces… Sí, es una pega esa. De todos modos, para cuando las liebres quieran extinguirse, ya tendré el suficiente crédito para dedicarme al pescado. Cualquier cosa. Ya se sabe que dinero llama a dinero. Lo que hace falta es que toque el gordo mañana.
Nada. Otra vez cero. Me tiré la mañana frente a la pizarra del periódico, todo para ver que sigo siendo tan pobre como ayer, más pobre que ayer, ya que ayer por lo menos tenía ilusiones. Hoy, ¡mierda! Estoy aliquebrado y me duelen las muelas y me duele todo. Me giba haberme ido del pico con Melecio. Sólo me falta que cuando le encuentre se ponga de cachondeo.
Cenamos mano a mano la madre y yo, pues la Modes no pudo venir porque tiene dos chiquillos con calentura. Luego bajamos a Misa del Gallo a los Agustinos. No vi a Anita. Estoy murrio.
A mediodía recibí un paquete a mi nombre. Sí que me extrañó, pero lo abrí y me encontré con un ataúd del tamaño de una caja de zapatos. Le quité el broche y la tapa me pegó en los morros. Dentro estaba mi retrato junto al de Anita. No sé quién será el cipote que gasta esta clase de inocentadas. Del café no creo. Más bien el Pavo. Pero no; es más probable que haya sido la tipa de la Carmina. O el zángano de Tomasito. Como no sea que a Asterio le haya dado por ahí. ¡Vaya usted a saber! Si me gustaría saberlo, es para poder cantarle al que sea cuatro verdades.
No salí la Nochevieja. El año pasado por estas fechas también Anita y yo estábamos de monos. Recuerdo que hicimos las paces en el baile de la Plaza. Fue cuando Melecio se cabreó con Serafín por lo de las bolas de mal olor. Sólo pido dos cosas al año nuevo: que la perdiz críe bien y que se resuelva lo de los obvencionales. A Anita que le den tila.
Subí con Melecio a lo de Illera. ¡Vaya un tiempecito! Por si fuera poco, la perdiz se echa al río a escape o se esconde entre los tamarindos de la ribera. Y la Doly es demasiado señorita para sacarlas de ahí. Soplaba en forma el matacabras y yo llevaba las manos esmorecidas, sin fuerzas ni para apretar el gatillo. A mediodía bajamos al cauce a echar un pito y calentarnos. En un vuelo armé una hoguera, y Melecio dijo que no le haría ascos a quedarse al abrigo hasta la hora del tren. Yo no quería otra cosa y así lo hicimos. Como siempre, empezamos de recordatorios y acabamos en el Mele. ¡Qué barbaridad! Melecio es un hombre alrededor de una idea. Saltó con que el Mele al nacer tenía la cabeza como un cacahuete, y que entonces se asustó, pero que ahora no se asustará. Ya le dije que a lo mejor no era igual, pero el tío se mosqueó y dijo que el Mele siempre sería de la misma manera. Para cambiar de conversación le conté que había terminado con Anita. Sobre las cinco caímos por la estación. Encontré a la madre acostada, otra vez con sus mareos.
La noche pasada me limpiaron el sillín de la burra. Lo que faltaba para el duro, vamos. Lo grande del caso es que sólo Crescencio y el señor Moro tienen la llave de la carbonera. Me fui donde la Carmina, que es la fija, y me salió con que qué pito tocaba ella en ese pleito. Ya le dije que ella guardaba una llave de la carbonera y que no había más que otra. Se puso burra y me preguntó si no tenía mejor manera de llamarla ladrona. A las voces salió el viejo y empezó con que no sabe si porque la cerradura va mal, pero la puerta está abierta un día sí y otro también y allí entra y sale todo el que quiere. Ya quemado, le planté a la Carmina que me había dirigido a ella porque no era la primera vez que la cogía en un mal paso. El candongo del viejo vino a mí y se puso a zamarrearme. Le voceé que no me tocara, no se me fuera a soltar la izquierda y le partiese los hocicos sin intención. La tía candaja todavía voceaba como si llevara razón. Terció Crescencio y nos separó. Esto le pasa a uno por tratar con gitanos. Nada más. A la tipa esa le voy a dar un día un soplamocos bien dado para que aprenda a respetar. ¡No te giba la guarra de ella alzando el gallo todavía!
La madre se puso esta tarde a la muerte. Andaba recogiendo las migas y le dio el telele sin más. Cuando la llevé a la cama tenía los ojos vueltos.
Por Crescencio envié recado al doctor. Tardaba en llegar y, en tanto, la madre volvió en sí, pero no conocía. No acertaba a hablar tan siquiera. Luego me preguntó el doctor si nunca había sentido nada y le dije lealmente lo de los mareos y que volvía un ojo cuando le daban. Se cabreó por no haberle avisado antes. ¡Anda, que si a cada mareo hubiera que avisar al doctor, aviados íbamos los pobres! La madre hacía gestos y el doctor dijo que pedía confesarse y que estaba para ello. Mandé recado a la Modes y me fui donde don Florián. El hombre la confesó, pero como la madre no se explicaba terminaron a las tantas. La Modes pasó la noche en casa.
Apenas he pegado el ojo. Sentí todos los trenes hasta las siete. Digo yo si esto de la madre no será de los nervios.
La madre sigue en cama. Tan quietecita y tan blanca parece una difunta. Dice la Modes que más ganaríamos si el Señor se la llevase. ¡No te giba! Eso que sólo viene por las mañanas a hacerme la merienda. La fregadera corre de mi cuenta y ayer me hice la colada. Menos mal que Melecio me acompaña un rato todas las tardes.
Ayer subió Aquilino, que no sabía nada, a presentarnos a la Lourdes. No está mal de cuerpo, pero se ríe como un caballo. Estuvieron un rato con Melecio y conmigo, porque la madre se fatiga si intenta hablar. Desde el viernes ando por la casa como tolondro. Anita no se me va del pensamiento.
Los de la Universidad se presentaron esta mañana a sacar a los chicos por lo de Gibraltar. Les dije que aguardasen a que avisara a los profesores, pero se pusieron conmigo como si yo fuera Churchill. ¡Qué cosas! Luego me largué con ellos. Llevaban dos banderas y llenábamos la calle. Nos llegamos donde el hotel Londres y allí quisieron volcar un coche extranjero que había a la puerta. Menos mal que un estudiante se puso por medio y dijo que no, que era holandés. Algunos se liaron a tirar piedras contra el cartel, y entonces don Benjamín se asomó a un balcón y les enseñaba un carnet. Daban tales voces que no dejaban oírle y se veía que el pobre hombre quería decir algo y, al no poder, sudaba por cada pelo una gota. Salió el Zoilo entonces con una bandera y la puso sobre el cartel. El tío se llevó una ovación que ni Cagancho. Luego subimos hasta el Gobierno Civil pidiendo Gibraltar.
Por la tarde, se presentó Melecio como loco y me dijo que el Mele había llegado y que tenía la cabeza exactamente como un cacahuete. A la noche pasé a ver al crío, y la Amparo estaba con un ataque de nervios. Ciertamente el chavea es igual que el Mele. Melecio, el hombre, andaba de acá para allá más contento que unas Pascuas.
La candaja de mi hermana cada día viene menos. Ha debido pensar que si la madre ha de seguir viviendo con un paralís, más vale que me vaya apañando solo.
La madre no marcha para atrás ni para delante. Sigue lo mismo que un saco; ni siente ni padece. Dice el doctor que igual puede tirar dos meses que dos años, pero que esto es el fin. Anteanoche le puse cuatro letras al Tino y hoy se presentó en el gallego. La madre, como si le enseñase un palo. Le pregunté a mi hermano por el chaval y me dijo que tanto eso como lo de la Veva tiene mal arreglo. Le dije si es que no quedó bien la Veva de la operación y me contestó que no hubo tal, que abrieron y cerraron, porque hay cosas que es mejor no tocarlas. De madrugada se largó con viento fresco. Eso sí; me recomendó mucho que cuide a la vieja. Aquí todo el mundo se espanta las moscas y si la casa está abandonada y uno tiene telarañas hasta detrás de las orejas, que se aguante. Cada día que pasa me doy más cuenta de que un hombre necesita una mujer. Y no es aquello de que ellas lo quitan y ellas lo ponen; ellas hacen lo que deben, tienen su orden y nada más. Si Anita estuviese aquí, las cosas rodarían de otra manera. Pero no. Ahora menos que nunca, porque lo que la chavala no quiere es complicarse la vida a los diecinueve años. Cada uno es como es y no hay por qué darle vueltas. Una madre, como la salud, no se sabe lo que vale hasta que se pierde. Uno se mete en la rutina de cada día y no ve más allá de sus narices. Eso pasa. Y uno es tan panoli que sin perder la escopeta sabe que no puede vivir sin la escopeta, pero sin perder la madre no sabe que la madre representa para él tanto como la escopeta, y que no puede vivir sin ella. Ahora veo a la madre donde antes no la veía: en el montón de la ropa sucia, en el bando de gorriones que revolotea en la terraza, en el Talgo que pasa cada tarde o en el Sagrado Corazón iluminado. Pero cuando la madre afanaba en silencio, yo no la veía, ni sabía que en sus movimientos había un sentido práctico. Si Anita viniera sería otra cosa, pero Anita no vendrá, porque los pingos de las Mimis ya se encargarán de advertirla que esto es una encerrona y que una mujer a los diecinueve años no está en edad de ponerse a lavar los calzoncillos a un hombre. Aquí nadie quiere saber nada y uno ha de comerse su desgracia a palo seco.
Duermo mal. Llevo tres noches sintiendo el exprés de Galicia y hoy es fijo que volveré a sentirlo.
Ha estado nevando todo el día de Dios. En la azotea hay un metro de nieve. Mi hermana no apareció hoy viva ni muerta.
Al oscurecer salí a la azotea a ventilar la cabeza y, de pronto, sentí que me llamaban desde la calle y me asomé. Se me doblaron las piernas al ver a la Anita. Ella me hizo señas de que subía y mientras la aguardaba noté una cosa así en el pecho, justamente como el día que caí la avutarda. La panoli se arrancó a llorar al llegar junto a mí. La pregunté que qué pintaba aquí a estas horas y ella no hacía más que llorar y, finalmente, respondió que Asterio la había contado todo y que pensó que si la madre andaba así quién me iba a preparar los arreos para salir al campo. Hemos pasado más de dos horas parlando a lo bobo. No sentí el matacabras hasta que ella se largó. Entonces sí, se puso a silbar en forma en la boca de la chimenea y sacudía la persiana contra los cristales. He dormido mal. Sentí el exprés de Galicia.