Durante la última semana de mi permanencia en Porretta estuvimos siempre juntos; dábamos largos paseos y hablábamos hasta quedarnos con la garganta reseca. ¡Qué diferentes eran las cosas que decía Ernesto de las de Augusto! Todo en él era pasión, entusiasmo, sabía entrar en los argumentos más difíciles con una sencillez absoluta. A menudo hablábamos de Dios, de la posibilidad de que además de la realidad tangible hubiese alguna otra cosa. Él había militado en la Resistencia, más de una vez había visto la muerte cara a cara. En esos momentos había nacido en él el pensamiento de alguna cosa superior, no por miedo, sino por la dilatación de la conciencia en un espacio más amplío. «No puedo seguir los ritos -me decía-, jamás frecuentaré un sitio de culto, nunca podré creer en los dogmas, en las historias que han inventado otros hombres como yo.» Nos robábamos las palabras de la boca, pensábamos las mismas cosas, las decíamos de la misma manera, parecía que nos conociéramos desde hacía años y no desde hacía dos semanas.

Nos quedaba poco tiempo, las últimas noches no dormimos más de una hora, nos adormecíamos el tiempo mínimo necesario para recobrar fuerzas. A Ernesto lo apasionaba mucho el tema de la predestinación. «En la vida de cada hombre -decía-, sólo existe una mujer con la cual puede conseguir una unión perfecta, y en la vida de cada mujer sólo hay un hombre con el que ella puede ser completa.» Pero el encuentro era un destino de pocos, de poquísimos. Todos los demás se veían obligados a vivir en un estado de insatisfacción, de perpetua nostalgia. «¿Cuántos encuentros de ésos habrá? -decía en la oscuridad del dormitorio-. ¿Uno de cada diez mil, uno de cada millón, de cada diez millones?» Uno de cada diez millones, sí. Todos los otros son adaptaciones, simpatías epidérmicas, transitorias, afinidades físicas o de carácter, convencionalismos sociales. Tras estas consideraciones no hacía más que repetir: «¡Qué afortunados hemos sido, ¿no?! ¡A saber qué hay detrás de todo esto!»

El día de mi partida, esperando el tren en la minúscula estación, me abrazó y susurró junto a mi oído: «¿En qué otra vida ya nos hemos conocido?» «En muchas», repuse, y me eché a llorar. Tenía en el bolso, escondidas, sus señas en Ferrara.

Inútil describirte mis sentimientos durante esas largas horas de viaje, eran sentimientos demasiado agitados, demasiado «armados el uno contra el otro». Sabía que durante esas horas tenía que llevar a cabo una metamorfosis, constantemente acudía a la toilette para controlar la expresión de mi rostro. La luminosidad de mi mirada, la sonrisa, tenían que desaparecer, apagarse. Para confirmar la bondad de los aires sólo había de mantenerse el colorido de las mejillas. Tanto mi padre como Augusto encontraron que había mejorado extraordinariamente. «¡Ya sabía que las aguas son milagrosas!», exclamaba mi padre sin cesar, en tanto que Augusto, cosa casi increíble tratándose de él, me rodeaba de pequeñas galanterías.

Cuando tú también experimentes el amor por primera vez, entenderás qué variados y cómicos pueden ser sus efectos. Mientras no estás enamorada, mientras tu corazón es libre y tu mirada no es de nadie, entre todos los hombres que podrían interesarte ni uno solo se digna prestarte atención; después, en el momento en que te sientes atrapada por una única persona y no te importan los demás absolutamente nada, todos te persiguen, pronuncian dulces palabras, te galantean. Es el efecto de las ventanas que antes te mencioné: cuando están abiertas, el cuerpo da al alma una gran luz e igualmente el alma al cuerpo, con un sistema de espejos se iluminan entre sí. En breve se forma a tu alrededor una especie de halo dorado y cálido, y ese halo atrae a los hombres como la miel atrae a los osos. Augusto no se había librado de ese efecto y tampoco yo, aunque te parezca extraño, no tenía ninguna dificultad en ser amable con él. Ciertamente, si Augusto hubiera estado por lo menos un poco más metido en las cosas del mundo, si hubiera sido algo más malicioso, no habría tardado en percatarse de lo que había ocurrido. Por primera vez desde que nos habíamos casado sentí gratitud hacia sus horripilantes insectos.

¿Pensaba en Ernesto? Claro que sí, prácticamente no hacía otra cosa. Pero pensar no es la palabra adecuada. Más que pensar, existía por él, él existía en mí, en cada gesto, en cada pensamiento, éramos una misma persona. Al dejarnos habíamos quedado de acuerdo en que la primera en escribir seria yo; para que él también pudiese hacerlo yo tenía que conseguir antes la dirección de alguna amiga de confianza para que allí me enviase sus cartas. Le envié la primera carta el día anterior al día de los muertos. El período siguiente fue el más terrible de toda nuestra relación. En la lejanía, ni siquiera los amores más grandes, los más absolutos, se libran de la duda. Por las mañanas abría de golpe los ojos en la oscuridad y me quedaba inmóvil y en silencio al lado de Augusto. Eran los únicos momentos en que no tenía que ocultar mis sentimientos. ¿Y si Ernesto, me preguntaba, sólo fuera un seductor, uno que en las termas, para combatir el tedio, se divertía con las señoras solas? A medida que pasaban los días sin que llegase una respuesta, esta sospecha se transformaba en certeza. «Muy bien -decía entonces para mis adentros-, si el asunto ha sido así, incluso si me he comportado como la más ingenua de las mujerucas, no se ha tratado de una experiencia negativa ni inútil. Si no me hubiese entregado habría llegado a la vejez y a la muerte sin enterarme jamás de lo que una mujer puede llegar a sentir.» Te das cuenta de que, en cierto sentido, trataba de anticiparme para atenuar el golpe.

Tanto mi padre como Augusto notaron el empeoramiento de mi humor. Reaccionaba bruscamente por naderías, apenas uno de ellos entraba en una habitación yo me marchaba a otra, necesitaba estar a solas. Constantemente repasaba las semanas que habíamos pasado juntos, frenéticamente las examinaba minuto tras minuto para encontrar algún indicio, alguna prueba que me impulsara definitivamente en una u otra dirección. ¿Cuánto tiempo duró ese suplicio? Un mes y medio, casi dos. Una semana antes de Navidad, llegó por fin al domicilio de aquella amiga que hacía el papel de puente una carta: cinco páginas escritas con una caligrafía grande y airosa. Repentinamente volví a sentirme de buen humor. Entre escribir y aguardar las respuestas volaron el invierno y la primavera también. La idea fija que tenía, el pensamiento puesto en Ernesto, alteraba mi percepción del tiempo, todas mis energías se concentraban en un futuro indefinido, en el momento en que podría volver a verlo.

La profundidad de su carta me había brindado seguridad acerca del sentimiento que nos unía. El nuestro era un amor grande, grandísimo, y como todos los amores verdaderamente grandes también estaba en buena medida lejos de los sucesos estrictamente humanos. Tal vez te parezca extraño que la prolongada lejanía no nos provocase un gran sufrimiento, y tal vez decir que no sufríamos en absoluto no sea exactamente la verdad. Tanto Ernesto como yo sufríamos por ese forzoso distanciamiento, pero era un sufrimiento que se mezclaba con otros sentimientos, detrás de la emoción de la espera el dolor pasaba a un segundo plano. Éramos dos personas adultas y estábamos casados, sabíamos que las cosas no podían ser de otra manera. Probablemente, si todo eso hubiera ocurrido en nuestros días, después de menos de un mes yo le habría pedido a Augusto la separación y Ernesto se la habría pedido a su mujer, y ya antes de Navidad habríamos estado viviendo bajo el mismo techo. ¿Hubiera sido mejor así? No lo sé. En el fondo, no consigo quitarme de la mente que la facilidad de las relaciones trivializa el amor, que transforma la intensidad del arrebato en una infatuación pasajera. ¿Sabes qué es lo que ocurre cuando al preparar una tarta mezclas mal la harina con la levadura? La tarta, en vez de elevarse de manera uniforme, se levanta sólo por un lado, más que levantarse estalla, la masa se rompe y chorrea como lava fuera del molde. Así es la unicidad de la pasión. Se desborda.

Tener un amante y conseguir verse con él no era cosa sencilla en aquellos tiempos. Ciertamente era más fácil para Ernesto: al ser médico siempre podía inventarse un congreso, unas oposiciones, algún caso de urgencia; pero para mí, que no tenía otra actividad que la de ama de casa, era casi imposible. Tenía que inventar alguna clase de compromiso, algo que me permitiera ausencias de pocas horas o incluso de unos días sin levantar sospecha alguna. Por lo tanto, antes de Pascua me inscribí en una asociación de aficionados al latín. Se reunían una vez por semana y frecuentemente llevaban a cabo excursiones de carácter cultural. Conociendo mi pasión por los idiomas clásicos, Augusto no sospechó nada ni puso objeción alguna: más aún, se alegraba de que volviera a recobrar los intereses de antaño.

Ese año el verano llegó en un abrir y cerrar de ojos. A finales de junio, como todos los años, Ernesto se fue a las termas y yo, con mi padre y mi marido, me dirigí al mar. Durante aquel mes logré convencer a Augusto de que no había dejado de querer tener un hijo. El 31 de agosto, bien temprano, con la misma maleta y el mismo vestido del año anterior, me acompañó a coger el tren hacia Porretta. Durante el viaje, a causa de la excitación, no logré estarme quieta ni un instante. A través de la ventanilla veía el mismo paisaje que había visto un año antes, y, sin embargo, todo me parecía diferente.

Me quedé en la localidad termal tres semanas, y en esas tres semanas viví más y más profundamente que en todo el resto de mi existencia. Un día, mientras Ernesto estaba trabajando, al pasear por el parque pensé que en ese momento lo más bello sería morir. Parecerá raro, pero la máxima felicidad, al igual que la máxima desdicha, trae consigo siempre este contradictorio deseo. Tenía la sensación de estar en la ruta desde hacía mucho tiempo, de haber caminado durante años y años por sendas abruptas, a través de matorrales; para avanzar me había abierto un estrecho sendero con un hacha; avanzaba y de todo lo que había a mi alrededor -salvo lo que estaba ante mis pies- nada había visto; no sabía adónde estaba yendo, ante mí podía haber un abismo, un barranco, una gran ciudad o un desierto; después, de pronto, el matorral se había abierto, sin darme cuenta había ascendido hacia lo alto. Repentinamente me encontraba en la cumbre de una montaña, el sol acababa de asomar y ante mí, con diferentes esfumados, otras montañas se escalonaban hacia el horizonte; todo era de un color azul celeste, una ligera brisa acariciaba la cima, la cima y mi cabeza, mi cabeza y dentro de ella mis pensamientos. Desde abajo ascendía de vez en cuando algún rumor, el ladrido de un perro, el repicar de las campanas de alguna iglesia. Cada cosa era al mismo tiempo leve e intensa. En mi interior y fuera de mí todo se había vuelto claro, ya nada se superponía, nada se convertía en sombra, yo no tenía ya ganas de volver a bajar, de meterme en la maleza; quería zambullirme en ese color celeste y quedarme allí para siempre, dejar la vida en el momento más alto. Conservé aquel pensamiento hasta la noche, cuando llegó el momento de volver a ver a Ernesto. Pero no me atreví a comentárselo durante la cena, tenía miedo de que se echase a reír. Solamente más tarde, cuando vino a mi dormitorio, acerqué los labios a su oído para hablarle. Quería decirle: «Quiero morir.» ¿Sabes qué le dije, en cambio? «Quiero un hijo.»

Cuando me marché de Porretta sabía que estaba embarazada. Creo que también Ernesto lo sabía, los últimos días estuvo muy turbado, confundido, frecuentemente callado. Yo no, en lo más mínimo. Mi cuerpo había empezado a modificarse desde la mañana siguiente a la concepción, repentinamente el pecho se me había vuelto más voluminoso, más compacto, y la piel del rostro más luminosa. Es verdaderamente increíble qué poco tiempo tarda el físico en acomodarse al nuevo estado. Por ese, puedo decirte que, aunque todavía no había hecho los análisis, aunque el vientre todavía se veía plano, yo sabía muy bien qué era lo que había ocurrido. Me sentía de pronto invadida por una gran luminosidad, mi cuerpo se modificaba, empezaba a expandirse, a volverse poderoso. Antes de entonces nunca había experimentado nada que se pareciese a eso.

Los pensamientos graves solamente me asaltaron cuando me quedé sola en el tren. Mientras estuve junto a Ernesto no tuve ninguna duda sobre el hecho de que tendría aquel niño: Augusto, mi vida en Trieste, las chácharas de la gente, todo estaba muy lejos. Pero en aquel momento todo ese mundo se estaba aproximando, la rapidez con que avanzaría el embarazo me imponía tomar decisiones cuanto antes, y, una vez asumidas, mantenerlas para siempre. En seguida comprendí, paradójicamente, que abortar resultaría mucho más difícil que tener el hijo. Un aborto no habría pasado inadvertido para Augusto. Y ¿cómo podía justificarlo ante sus ojos después de haber insistido durante tantos años en mi deseo de tener un hijo? Además, yo no quería abortar, esa criatura que estaba creciendo dentro de mí no había sido un error, algo que hubiera que eliminar cuanto antes. Era la realización de un deseo acaso el deseo más grande y más intenso de mi vida entera.

Cuando se ama a un hombre -cuando se le ama con la totalidad del cuerpo y del alma-, lo más natural es desear un hijo de él. No se trata de un deseo inteligente, de una elección fundada en criterios racionales. Antes de conocer a Ernesto me imaginaba que quería tener un hijo y sabía exactamente por qué lo quería, cuáles serian los pros y contras de tenerlo. En palabras pobres, era una elección racional, quería tener un hijo porque había llegado a una determinada edad y me sentía muy sola; porque era una mujer y si las mujeres no hacen nada, por lo menos pueden tener hijos. ¿Comprendes? Para comprar un automóvil habría adoptado exactamente el mismo criterio.

Pero cuando aquella noche le dije a Ernesto: «Quiero un hijo», se trataba de algo absolutamente diferente y todo el sentido común estaba contra esa decisión; sin embargo, esa decisión era más fuerte que todo el sentido común. Y además, en el fondo, tampoco se trataba de una decisión, era un frenesí, una avidez de perpetua posesión. Quería a Ernesto dentro de mí, conmigo, a mi lado para siempre. Ahora, al leer de qué manera me comporté, probablemente te estremecerás de horror, te preguntarás cómo no te has dado cuenta antes de que yo ocultaba aspectos tan bajos, tan despreciables. Cuando me apeé en la estación de Trieste hice lo único que podía hacer: bajé del tren como una tierna y enamoradísima esposa. A Augusto inmediatamente le llamó la atención mi cambio, y en vez de preguntarse qué pasaba se dejó implicar.

Un mes más tarde era más que plausible que aquel hijo fuera suyo. El día que le comuniqué los resultados de los análisis, dejó su despacho a media mañana y pasó el día entero conmigo proyectando cambios en la casa por la llegada del niño. Mi padre, cuando acercando mi rostro al suyo le grité la noticia, cogió entre sus manos secas mis manos y se quedó así un rato, quieto, en tanto que los ojos se le ponían húmedos y enrojecidos. Hacía ya tiempo que la sordera lo había apartado de gran parte de la vida y sus razonamientos se desarrollaban de manera discontinua, entre una y otra frase había repentinos vacíos, retazos o residuos de recuerdos que nada tenían que ver. No sé por qué, pero ante sus lágrimas, en vez de emoción sentí una sutil sensación de fastidio. En ellas leía retórica y nada más. De todas maneras, no llegó a ver a su nietecita. Murió sin sufrir, mientras dormía, cuando yo estaba en el sexto mes de embarazo. Viéndolo acomodado en el ataúd me chocó hasta qué punto se había resecado y se veía decrépito. Tenía en la cara la misma expresión de siempre, distante y neutra.

Naturalmente, tras haberme enterado del resultado de los análisis, le escribí también a Ernesto; su respuesta llegó en menos de diez días. Aguardé unas horas antes de abrir el sobre, estaba muy agitada, temía que dentro hubiera algo desagradable. Sólo me decidí a leer el contenido al atardecer; a fin de poder hacerlo libremente me encerré en el reservado de un café. Sus palabras eran moderadas y razonables. «No sé si esto es lo mejor que se puede hacer -decía-, pero si lo has decidido así, respeto tu decisión.»

Desde aquel día, allanados todos los obstáculos, empezó mi tranquila espera de madre. ¿Me sentía un monstruo? ¿Era eso? No lo sé. Durante el embarazo y a lo largo de muchos años después no sentí ni una duda, ni un remordimiento. ¿Cómo conseguía fingir que amaba a un hombre mientras llevaba en el vientre el hijo de otro, al que verdaderamente amaba? Pero ¿ves?, en realidad las cosas nunca son tan simples, nunca son blancas o negras, cada tinte lleva consigo muchos matices diferentes. No me costaba nada ser amable y cariñosa con Augusto porque verdaderamente le tenía cariño. Lo quería de una manera muy distinta de cómo quería a Ernesto: lo amaba, no ya como una mujer ama a un hombre, sino como una hermana ama a un hermano mayor un poco tedioso. De haber sido él malo todo habría sido diferente, ni en sueños se me habría ocurrido dar a luz un hijo y vivir con un marido así; pero él era tan sólo mortalmente metódico y previsible; aparte de eso, en el fondo era amable y bondadoso. Se sentía feliz de tener ese hijo y a mí me hacía feliz dárselo. ¿Por qué razón habría tenido que revelarle el secreto? Haciéndolo habría hundido tres vidas en la infelicidad permanente. Por lo menos, así pensaba entonces. Ahora que hay libertad de movimientos, de elecciones, puede parecer verdaderamente horrible lo que hice, pero en aquel entonces -cuando me tocó vivir aquella situación- era cosa sumamente corriente, no digo que en cada pareja hubiera un caso así, pero por cierto era bastante frecuente que una mujer concibiese un hijo con otro hombre en el ámbito del matrimonio. ¿Y qué era lo que ocurría? Lo que me ocurrió a mí: absolutamente nada. El niño nacía, crecía igual que los demás hermanos, llegaba a adulto sin que asomara nunca la menor sospecha. En aquellos tiempos la familia tenía cimientos solidísimos, para destruirla hacía falta mucho más que un hijo diferente. Así ocurrió con tu madre. Vino al mundo e inmediatamente fue hija mía y de Augusto. Para mí lo más importante era que Ilaria era hija del amor y no de la casualidad, de los convencionalismos o del aburrimiento; pensaba que eso eliminaría cualquier otro problema. ¡Qué equivocada estaba!

Comoquiera que fuese, durante los primeros años todo siguió su curso de una manera natural, sin sobresaltos. Yo vivía para ella, era -o creía ser- una madre muy afectuosa y solícita. Desde el primer verano había tomado la costumbre de pasar los meses más calurosos con la niña en las playas del Adriático. Habíamos alquilado una casa y Augusto, cada dos o tres semanas, venía a pasar con nosotras el sábado y el domingo.

En aquella playa Ernesto vio por primera vez a su hija. Naturalmente, simulaba ser un perfecto extraño, durante el paseo «casualmente» caminaba a nuestro lado, alquilaba una sombrilla a pocos pasos de distancia y desde allí -cuando no estaba Augusto-, disimulando su atención detrás de un libro o de un periódico, nos observaba durante horas. Después me escribía por las noches largas cartas registrando todo lo que había pasado por su cabeza, sus sentimientos hacia nosotras, lo que había visto. Entretanto, a su mujer también le había nacido otro hijo, él había dejado el trabajo de temporada en las termas y había instalado en Ferrara, su ciudad, una consulta médica privada. Aparte de aquellos encuentros simuladamente casuales, en los primeros tres años de vida de Ilaria no nos vimos más. Yo estaba muy cautivada por la niña, todas las mañanas me despertaba con la alegría de saber que ella existía; aunque hubiese querido no habría podido dedicarme a ninguna otra cosa. Poco antes de despedirnos, durante mi última estadía en las termas, Ernesto y yo establecimos un pacto. «Todas las noches -había dicho Ernesto-, a las once en punto, en cualquier sitio que me encuentre y cualquiera que sea mi situación, saldré al aire libre y buscaré a Sirio. Tú harás lo mismo y así nuestros pensamientos, aunque estemos muy alejados, aunque no nos hayamos visto desde tiempo atrás y lo ignoremos todo el uno del otro, allá arriba volverán a encontrarse y estarán unidos.» Después salimos al balcón de la pensión y desde allí, levantando la mano entre las estrellas, entre Orión y Betelgeuse, me señaló a Sirio.


12 de diciembre


Anoche me despertó repentinamente un ruido, tardé un poco en darme cuenta de que se trataba del teléfono. Cuando me levanté ya había sonado muchas veces y dejó de sonar justo cuando llegué hasta él. Levanté el auricular de toda maneras y, con voz insegura y adormilada, dije «dígame» dos o tres veces. En vez de regresar a la cama me senté en la butaca cercana. ¿Eras tú? ¿Quién más hubiera podido ser? Aquel sonido en el silencio nocturno de la casa me había impresionado. Volvió a mi mente la historia que una amiga me había relatado años atrás. Su marido estaba hospitalizado desde hacía tiempo. A causa de la rigidez de los horarios de visita, el día que él murió ella no había podido estar a su lado. Agobiada por el dolor de haberlo perdido de esa manera, la primera noche no había logrado dormir; estaba allí, en la oscuridad, cuando repentinamente sonó el teléfono. Se extrañó, ¿cómo podía ser que alguien la llamase a esas horas para darle el pésame? Mientras tendía la mano hacia el aparato le llamó la atención algo extraño: del teléfono brotaba un halo de luz temblorosa. Cuando atendió la llamada su sorpresa se transformó en terror. En el otro extremo había una voz lejanísima que hablaba trabajosamente: «Marta -decía entre silbidos y ruidos de fondo-, quería saludarte antes de irme…» Era la voz de su marido. Una vez terminada esa frase había habido durante un momento un fuerte ruido de viento; inmediatamente después la línea se cortó y se hizo el silencio.

En aquella ocasión mi amiga me había dado lástima por el estado de profunda turbación en que se encontraba: la idea de que los muertos escogieran para comunicarse los medios más modernos me parecía por lo menos extravagante. Sin embargo, aquella historia debe haber dejado algún rastro en mi emotividad. En el fondo, muy en el fondo, en mi parte más ingenua y más mágica, también yo espero que tarde o temprano, en el corazón de la noche, alguien llame por teléfono para saludarme desde el Más Allá. He enterrado a mi hija, a mi marido y al hombre que amaba más que a nadie en el mundo. Están muertos, ya no existen; sin embargo, yo sigo comportándome como si fuese la superviviente de un naufragio. La corriente me ha dejado a salvo en una isla, ya no sé nada de mis compañeros, los perdí de vista en el preciso instante en que la embarcación volcó. Podrían haberse ahogado -y seguramente así es- pero también podría ser que no fuese así. Aunque hayan transcurrido meses y años, sigo escrutando las islas cercanas en espera de un vaho, de una señal de humo, de algo que confirme mi sospecha de que todavía viven todos ellos conmigo bajo el mismo cielo.

La noche en que Ernesto murió, me despertó un fuerte ruido. Augusto encendió la luz y exclamó: «¿Quién va?» En la habitación no había nadie, todo estaba en su sitio. Sólo a la mañana siguiente me di cuenta, al abrir la puerta del armario, de que en el interior se habían derrumbado todos los estantes: medias, ropa interior y bufandas, todo estaba amontonado.

Ahora puedo decir: «La noche en que Ernesto murió.» Pero entonces yo aún no lo sabía, acababa de recibir una carta suya, no podía imaginar ni siquiera remotamente lo que había ocurrido. Simplemente pensé que la humedad debía de haber debilitado los soportes de los estantes y que a causa del excesivo peso habían cedido. Ilaria tenía cuatro años, hacía poco que había empezado a ir al parvulario, mi vida con ella y con Augusto se había asentado, a esas alturas, en una tranquila cotidianeidad. Por la tarde, después de la reunión de los latinistas, entré en una cafetería para escribirle a Ernesto. Dos meses después iba a haber un congreso en Mantua, era la ocasión que aguardábamos para vernos desde hacía tanto tiempo. Antes de regresar a casa eché la carta al buzón y a partir de la semana siguiente empecé a esperar la respuesta. No recibí su carta a la semana siguiente y tampoco en las semanas que siguieron. Nunca me había ocurrido eso de tener que aguardar tanto tiempo. Pensé al principio en algún despiste postal, después que tal vez estuviera enfermo y no hubiese podido acudir a su consulta para retirar el correo. Un mes después le escribí una breve nota que tampoco tuvo respuesta. Con el transcurso de los días empecé a sentirme como una casa en cuyos cimientos se ha infiltrado una vena de agua. Al principio era un fluir sutil, discreto, lamía apenas las estructuras de hormigón, pero después, con el paso del tiempo, se había engrosado, era más impetuoso, bajo su fuerza el hormigón se había convertido en arena. Aunque la casa todavía se sostenía, aunque en apariencia todo era normal, yo sabía que no era cierto, que bastaría el más ligero golpe para que se derrumbase la fachada y todo lo demás, para que cayese sobre sí misma como un castillo de naipes.

Cuando asistí al congreso era apenas la sombra de mí misma. Tras haber hecho acto de presencia en Mantua fui directamente a Ferrara, allí traté de enterarme de qué podía haber ocurrido. En la consulta no había nadie; observándola desde la calle se veían los postigos siempre cerrados. Al día siguiente me metí en una biblioteca y solicité consultar los periódicos de los meses anteriores. Allí, en una breve nota, lo vi todo escrito. Regresando por la noche de visitar a un paciente, había perdido el control de su coche y había chocado contra un gran plátano; la muerte se había producido casi en el acto. El día y la hora correspondían exactamente con los del derrumbe dentro de mi armario.

En cierta ocasión, en una de esas revistillas que me trae la señora Razman de vez en cuando, en la página dedicada a los astros leí que a las muertes violentas las rige Marte en la octava casa. Según lo que decía el artículo, quien nace bajo esta configuración astral está destinado a no morir serenamente en su cama. A saber si en el Cielo de Ernesto y de Ilaria brillaba esa siniestra asociación. Con más de veinte años de por medio, padre e hija se fueron de la misma manera, estrellándose con el coche contra un árbol.

Tras la muerte de Ernesto me hundí en un profundísimo agotamiento. De golpe me había dado cuenta de que la luz con que había brillado durante los últimos años no provenía de mi interior, sino que era solamente una luz reflejada. La felicidad, el amor a la vida que había experimentado, en realidad no me pertenecían verdaderamente, sólo había funcionado como un espejo. Ernesto emanaba luz y yo la reflejaba. Una vez desaparecido él, todo volvía a ser opaco. La visión de Ilaria ya no me alegraba, sino que me causaba irritación; estaba alterada hasta tal extremo que hasta llegué a dudar de que realmente fuese hija de Ernesto. Este cambio no se le escapó; con sus antenas de niña sensible se dio cuenta de mi repulsa, se volvió caprichosa y prepotente. Ahora era ella la planta joven y vital, yo el viejo árbol listo para ser sofocado. Husmeaba mis sentimientos de culpa como un sabueso, los utilizaba para llegar más arriba. La casa se había convertido en un pequeño infierno de rencillas y chillidos.

A fin de aliviarme de aquel peso, Augusto había contratado a una mujer para que se ocupase de la niña. Durante algún tiempo había intentado lograr que se entusiasmase por los insectos, pero después de tres o cuatro intentos -ya que en cada ocasión ella gritaba «¡qué asco!»- dejó correr el asunto. De repente emergieron sus años, más que el padre parecía el abuelo de su hija, la trataba con un talante amable, pero distante. Cuando pasaba delante del espejo yo también me veía muy avejentada, mis rasgos transparentaban una dureza que antes jamás habían tenido. Descuidarme era una manera de manifestar el desprecio que sentía hacia mí misma. Entre la escuela y la mujer de servicio tenía por entonces mucho tiempo libre. La inquietud me impulsaba a pasarlo generalmente moviéndome; cogía el coche y recorría de un lado a otro el Carso, conducía sumida en una especie de trance.

Retomé algunas de las lecturas religiosas que había emprendido durante mi estadía en L’Aquila. Buscaba afanosamente entre aquellas páginas una respuesta. Caminando repetía para mis adentros la frase de san Agustín ante la muerte de la madre: «No nos entristezcamos por haberla perdido, sino agradezcamos el haberla tenido.»

Una amiga me había hecho entrevistar dos o tres veces con su confesor: de tales encuentros yo salía más desalentada que antes. Sus palabras eran empalagosas, exaltaban la fuerza de la fe, como si la fe fuese un producto alimentario que pudiera comprar en la primera tienda que encontrase por la calle. No conseguía comprender la pérdida de Ernesto, y el descubrimiento de que carecía de una luz propia dificultaba más aún mis intentos por encontrar una respuesta. ¿Ves? Cuando lo conocí, cuando nació nuestro amor, me había convencido de que toda mi vida estaba solucionada, me sentía feliz de existir por todo aquello que existía conmigo; sentía que había llegado al punto más elevado de mi camino, al punto más estable, estaba segura de que nada ni nadie podría lograr arrancarme de allí. Había en mi interior esa seguridad un poco orgullosa de las personas que lo entienden todo. Durante muchos años me había sentido segura de haber recorrido el camino con mis propias piernas; en realidad, no había dado ni un solo paso sola. Aunque nunca me había dado cuenta, debajo de mí había un caballo, era él quien había avanzado por el camino, no yo. En el momento en el que desapareció el caballo reparé en mis pies, en hasta qué extremo eran débiles; yo quería caminar y mis tobillos cedían, los pasos que daba eran los pasos inseguros de un niño muy pequeño o de un viejo. Por un momento pensé en aferrarme a un bastón cualquiera: la religión podía ser uno, el trabajo otro. Fue una idea que tuvo brevísima duración. Casi en seguida comprendí que se iba a tratar del enésimo error. A los cuarenta años ya no hay lugar para los errores. Si de pronto nos encontramos desnudos, es necesario tener el coraje de contemplarse en el espejo tal como uno es. Tenía que empezarlo todo desde el principio. Claro, pero, ¿desde dónde? Tan fácil era decirlo, como difícil hacerlo. ¿Dónde estaba yo? ¿Quién era? ¿Cuándo había sido yo misma por última vez?

Ya te lo he dicho, merodeaba durante tardes enteras por la meseta. A veces, cuando intuía que la soledad iba a empeorar todavía más mi humor, deambulaba por la ciudad; mezclándome con la multitud recorría las calles más conocidas buscando algún tipo de alivio. A esas alturas era como si tuviera un trabajo, salía cuando Augusto salía y regresaba cuando él regresaba. El médico que se ocupaba de mí me había dicho que en ciertos casos de agotamiento era normal el deseo de moverse tanto. Dado que no tenía ideas de suicidio, no era nada arriesgado dejarme deambular por ahí; en su opinión, a fuerza de correr terminaría por calmarme. Augusto había aceptado sus explicaciones, aunque no sé si verdaderamente las creía o si era simplemente por desidia e inercia; de todas maneras yo le agradecía ese hacerse a un lado, ese no poner obstáculos a mi gran inquietud.

En una cosa, de todas maneras, el médico tenía razón; sumida en ese gran agotamiento depresivo, no tenía ideas suicidas. Es extraño, pero realmente era así: tras la muerte de Ernesto no pensé en matarme ni por un instante, no creas que era Ilaria lo que me retenía. Ya te lo he dicho: en aquel momento no me importaba lo más mínimo ella. Más bien, en alguna parte de mí intuía que esa pérdida tan repentina no era -no debía, no podía ser- una finalidad en sí misma. Había un sentido en ella, yo percibía ese sentido ante mí como un peldaño gigantesco. ¿Estaba allí para que yo lo superase? Probablemente sí, pero no lograba imaginar qué podía haber detrás, qué veda una vez que hubiese subido.

Cierto día llegué con el coche a un sitio en el que nunca había estado anteriormente. Había una iglesita con un pequeño cementerio alrededor; a los lados unas colinas cubiertas de maleza, sobre la cima de una de ellas se divisaba el pináculo claro de una fortaleza. Poco más allá de la iglesia había dos o tres casas de campesinos, gallinas que rebuscaban libremente en la calle, un perro negro ladrando. En un cartel decía «Samatorza». Samatorza, el sonido evocaba la soledad, el sitio justo donde ordenar los pensamientos. De allí arrancaba un sendero pedregoso y empecé a recorrerlo sin preguntarme adónde conducía. El sol ya se estaba poniendo pero, cuanto más avanzaba, menos ganas tenía de detenerme. De vez en cuando algún arrendajo me sobresaltaba. Algo había que me llamaba, que me impulsaba a avanzar: de qué se trataba era cosa que comprendí solamente cuando llegué al espacio abierto de un claro, cuando allí en el centro pude ver, plácida y majestuosa, con las ramas abiertas como brazos dispuestos a recibirme, una encina enorme.

Es ridículo decirlo, pero, apenas la vi, mi corazón empezó a latir de otra manera, más que latir aleteaba, parecía un animalito contento, sólo latía de esa manera cuando veía a Ernesto. Me senté a su lado, la acaricié, apoyé la espalda y la nuca contra su tronco.


Gnosei seauton, eso había escrito cuando era una muchacha sobre la cubierta de mi cuaderno de griego. Al pie de la encina, aquella frase sepultada en mi memoria repentinamente regresó a mi mente. Conócete a ti mismo. Aire, respiración.


16 de diciembre


Anoche nevó; apenas me desperté vi todo el jardín blanco. Buck corría como un loco por el prado, saltaba, ladraba, cogía con la boca una rama y la lanzaba por los aires. Más tarde vino a visitarme la señora Razman; tomamos un café y me invitó a que pasáramos juntas la Nochebuena. «¿ Qué es lo que hace todo el día?», me preguntó antes de marcharse. «Nada -contesté-. Miro un poco la televisión, pienso un rato.»

Acerca de ti, nunca me pregunta nada; elude discretamente el tema pero por el tono de su voz comprendo que te considera una ingrata. «Los jóvenes -dice a veces en medio de la conversación-, no tienen corazón, no tienen ya el respeto que tenían antaño.» A fin de que no prosiga yo asiento, pero para mis adentros estoy convencida de que el corazón sigue siendo el mismo de siempre, sólo que hay menos hipocresía, eso es todo. Los jóvenes no son egoístas por naturaleza, de la misma manera que los viejos no son naturalmente sabios. Comprensión y superficialidad no son asuntos de años, sino del camino que cada uno recorre. En algún sitio que no recuerdo, hace muchos años, leí un lema de los indios americanos que decía: «Antes de juzgar a una persona, camina durante tres lunas con sus mocasines.» Me gustó tanto que, para no olvidarlo, lo copié en la libreta de notas que está junto al teléfono. Vistas desde fuera, muchas existencias parecen equivocadas, irracionales, locas. Mientras nos mantenemos fuera es fácil entender mal a las personas, sus relaciones. Solamente estando dentro, solamente caminando tres lunas con sus mocasines pueden entenderse sus motivaciones, sus sentimientos, aquello que hace que una persona actúe de una manera en vez de hacerlo de otra. La comprensión nace de la humildad, no del orgullo del saber.

¿Quién sabe si meterás los pies en mis pantuflas después de haber leído esta historia? Espero que sí, que irás chancleteando mucho tiempo de una habitación a otra, que darás más vueltas por el jardín, del nogal al cerezo, del cerezo a la rosa, de la rosa a esos antipáticos pinos negros que están al final del prado. Lo espero, no para mendigar tu compasión, ni para que me des una absolución póstuma, sino porque es necesario para ti, para tu futuro. Entender de dónde venimos, qué hubo antes de nosotros, es el primer paso para poder avanzar sin mentiras.

Esta carta se la tenía que haber escrito a tu madre y en cambio te la he escrito a ti. Si no la hubiese escrito, entonces sí que mi existencia habría sido verdaderamente un fracaso. Cometer errores es natural, irse sin haberlos comprendido hace que se vuelva vano el sentido de una existencia. Las cosas que nos ocurren nunca son finalidades en sí mismas, gratuitas; cada encuentro, cada pequeño suceso encierra un significado, la comprensión de nosotros mismos nace de la disponibilidad para recibirlos, la capacidad de cambiar de dirección en cualquier momento, de dejar la vieja piel como las lagartijas al cambiar la estación.

Si aquel día hace casi cuarenta años no hubiese vuelto a mi mente la frase de mi cuaderno de griego, si allí no hubiese puesto un punto antes de volver a avanzar, hubiera seguido repitiendo las mismas equivocaciones que había cometido hasta aquel momento. Para librarme del recuerdo de Ernesto hubiera podido buscarme otro amante, y después otro y otro más; en la búsqueda de una copia de él, en el intento de repetir lo que ya había vivido, habría experimentado con docenas de hombres. Nadie habría sido igual al original y yo habría seguido cada vez más insatisfecha y acaso ya vieja y ridícula, me habría rodeado de hombres jóvenes. O también habría podido sentir odio por Augusto, en el fondo también a causa de su presencia me había resultado imposible asumir decisiones más drásticas. ¿Comprendes? Encontrar escapatorias cuando no se quiere mirar dentro de uno mismo es la cosa más fácil de este mundo. Siempre existe una culpa exterior, hace falta mucha valentía para aceptar que la culpa -o, mejor dicho, la responsabilidad- nos pertenece tan sólo a nosotros. Sin embargo, ya te lo he dicho, es ésta la única manera de seguir avanzando. Si la vida es un recorrido, se trata de un recorrido siempre cuesta arriba.

A los cuarenta años comprendí desde dónde tenía que arrancar. Comprender adónde quería llegar ha sido un largo proceso, lleno de obstáculos, pero apasionante. ¿Sabes? Ahora, a través de la televisión, de los periódicos, me entero, leo cosas sobre esta gran proliferación de gurús: hay un montón de gente que de la noche a la mañana se pone a seguir sus dictámenes. A mí me da miedo la abundancia de todos estos maestros, los caminos que propugnan para encontrar la paz interior y la armonía universal. Son las antenas de un gran desconcierto general. En el fondo -y tampoco tan en el fondo-, estamos a finales de un milenio, y aunque las fechas son pura convención igualmente atemorizan, todos están a la espera de que ocurra algo tremendo, quieren estar preparados. Acuden entonces a los gurús, se inscriben en escuelas para reencontrarse consigo mismos y después de asistir un mes ya están impregnados de esa arrogancia que distingue a los profetas, a los falsos profetas. ¡Qué grande, enésima, espantosa mentira!

El único maestro que existe, el único verdadero y creíble, es la propia conciencia. Para dar con ella hay que mantenerse en silencio -en soledad y en silencio-, hay que estar sobre la tierra desnuda, desnudo y sin nada alrededor, como si ya estuviésemos muertos. Al principio no percibes nada, lo único que sientes es terror, pero después, en lo profundo, lejana, empiezas a oír una voz. Es una voz tranquila y tal vez al principio te irrite con su trivialidad. Es extraño: cuando lo que esperas es oír las cosas más grandes, aparecen ante ti las pequeñas. Son tan pequeñas y tan obvias que podrías gritar: «Pero, ¿cómo? ¿Esto es todo?» Si la vida tiene un sentido -te dirá la voz-, ese sentido es la muerte, todas las demás cosas sencillamente giran alrededor de ella. Vaya descubrimiento, observarás a estas alturas, vaya hermoso y macabro descubrimiento, que hemos de morir lo sabe hasta el último de los hombres. Es cierto, con el pensamiento lo sabemos todos, pero saberlo con el pensamiento es una cosa y saberlo con el corazón es otra completamente distinta. Cuando tu madre me acometía con su arrogancia, yo le decía: «Me haces doler el corazón.» Ella se reía. «No seas ridícula -me contestaba-, el corazón es un músculo, si no corres no puede dolerte.»

Muchas veces intenté hablar con ella cuando ya había crecido lo suficiente como para entender, quería explicarle el proceso que me había llevado a apartarme de ella. «Es cierto -le decía-, hubo en tu infancia un momento en que te descuidé, tuve una grave enfermedad. Estaba enferma, si hubiera seguido ocupándome de ti habría sido peor. Ahora estoy bien -le decía-, podemos hablar de aquello, debatirlo, empezar otra vez desde el principio.» Ella no quería saber nada, «ahora la que está mal soy yo», decía, y rehusaba hablar. Odiaba la serenidad que yo estaba logrando, hacía todo lo posible por resquebrajarla, por arrastrarme al interior de sus pequeños infiernos cotidianos. Había decidido que la infelicidad era su estado. Se había atrincherado en sí misma a fin de que nada pudiese ofuscar la idea que había labrado sobre su existencia. Claro, racionalmente se decía que deseaba ser feliz, pero en realidad -en el fondo- a los dieciséis o diecisiete años ya se había cerrado toda posibilidad de cambiar. Mientras yo lentamente me iba abriendo a una dimensión diferente, ella se quedaba inmóvil con las manos apoyadas en la cabeza y aguardaba que las cosas se le cayeran encima. Mi nueva serenidad la irritaba, cuando sobre mi mesita de noche veía los Evangelios, decía: «¿De qué necesitas consolarte?»

Cuando Augusto murió, ella no quiso ni siquiera asistir al funeral. En los últimos años él había padecido una forma bastante grave de arteriosclerosis y daba vueltas por la casa hablando como un crío, cosa que ella no soportaba. «¿Qué es lo que quiere ese señor?», gritaba apenas aparecía él, arrastrando las pantuflas, ante la puerta de una habitación. Cuando él desapareció ella tenía dieciséis años, y no lo llamaba papá desde que tenía catorce. Murió en el hospital una tarde de noviembre. El día anterior lo habían ingresado por un ataque al corazón. Yo estaba con él en la habitación; no llevaba pijama, sino un camisón blanco que se ataba por la espalda. Según los médicos, había pasado lo peor.

La enfermera acababa de traer la cena cuando él, como si hubiera visto algo, se levantó repentinamente y dio tres pasos hacia la ventana. «Las manos de Ilaria -dijo con una mirada opaca-, ningún otro miembro de la familia las tiene así.» Después volvió a la cama y se murió. Yo miré hacia fuera por la ventana. Caía una fina lluvia. Le acaricié la cabeza.

Durante diecisiete años, sin dejar trasparentar nada, había conservado aquel secreto dentro de sí.

Es mediodía, hay sol y la nieve se está derritiendo. Delante de casa, sobre el prado, aparece a trechos la hierba amarillenta, de las ramas de los árboles caen gotas de agua una tras otra. Es extraño, pero con la muerte de Augusto me di cuenta de que la muerte, en sí misma, ella sola, no acarrea ninguna clase de dolor. Hay un vacío repentino -el vacío es siempre igual- pero justamente es en ese vacío donde cobra forma la diversidad del dolor. Todo lo que no se ha dicho en ese espacio se materializa y se dilata, se dilata y sigue dilatándose. Es un vacío sin puertas, sin ventanas, sin vías de escape, y lo que allí queda suspendido se queda para siempre, está sobre tu cabeza, contigo, a tu alrededor, te envuelve y te confunde con una niebla densa. El hecho de que Augusto supiera lo de Ilaria y jamás me hubiese dicho nada me hundió en un desaliento gravísimo. A estas alturas hubiera querido hablarle de Ernesto, de lo que había sido para mí, hubiera querido hablarle de Ilaria, hubiera querido discutir con él muchísimas cosas, pero ya no era posible.

Tal vez ahora puedas entender lo que te dije al principio: los muertos pesan, no tanto por su ausencia, como por lo que entre nosotros y ellos no ha sido dicho.

Tal como después de la desaparición de Ernesto, también tras la desaparición de Augusto yo había buscado consuelo en la religión. Hacía poco había conocido a un jesuita alemán, tenía apenas algún año más que yo. Percatándose de mi incomodidad con las funciones religiosas, tras un par de entrevistas me propuso que nos viésemos en algún sitio que no fuese la iglesia.

Dado que a los dos nos gustaba caminar, decidimos pasear juntos. Venía a buscarme todos los miércoles por la tarde calzando zapatos de montañero y llevando una vieja mochila; su cara me gustaba mucho, tenía el rostro surcado y serio de un hombre que ha crecido en las montañas. Al principio me intimidaba el hecho de que fuese cura, todas las cosas que le contaba se las contaba a medias: tenía miedo de causar escándalo, de atraer condenas sobre mi cabeza, juicios sin compasión. Después, cierto día, mientras descansábamos sentados sobre una piedra, me dijo: «Usted se hace daño a sí misma, ¿sabe? Solamente a sí misma.» A partir de ese momento dejé de mentir, le abrí mi corazón como no lo había hecho con ninguna otra persona desde la muerte de Ernesto. Hablando y hablando, muy pronto olvidé que tenía ante mí a un eclesiástico. Contrariamente a otros curas que había conocido, no empleaba palabras de condena ni de consuelo, todo lo empalagoso de los mensajes más corrientes le era extraño. Había en él una especie de dureza que a primera vista parecía una forma de rechazo. «Sólo el dolor hace crecer -decía-, pero al dolor hay que enfrentarlo directamente; quien se escabulle o se compadece está destinado a perder.»

Vencer, perder, los términos guerreros que utilizaba servían para describir una lucha silenciosa, totalmente interior. En su opinión, el corazón del hombre era como la tierra, una mitad iluminada por el sol y la otra en la sombra. Ni siquiera los santos tenían luz en todas partes. «Por el simple hecho de que existe el cuerpo -decía-, somos sombra de todas maneras, somos anfibios como las ranas: una parte de nosotros vive aquí, en lo bajo, y la otra tiende hacia lo alto. Vivir es tan sólo tener conciencia de esto, saberlo, luchar para que la luz no desaparezca derrotada por la sombra. Desconfíe de quien es perfecto -me decía-, de quien tiene las soluciones ya listas en el bolsillo, desconfíe de todo, salvo de lo que le dice su corazón.» Yo le escuchaba fascinada, nunca había encontrado a nadie que expresase tan bien todo aquello que desde hacía tiempo se agitaba en mi interior sin lograr salir fuera. Con sus palabras cobraban forma mis pensamientos, repentinamente tenía un camino ante mí, recorrerlo ya no me parecía imposible.

A veces en la mochila llevaba algún libro por el que sentía un cariño especial; cuando hacíamos un alto en el camino me leía algunos fragmentos con su voz clara y severa. A su lado descubrí las oraciones de los monjes rusos, la oración del corazón, comprendí los pasajes del Evangelio y de la Biblia que hasta entonces me habían parecido oscuros. Durante todos los años que habían pasado desde la desaparición de Ernesto yo ciertamente había recorrido un camino interior, pero era un camino que se limitaba al conocimiento de mí misma. A lo largo de aquel camino me había encontrado, en determinado momento, ante una pared: sabía que más allá de esa pared el camino proseguía, más luminoso y más amplio, pero no sabía cómo superar el obstáculo. Un día, durante un chaparrón repentino, nos guarecimos dentro de una gruta. «¿ Qué se hace para tener fe?», le pregunté allí dentro. «No se hace, la fe viene. Usted ya la tiene, pero su orgullo le impide admitirlo, se plantea demasiadas preguntas, complica las cosas que son simples. En realidad, sólo tiene un miedo tremendo. Déjese llevar y lo que ha de venir vendrá.»

Volvía a casa de aquellos paseos cada vez más confundida, más insegura. Era desagradable, ya te lo he dicho, sus palabras me herían. Muchas veces sentí deseos de no volver a verlo más, el martes por la noche me decía «ahora le llamo por teléfono, le digo que no venga porque no me encuentro bien»; en cambio no le telefoneaba. El miércoles por la tarde lo esperaba ante la puerta, puntual, con sus zapatones y su mochila.

Nuestras excursiones duraron poco más de un año, sus superiores lo apartaron de su encargo de un día para otro.

Tal vez lo que te he contado te lleve a pensar que el padre Thomas era un hombre arrogante, que había vehemencia o fanatismo en sus palabras y en su visión del mundo. No era así: en el fondo era la persona más plácida y mansa que yo haya conocido jamás, no era un soldado de Dios. Si algún misticismo había en su personalidad, era un misticismo totalmente concreto, anclado en los asuntos cotidianos.

«Estamos aquí, ahora», repetía constantemente.

Al despedirse, ante la puerta me entregó un sobre. Había dentro una tarjeta postal con un paisaje de pastizales montañeses. «El reino de Dios está dentro de vosotros» estaba impreso arriba en alemán, y detrás él, con su caligrafía, había escrito: «Sentada bajo la encina no sea usted, sino la encina; en el bosque sea el bosque, en el prado sea prado, entre los hombres sea con los hombres.»

El reino de Dios está dentro de vosotros, ¿recuerdas? Esa frase ya me había impresionado cuando vivía en L’Aquila como esposa infeliz. En aquel entonces, cerrando los ojos, deslizándome con la mirada hacia el interior, no conseguía ver nada. Tras mi encuentro con el padre Thomas algo había cambiado, seguía sin ver nada, pero ya no se trataba de una ceguera absoluta: a lo lejos empezaba a haber un resplandor, de vez en cuando, y durante brevísimos instantes lograba olvidarme de mí misma. Era una luz pequeña, débil, apenas una llamita, habría bastado un soplo para apagarla. Pero el hecho de que existiera me daba una extraña levedad, no era felicidad lo que sentía, sino júbilo. No había euforia, exaltación, no me sentía más sabia ni más en lo alto. Lo que dentro de mí crecía era tan sólo una serena conciencia de existir.

Prado sobre el prado, encina bajo la encina, persona entre las personas.


20 de diciembre


Esta mañana, precedida por Buck, he subido al desván. ¡Cuántos años han pasado sin que abriese esa puerta! Había polvo por todas partes y grandes telarañas colgaban de los ángulos de las vigas. Removiendo cajas y cartones he descubierto dos o tres nidos de lirones; dormían tan profundamente que no se dieron cuenta de nada. Cuando somos niños nos gusta mucho subir a los desvanes, en la vejez no tanto. Todo lo que era misterio, descubrimiento aventurero, se vuelve dolor del recuerdo.

Iba en busca del belén; para encontrarlo tuve que abrir varias cajas y los dos baúles más grandes. Me encontré entre las manos, envueltos en papel de periódico y trapos viejos, los juguetes de cuando Ilaria era niña, su muñeca predilecta.

Debajo, relucientes y perfectamente conservados, estaban los insectos de Augusto y su lente de aumento, todo el equipo que utilizaba para coleccionarlos. En un frasco para caramelos, no lejos, atadas con una cinta roja, estaban las cartas de Ernesto. No había nada tuyo, tú eres joven, estás viva, el desván no es todavía tu sitio.

Al abrir las bolsas que contenía uno de los baúles también encontré las pocas cosas de mi infancia que se habían salvado del derrumbe de la casa. Estaban chamuscadas, ennegrecidas, las saqué de su envoltorio como si fuesen reliquias. En su mayor parte eran objetos de cocina: un barreño esmaltado, un azucarero de cerámica azul y blanca, algún que otro cubierto, un molde para tartas y al final, desencuadernadas y sin cubierta, las hojas de un libro. ¿De qué libro se trataba? No lograba recordarlo. Sólo cuando lo cogí delicadamente y empecé a recorrer sus primeras líneas todo volvió a mi memoria. Fue una emoción fortísima: no era un libro cualquiera, sino el que más había querido de niña, el que me había hecho soñar más que ningún otro. Se llamaba Las maravillas del 2000 y era, a su manera, un libro de ficción científica. La historia era bastante sencilla, pero rica en fantasía. Para comprobar si se cumplirían los magníficos destinos del progreso, dos científicos de finales del siglo xix se hacían hibernar hasta el año 2000. Tras un siglo exacto, el nieto de un colega de ellos, hombre de ciencia a su vez, los descongelaba y, a bordo de una pequeña plataforma voladora, los llevaba a dar un paseo instructivo por el mundo. No había extraterrestres ni astronaves en esa historia, todo lo que ocurría se refería exclusivamente al destino del hombre, a lo que éste había construido con sus propias manos. Y, según el autor, el hombre había hecho muchas cosas y todas ellas maravillosas. Ya no había hambre ni pobreza en el mundo porque la ciencia, junto con la tecnología, había encontrado la manera de convertir en fértiles todos los rincones del planeta, y -cosa aún más importante- había logrado que esa fertilidad se distribuyese equitativamente entre todos los habitantes. Muchas máquinas aliviaban a los hombres de las fatigas del trabajo, todo el mundo tenía mucho tiempo libre y, de tal suerte, cada ser humano podía cultivar la parte más noble de sí mismo, todo rincón del globo resonaba de músicas, de conversaciones filosóficas doctas y serenas. Como si eso no bastase, gracias a la plataforma voladora era posible trasladarse en poco menos de una hora de un continente a otro. Los dos viejos hombres de ciencia parecían muy satisfechos: todo lo que habían hipotetizado en su fe positivista se había realizado. Hojeando el libro volví a encontrar también mi ilustración preferida: en ella los dos corpulentos investigadores, con barbas darwinianas y chalecos a cuadros, se asomaban felices por la plataforma para mirar hacia abajo.

A fin de ahuyentar cualquier sombra de duda, uno de ellos se había atrevido a formular la pregunta que más le escocía. Había preguntado: «Y los anarquistas, los revolucionarios, ¿todavía existen?» «¡Oh, claro que todavía existen! -había contestado sonriendo su guía-. Viven en ciudades que son solamente para ellos, construidas bajo los hielos de los Polos, de manera que, si por azar quisieran perjudicar a los demás, no podrían hacerlo.»

«¿Y los ejércitos? -seguía insistiendo el otro-, ¿cómo es que no se ve ni un solo soldado?»

«Ya no existen los ejércitos», contestaba el joven.

Llegados a ese punto, ambos suspiraban aliviados: ¡por fin el ser humano había regresado a su bondad original! Pero se trataba de un alivio de breve duración, porque inmediatamente el guía les comunicaba: «Oh, no, no es ése el motivo. El hombre no ha perdido la pasión por destruir, sino que solamente ha aprendido a contenerse. Los soldados, los cañones, las bayonetas, son instrumentos que han sido superados. En su lugar hay un ingenio poderosísimo aunque pequeño: justamente a él le debemos la ausencia de guerras. Efectivamente, bastaría subir a una montaña y dejarlo caer desde lo alto para que el mundo entero se redujera a una lluvia de esquirlas y polvillo.»

¡Los anarquistas! ¡Los revolucionarios! Cuántas pesadillas de mi infancia hay en esas dos palabras. Tal vez para ti sea un poco difícil comprender eso, pero has de tener en cuenta que cuando estalló la Revolución de Octubre yo tenía siete años. Oía que los mayores decían en voz baja cosas terribles; una compañera mía del colegio me había dicho que en poco tiempo los cosacos llegarían hasta Roma, hasta San Pedro, y que abrevarían sus caballos en las sagradas fuentes. El horror, naturalmente presente en las mentes infantiles, se había empapado de aquella imagen: por las noches, en el momento de dormirme, oía el rumor de sus cascos llegando al galope desde los Balcanes.

¿Quién hubiera podido imaginar que los horrores que me tocaría ver serían diferentes, mucho más perturbadores que unos caballos al galope por las calles de Roma? Cuando era niña, al leer ese libro echaba muchas cuentas para calcular si, dada mi edad, lograría asomarme al 2000. Noventa años me parecían una edad bastante avanzada pero no imposible de alcanzar. Esa idea me daba una especie de embriaguez, un leve sentimiento de superioridad sobre todos aquellos que no conseguirían llegar al 2000.

Ahora que casi hemos llegado, sé con certeza que yo no lo alcanzaré. ¿Siento nostalgia? ¿Lo lamento? No, sólo estoy muy cansada, entre todas las maravillas que nos vaticinaban sólo he visto a una convertirse en realidad: el ingenio poderosísimo y minúsculo. No sé si esto les ocurre a todos en los últimos días de la existencia, esta repentina sensación de haber vivido demasiado, de haber visto demasiado, de haber sentido demasiado. No sé si al hombre del neolítico le ocurría como ahora o no. En el fondo, pensando en el siglo que he atravesado casi enteramente, tengo la idea de que de alguna manera el tiempo ha padecido una aceleración. El día es siempre un día, la noche siempre se prolonga en proporción al día, el día en proporción a las estaciones. Así es ahora, como en los tiempos del período neolítico. El sol sale y se pone. Astronómicamente, si es que hay alguna diferencia, ésta es mínima.

Sin embargo, tengo la sensación de que ahora todo está más acelerado. La historia hace que ocurran muchas cosas, nos hace blanco de acontecimientos siempre diferentes. Al terminar cada día nos sentimos más cansados, cada vez más; al terminar una vida, exhaustos. ¡Es suficiente que pienses en la Revolución de Octubre, en el comunismo! Lo vi aparecer; por culpa de los bolcheviques no dormí por las noches; lo he visto difundirse por los países y dividir el mundo en dos grandes gajos, de un lado el blanco y del otro el negro -blanco y negro siempre en permanente lucha entre sí- y por esa lucha nos hemos quedado todos con el aliento suspendido: existía aquel ingenio, ya lo habían lanzado pero podía volver a caer en cualquier momento. Después, de repente, un día como otro cualquiera, conecto la televisión y veo que todo eso ya no existe, se derriban los muros, las alambradas, las estatuas: en menos de un mes la gran utopía del siglo se ha convertido en un dinosaurio. Está embalsamada, en su inmovilidad se ha vuelto inofensiva, está situada en medio de una sala y al pasar delante de ella todos dicen: «¡Qué grande era, oh! ¡Qué terrible era!»

Digo el comunismo pero hubiera podido decir cualquier otra cosa, ante mis ojos han pasado tantas, y ninguna ha permanecido. ¿Entiendes ahora por qué te digo que el tiempo se ha acelerado? Durante el neolítico, ¿qué podía ocurrir a lo largo de una existencia? La temporada de las lluvias, la de las nieves, la estación del sol y la invasión de la plaga de langostas, alguna escaramuza cruenta con unos vecinos poco simpáticos, acaso la llegada de algún pequeño meteorito con su cráter humeante. Aparte del propio territorio, más allá del río no había otra cosa. Al ignorar la extensión del mundo, forzosamente el tiempo era más lento.

«Que puedas tú vivir en años interesantes», se dicen, al parecer, unos a otros los chinos. ¿Un benévolo augurio? No lo creo, más que un augurio me parece una maldición. Los años interesantes son los más agitados, son aquellos en los que ocurren muchas cosas. Yo he vivido años muy interesantes, pero los que tú habrás de vivir tal vez sean más interesantes todavía. Aunque se trata de un simple convencionalismo astronómico, al parecer el cambio de milenio siempre trae consigo una gran perturbación.

El día 1 de enero del año 2000, los pájaros se despertarán en la copa de los árboles a la misma hora que el 31 de diciembre de 1999, cantarán de la misma manera y, apenas hayan terminado de cantar, irán en busca de alimento. En cambio, para los hombres todo será diferente. Tal vez -en caso de que no se haya producido el castigo previsto- se apliquen con buena voluntad a la construcción de un mundo mejor. ¿Ocurrirá eso? Tal vez, pero acaso no. Los indicios que hasta el día de hoy he podido percibir son diferentes entre sí y todos se contradicen entre sí. Hay días en que me parece que el hombre no es sino un gran mono a merced de sus instintos y, lamentablemente, en condiciones de manipular armas complicadas y peligrosísimas; al día siguiente, en cambio, tengo la sensación de que ya ha pasado lo peor y de que empieza a emerger la parte mejor del espíritu. ¿Cuál de las hipótesis será la verdadera? Quién sabe, tal vez ninguna de las dos, tal vez realmente el Cielo, durante la primera noche del 2000, para castigar al hombre por su estupidez, por la manera tan poco sabia que ha tenido de despilfarrar su potencialidad, hará que caiga sobre la tierra una terrible lluvia de fuego y guijarros.

En el año 2000 tú tendrás apenas veinticuatro años y verás todo eso; yo, en cambio, ya me habré marchado, llevándome a la tumba esta curiosidad insatisfecha. ¿Estarás preparada?, ¿serás capaz de enfrentarte con los nuevos tiempos? Si en este momento bajase del cielo un hada buena y me dijera que puedo pedir tres deseos, ¿sabes qué le pediría? Le pediría que me convirtiese en un lirón, en un herrerillo, en una araña casera, en algo que viva a tu lado sin ser visto. No sé cuál será tu futuro, no consigo imaginarlo; dado que te quiero sufro mucho al no saberlo. Las pocas veces que hemos mencionado el asunto tú no lo veías nada rosado: con el absolutismo de la adolescencia estabas convencida de que la desdicha que te perseguía entonces te seguiría persiguiendo siempre. Yo estoy convencida exactamente de lo contrario. ¿Y eso por qué?, te preguntarás, ¿qué señales me llevan a alimentar esa idea descabellada? Por causa de Buck, tesoro mío: siempre y sólo por causa de Buck. Porque cuando lo escogiste en la perrera creías haberte limitado a escoger un perro entre otros perros. En realidad, durante esos tres días libraste en tu interior una batalla mucho más grande, mucho más decisiva: sin la menor duda, entre la voz de la apariencia y la voz del corazón, sin la más mínima vacilación, elegiste la del corazón.

Es muy probable que a tu misma edad yo hubiese elegido algún perro de suave pelaje y elegante estampa, habría escogido al más noble y perfumado, un perro para sacar a pasear y provocar envidia. Mi inseguridad, el ambiente en que había crecido, ya me habían entregado a la tiranía de la exterioridad.


21 de diciembre


Como resultado de toda esa larga inspección en el desván, al final sólo bajé el belén y el molde para tartas que habían sobrevivido al incendio. «Vaya por el nacimiento -dirás tú-, pero el molde, ¿qué tiene que ver?» Pues ese molde pertenecía a mi abuela, es decir a tu tatarabuela, y es el único objeto que ha quedado de toda la historia femenina de mi familia. Con la larga permanencia en el desván se ha oxidado mucho, lo llevé inmediatamente a la cocina y en el fregadero, utilizando la mano buena y las esponjas adecuadas, traté de limpiarlo. Piensa en la cantidad de veces que, durante su existencia, ha entrado y salido del horno, cuántos hornos diferentes y cada vez más modernos ha visto, cuántas manos diferentes y, sin embargo, parecidas lo han rellenado de masa. Si lo traje abajo fue para que siguiese viviendo, para que tú lo utilices y acaso, a tu vez, lo dejes para que lo usen tus hijas, para que en su historia de humilde objeto resuma y rememore la historia de nuestras generaciones.

Cuando lo vi en el fondo del baúl, volvió a mi recuerdo la última ocasión en que estuvimos juntas. ¿Cuándo fue? Hace un año, tal vez un poco más de un año atrás. A la hora de la siesta habías entrado en mi dormitorio sin llamar a la puerta; yo estaba descansando tendida en la cama con las manos cruzadas sobre el pecho y tú, al verme, habías estallado en llanto sin contenerte lo más mínimo. Tus sollozos me habían despertado. «¿Qué hay? -te pregunté, al tiempo que me sentaba-. ¿Qué ha pasado?» «Pasa que pronto te vas a morir», me contestaste, llorando con más intensidad aún. «Ay, Dios, esperemos que no sea tan pronto -repuse riendo, para después añadir-: ¿Sabes qué? Te voy a enseñar a hacer algo que yo sepa hacer y tú no; así cuando yo ya no esté lo harás y te acordarás de mí.» Me levanté y me echaste los brazos al cuello. «Pues entonces -te dije para dominar la emoción que me asaltaba a mí también-, ¿qué quieres que te enseñe a hacer?» Enjugándote las lágrimas, meditaste un rato y después dijiste: «Una tarta.» Por lo tanto, fuimos a la cocina y emprendimos una larga batalla. En primer lugar, te negabas a ponerte el delantal, porque decías: «¡Si me lo pongo, después tendré que ponerme también rulos y calzar pantuflas, qué horror!» Después, cuando había que montar las claras a punto de nieve, te quejabas de que te dolía la muñeca, te enfadabas porque la mantequilla no se amalgamaba con las yemas, porque el horno nunca estaba suficientemente caliente. Al lamer la espátula con que había diluido el chocolate, se me manchó de marrón la nariz. Al verme te echaste a reír. «A tu edad -decías-, ¿no te da vergüenza? ¡Tienes la nariz marrón, como la de un perro!»

Para confeccionar este sencillo postre tardamos una tarde entera y dejamos la cocina en un estado que daba lástima. Repentinamente había brotado entre nosotras una gran liviandad, una alegría fundada en la complicidad. Sólo cuando la tarta entró dentro del horno por fin, cuando la viste oscurecerse poco a poco a través del cristal, de pronto recordaste por qué la habíamos hecho y volviste a llorar. Yo trataba de consolarte, delante del horno. «No llores -te decía-, es cierto que me marcharé antes que tú, pero cuando ya no esté todavía estaré, viviré en tu memoria con bellos recuerdos: verás los árboles, la huerta, el jardín, y acudirán a tu mente todos los momentos felices que hemos pasado juntas. Lo mismo te ocurrirá al sentarte en mi butaca; al preparar la tarta que hoy te he enseñado a hacer, me verás ante ti con la nariz color marrón.»


22 de diciembre


Hoy, después de desayunar, fui al cuarto de estar y empecé a preparar el nacimiento en el sitio de siempre, cerca de la chimenea. Como primera medida dispuse el papel verde, después las planchas de musgo seco, las palmas, el cobertizo con San José y la Virgen dentro, el buey y el asno, y alrededor la multitud esparcida de los pastores, las mujeres con ocas, los músicos, los cerdos, los pescadores, los gallos y gallinas, las ovejas y carneros. Sobre el paisaje, con una cinta de papel adhesivo tendí el papel azul del cielo; la estrella cometa me la metí en el bolsillo derecho de la bata, en el izquierdo los tres Reyes Magos; después me dirigí al otro extremo de la habitación y colgué la estrella sobre el aparador; debajo, un poco aparte, dispuse la hilera de los Reyes con sus camellos.

¿Te acuerdas? Cuando eras pequeña, con el furor de la coherencia que caracteriza a los niños, no soportabas que la estrella y los tres Reyes estuviesen desde el primer momento cerca del belén. Tenían que estar alejados y acercarse lentamente, la estrella un poco antes y los tres Reyes inmediatamente detrás. De la misma manera, no soportabas que el Niño Jesús estuviese en el pesebre antes de tiempo, y, por lo tanto, lo hacíamos planear desde el cielo hasta el establo a la medianoche en punto del día veinticuatro. Mientras acomodaba las ovejas sobre su alfombrilla verde, volvió a mi mente otra cosa que te gustaba hacer con el nacimiento, un juego que te habías inventado y que nunca te cansabas de repetir. Me parece que, al principio, te habías inspirado en la Pascua. Efectivamente, al llegar la Pascua teníamos la costumbre de esconderte en el jardín los huevos pintados. En Navidad, en vez de huevos, tú escondías ovejitas: cuando yo no me daba cuenta cogías alguna del rebaño y la ocultabas en los sitios más inverosímiles, después te me acercabas, dondequiera que estuviese, y empezabas a balar con acento de desesperación. Entonces empezaba la búsqueda, yo dejaba lo que estuviera haciendo y contigo pisándome los talones entre risas y balidos daba vueltas por la casa diciendo: «¿Dónde estás, ovejita extraviada? Deja que te encuentre y te ponga a salvo.»

Y ahora, ovejita, ¿dónde estás? Estás allá lejos mientras escribo, entre los coyotes y los cactus; cuando estés leyendo esto, probablemente estarás aquí y mis cosas ya estarán en el desván. Mis palabras, ¿te habrán puesto a salvo? No tengo esta presunción, acaso tan sólo te hayan irritado, habrán confirmado la idea ya pésima que de mí tenías antes de marcharte. Tal vez sólo puedas comprenderme cuando seas mayor, podrás comprenderme solamente si has llevado a cabo ese misterioso recorrido que conduce desde la intransigencia a la piedad.

Piedad, fíjate bien, no pena. Si sientes pena, yo bajaré como esos duendecillos malignos y te haré un montón de desaires. Lo mismo haré si en vez de ser humilde eres modesta, si te emborrachas de chácharas en vez de quedarte callada. Estallarán las bombillas, los platos se caerán de los estantes, las bragas irán a parar a la araña central, no te dejaré tranquila desde el amanecer hasta bien entrada la noche, ni un solo instante.

No es cierto: no haré nada. Si estás en alguna parte, si tengo la posibilidad de verte, sólo me sentiré triste tal como me siento cada vez que veo una vida desperdiciada, una vida en la que no ha logrado realizarse el camino del amor. Cuídate. Cada vez que, al crecer, tengas ganas de convertir las cosas equivocadas en cosas justas, recuerda que la primera revolución que hay que realizar es dentro de uno mismo, la primera y la más importante. Luchar por una idea sin tener una idea de uno mismo es una de las cosas más peligrosas que se pueden hacer.

Cada vez que te sientas extraviada, confusa, piensa en los árboles, recuerda su manera de crecer. Recuerda que un árbol de gran copa y pocas raíces es derribado por la primera ráfaga de viento, en tanto que un árbol con muchas raíces y poca copa a duras penas deja circular su savia. Raíces y copa han de tener la misma medida, has de estar en las cosas y sobre ellas: sólo así podrás ofrecer sombra y reparo, sólo así al llegar la estación apropiada podrás cubrirte de flores y de frutos.

Y luego, cuando ante ti se abran muchos caminos y no sepas cuál recorrer, no te metas en uno cualquiera al azar: siéntate y aguarda. Respira con la confiada profundidad con que respiraste el día en que viniste al mundo, sin permitir que nada te distraiga: aguarda y aguarda más aún. Quédate quieta, en silencio, y escucha a tu corazón. Y cuando te hable, levántate y ve donde él te lleve.

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