Tercera Parte EN EL MOMENTO DEL SILENCIO

CAPITULO XX

El nuevo dormitorio estaba oscuro, salvo por las luces pálidas, espaciadas regularmente en los pasillos. Mark atravesó a toda velocidad el vestíbulo y se metió en una de las habitaciones. No había luz suficiente para ver detalles; sólo los contornos de niños dormidos en las camas blancas. Las ventanas eran sombras oscuras.

Mark se quedó en la puerta, sin hacer ruido, y esperó que sus ojos se habituaran; las formas emergieron de la oscuridad y se transformaron en zonas oscuras y claras… brazos, caras, cabellos. Sus pies descalzos no hicieron ruido cuando se acercó a la primera cama y volvió a detenerse; esta vez aguardó menos. El chico que estaba durmiendo no se movió. Lentamente, Mark abrió una botellita de tinta hecha con zarzamoras y nueces y metió dentro un pincel. Había estado sosteniendo la tinta contra el pecho; estaba tibia. Moviéndose con precaución se inclinó sobre el niño dormido y rápidamente pintó el número 1 en su mejilla. El niño no se movió.

Mark se alejó de la primera cama, fue hasta la siguiente y de nuevo esperó para asegurarse que su ocupante dormía profundamente. Esta vez pintó un 2.

Después salió de ese dormitorio y fue al contiguo; allí repitió el procedimiento. Si el chico dormía boca abajo, con la cara enterrada en la almohada, Mark pintaba el número en la mano o en el brazo.

Poco antes del amanecer Mark volvió a tapar su botella de tinta y se deslizó hasta su propio cuarto, un cubículo donde sólo cabían su cama y unos estantes. Puso la tinta en un estante, sin intentar ocultarla. Luego se sentó con las piernas cruzadas encima de la cama y aguardó.

Era un chico delgado, con cabellos oscuros y abundantes que hacían parecer un poco grande su cabeza, no demasiado, pero un poco, si se lo observaba con cuidado. Su único rasgo notable eran sus ojos, de un azul tan intenso y profundo que resultaban inolvidables. Aguardó pacientemente, con una ligera sonrisa en los labios que se acentuaba, desaparecía y volvía a aparecer. La luz, al otro lado de la ventana, aumentó; había llegado la primavera y el aire tenía una luminosidad que faltaba en otras estaciones.

Oyó voces y su sonrisa se volvió más franca, ensanchó su boca. Las voces eran fuertes y airadas. Se echó a reír y se sacudía de risa cuando se abrió su puerta y entraron cinco chicos. Había tan poco lugar que tuvieron que alinearse con las piernas contra la cama.

—Buenos días, Uno, Dos, Tres, Cuatro, Cinco —dijo Mark ahogándose de risa. Ellos se sonrojaron, furiosos y él se dobló, incapaz de contenerse.

— ¿Dónde está? —preguntó Miriam. Había llegado a la reunión y estaba de pie en la puerta.

Barry estaba en la cabecera de la mesa.

—Siéntate, Miriam —dijo—. ¿Sabes lo que ha hecho?

Se sentó en el otro extremo de la mesa y asintió.

— ¿Quién no lo sabe? Nadie habla de otra cosa. Echó una mirada a los demás. Estaban los médicos, Lawrence, Thomas, Sara… Una reunión del consejo.

— ¿Ha dicho algo? —preguntó.

Thomas se encogió de hombros.

—No lo negó.

— ¿Explicó por qué lo había hecho?

—Para poder distinguirlos —respondió Barry.

Por un instante, Miriam creyó que había un matiz de diversión en su voz, pero no apareció en su cara. Estaba furiosa, como si de algún modo pudiesen hacerla responsable por el chico, por su conducta aberrante. No lo toleraría, pensó enfadada. Se inclinó hacia adelante, con las manos en la mesa y preguntó: — ¿Qué vais a hacer con él? ¿Por qué no lo controláis?

—Hemos convocado esta reunión para discutir eso —dijo Barry—. ¿Se te ocurre algo?

Ella negó con la cabeza, todavía indignada. Ni siquiera tendría que estar aquí, pensó. El chico no significaba nada para ella; lo había evitado desde el principio. Al invitarla a esta reunión, habían fabricado un vínculo que, en realidad, no existía. Volvió a sacudir la cabeza y se recostó en su silla, como para distanciarse de la discusión.

—Tendremos que castigarlo —dijo Lawrence, después de un momento de silencio—. El problema es, ¿cómo?

¿Cómo? Barry se lo preguntaba. No con aislamiento; le encantaba, lo buscaba constantemente. No con trabajo extra; todavía estaba trabajando para pagar su última escapada. Tres meses antes se había metido en el dormitorio de las niñas y había mezclado sus cintas y fajas de modo tal que ningún grupo tenía nada a juego. Les había llevado horas volver a ordenarlo todo. Y ahora esto y tendrían que pasar meses para que la tinta se borrara.

Lawrence habló de nuevo, con voz pensativa y el ceño ligeramente fruncido.

—Tendríamos que admitir que nos equivocamos —dijo—. No tiene nada que hacer entre nosotros. Los chicos de su edad lo rechazan; no tiene amigos. Es caprichoso y testarudo, alternativamente brillante y estúpido. Nos equivocamos con él. Ahora sus travesuras no son más que eso, travesuras infantiles, pero ¿y dentro de cinco años? ¿Diez años? ¿Qué podemos esperar de él en el futuro?

Dirigía sus preguntas a Barry. —Dentro de cinco años, como sabes, bajará por el río. Es durante estos próximos años que tendremos que controlarlo.

Sara se movió en su silla y Barry se volvió hacia ella.

—Hemos descubierto que no se arrepiente si lo aislamos —dijo Sara—. Por naturaleza es un ser aislado y, por lo tanto, si no le permitimos la soledad que busca, habremos encontrado el castigo correcto para él.

Barry meneó la cabeza.

—Ya discutimos eso —dijo—. No sería justo con los demás obligarlos a aceptarlo. Molesta a los otros chicos; éstos no deben ser castigados por su culpa.

—Los otros chicos no —dijo Sara enfáticamente—. Tú y tus hermanos votasteis por dejarlo aquí, para poder estudiar en él las claves que permitían enseñar a otros a soportar una existencia separada. Tenéis la responsabilidad de aceptarlo entre vosotros, de que su castigo sea vivir con vosotros, bajo vuestra vigilancia. O si no, admitid que Lawrence tiene razón, que cometimos un error y que es mejor corregir ese error ahora que dejarlo continuar.

— ¿Nos castigarías por las travesuras del chico? —preguntó Bruce.

—El chico no estaría aquí si no fuera por ti y tus hermanos —dijo Sara claramente—. Recordarás que en la primera reunión en que se trató de él, nosotros votamos por hacerlo desaparecer. Vimos venir los problemas desde el principio y fueron tus argumentos acerca de su posible utilidad los que nos convencieron. Si quieres conservarlo, consérvalo contigo, bajo tu observación, lejos de los otros niños, que sufren constantemente a causa de él y de sus travesuras. Es un aislado, una aberración, un alborotador. Estas reuniones son cada vez más frecuentes y sus travesuras cada vez más peligrosas. ¿Cuántas horas más tendremos que pasar discutiendo su conducta?

—Sabes que tu solución no es práctica —dijo Barry, impaciente—. Pasamos la mitad del tiempo en el laboratorio, en el recinto de las criadoras, en el hospital. No son lugares adecuados para un niño de diez años.

—Entonces, líbrate de él —dijo Sara. Se recostó en su silla y cruzó los brazos.

Barry miró a Miriam, que tenía los labios apretados. Ella enfrentó fríamente su mirada. Se volvió a Lawrence.

— ¿Se te ocurre alguna otra cosa? —Preguntó Lawrence—. Hemos probado todo lo que pudimos pensar, y nada sirvió. Esos chicos estaban tan furiosos esta mañana que podían haberlo matado. La próxima vez puede haber violencia. ¿Has pensado lo que puede significar la violencia en esta comunidad?

Eran un pueblo sin violencia en su historia. Los castigos físicos nunca habían sido considerados, porque era imposible hacer daño a uno sin hacérselo a los demás. Eso no se aplicaba a Mark, pensó súbitamente Barry, pero no lo dijo. La idea de hacerle daño, de causarle dolor físico, era repugnante. Miró a sus hermanos y vio en sus caras la misma confusión que sentía él. No podían abandonar al chico. Tenía claves acerca de cómo se podía vivir solo; lo necesitaban. Su mente se rehusaba a ir más lejos; necesitaban estudiarlo. Había tantas cosas incomprensibles en los seres humanos; Mark podía ser el eslabón que les permitiera comprender.

El hecho de que el chico fuera hijo de Ben, y que Ben y sus hermanos hubiesen sido uno solo, no tenía nada que ver. No sentía un vínculo especial con el chico. De ningún modo. Si alguien sentía ese vínculo tendría que ser Miriam, pensó, y la miró, buscando un signo de que sentía algo. Su cara era una máscara, sus ojos lo evitaron. Demasiado rígida, comprendió; demasiado fría.

Y si era así, pensó fríamente, como si reflexionara sobre un experimento insensato, entonces ciertamente era un error conservar al chico. Si un niño tenía poder para hacer daño a las hermanas Miriam y a los hermanos Barry, constituía una equivocación. Era impensable que un extraño pudiera llegar hasta las viejas heridas y transformarlas en nuevas, con consecuencias aún más destructoras.

—Podríamos hacerlo —dijo súbitamente Bob—. Hay riesgos, por supuesto, pero podremos controlarlo.

“Dentro de cuatro años —continuó, mirando a Sara— se marchará con la cuadrilla de caminos y desde ese momento dejará de ser una amenaza. Pero lo necesitaremos cuando vayamos a las ciudades. Puede encontrar los senderos, sobrevivir solo en los bosques sin correr el peligro de derrumbarse a causa de la separación. Lo necesitaremos. Sara asintió.

— ¿Y si es necesario hacer otra reunión como ésta, podemos acordar ahora que será la última?

Los hermanos Barry se miraron y luego asintieron de mala gana. Barry dijo: —De acuerdo. Lo controlamos o nos libramos de él.

Los médicos volvieron a la oficina de Barry, donde Mark los esperaba. Estaba de pie junto a la ventana, una figurita oscura contra el resplandor del sol. Se volvió para enfrentarlos y su cara pareció desprovista de rasgos. El sol daba en sus cabellos y les arrancaba reflejos rojizos.

— ¿Qué haréis conmigo? —preguntó. Su voz era firme.

—Ven y siéntate —dijo Barry, ocupando su lugar detrás del escritorio. El chico cruzó la habitación y se sentó en una silla, apoyándose apenas en ella, listo para saltar y huir.

—Tranquilízate —dijo Bob, y se sentó sobre el escritorio, balanceando las piernas, mientras miraba al chico.

Cuando los cinco hermanos estuvieron en la oficina la habitación pareció demasiado llena. El chico los miró a todos y finalmente concentró su atención en Barry. No volvió a preguntar.

Barry le habló de la reunión y, observándolo, pensó que tenía algo de Ben y algo de Molly, y para el resto se había remontado al pasado distante, a la reserva genética, tenía rasgos extranjeros y era diferente de todos los del valle. Mark escuchó atentamente, como escuchaba en clase cuando estaba interesado. Entendió inmediata y totalmente.

— ¿Por qué les parece tan horrible lo que hice? —preguntó cuando Barry calló.

Barry miró indefenso a sus hermanos. Así es como va a ser, hubiera querido decirles. No hay un terreno común de entendimiento. Era un extraño en todo sentido.

Súbitamente, Mark preguntó: — ¿Cómo puedo hacer para distinguiros?

—No necesitas hacerlo —dijo fríamente Barry.

Entonces Mark se puso en pie.

— ¿Debo ir a buscar mis cosas para traerlas aquí?

—Sí. Ahora, mientras los otros están en la escuela. Y vuelve directamente aquí.

Mark asintió. Al llegar a la puerta se detuvo, volvió a mirarlos, uno por uno, y dijo: —Quizá una marquita, muy pequeña, de pintura en los lóbulos de las orejas, o algo así…

Abrió la puerta y salió corriendo; lo oyeron reír mientras cruzaba el vestíbulo.

CAPITULO XXI

Barry miró el salón de conferencias y vio a Mark en el fondo; parecía aburrido y adormilado. Se encogió de hombros; que se aburra. Tres de los hermanos estaban en el laboratorio y el cuarto en el recinto de las criadoras. Eso dejaba la conferencia como única alternativa, y Mark tendría que aguantarla aunque lo matara.

—El problema que planteamos ayer, si lo recordáis —dijo Barry entonces, revisando sus anotaciones—, es que todavía no hemos descubierto la causa de la declinación de los seres clónicos después de la cuarta generación. La única forma que tenemos de luchar contra esto es aumentar nuestros “stocks” usando a los bebés reproducidos sexualmente, que son clonados antes del tercer mes, “in útero”. De este modo hemos podido mantener nuestras familias de hermanos y hermanas, pero debemos admitir que no es una solución ideal. ¿Alguien podría decirme cuáles son los inconvenientes más obvios del sistema?

Hizo una pausa y miró a su alrededor.

— ¿Karen?

—Hay una pequeña diferencia entre los bebés clonados en el laboratorio y los que nacen de madres humanas. Está la influencia prenatal y también el trauma del nacimiento, que puede alterar a una persona reproducida sexualmente.

—Muy bien —dijo Barry—. ¿Alguien quiere agregar algo?

—Al principio esperaban dos años antes de clonar a los niños —dijo Stuart—. Ahora ya no, y eso hace que la familia sea tan parecida como si todos fueran clones.

Barry asintió y después señaló a Carl.

—Si el bebé humano tiene algún defecto de nacimiento causado por el trauma del parto, puede ser abortado, y los clones no sufrirán daño.

—Eso no es exactamente un inconveniente —dijo Barry sonriendo. Hubo una ola de risitas en la clase.

Aguardó un momento y después dijo:

—La herencia genética es impredecible, su pasado desconocido, sus elementos constituyentes tan variados que cuando el proceso no es regulado y controlado, siempre existe el peligro de producir características indeseables. Y el peligro, aún más grave, de perder talentos importantes para nuestra comunidad. —Dejó pasar un momento para que entendieran el concepto y continuó—: La única manera de asegurar el futuro, de asegurar la continuidad, es perfeccionar el proceso de clonación. Por eso necesitamos agrandar nuestras instalaciones, aumentar el número de investigadores, localizar los materiales necesarios para remplazar los que se están agotando y equipar los nuevos laboratorios. Necesitamos una sólida vinculación con las fuentes de recursos.

Una mano se alzó. Barry asintió.

— ¿Y si no podemos encontrar pronto equipos en buenas condiciones?

—Entonces tendremos que recurrir a la implantación humana de los fetos clonados. Lo hemos hecho, en algunos casos, y tenemos los métodos, pero es un desperdicio de nuestros recursos humanos, que son escasos, y tendríamos que alterar drásticamente nuestro calendario si usáramos así a las criadoras. —Miró a la clase y continuó—: Nuestra finalidad es hacer innecesaria la reproducción sexual. Entonces podremos planear nuestro futuro. Si necesitamos peones carreteros, podremos clonar cincuenta o cien con ese fin, adiestrarlos desde la infancia y enviarlos a cumplir su destino. Podemos clonar constructores de barcos, marineros, enviarlos al mar a localizar a los peces que nuestros primeros exploradores descubrieron en el Potomac. Cien granjeros para sustituir a quienes preferirían trabajar con probetas, en vez de cosechar zanahorias.

Otra oleada de risas pasó sobre los estudiantes. Barry también sonrió; todos sin excepción trabajaban varias horas en los campos.

—Por primera vez desde que la humanidad apareció en la faz de la Tierra, no habrá inadaptados —dijo— Ni genios —dijo perezosamente una voz, y miró hacia el fondo del salón. Allí estaba Mark, hundido en su silla, los ojos azules brillando, sonriendo ligeramente. Deliberadamente guiñó un ojo a Barry, cerró los ojos y pareció volver a dormirse.

—Si queréis os contaré un cuento —dijo Mark.

Estaba en el pasillo, entre dos hileras de tres camas cada una. Todos los hermanos Carver habían tenido apendicitis al mismo tiempo. Lo miraron desde ambos lados y uno de ellos asintió. Tenían trece años.

—Había una vez un woji —dijo, acercándose a la ventana, donde se sentó, con las piernas cruzadas, con la luz a sus espaldas.

— ¿Qué es un woji?

—Si me interrumpís no os cuento nada —dijo Mark—. Ya lo iréis entendiendo. Este woji vivía en lo más profundo del bosque, y cada año, cuando llegaba el invierno, casi se moría de frío. Eso sucedía porque las lluvias heladas lo empapaban y la nieve lo cubría y no tenía qué comer porque todas las hojas se caían y él comía hojas. Un año tuvo una idea, y fue hasta una gran pícea y le contó su idea. Al principio, la pícea ni siquiera consideró lo que le proponía. Pero el woji no se marchó; siguió repitiéndole su idea una y otra vez a la pícea, y finalmente la pícea pensó: ¿Qué puedo perder? ¿Por qué no intentarlo? De modo que le dijo al woji que empezara. Durante días y días, el woji trabajó con las hojas, arrollándolas y convirtiéndolas en agujas. Y usó algunas de las agujas para coserlas a las ramas del árbol. Luego trepó hasta la copa de la pícea y le gritó al viento helado y se rió de él y dijo que ahora no podría hacerle daño, porque tenía casa y comida para todo el invierno.

“Los otros árboles lo oyeron y rieron, y empezaron a hablar del pequeño woji chiflado que le gritaba al viento helado, y finalmente, el último árbol, que estaba en el sitio donde terminan los árboles y empieza la nieve, oyó el cuento. Era un arce y rió hasta que le temblaron las hojas. El viento helado lo oyó reír y llegó soplando, aullando y trayendo hielo a preguntar qué era eso tan gracioso. El arce le habló al viento helado del pequeño woji chiflado que había desafiado su poder de arrancar las hojas de los árboles, y el viento helado se enfadó muchísimo. Sopló con más y más fuerza. Las hojas del arce se pusieron doradas y rojas de miedo y cayeron al suelo, y el árbol quedó desnudo ante el viento. El viento helado sopló hacia el sur y los otros árboles se estremecieron y cambiaron de color y dejaron caer sus hojas.

“Finalmente, el viento helado llegó a la pícea y le gritó al woji que saliera. Pero no salía. Estaba escondido en lo más profundo de las agujas de la pícea, donde el viento helado no podía verlo ni tocarlo. El viento helado sopló con más fuerza y la pícea se estremeció, pero sus agujas se sostuvieron y no cambiaron de color. Entonces el viento helado pidió ayuda a la lluvia helada y la pícea quedó cubierta de carámbanos, pero las agujas no se aflojaron y el woji estaba seco y abrigado. Entonces el viento helado se enfadó más aún y pidió ayuda a la nieve, y nevó más y más hasta que la pícea pareció una montaña de nieve, pero allá adentro el woji estaba caliente y contento, cerca del tronco del árbol, y pronto el árbol se encogió de hombros y la nieve cayó, y supo que el viento helado no podía hacerle daño.

“El viento helado aulló todo el invierno alrededor del árbol, pero las agujas no se aflojaron y el woji estaba muy cómodo y abrigado, y si de vez en cuando roía una hoja, el árbol lo perdonaba porque le había enseñado a no encogerse de miedo y a no cambiar de color y pasar desnudo todo el invierno, sólo porque los otros árboles lo hacían. Cuando llegó la primavera, los otros árboles rogaron al woji que convirtiera sus hojas en agujas y, finalmente, el woji dijo que sí. Pero sólo las de los árboles que no se habían reído de él. Y por eso algunos árboles están siempre verdes.

— ¿Eso es todo? —preguntó uno de los hermanos Carver.

Mark asintió.

— ¿Qué es un woji? Dijiste que lo sabríamos al oír el cuento.

—Es una cosa que vive en las píceas —dijo Mark, sonriendo—. Es invisible, pero a veces, lo oyes. En general, está riendo.

Saltó de la silla.

—Tengo que marcharme —dijo. Y fue hacia la puerta.

— ¡Es mentira! ¡No existe! —gritó uno de los hermanos.

Mark abrió la puerta y miró cautelosamente hacia afuera. Se suponía que no debía venir aquí. Después miró por encima del hombro y preguntó a los hermanos:

— ¿Cómo lo sabéis? ¿Habéis ido alguna vez al bosque a tratar de escuchar cómo ríe?

Y se fue aprisa, antes de que lo sorprendiera un médico o una enfermera.

Antes del amanecer, una mañana a finales de mayo, las familias volvieron a reunirse en el muelle para despedir a las seis barcas, con sus tripulaciones de hermanas y hermanos. No había alegría, y la noche antes no había habido ninguna fiesta. Barry estaba cerca de Lewis, observando los preparativos. Ambos guardaban silencio.

Barry sabía que ahora ya no podían volver atrás. Tenían que obtener los pertrechos que había en las grandes ciudades; si no morirían. Esas eran sus alternativas. El precio había sido muy alto y no sabía cómo reducirlo. El entrenamiento especial había ayudado un poco, pero no lo suficiente. Enviar grupos de hermanos y hermanas había ayudado, pero no lo suficiente. Por ahora, en cuatro viajes río abajo, habían perdido veintidós personas y otras veinticuatro habían sido afectadas por la experiencia, quizá permanentemente afectadas, y a través de ellas, sus familias. Esta vez iban treinta y seis. Se quedarían hasta las heladas o hasta que el río subiera de nivel, lo que sucediera antes.

Algunos debían hacer un camino rodeando la cascada; otros excavarían un canal para unir al Shenandoah con el Potomac, para evitar los pasos peligrosos que ahora tenían que afrontar en cada viaje. Dos grupos irían y vendrían entre las cascadas y Washington, trayendo las provisiones encontradas el año anterior. Un grupo patrullaría el río, para despejar los rápidos que las riadas renovaban cada invierno.

¿Cuántos volverían esta vez?, se preguntó Barry. Estarían fuera más tiempo que cualquiera de los grupos anteriores. Su trabajo era más peligroso. ¿Cuántos?

—La existencia de un edificio en las cascadas será útil —dijo súbitamente Lewis—. Lo peor de todo era la sensación de estar expuestos.

Barry asintió. Era lo que decían todos…, se sentían expuestos, observados. Sentían que el mundo los oprimía, que los árboles se acercaban, en cuanto se ponía el sol. Miró a Lewis, olvidó lo que iba a decir y observó, en cambio, el tic que había aparecido en la comisura de su boca. Lewis tenía los puños apretados, miraba fijamente las barcas que se balanceaban y el tic se repetía una y otra vez.

— ¿Te sientes bien? —preguntó Barry. Lewis se estremeció y apartó la mirada del río—. Lewis, ¿qué te pasa?

—Nada. Hasta luego. —Y se alejó rápidamente.

—Hay algo en los bosques, especialmente por las noches, que tiene un efecto traumático —dijo más tarde Barry a sus hermanos.

Estaban en su dormitorio. En el otro extremo de la habitación, lejos de ellos, estaba Mark, sentado en su cama, observándolos. Barry lo ignoró. Estaban tan acostumbrados a su presencia, ahora, que pocas veces la notaban, a menos que incomodara. Pero se daban cuenta si desaparecía, cosa que hacía con frecuencia.

Los hermanos aguardaron. El miedo a los bosques silenciosos era bien conocido.

—Al entrenar a los chicos para sus futuras funciones tendríamos que incorporar la experiencia de vivir en el bosque durante períodos prolongados. Podrían empezar con una tarde, después ir a acampar una noche y así, hasta que estuvieran allí durante algunas semanas.

Bruce meneó la cabeza.

— ¿Y si se vieran afectados hasta el punto de no poder intervenir en las expediciones? Podríamos perder diez años de trabajo.

—Podríamos intentarlo con unos pocos. Dos grupos, uno de varones, otro de mujeres. Si se muestran afectados después de la primera excursión, podemos retrasar el programa o posponerlo, hasta que tengan un par de años más. Eventualmente tendrán que hacerlo; quizá podríamos facilitarles la tarea.

Ya no hacían seis clones de cada niño; ahora habían aumentado a diez.

—Tenemos ochenta niños de casi once años —dijo Bruce—. Dentro de cuatro años estarán listos. Si las estadísticas son fiables, perderemos dos quintos de ellos en los cuatro meses que estarán ausentes, ya sea por accidentes o por derrumbe psicológico. Creo que vale la pena condicionarlos con anticipación a los bosques y a vivir separados.

—Necesitarán supervisión —dijo Bob—. Uno de nosotros.

—Somos demasiado viejos —dijo Bruce haciendo una mueca—. Además, acordaos que somos susceptibles a los problemas psicológicos. Acordaos de Ben.

—Exactamente —dijo Bob—. Somos demasiado viejos para que nos echen de menos aquí. Nuestros hermanos más jóvenes se están haciendo cargo cada vez más de nuestras funciones, y sus hermanitos están listos para ocupar sus puestos, si es necesario. No somos imprescindibles.

—Tiene razón —dijo Barry, de mala gana—. El experimento es nuestro, tenemos la obligación de controlarlo. ¿Lo echamos a suertes?

—Por turno —dijo Bruce—. Cada uno tendrá una oportunidad.

— ¿Puedo ir yo también? —preguntó Mark súbitamente. Todos se volvieron y lo miraron.

—No —dijo Barry secamente—. Sabemos que los bosques no te afectan. No queremos que algo salga mal, no queremos travesuras, ni trucos ni bravatas.

—Entonces os perderéis —gritó Mark. Saltó de la cama, corrió hacia la puerta y desde allí volvió a gritar—: ¡Os encontraréis en el bosque con un montón de críos llorones, y os volveréis locos, todos, y el woji se morirá de risa con vosotros!

Una semana después, Bob condujo al primer grupo de varones hacia los bosques que había detrás del valle. Cada uno llevaba una pequeña mochila con el almuerzo. Vestían pantalones largos, camisas y botas. Observando cómo se alejaban, Barry pensó que él debía haber sido el primero en intentarlo. Su idea, su riesgo. Meneó la cabeza, irritado. ¿Qué riesgo? Iban a dar un paseo por el bosque. Almorzarían, darían la vuelta y bajarían. Vio que Mark lo miraba y por un momento se contemplaron, el hombre y el niño, curiosamente parecidos, pero tan alejados el uno del otro que ninguna similitud era posible.

Mark desvió la mirada y observó a los chicos que seguían trepando e internándose en la maleza. Pronto los árboles los volvieron invisibles.

—Se perderán —dijo.

Bruce se encogió de hombros.

—No en un par de horas —dijo—. A mediodía comerán, darán la vuelta y volverán.

El cielo estaba azul oscuro con algunas nubes blancas y una franja de cirros que aparentemente no tenía principio ni fin. Faltaban menos de dos horas para el mediodía.

Mark meneó la cabeza, pero no dijo nada más. Volvió a la clase y después fue a almorzar al comedor. Después de comer tenía que trabajar dos horas en la huerta y fue allí donde Barry envió por él.

—Todavía no han vuelto —dijo Barry cuando Mark entró en su oficina—. ¿Por qué estabas tan seguro de que se perderían?

—Porque no entienden los bosques —dijo Mark—. No ven las cosas.

— ¿Qué cosas?

Mark se encogió de hombros, impotente.

—Cosas —dijo de nuevo. Miró a ambos hermanos y volvió a encogerse de hombros.

— ¿Podrías encontrarlos? —preguntó Bruce. Su voz sonaba áspera y había profundas arrugas en su frente.

—Sí.

—Vamos —dijo Barry.

— ¿Los dos? preguntó Mark.

—Sí.

Mark pareció dudar.

—Yo solo iría más rápido —dijo.

Barry sintió que se estremecía y se levantó del escritorio con un movimiento brusco. Se estaba controlando rígidamente.

—Tú solo, no —dijo—. Quiero que me enseñes esas cosas que ves, cómo haces para encontrar el camino cuando no hay ningún sendero. Vamos, antes de que se haga tarde.

Echó una mirada al chico, descalzo, con su túnica corta.

—Ve a cambiarte —dijo.

—Esto está bien para ir allá —replicó Mark—. No hay nada debajo de los árboles.

Barry pensó en sus palabras mientras se dirigían al bosque. Observaba al chico, a veces delante de él, a veces a su lado, olfateando feliz el aire, a sus anchas en el bosque silencioso y en penumbra.

Avanzaron rápidamente y muy pronto se internaron en el bosque, donde los árboles habían completado su crecimiento, formando un dosel que impedía completamente la entrada del sol. No había sombras, no había manera de conocer la dirección, pensó Barry, jadeando para mantenerse junto al ágil niño. Mark nunca dudaba, nunca se detenía, se movía velozmente y sin vacilar; Barry no sabía qué pistas encontraba, cómo sabía que debía ir por aquí y no por allí. Quería preguntárselo, pero necesitaba el aliento para trepar. Estaba sudando y sus pies parecían de plomo mientras seguía al chico.

—Descansemos un momento —dijo. Se sentó en el suelo, con la espalda apoyada en un enorme tronco. Mark, que iba delante, retrocedió y se puso en cuclillas a unos metros de distancia.

—Dime qué es lo que notas —dijo Barry, después de un momento—. Enséñame las huellas de su paso por aquí.

Mark pareció sorprenderse ante la petición.

—Todo muestra que pasaron por aquí —dijo, y señaló el árbol en que se apoyaba la espalda de Barry—. Ese es un nogal… ¿ves? Nueces.

Separó las hojas secas del suelo y aparecieron varias nueces medio podridas.

—Los chicos las encontraron y las tiraron. Y allí —dijo, señalando—, ¿ves ese brote? Alguien lo dobló; todavía no se ha enderezado. Y las marcas de sus pies, que removieron el polvo y las hojas del suelo. Es como un letrero que dijera: por aquí, por aquí.

Barry notaba las diferencias donde Mark se las indicaba, pero cuando miraba en otra dirección también le parecía verlas.

—Eso es agua —dijo Mark—. Es la marca que deja la nieve al derretirse. Es diferente. — ¿Cómo aprendiste todo esto? ¿Molly? Mark asintió.

—Nunca se perdía, nunca. No olvidaba el aspecto de las cosas, y si las veía de nuevo, las reconocía. Me enseñó. O yo nací con esto y me enseñó a usarlo. Yo tampoco me pierdo.

— ¿Puedes enseñarlo a otros?

—Supongo que sí. Ahora que te lo he mostrado todo, podrías guiarme, ¿no? —Le había vuelto la espalda, observando el bosque, y ahora volvió a mirar a Barry—. Sabes hacia dónde tenemos que ir, ¿no?

Barry miró cuidadosamente a su alrededor. Las marcas de pasos estaban en la senda que acababan de recorrer, donde Mark se las había enseñado. Vio la huella del agua y buscó el camino que debía seguir. No había nada. Volvió a mirar a Mark, que sonreía. —No —dijo—. No sé hacia dónde ir. Mark rió.

—Porque hay rocas —dijo—. Ven. Empezó a andar nuevamente, esta vez por un sendero rocoso.

— ¿Cómo lo sabes? —Preguntó Barry—. No han dejado huellas en las rocas.

—Porque no hay huellas en ningún otro sitio. Así que tiene que ser por aquí. ¡Mira! —Señaló otro árbol torcido; éste era más fuerte, mayor, tenía raíces más profundas—. Alguien tiró de ese brote y lo dejó balanceándose. Probablemente lo hizo más de uno, porque aún no está derecho. Además, puedes ver que han pateado los guijarros.

El sendero rocoso se volvió más profundo y se convirtió en el lecho de un arroyo. Mark observaba cuidadosamente los bordes y pronto giró de nuevo, señalando las marcas de pasos. El bosque era más tupido aquí. Enormes árboles de hoja perenne cubrían la ladera que empezaron a bajar, y a veces tenían que abrirse camino entre las ramas que se tocaban en el bosque de píceas. El suelo era marrón y elástico, por las incontables agujas.

Barry se descubrió conteniendo la respiración para no turbar el silencio del gran bosque y entendió por qué los otros hablaban de una presencia, algo que los vigilaba mientras andaban entre los árboles. El silencio era tan intenso que parecía un mundo soñado donde las bocas se abren y se cierran y no se oye ningún sonido, donde los instrumentos musicales enmudecen extrañamente, donde uno grita y grita en silencio. Tras él sentía moverse los árboles, cerca, cada vez más cerca.

Luego, súbitamente, descubrió que estaba escuchando algo que estaba más allá del silencio, algo que era como una voz o voces que se mezclaban en susurros, demasiado distantes para distinguir las palabras. Como Molly, pensó, y un estremecimiento de miedo lo hizo temblar. Las voces se desvanecieron. Mark se había detenido y miraba a su alrededor.

—Aquí dieron la vuelta —dijo—. Deben de haber almorzado aquí y decidieron volver, pero se perdieron. Ves, se desviaron demasiado y siguieron cada vez más lejos del camino por donde habían venido.

Barry no veía nada que indicara eso, pero sabía que estaba indefenso en aquel bosque oscuro y sólo podía seguir al niño.

Volvieron a subir, y las píceas ya no estaban tan juntas y ahora había álamos y chopos bordeando un arroyo.

—Tendrían que haberse dado cuenta de que no habían pasado por aquí —dijo Mark, irritado. Ahora andaba más rápido. Se detuvo de nuevo, sonrió y después pareció preocupado.

—Algunos echaron a correr aquí —dijo—. Aguarda. Veré si volvieron a reunirse o si tenemos que buscarlos.

Desapareció antes de terminar de hablar y Barry se dejó caer al suelo para esperarlo. Las voces volvieron, casi instantáneamente. Miró los árboles, que parecían inmóviles y supo que las ramas más altas se agitaban por el viento y provocaban el susurro que parecía una voz, pero igualmente se esforzó por entender las palabras. Apoyó la cabeza en las rodillas y trató de hacer callar las voces.

Sus piernas latían y sentía mucho calor. Arroyos de sudor corrían por su espalda y se encorvó más, para que la camisa se pegara a sus hombros y absorbiera el sudor. No podían enviar a su gente a vivir en el bosque; estaba seguro. Era un ambiente hostil, con un espíritu malévolo que los aplastaría, los enloquecería, los mataría. Ahora sentía su presencia, acercándose, oprimiéndolo, palpándolo… Se puso de pie, de golpe y comenzó a seguir a Mark.

CAPITULO XXII

Barry oyó voces de nuevo, pero esta vez eran voces reales, voces infantiles y aguardó.

—Bob, ¿estás bien? —gritó cuando vio a su hermano. Bob estaba sucio y tenía manchas en la cara; asintió y saludó con la mano, jadeante.

—Estaban trepando hacia la cumbre —dijo Mark, que apareció de pronto junto a Bob. Había llegado desde otra dirección, invisible hasta que habló.

Ahora llegaban los chicos y su aspecto era peor que el de Bob. Algunos habían llorado. Tal como había dicho Mark, pensó Barry.

—Pensamos que sabríamos dónde estábamos si trepábamos un poco más —dijo Bob, mirando a Mark, como si buscara su aprobación.

Mark meneó la cabeza.

—Si no sabes dónde estás, baja, sigue un arroyo —dijo—. Irá hasta otro arroyo más grande y finalmente al río, y podrás seguirlo hasta donde quieras llegar.

Los chicos miraban a Mark con no disimulada admiración.

— ¿Sabes cómo hay que bajar? —preguntó uno de ellos.

Mark asintió.

—Primero, descansad unos minutos —dijo Barry—. Ahora ya no oía las voces y los bosques no eran más que bosques oscuros, totalmente deshabitados.

Mark los hizo descender rápidamente, no por donde habían subido ni por donde los había encontrado, sino por un camino más directo que los llevó hasta el valle en menos de media hora.

— ¡Hacerles correr ese riesgo fue una equivocación! —dijo Lawrence enfadado. Era la primera reunión del consejo desde la aventura en el bosque.

—Es necesario que aprendan a vivir en los bosques —dijo Barry.

—No tendrán que vivir en ellos. Lo mejor que podemos hacer con los bosques es talarlos lo antes posible. Tendremos un refugio para ellos en las cascadas, donde vivirán igual que aquí, en un claro.

—En cuanto te alejas de este claro los bosques se hacen sentir —dijo Barry—. Todo el mundo ha hablado del mismo terror, de la sensación de estar encerrado por los árboles, de ser amenazado por ellos. Tienen que aprender a vivir con eso.

—Nunca vivirán en los bosques —dijo Lawrence, decidido—. Vivirán en un dormitorio a orillas del río, y cuando viajen lo harán en una barca y cuando se detengan se detendrán en otro claro, donde habrá un reparo decente, donde los bosques habrán retrocedido y serán mantenidos así.

Dio énfasis a sus palabras golpeando con el puño en la mesa mientras hablaba.

Barry miró a Lawrence con amargura.

— ¡Podremos hacer funcionar el laboratorio cinco años más, Lawrence! ¡Sólo cinco años! En este momento hay casi novecientas personas en el valle. La mayoría son niños, que están siendo adiestrados para buscar cosas, para encontrar lo que necesitamos para sobrevivir. ¡Y no las encontrarán en las márgenes de tus civilizados ríos! Tendrán que hacer expediciones a Nueva York, a Filadelfia, a Nueva Jersey. ¿Quién va a ir antes, para talar los bosques? O adiestramos a esos chicos ahora, para que puedan enfrentarse con los bosques, o moriremos, ¡todos!

—Fue un error precipitarse —dijo Lawrence—. Tendríamos que haber averiguado qué podemos encontrar y traer al valle antes de zambullirnos en este proyecto.

Barry asintió.

—No se puede replicar y andar en la procesión —dijo—. La decisión fue tomada. Con cada año que pasa quedan menos cosas para recuperar en las ciudades. Y tenemos que salvar lo que podamos. Sin eso, moriremos, más lentamente, quizá, que con nuestro calendario actual, pero el final será el mismo. No podemos sobrevivir sin las herramientas, las máquinas, la información que hay en las ciudades. Y ahora tenemos que hacer todo lo posible para que esos chicos estén en las mejores condiciones posibles cuando los enviemos.

Cinco años, pensó; eso necesitaban. Cinco años para encontrar recambios para el laboratorio… tuberías, tanques de acero inoxidable, centrífugas, recambios para el ordenador, cables, pernos… Sabían que las cosas que necesitaban habían sido cuidadosamente almacenadas, tenían papeles que lo probaban. Encontrarían los almacenes deseados, bien aislados, secos, con metros y metros de estanterías llenas. Era una apuesta, haber producido tantos niños en tan poco tiempo, pero una apuesta que habían hecho a sabiendas, conociendo las consecuencias si algo salía mal. Quizá pasaran hambre antes de que transcurrieran los cinco años; habían discutido interminablemente si el valle sería capaz de alimentar a más de mil personas. Para el reaprovisionamiento requerido hacía falta mucha gente; dentro de cinco años sabrían si habían perdido la apuesta.

Cuatrocientos cincuenta niños entre los cinco y los once años, eso era lo que había en el bote, pensó Barry. Esa era la importancia de la apuesta. Y dentro de cuatro años, ochenta de ellos dejarían el valle, para siempre quizá; pero si volvían, si unos pocos volvían con materiales, con información acerca de Filadelfia y Nueva York, con algo de valor, habría valido la pena.

Se acordó que el programa de entrenamiento propuesto por Barry se continuaría de forma condicional, sin arriesgar más que tres grupos… treinta niños. Además, si los niños sufrían daños psicológicos a causa del experimento, el experimento sería suspendido inmediatamente. Barry salió satisfecho de la reunión.

— ¿Y yo qué gano? —preguntó Mark. — ¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que vosotros ganáis un maestro, los hermanos y hermanas ganan entrenamiento. ¿Qué gano yo?

— ¿Qué quieres? Tendrás compañía. Más que ahora.

—No quieren jugar conmigo —dijo Mark—. Me escucharán y harán lo que les diga porque sienten miedo y saben que yo no, pero no jugarán conmigo. Quiero mi cuarto de nuevo.

Barry echó una mirada a sus hermanos y supo que todos estaban de acuerdo. Había sido una molestia tener al chico en su dormitorio común. De mutuo acuerdo, no habían extendido la esterilla en su presencia y sus conversaciones habían estado censuradas… cuando recordaban que estaba allí. Barry asintió.

—Pero no en los dormitorios, aquí, en este edificio.

—De acuerdo.

—Eso es lo que haremos. Una vez por semana cada uno de los grupos saldrán de excursión, durante no más de una hora, y a pocos minutos de distancia de un lugar desde el que se divise el valle. Después de varias salidas limitadas en la distancia y la duración, los llevarán más lejos y los retendrán más tiempo. ¿Hay algún juego que pudieran jugar en el bosque y que los ayude a acostumbrarse a él?

Ya no se discutía la necesidad de incluir a Mark en esta fase del entrenamiento.

Mark estaba sentado en una rama, oculto tras el espeso follaje y observó cómo los chicos tropezaban por los límites del claro, buscando el rastro que él había dejado para que lo siguieran. Parecían ciegos, pensó admirado. Lo único que les importaba era mantenerse juntos, no separarse ni por un momento. Era la tercera vez en la semana que Mark había intentado el juego con los clones; los otros dos grupos también habían fracasado.

Al principio le había gustado llevarlos al bosque; su franca admiración por él había sido halagadora, inesperada, y por una vez había pensado que la distancia que los separaba podría disminuir cuando aprendieran algunas de las cosas que él sabía, cuando todos pudieran jugar junto a los árboles susurrantes. Ahora sabía que sus esperanzas habían sido infundadas. Las diferencias eran más pronunciadas que nunca, y la admiración del comienzo se había transformado en otra cosa, en algo que él no entendía. Parecía disgustarlos más, parecían temerle y ciertamente estaban resentidos.

Silbó y observó la reacción pasando simultáneamente sobre todos ellos, como hojas de hierba agitadas por una ráfaga de viento. Ni siquiera sabiendo la dirección eran capaces de hallarlo. Malhumorado, bajó del árbol, deslizándose parte del camino y saltando ágilmente de rama en rama donde era demasiado áspero. Se reunió con los chicos y miró a Barry, que también parecía descontento.

— ¿Volvemos ahora? —preguntó uno de los chicos.

—No —dijo Barry—. Mark, quiero que lleves a dos de los chicos a algún lugar cercano y te escondas con ellos. A ver si los demás pueden encontrarnos.

Mark asintió. Miró a los diez chicos y supo que tanto daría quiénes fueran con él. Señaló a los dos que estaban más cerca, se volvió y se dirigió hacia el bosque con los chicos pegados a él.

Nuevamente dejó un rastro muy fácil de seguir y en cuanto quedaron fuera de la vista del grupo comenzó a girar para quedar a espaldas de los chicos del claro, sin alejarse, ya que eran incapaces de seguir un rastro por más de un metro. Finalmente se detuvo. Se llevó un dedo a los labios, los otros asintieron y se sentaron a aguardar. Parecían horriblemente asustados y se sentaban tocándose. Mark oyó a sus hermanos, que no seguían el rastro sino que venían directamente hacia ellos. Demasiado rápido, pensó de pronto. La forma en que corrían era peligrosa.

Los hermanos con quienes estaba se pusieron de pie de un salto y un momento después llegaron los otros. Su reunión fue jubilosa y triunfante y hasta Barry pareció complacido. Mark retrocedió y observó; no expresó su advertencia acerca de correr en bosques desconocidos.

—Ya basta por hoy —dijo Barry—. Muy bien, chicos. Muy bien. ¿Quién conoce el camino de vuelta?

Estaban encantados con su triunfo en el bosque y comenzaron a señalar en todas las direcciones, riendo y codeándose. Barry rió con ellos.

—Será mejor que os saque de aquí —dijo.

Miró a su alrededor buscando a Mark, pero no estaba. Por un momento, sintió una punzada de miedo, pero pasó tan rápido que casi no pudo identificarla. Se volvió y echó a andar en dirección al enorme roble que era el último árbol antes de empezar el descenso hacia el valle. Por lo menos, había aprendido eso, pensó, y los chicos ahora tendrían que saber por lo menos eso. La sonrisa de triunfo ante su éxito se desvaneció y sintió el peso de la duda y el desaliento.

Dos veces más buscó a Mark y no pudo distinguirlo en el espeso bosque. Mark vio que lo buscaba, pero no se dio por enterado. Observó a los chicos que tropezaban, reían, se tocaban y sintió que sus ojos ardían y una extraña vaciedad, parecida a la náusea, se apoderaba de él. Cuando se perdieron de vista en el valle, se acostó en el suelo y miró las gruesas ramas que velaban el cielo, transformándolo en fragmentos luminosos, blanco contra negro o blanco a través del negro. Entornando los ojos, logró que el negro se uniera y las partes claras predominaran y volvieran a retroceder.

—Me odian —murmuró y los árboles le respondieron, pero no entendió las palabras. Eran sólo hojas en el viento, pensó súbitamente, no eran voces. Se sentó y arrojó un manojo de hojas secas al tronco más cercano; en algún lado, alguien pareció reír. El woji.

—Tú tampoco eres real —dijo en voz baja—. Yo te inventé. No puedes reírte de mí.

El sonido persistió, se hizo más fuerte y de pronto se puso de pie y miró por encima del hombro una nube negra que había estado creciendo durante toda la tarde. Ahora los árboles gritaban su advertencia y comenzó a correr cuesta abajo, no por el camino que habían tomado los chicos y Barry, sino en dirección a la vieja granja.

La casa estaba completamente rodeada por árboles y arbustos. Como el castillo de la Bella Durmiente, pensó, mientras trotaba hacia ella. El viento aullaba, llevando polvo, hojas, ramitas arrancadas a los árboles. Se arrastró entre los matorrales y protegido por ellos, el viento le pareció muy distante. Todo el cielo se estaba oscureciendo y el viento era peligroso, lo sabía. Tiempo de tornados, así lo llamaban. Había habido una temporada de tornados dos años antes; ahora todos los temían.

Al llegar a la casa no se detuvo; abrió la tapa de la carbonera, escondida por una mata de helechos, se deslizó por ella y aterrizó ágilmente en el sótano oscuro. Buscó a tientas su vela y sus cerillas de azufre y luego subió y contempló la tormenta por una rendija de los tablones que clausuraban la ventana del dormitorio. La casa estaba totalmente sellada ahora; puertas, ventanas, chimeneas. Habían decidido que no le convenía pasar el tiempo en el viejo edificio, pero no conocían la entrada de la carbonera y en realidad, le habían proporcionado un asilo donde nadie podía seguirlo.

La tormenta rugió por el valle y se marchó tan bruscamente como había comenzado. La lluvia torrencial amainó, se transformó en llovizna, cesó y el sol volvió a brillar. Mark se alejó de la ventana. Había una lámpara de aceite en el dormitorio. La encendió y miró los cuadros de su madre, como había hecho tantas veces, desde el día en que habían ido de excursión. Ella sabía, pensó. Siempre una sola persona en los campos, en la puerta, en el río o en el mar. Siempre una sola. Ella sabía cómo era. Sin advertencia previa, comenzó a sollozar, se arrojó al suelo y lloró hasta sentirse débil. Después durmió.

Soñó que los árboles lo cogían de la mano y lo llevaban donde estaba su madre y ella lo abrazaba muy fuerte y cantaba y le contaba cuentos y los dos reían juntos.

— ¿Sirve para algo? —Preguntó Bob—. ¿Pueden ser entrenados para vivir al aire libre?

Mark estaba en un rincón del cuarto, sentado en el suelo con las piernas cruzadas, olvidado por los médicos. Levantó los ojos del libro que estaba leyendo y aguardó la respuesta.

—No lo sé —dijo Barry—. No toda la vida; no lo creo. Pero sí por períodos cortos. Pero nunca serán como indios, si eso es lo que quieres decir.

— ¿Seguiremos con los demás el verano próximo?

¿Es tan útil como para hacer un intento a gran escala?

Bruce se encogió de hombros.

—Para nosotros también ha sido un adiestramiento —dijo—. No sé si quiero seguir yendo a esos bosques deprimentes. Cada vez me dan más miedo.

—A mí también —dijo Bob—. Por eso mencioné el tema. ¿Vale la pena seguir?

—Estás pensando en el campamento de la semana próxima, ¿no? —preguntó Barry.

—Sí. No quiero ir. Y sé que los chicos están atemorizados. Tú también debes de estar nervioso.

Barry asintió:

—Tú y yo tenemos muy presente lo que les sucedió a Ben y a Molly. Pero ¿qué va a sucederles a esos chicos cuando se alejen de aquí y tengan que pasar muchas noches en el bosque? Si una preparación como ésta puede facilitarles la tarea, tenemos que hacerlo.

Mark volvió a su libro, pero no lo veía. ¿Qué les sucedería?, se preguntó. ¿Por qué sentían tanto temor? No había nada en los bosques, ni animales, ni nada que pudiera hacer daño. Quizá oían las voces y eso les daba miedo, pensó. Pero entonces, si ellos también oían las voces, eran reales. Sintió que su pulso se aceleraba. Durante varios años había creído que las voces eran sólo las hojas, que él sólo fingía que eran voces de verdad. Pero si los hermanos también las oían, entonces eran reales. Los hermanos y hermanas nunca inventaban nada. No sabían hacerlo. Quiso reír de alegría, pero prefirió no llamar la atención. Le preguntarían qué era lo gracioso y sabía que no podría decirlo.

El campamento estaba instalado en un gran claro a varios kilómetros del valle. Veinte chicos, diez chicas, dos de los médicos y Mark estaban sentados alrededor de una hoguera, comiendo, y Mark recordó la otra vez que había comido mazorcas asadas en una hoguera. Parpadeó rápidamente y el sentimiento que había llegado con el recuerdo se desvaneció lentamente. Los clones estaban inquietos, pero no realmente atemorizados. El gran número era tranquilizador y el ruido de sus voces ahogaba los ruidos del bosque.

Cantaron, y uno de ellos pidió a Mark que contara el cuento del woji, pero meneó la cabeza. Barry preguntó perezosamente qué era un woji y los clones se codearon y cambiaron de tema. Barry lo dejó pasar. Una de esas cosas que saben todos los niños y los adultos no, pensó. Mark contó otro cuento, cantaron un poco más y llegó el momento de desplegar las mantas y dormir.

Mucho más tarde, Mark se enderezó, escuchando. Uno de los chicos iba a la letrina, pensó, volvió a acostarse y se durmió casi instantáneamente.

El chico tropezó y se cogió de un árbol. El fuego estaba bajo ahora; sólo brillaban las brasas, más allá de los troncos de los árboles. Dio unos pasos más y, súbitamente, las brasas desaparecieron. Vaciló un momento, pero su vejiga lo espoleó, y no cedió a la tentación de orinar contra un árbol. Barry había aclarado que debían usar la letrina, por razones de higiene. Sabía que el pozo estaba a sólo veinte metros del campamento, unos pocos pasos más, pero la distancia parecía crecer en vez de disminuir, y de pronto temió haberse perdido.

“Si os perdéis —había dicho Mark—, lo primero que debéis hacer es sentaros y pensar. No corráis. Calmaos y pensad.”

Pero no podía sentarse aquí. Oía las voces a su alrededor, y al woji que se reía de él, y algo que se acercaba cada vez más. Corrió ciegamente con las manos en las orejas para tratar de amortiguar los sonidos cada vez más fuertes.

Algo lo agarró y sintió que desgarraba su pecho, sintió la sangre que corría, y gritó, un aullido agudo que no pudo detener.

En el campamento sus hermanos se sentaron y miraron a su alrededor, aterrorizados. “¡Danny!”

— ¿Qué ha sido eso? —preguntó Barry.

—Diles que se callen —dijo Mark, tratando de oír—. Haz que se queden aquí —ordenó y se dirigió trotando hacia la letrina. Ahora oía débilmente al chico, corriendo como un loco entre los árboles, tropezando, gritando. Bruscamente, los sonidos cesaron.

Mark se detuvo tratando de escuchar, pero el bosque estaba en silencio. En el campamento, detrás de él, había un pandemonio; delante, nada.

Se quedó inmóvil varios minutos, escuchando. Danny podía haber caído, sin aliento. Podía estar inconsciente. No tenía manera de seguirlo en la oscuridad, sin ningún sonido que lo guiara. Lentamente, volvió al campamento. Todos se habían levantado y formaban tres grupos; los médicos también estaban muy cerca el uno del otro.

—No puedo encontrarlo en la oscuridad —dijo Mark, y nadie se movió—. Tendremos que aguardar la mañana. “Avivad el fuego” —añadió—. Quizá vea el resplandor y pueda volver.

Un grupo de hermanos comenzó a echar leña sobre las brasas, ahogándolas. Bob se hizo cargo y finalmente lograron una hoguera brillante. Los hermanos de Danny estaban sentados, uno contra el otro, pálidos, temblorosos y muy asustados. Ellos podían encontrarlo, pensó Mark, pero sentían temor de ir tras él por el bosque oscuro. Uno empezó a llorar y, como si hubiese sido una señal, todos lloraron. Mark se alejó de ellos y fue hasta el límite del bosque, tratando de escuchar.

Con la primera luz del amanecer, Mark comenzó a seguir el rastro del chico perdido. Había corrido en todas las direcciones, zigzagueando, rebotando de un árbol en otro. Aquí había corrido en línea recta unos cien metros y se había estrellado contra un peñasco. Había sangre. La rama de un pícea lo había arañado. Aquí había vuelto a correr, más rápido esta vez. Subiendo una cuesta… Mark se detuvo y miró la cuesta; sabía lo que iba a encontrar. Había corrido hasta ese momento; ahora anduvo y siguió el rastro sin pisar las huellas de Danny, leyendo lo sucedido.

Al final de la cuesta había un borde de piedra. Había muchos así en el bosque y, casi siempre, al otro lado la caída era profunda. Se detuvo en el risco, miró los diez metros de rocas casi sin vegetación y retorcido entre ellas vio al chico, con los ojos abiertos, como si observara el cielo pálido y descolorido. Mark no bajó. Se puso en cuclillas unos momentos, contempló la figura que había abajo, se volvió y se dirigió al campamento, sin correr.

—Se desangró —dijo Barry, cuando llevaron el cuerpo hasta el campamento.

—Podrían haberlo salvado —dijo Mark, sin mirar a los hermanos de Danny, que estaban grises, cerúleos, a causa de la conmoción—. Podrían haber ido directamente adonde estaba.

Se puso de pie.

— ¿Bajamos?

Barry asintió. El y Bob llevaron el cuerpo en una camilla hecha con ramas de árboles. Mark los condujo hasta el límite del bosque y se volvió.

—Iré a asegurarme de que el fuego está bien apagado —dijo. No aguardó la autorización; se desvaneció casi instantáneamente entre los árboles.

Barry llevó a los nueve hermanos sobrevivientes al hospital, para tratar su conmoción. No volvieron a salir y nadie preguntó nunca por ellos.

A la mañana siguiente, Barry llegó a la clase antes que los alumnos. Mark ya estaba en su sitio, en el fondo del salón. Barry lo saludó con la cabeza, ordenó sus notas y el escritorio y volvió a levantar la mirada. Mark seguía con los ojos fijos en él. Sus ojos parecían tan brillantes como dos lagos azules gemelos, cubiertos por una capa de hielo, pensó Barry.

— ¿Y bien? —preguntó finalmente, cuando pareció que la mirada fija se mantendría indefinidamente.

Mark no desvió los ojos.

—No existe el individuo, sólo existe la comunidad —dijo con claridad—. Lo que está bien para la comunidad está bien, aunque signifique su muerte, para el individuo. No hay uno, sólo existe el todo.

— ¿Dónde has oído eso? —interrogó Barry.

—Lo leí.

— ¿De dónde sacaste el libro?

—De tu oficina. Está en uno de los estantes.

— ¡Tienes prohibido entrar en mi oficina!

—No importa. Ya he leído todo lo que hay allí. —Mark se puso de pie y sus ojos destellaron cuando la luz cambió.

—Ese libro es mentira —dijo con claridad—. ¡No dice más que mentiras! Yo soy uno. Soy un individuo. “¡Soy uno!”

Y se dirigió a la puerta.

—Mark espera un minuto —dijo Barry—. ¿Alguna vez has visto lo que le sucede a una hormiga extranjera cuando cae en otra colonia de hormigas? En la puerta, Mark asintió.

—Pero yo no soy una hormiga —dijo.

CAPITULO XXIII

A fines de septiembre las barcas reaparecieron en el río y la gente se reunió en el muelle para mirar. Era un día frío y lluvioso; las heladas ya habían entristecido el paisaje y la niebla del río oscureció todo hasta que las barcas estuvieron muy cerca. Un grupo fue al encuentro de los exhaustos viajeros y cuando hubieron atracado y se pasó lista, el reconocimiento de que se habían perdido nueve vidas llenó de tristeza su llegada.

La noche siguiente celebraron la Ceremonia de los Perdidos y los sobrevivientes contaron tartamudeando su historia. Habían vuelto cinco barcas, una de ellas a remolque, la mayor parte del camino. Una barca se había hundido en la entrada del Shenandoah; la habían encontrado deshecha y sin sobrevivientes; su cargamento de equipo quirúrgico se había perdido en el río. La segunda barca dañada había sido arrastrada a tierra por una súbita tormenta que la volcó, arruinando su carga de mapas, listines, listas de almacenes… montones de papeles que hubiesen sido muy útiles.

El refugio en las cascadas ya estaba en construcción; el canal había sido un desastre, imposible de excavar como habían previsto. El río lo inundaba desde abajo, nivelándolo, y lo único que habían conseguido era crear un pantano que se inundaba cuando subía la marea y era un mar de lodo cuando bajaba. Pero lo peor, dijeron todos, había sido el frío. En cuanto llegaron al Potomac el frío se transformó en obsesión. Había habido heladas, las hojas caían prematuramente y el río tenía una temperatura bajísima. La mayor parte de la vegetación estaba muerta; sólo sobrevivían las plantas más fuertes. El frío había persistido en Washington y había transformado los trabajos para el canal en una tarea infernal.

Ese año la nieve llegó temprano al valle, el primero de octubre. Quedó en el suelo durante una semana, antes de que cambiara el viento y las tibias brisas del sur la derritieran. En los pocos frecuentes días despejados, cuando el sol brillaba y la bruma no ocultaba las colinas y las montañas, todavía se veía nieve en las cumbres.

Más tarde, Barry recordaría ese invierno y sabría que había sido crucial, pero en su momento pareció uno más en la infinita cadena de las estaciones.

Un día Bob lo llamó para que saliera a mirar una cosa. No había nevado en los últimos días; el sol brillaba dando una engañosa sensación de calor. Barry se puso una capa abrigada y siguió a Bob. Había una estatua de nieve en medio del patio que rodeaban los nuevos dormitorios. Era una figura masculina desnuda, de dos metros y medio de altura, con las piernas unidas por debajo, formando un pedestal. En una mano la figura llevaba una maza, o quizá una antorcha; el otro brazo se balanceaba. La sensación de vida, de movimiento, estaba lograda. Era un hombre que se dirigía a algún sitio, a buen paso, un hombre que no sería detenido.

— ¿Mark? —preguntó Barry.

— ¿Quién si no?

Barry se acercó lentamente; había más gente mirando, niños sobre todo. Poco a poco, se reunió una multitud alrededor de la estatua. Una niñita la miró fijamente; después se volvió y preparó una bola de nieve. Se la tiró a la figura. Barry cogió su brazo antes de que pudiera tirar otra.

—No lo hagas —dijo.

Ella lo miró sin comprender, observó la estatua, comprendiendo aún menos y comenzó a alejarse. Barry la soltó y fue rápidamente hacia el grupo. Sus hermanas corrieron hacia ella. Se tocaron mutuamente, como para asegurarse de que todo iba bien.

— ¿Qué es? —preguntó una chica, que no podía ver por encima de las cabezas de la gente que había entre ella y la estatua.

—Sólo nieve —contestó la niñita—. Es sólo nieve.

Barry la miró fijamente. Tendría unos siete años, pensó. La cogió de nuevo y esta vez la levantó, para que pudiera ver.

—Dime qué es —le dijo.

Ella se retorció, para soltarse.

—Nieve —dijo—. Es nieve.

—Es un hombre —dijo él, irritado.

La niña lo miró, asombrada y volvió a mirar la figura. Después meneó la cabeza. Uno por uno, levantó a los otros niños. No veían más que nieve.

Barry y sus hermanos hablaron a sus hermanos menores acerca de eso, más tarde, y los jóvenes médicos se impacientaron con lo que consideraban, evidentemente, un hecho trivial.

—De modo que los niños más pequeños no distinguen lo que se supone que es una figura humana. ¿Qué importa? —dijo Andrew.

—No lo sé —dijo Barry lentamente. Y no sabía por qué era importante; sólo que lo era.

Durante la tarde el sol derritió un poco la nieve y por la noche volvió a helarse. A la mañana, cuando el sol iluminó la estatua, era cegadora. Barry fue varias veces a mirarla ese día. Esa noche, alguien, o un grupo, salió, la derribó y la pisoteó.

Dos días después, cuatro grupos de muchachos informaron que sus esterillas habían desaparecido. Buscaron en el cuarto de Mark y en otros lugares donde podría haberlas ocultado, pero no encontraron nada. Mark comenzó una nueva escultura, una mujer esta vez, presumiblemente, la compañera del hombre, y la estatua siguió allí hasta la primavera, cuando ya no era identificable sino simplemente un montón de nieve que se había derretido, helado y derretido repetidas veces.

El siguiente incidente sucedió poco después de la fiesta de Año Nuevo. Barry fue despertado de un profundo sueño por una mano que sacudía su hombro con insistencia.

Se sentó, sintiéndose aturdido y desorientado, como si lo hubiesen arrastrado desde muy lejos hasta su cama, donde se sentía helado y estúpido, parpadeando sin reconocer al joven que estaba de pie a su lado.

— ¡Vamos, Barry! ¡Despierta de un vez! —Reconoció primero la voz de Anthony, después su cara. También sus hermanos estaban despertando.

— ¿Qué sucede? —De pronto, Barry despertó del todo.

—Una avería en el ordenador. Te necesitamos.

Stephen y Stuart ya estaban desarmando el ordenador cuando Barry y sus hermanos llegaron al laboratorio. Varios hermanos más jóvenes estaban ocupados desconectando tuberías de la terminal, para controlar el flujo manualmente. Otros jóvenes médicos vigilaban los diales de cada tanque. La escena era un ordenado caos, pensó Barry, si es que eso podía existir. Una docena de personas que se movían velozmente, cada una concentrada en su tarea, pero todos fuera de lugar. Los pasillos quedaban obstruidos cuando más de dos personas trataban de moverse entre los tanques; ahora había una docena, y seguían llegando.

Andrew estaba a cargo de todo, notó Barry satisfecho. A cada recién llegado se le asignaba inmediatamente una sección y se encontró controlando una hilera de embriones de siete semanas. Había noventa bebés en los tanques, en varias etapas de desarrollo. Dos grupos podían ser retirados y llevados a la sala de prematuros, pero sus posibilidades de supervivencia se verían reducidas drásticamente. Su grupo parecía estar bien, pero oía a Bruce mascullando en el otro extremo del mismo pasillo y supo que allí había problemas. Las sales de potasio habían aumentado en exceso. Los embriones estaban envenenados.

Los hombres de ciencia se habían estropeado, pensó. Tan habituados al análisis del ordenador que habían dejado deteriorar sus técnicas. Ahora, el tanteo sería demasiado lento para salvar a los embriones. El sobreviviente de un grupo fue desconectado. No más solitarios. Los miembros de otro grupo habían sufrido, pero sólo cuatro habían recibido sobredosis. Los seis sobrevivientes fueron conservados.

A lo largo de la noche controlaron los fluidos, añadieron sales cuando eran necesarias, diluyeron los fluidos si las sales se acumulaban, controlaron la temperatura y el oxígeno. Al amanecer, Barry se sentía como si él mismo nadara en un mar de líquido amniótico congelado. El ordenador todavía no funcionaba. Habría que continuar los controles manuales.

La crisis duró cuatro días, y durante ese tiempo perdieron treinta y cuatro bebés y cuarenta y nueve animales. Cuando Barry se derrumbó finalmente en su cama, agotado, supo que la pérdida más grave era la de los animales. Dependían de esos animales para las secreciones glandulares, para las sustancias químicas que extraían de su médula y su sangre. Después, pensó, hundiéndose en la niebla del sueño, después se preocuparía por las consecuencias.

— ¡Sin falta! Necesitamos esos recambios para el ordenador en cuanto llegue el deshielo. Si esto volviera a suceder, no sé si podríamos repararlo. —Everett era un técnico en ordenadores, alto y delgado; no tenía más de veinte años, quizá menos. Sus hermanos mayores lo respetaban y eso era señal de que sabía lo que estaba diciendo.

—El nuevo vapor de paletas estará listo este verano —dijo Lawrence—. Si una cuadrilla caminera pudiera salir antes y asegurarse de que la circunvalación está abierta…

Barry dejó de oírlo. Nevaba de nuevo. Grandes y perezosos copos de nieve flotaban, sin prisa por llegar al suelo, oscilando hacia un lado y hacia otro. No podía ver más allá del primer dormitorio, que estaba a unos veinte metros de su ventana. Los niños estaban en la escuela, absorbiendo todo lo que se les enseñaba. El laboratorio había sido estabilizado. Podrían hacerlo, pensó. Cuatro años no era tanto tiempo para aguantar, y si disponían de cuatro años podrían cruzar la línea de la experimentación a lo comprobado.

La nieve caía y reflexionó acerca de la individualidad de cada copo. Como millones de personas antes que él, pensó, maravilladas ante la complejidad de la naturaleza. Se preguntó súbitamente si Andrew, el que él había sido a los treinta años, alguna vez se había asombrado ante la complejidad de la naturaleza. Se preguntó si alguno de los niños más pequeños sabía que cada copo era diferente. Si se les decía que era así, si se les ordenaba que examinaran los copos, ¿verían las diferencias? ¿Pensarían que era maravilloso? ¿O lo aceptarían como otra de las interminables lecciones que debían aprender, y la aprenderían dócilmente, sin derivar placer ni satisfacción del nuevo conocimiento?

Sintió frío y volvió a concentrarse en la reunión. Pero sus pensamientos se negaban a quedarse allí. Aprendían todo lo que se les enseñaba, reflexionó, todo. Podían reproducir lo que se había hecho antes, pero no originaban nada. Y ni siquiera veían la magnífica escultura de nieve que había creado Mark.

Después de la reunión fue con Lawrence a inspeccionar los nuevos vapores de paletas.

—Todo es urgente —dijo—. Sin excepción.

—El problema es que es así —respondió Lawrence—. En realidad todo es urgentísimo. Nuestra estructura es muy frágil, Barry. Muy frágil.

Barry asintió. Sin los ordenadores tendrían que clausurar todos los tanques, salvo un par de docenas. Sin los recambios para el generador, tendrían que cortar la electricidad, empezar a quemar leña para calentarse, para cocinar, leer a la luz de velas de sebo. Sin los barcos no podrían viajar a las ciudades, donde los suministros se deterioraban más cada año. Sin las nuevas provisiones de peones y exploradores no podrían mantener el camino de circunvalación en las cascadas, mantener los ríos sin obstáculos, para que los vapores de paletas pudieran navegar…

— ¿Alguna vez leíste ese poema sobre la falta de un clavo? —preguntó.

—No —dijo Lawrence y lo miró interrogante. Barry meneó la cabeza.

Contemplaron a la cuadrilla que trabajaba en el barco durante unos minutos y después Larry dijo:

—Lawrence, ¿qué tal son los hermanos menores como constructores de barcos?

—Estupendos —contestó Lawrence inmediatamente.

—No quiero decir obedeciendo órdenes. Me gustaría saber si alguno de ellos ha tenido alguna idea útil.

Lawrence se volvió y lo observó.

— ¿Qué es lo que te preocupa, Barry?

— ¿Han tenido alguna idea?

Lawrence frunció el ceño y guardó silencio durante lo que pareció un largo rato. Finalmente, se encogió de hombros.

—Creo que no. No lo recuerdo. Pero es que Lewis tiene las ideas tan claras que dudo que alguien pudiera contradecirlo, o agregar algo a lo que propone.

Barry asintió:

—Es lo que suponía —dijo, y se alejó por el sendero del que se había limpiado la nieve, bordeado a derecha e izquierda por un cerco blanco, alto como su cabeza—. Y antes, tampoco nevaba tanto —se dijo. Vaya. Lo había dicho en voz alta. Pensó que probablemente era el primero en decirlo. Antes no nevaba tanto.

Más tarde, envió por Mark, y cuando el chico estuvo delante de él, preguntó:

— ¿Cómo son los bosques en invierno, cuando hay nieve, como ahora?

Mark pareció sentirse culpable un momento. Se encogió de hombros.

—Ya sé que te las arreglas para andar con raquetas de nieve —dijo Barry—. Y que esquías. He visto tus huellas dirigiéndose al bosque. ¿Cómo es?

Ahora los ojos de Mark resplandecían con llamas azules y una sonrisa pasó por sus labios. Torció la cabeza.

—No son como en verano —dijo—. Más silenciosos. Y más bonitos.

Enrojeció y guardó silencio.

— ¿Más peligrosos? —preguntó Barry.

—Supongo que sí. No ves los hoyos, se llenan de nieve, y a veces la nieve cuelga de los riscos y no sabes dónde termina la tierra firme. Supongo que puedes caer, si no conoces el terreno.

—Quiero adiestrar a nuestros chicos para que puedan desplazarse con raquetas o con esquíes. Quizá tengan que ir a los bosques en invierno. Habrá que entrenarlos. ¿Encontrarán leña para hacer fuego?

Mark asintió:

—Mañana empezaremos a enseñarles a hacer raquetas de nieve —dijo Barry con tono decidido. Se puso de pie—. Necesitaré tu ayuda. Nunca he visto un par de raquetas. No sabría cómo empezar.

Abrió la puerta y antes de que Mark se marchara, preguntó:

— ¿Cómo aprendiste a hacerlas?

—Las vi en un libro.

— ¿Qué libro?

—Oh, un libro —dijo Mark—. Ya no está.

En la vieja granja, comprendió Barry. ¿Qué otros libros había en la vieja granja? Supo que tendría que averiguarlo. Esa noche, cuando se reunió con sus hermanos, hablaron larga y sobriamente sobre sus conclusiones.

—Tendremos que enseñarles todo lo que pueden llegar a necesitar —dijo Barry, y sintió que un enorme cansancio se apoderaba de él.

—Lo más difícil —dijo Bruce, pensativo, después de un momento —será convencer a los demás de que es así, Tendremos que hacer pruebas, asegurarnos de que tenemos razón y después intentarlo. Eso será un esfuerzo enorme para los maestros, los hermanos y hermanas mayores.

Nadie cuestionó sus conclusiones. Cada uno de ellos, si hubiese hecho las mismas observaciones, habría sacado las mismas conclusiones.

—Creo que podremos idear unas pruebas simples —dijo Barry—. Esta tarde hice algunos bocetos.

Se los enseñó: un hombre corriendo hecho con líneas; un símbolo solar, un círculo con rayos alrededor; un símbolo de un árbol, un cono con una línea vertical en la base; una casa hecha con cuatro líneas; un plato del que surgían líneas onduladas de vapor…

—Podríamos hacer que terminaran un cuento —dijo Bruce—. Tan simple como los dibujos. Un cuento de tres o cuatro líneas, pero sin final. Ellos tendrán que idearlo.

Barry asintió. Habían entendido lo que quería. Si a los chicos les faltaba la imaginación necesaria para abstraer, para fantasear, para generalizar, tenían que saberlo, para compensarlo. Una semana después, sus temores se confirmaron. Los niños de menos de diez años no podían identificar los dibujos, no sabían completar un cuento sencillo, no podían generalizar a partir de una situación particular.

—De modo que tenemos que enseñarles todo lo que pueden necesitar para sobrevivir —dijo amargamente—. Y sentirnos agradecidos porque parecen capaces de aprender todo lo que les enseñamos.

Necesitarían materiales didácticos diferentes, lo sabía. Materiales que estaban en los viejos libros de la granja, lecciones sobre la supervivencia, sobre cómo construir un refugio, encender un fuego, sustituir lo que faltaba con lo que se tenía a mano…

Barry y sus hermanos fueron a la vieja granja con barretas y martillos, arrancaron los tablones que cerraban la puerta, y entraron. Mientras los otros examinaban los libros amarillentos y quebradizos de la biblioteca, Barry subió a las antiguas habitaciones de Molly. Entró, se detuvo y respiró hondo.

Estaban los cuadros, tal como recordaba y, además, había pequeños objetos de arcilla. Había tallas en madera, una cabeza que debía ser Molly, en nogal, hecha limpia, profesionalmente, llena de vida, pero diferente de las hermanas Miriam. Barry no hubiera podido explicar en qué difería, pero sabía que no se parecía a ellas y se parecía a Molly. Había tallas en piedra arenisca, en piedra caliza, algunas terminadas, otras esbozadas, como si las hubiese empezado y se hubiese aburrido. Barry tocó el retrato tallado de Molly y, sin poder explicar la razón, sintió que se le saltaban las lágrimas. Se volvió bruscamente y salió de la habitación, cerrando cuidadosamente la puerta.

No se lo contó a sus hermanas, sin comprender la razón de su silencio más de lo que había entendido las lágrimas vertidas ante un trozo de madera tallado por un niño. Tarde, esa noche, cuando la imagen de la cabeza seguía apareciendo mientras trataba de dormir, creyó haber descubierto la razón de su silencio. Se verían forzados a buscar y sellar la entrada secreta que usaba Mark para ir a la casa. Y Barry sabía que no podía hacerlo.

CAPITULO XXIV

El vapor de paletas estaba adornado con cintas de colores y flores; resplandecía a la luz del sol matinal. Hasta la leña estaba decorada. La máquina de vapor brillaba. La tropa de jóvenes subió a bordo con muchas risas y alegrías. Diez de éstos, ocho de aquéllos, sesenta y cinco en total. La tripulación del barco se mantenía apartada de los jóvenes exploradores-buscadores, observándolos con preocupación, como si el espíritu jocundo de la mañana pudiera dañar al barco de alguna manera.

Y, por cierto, la exuberancia de los jóvenes era peligrosa por su espontaneidad, y contagiaba a los mirones de la costa. La tristeza de las expediciones anteriores fue olvidada mientras el barco se aprontaba a recorrer su camino río abajo. Esto es diferente, parecían gritar, estos jóvenes han sido criados y entrenados especialmente para esta misión. Lo que buscaban era lo que daría sentido a sus vidas. ¿Quién tenía más derecho que ellos a alegrarse, viendo la finalidad de sus vidas al alcance de sus manos?

Atada a un lado del vapor de paletas había una canoa de más de cuatro metros de longitud, de madera de haya. De pie a su lado, protegiéndola, estaba Mark. Había embarcado antes que los demás, o quizá había dormido allí; nadie lo había visto llegar, pero estaba allí con su canoa, que se movía con más rapidez que cualquier otra cosa en el río, incluyendo al vapor de ruedas. Mark observaba la escena, impasible. Era delgado, no muy alto, pero su cuerpo esbelto era musculoso y sus hombros anchos. Si estaba impaciente por comprender la marcha, no lo demostraba. Podría haberse quedado allí una hora, un día, una semana…

Ahora llegaron los miembros mayores de la expedición, y los cánticos y los gritos de aliento de la orilla aumentaron su volumen. Los líderes nominales de la expedición, los hermanos Gary, saludaron a Mark y ocuparon sus puestos a popa.

De pie en el muelle, Barry vio salir el humo por la chimenea cuando el barco comenzó a hacer espuma en el agua y pensó en Ben y Molly, en los que no habían vuelto, en los que habían vuelto pero habían ingresado en el hospital para no salir más. Los chicos estaban histéricamente alegres, pensó. Parecían ir al circo, a un torneo, a alistarse al servicio del rey o a degollar dragones… Su mirada buscó la de Mark. Los brillantes ojos azules no vacilaban y Barry supo que él, por lo menos, entendía lo que estaban haciendo, cuáles eran los riesgos y las recompensas. Entendía que esta misión significaba el fin del experimento, o un nuevo comienzo para todos. Lo sabía y, como Barry, no sonreía.

—El terrible heroísmo de los niños —masculló Barry.

A su lado, Lawrence preguntó:

— ¿Qué? —y Barry se encogió de hombros y dijo que no era nada. Nada.

El barco se alejaba a buen ritmo, dejando una ancha estela que iba de orilla a orilla y creaba olas que rompían contra el muelle. Lo miraron hasta que se perdió de vista.

El río corría con rapidez y estaba fangoso, lleno de suciedad que bajaba de las montañas. Varias cuadrillas habían trabajado desde hacía un mes, despejando los rápidos, abriendo canales seguros entre los escollos, reparando los daños del invierno en el muelle próximo a las cascadas, despejando la circunvalación. El vapor de paletas iba rápido y llegaron a las cascadas poco después del almuerzo. Durante toda la tarde trabajaron descargando el barco, para transportar las provisiones al refugio.

El edificio de las cascadas era un duplicado de los dormitorios del valle, y una vez dentro el numeroso grupo de viajeros olvidó fácilmente que este edificio estaba aislado, que estaba separado de los otros. Cada noche, la cuadrilla caminera y los marineros se reunían allí; nadie quedaba solo en los negros bosques. En el refugio, los bosques habían sido talados hasta donde comenzaban las colinas que se levantaban detrás del claro. Más adelante se plantaría soja y maíz, cuando el tiempo mejorara. La tierra fértil no debía ser desperdiciada, y quienes vivían en el refugio no holgazanearían durante las semanas comprendidas entre la llegada y la partida del vapor de paletas.

Al día siguiente, la nueva fuerza expedicionaria sacó el barco del agua, al pie de las cascadas, y esa noche durmió en el refugio. Al amanecer emprenderían la segunda etapa del viaje a Washington.

Mark no permitió que nadie tocara su mochila ni su canoa. Era la cuarta que había hecho, la más grande, y le parecía que nadie más entendía la mezcla de fragilidad y resistencia que se combinaban para transformarla en la única forma segura de navegar por los ríos. Había tratado de interesar a los demás en las canoas, pero había fracasado; no querían ni pensar en navegar solos por los peligrosos ríos.

El Potomac estaba más agitado que el Shenandoah y había témpanos en él. Nadie había hablado de témpanos, pensó Mark, y se preguntó de dónde vendrían, ya bien entrada la primavera. Aquí los bosques ocultaban las colinas y sólo pudo suponer que todavía quedaban hielo y nieve en las zonas altas. El vapor de paletas se movía lentamente por el río, con su tripulación muy alerta a los peligros de la corriente. Cuando cayó la noche ya se habían adentrado en la zona de Washington y amarraron el barco a la pilastra de un puente que sobresalía del agua, un centinela que había sobrevivido cuando el resto del puente cedió a las presiones intolerables del agua, el viento y los años.

A la mañana siguiente, muy temprano, comenzaron a descargar, y era aquí donde Mark se separaría de los demás. Se esperaba que podría volver en unas dos semanas con buenas noticias acerca de la posibilidad de llegar a Filadelfia y/o a Nueva York.

Mark descargó sus pertenencias, desató la canoa y se colocó la mochila. Estaba listo. Llevaba un cuchillo en la cintura y una soga arrollada colgaba de su cinturón; vestía pantalones y camisa de piel y mocasines. La ciudad arruinada lo deprimía; estaba deseando volver al río. Ya se estaban realizando los traslados: se descargaban provisiones y se cargaban materiales que habían quedado en depósito cerca del río. Mark lo observó unos instantes y luego, silenciosamente, levantó su canoa, la colocó encima de su cabeza y echó a andar.

Todo el día anduvo entre las ruinas, manteniendo rumbo al noreste, para salir de la ciudad y volver al bosque. Encontró un arroyo donde usar la canoa y siguió la corriente llena de meandros durante varias horas, hasta que tomó dirección sur; entonces volvió a cargar la canoa y entró en el bosque, un bosque espeso y silencioso, familiar pese a ser desconocido. Antes de que oscureciera encontró un lugar donde acampar, hizo fuego y cocinó su cena. Sus provisiones de comida seca eran suficientes para dos o tres semanas, si no encontraba con qué complementarla, pero sabía que hallaría comida silvestre. Ningún bosque carecía de puntas de helechos o espárragos silvestres, u otras variedades de verduras comestibles. Aquí, más cerca de la costa, las heladas habían hecho menos daño que en el interior.

Mientras oscurecía, excavó una zanja poco profunda y la llenó con agujas de pino, extendió su poncho encima, colocó la canoa como techo y se acostó en su cama. Sabía que su peor enemigo serían las lluvias de primavera. Podían ser fuertes e inesperadas. Hizo algunos dibujos, tomó notas y luego se puso de costado y observó el fuego moribundo hasta que no fue más que un resplandor en la oscuridad. Pronto se quedó dormido.

Al día siguiente llegó a Baltimore. La ciudad había ardido, y quedaban huellas de una gran inundación. No exploró las ruinas; lanzó su canoa a la bahía de Chesapeake y se dirigió al norte. Aquí el bosque llegaba hasta la orilla y desde el agua no se veían rastros de labor humana. La corriente era fuerte; combinaba los efectos de la marea con el flujo del río Susquehanna. Mark luchó contra ella durante unos minutos y después volvió a la orilla, a esperar la marea baja. Le convenía cruzar la bahía, pensó, y mantenerse cerca de la costa una vez allí. A medida que se acercara al delta del Susquehanna, la fuerza del agua sería mayor y quizá fuera imposible superarla en una embarcación pequeña. Aquí también había témpanos, no muy grandes y casi siempre llanos, como si se hubieran desprendido de un río helado que se estuviese deshelando.

Se acostó en el suelo y esperó que cambiara la marea. De cuando en cuando comprobaba el nivel de las aguas, y cuando dejó de bajar, vigiló hasta que las ramitas que tiraba al agua comenzaron a flotar hacia el norte. Entonces, volvió a embarcarse. Esta vez remó en dirección norte, dirigiéndose a la otra orilla.

La turbulencia era menor cerca de la costa, pero a medida que se acercaba al centro de la bahía sintió la fuerza de la marea que chocaba contra la corriente del río, y aunque poco se veía de la fiera batalla en la superficie del agua, la canoa sentía, la sentía él en el remo, en la forma en que la pequeña barca se desplazaba hacia uno y otro lado. Sus brazos se esforzaban en el remo, sintió la rigidez de su espalda y sus piernas mientras luchaba contra la corriente y la marea, eufórico en la batalla.

Bruscamente, la lucha cesó y la marea lo arrastró hacia el norte; sólo tuvo que buscar en la costa el lugar más adecuado para desembarcar. Era una costa arenosa, con poca vegetación; el peligro era la posible existencia de escollos ocultos que pudieran romper el fondo de la canoa. El sol estaba muy bajo cuando sintió que el fondo de la canoa rozaba suavemente la playa arenosa; saltó al agua y arrastró la canoa a la playa.

Una vez a salvo la canoa, se irguió en la playa y miró hacia el lugar de donde venía. Bosques, oscuros y sólidos, el agua azul-verde rayada por el agua fangosa del río, el cielo azul oscuro, el sol bajo al oeste y nadie en ningún sitio, ningún signo de vida humana, ni caminos, ni edificios, nada. Súbitamente echó atrás la cabeza y rió, una risa triunfal, jubilosa y un poco infantil. Era todo suyo. Todo. Nadie quería eso. No había nadie que discutiera sus derechos de propiedad, y lo reclamó todo.

Mientras silbaba, hizo una hoguera con la madera que había en la playa. Ardió con colores increíbles: verdes, azules, cobrizos, escarlata. Cocinó su carne seca y su maíz en agua salada, se maravilló del sabor, y cuando se durmió, antes de que desapareciera la última luz, sonreía.

Al día siguiente al amanecer estaba listo para seguir costeando hacia el norte, buscando la vieja vía de agua que unía la bahía de Chesapeake con la de Delaware. Cuando la encontró, quedaba poco del canal; ahora era una amplia marisma llena de plantas y hierbas que ocultaban tierra y agua por igual. Inmediatamente después de entrar en el canal, las hierbas lo rodearon y quedó aislado del mundo. A veces las aguas eran más profundas, no había hierbas y podía desplazarse a más velocidad; pero durante la mayor parte del día empujó su canoa entre los gruesos tallos, usándolos para impulsarse hacia el oeste. El sol subió más y él se quitó la camisa. No había viento entre las hierbas. El sol bajó, el aire se hizo frío y volvió a ponerse la camisa. Remaba donde podía, tiraba de las hierbas donde no podía usar el remo y, lentamente, atravesó el pantano. No se detuvo en todo el día para comer o descansar; sabía que no quería estar allí, entre las hierbas, cuando se pusiera el sol y llegara la oscuridad.

Las sombras eran muy largas cuando, finalmente, sintió diferencia en el agua, debajo de la canoa. Ahora iba más rápido; cada golpe del remo hacía que la canoa se deslizara hacia adelante en una respuesta más natural, no estorbada por los toscos tallos que la habían frenado todo el día. Las hierbas se separaron, se volvieron más escasas, desaparecieron y vio agua turbulenta, moviéndose libremente ante sí. Sabía que estaba demasiado cansado para luchar con otra corriente, y dejó que lo arrastrara, hasta que llegó a la costa de la bahía de Delaware.

A la mañana siguiente vio peces. Moviéndose cautelosamente abrió su mochila y encontró la red que había hecho el invierno anterior, ante la diversión de los otros chicos. La red era un cuadrado de un metro y medio de lado, y aunque había practicado en el río del valle, sabía que era inexperto en lanzarla y que muy probablemente sólo tendría una oportunidad. Se arrodilló en la canoa, que comenzó a derivar en cuanto dejó de remar, y aguardó a que los peces nadaran más cerca. Más cerca, les susurró; más cerca. Después arrojó la red y por un momento la canoa se balanceó peligrosamente. Sintió que el peso de la red aumentaba, tiró con fuerza y empezó a levantarla. Contuvo el aliento cuando vio su captura: tres grandes peces plateados.

Se sentó sobre los talones, estudió los pescados que se retorcían, y por un momento no se le ocurrió qué hacer con ellos. Lentamente, comenzó a recordar lo que había leído acerca de cómo limpiarlos, cómo secarlos al sol o asarlos sobre el fuego…

Cuando llegó a la costa, limpió los pescados y los puso a secar sobre unas piedras planas, al sol. Se sentó, mirando el agua, y se preguntó si habría mariscos. Volvió a poner la canoa en el agua y esta vez se mantuvo muy cerca de la costa. Llegó a una roca semisumergida donde encontró un banco de ostras; en el fondo de la bahía arenosa había almejas, que desaparecieron cuando agitó las aguas. A última hora de la tarde había recogido muchas ostras y desenterrado kilos de almejas. Sus pescados no se habían secado y sabía que se pudrirían si no hacía algo. Meditó, mirando el paisaje, y se dio cuenta de que los témpanos eran la solución.

De nuevo metió la canoa en el agua y esta vez se acercó lo suficiente a uno de los trozos de hielo para rodearlo con la soga y remolcarlo hasta la orilla. Hizo una especie de cesto con ramas de pino, puso las almejas en el fondo, después las ostras, y los pescados encima de todo. Puso la cesta sobre el témpano, cortó unos trozos de hielo con el cuchillo y los usó para cubrir el pescado. Después descansó. Había pasado casi todo el día recogiendo comida y asegurándose de que no se estropearía antes de que pudiera comerla. Pero no le importaba. Más tarde, cuando cenó pescado asado y espárragos silvestres, supo que en toda su vida no había comido nada tan bueno.

Desde el lugar donde había acampado, el Delaware era un hueco negro en el bosque oscuro. De tanto en tanto, la oscuridad era interrumpida por una sombra pálida que se movía en silencio, como si flotara en el aire. Hielo. El río estaba muy alto; en las orillas algunos árboles surgían del agua; podría haber otros, invisibles hasta que fuera demasiado tarde, o rocas, u otros peligros. Mark consideró los riesgos del río negro, sintiéndose contento. A la mañana siguiente entró en él y se dirigió a Filadelfia.

Eran las ciudades las que lo deprimían, pensó, contemplando las ruinas grises a ambos lados del río Schuylkill. Hasta donde alcanzaba la vista, en todas las direcciones había el mismo panorama de ruinas grises. La ciudad había ardido, pero no tanto como Baltimore. Aquí había edificios que parecían intactos, pero persistía el gris, la fealdad de la destrucción. Algunos árboles habían empezado a crecer, pero eran feos, torcidos, de aspecto enfermizo.

Mark sentía aquí el mismo miedo que los demás decían experimentar en el bosque. Sentía una presencia, una presencia maligna. Se descubrió mirando una y otra vez por encima del hombro, y remó con determinación. Pronto se detendría y haría unos dibujos de los edificios que veía desde el río. Probablemente podría hacer alguna exploración a pie, pensó de mala gana. Remó más lentamente y observó un bosquecillo. Estaban tan deformados que era difícil saber qué clase de árboles eran. Alamos, pensó. Trató de imaginar sus raíces, buscando sustento entre el asfalto y el metal, encontrando solamente más asfalto y metal.

Pero en Washington había árboles, pensó, remando más velozmente para evitar un gran témpano filoso. Aquellos árboles tenían un aspecto normal, pero éstos… Tenían menos de la mitad de la altura habitual, estaban deformados, sus ramas retorcidas. Bruscamente, Mark detuvo la canoa. Radiación, pensó, con un escalofrío. Eso lo hacía la radiación. Y por su mente pasaron descripciones y fotografías de varias clases de vida animal y vegetal deformadas por la radiactividad.

Hizo girar la canoa y se precipitó río abajo, hasta la confluencia con el Delaware. Todavía quedaban varias horas antes de que la oscuridad lo obligara a detenerse. Vaciló un momento y después se encaminó, una vez más, hacia el norte, ahora vigilando atentamente la presencia de plantas enfermas o de témpanos, que eran cada vez más numerosos.

Pasó por otro lugar donde los árboles estaban muy deformados. Se mantuvo al otro lado del río y siguió remando.

Filadelfia seguía pasando ante sus ojos; las ruinas eran más o menos iguales. Ocasionalmente veía manzanas de casas que parecían prácticamente intactas, pero ahora sospechaba que esas áreas habían sido selladas cuando se volvieron radiactivas. No las investigó. La mayoría de los grandes edificios no eran más que esqueletos, pero todavía había muchos en pie, los suficientes para que valiera la pena organizar una expedición, si los edificios no estaban contaminados. Sabía que ese problema tendrían que resolverlo Barry o sus hermanos más jóvenes. Siguió adelante. Los bosques estaban volviendo por sus fueros, aquí, y los árboles eran fuertes, gruesos, lujuriantes; en algunos lugares, donde el río se angostaba, sus copas se tocaban por encima de su cabeza y era como pasar por un túnel, donde el único sonido era su remo en el agua y el resto del mundo contenía la respiración en la paz del crepúsculo.

Había otro acertijo aquí, pensó, observando las márgenes del río. La corriente era muy rápida, pero el nivel del agua bajo y en algunos sitios los bancos eran más altos que las márgenes. Quizá el río estuviera semiobstruido; tendría que averiguarlo antes de volver a Washington.

Cada día hacía más frío, y esa noche cayó una helada. Al día siguiente atravesó Trenton y, como en Filadelfia, las ruinas eran ubicuas y las plantas torcidas y deformes.

Aunque eso lo desvió muchos kilómetros de su camino, atravesó la ciudad en la canoa y no desembarcó hasta que los bosques volvieron a parecerle normales. Luego llevó la canoa a un lugar alto, la amarró y se dirigió al norte, a pie. Aquí el Delaware torcía hacia el oeste y él se dirigía a Nueva York. Esa tarde empezó a llover. Mark iba señalando su camino, ahora; no quería tener que buscar la canoa cuando volviera. Andaba a buen ritmo bajo la fuerte lluvia, protegido por su gran poncho, que lo cubría de la cabeza a los pies.

Esa noche no encontró madera seca para hacer fuego y masticó su carne fría, deseando haber tenido, en cambio, uno de los suculentos pescados.

Al día siguiente la lluvia persistía y supo que sería tonto seguir adelante; podría perderse completamente en un mundo cuyas fronteras habían sido borradas, sin cielo, sin sol para orientarse. Buscó un bosquecillo de píceas, se acurrucó debajo del más frondoso de los árboles y envuelto en su poncho, dormitó, despertó, dormitó de nuevo, durante el día y la noche. El suspiro de los árboles lo despertó y supo que había dejado de llover; los árboles se sacudían el agua, murmuraban acerca del mal tiempo y se preguntaban por el chico que dormía entre ellos. Se permitió fantasear durante unos minutos y luego se enderezó. Tenía que encontrar un lugar soleado, secar su mochila, su poncho, su ropa, secar y engrasar sus mocasines… Salió arrastrándose de la sombra de la pícea, susurró su agradecimiento y comenzó a buscar un buen sitio para secar todo, encender fuego y hacer una buena comida. Cuando volvió a los deformados matorrales esa misma tarde, retrocedió trescientos metros, se puso en cuclillas y estudió los bosques que había ante él.

Sospechaba que estaba a un día de distancia, por lo menos, de Nueva York; treinta kilómetros, más quizá. Los bosques de aquí eran demasiado espesos para saber si las deformidades eran limitadas. Se retiró un kilómetro, acampó y pensó en los días siguientes. No entraría en ninguna zona que le pareciera contaminada por las radiaciones. ¿Cuántos días estaba dispuesto a emplear en dar un rodeo? No lo sabía. El tiempo se había detenido para él y no estaba seguro de cuánto hacía que estaba en los bosques, de cuánto hacía desde que el vapor de paletas había llegado a Washington. Se preguntó si los otros estarían bien, si habrían encontrado los almacenes, si habían cargado ya los materiales que necesitaban. Pensó que podrían meterse sin darse cuenta en las zonas contaminadas de Filadelfia y envenenarse. Se estremeció.

Recorrió el límite de la zona contaminada durante tres días, yendo a veces hacia el norte, luego al oeste y luego al norte nuevamente. No consiguió acercarse a la ciudad. Un anillo mortífero la rodeaba.

Llegó a una enorme ciénaga donde se pudrían árboles muertos y no crecía nada. No pudo ir más allá. La ciénaga se extendía hacia el oeste hasta donde alcanzaba la vista; olía a sal y a podredumbre. Se llevó una gota de agua a la boca y se volvió. Era agua salada. Esa noche la temperatura bajó mucho, y al día siguiente árboles y arbustos amanecieron ennegrecidos. Ahora comía hambriento su carne y su maíz, preguntándose si volvería a encontrar comida silvestre. Le quedaban pocas provisiones, sus uvas pasas se habían acabado y tenía pocas manzanas. Sabía que no iba a morirse de hambre, pero le habría gustado tener verdura fresca y fruta, más de ese pescado caliente y escamoso, u ostras, o un caldo de almejas, espeso, con buenos bocados de carne blanca… Decidió no pensar más en comida y anduvo más rápido.

Viajaba a buen ritmo, siguiendo fácilmente las huellas que él mismo había dejado; las marcas en los árboles eran como indicaciones de carreteras… gira aquí, por acá, todo recto. Cuando se reunió con su canoa fue hacia el oeste por el Delaware, para satisfacer su curiosidad acerca del poco caudal del río y del hielo, que era más grueso que antes. La lluvia debe de haber soltado más, pensó. Era difícil avanzar contra la rápida corriente, y los témpanos hacían aún más peligroso el río. El terreno por aquí era llano. Cuando llegó el cambio lo supo instantáneamente. El río se volvió más veloz, apareció el agua blanca en los rápidos y la tierra se levantó marcadamente a ambos lados. El río había excavado un canal acá y otro más profundo a cierta distancia. Cuando los rápidos se volvieron demasiado peligrosos para la canoa, la sacó del agua, la dejó en lugar seguro y siguió a pie.

Apareció una colina delante de él, apenas cubierta con algunas hierbas y piedras sueltas. Cuidadosamente, empezó a subir. Hacía mucho frío. Aquí los árboles tenían el aspecto que correspondía a principios de marzo o fines de febrero. Tenían algunas yemas, pero ninguna hoja, y sólo se veía el verde-negro de las píceas que aún conservaban sus agujas invernales. Cuando llegó a la cima de la colina, contuvo el aliento. Delante de él había una vasta sábana de hielo y nieve, cegadora a la luz del sol.

En algunos lugares, el campo de nieve llegaba hasta los barrancos del río, en otros comenzaba más atrás y más arriba. A más de un kilómetro de distancia el río estaba atascado por el hielo. Era una angosta cinta negra serpenteando en el resplandor.

Hacia el sur, los árboles cortaban la vista, pero podía ver a muchos kilómetros de distancia al norte y al oeste, y sólo había hielo y nieve. Las montañas blancas trepaban hasta el cielo azul claro y los valles tenían el fondo redondeado por la nieve acumulada allí. El viento giró y sopló en la cara de Mark, y el frío, terrible, le hizo saltar las lágrimas. Aquí el sol no parecía calentar. Estaba sudando bajo su camisa de piel, pero la visión de toda esa nieve y el frío del viento que la barría creaban la ilusión de que el sol había fracasado. La ilusión lo hizo temblar violentamente. Se volvió y bajó apresuradamente por la pronunciada cuesta de la colina, deslizándose durante los últimos metros, consciente de que era peligroso, de que haría que las piedras cayeran encima de él, de que podían golpearlo, lastimarlo demasiado, apartarlo de su camino. Al llegar abajo rodó sobre sí mismo y después se puso de pie y corrió. Corrió mucho tiempo, oyendo las piedras que caían tras él.

Dentro de su cabeza, ese ruido era el del glaciar avanzando, desplazándose inexorablemente hacia él, transformando todo en polvo.

CAPITULO XXV

Mark volaba. Era glorioso subir y bajar sobre los árboles y los ríos. Se elevó más y más, hasta que su cuerpo tembló, excitado. Giró, para no volar a través de una gruesa nube blanca. Cuando se enderezó había otra nube ante él; tuvo que volver a girar, una y otra vez. Las nubes estaban por todas partes, y ahora se habían unido y formaban un muro, y el gran muro blanco avanzaba sobre él desde todas las direcciones. No había refugio posible. Se zambulló y la zambullida se transformó en una caída, cada vez más rápida. No podía hacer nada para detenerla. Cayó a través de la blancura…

Mark despertó temblando; su cuerpo estaba cubierto de sudor. Su hoguera se había reducido a un resplandor en la oscuridad. La alimentó cuidadosamente, sopló sus manos heladas mientras aguardaba que ardieran las hojas secas y después las ramitas y, finalmente, las ramas. Aunque pronto amanecería y tendría que apagar el fuego, lo alimentó hasta que la hoguera ardió con fuerza. Luego, se acurrucó frente a ella. Había dejado de temblar, pero la visión de la pesadilla persistía y quería luz y tibieza. Y no quería estar solo.

Durante los cuatro días siguientes viajó velozmente, y en la tarde del quinto llegó a la zona de Washington donde el vapor de paletas había atracado y los hermanos y hermanas buscaban en los almacenes.

Los hermanos Peter corrieron a su encuentro, lo ayudaron con la canoa y cogieron su mochila sin dejar de hablar.

—Gary dijo que fueras al almacén nada más llegar —dijo uno de ellos.

—Hemos tenido seis accidentes hasta ahora —dijo otro, agitado—. Brazos y piernas rotos, cosas así. No como los otros grupos de antes. ¡Todo va bien!

—Gary dice que saldremos hacia Baltimore o Filadelfia a fines de semana.

—Tenemos un mapa para enseñarte en qué almacén están trabajando ahora.

—Ya hemos cargado cuatro barcas con materiales…

—Hacemos turnos. Cuatro días aquí embalando materiales para embarcarlos, cocinando y todo eso, y después cuatro días en los almacenes, buscando materiales…

—No está mal aquí, no es como pensábamos. No sé por qué los otros tuvieron tantos problemas.

Mark los seguía, cansado.

—Tengo hambre —dijo.

—Estamos preparando una sopa para la cena —dijo uno—. Pero Gary dijo…

Mark se dirigió al edificio que usaban para alojarse. Sintió el olor de la sopa. Se sirvió, y antes de terminar de tomarla sintió demasiado sueño para mantener los ojos abiertos. Los chicos seguían hablando de sus éxitos.

— ¿Dónde están las camas? —preguntó Mark, volviendo a interrumpir a uno de ellos.

— ¿No vas a ir al almacén, como dijo Gary?

—No. ¿Dónde están las camas?

—Mañana por la mañana salimos hacia Filadelfia —dijo Gary satisfecho—. Hiciste un buen trabajo, Mark. ¿Cuánto tiempo necesitaremos para llegar?

Mark se encogió de hombros.

—No lo sé; yo no fui andando. Te mostré las zonas pantanosas; quizá no se puedan pasar a pie. Si puedes hacerlo, unos ocho o diez días. Pero necesitarás algo para medir la radiactividad.

—Te equivocas, Mark. No puede haber radiactividad. No estamos en guerra, ¿sabes? Aquí no se arrojaron bombas. Nuestros mayores nos hubieran advertido.

Mark volvió a encogerse de hombros.

—Confiamos en que nos llevarás hasta allí —dijo Gary, sonriendo. Tenía veintiún años.

—Yo no voy —dijo Mark.

Gary miró a sus hermanos. Después dijo:

— ¿Qué quieres decir? Es tu trabajo.

Mark meneó la cabeza.

—Mi trabajo era averiguar si las ciudades estaban allí y si quedaba algo de ellas. Sé que llegué en la canoa. No sé si se podrá llegar a pie. Sé que hay radiactividad y vuelvo al valle a informar.

Gary se puso en pie y comenzó a enrollar el mapa que habían usado para marcar las marismas, los cambios de la costa, el canal obstruido por las hierbas. Sin mirar directamente a Mark, dijo:

—En esta expedición todo el mundo debe obedecer mis órdenes, ¿sabes? Todo el mundo.

Mark no se movió.

—Te ordeno que vengas con nosotros —dijo Gary, y ahora miró a Mark.

Mark meneó la cabeza.

—No podrás ir y volver antes de que cambie el tiempo —dijo—. Tú y tus hermanos no sabéis nada de bosques. Tendréis los mismos problemas que tuvieron las primeras expediciones que vinieron a Washington. Y los chicos no pueden hacer nada si nadie les indica lo que deben hacer. ¿Y si todo lo que hay en Filadelfia está contaminado? Si lo traes, matarás a todos. Yo me vuelvo al valle.

— ¡Tú obedecerás mis órdenes, como todo el mundo! —Gritó Mark—. ¡Mantenedlo aquí!

Hizo un gesto a dos de sus hermanos, que salieron apresuradamente de la habitación. Los otros tres se quedaron con Mark, que seguía sentado en el suelo a la manera india, como al principio de la reunión.

Pocos minutos después Gary volvió; llevaba varias astillas de madera de haya. Ahora, Mark se puso en pie y cogió la madera. Era de su canoa.

Gary le tiró las astillas.

—Espero que hayas entendido. Saldremos por la mañana. Será mejor que duermas un rato.

Mark se alejó sin decir palabra. Fue hasta el río y examinó la canoa arruinada. Después encendió una pequeña hoguera y cuando ardió con brillo puso un extremo de la embarcación sobre las llamas, y cuando se quemó la fue corriendo, hasta que quedó totalmente consumida.

A la mañana siguiente, cuando los muchachos se reunieron para comenzar la expedición a Filadelfia, Mark no estaba entre ellos. Su mochila había desaparecido y no pudieron encontrarlo. Gary y sus hermanos se consultaron enfadados y decidieron que irían sin él. Tenían buenos mapas, corregidos por el mismo Mark. Los chicos estaban bien entrenados. No había razones para depender de un chico de catorce años. Se marcharon, pero con un mal presentimiento.

Mark los observó desde lejos, y durante todo el día se mantuvo a una distancia prudencial. Cuando acamparon por la noche, su primera noche en el bosque, él estaba en un árbol cercano.

Los chicos estaban bien, pensó satisfecho. Mientras no se separa a los grupos de hermanos, están bien. Pero los hermanos Gary estaban muy nerviosos. Se sobresaltaban ante los ruidos.

Aguardó a que se hiciera el silencio en el campamento y luego, desde lo algo de un árbol donde podía verlos sin ser visto, comenzó a gemir. Al principio, nadie prestó atención a los ruidos que hacía, pero finalmente Gary y sus hermanos comenzaron a examinar ansiosamente los árboles y sus propios rostros. Mark gimió más fuerte. Los chicos comenzaron a moverse. Casi todos estaban durmiendo cuando empezó, pero ahora se movían inquietos.

— ¡Woji! —Se quejó Mark, cada vez con mayor volumen—. ¡Woji! ¡Woji!

Dudaba de que alguien siguiera durmiendo.

— ¡Woji dice volved! ¡Woji dice volved!

Disimulaba la voz ahuecándola y poniendo las manos delante de la boca. Repitió muchas veces las palabras y terminaba cada mensaje con un quejido agudo. Después de un rato, agregó otra palabra:

— ¡Peligro, peligro, peligro!

Se detuvo abruptamente en mitad del cuarto “peligro”. Hasta él tenía conciencia ahora de que el bosque escuchaba. Los hermanos Gary fueron con antorchas a la zona que rodeaba el campamento buscando algo, cualquier cosa. Mientras buscaban, se mantenían juntos. La mayoría de los chicos estaban sentados lo más cerca posible del fuego. Pasó mucho tiempo antes de que volvieran a acostarse y a intentar dormir. Mark dormitaba en el árbol, y cuando despertaba volvía a repetir la advertencia, deteniéndose de nuevo en la mitad de una palabra, aunque no estaba seguro de la razón por la que eso era peor. Nuevamente buscaron sin éxito, avivaron las hogueras y los chicos se sentaron, sintiendo mucho miedo. Antes del amanecer, cuando el bosque estaba más oscuro, Mark empezó a reírse con una risa aguda e inhumana que parecía retumbar en todas partes.

El día siguiente amaneció frío y lluvioso, con una niebla espesa que sólo se aclaró un poco en el transcurso del día. Mark rodeaba al vacilante grupo, murmurando cosas por la derecha, desde atrás, por encima de sus cabezas. A media tarde apenas avanzaban y los chicos hablaban abiertamente de desobedecer a Gary y volver a Washington. Mark notó, satisfecho, que dos de los hermanos de Gary apoyaban a los rebeldes ahora.

— ¡Ouuu! ¡Woji! —chilló, y súbitamente dos grupos de chicos se dieron la vuelta y echaron a correr—. ¡Woji! ¡Peligro!

Otros más se volvieron y se unieron a la huida, y Gary les gritó en vano, y luego él y sus hermanos volvieron apresuradamente por donde habían venido.

Riendo para sus adentros, Mark se alejó trotando. Se dirigía al oeste, al valle.

Bruce estaba de pie junto a la cama donde dormía el chico.

— ¿Se pondrá bien?

Bob asintió.

—Estuvo medio despierto, varias veces, mascullando acerca de nieve y hielo. Esta mañana, cuando lo he examinado, me ha reconocido.

Bruce asintió. Hacía casi treinta horas que Mark estaba durmiendo. Físicamente, estaba fuera de peligro, y probablemente no había corrido un peligro real. No tenía nada que no se curase con descanso y comida, pero sus parloteos acerca de la pared blanca habían parecido vesánicos. Barry había dado órdenes a todos de que dejaran tranquilo al chico hasta que despertara de forma natural. Barry había pasado mucho tiempo con él y volvería dentro de una hora. Nadie podía hacer nada hasta que Mark despertara.

Más tarde, Barry hizo venir a Andrew, que había pedido estar presente cuando Mark empezara a hablar. Se sentaron a ambos lados de la cama y observaron cómo el chico se movía, saliendo del sueño profundo que lo había inmovilizado tan completamente que parecía muerto.

Mark abrió los ojos y vio a Barry.

—No me lleves al hospital —dijo débilmente, y volvió a cerrar los ojos.

Después volvió a abrirlos, miró la habitación y volvió a mirar a Barry.

—Estoy en el hospital, ¿verdad? ¿Me pasa algo?

—Nada —dijo Barry—. Te desmayaste a causa del hambre y la fatiga, eso es todo.

—Entonces me gustaría ir a mi cuarto —dijo Mark, y trató de levantarse.

Barry lo contuvo suavemente.

—Mark, no tengas miedo de mí, por favor. Te prometo que no te haré daño, ni ahora ni nunca. Te lo prometo. —Por un momento, el chico resistió la presión de sus manos; después volvió a acostarse—. Gracias, Mark. ¿Te sientes capaz de hablar?

Mark asintió.

—Tengo sed —dijo.

Bebió largamente y después empezó a describir su viaje al norte. Lo contó todo, hasta cómo había asustado a Gary y sus hermanos, haciendo fallar la expedición a Filadelfia. Se dio cuenta de que Andrew apretaba los labios en esa parte de la narración, pero siguió mirando a Barry y lo dijo todo.

—Y entonces volviste —dijo Barry—. ¿Cómo?

—Por el bosque. Hice una balsa para cruzar el río.

Barry asintió. Sentía ganas de llorar y no sabía por qué. Dio unas palmaditas en el brazo de Mark.

—Ahora descansa —dijo—. Les mandaremos decir que se queden en Washington hasta que desenterremos unos detectores de radiación.

— ¡Es imposible! —Dijo Andrew, enfadado, al otro lado de la puerta—. Gary hizo exactamente lo que debía cuando decidió dirigirse a Filadelfia. ¡Este chiquillo destruyó un año de entrenamiento en una noche!

—Yo también voy —había dicho Barry, y ahora estaba en Washington, con Mark. Dos de los médicos más jóvenes estaban también con ellos. Los miembros más jóvenes de la expedición estaban atemorizados y desorganizados; el trabajo se había detenido y habían estado aguardando en el edificio principal que alguien viniera a darles nuevas instrucciones.

— ¿Cuándo volvieron a salir? —interrogó Barry.

—Al día siguiente de volver aquí —dijo uno de los chicos.

— ¡Cuarenta niños! —Masculló Barry—. ¡Y seis tontos!

Se volvió a Mark.

— ¿Valdría la pena salir a buscarlos esta misma tarde?

—Yo solo podría —dijo Mark encogiéndose de hombros—. ¿Quieres que vaya a buscarlos?

—No; solo no. Iremos Anthony y yo; Alistair se quedará aquí y pondrá todo en marcha de nuevo.

Mark miró a los dos médicos, dudando. Anthony estaba pálido y Barry parecía incómodo.

—Han tenido unos diez días —dijo Mark—. Ya tendrían que estar en la ciudad, si no se perdieron. Creo que no habrá mucha diferencia entre salir ahora o esperar hasta mañana.

—Mañana, entonces —dijo Barry secamente—. Te vendrá bien otra noche de descanso.

Viajaban rápidamente y de nuevo Mark señaló los lugares donde los otros habían acampado, se habían despistado, cuando habían comprendido su error y habían retomado la dirección correcta. Al segundo día apretó los labios y pareció enfadado, pero no dijo nada hasta última hora de la tarde.

—Van demasiado al oeste; están cada vez más lejos —dijo—. No llegarán nunca a Filadelfia si no se dirigen de nuevo al este. Deben de haber tratado de evitar los pantanos.

Barry estaba demasiado cansado para preocuparse y Anthony se limitó a gruñir. Por lo menos, pensó Barry, acostándose junto al fuego, estaban demasiado cansados para oír ruidos raros por la noche; menos mal. Se quedó dormido mientras pensaba en eso.

El cuarto día, Mark se detuvo y señaló hacia adelante. Al principio Barry no notó diferencias, pero después comprendió que estaban mirando las plantas deformadas de las que había hablado Mark. Anthony desempacó el contador Geiger, que empezó a registrar radiación inmediatamente. El nivel subió a medida que avanzaban. Mark los condujo hacia la izquierda, manteniéndose a una buena distancia del área radiactiva.

—Ellos entraron, ¿verdad? —dijo Barry.

Mark asintió. Se mantenían a distancia de las zonas radiactivas y cuando el contador daba la alarma, se movían más hacia el sur, hasta que guardaba silencio. Esa noche decidieron seguir hacia el oeste hasta que pudieran dar la vuelta al área radiactiva, y entrar en Filadelfia desde esa dirección, si era posible.

—Por allí, pasaremos por el campo de nieve —dijo Mark.

—No tendrás miedo de la nieve, ¿verdad? —dijo Barry.

—No tengo miedo.

—Muy bien. Entonces mañana iremos hacia el oeste, y si por la noche no hemos podido girar hacia el norte, volveremos e intentaremos ir por el este, a ver si hay huellas por allí.

Avanzaron todo el día bajo una lluvia intermitente, y a cada hora la temperatura disminuía; estaba cerca del cero cuando acamparon esa noche.

— ¿Cuánto falta? —preguntó Barry.

—Mañana llegaremos —dijo Mark—. Lo puedes oler desde aquí.

Barry sólo podía oler el fuego, el bosque húmedo y la comida que estaban preparando. Estudió a Mark y meneó la cabeza.

—No quiero ir más lejos —dijo súbitamente Anthony. Estaba de pie junto al fuego, demasiado rígido; parecía estar escuchando algo.

—Es un río —dijo Mark—. Debe de estar muy cerca. Hay témpanos en todos los ríos y de vez en cuando golpean contra los barrancos. Eso es lo que oyes.

Anthony se sentó, pero no cambió de expresión. A la mañana siguiente, volvieron a dirigirse al oeste. A mediodía estaban rodeados de colinas y ahora sabían que, en cuanto subieran lo suficiente para mirar por encima de los árboles, podrían ver la nieve, si es que había nieve a la vista.

Se detuvieron en lo alto de la colina, contemplaron el paisaje y Barry entendió las pesadillas de Mark. Los árboles, en el borde de la nieve estaban desnudos, como en pleno invierno. Más atrás, otros árboles tenían nieve hasta la mitad de los troncos y sus ramas desnudas estaban inmóviles, algunas en ángulos extraños, porque el peso las había roto y la nieve había impedido que cayeran. Más allá no se veía ningún árbol, sólo nieve.

— ¿Sigue aumentando? —preguntó Barry en voz baja.

Nadie le respondió. Después de unos minutos, se volvieron y bajaron por donde habían subido. Mientras rodeaban Filadelfia yendo hacia el este, el contador Geiger siguió advirtiéndole que no avanzaran y no pudieran acercarse a la ciudad desde esta dirección, como no había podido hacerlo desde el oeste. Entonces encontraron los primeros cadáveres.

Seis chicos habían salido juntos. Dos habían caído cerca el uno del otro; los demás los habían dejado, continuado otro medio kilómetro, y se habían derrumbado. Todos los cuerpos irradiaban radiactividad.

—No te acerques a ellos —dijo Barry cuando Anthony intentó arrodillarse junto a los primeros cuerpos—. No podemos tocarlos.

—Tendría que haberme quedado —susurró Mark, mirando fijamente los cadáveres. Tenían barro en la cara. —No tendría que haberme marchado. Tendría que haber seguido tras ellos, asegurarme de que no seguirían. Tendría que haberme quedado.

Barry sacudió su brazo y Mark siguió mirándolos y repitiendo una y otra vez:

—Tendría que haberme quedado con ellos. Tendría…

Barry lo abofeteó con fuerza, dos veces, y Mark bajó la cabeza y se alejó tropezando, golpeándose contra árboles y matorrales mientras se alejaba corriendo de los cadáveres, de Barry y Anthony. Barry corrió tras él y lo cogió de un brazo.

— ¡Basta ya, Mark! ¡Basta! ¿Me oyes? —Volvió a sacudirlo con fuerza—. Volvamos a Washington.

Las mejillas de Mark estaban llenas de lágrimas. Se soltó de Barry y echó a andar de nuevo. No volvió a mirar los cuerpos.

Barry y Bruce aguardaban a Anthony y Andrew, que habían pedido, exigido una entrevista.

— ¿Es acerca de él, no? —dijo Bruce.

—Eso supongo.

—Hay que hacer algo —dijo Bruce—. Tú y yo sabemos que no podemos dejar que siga así. La próxima vez pedirán una reunión del consejo, y eso será el fin.

Barry lo sabía. Andrew y su hermano entraron y se sentaron. Ambos estaban muy serios y enfadados.

—No niego que pasó un mal momento durante el verano —dijo Andrew bruscamente—. Ahora no se trata de eso. Pero, sea lo que sea, afectó su mente y de eso se trata. Se comporta de una manera infantil e irresponsable que, simplemente, es intolerable.

Estas reuniones habían tenido lugar una y otra vez después del verano. Mark había hecho una línea de miel desde un hormiguero hasta la pared del dormitorio de los hermanos Andrew, y las hormigas la habían seguido. Mark había remojado todos los fósforos que había podido reunir en una solución salina, los había secado cuidadosamente y vuelto a guardar en sus cajas, y había contemplado con mucha seriedad cómo uno después del otro, los hermanos mayores trataban de encender el fuego. Mark había retirado todas las placas con los nombres de todos los dormitorios. Había atado juntos los pies de los hermanos Patrick, mientras dormían y después había gritado llamándolos.

—Esta vez ha ido demasiado lejos —dijo Andrew—. Robó las etiquetas amarillas Preséntese al Hospital y ha enviado docenas de mujeres al hospital, para la prueba del embarazo. Ha creado un pánico, el personal está desbordado y nadie tiene tiempo de aclarar esta clase de locuras.

—Hablaremos con él —dijo Barry.

— ¡Eso ya no sirve! Has hablado y hablado. Promete no volver a hacer una cosa en particular y hace algo peor. ¡No podemos vivir con estas perturbaciones constantes!

—Andrew, tuvo una serie de conmociones terribles el verano pasado. Y ha tenido demasiadas responsabilidades para su edad. Se siente terriblemente culpable por la muerte de esos chicos. No es extraño que haya vuelto a los comportamientos infantiles. Dale tiempo, y lo superará.

— ¡No! —dijo Andrew, poniéndose de pie de un salto, furioso—. ¡No más tiempo! ¿Qué hará la próxima vez?

Lanzó una mirada a su hermano, que asintió.

—Sentimos que somos sus blancos. Tú no, los otros no; nosotros. No sé por qué siente esa hostilidad hacia mí y mis hermanos, pero existe y no queremos tener que preocuparnos constantemente por él, preguntándonos qué hará la próxima vez.

Barry se puso de pie.

—Y yo digo que me encargo del asunto.

Durante un momento, Andrew lo encaró desafiante. Después dijo:

—Muy bien. Pero esto no puede seguir, Barry. Tiene que acabar ya.

—Acabará.

Los hermanos más jóvenes se marcharon y Bruce se sentó.

— ¿Cómo?

—No lo sé. Está muy aislado. No habla con nadie, no juega con nadie… Tenemos que obligarlo a participar en las zonas en que los demás están dispuestos a aceptarlo.

Bruce estaba de acuerdo.

—Como la fiesta de las hermanas Winona, la semana próxima.

Ese mismo día, Barry dijo a Mark que debía ir a la fiesta. Mark nunca había sido aceptado formalmente en la comunidad adulta y no sería honrado con una fiesta para él solo.

Meneó la cabeza.

—No, gracias. Prefiero no ir.

—No te estoy invitando —dijo Barry, adusto—. Te estoy ordenando que vayas y participes. ¿Has entendido?

Mark le lanzó una mirada rápida.

—He entendido, pero no quiero ir.

—Si no vas, te sacaré de este cómodo cuartito, de tus libros y tu soledad y volveré a ponerte en nuestro dormitorio y en los salones de conferencias cuando no estés en la escuela o en el trabajo. ¿Entiendes ahora?

Mark asintió, pero sin mirar a Barry.

—De acuerdo —dijo malhumorado.

CAPITULO XXVI

La fiesta ya había empezado cuando Mark entró en el auditorio. Estaban bailando, en el otro extremo, y entre él y los bailarines había un grupo de chicas hablando en voz baja. Se volvieron para mirarlo y una de ellas se alejó del grupo. Hubo risitas tras ella e indicó a sus hermanas que callaran, pero las risitas continuaron.

—Hola, Mark —dijo—. Soy Susan.

Antes de que comprendiera lo que estaba haciendo, la chica se había quitado el brazalete y estaba tratando de colocarlo en su mano. Había seis lacitos en el brazalete.

—No —dijo Mark nervioso y tratando de alejarse—. Yo… No. Lo siento.

Retrocedió un paso, se volvió y se alejó corriendo. Las risitas recomenzaron, más fuertes que antes.

Fue corriendo hasta el muelle y se quedó mirando las aguas oscuras. No tendría que haber huido. Susan y sus hermanas tenían diecisiete años, quizá algo más. En una noche le habrían enseñado todo, pensó amargado, y él había huido. La música aumentó de volumen; pronto cenarían y se alejarían en parejas, en grupos, todos menos Mark y los niños demasiado jóvenes para jugar en las esterillas. Pensó en Susan y sus hermanas y sintió calor, después frío, y después un gran calor que volvía a subir.

— ¿Mark?

Se puso rígido. No podía ser que lo hubieran seguido, pensó aterrorizado. Se dio la vuelta.

—Soy Rose —dijo ella—. No te daré mi brazalete si no lo quieres.

Ella se acercó y él le dio la espalda, fingiendo que miraba algo en el río, temeroso de que lo viera a pesar de la oscuridad, que viera el color rojo que cubría sus mejillas y su cuello, que sintiera la humedad de sus manos. Rose, pensó, una chica de su edad, una de las que había entrenado en los bosques. Para él sonrojarse y sentir vergüenza ante ella era más intolerable que haber huido de Susan.

—Estoy ocupado —dijo.

—Lo sé. Ya te vi antes. Está muy bien. No deberían haber hecho eso, no todas juntas. Les dijimos que no lo hicieran.

El no replicó y ella se acercó un poco más.

—No hay nada que ver, ¿no?

—No. Te enfriarás aquí.

—Tú también.

— ¿Qué quieres?

—Nada. El verano próximo ya tendré edad para ir a Washington o a Filadelfia.

El se volvió, enfadado.

—Me voy a mi cuarto.

— ¿Por qué te enfadas conmigo? ¿No quieres que vaya a Washington? ¿No te gusto?

—Sí. Me voy.

Ella puso la mano en su brazo y él se detuvo; sintió que no podía moverse.

— ¿Puedo ir a tu cuarto contigo? —preguntó y ahora sonaba como la chica que le había preguntado en el bosque si todas las setas eran peligrosas, si las cosas que había en los árboles le indicaban el camino, si realmente podía volverse invisible a voluntad.

—Volverás con tus hermanas y os reiréis de mí, como hizo Susan —dijo él.

— ¡No! —susurró ella—. Susan no se reía de ti. Sentían miedo, por eso estaban tan nerviosas. Susan era la más asustada de todas porque la eligieron para ponerte el brazalete. No se reían de ti.

Mientras hablaba, soltó su brazo y retrocedió unos pasos. Ahora él veía la pálida mancha de su cara. Meneaba la cabeza mientras hablaba.

— ¿Asustadas? ¿Qué quieres decir?

—Tú puedes hacer cosas que nadie hace —dijo ella, hablando siempre muy bajo, susurrando casi—. Fabricas cosas que nadie ha visto, y cuentas historias que nadie oyó, y desapareces, y viajas por los bosques como el viento. No eres como los otros chicos. No eres como nuestros mayores. No hay nadie como tú. Y sabemos que ninguna de nosotras te gusta, porque nunca eliges a nadie para jugar.

— ¿Por qué me seguiste si te causo tanto miedo?

—No lo sé. Vi que corrías y… no lo sé.

El sintió que volvía a sonrojarse y echó a andar.

—Si quieres venir conmigo no me importa —dijo ásperamente, sin mirar atrás—. Ahora me voy a mi cuarto.

No podía oír los pasos de la chica por el latido de sus oídos. Anduvo rápidamente, rodeando el auditorio y supo que ella corría para no quedarse atrás. La condujo alrededor del hospital, porque no quería recorrer los pasillos iluminados con ella a sus talones. Cuando llegó al fondo, abrió la puerta y echó una mirada antes de entrar. Cerró la puerta y fue casi corriendo hasta su cuarto, oyendo los pasos de ella que lo seguía.

— ¿Qué haces? —preguntó ella al llegar a la puerta.

—Estoy poniendo la manta en la ventana —dijo él, y su voz le pareció irritada—. Para que nadie pueda mirarnos. La pongo aquí con frecuencia.

—Pero ¿por qué?

El trató de no mirarla cuando se bajó de la silla, pero una y otra vez se descubrió observándola. Estaba desatando una larga faja que rodeaba su cuello, se cruzaba entre sus pechos y le daba varias vueltas a la cintura. La faja era violeta, casi del mismo color de sus ojos. Sus cabellos eran castaños; Mark recordaba que en verano habían sido rubios. Tenía pecas en la nariz y en los brazos.

Terminó de quitarse la faja, levantó su túnica y se la quitó de un solo movimiento. Súbitamente, los dedos de Mark parecieron resucitar y, sin que él lo ordenara, comenzaron a tirar de su túnica.

Más tarde, ella dijo que tenía que marcharse y él dijo todavía no y dormitaron abrazados. Cuando ella volvió a decir que ya era la hora, él despertó completamente.

—Todavía no —dijo. Cuando volvió a despertar, era de día y ella se estaba poniendo la túnica.

—Tienes que volver —dijo Mark—. Esta noche, después de cenar. ¿Lo harás?

—De acuerdo.

—Prométeme que no lo olvidarás.

—No lo olvidaré. Lo prometo.

La observó mientras volvía a colocarse la faja, y cuando se marchó, quitó de un tirón la manta de la ventana y la buscó. No la vio; debía de haber salido a través del edificio, por el otro lado. Se puso de costado y volvió a dormirse.

Y ahora, pensó Mark, era feliz. Las pesadillas desaparecieron, los súbitos relámpagos de terror que no podía explicar dejaron de acosarlo. Los misterios habían quedado resueltos y ahora sabía qué querían decir los autores cuando hablaban de encontrar la felicidad, como si fuera algo que se obtenía a base de perseverancia. Examinó el mundo con ojos nuevos y todo lo que vio era bello y bueno.

Durante el día, mientras estudiaba, se detenía y pensaba, sintiendo un gran temor, que ella había muerto, desaparecido, que había caído en el río, algo. Dejaba lo que estaba haciendo y corría por todos los edificios, buscándola, no para hablarle sino para verla, para saber que estaba bien. A veces la encontraba en la cafetería con sus hermanas y desde lejos las contaba y después buscaba esa cosa especial que la distinguía de las otras.

Cada noche venía a él y le enseñaba lo que le habían enseñado sus hermanas, otros hombres, y la alegría de Mark aumentaba hasta que se preguntó cómo otros la habían soportado antes, cómo él mismo podía soportarla.

Por las tardes corría hasta la vieja granja, donde estaba haciendo un colgante para ella. Era un sol de cinco centímetros de ancho, hecho de arcilla. Tenía tres capas de pintura amarilla y le agregó una cuarta. En la vieja casa volvió a leer los capítulos sobre fisiología, respuestas sexuales, femineidad, todo lo que pudo encontrar en relación con su felicidad.

Una de estas noches, pronto, ella diría que no y él le daría el colgante, para demostrar que entendía, y le leería. Poesía. Sonetos de Shakespeare o Wordsworth, algo dulce y romántico. Y después le enseñaría a jugar al ajedrez y pasarían veladas platónicas juntos, aprendiendo todo el uno acerca del otro.

Diciesiete noches, pensó, aguardándola. Diecisiete noches, hasta ahora. La manta estaba en la ventana, su cuarto limpio y listo. Cuando se abrió la puerta y vio a Andrew, Mark se puso en pie de un salto, aterrorizado.

— ¿Qué pasa? ¿Le sucedió algo a Rose? ¿Qué pasó?

—Ven conmigo —dijo severamente Andrew. Detrás de él, uno de sus hermanos observaba.

— ¡Dime qué pasa! —gritó Mark y trató de salir corriendo.

Los médicos lo cogieron de los brazos, sujetándolo.

—Te llevaremos adonde está Rose —dijo Andrew.

Mark no volvió a intentar la huida y sintió que una nueva frialdad descendía sobre él. Atravesaron el edificio en silencio, salieron y por una senda se dirigieron a uno de los dormitorios. Allí volvió a resistirse brevemente; después les permitió conducirlo hasta una de las habitaciones. Todos se detuvieron en la puerta y Andrew dio un ligero empujón a Mark para que entrara solo.

— ¡No! —gritó—. ¡No!

Había un enredo de cuerpos desnudos que se hacían todas las cosas que ella le había contado. Ante su grito de angustia, ella levantó la cabeza, como todos, pero él supo que era Rose, sus ojos la habían distinguido de las demás. Estaba de rodillas, con uno de los hermanos detrás de ella; había estado lamiendo a una de sus hermanas.

Vio que sus bocas se movían, supo que hablaban, gritaban. Se volvió y corrió. Andrew se colocó frente a él, su boca se abría, se cerraba, se abría. Mark cerró el puño y golpeó ciegamente, primero a Andrew, después al otro médico.

— ¿Dónde está? —Exigió Barry—. ¿Dónde fue a esa hora de la noche?

—No lo sé —dijo Andrew, rencoroso. Tenía la boca hinchada y le hacía daño.

— ¡No tendrías que haberle hecho eso! ¡Claro que enloqueció al descubrir el sexo! ¿Qué creías que iba a suceder? Nunca lo había hecho con nadie. ¿Por qué fue a hablar contigo esa tonta?

—No sabía qué hacer. Tenía miedo de decirle que no. Trató de explicarle todo, pero él no la escuchaba. Le ordenaba que volviera noche tras noche.

— ¿Por qué no nos preguntaste a nosotros? —preguntó Barry amargamente—. ¿Qué te hizo pensar que un tratamiento de choque como ése solucionaría el problema?

—Sabía que me dirías que lo dejara en paz. Siempre dices eso. Déjalo en paz, ya se arreglará. No creí que fuera así.

Barry fue hasta la ventana y miró la noche negra y fría. Había más de un metro de nieve y la temperatura era bajísima.

—Volverá cuando sienta bastante frío —dijo Andrew—. Volverá furioso con nosotros y conmigo en particular. Pero volverá. Somos lo único que tiene.

Y se alejó bruscamente.

—Tiene razón —dijo Bruce. Parecía cansado. Barry miró rápidamente a su hermano y luego a los otros, que habían guardado silencio mientras Andrew informaba. Estaban tan preocupados como él por el chico, e igualmente cansados de la interminable serie de problemas que causaba.

—No podrá ir a la granja —dijo Bruce después de un momento—. Sabe que se congelaría. La chimenea está obstruida, no puede encender fuego. Sólo quedan los bosques. Y ni siquiera él puede sobrevivir en el bosque con este tiempo.

Andrew había enviado a una docena de hermanos más jóvenes a revisar todos los edificios, incluyendo el recinto de las criadoras y otro grupo había ido a mirar en la vieja granja. Ni rastro de Mark. Hacia el amanecer, empezó a nevar de nuevo.

Mark había encontrado la cueva por casualidad. Un día, cogiendo moras en el acantilado que había detrás de la granja, había sentido una corriente de aire frío en las piernas y había hallado su origen. Un hueco en la colina, un lugar donde dos rocas calizas no ajustaban bien. Había otras cuevas en las colinas. Había encontrado varias antes de ésta, y estaba la cueva donde funcionaba el laboratorio.

Había excavado con cuidado detrás de una de las rocas y gradualmente había abierto la boca de la caverna como para poder entrar en ella. Había un pasaje estrecho, después una sala, otro pasaje, una sala más grande. A lo largo de los años había ido llevando leña, ropa, mantas, comida.

Esa noche se acurrucó en la segunda sala y miró fijamente y con los ojos secos el fuego que había encendido, seguro de que no podrían hallarlo. Los odiaba a todos, pero a Andrew y a sus hermanos, más aún que a los demás. En cuanto la nieve se derritiera, se marcharía para siempre. Iría hacia el sur. Haría una canoa más grande, de seis metros, y robaría bastantes provisiones como para llegar hasta el golfo de México. Que entrenen ellos a los chicos y chicas, que encuentren los almacenes y los lugares peligrosos por la radiactividad, si pueden. Primero incendiaría el valle. Y después se marcharía.

Contempló las llamas hasta que sus ojos sintieron calor. No había voces en la caverna; sólo los crujidos y los chisporroteos del fuego. La luz se deslizaba sobre las estalactitas y estalagmitas, pintándolas de rojo y dorado. El humo era arrastrado lejos de su cara y el aire era bueno; hasta parecía tibio, después del frío aire de la noche. Recordó la vez que él y Molly se habían escondido en la ladera de la colina, cerca de la entrada de la cueva, mientras Barry y sus hermanos los buscaban. Cuando pensó en Barry su boca se contrajo. Barry, Andrew, Warren, Michael, Ethan… Todos médicos, todos iguales. ¡Cómo los odiaba!

Se cubrió con su manta y cuando cerró los ojos vio a Molly de nuevo, sonriéndole gentilmente, jugando a las damas, extrayendo barro para que él modelara. Y súbitamente, llegaron las lágrimas.

Nunca había recorrido la caverna más allá de la segunda sala, pero en los días siguientes emprendió una exploración sistemática. En esa sala había varias aberturas y las investigó una por una, hasta que se vio detenido por un pasaje cerrado, o por un precipicio, o por un techo tan alto que le impedía llegar a las aberturas. Usaba antorchas, y a veces sus pasos eran audaces, pero no le importaba caer, quedar atrapado o no. Perdió la cuenta de los días que había pasado en la caverna; cuando sentía hambre, comía; cuando tenía sed iba hasta la entrada, cogía un puñado de nieve y la derretía. Cuando tenía sueño, dormía.

En uno de sus últimos viajes de exploración oyó agua que corría y se detuvo. Sabía que había llegado a un lugar alejado. Dos kilómetros. Quizá tres. Trató de recordar la longitud de su antorcha al comienzo. Estaba casi entera, y ahora sólo quedaba un tercio. Otra antorcha colgaba de su cinturón, por si acaso, pero nunca se había alejado tanto como para necesitar una segunda antorcha para la vuelta.

Tuvo que encender la segunda antorcha antes de llegar al río de la cueva. Ahora sintió una excitación nueva, al comprender que debía de ser la misma corriente que atravesaba el laboratorio. Entonces, todo era lo mismo, y aunque no hubiese más comunicación que la que establecía el río, las dos cavernas estaban comunicadas.

Siguió el río hasta el lugar donde desaparecía por un hueco de la pared; tendría que nadar para seguir adelante. Se puso en cuclillas y observó el hueco. El río aparecía en el laboratorio por un hueco parecido.

Regresaría con la soga y más antorchas. Se volvió para regresar a su amplia habitación con fuego y comida, y ahora prestó atención a la antorcha, para poder calcular cuánto se había alejado, a qué distancia estaba este sitio de la parte conocida de la caverna. Pero sabía dónde estaba. Sabía que, al otro lado de la pared, estaba el laboratorio y más allá el hospital y los dormitorios.

Durmió otra vez en la caverna y al día siguiente la abandonó para volver a la comunidad. Había comido muy poco en los últimos días; se sentía hambriento y agotado.

La nieve era más profunda y estaba nevando cuando volvió al valle. Era casi de noche cuando llegó al hospital y entró. Vio a varias personas, pero no habló con nadie y fue directamente a su cuarto, donde se quitó la ropa y se derrumbó en la cama. Estaba casi dormido cuando Barry abrió la puerta.

— ¿Estás bien? —preguntó Barry.

Mark asintió en silencio. Barry vaciló un momento y después entró. Se detuvo junto a la cama. Mark lo miró sin decir nada y Barry se inclinó y tocó su mejilla, después sus cabellos.

—Estás helado —dijo—. ¿Tienes hambre?

Mark asintió.

—Te traeré algo —dijo Barry. Pero antes de abrir la puerta, se volvió nuevamente y dijo—: Lo siento. Mark, lo siento, de veras.

Y se marchó rápidamente.

Cuando se fue, Mark comprendió que lo había creído muerto y la expresión que había en la cara de Barry era la misma que recordaba en la cara de Molly, hacía mucho tiempo.

No le importaba, pensó. Ahora no podría idear nada que compensara lo que le habían hecho. Lo odiaban y creían que era débil, pensaban que podían controlarlo como controlaban a los clones. Y se equivocaban. No bastaba con que Barry dijera que lo sentía; todos lo sentirían antes de que él terminara.

Cuando oyó que Barry volvía con la comida, cerró los ojos y fingió dormir; no quería ver de nuevo esa mirada dulce y vulnerable.

Barry dejó la bandeja y, cuando se marchó, Mark comió vorazmente. Luego se tapó con la manta y antes de dormirse pensó nuevamente en Molly. Ella había sabido que iba a sentirse así y le había dicho que aguardara, que aguardara a ser un hombre, a aprender todo lo posible. Su cara y la de Barry parecieron mezclarse y se durmió.

CAPITULO XXVII

Andrew había convocado la reunión y la presidió de principio a fin. Ahora nadie disputaba su autoridad para controlar las reuniones del consejo. Barry lo observó desde un asiento lateral y trató de sentir algo del entusiasmo que mostraba su hermano más joven.

—Aquellos que deseen mirar las gráficas y los registros, que lo hagan. Os he hecho un breve sumario, sin detallar los métodos. Mediante la clonación podremos reproducirnos indefinidamente. Finalmente, hemos resuelto el problema que enfrentamos desde el comienzo, el problema de la decadencia de la quinta generación. La quinta, la sexta, la décima, la centésima, todas serán perfectas.

—Pero sólo sobreviven los clones de las personas más jóvenes —dijo Miriam secamente.

—También solucionaremos eso —dijo Andrew, impaciente—. Al manipular los enzimas hay organismos que reaccionan con lo que casi parece un colapso alérgico. Descubriremos por qué y lo corregiremos.

Miriam parecía muy vieja, se dio cuenta súbitamente Barry. No lo había notado antes, pero sus cabellos eran canosos, su cara estaba delgada y arrugada y parecía mortalmente fatigada.

Miriam miró a Andrew con una sonrisa irresistible.

—Espero que puedas resolver el problema que has creado, Andrew —dijo—. Pero ¿podrán hacerlo los médicos jóvenes?

—Continuaremos usando a las criadoras —dijo Andrew, algo impaciente—. Las usaremos para clonar a los chicos más inteligentes. Haremos implantaciones de clones, usando a las criadoras como huéspedes para asegurar una población continuada de adultos capaces para la investigación, la planificación, la administración…

Barry descubrió que se distraía. Los médicos lo habían explicado todo en la reunión del consejo; ahora no dirían nada nuevo. Dos castas, pensó. Los dirigentes y los obreros, que siempre eran gastables. ¿Era eso lo que habían planeado al principio? Sabía que no era posible responder a esa pregunta. Los clones escribían los libros y cada generación se había sentido autorizada a cambiar los libros según sus creencias. Por cierto que él mismo había hecho varios cambios. Y ahora Andrew volvería a cambiar. Y éste sería el cambio final; ninguno de los que vinieran después soñaría con alterar nada.

—…Aún más costoso en término de mano de obra de lo que esperábamos —decía Andrew—. Los glaciares se acercan a Filadelfia cada vez más rápido. Quizá sólo nos queden dos o tres años para traer lo que se puede salvar, y eso nos cuesta muy caro. Necesitamos cientos de exploradores para que vayan al sur y al este, a las ciudades costeras. Ahora disponemos de algunos modelos excelentes…, los hermanos Edward son muy aptos para la exploración, como tus hermanitas pequeñas, las hermanas Ella. Las usaremos.

—Mis hermanitas Ella no podrían dibujar un paisaje, aunque las colgaras de los talones y las amenazaras con cortarlas en lonchas —dijo Miriam cortante—. A eso me refería. Sólo pueden hacer lo que se les ha enseñado, exactamente como se les ha enseñado.

—No pueden dibujar mapas, pero saben volver adonde ya estuvieron —dijo Andrew, sin tratar ya de ocultar su disgusto ante la evolución de la reunión—. Es lo único que les pedimos. Los clones implantados pensarán por ellos.

—Entonces es cierto —dijo Miriam—. Si cambias la fórmula sólo producirás esos clones de que hablas.

—Exacto. No podemos controlar dos procesos químicos diferentes, dos fórmulas, dos clases de clones. Hemos decidido que ésta es la mejor forma de proceder en este momento, y mientras tanto, te aseguro que seguiremos trabajando en el proceso. Esperaremos a que los tanques estén vacíos, dentro de siete meses, y entonces haremos los cambios. Y estamos preparando un calendario para elegir el mejor momento para clonar a los componentes del consejo y a los otros que se necesitan como líderes. Te aseguro, Miriam, que no nos estamos precipitando en un nuevo procedimiento sin considerar todos sus aspectos. En cada etapa, informaremos a este grupo de los progresos…

Bajo un techado provisional, cerca del molino, Mark se apoyó en el codo y miró a la chica que había a su lado. Tenía su edad, diecinueve.

—Tienes frío —dijo.

Ella asintió:

—No podremos seguir haciendo esto.

—Podríamos encontrarnos en la vieja granja —dijo él.

—Sabes que no puedo.

— ¿Qué pasa si tratas de cruzar la línea? ¿Viene un dragón y te devora?

Ella rió.

—De verdad, ¿qué sucede? ¿Lo has intentado?

Ahora ella se sentó y abrazó su cuerpo desnudo.

—La verdad es que tengo frío. Me vestiré.

Mark puso su túnica fuera de su alcance.

—Antes dime qué sucede.

Ella trató de cogerla, no pudo y cayó sobre él. Por un momento, quedaron abrazados. El la cubrió con una manta y friccionó su espalda.

— ¿Qué sucede?

Ella suspiró y se alejó de él.

—Una vez lo intenté —dijo—. Quería volver a casa, con mis hermanas. Pasaba el día llorando. Veía las luces y sabía que estaban a poco más de cien metros de distancia. Al principio corrí, luego empecé a sentirme rara, débil, me parece, y tuve que detenerme. Estaba decidida a llegar al dormitorio. Entonces seguí andando, no muy rápido, preparada para cogerme de algo si me desvanecía. Cuando me acerqué al límite, es un seto, de rosales… no tendría que ser difícil darle la vuelta. Cuando me acerqué, volví a sentir la sensación y todo empezó a girar. Esperé mucho rato, pero no se detuvo, y entonces pensé, si mantengo la mirada fija en los pies y no presto atención a ninguna otra cosa, podré seguir andando. Eché a andar de nuevo…

Ahora yacía rígida junto a Mark y su voz era casi inaudible cuando continuó.

—Empecé a vomitar. Y seguí vomitando hasta que no me quedó nada en el estómago, y entonces vomité sangre. Y supongo que perdí el conocimiento. Desperté en la habitación de las criadoras.

Suavemente, Mark tocó su mejilla y la acercó. La chica temblaba violentamente.

—Shhh —la calmó Mark—. Todo está bien. Ahora estás a salvo.

No había paredes que las mantuvieran aisladas, pensó, acariciando sus cabellos. Ningún cerco las aprisionaba, pero no podían acercarse al río; no podían acercarse al molino más de lo que estaban ahora; no podían cruzar el seto de rosales ni ir al bosque. Pero Molly había salido, pensó ceñudo. Y ellas también lo harían.

—Tengo que volver —dijo la chica. La expresión embrujada había vuelto a su rostro. La vaciedad, la llamaba ella.

—Tú no puedes saber lo que significa —continuó, tratando de explicar—. Nosotras no somos separadas, ¿sabes? Mis hermanas y yo éramos una sola cosa, una sola criatura, y ahora sólo soy un fragmento de esa criatura. A veces lo olvido por un rato; cuando estoy contigo puedo olvidarlo, pero siempre vuelve y vuelve la vaciedad. Si me dieras la vuelta, no encontrarías nada dentro de mí.

—Brenda, primero tengo que hablarte —dijo Mark—. Hace cuatro años que estás aquí, ¿no? Y has tenido dos embarazos. ¿Ya es hora, no?

Ella asintió y se puso la túnica.

—Oye, Brenda, esta vez no será como las anteriores. Están planeando usar a las criadoras para clonarse, implantando sus propias células clonadas. ¿Entiendes lo que digo?

Ella dijo que sí con la cabeza, pero estaba escuchando, vigilando.

—Muy bien. Han cambiado algo en los productos químicos que usan para los clones en los tanques. Ahora pueden seguir clonando a la misma persona muchas veces, pero serán neutros. Los nuevos clones no podrán pensar por sí mismos; no podrán concebir, ni fertilizar, ni tener hijos propios. Y los miembros del consejo temen que pierdan las habilidades científicas, la arteria. La habilidad de Miriam para dibujar, su memoria visual eidética… todo eso podría perderse si no lo fijan en la próxima generación clonándolo. Como no pueden usar los tanques, usarán a las mujeres fértiles como huéspedes. Te implantarán clones, trillizos. Y dentro de nueve meses tendrás tres nuevos Andrews, o tres mujeres más jóvenes y fuertes. Y continuarán usando la inseminación artificial con las demás. Cuando produzcan algún talento útil, lo clonarán varias veces, implantarán los clones en vuestros cuerpos y producirán más.

Ella lo miraba fijamente, ahora, muy intrigada por su preocupación.

— ¿Y qué importa? —preguntó—. Si así servimos mejor a la comunidad, es lo que tendremos que hacer.

—Los nuevos bebés de los tanques ni siquiera tendrán nombre —dijo Mark—. Serán los Bennys o las Bonnys, todos ellos y sus clones también se llamarán así, y los suyos.

Ella se ató las sandalias en silencio. —Y tú, ¿cuántos grupos de trillizos crees que podrá producir tu cuerpo? ¿Tres? ¿Cuatro? Ella ya no le escuchaba.

Mark trepó a la colina que dominaba el valle y se sentó en un peñasco, contemplando la gente que había abajo, la granja que había crecido año tras año, hasta llenar todo el valle, hasta la curva del río. Sólo la vieja granja era un oasis de árboles en los campos otoñales, que ahora parecían un desierto. El ganado se desplazaba lentamente hacia los grandes cobertizos. Un grupo de niños apareció en el campo, jugando a algo que requería corridas, caídas y nuevas corridas. Eran veinte o más, que jugaban juntos. Estaba demasiado lejos para oírlos, pero sabía que estaban riendo.

— ¿Y qué tiene de malo? —dijo en voz alta y se sorprendió al oírse. El viento agitaba los árboles, pero no llegó ninguna palabra, ninguna respuesta.

Estaban contentos, felices, y él, el intruso, a causa de su descontento, iba a destruirlo todo para satisfacer sus deseos egoístas. A causa de su soledad iba a trastornar a una comunidad entera que era próspera y estaba satisfecha.

Debajo de él aparecieron las hermanas Ella, las diez; cada una era una copia exacta de su madre. Por un momento, la imagen de Molly asomándose detrás de unos matojos, riendo con él, pasó por su mente. Se desvaneció y vio cómo las chicas se dirigían al dormitorio. De allí salieron tres hermanas Miriam y ambos grupos se detuvieron y hablaron.

Mark recordó cómo Molly daba vida a las personas en un papel; un toque aquí, otro allá, una ceja demasiado levantada, un hoyuelo demasiado profundo. Siempre era algo que no estaba bien, pero que daba vida al dibujo. Estas no podían hacerlo; lo sabía. Ni Miriam ni sus pequeñas hermanas Ella, ninguna de ellas. Eso había desaparecido; quizá se hubiese perdido para siempre. Cada generación perdía algo; a veces no se podía recuperar, a veces no se lo identificaba inmediatamente. Los hermanitos de Everett no podían afrontar un nuevo fallo en la terminal del ordenador; no podían improvisar durante el tiempo suficiente para salvar a los fetos si la electricidad fallaba durante varios días. Mientras los mayores pudieran prever los posibles problemas futuros y enseñar las soluciones a los jóvenes clones, estarían a salvo; pero los accidentes tenían el hábito de no ser previsibles, las catástrofes solían ser sorpresivas y un accidente grave podría destruir todo el valle, simplemente porque ninguno estaba entrenado para afrontar esa situación concreta.

Recordó una charla que había tenido con Barry.

—Estamos viviendo en la punta de la pirámide —le había dicho—. Nos sostiene la enorme base y estamos por encima de ella, por encima de todo lo que la hizo posible. No somos responsables de la estructura. No le debemos nada a la pirámide, pero dependemos totalmente de ella. Si la pirámide se derrumba y vuelve al polvo, no podremos hacer nada para impedirlo, ni siquiera para salvarnos. Cuando la base desaparezca, la cima también desaparece, por compleja que sea la vida que se ha desarrollado allí. La cima volverá al polvo junto con la base cuando llegue el colapso. Si hay que levantar una nueva estructura, debemos empezarla en el suelo, no encima de lo que se construyó en los siglos pasados.

— ¡Arrastrarías a todos al salvajismo! —Los ayudaría a bajar de la cima de la pirámide. Se está pudriendo. La nieve y el hielo por un lado; el tiempo y la edad por otro. Se derrumbará, y cuando suceda los únicos que sobrevivirán serán quienes no dependan de ella en ningún sentido.

Las ciudades están muertas, le había dicho Molly, y era cierto. Irónicamente, la tecnología que hacía posible la vida en el valle podría ser capaz de sostener esa vida sólo el tiempo suficiente para hacer imposible cualquier posibilidad de recuperación cuando la pirámide comenzara a inclinarse.

Nadie entendía el ordenador, pensó Mark, tal como sólo los hermanos Lawrence entendían el vapor de paletas y la caldera que lo movía. Los hermanos más jóvenes podían repararlo, volverlo a su condición original mientras los materiales estuvieran a mano, pero no sabían cómo funcionaban ninguno de los dos, ni el ordenador ni el barco, y si faltaba una tuerca, ninguno de ellos podría fabricar algo para sustituirla. Ahí estaba la razón de la inevitable destrucción del valle y de quienes vivían en él.

Pero eran felices, se recordó, mientras empezaban a encenderse las luces. Hasta las criadoras estaban contentas; estaban bien cuidadas y mimadas, si se las comparaba con las mujeres que salían de expedición todos los veranos o con las que trabajaban largas horas en los campos o en el huerto. Y si se sentían demasiado solas, tenían el consuelo de las drogas.

Eran felices porque no tenían la imaginación necesaria para mirar hacia adelante, pensó, y cualquiera que intentara decirles que había peligros era por definición un enemigo de la comunidad. Si desbarataba su existencia perfecta, se convertiría en su enemigo.

Su mirada inquieta recorrió el valle y finalmente se detuvo en el molino. Como su antepasado, comprendió que era el punto débil, el punto vulnerable del valle.

Espera a ser un hombre, había dicho Molly. Pero ella no se había dado cuenta de que cada día corría más peligro, de que cada vez que Andrew y sus hermanos discutían su futuro se sentían menos inclinados a concederles un futuro. Estudió el molino, pensativo. Había envejecido y su color era casi plateado, rodeado de rojos, pardos y dorados; además estaba el verde permanente de pinos y píceas. Le gustaría pintarlo. El pensamiento llegó de pronto y rió, poniéndose de pie. No había tiempo para eso. El tiempo era su meta; necesitaba más tiempo y en cualquier momento podían decidir que proporcionárselo era peligroso para todos. Bruscamente volvió a sentarse y ahora, mientras estudiaba el molino y la zona adyacente, entornó los ojos y dejó de sonreír.

La reunión del consejo había durado casi todo el día y, cuando terminó, Miriam pidió a Barry que la acompañara a dar un paseo. El la miró, interrogante, pero ella meneó la cabeza. Fueron hasta el río y cuando quedaron fuera de la vista de los demás, Miriam dijo:

—Quisiera pedirte un favor. Me gustaría visitar la vieja granja. ¿Puedes entrar en ella?

Barry se detuvo, sorprendido.

— ¿Por qué?

—No sé por qué. Pienso todo el tiempo que quiero ver los cuadros de Molly. Nunca los vi, ¿sabes?

—Pero ¿por qué?

— ¿Puedes entrar?

El asintió y echaron a andar de nuevo.

— ¿Cuándo quieres ir?

— ¿Es demasiado tarde ahora?

La puerta trasera de la granja estaba mal clausurada. Ni siquiera necesitaron una palanca para abrirla. Barry subió delante por las escaleras, llevando la lámpara de aceite, que arrojaba extrañas sombras en la pared. La casa parecía muy vacía, como si Mark no hubiese venido en mucho tiempo.

Miriam miró los cuadros en silencio, sin tocarlos, con las manos juntas, yendo de uno a otro.

—Habría que trasladarlos —dijo finalmente—. Aquí se pudrirán.

Cuando llegó a la talla de Molly que había hecho Mark, la tocó, casi con reverencia.

—Es ella —dijo suavemente—. El tiene su don, ¿verdad?

—Tiene el don —convino Barry.

Miriam apoyó su mano en la talla.

—Andrew planea su muerte.

—Lo sé.

—Ya ha hecho lo que tenía que hacer y ahora es una amenaza; debe desaparecer. —Acarició la mejilla de madera—. Mira, es demasiado alta y aguda, pero eso la hace más parecida a ella. Yo no entiendo por qué. ¿Y tú?

Barry meneó la cabeza.

— ¿Tratará de salvarse? —preguntó Miriam sin mirarlo, con voz cuidadosamente controlada.

—No lo sé. ¿Cómo podría hacerlo? No puede sobrevivir solo en los bosques. Pero Andrew no lo dejará quedarse muchos meses más en la comunidad.

Miriam suspiró y retiró la mano de la escultura.

—Lo siento —murmuró y no estaba claro si hablaba con él o con Molly.

Barry fue hasta la ventana que daba al valle y miró por el agujero que Mark había hecho en las maderas. Qué bonito era, pensó, la oscuridad que aumentaba, las luces pálidas brillando a la distancia y las colinas negras rodeando todo.

—Miriam —preguntó—. Si supieras cómo ayudarle, ¿lo harías?

Ella guardó silencio mucho rato y él pensó que no respondería. Después dijo:

—No. Andrew tiene razón. No es que su presencia sea peligrosa ahora, pero su existencia es dolorosa. Es como si nos recordara algo demasiado sutil para captarlo, algo que es doloroso, que puede ser letal. En su presencia tratamos de recuperarlo y fracasamos una y otra vez. Dejaremos de sentir ese dolor cuando ya no esté, no antes.

Se reunió con él en la ventana.

—Dentro de uno o dos años nos amenazará de otro modo. Lo importante es eso —dijo señalando al valle—. No un individuo, aunque su muerte nos mate a los dos.

Entonces, Barry rodeó sus hombros con el brazo y los dos siguieron mirando juntos el paisaje. Súbitamente, Miriam se puso rígida y dijo:

— ¡Mira, fuego!

Había una débil línea luminosa que creció mientras la miraban, extendiéndose en dos direcciones, transformándose en dos líneas que se movían hacia arriba y hacia abajo. Algo estalló, produjo un fuerte resplandor y después desapareció. Las líneas seguían avanzando.

— ¡Se incendiará el molino! —grito Miriam, y corrió de la ventana a la escalera—. Ven, Barry. ¡Es justo encima del molino!

Barry estaba en la ventana, como paralizado por las líneas de fuego que se desplazaban. El lo hizo pensó Barry. Mark está tratando de incendiar el molino.

CAPITULO XXVIII

Cientos de personas se esparcieron por la ladera de la colina, tratando de apagar el fuego. Otros patrullaban los terrenos que rodeaban la planta generadora, para asegurarse de que el viento no llevara chispas. Se conectaron mangueras para mojar los árboles y los matorrales, para empapar el techo del edificio de madera. Sólo cuando disminuyó la presión del agua se dieron cuenta de que tenían otro serio problema.

El volumen de agua del arroyo que hacía funcionar la planta se había reducido a un hilo. En todo el valle se apagaron las luces cuando el sistema desvió la energía disponible al laboratorio. El sistema auxiliar se puso en marcha y el laboratorio siguió funcionando, pero con menos energía. Todo quedó desconectado, salvo los circuitos conectados directamente con los tanques donde estaban los clones.

A lo largo de la noche los científicos, médicos y técnicos trabajaron, enfrentando la crisis. Lo habían ensayado con suficiente frecuencia como para saber lo que tenían que hacer y no perdieron clones, pero el sistema había sido dañado por el paro.

Otros hombres vadearon arroyo arriba para descubrir la causa de la disminución de la corriente. Al alba, tropezaron con un desprendimiento de tierras que casi había cortado el pequeño río y comenzaron a trabajar inmediatamente para despejarlo.

— ¿Trataste de quemar el molino? —preguntó Barry.

—No. Si hubiese querido quemarlo, hubiese encendido fuego en el molino, no en el bosque. Si quisiera quemarlo, lo quemaría.

Mark estaba de pie ante el escritorio de Barry, ni desafiante ni atemorizado. Aguardó.

— ¿Dónde estuviste anoche?

—En la vieja granja. Leyendo sobre Norfolk, estudiando mapas…

—Eso no me interesa. —Barry tamborileó con los dedos sobre el escritorio, empujó las gráficas que había estado estudiando y se puso de pie—. Escucha, Mark. Algunos creen que eres responsable del incendio, del dique, de todo. Les dije lo que acabas de decirme: si hubieses querido quemar el molino podrías haberlo hecho muy fácilmente y sin tantas complicaciones. El problema aún no está resuelto. Pero no puedes acercarte al molino. Ni al laboratorio, ni al astillero. ¿Has entendido?

Mark asintió. Los explosivos para despejar el río se guardaban en el astillero.

—Yo estaba en la vieja granja cuando empezó el fuego —dijo Barry súbitamente, y su voz era fría y dura—. Vi una cosa curiosa. Parecía una especie de erupción. He pensado mucho en eso. Pudo ser una explosión, suficiente para provocar el desprendimiento de tierras. Por supuesto, nadie pudo verlo desde el valle, y el ruido que haya hecho habrá sido poco, si la explosión fue subterránea, considerando el ruido que hacían todos apagando el incendio.

—Barry —dijo Mark interrumpiéndolo—. Hace unos años me dijiste una cosa muy importante; yo te creí y sigo creyéndote. Dijiste que no me harías daño, ¿lo recuerdas?

Barry asintió, todavía frío y vigilante.

—Ahora te lo digo yo a ti, Barry. Esa gente es mi gente también, y tú lo sabes. Te prometo que nunca intentaré hacerles daño. Nunca he hecho nada a propósito para causarles daño, y nunca lo haré. Te lo prometo.

Barry lo observó con expresión incrédula y Mark sonrió suavemente.

—Nunca te he mentido y lo sabes. Cada vez que hice algo lo admití cuando me lo preguntaste. Y no miento ahora.

Bruscamente, Barry volvió a sentarse.

— ¿Por qué estabas investigando Norfolk? ¿Qué es Norfolk?

—Había una base naval allí, una de las más grandes de la costa este. Cuando llegó el final debieron de poner cientos de barcos en dique seco. El nivel de los océanos ha bajado. En la bahía de Chesapeake, en la bahía de Delaware, debe de estar bajo allí también y esos barcos estarán altos y secos… le llamaban ponerlos en naftalina. Empecé a pensar en el metal de los barcos. Acero inoxidable, cobre, bronce… Algunos de esos barcos tenían tripulaciones de mil hombres, con provisiones para todos, medicamentos, tubos de ensayo, todo.

Barry sintió que sus dudas se desvanecían, y la incómoda sensación de que algo no había quedado claro se desvaneció mientras hablaban de las posibilidades de enviar una expedición a Norfolk a principios de primavera. Sólo mucho más tarde se dio cuenta de que no había hecho las preguntas cruciales: Mark, ¿había iniciado el fuego, por cualquier razón? ¿Había hecho estallar las rocas que habían obstruido el arroyo, por cualquier razón?

Y, si lo había hecho, ¿por qué? Habían perdido tiempo y les llevaría varios meses arreglar todo, pero de todos modos habían decidido interrumpir la clonación hasta que estuvieran listos para empezar la producción en masa, a fines de primavera. Sus planes no se habían modificado, salvo que ahora trabajarían en el arroyo, haciéndolo a prueba de accidentes, instalarían otro generador auxiliar y mejorarían la instalación en general.

Sólo las implantaciones humanas se verían demoradas con respecto a la fecha decidida. El trabajo preliminar de clonación de las células, hecho en el laboratorio, tendría que esperar a la primavera, cuando el laboratorio fuera limpiado y el ordenador programado de nuevo… Y entonces, ¿por qué estaba Mark tan satisfecho? Barry no podía responder a esa pregunta y sus hermanos tampoco.

A lo largo del invierno, Mark trazó sus planes para la expedición a la costa. No se le permitiría llevar a ninguno de los exploradores con experiencia, que eran necesarios para terminar de vaciar los almacenes de Filadelfia. Comenzó a adiestrar a su grupo de treinta chicos y chicas de catorce años mientras aún había nieve acumulada, y en marzo dijo que estarían preparados para partir en cuanto la nieve se derritiera. Presentó su lista de provisiones a Barry para que la aprobara; Barry ni la miró. Los chicos llevarían mochilas grandes, así, si encontraban objetos rescatables, podrían traer la mayor cantidad posible de cosas. Mientras tanto las fuerzas, más importantes, que viajarían a Filadelfia también se preparaban, y se prestó mucha más atención a sus necesidades que a Mark.

El laboratorio estaba listo para funcionar nuevamente y el ordenador reprogramado, cuando se descubrió que el agua que fluía por la cueva estaba contaminada. De alguna manera, bacterias coliformes se habían infiltrado en el agua pura y hubo que buscar su origen antes de poder iniciar las operaciones.

Una cosa tras otra, convinieron Barry y Bruce. El incendio, el desprendimiento, provisiones y fármacos que desaparecían y ahora el agua contaminada.

—No son accidentes —dijo Andrew, furioso—. ¿Sabéis qué dice la gente? ¡Que son obra de los espíritus del bosque! ¡Espíritus! ¡Es Mark! ¡No sé cómo ni por qué, pero es todo obra suya! Ya veréis; en cuanto se marche con su grupo se acabará todo. ¡Y esta vez, cuando vuelva, si lo hace, terminamos con él!

Barry no puso objeciones; sabía que era inútil. Habían decidido que Mark, ahora un hombre de veinte años, no podía seguir ejerciendo su influencia. Si no hubiese propuesto el plan de explorar los varaderos de Norfolk, se hubiese hecho antes. Era un elemento perturbador. Los clones jóvenes lo seguían ciegamente, obedecían sus órdenes sin preguntar nada y lo contemplaban con temor reverencial. Y lo peor era que nadie podía prever qué haría, ni qué podía estimularlo a la acción. Era tan extranjero para ellos como un ser de otra especie; su inteligencia no era como la de ellos, sus emociones no eran como las de ellos. Había sido el único que había llorado por las víctimas de la radiación, recordó Barry.

Andrew tenía razón y no podía hacer nada para modificar eso. Por lo menos, si Mark era responsable de la serie de accidentes, se detendrían y habría paz por un tiempo en el valle. Pero el día en que Mark salió a pie con su grupo se descubrió que el corral se había roto, en la parte más alejada, y que el ganado había salido, alejándose. Encontraron todos los animales, menos dos vacas con sus terneros y unas pocas ovejas. Y después de eso no hubo más accidentes, tal como había predicho Andrew.

El bosque era más espeso cada día, los árboles más grandes. Mark sabía que esto había sido un parque protegido, pero hasta él estaba atónito ante el tamaño de los árboles; algunos eran tan grandes que una docena de jóvenes cogidos de la mano apenas podían rodearlos. Nombró los que conocía: roble blanco, abedul, arce, una alameda… Los días eran calurosos mientras se dirigían al sur. Al quinto día giraron al oeste-suroeste y nadie discutió sus órdenes. Hacían lo que se les ordenaba alegre y rápidamente y no preguntaban nada. Eran fuertes, pero sus mochilas eran pesadas, y eran muy jóvenes y a Mark le parecía que se arrastraban mientras él hubiese querido correr, pero no les exigió demasiado. Tenían que estar en buena forma cuando llegaran a su destino. A media tarde, el décimo día, les dijo que se detuvieran y lo miraron expectantes.

Mark observó el ancho valle. Estudiando los mapas había descubierto que estaba aquí, pero no había imaginado que fuera tan hermoso. Había un arroyo y a cada lado el terreno se levantaba lo suficiente para que no hubiera inundaciones, pero no tanto que resultara trabajoso obtener agua. Estaba en el límite del parque nacional; algunos de los árboles eran como los gigantes que habían visto últimamente, pero otros eran más jóvenes y proporcionarían las vigas necesarias para los edificios. Había terrenos llanos para sembrar y pastos para el ganado. Suspiró, y cuando miró a sus seguidores lucía una amplia sonrisa.

Esa tarde y el día siguiente hizo que construyeran abrigos temporales; marcó el emplazamiento de los edificios que tenían que levantar; señaló los árboles que debían cortar, para los edificios y las hogueras; recorrió los campos que debían limpiar. Luego, sabiendo que se mantendrían ocupados hasta su vuelta, les dijo que se marchaba y volvería dentro de unos días.

—Pero ¿dónde vas? —preguntó uno de ellos, mirando a su alrededor, cuestionando por primera vez lo que estaban haciendo.

— ¿Es una prueba, verdad? —preguntó otro sonriendo.

—Sí —dijo sobriamente Mark—. Se podría decir que es una prueba. De supervivencia. ¿Alguna pregunta acerca de mis instrucciones?

No las hubo.

—Volveré con una sorpresa para vosotros —dijo, y se quedaron contentos.

Trotó sin esfuerzo en dirección al río y después lo siguió hacia el norte, hasta que llegó a la canoa que había ocultado en un matorral varias semanas antes. En total, le llevó cuatro días volver al valle. Hacía más de dos semanas que se había marchado y tenía miedo de que fuera demasiado.

Se acercó desde la colina que dominaba el valle y se acostó en la hierba a esperar que anocheciera. A última hora de la tarde apareció el vapor de paletas, y cuando atracó vino mucha gente que se alineó para ayudar a la descarga, pasándose lo obtenido de mano en mano hasta la orilla. Cuando se encendieron las luces, Mark se puso en movimiento. Se dirigió a la vieja granja, donde había escondido los fármacos. Después de recorrer dos tercios del camino se detuvo, dejándose caer de rodillas. A su derecha, a unos cien metros, estaba la entrada de la cueva; el suelo había sido pisoteado y el hueco entre las rocas estaba cubierto de tierra. Habían hallado su entrada y la habían clausurado.

Aguardó hasta estar seguro de que no había nadie vigilando la casa y luego, cuidadosamente, siguió descendiendo, disimulado entre los matorrales que crecían alrededor de la casa, hasta que se deslizó por la entrada de la carbonera hasta el sótano. No necesito luz para encontrar el paquete, escondido tras unos ladrillos que había aflojado meses antes. Allí estaba, también, la botella de vino que había ocultado. Trabajando rápidamente, metió las píldoras somníferas en la botella y la agitó vigorosamente.

Ya era de noche cuando volvió a trepar por la ladera de la colina y fue rápidamente al recinto de las criadoras. Tenía que llegar después de que estuvieran en sus dormitorios, pero antes de que se durmieran. Se deslizó en el edificio y miró por las ventanas hasta que la enfermera nocturna terminó su recorrido. Cuando se marchó del dormitorio donde dormían Brenda y cinco mujeres más, golpeó ligeramente en la ventana.

Brenda sonrió al verlo. Abrió la ventana, él entró y susurró:

—Apaga la luz. He traído vino. Tendremos una fiesta.

—Te desollarán si te cogen —dijo una de las mujeres. Estaban encantadas ante la perspectiva de una fiesta y ya estaban extendiendo la esterilla y una de ellas se recogía apresuradamente los cabellos.

— ¿Dónde están Wanda y Dorothy? —Preguntó Mark—. Tendrían que venir, y traer algunas chicas más. Es una botella muy grande.

—Yo las llamaré —susurró Lorena, ahogando una risita—. Espera a que se marche la Enfermera.

Atisbo afuera, cerró la puerta y se puso un dedo en los labios. Después de aguardar un momento, volvió a mirar y salió.

—Después de la fiesta tú y yo podríamos escaparnos un rato —dijo Brenda, frotando su mejilla contra la de Mark.

Mark asintió:

— ¿Tenéis vasos?

Alguien trajo vasos y empezó a servir el vino. Llegaron más chicas y ahora había once mujeres jóvenes en la esterilla, bebiendo el vino dorado, ahogando risas y carcajadas. Cuando empezaron a bostezar se fueron hacia sus camas y las que habían venido de la otra habitación se tendieron en la esterilla. Mark aguardó a que todas durmieran profundamente y luego salió en silencio. Fue hasta el muelle, se aseguró de que no había nadie en el vapor de paletas y luego volvió y comenzó a llevar hasta allí a las mujeres, una por una, envueltas como capullos en las mantas. En su último viaje reunió toda la ropa que pudo encontrar, cerró la ventana del dormitorio y, jadeando de fatiga, volvió al barco.

Desató las amarras y dejó que el barco se deslizara en la corriente, usando un remo para mantenerlo cerca de la costa. Cuando llegó frente a la vieja granja, enlazó una roca, acercó el barco a la orilla y lo amarró. Una cosa más, pensó, muy fatigado. Una cosa más.

Corrió hacia la casa, se deslizó por la carbonera y corrió escaleras arriba. No encendió la luz; fue hacia los cuadros y comenzó a recogerlos. Detrás de él se encendió un fósforo; quedó inmóvil.

— ¿Por qué has vuelto? —Preguntó ásperamente Barry—. ¿Por qué no te quedaste en los bosques, que son lo tuyo?

—Me vuelvo a buscar mis cosas —dijo Mark, y se volvió. Barry estaba solo. Estaba encendiendo la lámpara de aceite. Mark hizo un gesto hacia la ventana y Barry meneó la cabeza.

—Es inútil. Conectaron una alarma en la escalera. Si alguien sube aquí la alarma suena en el dormitorio de Andrew. Dentro de un par de minutos saldrán hacia aquí.

Mark cogió el cuadro y después otro, y otro.

— ¿Por qué estás aquí?

—Para avisarte.

— ¿Por qué? ¿Por qué sabías que volvería?

—No sé por qué, y no quiero saber por qué. He estado durmiendo abajo, en la biblioteca. No podrás llevarlos todos —dijo con tono urgente mientras Mark seguía recogiendo cuadros—. Llegarán en seguida. Creen que quisiste quemar el molino, bloquear el arroyo, envenenar a los clones en los tanques. Esta vez no se detendrán a hacer preguntas.

—No quería matar a los clones —dijo Mark, sin mirar a Barry—. Sabía que el ordenador daría la alarma antes de que usaran el agua contaminada. ¿Cómo lo descubrieron?

—Hicieron que varios de los chicos se metieran en el agua; un par logró llegar hasta el otro lado, y después de eso no fue difícil. Murieron cuatro —dijo, sin expresión.

—Lo lamento —dijo Mark—. No pretendía eso.

Barry se encogió de hombros.

—Tienes que marcharte.

—Estoy dispuesto.

—Morirás allá —dijo Barry con la misma voz muerta—. Tú y esos chicos que te llevaste. No podrán reproducirse, ¿sabes? Quizá una chica, quizá dos pero… ¿y después qué?

—Me llevo a varias mujeres del recinto de las criadoras —dijo Mark.

Ahora Barry mostró emoción e incredulidad.

— ¿Cómo?

—No importa cómo. Las tengo. Y saldrá bien. Lo he planeado muy cuidadosamente. Saldrá bien.

— ¿Así que todo fue para eso? —Dijo Barry—. ¿El incendio, el dique, el agua contaminada, las semillas que te llevaste? ¿Todo fue para eso? —dijo nuevamente, esta vez sin mirar a Mark, sino estudiando los cuadros que quedaban, como si contuvieran la respuesta.

—Y hasta tienes ganado —añadió.

Mark asintió:

—Los animales están a salvo. Vendré a buscarlos dentro de un par de semanas.

—Te seguirán —dijo lentamente Barry—. Piensan que eres una amenaza y no descansarán hasta encontrarte.

—No podrán hallarnos —dijo Mark—. Los que podrían hacerlo están en Filadelfia. Cuando vuelvan, no habrá rastro de nosotros en ninguna parte.

— ¿Has pensado cómo va a ser? —gritó Barry, perdiendo súbitamente el control de sí mismo—. ¡Te temerán, te odiarán! No es justo que los hagas sufrir. Y te odiarán por eso. ¡Morirán todos! Uno por uno, y cada muerte hará que los sobrevivientes te odien más. ¡Al final moriréis todos, unas muertes mezquinas y miserables!

Mark meneó la cabeza.

—Si no lo conseguimos —dijo— no quedará nadie en la Tierra. La pirámide se está inclinando. La presión de la gran pared blanca es demasiado fuerte; no la soporta.

—Y si lo conseguís volveréis al salvajismo. Pasarán mil años, cinco mil años antes de que el hombre pueda salir del pozo que estás excavando para él. ¡Serán como animales!

—Y vosotros estaréis muertos. —Mark miró a su alrededor y se dirigió velozmente a la puerta. Allí se detuvo y miró a Barry con firmeza—. No vas a entender esto. Yo soy el único ser viviente que puede entenderlo. Te quiero, Barry. Para mí eres extraño, extranjero, inhumano. Todos vosotros lo sois. Pero no los destruí cuando pude y quise hacerlo, porque te quería. Adiós, Barry.

Siguieron mirándose por un momento y después Mark se dio la vuelta y corrió ágilmente escaleras abajo. Detrás de él escuchó el ruido de algo que se rompía pero no se detuvo. Salió por la puerta de atrás y ya había atravesado el bosquecillo y estaba en el campo cuando Andrew y sus compañeros se acercaron. Mark se detuvo y escuchó.

—Aún está ahí —dijo alguien—. La veo.

Barry había roto los tablones que cerraban la ventana para poder ser visto. Estaba ganando tiempo para él, comprendió Mark, y comenzó a correr agachado hacia el río.

—Así que todo fue para eso —susurró nuevamente Barry, ahora dirigiéndose a la cabeza tallada que era Molly. La cogió y se sentó ante la ventana abierta, con la luz detrás de él—. Todo fue para eso —dijo, una vez más y se preguntó si Molly siempre estaba sonriente. No levantó los ojos cuando las llamas comenzaron a crujir por la casa, pero abrazó la talla con fuerza, como si quisiera protegerla.

Río abajo, Mark, de pie en el vapor de paletas, vio las llamas y lloró. Cuando el barco golpeó contra una roca puso el motor en marcha y continuó río abajo. Cuando llegó al Shenandoah giró hacia el sur y siguió hasta que el barco no pudo pasar. Casi estaba amaneciendo. Separó la ropa que había recogido en el dormitorio de las mujeres y llenó mochilas con las provisiones del barco; necesitarían todo lo que pudieran llevar.

Cuando las mujeres empezaran a moverse les daría té y pan de maíz y las desembarcaría. Llevaría el barco hasta el medio del río y lo dejaría arrastrar por la corriente. Lo necesitarían en el valle. Entonces, él y las mujeres cruzarían el bosque en dirección al hogar.

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