Muchas veces a lo largo de la vida he soñado con la idea de recibir una noticia que altere mi destino. Esta imaginación procede quizá de la historia, sin duda falsa, que leí en algún almanaque popular, de aquel joven inglés, famélico y desesperado, que al llegar a la playa para suicidarse encontró una botella con el testamento del norteamericano Singer, que legaba sus millones a quien lo recogiera. Un día en la misma puerta de casa, increíblemente el sueño se volvió realidad; pero en la versión que me deparó la suerte, desaparecen los elementos románticos: no hay botella, ni mar, ni testamento, sino un montón de papeles en la boca de un perro. Nuestros deseos por fin se cumplen de manera de persuadirnos de que más vale no desear nada.
El perro, según me pareció, un mastín atigrado, a diferencia de los habituales carteros que, mes a mes, abandonan en el zaguán contiguo las revistas que aguardo con ansiedad, sabía lo que estaba haciendo. Después de entregar el sobre me miró con determinación y, ahora creo, con esperanza. Corrió hasta la puerta, se paró en las patas traseras, apoyó las manos en el picaporte, trató de abrir. No lo consiguió. Supongo que se produjo entonces un conflicto entre su inteligencia, extraordinaria para un animal, y los reflejos propios de la especie. Vencieron los reflejos, el perro aulló. Los aullidos guiaron los precipitados pasos de un pelafustán de cejas muy pobladas que trabaja en la escuela de perros de la calle Estomba. Cuando el perro lo vio, intentó velozmente el contraataque y la fuga. Lo redujeron sin dificultad.
– Se había escapado -aclaró el hombre con una sonrisa que lo volvía humano.
El pelafustán no me reclamó los papeles.
Nada más desolado que los ojos de un perro triste. En los del pobre animal que se
debatía, casi asfixiado, había desolación, pero también reproche. El reproche, ojalá que me equivoque, venía dirigido a mí.
Entré en casa y examiné el cartapacio. Trae la firma del mismo Lucio Bordenave que me habría enviado, días atrás, por intermedio de una señorita, una carta desaforada y confusa. Después de recurrir a un perro ¿de qué se valdrá mi corresponsal para llamar la atención?
Por motivos aparentemente contradictorios, desconfío de la autenticidad del documento. Ante todo, me parece raro que Bordenave se dirija a mí; al fin y al cabo estamos distanciados. También me parece raro que Bordenave me trate de usted; al fin y al cabo nos conocemos desde la infancia. Lo cierto es que después de la lectura sentí la contrariedad de quien recibe un anónimo. O peor aún: de quien recibe la carta de un impostor.
Busqué en la guía el número de teléfono del Instituto Frenopático de la calle Baigorria, llamé, pedí por la señorita Paula.
Cuando le dije mi nombre, preguntó:
– ¿Le llevaron los papeles?
– Sí. Me los trajo un perro.
La mujer exclamó "¡Pobre perrito! Mi perrito amoroso", prorrumpió en gemidos desconsolados y débiles y cortó la comunicación. Veinte días después ocurrió en mi presencia un desagradable episodio callejero. Me hamacaba en el silloncito de mimbre, a la puerta de casa, cuando por el centro del pasaje apareció Ceferina, una parienta de los Bordenave -aindiada, anciana, huesuda, alta- con las chuzas desmadejadas y con ojos que le brillaban como si la consumiera la fiebre. Corrió hasta quedar frente a mí, agitando los brazos y gritando con voz alterada:
– ¡El que volvió no es Lucho! ¡El que volvió no es Lucho!
De pronto se aflojó como un trapo. Me acerqué a mirar. Estaba muerta. En un instante se agolparon los curiosos.
Entré en casa, me tiré en la cama, traté de olvidar, y como eso era imposible, medité. No encontraba sino dos alternativas: creer lo que me refería el informe, intervenir y quedar como tonto, o no creer, no intervenir y quedar como egoísta.
Para visitar a Bordenave esa misma noche, aproveché lo que no parece muy delicado, el velorio de Ceferina. Más linda que nunca, Diana me ofreció una tacita de café y me saludó como si no me conociera. Lucho me miró con tan imperturbable indiferencia, que busqué refugio en un grupo de amigos, entre los que estaban el Gordo Picardo, el Payaso Aldini, y otros que apenas identificaba, porque se habían mudado y desde largos años no vivían en el pasaje.
Hacia la madrugada, en la cocina, se levantó un clamoreo. A Picardo, que es un curioso, le insinué: "¿Por qué no averiguamos qué ocurre?". Una muchacha delgada, pálida, de cabello muy corto, a gritos le decía a Diana:
– ¡He venido esta noche para que todo el barrio me oiga! ¡Váyase de mi casa! ¡Usted es una intrusa y lo sabe perfectamente!
Lucho Bordenave y el señor Standle, un alemán, la tomaron de los brazos y la pusieron en la calle. Cuando la arrastraban me acerqué y creí ver, en la nuca de la muchacha, una cicatriz. Me parece que Bordenave tenía una igual. Alguien dijo que el alemán se encargó de llevar a la alborotadora al Instituto Frenopático. El suegro de Bordenave, don Martín Irala -un anciano en mangas de camisa y en pantuflas- consolaba a su hija, que parecía muy afectada por el entredicho.
Al otro día llamé al Instituto y pedí por la señorita Paula. Me preguntaron:
– ¿De parte?
– Un amigo.
– Ya no trabaja con nosotros.
– ¿Podría darme su dirección?
– No la tenemos. En la habitación que ocupaba el señor Bordenave hemos hallado una carta para usted. ¿Quiere que se la enviemos, señor Ramos?
Me contrarié, porque ya me cansaban las cartas de Bordenave y porque me habían reconocido. Todo el asunto me pareció, amén de confuso, amenazador. Resolví, pues, olvidarlo por un tiempo.
(1973)