Colgué el teléfono aterrado y permanecí jadeando unos instantes, como si hubiera hecho un esfuerzo físico insufrible. Comprendí que los teléfonos móviles tejían sobre el universo una red de ansiedad que se superponía a la de la telefonía fija. Agujereábamos la capa de ozono, pero creábamos en su lugar otras capas, densas como mantas, de palabras que atravesaban la atmósfera buscando destinatarios imposibles. Abrí la ventana, pese al frío, para que entrara el aire, y cuando me recuperé (es un decir: nunca me he recobrado de aquella llamada), regresé a la mesa de trabajo. Intenté comprender a Luz Acaso. La imaginé escuchando los mensajes de su móvil, y atendiendo esporádicamente, de forma personal, algunas de las llamadas. El móvil permitía llevar a cabo multitud de juegos sin el riesgo de los teléfonos fijos, pues al no estar a nombre de nadie, no hay manera tampoco, si tú no quieres, de que lo relacionen contigo, y puedes desprenderte de él cuando te canses arrojándolo simplemente al cubo de la basura. Utilizado del modo en el que lo utilizaba Luz, el móvil devenía en un sexo artificial, en una prótesis.
Me pregunté si habría más gente que lo estuviera usando como ella. Llamé al periódico, hablé del asunto con un experto en sucesos, y me dijo que no tenía noticias de que se hubiera generalizado ese uso del móvil, aunque había oído hablar de gente, en cambio, que compraba uno de estos teléfonos de usar y tirar y no le daba jamás el número a nadie.
– ¿Para qué los compran? -pregunté.
– Para recibir una llamada de Dios -me dijo-. Los llevan siempre encima por si algún ser de otra dimensión decide telefonearles. Te puedes imaginar que a veces, el teléfono suena porque alguien se equivoca, pero ellos interpretan esas equivocaciones como mensajes de otros mundos. Hay mucho loco suelto.
Yo, por mi parte, guardaba el mío en un cajón de la mesa de trabajo. De vez en cuando lo abría, escuchaba los mensajes y me masturbaba excitado por toda aquella brutalidad provocada por la incomunicación de los seres humanos. Comprendí que el móvil era indistintamente un falo o un clítoris, pero cuando me di cuenta de que estaba entrando en esas dimensiones infernales del sexo de las que hacía tiempo que había logrado escapar, arrojé el aparato a la basura y volví a mi sexualidad habitual, que era una sexualidad, por entendernos, escéptica, descreída, una sexualidad para ir tirando.
Entretanto, Fina y yo nos veíamos ya de un modo regular. Conseguí que me cogiera confianza, lo que no fue difícil, pues los dos nos encontrábamos bien juntos (y ella, para decirlo todo, se ganaba un dinero). A su lado, advertí que en los últimos años me había aislado de la realidad casi sin darme cuenta. El proceso debió de comenzar cuando me convertí en un reportero de lujo y me liberaron de la obligación de ir al periódico todos los días. Es cierto que desde entonces había escrito mis mejores reportajes, haciendo hablar a los demás de su vida o relatando lo que veía al otro lado de mi cabeza, pero yo no hablaba de mí mismo con nadie (ni siquiera con Nadie). Fina tuvo la habilidad de convertirse en una confidente perfecta: no hacía otra cosa que escuchar. Le hablé de mi ex mujer, de mi hija, le conté con detalle la época en la que creí que podría encontrar alguna verdad fundamental en el adulterio, le relaté la frustración de no haber tenido un hijo varón, quizá un discípulo, que se identificara conmigo, o con el que yo hubiera podido identificarme. Le conté mi vida, en fin, como hacen muchos borrachos con las putas, y a medida que se la contaba la ordenaba para mí mismo intentando encontrarle un sentido. Nos veíamos siempre en restaurantes, pues para ella resultaba tranquilizador que estuviéramos rodeados de gente. Después del primer encuentro, ya no volví a pensar que estuviera enferma, sino que era así. Incorporé su enfermedad a su constitución y dejó de producirme extrañeza, como cuando aceptas que el otro sea cojo, o impuntual, o tuerto.
Al mismo tiempo que yo veía a Fina sin que nadie conociera estos encuentros, Alvaro Abril me telefoneaba de forma regular para contarme sus conversaciones telefónicas con ella, con su madre. La culpa que me proporcionaba este doble juego era semejante a la que en otro tiempo me había proporcionado el adulterio, por lo que en el fondo creo que en aquel triángulo esperaba encontrar de nuevo una verdad fundamental. Me da un poco de vergüenza esta expresión, verdad fundamental, pero para qué vamos a engañarnos, creo que no he buscado otra cosa en la vida que una verdad fundamental. Lo que no había previsto, conscientemente al menos, es que Fina (o Luz Acaso) utilizara mis confidencias para tejer una trama, en la que Alvaro y yo quedaríamos enredados también como dos cordeles dentro de un bolsillo.
Un día, Alvaro me llamó por teléfono y me dijo que por fin le había preguntado a su madre por su padre.
– Le he preguntado quién es mi padre.
– ¿Y qué te ha dicho?
– Al principio no quería ni oír hablar del asunto, aseguraba que era mejor que no supiera nada, pero poco a poco fue cediendo y por lo visto es un periodista, fíjate qué casualidad. Quizá hay en mi afición a escribir algo genético.
Me puse pálido y tragué una porción de saliva que cogió el camino equivocado, provocándome un acceso de tos que me impidió continuar hablando.
– Te llamo en unos minutos -dije- y colgué.
Vomité sobre la taza del retrete y al tirar de la cadena, mientras veía descender violentamente el agua en forma de torbellino, comprendí lo que había ocurrido: Fina (o Luz Acaso) había estado sonsacándome hábilmente cosas de mi propia vida que utilizaba con Alvaro para describirle un padre imaginario (aunque real, pues se trataba de mí) cuya imagen fuera gratificante para ambos. Ella no conocía la relación existente entre Alvaro y yo, no podía saber que al mentir abrochaba sin embargo una verdad. Fui a la cocina, bebí lentamente un vaso de agua y a cada sorbo fui haciéndome cargo de que estaba siendo víctima de una ficción que mi propio deseo había contribuido a levantar. Era todo mentira, de acuerdo, sí, pero empezaban a encajar tan bien los materiales de esa quimera, que tenía que repetirme continuamente es mentira, es mentira, porque a medida que pasaban los minutos era más verdad. Yo siempre había trabajado con materiales reales y sabía de qué manera manipularlos para alcanzar el significado o la dirección que convenía a mis intereses. Mi experiencia con la ficción, en cambio, se reducía a aquel cuento, Nadie, en el que incluí por otra parte tantos elementos autobiográficos que en cierto modo era también un reportaje disimulado. No sabía, en fin, de qué manera se defiende uno de lo irreal.
Cuando me calmé, llamé a Alvaro. -Perdona, chico, pero me ha dado un ataque de tos.
– No te preocupes. Te decía que Luz, mi madre, me ha hablado de mi padre. Dice que es un periodista con el que se acostó hace veinticinco años cuando ella comenzó a prostituirse y él estaba haciendo un reportaje sobre las putas que se anunciaban en la prensa.
Dios mío, yo mismo le había contado a Fina que había hecho ese reportaje y que quería hacer ahora otro para ver las diferencias entre una época y otra. El reportaje antiguo se había publicado, de manera que si Alvaro quería saber quién era «su padre», no tenía más que revisar las hemerotecas. Y yo no podría decirle es mentira, Alvaro, es mentira, porque eso habría significado confesar que me veía con Fina. Por otro lado, Alvaro no necesitaba consultar ninguna hemeroteca. Sabía que su padre era yo e iba cercándome para que al menos entre los dos quedara establecido de manera implícita ese conocimiento.
– Por lo visto -añadió-, mi padre ni siquiera sabe que aquella puta con la que se acostó se había quedado embarazada. Ella no quiso decírselo para no complicarle la vida y porque quería tener el hijo sola. Pero luego, cuando nació, las cosas se pusieron difíciles y tuvo que darlo en adopción.
– ¿Todavía continúas empeñado en eso? -le reproché. -¿Tú qué crees? – preguntó él con cierta dureza.
Un día, después de que hubiéramos comido de nuevo en el restaurante de Príncipe de Vergara donde nos encontramos por primera vez,
Fina propuso que tomáramos el café en su casa. Vivía en María Moliner, muy cerca de allí, y quería que conociera a esa amiga suya que escribía un libro sobre el lumbago, o sobre el l'um bago, para que le contara mi experiencia, pero también, añadió, para que la orientara un poco, pues se trataba de una chica muy joven y dudaba si hacerlo en forma de reportaje o de novela.
María José nos esperaba impaciente, con un parche de cuero negro en el ojo. Dijo, con un punto de resentimiento, que se le había enfriado el café dos veces, y cuando nos lo sirvió sabía, en efecto, a recocido. Se movía de forma extraña, procurando utilizar lo menos posible el costado derecho. Fina me explicó en un aparte que no era tuerta ni coja ni nada parecido, sino que tenía inmovilizado todo ese lado para descubrir las posibilidades del izquierdo, pues pretendía escribir un libro zurdo. Me pareció que la casa olía a comida y a medicinas. El ambiente, en cualquier caso, estaba un poco enrarecido por una estufa de butano con ruedas colocada cerca del sofá.
– Pues éste es el periodista que tiene lumbago -dijo Fina señalándome, después de que yo hubiera abandonado el abrigo sobre una silla y tomáramos asiento.
– Cuando quieras – añadió María José cogiendo de la mesa un cuaderno de notas alargado.
– Bueno, a mí el lumbago sólo me molesta a temporadas -dije algo cohibido por la situación y por la rapidez con la que sucedía todo-, y no sé muy bien de qué depende, quizá de los cambios de estación. En otoño lo noto más, pero el médico asegura que el otoño no tiene nada que ver, que el problema es que paso muchas horas sentado en malas posturas.
– ¿Te sientas peor en el otoño que en el resto de las estaciones? -preguntó con expresión sagaz.
– Es lo que yo pienso -dije-, que si me siento siempre igual, me tendría que doler lo mismo en primavera, o en invierno. Mi médico lo cura todo caminando. «Ande usted», me dice, pero la verdad es que he hecho de todo: paseos, acupuntura, masajes… sin ningún resultado. Ahora me acabo de comprar una silla alemana que dicen que es muy buena y creo que me alivia un poco, aunque me debería aliviar más para el precio que tiene.
María José tomaba notas torpemente con la mano izquierda. Daban ganas de arrancarle el cuaderno y escribir por ella, pero Fina la miraba con admiración y respeto, como a esa hija que ha logrado estudiar la carrera en la que han fracasado todos los hombres de la familia.
– ¿En qué piensas cuando oyes la expresión región lumbar? -preguntó.
– ¿Cómo que en qué pienso?
– Sí, ¿qué te pasa por la cabeza?
– Pues no sé, esta zona del cuerpo.
– ¿Y nunca te has imaginado la región lumbar como un territorio mítico, a la manera del Macondo de García Márquez o del Yonapatawpha de Faulkner?
– Pues no, francamente.
– Imagínate este principio para un relato: «Cuando los enviados del dolor atravesaban la región lumbar, se desató una tormenta eléctrica en la cresta ilíaca».
Miré con perplejidad a Fina, que compuso la expresión de fíjate lo lista que es, y yo mismo empecé a considerar la posibilidad de que se tratara de un genio.
– La verdad es que suena bien -dije al fin, entregado a la lógica literaria de aquellas dos mujeres.
– Ya lo sabía yo que sonaba bien. El problema es que no estoy segura de si debo escribir sobre el lumbago o sobre el l'um bago, que en rumano creo que quiere decir el ojo vago. Hay que hacer caso de la dirección que toman las palabras. Yo creo que escribir consiste en averiguar lo que quieren decir las palabras más que en lo que quieres decir tú.
Fina bostezó, como si la conversación se hubiera vuelto de repente demasiado técnica, y dijo que iba a descansar un rato, pero que yo me podía quedar todo el tiempo que quisiera. Abrió la puerta de la derecha y desapareció en lo que supuse que era su dormitorio. Cuando nos quedamos solos, María José dijo:
– Si no te importa, voy a quitarme el parche un rato, para descansar.
Se quitó el parche negro y sufrí una erección desproporcionada. Creo que la vi entonces por primera vez, como si hasta entonces hubiéramos permanecido en una penumbra que su ojo derecho, al levantar el párpado, hubiera iluminado. Se hizo la luz, en fin, de un modo espectacular, y tras la luz, de forma sucesiva, fue apareciendo ante mí el resto de la creación: su cuello, sus hombros, sus pechos, sus caderas… Llevaba una camiseta blanca muy ceñida y unos pantalones vaqueros, pero estaba descalza, pese a que la temperatura no invitaba a ello. El pelo, corto y desigual, dejaba adivinar la forma perfecta del cráneo.
– Tengo un tatuaje -dijo.
– ¿Dónde?
– En la región lumbar -añadió volviéndose de espaldas y subiéndose la camiseta.
En efecto, se había hecho dibujar sobre la piel, a todo color, un pequeño paisaje vacío, sin otra línea que la del horizonte. En su sencillez, era sobrecogedor.
– ¿Te gusta? -preguntó.
– Mucho -dije.
– Justo por aquí -añadió pasando una uña mordida cerca de la línea del horizonte- está situada la cresta ilíaca. -Pero no se ve -añadí, como esperando que me enseñara más. -No se ve porque está al otro lado. Es una sierra misteriosa por la que cabalgan los enviados del dolor.
Me pidió que le enseñara mi región lumbar y le dije que no, que me daba vergüenza, pero había caído en el delirio de que me estaba pidiendo otra cosa, e intenté atraerla hacia mí, para darle un abrazo. Ella me separó sin violencia y dijo:
– En otras circunstancias no me habría importado, pero me estoy reservando para Alvaro Abril. -Alvaro Abril, ¿el escritor? -Sí, ¿lo conoces? -Un poco. -Es un genio y, aunque él todavía no lo sabe, me
está destinado.
Nunca había oído a nadie pronunciar disparates con aquella firmeza. Me volví partidario del disparate, aunque no me sirvió de nada, pues ella continuaba decidida a consagrarse a Alvaro.
– Estoy colonizando mi lado izquierdo -dijo-,
porque mi lado izquierdo es el camino que conduce a él. -Yo daría la vida por ser tu lado izquierdo -dije. Ella sonrió y se recostó en el sofá, con expresión nostálgica y lejana. La erección comenzó a ceder y de sus cenizas brotó de nuevo mi instinto periodístico. Le pregunté qué relación tenía con Fina y sin gran esfuerzo comencé a conocer la historia de Luz Acaso desde un lado diferente al de Alvaro. Supe cómo había llegado a Talleres Literarios encontrándose con un huérfano vocacional que podría haber sido su hijo. Supe también de qué modo casual María José había entrado en relación con Luz y me enteré de los pormenores de su convivencia, como que vivían en Praga y que dormían juntas.
– ¿Conoces Praga? -preguntó.
– Estuve una vez -dije.
– ¿Y no te parece que este piso está allí?
Me pareció que sí y se lo dije. También estuve de acuerdo en que era buen título para una novela. -Dos mujeres en Praga, suena bien. -Te lo regalo -dijo ella. -No escribo novelas, pero si algún día me decido, te tomaré la palabra. -¿Por qué no escribes novelas? -Porque prefiero trabajar sobre datos de la realidad.
– Qué obsesión con los datos. Luz piensa que la historia del lumbago debería ser una novela, mientras que la del l'um bago debería ser un reportaje.
– ¿Quién piensa eso?
– Luz -repitió haciendo con la cabeza una señal en dirección al dormitorio. -Creí que se llamaba Fina -dije. -Fina, Luz, qué más da. No pretenderás que ponga en el periódico su verdadero nombre.
Dejé pasar unos segundos y añadí:
– Yo creo que no es una verdadera puta.
– ¿Por qué dices eso?
– Las conozco y no da el tipo.
– ¿Y qué más da si lo es o no?
Comprendí que tampoco María José me ayudaría a trazar la frontera entre las fantasías de Luz (o Fina), y la realidad, pero por primera vez en mi vida disfruté de aquel estado de indefinición. Las tardes de invierno en Praga son cortas, y la luz, en efecto, se iba por la estrecha calle a la que daban las ventanas como un chorro de agua por un canal. María José podía ser enormemente minuciosa en la descripción de los hechos, y disfrutaba con ello. Me hizo un dibujo concienzudo de su vida cotidiana con Luz (había dejado de ser Fina definitivamente). Supe en qué lado de la cama dormía cada una y quién aliñaba las ensaladas
o preparaba el desayuno. Supe que existía también la posibilidad de que fuera una funcionaría deprimida. Supe que podía ser viuda o no, y que podía haber tenido un hijo de adolescente o no. María José era indiscreta por ingenua, pero no era infiel. Habría dado la vida por Luz, aunque su temperamento narrativo la empujaba a contar sin pausa. Le dije eso mismo, que tenía un temperamento narrativo, pero me respondió que todo el mundo tiene un temperamento narrativo de derechas.
– Sin embargo -añadió-, no sabría cómo contarte todo esto desde el lado izquierdo, y desde el lado izquierdo te garantizo que sería distinto.
– ¿En qué sentido distinto?
– No lo sé. Si lo supiera, no tendría necesidad de probarlo. Es como si el lado izquierdo estuviera no exactamente vacío, sino lleno de fantasmas a los que no se ha dado la ocasión de expresarse. Yo quiero darles y darme esa oportunidad, de modo que si me lo permites voy a ponerme de nuevo el parche, para continuar practicando.
Entonces pregunté qué había en la habitación de la izquierda. -No lo sé -dijo-. Nunca lo he preguntado. Está cerrada con llave desde el día en que llegué.
Una vez que se colocó el parche y sometió su lado derecho a la inmovilidad anterior, se apagó su belleza. Se lo dije, le dije que cuando había abierto el párpado derecho se iluminó toda y que al cerrarlo se había oscurecido, y me respondió que me imaginara cómo sería el izquierdo cuando diera con el interruptor de la luz de ese lado.
– Pero vamos a trabajar -añadió tomando el cuaderno-. Has venido aquí a hablar del lumbago.
Miré el reloj y dije que continuaríamos otro día. Me levanté, cogí el abrigo para irme y cuando estaba despidiéndome me dio un papel.
– Lee esto despacio y dime qué te parece como principio para una novela.
Cuando llegué a la calle, bajo un farol, leí el texto. Decía así: «Yo tenía un acuario en el salón. En ese acuario, en vez de peces de colores, había dos langostas con las pinzas sujetas con gomas elásticas, para
que no se hirieran. Mi padre alimentaba durante todo el año aquellas dos langostas que nos comíamos en Navidad. Dios mío, era como comerse a dos hermanas gemelas».
Entonces, incomprensiblemente, me eché a llorar convencido de que me había echado a reír.
uando abrí el correo electrónico, tenía un mensaje de Alvaro Abril. Llevaba varios días sin llamarme, ni yo a él, y comprendí que prefería no hablar conmigo. El mensaje decía así: «Bastaría, para descubrir la identidad de mi padre, revisar la hemeroteca y ver quién, nueve meses antes de que yo naciera, publicó en algún periódico de la época un reportaje sobre la prostitución. He decidido no hacerlo por ahora. Sigo hablando regularmente con mi madre. Ninguno de los dos ha propuesto que nos veamos. Sólo puedo relacionarme con esa dimensión llamada madre por teléfono. Por teléfono y por carta: te adjunto la carta a la madre que he conseguido rematar finalmente estos días. A mi editor no le ha gustado y ha decidido no publicarla. De momento, afortunada mente, no me ha pedido que le devuelva el anticipo.
¿Podrías hacer alguna gestión para que se publicara como un cuento en tu periódico? Gracias anticipadas. Por cierto, me ha vuelto a llamar la ex monja, pero no ha aportado nada nuevo, sólo quería asegurarse de que la información no me había hecho daño».
En ese mismo instante adiviné que la ex monja no era otra que María José. Inmediatamente, abrí el documento adjunto, para leer la carta a la madre, y tropecé con el siguiente relato:
EL CUERPO DEL DELITO
Alvaro Abril
Querida madre: te escribo esta carta por dinero. La editorial me ha pagado un anticipo en metálico. Fue la única condición que puse cuando me hicieron la propuesta: que me pagaran en metálico. Mi editor estaba sentado al otro lado de la mesa, con el respaldo de la silla echado hacia atrás, poniendo entre él y yo una distancia jerárquica. Siempre habla así con los escritores de los que la editorial podría prescindir, aunque se humilla como un perro con los autores estrella. Yo no soy una de sus estrellas, todavía no, de modo que cuando entro en su despacho se echa hacia atrás y me observa desde la lejanía como a una borrasca que avanzara hacia él desde la línea del horizonte. El año pasado publicó un volumen de cartas de escritoras a sus padres que funcionó muy bien. Ahora quiere repetir el experimento con un libro en el que un grupo de autores escribamos una carta a nuestra madre. Le dije que aceptaba el encargo a cambio de que me pagara el anticipo en metálico.
– Ya no se paga así -respondió.
– Ya no se escriben cartas -dije yo-. Además mi madre está muerta. -¿Qué tiene que ver que esté muerta? -Es más comprometido. Se echó a reír para contrarrestar la gravedad de mi respuesta y luego dijo que no entendiera el encargo de una forma tan literal.
– Puedes escribir a una madre imaginaria y viva. Lo que importa es que el texto tenga forma de carta.
– Está bien, lo haré si me pagas en metálico.
Al principio dijo que no, pero cuando advirtió que no entraría en el proyecto de otro modo, abandonó el despacho para hablar con alguien y me dejó solo durante quince o veinte minutos durante los que yo mismo me pregunté el porqué de esa exigencia absurda. Las paredes del despacho estaban decoradas con fotografías de los autores de la editorial. Busqué inútilmente una en la que apareciera yo, aunque fuera en segundo plano, y al final tuve que aceptar que soy un escritor insignificante para este cerdo. Entonces me subió hasta las sienes una oleada de rencor y fui presa de uno de mis ataques de odio. Nunca te he hablado de estos ataques que sufro desde pequeño, madre, pero son terribles. Me asaltan en cualquier momento, frente a situaciones que, aunque adversas, cualquier otro ser humano superaría sin dificultad. Se deben al convencimiento de que el mundo tiene conmigo una deuda que se hace más grande cuanto mayor me hago. Cuando pienso que quizá me muera sin que se haya saldado, el rencor me corta la respiración y acelera el pulso de mis sienes con unos latidos enloquecedores. No me preguntes cuándo contrajo el mundo esa deuda conmigo, ni en qué circunstancias, porque no sabría decírtelo, pero siempre supe que me debíais algo y creo que tú tampoco lo ignorabas. De hecho, fuiste la única que intentaste pagarme a tu manera.
Me dio un ataque de odio tan fuerte como los que padecía en la infancia contra mis profesores o mi padre. Mi padre era ahora el editor y me estaba regateando el éxito, la gloria, al no hacerme un hueco en aquella galería fotográfica. Quizá sea un escritor minoritario, pero soy un escritor sólido y él lo sabe. Estoy traducido a siete lenguas y se han hecho tesis sobre mi obra en Estados Unidos, Alemania y Francia. Le pago en prestigio el dinero que deja de ganar con mis libros. ¿Qué le costaría colocar una fotografía mía en su despacho, aunque volviera a descolgarla cuando saliera por la puerta?
Un día, tendría yo nueve o diez años, comimos en un restaurante con otro matrimonio amigo vuestro. Lo recuerdo muy bien porque no era normal que yo estuviera allí: quizá no habíais encontrado con quién dejarme. El caso es que durante la comida, y debido seguramente a mi presencia, empezasteis a hablar de los hijos, y en un momento dado el hombre del matrimonio amigo sacó la billetera y mostró la foto de un hijo suyo que tenía mi edad. Me impresionó que llevara a su hijo en la cartera y lo mostrara con aquel orgullo. De vuelta a casa, registré a escondidas la cartera de papá y no encontré mi foto dentro de ella. Fue una de las primeras veces que noté el latido en las sienes y la falta de aire en los pulmones. Combatí el ataque de odio en mi cuarto, debajo de la cama, alimentando la fantasía de que me haría famoso por algún medio y que papá llevaría ya siempre mi foto para enseñársela a todo el mundo con orgullo.
Ahora, tantos años después, levantaba una fantasía semejante en el despacho de mi editor. Imaginaba que mi próximo libro era un éxito mundial y que él se arrastraba para que no le abandonara. Imaginaba eso y también que todas las paredes de la editorial, desde la entrada hasta el cuarto de las fotocopias, estaban forradas con fotografías en las que sólo aparecería yo recibiendo premios o impartiendo conferencias. Puede parecerte una fantasía loca, madre, pero ni aun así me pagaría el mundo el uno por ciento de lo que me debe. Dios mío, si lo pienso, todo en la vida lo he hecho por miedo: fui un buen estudiante por miedo a que tú no me quisieras. Fui obediente por miedo a que papá no estuviera orgulloso de mí. Soy un buen escritor por miedo a decepcionar a mis críticos, para quienes escribo siempre la misma obra que ellos halagan del mismo modo mecánico. Y soy un ciudadano ejemplar por miedo a ir a la cárcel o a que no se reconozca la deuda que el mundo contrajo conmigo en algún tiempo remoto. Seguramente, acepté el encargo de escribirte esta carta también por miedo a parecer un autor difícil. La condición de que me pagaran en metálico era casi una broma, una excentricidad si quieres. Los editores aceptan nuestras excentricidades porque a cambio de ellas van quedándose con pedazos de nuestra alma. Si el diablo tuviera que manifestarse hoy en forma humana, lo haría en
forma de editor.
Y bien, el caso es que con estos pensamientos remitió el ataque de odio y el pulso de las sienes recuperó su ritmo habitual. Entonces me pregunté qué clase de carta escribiría y a cuál de todas mis madres: ¿a la imaginaria?, ¿a la real?, ¿a la soñada?, ¿a la muerta?, ¿a la viva?
En esto, se abrió la puerta del despacho y entró el editor diciendo que había hablado con el director financiero y que estaban intentando arreglar lo del pago en metálico. Mientras lo arreglaban o no, hablamos un rato de mi próxima novela. No tengo próxima novela, pero le dije con una afectación retórica que estaba trabajando en una obra maestra, lo que pareció inquietarle un poco, porque colocó el respaldo de la silla en la posición vertical, como cuando despegamos y aterrizamos, que son los momentos más delicados del vuelo, y preguntó para cuándo la tendría lista.
– Aún no lo sé -respondí. -Sería fantástico que la tuvieras para la primavera -dijo.
Por lo visto, le había fallado uno de sus autores estrella y andaba escaso de novedades para esa época en la que las editoriales hacen sus mayores apuestas.
– Ya veremos, pero tienes que colocar alguna foto mía en las paredes -añadí con tono irónico, como si se tratara de una broma, aunque él notó en seguida que se trataba de una broma seria.
– La colocaré -dijo-, pero fíjate que sólo tengo colocados a los que más detesto. El problema es que los que más detesto son también los que más venden.
A continuación me contó algunas de las miserias de aquellos autores, a cuyos pies se habría arrojado si en ese instante hubiera entrado uno de ellos por la puerta. En ese mismo instante decidí que ya no quería el afecto de mi editor, sino su respeto, su miedo: había comprendido que un editor sólo respeta a aquellos autores de los que habla mal.
Al poco, recibió una llamada telefónica y en seguida entró la secretaria con un sobre lleno de billetes que conté sonriendo delante de él. Sabía que estaba preguntándose qué pasaba por mi cabeza, pero por mi cabeza, la verdad, no pasaba nada, excepto la satisfacción de que hubieran aceptado aquel capricho de pagarme en metálico. Luego, traje el sobre a casa con el mismo respeto que si en él estuvieran encerradas, más que mi anticipo, tus cenizas, madre. No me preguntes el porqué de esta asociación entre el dinero y tus cenizas, porque no tengo ni idea. Quizá he empezado a escribir esta carta a la madre para averiguarlo.
Cuando llegué a casa, guardé el sobre en el cajón superior de la mesa de trabajo, que se transformó así en un columbario, y cada día, antes de ponerme a trabajar, esparcía sobre el escritorio los billetes, como si distribuyera tus
restos, y me quedaba contemplándote, contemplando el dinero, a la espera de que tú misma me dictaras la carta que te tenía que escribir, pues yo no sabía qué decirte, aún no lo sé. Ni siquiera sabía si debía escribírtela a ti o a una madre imaginaria, ni si escribirla desde mí o desde un narrador imaginario. Tampoco lo sé. El caso es que con estas dudas, que quizá no eran más que una coartada para no escribir, se cumplió el plazo acordado para la entrega de la carta sin que ni siquiera la hubiera comenzado, de modo que llamé al editor y me disculpé.
– No puedo hacerlo, no me sale -dije, asegurándole que al día siguiente le haría una transferencia para devolverle el anticipo.
– Nada de transferencias -respondió de mal humor-. Te empeñaste en que te pagara en metálico y yo te pagué en metálico, así que devuélveme el dinero del mismo modo.
Discutí todavía un poco con él y al fin dijo que me había pagado con dinero negro. Me quedé espantado. Tengo un miedo casi religioso a todo lo que se relaciona con el fisco, de modo que por un momento creí que acabaría en la cárcel. Le grité que no tenía derecho a hacer eso conmigo y respondió que cuando alguien solicita un anticipo en metálico está pidiendo que le paguen con dinero negro, para no declararlo.
– Ése es el código -añadió-. Y me costó mucho conseguirlo, ya casi no hay dinero negro en circulación, en nuestro sector al menos.
Colgué el teléfono lleno de remordimientos, saqué los billetes del sobre (de la urna más bien) y los extendí de nuevo sobre la mesa. Aquel dinero no sólo era tu cuerpo, madre, sino que era de repente también el cuerpo del delito. Era un cuerpo ilegal. Nadie debía saber que se encontraba en mi poder. Ese día cerré el cajón con llave. Esa noche no dormí. A la mañana siguiente saqué del banco una cantidad idéntica y fui a devolvérsela al editor, que miró los billetes de uno en uno al tiempo que consultaba una lista que le había pasado la secretaria.
– Éstos no son los billetes que yo te di -dijo al fin-. Tienen otra numeración.
– ¿Y qué más da eso? -pregunté un poco angustiado. Tenía la impresión de haberme metido sin querer en un asunto demasiado turbio para mi resistencia moral.
– El dinero negro tiene sus normas -dijo-. Si no quieres escribir la carta, no la escribas, pero devuélveme los billetes que te di a cambio. Éstos no me sirven.
– Me los he gastado -argumenté.
– Mala suerte, chico -dijo él-. Tendrás que ir tras ellos, o escribir la carta a tu madre. Tú verás.
– Sé que esto es una broma -le dije con un nudo en la garganta-. Pero empieza a ser una broma de mal gusto.
– No es ninguna broma. Si quieres, le digo al director financiero que te lo explique él mismo.
Entonces hizo el gesto de levantar el teléfono, pero le frené espantado. No quería complicar más las cosas y tengo más miedo a los directores financieros que a la policía.
– Está bien -respondí intentando ocultar mi angustia-, mañana mismo tendrás tus billetes.
Abandoné la editorial con la determinación de devolvérselos, pero cuando llegué a casa y los toqué a través del sobre comprendí que no sería capaz de continuar traficando con tu cuerpo, y ello pese a la sospecha de que el editor me había mentido para forzarme a escribir esta carta, madre.
Dejé que pasaran unos días y el editor no llamó. Tampoco esperaba que lo hiciera inmediatamente, desde luego. Él sabía que la deuda continuaba en pie y conocía de sobra la debilidad de mi carácter. Ya no me atrevía a abrir el cajón en el que reposaba el dinero negro, el dinero clandestino, aquel dinero poseído de manera ilícita, del mismo modo que de niño te había poseído ilegalmente en mis fantasías sexuales. ¿Lo sabías? ¿Sabías que durante mucho tiempo deliraba contigo? Quizá sí. ¿Recuerdas que en el cuarto de baño de casa había un cesto de mimbre para la ropa sucia? Muchas veces, cuando adivinaba que ibas a darte una ducha, yo me ocultaba dentro de ese canasto y te veía por entre los vacíos del tejido de mimbre. Aún podría reproducir cada uno de los gestos con los que te enjabonabas el cuerpo, pues te tengo en fotos y en película archivada dentro de mi cabeza. Recuerdo, por cierto, la sorpresa, y el susto, que me di al descubrirte los pezones, pues durante mucho tiempo pensé que los pechos de las mujeres eran lisos. El descubrimiento del pezón fue como el de una enfermedad adictiva, pues si bien al principio lo detesté, luego ya no podía vivir sin él. Tampoco tú tenías unos pezones normales, madre, pues carecían prácticamente de areola y surgían del seno casi sin transición, como si no estuvieran incluidos en el diseño original y alguien te los hubiera incrustado de forma algo cruel. Los he buscado luego en mil mujeres distintas sin hallarlos en ninguna. Hace tiempo, me relacioné con una estudiante de medicina a la que se los dibujé y me dijo que era imposible, que esos pezones sólo existían en mi imaginación, pero creo que me mentía para que dejara de buscar, pues quizá esa particularidad anatómica (¿anatómica?) era lo único que nos separaba. Nunca he dejado
de preguntarme dónde termina la anatomía y comienzan las emociones. De hecho, no sé si desde aquel cesto de mimbre estudiaba emociones o anatomía, pues lo cierto es que procuraba controlarme para que la excitación no me impidiera tomar notas de todos tus rasgos para reproducirlos después imaginariamente en la soledad de mi habitación. Nunca lo logré. Era capaz de reconstruirte por partes, pero luego, cuando intentaba verte entera, las partes perdían su contorno, se diluían en el conjunto, como si hubiera entre el todo y las partes un conflicto que aún no he logrado resolver.
Allí estaba yo, observando tus volúmenes desnudos, cubierto por la ropa sucia de la casa, por tus camisones, tus blusas, por tu ropa interior, aunque también por la de mi padre, que inexplicablemente convivía con la tuya. Mi memoria olfativa me devuelve siempre que se lo pido el olor de aquellas prendas que también he buscado en la ropa de otras mujeres, con poco éxito para decirlo todo.
Has de saber, madre, que con frecuencia contrato a prostitutas que vienen a mi casa y a las que pido que se duchen delante de mí mientras yo huelo su ropa. Y cuando se agachan para enjabonarse los tobillos, entregando sus pechos a la fuerza de la gravedad, yo voy buscando un instante, uno solo, que reproduzca
uno de aquellos que viví entonces. Recuerdo que a veces observabas desde la bañera, significativamente, el cesto de la ropa, como si me buscaras por entre las ranuras del mimbre. Quizá no ignorabas mi presencia, aunque me dejabas hacer porque conocías la deuda que el mundo tenía conmigo y pensabas que ése era un modo de empezar a pagarla. De hecho, recuerdo tu mirada de complicidad cuando entraba en tu habitación sin llamar para sorprenderte a medio vestir, o tu tono de voz cuando me pedías que te abrochara un vestido a cuyos botones no llegaban tus manos. Mi pasión hacía un recorrido de ida y vuelta, pues tú me devolvías parte de ella siempre en forma de detalles ambiguos que podían interpretarse de un modo o de otro. Te he dicho que pagabas la deuda de la que yo me sentía acreedor, pero también me pregunto si no contribuíste a hacerla más grande, pues una vez que salí a la vida comprendí que ninguna otra mujer me daría tanto como tú. Me habría ido con cualquiera que me hubiera garantizado la mitad. Hay personas que tienen esta capacidad de aumentar la deuda al tiempo de saldarla. Me ocurrió no hace mucho con un amigo que me prestó dinero para hacer frente a unos pagos. Cuando se lo devolví, lo aceptó de tal modo que tuve la impresión de que le debía más. El problema es que ahora se trataba de
una deuda moral, es decir, de las que no hay manera de saldar.
He repasado lo escrito hasta aquí y me sorprende que el dinero aparece asociado a veces a tu cuerpo, pero también al amor (no he conocido otro que el de las prostitutas), a las cenizas, a la escritura y ahora a la amistad. El dinero tiene esa virtud proteica de convertirse en lo que quieres o en lo que detestas. Empiezo a adivinar el porqué de ese empeño en que me pagaran en metálico el anticipo de esta carta que, contra todo pronóstico, empieza a salir adelante, madre.
Y bien, el resultado de aquel intercambio de satisfacciones entre tu cuerpo y el mío fue que deseé ser adoptado más que ninguna otra cosa en el mundo, pues si era adoptado podía disfrutar sin culpa de aquellas experiencias delictivas. Uno encuentra lo que busca y yo encontré multitud de señales en esa dirección. Durante un tiempo, hurgué en todos los armarios de la casa, en todos los cajones, en todos los archivadores. Me sorprendió ver que la vida estaba hecha en gran parte de documentos que iban desde la cédula de habitabilidad de la casa hasta sus escrituras, pasando por los recibos de la luz, del gas, del colegio, por los certificados de nacimiento, de defunción, por los títulos académicos y por las fotografías que reposaban, dentro de cajas de zapatos, en la
zona más oscura de los armarios. No hallé, madre, ningún documento en el que se dijera que yo era adoptado, pero tampoco fui capaz de reconocerme en las fotografías de los parientes lejanos o próximos que examiné con lupa durante aquellos días.
Además de eso, si era adoptado, de repente adquiría un sentido la indiferencia de papá hacia mí. Lo he llamado indiferencia, pero a veces era más que eso, pues estoy seguro de que muchas veces me vio como un rival. Comencé a espiarte, a escuchar tus conversaciones, y me pareció que en muchas de ellas, de manera velada, aludías a las condiciones en que me habías adoptado y mostrabas alguna forma de arrepentimiento. Un día, estabas hablando con alguien, con la abuela, me parece, y te oí decir:
– Estoy arrepentida. Ahora no volvería a hacerlo.
Cuando te diste cuenta de que yo estaba delante, me diste la espalda avergonzada y bajaste la voz. ¿De qué estabas arrepentida? Yo nunca lo estuve de ser tu hijo adoptivo, aunque quizá habría querido ser algo más que eso. ¿Cómo no voy a tener la sensación de que el mundo me debe algo? Me debe unos padres verdaderos y una mujer con la que pueda relacionarme sin buscarte en ella. Lo he hecho todo por miedo a no perderte cuando la realidad es que jamás te tuve.
Ahora te tenía dentro del cajón de mi mesa: habías adquirido la forma de unos billetes que el editor me había entregado para que te escribiera esta carta. Ya no me atrevía a abrir el cajón, el ataúd más bien, pero cada día, cuando me ponía a escribir, o a fingir que escribía, sentía a través de la madera los latidos de tu cuerpo encerrado en aquel sobre que nunca debí haber aceptado, y no era capaz de juntar dos frases seguidas, dos frases, madre, cuando yo vivía de las frases, pagaba con las frases el alquiler de la casa, el aceite, la sal, las putas, el pan de cada día. No podía pasar mucho tiempo sin producir frases, en fin, porque las frases eran también el tejido con el que tapaba la ausencia de tu cuerpo y la del mío a veces, pues hay días en los que no me siento y en los que casi no me veo en el espejo. Los libros justifican mi existencia del mismo modo que a mí me habría gustado ser la justificación de la tuya. Todo es escritura, como verás.
Entretanto, sucedió algo con tus cenizas verdaderas. Cuando te incineramos, como sabes, no estaba permitido que los deudos se llevaran las cenizas a casa, por lo que tampoco fue posible cumplir tu deseo de arrojarlas al mar, de modo que adquirí en el cementerio un columbario donde desde entonces reposaba la urna con tus restos. Pues bien, durante estos días incineraron a un escritor, a cuya ceremonia tuve que acudir por compromiso, observando con sorpresa que tras la cremación los hijos recibieron una vasija con las cenizas. Al llegar a casa telefoneé al cementerio y me dijeron que, en efecto, la legislación había cambiado y que desde hacía algún tiempo los familiares de la persona fallecida podían disponer de los restos de la combustión, si ése era su deseo. Expliqué mi caso, para ver si era posible recuperar tus cenizas, y me dijeron que sí, pero había que pasar por una serie de penalidades burocráticas que me desanimaron. Colgué el teléfono sin tomar nota siquiera de las diligencias, pues al no estar dotado para los trámites me espantó la idea de rellenar instancias o recorrer ventanillas.
Pero ahora, cada vez que me sentaba a la mesa para fingir que escribía, el cuerpo del delito, escondido bajo llave en el cajón, me hacía recordar tus cenizas, guardadas en aquel frío columbario del cementerio, y la culpa se multiplicaba por dos. En apariencia eran culpas distintas, una de orden moral y otra económico, pero lograban trenzarse entre sí de tal manera que acabé por no distinguir dónde comenzaba la una y acababa la otra. El editor continuaba sin llamar, aunque su silencio tampoco era nada tranquilizador. Hay gente que sabe utilizar el silencio como una amenaza. De todos modos, siempre empezaba a leer el periódico por las páginas de cultura con la esperanza de ver anunciada la aparición del libro de Cartas a la madre, pues ello significaría que había renunciado a la mía (y quizá a recuperar el anticipo).
Una mañana, harto de consumirme frente a la cuartilla, cuyos bordes, de forma inconsciente, había ido coloreando de negro con el bolígrafo hasta dejarla convertida en una especie de esquela, salí a la calle, tomé un taxi y me dirigí al cementerio. Era un día muy frío, de enero, pero muy soleado también. En las esquinas se observaban restos de la helada nocturna y la hierba de los parques permanecía cubierta por una delgada mortaja de hielo que empezaba a derretirse cuando entré en las instalaciones del camposanto. Fui directamente a la zona del horno crematorio, donde en esos momentos se llevaba a cabo una incineración en un ambiente de enorme «friolencia», si pudiera decirse de este modo, que supongo que no, y desde allí me dirigí al edificio de los columbarios.
Se trataba de una especie de nave, o de nevera industrial, pues una vez dentro la temperatura bajaba tantos grados que el frío te envolvía de inmediato como una llama inversa. Los columbarios estaban dispuestos a lo largo de las altas paredes de tal modo que el recinto evocaba un almacén. Por un momento imaginé que en el interior de cada nicho hubiera un par de zapatos en vez de un conjunto de cenizas. Zapatos de hombre, de mujer, de tacón alto, de invierno, de verano, quizá alguna bota también, alguna zapatilla… Había visitado unos meses antes una fábrica de calzado, para documentarme sobre un trabajo en curso, y encontré ciertas semejanzas entre aquel lugar y éste.
Me costó un poco dar con tu nicho, madre, pues no había vuelto desde la incineración, hacía ya cinco o seis años, quizá siete. Ni siquiera había comprobado que hubieran puesto la pequeña lápida que encargué a un marmolista de la zona. Pero allí estaba, con tu nombre y las dos fechas que marcaban los dos extremos de tu vida. No había nadie en el interior de la nave. Sólo yo, abrasándome en medio de aquel frío. Me subí las solapas de la chaqueta, pues no tengo abrigo, nunca lo tuve, madre, pese a la importancia social que tú le dabas a esa prenda, y entonces me sentí un poco desamparado, un poco huérfano, por lo que expulsé tres o cuatro lágrimas que bajaron heladas hasta la barbilla, desde donde se precipitaron al vacío.
Pese a todo, no había perdido por completo la capacidad para establecer conjeturas y entonces me di cuenta de que bastaría con dar un golpe a la lápida para romperla y recuperar tus cenizas sin necesidad de llevar a cabo ningún trámite burocrático. No había piedras alrededor, pero encontré una paleta de albañil cuyo mango, que tenía un núcleo de hierro, me pareció que bastaría. Di un golpe excesivamente tímido, otro un poco más resuelto, pero también insuficiente, y al tercero, al fin, se quebró la losa, que era delgada y fría como la capa de hielo sobre un estanque. Arranqué con las manos los restos, que cayeron al suelo con un estrépito excesivo, o eso me pareció, y tropecé con el tabique de rasilla que el día de la incineración, ahora lo recordaba, había colocado un obrero para proteger la urna. No fue difícil echarlo abajo, pero me dañé con la precipitación un dedo, el más pequeño de la mano derecha, en el que me ha quedado un dolor recurrente, un estribillo, de este modo lo llamo, pues vuelve con la misma periodicidad que un ritornelo en un poema. Y así como de algunas canciones decimos a veces que sólo nos sabemos su estribillo, yo podría decir que de mi mano derecha sólo me sé ese dolor rutinario que se repite desde entonces entre estrofa y estrofa de la vida.
Una vez echado abajo el ladrillo, y con la urna al alcance de la mano, tuve un instante de terror al considerar que aquello que estaba llevando a cabo era un delito, aunque las cenizas fueran de mi madre, o quizá por eso. Estaba
violando una tumba, en fin, estaba profanando un espacio que se considera sagrado. En poco tiempo me había convertido en un traficante de dinero negro y en un profanador de tumbas. Y todo ello de manera gratuita, como hacemos la mayoría de las cosas. Fue el propio miedo el que me ayudó a tomar la urna helada, por cierto, y salir con ella de la instalación. En la zona del horno crematorio, a pocos metros de donde me encontraba yo, había un pequeño grupo de personas con las solapas de los abrigos subidas. En lugar de llevarse el cigarrillo a los labios, fumaban inclinando la cabeza, en una especie de encogimiento dirigido a protegerse del frío, o del dolor. Vi a mi derecha un pequeño arbusto cuyas hojas estaban bordeadas por una cinta de escarcha que evocaba el azúcar sobre las frutas confitadas. Lamenté de nuevo la falta de abrigo, pues una prenda de esa naturaleza me habría ayudado a ocultar la urna. Finalmente, con la resolución que da el miedo, atravesé toda la instalación y salí a la calle, una especie de carretera más bien, sin llamar la atención de nadie. Tuve que caminar bastante para llegar a una zona donde hubiera taxis y entre tanto iba cambiando la urna de brazo, pues su frío traspasaba el tejido de la chaqueta y de la camisa abrasándome la piel como una plancha de hierro al
rojo vivo.
– Vengo de recoger las cenizas de mi madre -le dije al taxista con cierto dramatismo, pues necesitaba dar algún desahogo a mi desamparo.
– ¿Le importa que encienda un cigarrillo? -preguntó él, como si la mención a las cenizas le hubieran abierto las ganas de fumar.
Me ofreció uno y lo tomé, pese a que llevaba cinco o seis años sin fumar, casi los mismos que tú llevabas muerta. Por la radio del taxi estaban dando una receta de cocina y comprobé con desesperación que los jugos gástricos se ponían en danza. No sabía si tenía más hambre que tristeza, del mismo modo que unos minutos antes había sido incapaz de decidir si el miedo era mayor que el frío. Algunas veces las sensaciones morales anulaban las físicas, pero otras veces eran las físicas las vencedoras de esa rara batalla entre el cuerpo y el espíritu. El cigarrillo me mareaba un poco, pero me quitaba el hambre, y en general fue mayor el consuelo que el malestar que me proporcionó.
Ya en casa, coloqué la urna sobre la mesa de trabajo y al lado de ella el sobre con los billetes que anticipaban todo este horror en el que me encontraba envuelto. El sobre, con el paso de los días, había adquirido cierta calidad de sudario. Me daba aprensión tocarlo, pues también el dinero, en su interior, parecía dotado de
la plasticidad de la carne. Yendo de un objeto a otro, y de ellos a las cuartillas vacías, que parecían también una mortaja en la que permanecía envuelto el cadáver de mi escritura, me llené de remordimientos, madre. No sólo de remordimientos hacia ti, sino hacia mí mismo, pues todo en la vida lo había hecho de aquel modo improvisado, torpe, con el que también recuperé tus cenizas o me comprometí a escribirte esta carta. Tal vez si hubiera cumplido los trámites burocráticos para acceder legalmente al columbario y hubiera firmado un contrato normal con el editor, sin dinero físico por medio, habría sido capaz también de escribir una carta común. Tampoco se trataba de hacer nada especial. Era un trabajo de encargo, como tantos de los que se aceptan por dinero. No sé por qué nunca me ha bastado el dinero, por el que tú tanto sufriste en vida. Siempre pido a la escritura que me proporcione también algún grado de desasosiego. Nunca me he conformado con pagar el alquiler, el pan, los cigarrillos (ahora de nuevo los cigarrillos), el alcohol, las putas, sino que he procurado obtener también de mi trabajo unas cantidades de arrepentimiento, que constituían a la vez el motor para seguir escribiendo. Siempre fueron un circuito cerrado la escritura y el remordimiento. Cada uno se alimentaba del otro, y los dos de mí. Pedí el dinero en metálico para arrepentirme
de ello, pues había pensado gastármelo en excesos sexuales. En defectos sexuales más bien, si se tienen en cuenta mis inclinaciones venéreas. Pero los beneficios de la prostitución, pensé, hay que reinvertirlos en la prostitución. Entonces sonó el teléfono.
– ¿Cómo va la carta? -preguntó el editor al otro lado. -Estoy trabajando en ella -dije-. Dame aún unos días.
– Una semana. Sólo falta la tuya. Pero si prefieres devolverme el dinero -añadió con cierto desdén-, a mí me da lo mismo. Haz lo que quieras.
Bajé a un bar cercano, tomé un bocadillo, compré un paquete de tabaco y volví a casa dispuesto a escribirte la carta de un tirón. Pero el circuito del remordimiento y la escritura se había quebrado en algún punto. No lograba colocar dos frases seguidas. A media tarde, rompí el frágil precinto de la urna y tomé un puñado de tus cenizas que guardé en el bolsillo de la chaqueta. Todavía recuerdo su tacto polvoriento. Polvo eres y en polvo te convertirás, nos decía el cura el miércoles de ceniza, cuando me llevabas a la iglesia de la mano, y nos dibujaba, también a manera de anticipo, aquella cruz gris sobre la frente. Luego abrí el sobre y cogí unos billetes. Me fui a la calle con las solapas de la chaqueta subidas y busqué a una prostituta madura de la que llevaba meses intentando deshabituarme. No tuve que caminar mucho, pues vivo en un barrio donde se ejerce la prostitución. Un escritor, habrías pensado tú, debería vivir más cerca de la Biblioteca Nacional que de los burdeles, y es cierto, pero es que los burdeles están muy cerca también de la Biblioteca Nacional, algo deben de tener en común las putas y los libros.
La mujer estaba en su esquina, muerta de frío, y se alegró de verme. -Hoy te lo haría gratis -dijo- con tal de encontrar una excusa para irme a casa.
La comprendí porque yo también buscaba continuamente excusas para no escribir. Muchos días escribiría gratis con tal de no escribir, pero los escritores no hemos resuelto cómo escribir sin escribir, aunque sea gratis. Eso es lo que nos llevan las putas de ventaja, que sí son capaces de hacerlo y a veces hasta te regalan lo que no te hacen. De hecho, cuando llegamos a su apartamento comprendí que ni ella ni yo teníamos ganas de nada que no fuera tumbarnos boca arriba en la cama y fumar un cigarrillo detrás de otro, contemplando el techo, viendo cada uno en sus sombras las formas de su remordimiento.
– ¿No quieres nada? -dijo ella arrebujándose para combatir el frío. El contacto con sus pies me recordó el tacto helado de la urna cuando la saqué del columbario.
– Nada, pero te pagaré, no te preocupes. He conseguido un poco de dinero negro. No hace falta que lo declares.
– ¿Estás loco? Nunca lo he declarado.
Me habría gustado que compartiéramos el cigarrillo, igual que los amantes en las películas, pero ella se empeñó en que fumara cada uno del suyo, porque le tiene miedo, como todas las putas, a la respiración de los clientes (mi editor también: por eso echa el respaldo de la silla hacia atrás). A mí se me caía la ceniza cada poco entre las sábanas, de modo que en un momento dado comencé a llorar.
– ¿Qué te pasa ahora? -preguntó ella.
Le conté que esa misma mañana había recuperado las cenizas de mi madre y que no sabía qué hacer con ellas, aunque a mi madre le habría gustado que las arrojara al mar.
– Tíralas por el retrete -dijo-, mucha gente lo hace. Tarde o temprano llegan al mar. El año pasado estuve en el Mediterráneo y parece una cloaca.
Estaba irritable, de otro modo no me habría dicho eso, creo yo. Pero no me enfadé. En cierto modo me parecía más noble la relación que tenía ella conmigo que la que había establecido yo con mi editor.
– Conozco a otro escritor -añadió-, que se echa a llorar también por nada. Sois unos flojos.
– No es que seamos flojos -dije-, sino que la vida nos debe algo que a medida que pasa el tiempo tenemos menos esperaza de cobrar.
Pero para problemas, claro, los de ella, los de la puta. Yo ya conocía su historia, pero volvió a contármela para competir con mi sufrimiento. Tenía una hija en Francia, estudiando Farmacia.
– Y no sabe a lo que me dedico -añadió-. Cree que vendo joyas, fíjate. Eso es un problema y no lo de las cenizas de tu madre. Si yo fuera escritora, hablaría de cosas reales, como la de tener en Francia una hija que se cree que su madre vende joyas. He tenido que aprender a distinguir un rubí de un diamante, ya ves tú. ¿Sabes en qué se diferencian?
Le dije que no y me dio una lección de minerales cristalizados y piedras preciosas sin dejar de contemplar el techo. En algún momento, para referirse al rubí, creo, empleó la palabra carbunclo, o carbúnculo, con cuya pronunciación disfrutaba como si tuviera en la boca un caramelo.
– Se dice de las dos formas -aclaró-, aunque a mí me gusta más carbunclo.
– Parece una enfermedad -dije yo-. Si me dicen que alguien se ha muerto de un carbunclo, o de un carbúnculo, me lo creo.
– Pues no es una enfermedad, ya ves tú. No me amargues el día.
Estuvimos dos horas, en fin, intercambiando problemas, pero siempre perdía yo. Además, me había humillado su modo de documentarse sobre el universo de las joyas para engañar a su hija. Yo jamás había estudiado tanto para hacer más verosímil una novela. Era una mujer honrada, quiero decir. De repente, comprendí el sentido de la palabra honradez y entendí por qué tenía una adicción tan grande por aquella puta, que, no sé si te lo he dicho, madre, se llamaba o se hacía llamar Marisol, igual que tú.
Pasadas dos horas, quizá tres, Marisol se quedó dormida y yo me levanté. Dejé el dinero que suele cobrarme sobre la mesa, pisado por un jarrón, como hacía siempre, y luego tomé del bolsillo de la chaqueta las cenizas que había extraído de la urna y las arrojé en el lavabo de su cuarto de baño, abriendo el grifo para que se escaparan por el sumidero. En días sucesivos, pensé, iría desprendiéndome de ese modo del dinero negro y de las cenizas. Cuando no me quedara ni una cosa ni otra, quizá pudiera volver a ganarme la vida, a vender mi escritura con la honradez con la que aquella puta vendía su cuerpo.
Al día siguiente, a media mañana, me llamaron del cementerio por teléfono. Un funcionario contrito me informó de que habían violado el columbario de mi madre, del que habían desaparecido sus cenizas. Mi primer impulso fue decir que no se preocuparan, que después de todo unas cenizas no iban a ningún sitio, pero temí que eso dirigiera las sospechas hacia mí, de modo que cuando me invitaron a poner una denuncia que completara la del propio cementerio no encontré motivos para negarme.
Esa misma tarde, pese a mi odio a los trámites, tuve que acudir a la comisaría correspondiente, cercana al cementerio, para rellenar los papeles. No sé si tenía cara de sospechoso,
o de escritor, o de puta, el caso es que el policía que me atendió no dejaba de lanzarme miradas intimidatorias que hicieron en mi ánimo su efecto. Además, llevaba en el bolsillo de la chaqueta un puñado de cenizas que había recogido de la urna antes de salir de casa, pues pensaba ver luego a Marisol, así como un puñado de dinero negro. Si me registran, pensé, estoy perdido. Al final, y como el policía comenzara a hacerme preguntas que consideré impertinentes, saqué fuerzas de flaqueza y le dije con cierta arrogancia que yo era la víctima, no el delincuente.
El policía hizo un gesto de desprecio y dio por terminada la declaración ordenándome (ordenándome, ésa es la palabra) firmar en varios sitios. Salí humillado de la comisaría, pero con alivio también, pues durante la comparecencia introduje varias veces, sin darme cuenta, la mano en el bolsillo de la chaqueta y la saqué con las cenizas adheridas a los dedos. Creo que dejé un rastro tuyo, madre, por media ciudad, un reguero de pólvora si se tiene en cuenta la calidad de mi miedo, por lo que decidí darle a la puta más dinero, y también más cenizas, para acabar cuanto antes con aquello.
En unos días más, tus cenizas habían desaparecido por el sumidero del lavabo de Marisol y el dinero negro por su escote. Quedaron restos, porque un asesino como Dios manda siempre deja algún indicio de su crimen, en el bolsillo de mi chaqueta y en mi escritorio, donde todavía permanece el sobre, o sudario, que contuvo el dinero negro que recibí a cambio de escribir esta carta. Pero ya nunca me pongo esa chaqueta, madre. Cuando abro el armario y la veo colgada de la percha con la expresión de derrota dibujada en todo su ser, me parece la chaqueta de un viudo, la chaqueta de cuando yo era viudo de ti, en lugar de tu huérfano.
También me he deshabituado de Marisol, aunque todavía no he logrado abandonar el tabaco, cuyo sabor me recuerda el de su pezón. Pero lo más importante es que escribo, he
vuelto a escribir a un ritmo de dos cigarrillos por folio aproximadamente. No está mal. Descansa en paz y dame un respiro. Tu hijo que te quiere, Alvaro.
P. D: Mi editor ha rechazado esta carta, madre. Dice que no la ve apropiada para el libro de Cartas a la madre que tiene en preparación y que seguramente es un libro de buenos sentimientos. Renuncia, como es lógico, al anticipo que me entregó, pues ahora es él el que ha fallado, y me pide que trabaje duro en la novela, para incluirla entre las novedades de la primavera. Es como si alguien me hubiera devuelto tus cenizas. De hecho, creo que voy a quemar esta carta para guardar sus restos en la urna donde antes estuvieron las tuyas. Polvo eres, tú también, cuerpo de la escritura, y en polvo te convertirás.
cabé de leer la carta sin aliento y respondí al
correo electrónico de Alvaro con otro muy
breve: «Querido Alvaro: me alegro de que te encuentres bien. He hecho algunas averiguaciones y creo que estoy a punto de dar con la ex monja. Tu carta a la madre me ha parecido conmovedora, pero algo siniestra: no es raro que el editor te la haya rechazado: los editores son seres humanos. Veré qué se puede hacer para que la publiquen en el periódico. Un abrazo».
Leí la carta un par de veces más, asombrado por la mezcla que había en ella entre realidad y ficción. Comprendí que toda escritura es una mezcla diabólica de las dos cosas, con independencia de la etiqueta que figure en el encabezamiento. La materia de mis reportajes era tan ficticia como la de la carta a la madre de Alvaro, o la de la carta a la madre era tan real como la de mis reportajes. Se podía decir de las dos formas porque todo era mentira y verdad al mismo tiempo. Todo es mentira y verdad de forma simultánea, Dios mío. ¿Por qué, pues, ese empeño en escribir una novela habiendo publicado ya tantas mentiras en mis reportajes? Por lo demás, me impresionaron aquellas cantidades de rencor en un chico joven al que las cosas, por otra parte, no le habían ido tan mal, y me pareció que el simple hecho de enviarme la carta significaba que me hacía responsable de su malestar. Era como decirme, así lo sentí al menos, que yo tenía la obligación de restituirle algo de aquello que le debía el mundo.
Durante dos días estuve telefoneando al móvil de Fina, pero siempre estaba desconectado. Dejé varios mensajes a los que no recibí respuesta. Finalmente, me presenté en la casa de Praga después de comer y me abrió la puerta María José.
– Luz está enferma -dijo.
Atravesé el corto pasillo disimulando mi desagrado por el mal olor, llegué al salón y desde él al dormitorio. María José retiró la estufa de ruedas, que estaba atravesada en la puerta, para que pudiera entrar, pero permanecí en el umbral por miedo, como si Luz Acaso pudiera contagiarme algo. Su cara asomaba entre las sábanas con el gesto de interrogación que le era característico, pero su expresión ya sólo preguntaba si se iba a morir. Me miró, ladeó el rostro, y se durmió durante unos segundos. Iba y venía del sueño a la vigilia como si se columpiara entre los dos estados. Sobre la mesilla de noche había frascos y un vaso de agua. La persiana estaba bajada, pese a que la luz, afuera, comenzaba a declinar.
– ¿Qué tiene? -pregunté.
– Neumonía.
– ¿La ha visto el médico?
– Sí, estamos esperando a que venga la ambulancia para llevarla al hospital.
La neumonía había matado en los últimos años a algunas personas de mi entorno que previamente contrajeron el sida. Pensé entonces que ésa era la verdadera enfermedad de Luz Acaso, y que si María José, pese a su locuacidad, no me lo había dicho era por su raro concepto de la discreción. Quizá sólo era cautelosa respecto a lo real. Por otra parte, las prostitutas eran objetivamente un grupo de riesgo frente al sida, lo que dejaba en el aire, de nuevo, una interrogación.
– Es mejor -dije- que saques la estufa. Quema mucho oxígeno y enrarece el aire.
María José tiró de ella y la llevó al lugar que ocupaba habitualmente en el salón, donde nos sentamos a la espera de que apareciera la ambulancia. Luz, en una de las oscilaciones que hacía entre la vigilia y el sueño, se había quedado en el lado del sueño, así que hablábamos en voz baja, como cuando duerme un niño más que como cuando duerme un enfermo.
– Quítate el parche -le pedí, pues me parecía que había un exceso de oscuridad en el ambiente.
– No -dijo ella-, quiero presenciarlo todo con el lado izquierdo.
– Qué absurdo -dije.
– ¿Te parece absurdo?
– No sé. Ahora sí.
– ¿Entonces tampoco crees que se puede escribir un libro zurdo?
– No sé qué rayos es un libro zurdo.
– ¿Crees que eres un buen reportero?
– No soy malo.
– No eres malo porque escribes cosas previsibles. Ves la realidad con el lado derecho y la ordenas con ese lado también. Le das a los lectores lo que esperan recibir y te pagan por ello. Está bien, no engañas a nadie y cobras la tarifa adecuada al producto que vendes. Pero imagínate que todo lo que has escrito con el lado derecho lo hubieras escrito con el lado izquierdo. Intenta ver lo que está pasando aquí mismo, ahora, con ese lado. No compadezcas a Luz, como te han enseñado a compadecer a los enfermos. En lugar de eso, solidarízate con ella desde el lado que menos conoces de ti. Sé zurdo durante un rato y verás cómo todo se ilumina.
Creo que la miré un poco sobrecogido.
– No sé -dije.
– Cierra el ojo derecho -me ordenó.
Cerré el ojo derecho y al verla a través del túnel formado por el izquierdo comprendí que lo que me separaba de María José era precisamente el instrumento con el que la observaba, el ojo, del mismo
modo que el microscopio que permite al investigador acceder a la célula lo aleja de ella. Estaba allí, a mi lado, pero sólo como un fenómeno observable. Jamás podría diluirme en ella ni ella en mí porque nos encontrábamos en lados distintos de la lente. Sentí que todas las grietas de mi vida que yo había ido taponando desesperadamente con harapos de realidad, como se tapa una herida de combate, se vaciaban para llenarse ahora de jirones de irrealidad, y comprendí lo imaginario que había sido todo. Fue un descanso sentirlo así, y comprendí que si tuviera que escribir un reportaje sobre aquellas mujeres ya no trataría de averiguar si Luz era puta o funcionarla, o si tenía una depresión o un sida. Tampoco si María José era hija de un pescadero o de un mecánico. Toda mi escala de valores, fuera cual fuera, se había ido al carajo, y apareció ante mi ojo izquierdo un orden distinto. Supe que había vivido una vida honrada, pero banal, llena de excitaciones convencionales, manejadas a distancia por otro que no era yo. Comprendí que en la aspiración loca de María José por escribir un libro zurdo había un proyecto de insubordinación que valía por todas mis realizaciones. Y no me pareció que el parche la oscureciera, porque al contemplarla, no sin esfuerzo, con el ojo izquierdo, la veía completamente iluminada y deseable. Imaginé lo que sería follar con ella teniendo los dos tapado el ojo derecho y con el brazo de ese mismo lado atado a la espalda. Follaríamos torpemente, como se debe escribir y como se debe vivir tal vez. Quizá el oficio, tan valorado en la profesión de reportero, sea malo para todo. Comprendí el error de magnificar la experiencia y me pareció que era un buen principio para una novela la frase yo tenia un acuario en el salón.
Pero al mismo tiempo que todo eso, comprendí que yo ya estaba perdido para comenzar una vida al otro lado de la lente, en el zurdo. No se trataba sólo de que ella estuviera destinada a Alvaro Abril, sino que desde la distancia a la que nos comunicábamos sólo podíamos hacernos señales de humo.
– Me gustó mucho lo de yo tenía un acuario en el salón -le dije intentado no levantar el párpado, aunque el ojo había comenzado a llorarme.
– Gracias, pero no tenía que haberte gustado. Es una broma que uso para desconcertar a la gente que se toma la literatura muy en serio.
– Pues me gustó.
– Pues mal hecho.
– Por cierto -añadí-, ¿eres tú la monja que ha hecho creer a Alvaro que es hijo de Luz?
– Sí -dijo dirigiendo su ojo único al mío-, yo soy esa monja. Como verás, no basta con cerrar el ojo derecho para clausurar ese lado. Sigues queriendo averiguar cosas que sólo interesarían a un pensamiento convencional. A tu lado izquierdo no sólo no le importaría que fuera esa monja, sino que le parecería lógico. Desde tu lado izquierdo, como desde el mío, cualquier cosa que sirviera para atraer a Alvaro Abril hacia mí estaría justificada. De hecho, tu lado izquierdo debe saber que tú formas parte del cebo también. Tú no tienes otra misión en esta historia que contribuir a que Alvaro y yo nos encontremos.
Me pareció verosímil, en efecto, desde el lado izquierdo, pero en ese momento sonó el timbre de la puerta, y abrí el ojo derecho y dejé entrar la realidad tal y como yo la conocía. La realidad eran dos enfermeros y un médico, supongo, muy joven, con quien María José se entendió sin problemas. Yo no habría sabido hacerlo. Luego, mientras sacaban en una camilla a Luz Acaso, que parecía completamente consumida, cerré a ratos el ojo derecho para verlo todo desde un lado que no me doliera. Pero no era un problema de dolor, sino de significado.
Antes de abandonar el salón me asomé a la ventana con el ojo izquierdo y vi una calle de Praga por la que yo había pasado la única vez que estuve allí. Deseé recorrerla de nuevo, esta vez con el lado izquierdo, pero al salir fuera, esa misma calle se convirtió en una calle de Madrid. La ambulancia se fue aullando con Luz Acaso y María José en su interior hacia López de Hoyos. Yo caminé un rato sin rumbo con el ojo derecho cerrado. El efecto era muy curioso: parecía que las calles pasaban por mí en lugar de pasar yo por las calles, que la gente formaba parte de una pintura por la que nos deslizábamos y en la que, curiosamente, las personas que tenían dos ojos veían menos que las que teníamos uno. El ojo cerrado me dolía por el esfuerzo y a través de la juntura del párpado apretado se colaban unas lágrimas que se enfriaban al bajar por la cara. Pero yo seguía sin abrirlo, con la voluntad de entender algo, y entonces miré la calle estrecha como un pasillo y a medida que avanzaba por ella fui comprendiendo las distintas partes de mi vida. No había sido una vida completamente equivocada desde la lógica del lado derecho, pero desde la del izquierdo no es que estuviera equivocada, es que era inexistente.
Al llegar a casa, me senté frente al ordenador y mientras se encendía abrí el ojo derecho para descansar, y era un descanso parecido al de no ver. Tenía un correo electrónico del redactor jefe. Me recordaba el reportaje sobre la adopción, pero sin convicción ninguna. Decidí no contestar. Había otro de mi hija, en el que me decía que le había caído muy bien a Walter, su novio. No añadía nada más, y precisamente por su simpleza advertí que era un grito de auxilio al que yo no sabría dar respuesta con ninguno de mis lados. El tercer correo era de Alvaro. Lo leí con el ojo izquierdo. Decía así: «Mi madre no contesta al teléfono desde hace un par de días ni a la hora en la que nos comunicábamos ni a ninguna otra. Temo que le haya ocurrido algo».
Por fortuna, no decía nada de mi correo anterior, en el que califiqué de siniestra su carta a la madre. Al leerlo con el ojo izquierdo comprendí que me hacía responsable de averiguar qué sucedía. Acepté mi destino y le respondí que no se preocupara, que me encargaría de hacer las averiguaciones oportunas, y me fui a la cama. Dormí con los dos ojos cerrados.
l día siguiente, muy temprano, me sacó de la
cama el teléfono. Era el redactor jefe, que no
mencionó el reportaje sobre la adopció n, pero me pidió que asistiera a unas jornadas sobre1 periodismo y literatura que se celebraban en Barcelona y a las que tendría que haber acudido alguien del periódico que a última hora se había puesto enfermo. No pude negarme y dos horas más tarde estaba en un avión del puente aéreo intentando hilvanar cuatro ideas para salir del paso. Finalmente, hablé, sin citar las fuentes, de la literatura del bastardo y de la literatura del legítimo afirmando que el periodismo era una literatura hecha desde la conciencia de la legitimidad que proporciona trabajar con materia les reales. El hecho de que el periodista relate sucesos más o menos verificables, dije, puede llegar a hacerle creer
que no es más que un notario. El notario, añadí, es el hijo auténtico por excelencia: declara como cierto, con la complicidad social, algo que por lo general sólo sucede dentro de su cabeza. Conté que hacía años, al poco de entrar en el periódico, el jefe de la sección de cultura me encargó que telefoneara a cuatro o cinco escritores y les preguntara por qué escribían para improvisar un reportaje. Se trataba de un recurso eficaz en las épocas de sequía informativa, pues los escritores daban respuestas ingeniosas que divertían al público. Uno de estos escritores a los que había llamado me devolvió la pregunta:
– ¿Y por qué escribe usted? -dijo.
Me dejó sorprendido porque yo no era consciente de escribir del mismo modo que muchos notarios no se dan cuenta de que crean la realidad que en su opinión sólo están autentificando. En ese sentido, mantuve que el periodista es un hijo legítimo y, en consecuencia, añadí, un hijo de puta. Lo dije para hacer una gracia, pero me gané la enemistad de los colegas, que me rehuyeron durante el resto de las jornadas, pese a que asistí disciplinadamente a todas las ponencias y que participé, por hacer bulto, en un par de mesas redondas.
Entre intervención e intervención telefoneaba a casa de Luz Acaso y a su móvil, sin recibir respuesta. La última noche que permanecí en Barcelona leí detenidamente la sección de contactos de un periódico, dudando si contratar los servicios de una prostituta. Me maravillaba la idea de que pudiera hacerlo o no, de manera indistinta, sin que una acción ni su contraria cambiaran el curso de las cosas, el curso de mi vida o el de la vida de la puta. ¿O sí? Finalmente no me decidí porque la mujer que buscaba no estaba en los anuncios por palabras de aquel periódico.
Cuando regresé de Barcelona, al tercer día, Luz Acaso había fallecido, y había sido enterrada. Con ella habían sido enterradas también Fina y Eva y Tatiana y el resto de los nombres que hubiera utilizado para llevar su falsa (¿falsa?) existencia de puta.
Me dio la noticia María José, desde su ojo izquierdo, cuando me acerqué a la casa de Praga para ver cómo iban las cosas.
– La enterramos ayer -dijo.
Se me ocurrió preguntarle si había localizado a su familia y me miró como si estuviera loco. Tuve el pensamiento mezquino de que, a juzgar por el modo en que se había instalado, pretendía quedarse con la casa, pero tal vez la mezquindad sólo estaba dentro de mi cabeza, cómo saberlo. Desde el lado derecho casi todo es mezquino, ruin, previsible, caduco. Dios mío, ella estaba bellísima en su mezquindad, y al darme cuenta de eso, de lo mezquina y lo bella que era al mismo tiempo, supe que mi vida se había acabado, que yo pertenecía a otro mundo, aunque continuara moviéndome por inercia en éste. No quisiera dramatizar: es probable que viva muchos años todavía y que continúe ganándome la vida holgadamente, que tenga incluso más éxitos profesionales de los que me merezca, pero todo eso le ocurriría ya a un tipo acabado, un tipo que no había sido querido en los momentos de su vida en los que lo necesitó. No me observaba con lástima, sino con cierta curiosidad antropológica. No pudo ser, muchacho. Cuando hablaba conmigo mismo, me gustaba llamarme muchacho, aunque ya era un señor, y en todos los sentidos, a quién iba a engañar.
Mientras María José iba de acá para allá ordenando o desordenando cosas, quizá -pensé mezquinamente- buscando algún dinero oculto, yo olfateaba disimuladamente, de manera que en el cajón de un mueble parecido a una cómoda encontré el móvil de Luz Acaso, que escondí en el bolsillo, como un fetiche, para oír las cosas que le decían, le decíamos, los hombres a aquella falsa o verdadera puta, quién lo sabe. Pregunté a María José si había entrado en la habitación de la izquierda y no, no había entrado, dijo, añadiendo que aún no era la hora de forma algo retórica.
Cuando volví a casa, me senté en mi silla alemana especial para combatir el lumbago, cerré un ojo e imaginé que todo mi costado derecho era de madera. Una vez lograda esa sugestión, me fue más fácil viajar hacia el lado izquierdo, que estaba constituido, en efecto, por una geografía sin mapas. Tampoco los necesitaba, puesto que la memoria recordaba perfectamente aquel lugar inhóspito. Procedemos del lado izquierdo y huimos de él hacia el derecho en busca de una quimera, o de una notaría. Al poco de entrar en el izquierdo, tropecé con una versión desnutrida de mí a la que había abandonado hacía tiempo prometiéndole volver. íbamos, en aquella época remota, apoyado cada uno en el hombro del otro, los dos perplejos frente a un mundo incomprensible, cuando advertí que no llegaríamos a ninguna parte. Entonces le dije que me adelantaría yo para hacerme con unas reservas de palabras que nos ayudaran a entender las cosas, y que cuando tuviera esa reserva regresaría a por él. No regresé. Peor aún: lo olvidé, y ahora volvía a encontrármelo desnutrido y afásico. Le habría dado todas mis palabras, pero no le habrían servido porque eran palabras del lado diestro y él era una criatura del izquierdo.
Cada otoño, desde hace muchos años, empiezo un curso de inglés que abandono hacia las navidades. El resultado es que dentro de mí ha ido creciendo un individuo anglosajón que apenas es capaz de defenderse en los aeropuertos internacionales con cuatro frases que sirven para saber dónde está el cuarto de baño y poco más.
Este sujeto que aprende inglés y yo nos encontramos con frecuencia, lo que resulta inevitable viviendo el uno dentro del otro. Normalmente vive él dentro de mí, pero cuando viajo al extranjero, soy yo el que se refugia en su interior. Y desde allí observo sus dificultades. No es nada fácil entenderse con los taxistas ni con los camareros ni con los subsecretarios chapurreando cuatro palabras de inglés. Por eso, cuando regresamos a casa, él vuelve a sus profundidades y yo tomo el mando en castellano. La convivencia con este pobre diablo analfabeto dura, como digo, hasta las navidades. Es la cantidad máxima de tiempo que resisto estudiando inglés. Luego él se queda dormido en lo más hondo de mi conciencia, como si invernara, y yo apenas le reclamo, de no ser que tenga un viaje, aunque a veces, al meterme en la cama, me acuerdo de él y le despierto.
– Get up!, get up!
– What's happening? -pregunta él sobresaltado.
Le digo que quiero un vaso de agua o un vaso de leche, o que mi sastre es rico, cualquier tontería, en fin, que sea capaz de entender, y tras este breve intercambio nos echamos a dormir los dos. Este año lo encuentro un poco más delgado de lo habitual. Si me muero yo antes que él, no sé cómo va a salir adelante en la vida: así era el niño que encontré en el lado izquierdo.
Telefoneé a Alvaro, le informé de que Luz Acaso había muerto y le di el pésame. No me preguntó detalles sobre el entierro, ni si había hecho ya alguna gestión para que se publicara la carta a la madre en el periódico, no me preguntó nada. Todas las preguntas mezquinas se me ocurrían a mí.
– Vivía con una chica -añadí- que quiere conocerte y que todavía continúa en su casa.
Quedamos en una esquina, para ir juntos. Cuando nos encontramos, nos dimos un abrazo como el que se habrían dado un padre y un hijo en un funeral.
– Hijo -le dije absurdamente y le retuve entre mis brazos más tiempo del normal.
María José nos esperaba con el parche en el ojo y el costado derecho prácticamente inmóvil. Nada más hacer las presentaciones, comprendí que, en efecto, Alvaro Abril le estaba destinado porque los dos vivían en el mismo lado de la lente. Luego, cuando ella fue a la cocina a por el café, me vi en la obligación de explicarle que no era tuerta ni paralítica, sino que estaba conquistando su lado izquierdo con la idea de escribir un libro zurdo. Alvaro observaba todo como si ya hubiera estado allí en una época lejana e intentara ahora adecuar el tamaño de las cosas al de su memoria. Después María José y él se pusieron a hablar de literatura y de la vida de tal manera que yo quedé excluido en seguida de su conversación. Parecía un padre controlador empeñado en conocer las relaciones de su hijo.
Me despedí casi sin que se dieran cuenta de que me iba y salí a la calle convencido de que me había ocurrido una historia zurda, una aventura del lado izquierdo, aunque yo sólo fuera capaz de contarla desde el derecho. Sin duda, era un privilegio: otras personas pasaban por la vida sin saber que ese lado existía: personas que jamás habían apagado el interruptor de la luz con la mano izquierda, que jamás se habían pasado la mano izquierda por la frente, que no habían socorrido ni asesinado a nadie con esa mano, y que en la resurrección de los muertos ni se imaginaban a la izquierda de Dios. Yo, en cambio, ya no podía verme en otro sitio.
Recibí un paquete con las cintas magnetofónicas en las que estaban registrados los encuentros entre Luz Acaso y Alvaro Abril. Alvaro me explicaba en una carta adjunta que había decidido no escribir la biografía de su madre, y me hacía depositario de todo ese material que me comprometía de forma imaginaria. ¿Pero hay acaso ataduras más fuertes que las imaginarias? «He sabido por María José -continuaba- que mi madre y tú os visteis con frecuencia durante la última época. Te confieso que en un primer momento tuve celos, pero ya no. Supongo que tú necesitabas arreglar cuentas con el pasado más que yo. De hecho, no le debo nada al pasado; es el pasado el que tiene una deuda conmigo. Por otra parte, el material del que te hago depositario y responsable encaja muy bien con el que llevas recogiendo sobre la adopción desde hace tanto tiempo. Tal vez cruzando tu documentación con la mía consigas hacer algo de interés. En cuanto a la carta a la madre, no hagas ninguna gestión en el periódico: ya no me interesa. Quémala o incluyela entre los materiales sobre la adopción. Después de todo, si la leíste atentamente, es más de lo mismo.»
Le llamé por teléfono y protesté de manera retórica.
– Es tu historia -le dije.
– No, ya no -respondió-, era mi historia cuando creí que quería escribir una novela. Ahora voy a dedicar todas mis fuerzas a no escribirla y un modo de no hacerlo es que la escribas tú. No nos engañemos: hay gente que tiene facilidad para escribir. Yo tengo una facilidad increíble para no escribir, aunque hasta el momento había sido incapaz de aceptarlo.
– ¿Y El parque?
– Estoy arrepentido; ahora no volvería a escribirla.
– De acuerdo, hijo -añadí de forma algo miserable. No comprendía cómo alguien podía desprenderse de un material tan rico, aunque yo mismo rechazaba el que me proporcionaba mi hija verdadera, que continuaba enviándome correos en apariencia neutros a los que no daba respuesta.
Escuché las cintas una y otra vez y al recordar que Alvaro Abril daba clases en Talleres Literarios sobre la construcción del personaje, pensé que Luz Acaso había levantado magistralmente el suyo: como Penélope, deshacía por las noches la identidad que tejía durante el día. De este modo, siempre era la misma y siempre era distinta. Así nos hacemos también las personas reales: en una contradicción permanente con nuestros deseos. Damos la vida por lo irreal y desatendemos lo real. Amé a quienes no tuve y desamé a quien quise, decía Vicente Aleixandre, creo, uno de los pocos poetas que he leído con provecho.
Alvaro vivía prácticamente instalado ya en la casa de Praga, donde yo me dejaba caer algunas noches para observar desde el otro lado del microscopio los cambios que se producían en aquel compuesto existencial. Dormían en la habitación de la izquierda, a la que habían trasladado los muebles del dormitorio de Luz, ya que la encontraron vacía cuando se decidieron finalmente a forzar la cerradura. Quizá estaba ocupada por un fantasma que decidió no manifestarse. En cualquier caso, la que permanecía ahora clausurada y vacía era la de la derecha, como si fuera imposible que funcionaran las dos al tiempo. Siempre hay un pulmón que falla.
María José continuaba ejercitando su lado izquierdo con el apoyo de Alvaro, que teorizaba la actitud de la falsa tuerta con argumentos de taller literario, o eso decía yo al sentirme excluido de una relación cuya mirada me envejecía. Fui conociendo detalles de la vida de Luz Acaso, pero ninguno que me sirviera para separar las fronteras de la realidad de las de la ficción: no conseguí aclarar (tampoco puse demasiado empeño) si había sido una funcionaria de Hacienda con depresión o una puta con sida, tal vez no había sido ni una cosa ni otra. Me movía entre el deseo de querer y no querer saberlo porque, pese a la presencia que había adquirido en mi vida lo irreal, aún necesitaba datos verificables para escribir la historia de ella y la nuestra desde la posición de hijo legítimo desde la que trabaja un periodista. Pero cuanto más legítimo quería ser, más hijo de puta me sentía.
Comía solo, escuchando las cintas en las que Luz Acaso se tejía y se destejía, mientras me emborrachaba de manera metódica y pensaba en mi hermano gemelo o en el modo casual en el que irrumpió en mi existencia Alvaro. Un día me contó que cuando nos presentaron había sentido una euforia extraña, como si el diablo anduviera cerca. A ninguno de los dos se nos ocurrió entonces que el diablo pudiera ser yo. ¿Por qué no?
Por qué no, si de hecho tenía ideas diabólicas: mantuve, por ejemplo, los anuncios que Luz había publicado en la sección de contactos del periódico y a media tarde llamaba al buzón de voz y escuchaba los mensajes que los hombres le continuaban dejando, o le continuábamos dejando, porque yo mismo telefoneaba a veces a aquel número y dejaba avisos que al oírlos, más tarde, me parecían avisos de ultratumba.
No siempre subía a la casa de Praga: a veces me limitaba a observar la ventana iluminada desde abajo. Me daba miedo volver a casa, pero tampoco encontraba placer en la compañía de los bares atendidos por mujeres.
Mi hija se casó en Berlín, pero me las arreglé para no ir a la boda, aunque le envié un regalo que me devolvió a los pocos días con una nota cruel: «No te conozco, anciano». Mi ex mujer me aseguró que la frase era de un personaje de Shakespeare para darme un consuelo que no necesitaba, pues aunque continuaba vistiendo de manera informal, había aceptado al fin que ya no era un muchacho, y los lazos sentimentales con mi familia real, si alguno quedaba, se habían deshecho a lo largo de ese proceso de iniciación.
Un día sonó el teléfono y María José me dijo desde el otro lado del hilo, pero también desde el otro lado de la vida, que Luz Acaso había hecho testamento y que me había nombrado albacea.
– ¿Cómo lo sabes? -pregunté sorprendido.
– Hice averiguaciones en el Registro de Últimas Voluntades del ministerio de Justicia.
Me sorprendió que a una persona que vivía en el lado izquierdo se le hubiera ocurrido hacer algo que ni siquiera a mí, experimentado periodista, se me había pasado por la cabeza. Se lo dije.
– Por eso tus reportajes son convencionales -respondió-; buenos, pero convencionales.
No digo que no hubiera oído hablar en alguna ocasión de ese curioso Registro de Ultimas Voluntades, pero cómo creer que el Estado era capaz de gestionar el deseo de los muertos si le venía grande el de los vivos.
La cuestión, en fin, es que me había convertido en el albacea o ejecutor (qué palabras, por cierto) de aquel curioso testamento que dejaba los escasos bienes de Luz Acaso -el piso de Praga y una cuenta de ahorro- a Alvaro Abril y a María José. Era evidente que para llevar a cabo ese reparto no hacía falta un albacea, pero sí un narrador, un narrador que al contar los últimos días de Luz Acaso tuviera, sin comprender por qué, la impresión de ordenar su propia vida.