El clima de la navidad había llegado pronto. Aunque solo era uno de diciembre, ya se percibía la promesa de la nieve, que hacía que el aire y los adornos callejeros centellearan. En el West End londinense, los ángeles multicolores con trompetas plateadas, los elfos, las hadas y las campanillas brillaban en la oscuridad.
Pero las dos mujeres jóvenes que avanzaban deprisa por la calle no tenían ojos para la belleza que colgaba sobre sus cabezas. Discutían.
– Catalina, por favor, muéstrate razonable -suplicó Maggie por tercera vez.
– ¡Razonable! -exclamó Catalina-. ¿Quieres que pase una velada viendo a hombres en camisón y falda y me llamas poco razonable? ¡Ja!
– Julio César es una gran obra. Un clásico.
Catalina emitió un sonido que podría haber sido un bufido. Tenía dieciocho años, era española y estaba magnífica con esa expresión airada.
– Es Shakespeare -rogó Maggie.
– ¡Al cuerno con Shakespeare!
– Y tu prometido quiere que la veas -la joven musitó algo poco agradable sobre su prometido-. ¡Shhh, ten cuidado! -instó Maggie, mirando alrededor, como si don Sebastián de Santiago pudiera materializarse junto a ellas.
– ¡Bah! Estoy en Londres; él en España. Falta poco para que sea su prisionera y tenga que comportarme y decir: «Sí, Sebastián; no, Sebastián; lo que tú digas, Sebastián». Pero hasta entonces, haré lo que quiera y diré lo que quiera, y digo que no me gustan los hombres con las rodillas huesudas y faldas.
– Sin duda no todos tienen las rodillas así -indicó Maggie, tratando de animarla. Catalina soltó un torrente de palabras en castellano, haciendo que la tomara del brazo y la guiara con premura por la calle mientras esquivaba a la multitud-. Se suponía que iba a formar parte de tu educación inglesa.
– Soy española: él es español. ¿Por qué necesito una educación inglesa?
– Por el mismo motivo que necesitaste una educación francesa, para que puedas ser una mujer cultivada y la anfitriona de sus fiestas -antes de que su rebelde pupila pudiera contestar, la hizo entrar en una cafetería, localizó una mesa y ordenó-: ¡Siéntate!
La joven española era encantadora pero agotadora. Faltaba poco para que regresara a España y ella pudiera descansar. Los últimos tres meses su misión había sido perfeccionar el inglés de Catalina y compartir los deberes de escolta con Isabel, su acompañante de mediana edad. Las dos mujeres españolas vivían en uno de los hoteles más lujosos de Londres, por cortesía de don Sebastián, quien también había organizado su agenda y pagaba el sueldo de Maggie.
Todo se había preparado desde la distancia. Hacía seis meses que don Sebastián no encontraba tiempo para ver a su prometida, y ello durante un vuelo a París, en el cual había comprobado la mejoría del francés de Catalina y poco más.
Las decisiones diarias estaban en manos de Isabel, quien contrataba a los profesores locales, se comunicaba con Sebastián y le transmitía los deseos de este a su futura mujer.
En ese momento se encontraba en los Estados Unidos y se esperaba que llegara a Londres la semana siguiente, para luego volver a España con Catalina con el fin de preparar la boda. Aunque era posible que no tuviera tiempo de presentarse en Londres, en cuyo caso viajarían sin él. «Sin importar de qué se lo pueda acusar», pensó Maggie, «entre los cargos no figura una pasión encendida».
Le resultaba imposible comprender en qué había pensado al elegir a una novia tan poco adecuada. Catalina era ignorante y cabeza hueca, loca por los trapos, la música pop y los chicos. En la imaginación de nadie podía ser la prometida de un hombre serio que ocupaba un cargo en el gobierno andaluz.
Los esfuerzos que realizaba por dominar idiomas carecían de entusiasmo. El inglés se le daba bastante bien porque había visto innumerables series americanas de televisión, pero su francés era horrible, y su alemán había sido una pérdida de tiempo para todo el mundo.
Sin embargo, Maggie le tenía cariño. A pesar de lo mucho que podía exasperarla, era una joven amable, de corazón afectuoso y divertida. Necesitaba un marido joven que quedara prendado de su belleza y entusiasmo, a quien no le importara su carencia de cerebro. Pero faltaba poco para que se viera aprisionada en un mundo de prematura mediana edad.
– De acuerdo -aceptó Maggie mientras tomaban té con unas pastas-. ¿Qué quieres hacer esta noche?
– ¡Morirme! -declaró con ardor.
– Aparte de eso -aportó sentido común al melodrama.
– ¿Qué importa? De todos modos, dentro de unas semanas mi vida se habrá acabado. Seré una mujer casada vieja con un marido viejo y un bebé cada año.
– ¿Don Sebastián es viejo de verdad? -inquirió.
– Viejo, de mediana edad -Catalina se encogió de hombros-. ¿Y qué?
– Que pena que no tengas una foto de él.
– Ya es bastante malo tener que casarme con él. ¿Para qué quiero su foto? Si la tuviera, la pisotearía. Quizá solo sea de mediana edad por fuera, pero es viejo aquí -la joven se llevó unos dedos a la frente y luego al corazón-. Y eso es lo que de verdad cuenta.
Maggie asintió. Sabía muy bien que un hombre podía aparentar una cosa y ser otra. Cuatro años de matrimonio se lo habían enseñado. Una felicidad maravillosa, seguida de desilusión, un corazón roto, disgusto y desesperación. Para ocultar la súbita tensión que experimentó, pidió más té.
Las dos mujeres eran un estudio en contrastes: una todavía adolescente, toda ella orgullo y apasionada belleza española, con ojos oscuros y resplandecientes y una complexión cálida, mientras que la otra andaba cerca de los treinta años, con suave piel blanca, ojos castaños oscuros y cabello castaño claro. Catalina era pequeña, de líneas exquisitas, pero su temperamento vivo y su personalidad excitable tendían a convertirla en el centro de atención.
Maggie era alta y escultural, aunque su carácter era tan sereno que podían pasarla por alto junto a la magnífica Catalina. No obstante, también ella tenía un toque mediterráneo. Su abuelo había sido Alfonso Cortez, un español de Andalucía que se había enamorado locamente de una inglesa de vacaciones en España. Cuando estas acabaron, él la siguió y jamás volvió a su país.
De él, Maggie había heredado los ojos grandes y oscuros que sugerían unas profundidades insondables. Resultaban doblemente cautivadores sobre la palidez anglosajona de su piel. Un observador habría resumido a Catalina en un instante, pero se habría demorado en Maggie, tratando de desentrañar su misterio y el dolor y la amargura que se afanaba por ocultar. Quizá habría percibido la sensualidad y el humor en su boca. Lo primero era algo que incluso trataba de esconder de sí misma. El humor era el arma de que disponía contra el mundo. En el pasado, en lo que ya parecía una eternidad, no había dejado de reír. En ese momento reía para proteger su intimidad.
– Si piensas eso sobre tu prometido, deberías decírselo -comentó.
– ¿Crees que Sebastián me dejaría ir, después de haber dedicado dos años a educarme? Todo lo que hago es supervisado por él. Se me enseña lo que él quiere que sepa… idiomas, cómo vestir, cómo comer, cómo comportarme. Incluso en este recorrido por Europa, no tengo libertad, porque él lo ha organizado todo. En Roma, en París, en Londres. Me alojo en los hoteles que él elige y hago lo que él dice. Y ha llegado la navidad y hay tantas cosas hermosas en Londres: los adornos y los árboles navideños, los niños cantando villancicos, las tiendas llenas de luces, compramos un montón de regalos y visitamos a Papá Noel en su cueva…
– No pienso llevarte a más cuevas -interrumpió Maggie con un escalofrío-. En la última estuvieron a punto de echarnos porque no paraste de coquetear con un elfo.
Catalina rió entre dientes.
– ¿No era el chico más guapo que has visto jamás?
– Prácticamente eres una mujer casada.
– ¡Sí! -la risa de la joven desapareció-. Y cuando tienen lugar todas estas maravillosas cosas navideñas, Sebastián quiere que vea una gran obra de teatro. ¿Por qué no una comedia o una pantomima? No, tiene que ser algo serio como Julio César.
Sería imposible transmitir la carga de desprecio y disgusto que puso en las dos últimas palabras. Maggie suspiró con simpatía.
Después de estallar, Catalina ahogó sus penas con unas pastas de crema bañadas en chocolate.
– Y siempre está Isabel -continuó-, que no para de espiarme.
– Eso no es justo -protestó Maggie-. Es amable y te tiene mucho cariño.
– Y yo a ella, pero también me alegro de que esta noche pudiéramos salir solas. Sus intenciones son buenas, pero es la pariente pobre de Sebastián, y se cree Dios. Siempre está diciendo: «La mujer de Sebastián no haría esto; la mujer de Sebastián siempre haría aquello». Un día le contestaré: «Entonces que lo haga la mujer de Sebastián, pero yo voy a hacer otra cosa».
– Bien. Dile a él que cancelas la boda.
– ¡Ojalá me atreviera! Oh, Maggie, me gustaría ser como tú. Tú tuviste el coraje de seguir tu corazón y casarte con el hombre al que amabas.
– Olvida eso -se apresuró a decir Maggie. La curiosidad de Catalina acerca de su matrimonio la ponía tensa y nerviosa-. Aún tenemos tiempo para ver un espectáculo -cambió de tema.
– Oh, sí, tenemos que ir a alguna parte, o nos habremos arreglado para nada -convino Catalina con pasión.
Aprovechaba cualquier excusa para ponerse su ropa más bonita, de modo que incluso para una salida con su acompañante iba de punta en blanco. El vestido largo hasta los tobillos, de un azul pavo real, se veía glorioso con su tez. Los diamantes, quizá, eran demasiado para una joven, pero sabía que estaba hermosa y era feliz.
Maggie habría preferido vestirse con más contención, pero a Catalina eso le parecía un horror. Había insistido en que fueran de compras y, con ojo infalible, había guiado a Maggie hasta un vestido de cóctel de seda negra que se ceñía a sus curvas femeninas.
– Tiene un escote un poco bajo -había dicho con cierto titubeo.
– ¿Y qué? Tu pecho es magnífico; deberías exhibirlo -había aseverado Catalina.
Hasta Maggie podía ver que el vestido había sido hecho para ella, lo que la impulsó a comprarlo, complementándolo con un chal negro también de seda con el que podía cubrirse los hombros. En ese momento llevaba el chal, y aun así deseaba que el vestido fuera un poco más discreto.
– ¿Qué elegimos? -preguntó en ese momento.
– ¿En tu casa o en la mía? -aportó Catalina en el acto-. He querido verla desde que leí que era muy grosera y explícita.
– El tipo de espectáculo que la mujer de don Sebastián no debería ver -bromeó Maggie.
– No, es verdad -coincidió Catalina con alegría-. Así que vayamos de inmediato.
Isabel giró su cuerpo pesado en la cama, tratando de no hacer caso al insistente dolor en el costado. Se preguntó cuándo regresarían Maggie y Catalina, pero un vistazo al reloj le indicó que se habían marchado hacía apenas una hora.
Un ruido súbito hizo que se pusiera rígida. Procedía del otro lado de la puerta del dormitorio, donde la lujosa suite tenía el amplio salón que compartía con Catalina. Alguien había entrado con sigilo.
Hizo acopio de valor y se levantó de la cama, buscó el bolso, introdujo un cenicero pesado en él y avanzó de puntillas hasta la puerta. Entonces, con un movimiento brusco, la abrió y lanzó el bolso contra el intruso.
Al siguiente instante su brazo quedó inmovilizado por una mano férrea y se encontró con la asombrada cara de Sebastián de Santiago.
– ¡Santa madre de Dios! -gimió-. ¿Qué he hecho?
– Has estado a punto de arrancarme la cabeza -comentó con ironía él, metiendo la mano en el bolso para sacar el cenicero.
– Perdóname. Pensé que era un ladrón.
La expresión habitual de severidad y arrogancia en la cara de Sebastián se suavizó.
– Soy yo quien debería disculparse por entrar sin avisar -corrigió con cortesía-. Tendría que haber llamado, pero al saber que era la noche de Julio César, di por sentado que la suite estaría vacía y convencí a Recepción para que me diera una llave -la observó preocupado-. ¿Te encuentras indispuesta?
– Un poco. No es nada, pero preferí no salir, y sabía que podía confiar a Catalina a la señora Cortez.
– Ah, sí, la mencionaste en tus cartas. Una mujer inglesa respetable, profesora de idiomas.
– Y viuda de un español -manifestó Isabel con presteza-. Una persona muy culta y fiable, con un aspecto maduro y los mayores principios -por temor a que se cuestionara sus deberes de acompañante, continuó alabando las virtudes de Maggie hasta que Santiago la interrumpió con gentileza.
– No deseo mantenerte levantada. Solo dime cómo puedo encontrarlas.
Isabel sacó la entrada del bolso.
– Estarán sentadas aquí.
La guió con amabilidad hasta la puerta de su dormitorio, le deseó un descanso reparador y se marchó. Quince minutos más tarde llegó al teatro, justo en el primer descanso de la obra. En vez de perder el tiempo buscando entre la multitud, se dirigió al asiento numerado de su entrada y esperó que Catalina y su acompañante se reunieran con él.
¿En tu casa o en la mía? solo resultó levemente atrevida, pero para una joven de un entorno protegido, pareció deliciosamente osada. Al terminar, se dirigieron a un restaurante próximo, mientras Catalina recordaba feliz algunas melodías y bromas del espectáculo.
– Sebastián se enfadaría si supiera dónde he estado esta noche -comentó contenta mientras esperaban la cena.
– No imagino por qué aceptaste casarte con él si tanto te desagrada.
– Tenía dieciséis años. ¿Qué sabía? Maggie, cuando estudias en un internado de monjas, donde te dicen «No hagas esto; no hagas aquello», aceptarías cualquier cosa para salir. Y de pronto aparece ese viejo… de acuerdo, de acuerdo, de mediana edad, amigo de tu padre y que también es un primo lejano, cuarto o quinto, no recuerdo. Pero Sebastián es el cabeza de familia, de modo que al morir tu padre ese hombre se convierte en tu tutor y te dice que ha decidido que serías una esposa apropiada.
– ¿Él lo decidió?
– Es un hombre firme. Es su manera de ser.
– ¿Y qué hay de lo que tú quieres?
– Dice que soy demasiado joven para saberlo.
– ¡Dame paciencia! -exclamó Maggie, apelando al cielo.
– De cualquier modo, respondes que sí, porque si no sales de ese internado te va a dar un ataque de locura -explicó, añadiendo con un suspiro-, pero descubres que él es mucho peor que las monjas. Una chica debería de ir a su boda con alegría, llena de adoración por su… ¿Cómo puedo adorar a Sebastián?
– Como no lo conozco, no sé si es adorable o no -respondió.
– No lo es -aseveró Catalina-. Es un grande de España, un aristócrata. Es orgulloso, intenso, arrogante, autoritario. Lo exige todo y no perdona nada. Cree que lo único que importa es el honor, el suyo y el de su familia. Es impresionante. Pero, ¿adorable? ¡No!
– Bueno, la adoración está bien para el día de la boda -observó Maggie-. Sin embargo, un matrimonio ha de cimentarse en la realidad -llenó sus copas con el vino blanco suave que había pedido.
– ¿En qué piensas? -preguntó Catalina, mirándola con curiosidad.
– Yo… en nada. ¿Por qué?
– De pronto tu cara ha adoptado una expresión extraña, como si pudieras ver algo muy lejano que no está al alcance de nadie más. ¡Oh, no! -compungida, se llevó la mano a la boca-. Te he hecho recordar a tu propio marido, y eso te entristece porque falleció. Perdóname.
– No hay nada que perdonar -indicó Maggie-. Murió hace cuatro años. Ya no pienso en ello.
– No es verdad. Nunca hablas de él, de modo que debes recordarlo en secreto -manifestó Catalina con romanticismo juvenil-. Oh, Maggie, qué afortunada eres por haber conocido un gran amor. Yo moriré sin conocer jamás algo así.
Eso era lo que tenía Catalina. Un momento podía hablar de sus causas de preocupación con una percepción y claridad que hacían que Maggie la respetara, y al siguiente se dejaba llevar en un vuelo infantil de fantasía melodramática.
– Me gustaría que me hablaras del señor Cortez – suplicó.
– Empieza a comer -aconsejó Maggie.
Lo último que quería era hablar de su marido, cuyo nombre había sido Rodrigo Alva. A su muerte, había vuelto a usar su apellido de soltera, decidida a cortar toda conexión con el pasado. Por lo general mantenía sus secretos, pero en un momento de descuido había revelado que había estado casada con un español, y Catalina había dado por hecho que Cortez era su apellido de casada. En vez de corregirla y fomentar preguntas no deseadas, lo había dejado pasar.
– Estoy segura de que don Sebastián comprenderá que no puede obligarte a mantener una promesa que hiciste con dieciséis años -dijo para distraer la atención de la joven-. Si le explicaras…
– ¿Explicarle? ¡Ja! No hablamos de un inglés razonable, Maggie. Solo escucha lo que quiere oír e insiste en que todo se haga a su manera…
– Resumiendo, es español. Empiezo a creer que cualquier mujer que se case con un español está loca -manifestó con más sentimiento del que había querido emplear.
– Oh, sí -convino Catalina-. Deja que te cuente lo que solía decir mi abuela de mi abuelo…
Maggie era buena para escuchar y Catalina vertió su corazón de una forma que jamás podría hacer con una Isabel que se escandalizaba con facilidad. Ya conocía gran parte de la historia de su infancia, pasada en la antigua ciudad morisca de Granada, sin madre, ya que esta había muerto al dar a luz, dejándola con un desconcertado padre de mediana edad. Pero de todos modos Catalina volvió a contársela, hablándole del sur de España, de sus viñedos y olivares, de sus campos de naranjas y limones.
Justo a las afueras de Granada estaba la hacienda De Santiago, o al menos parte de ella, ya que también incluía extensas propiedades en otras partes de Andalucía, todas del rico y poderoso cabeza de familia, don Sebastián de Santiago. Catalina lo había visto una vez, con diez años, cuando la llevaron a su gran residencia, parecida a un palacio. Para esa visita se había puesto su mejor vestido y se le había advertido de que se comportara bien. Recordaba poco, salvo que él se había mostrado formal y distante. Poco después la enviaron al internado de monjas. Cuando salió con dieciséis años su padre había muerto y se encontró siendo la pupila y prometida de un hombre al que apenas conocía.
Aún seguía hablando cuando pararon un taxi para recorrer la corta distancia que las separaba del hotel. Al salir del ascensor, avanzaron por el pasillo en dirección a la suite.
El salón estaba casi a oscuras, salvo por una pequeña lámpara encendida sobre una mesa.
– Tomaremos una taza de té, como verdaderas inglesas -indicó Catalina. Mientras llamaba al servicio de habitaciones. Maggie se quitó el abrigo, bostezó y se estiró-. Te envidio tanto ese vestido -alabó la joven-. No tiene tiras y solo tu pecho lo sostiene, de modo que al estirar los brazos por encima de la cabeza da la impresión de que podría caerse, aunque nunca lo hace. Mientras, los hombres miran y rezan para tener suerte. Ojalá pudiera llenar un vestido de esa manera.
– ¡Catalina! -exclamó Maggie, entre divertida y horrorizada-. Me conviertes en una acompañante terrible.
En un impulso, la joven la abrazó.
– Me gustas mucho, Maggie. Tienes un corazón comprensivo.
– Bueno, pues sigue mi consejo. Enfréntate a ese ogro y dile que te deje en paz. Estamos en el siglo XXI. No te pueden obligar a casarte en contra de tu voluntad… y mucho menos con un viejo. Algún día conocerás a un chico agradable de tu propia edad.
Catalina rió entre dientes.
– Creía que considerabas que una mujer estaba loca si se casaba con un español de cualquier edad.
– Me refería a una mujer inglesa. Me atrevería a aventurar que si eres española, podría resultar tolerable.
– Qué amable es -comentó una voz irónica desde las sombras.
Ambas giraron y vieron a un hombre levantarse del sillón que había junto a la ventana, donde encendió una lámpara de pie. Maggie sintió un aguijonazo de alarma, y no solo por su súbita aparición, sino por su sola presencia. Había algo inherentemente peligroso en él. Lo supo por instinto, incluso en ese momento fugaz.
Antes de que pudiera exigir que declarara quién era y cómo había entrado, oyó el susurro de Catalina.
– ¡Sebastián!
«¡Santo cielo!», pensó Maggie. Era obvio que había oído cada palabra. Aunque quizá eso resultara positivo, ya que hacía tiempo que tendrían que haberle hablado con claridad.
Lo estudió, comprendiendo que se había hecho una impresión equivocada. La idea de Catalina de un hombre mayor estaba mediatizada por su juventud. Ese hombre no se parecía en nada al anciano del que habían hablado. Don Sebastián de Santiago tenía treinta y tantos años, quizá próximo a los cuarenta, pero en absoluto mayor. Medía como mínimo un metro ochenta y cinco, con un cuerpo esbelto y duro que portaba como un atleta.
Solo en su cara vio lo que había esperado, una expresión de orgullo y arrogancia que adivinaba que llevaba marcada desde la cuna. Y en ese momento se añadía la furia. Si había albergado alguna esperanza de que no hubiera oído la totalidad de sus palabras francas, la expresión en los ojos negros habría desterrado cualquier ilusión.
Pero, por el momento, la ira se hallaba bajo la superficie, casi oculta por una capa de fría cortesía.
– Buenas noches, Catalina -saludó con calma-. ¿Serías tan amable de presentarme a esta dama?
Catalina recordó sus modales.
– La señora Margarita Cortez, don Sebastián de Santiago.
Este hizo una seca inclinación de cabeza.
– Buenas noches, señora. Es un placer conocerla al fin. He oído hablar mucho de usted, aunque reconozco que no esperaba que fuera tan joven -la recorrió con la mirada, como si la evaluara antes de despedirla.
Maggie alzó el mentón, negándose a perder la compostura.
– No se me informó de que se requería una edad específica para mi trabajo, señor -respondió-. Solo que debía hablar un castellano fluido y poder introducir a Catalina en las costumbres inglesas.
La observó con ironía.
– Entonces permita que le diga que ha superado sus cometidos. ¿Formaba parte de su trabajo criticarme ante mi prometida o se trata de una costumbre inglesa de la que jamás oí hablar?
– Toma una conversación ligera demasiado en serio, señor -respondió, logrando parecer divertida-. Catalina y yo venimos de disfrutar de una velada en el teatro, seguida de una cena, y reinaba una atmósfera de charla frívola.
– Ya veo -aceptó con sarcasmo-. De modo que exponía tonterías cuando le dijo que no podían obligarla a casarse con un ogro. No sabe cuánto me alivia. Ya que si fuera a oponerse en serio a mí, tiemblo al pensar en mi destino.
– Y yo -replicó ella. No pensaba dejar que se saliera con la suya. Él enarcó levemente las cejas, aunque por lo demás no se dignó a reaccionar-. Es hora de que me marche -añadió-. Llamaré un taxi…
Sebastián se movió con celeridad para interponerse entre ella y el teléfono.
– Antes de que lo haga, quizá podría contarme cómo ha sido la velada. ¿Disfrutaron de Julio César?
– Mucho -intervino Catalina antes de que Maggie pudiera detenerla-. Es una obra magnífica, y la actuación fue inspirada. Nos entusiasmó, ¿verdad, Maggie?
– Sí, lo imagino -se volvió hacia la institutriz-. ¿Disfrutó tanto como Catalina de la representación…?
– Don Sebastián… -las alarmas de Maggie se dispararon.
– ¿O al menos tendrá el sentido común de reconocer la verdad? -cortó él con brusquedad-. Esta noche no fueron a ver esa obra.
– Sí que fuimos -insistió Catalina con poca perspicacia-. En serio, fuimos.
– Ya es suficiente -Maggie apoyó una mano en el brazo de la joven-. No hace falta seguir, Catalina. No hemos hecho nada de lo que avergonzarnos. Quizá es don Sebastián quién debería sentirse avergonzado por habernos espiado.
– Ha sido un comentario poco afortunado, señora -afirmó con voz dura-. No le debo ni a usted ni a nadie justificar mis actos, pero le diré una cosa. Llegué inesperadamente y decidí unirme a ustedes en el teatro. Cuando resultó obvio que no estaban allí, regresé aquí para esperar. Es más de la una de la mañana, y si sabe lo que es conveniente para usted, me explicará exactamente adonde fueron y a quién han visto.
– ¿Cómo se atreve? -espetó Maggie-. No hemos visto a nadie. Catalina ha estado conmigo, y solo conmigo, toda la velada.
– ¿Vestidas de esa manera? -preguntó con desdén, contemplando el contorno elegantemente sexy del vestido-. No lo creo. Las mujeres se arreglan para los hombres, no para sí mismas.
– ¡Tonterías! -exclamó, perdiendo la serenidad-. A Catalina le gusta arreglarse por el placer que eso le proporciona, como a cualquier muchacha. Yo me arreglé para hacerle compañía.
– Me perdonará que no acepte su palabra -dijo con frialdad.
– No, no lo perdonaré, porque jamás cuento mentiras.
– Pero Catalina sí. Bajo su tutela se siente libre para engañarme. Ahora ya conozco qué clase de ejemplo le da. La lleva solo Dios sabe dónde y la anima a mentir acerca del lugar al que han ido.
– Yo no la he animado a… No pude detenerla. Sí, fue una mentira tonta, pero inocente, y no hubiera tenido lugar si usted no hubiera actuado como un hombre que trae la Palabra de Dios desde lo alto de la montaña. Deje de hacer que algo tan trivial se convierta en algo importante. Tiene dieciocho años, por el amor del cielo, y derecho a disfrutar de un poco de diversión inocente.
– Yo seré quien juzgue eso.
Del otro lado de la puerta del dormitorio se oyó el sonido de un gemido.
– Pobre Isabel -manifestó Catalina-. Olvidaba que no se siente bien. Debería ir a su lado.
– Sí, hazlo -aconsejó Maggie, observando a Sebastián con ojos centelleantes-. Nos pelearemos mejor sin ti.
Catalina se marchó con pasos presurosos, dejando a los otros dos para que se estudiaran como luchadores. Una vez más Maggie volvió a experimentar la sensación de peligro. No estaba asustada. Algo en el peligro le provocaba júbilo cuando podía enfrentarlo cara a cara. Quizá era él quien debería de tener miedo.